EL CAMINO DE LA CRUZ
El reverendo Edward Babcock estaba junto a una de las ventanas del hotel, sito en el Monte de los Olivos, mirando la ciudad de Jerusalén, al otro lado del Valle de Cedrón. Con él ajetreo de la llegada, la distribución de habitaciones, deshacer el equipaje, asearse rápidamente, se había hecho de noche, sin que se diera cuenta. Y ahora, concediéndole apenas un momento para coger sus cosas, y estudiar sus notas y la guía, del pequeño grupo volvería a rodearle, llenándole de preguntas, cada uno de ellos reclamando que se le atendiera individualmente.
Él no había elegido esta tarea: le había sido encomendada por el vicario de little Bletford, que padecía una fuerte gripe, y se había visto obligado a quedarse a bordo del vapor Ventura, en Haifa, dejando sin pastor a los siete miembros de su parroquia que le acompañaban. Se pensó, que, en ausencia del propio vicario, otro clérigo sería el más indicado para guiarles en la planeada excursión de veinticuatro horas a Jerusalén, y la elección había recaído en Edward Babcock. El hubiera deseado que no hubiese sido así. Una cosa era visitar Jerusalén por primera vez, como un peregrino más, o incluso como un simple turista, y otra, muy diferente encontrarse a cargo de un grupo de gente desconocida que, sin duda, lamentaba la inolvidable ausencia de su propio vicario y que además, esperaban de él que demostrara ser un buen organizador, o peor aún, la afable sociabilidad que era una característica evidente del enfermo. Edward Babcock conocía muy bien el tipo. Había observado al vicario a bordo, codeándose con los títulos, siempre a sus anchas. Uno o dos, incluso, le llamaban por su nombre de pila, especialmente Lady Althea Masón, la más importante del grupo de Little Bletford, y, aparentemente, la doyenne de Bletford Hall. Babcock, acostumbrado a su pobre parroquia, de los alrededores de Huddersfield, no estaba en contra de los nombres de pila. Los miembros de su club de jóvenes con frecuencia le llamaban Cocky, durante una partida de dardos, o durante una de las charlas informales, que parecían gustar tanto a los chicos como a él mismo. Pero el esnobismo era algo que no podía soportar, y si el doliente vicario de Little Bletford creía que, él, Babcock, iba a rebajarse delante de una señora de la nobleza, y su familia, estaba muy equivocado. Babcock había catalogado inmediatamente al marido de Lady Althea, coronel Masón, un oficial retirado, como uno de los de la corbata de la vieja escuela, y había pensado que su malcriado nieto, Robin, en lugar de ir a una escuela preparatoria privada, hubiera hecho mejor mezclándose con los otros chicos en una escuela pública.
Mr. y Mrs. Foster eran de otro calibre, pero igualmente sospechosos a los ojos de Babcock Foster era director de una compañía de plásticos en expansión, y por la charla que sostuvieron durante el viaje en autobús, desde Haifa a Jerusalén, parecía pensar más en las posibilidades de negociar con los israelitas que en visitar los Santos lugares. Su esposa había cortado la charla de negocios, subrayando las calamidades y el hambre que reinaban entre los refugiados árabes, lo que, insistía, era una responsabilidad que pesaba sobre et mundo entero. Ella podría haber contribuido a mitigarla, pensó Babcock, llevando un abrigo de pieles más barato, y dando la diferencia a los refugiados.
Mr. y Mrs. Smith eran una joven pareja, en luna de miel. Esto les había convertido en un centro de atención especial, dando lugar a las acostumbradas miradas indulgentes y sonrisas, e incluso a algunos chistes extemporáneos por parte de Mr. Foster. Babcock no podía evitar el pensamiento de que hubieran hecho mejor quedándose en Galilea, en el hotel de la playa, intentando conocerse mejor el uno al otro, en lugar de recorrer Jerusalén, ya que no era posible que, en su actual estado de' ánimo, captaran toda su importancia ¡histórica y religiosa.
El octavo miembro del grupo, y el de más edad, era una solterona, Miss Dean. Tenía casi setenta años, según había explicado a todos, y el sueño de toda su vida había sido visitar Jerusalén, bajo los auspicios del vicario de little Bletford. El hecho de que el reverendo Edward Babcock, hubiera sustituido a su amado vicario, a quien ella llamaba padre, había, evidentemente, estropeado su idilio.
Así, pues, pensó el pastor del rebaño, mirando la hora, su posición no era precisamente envidiable, pero al mismo tiempo constituía un reto, y había que hacerle frente. También, era un privilegio.
El salón se estaba llenando, y el clamor de muchos turistas y peregrinos, que ocupaban ya sus sitios en el contiguo comedor, se elevaba en el aire, llenándolo de discordantes sonidos. Edward Babcock miró una vez más las luces de Jerusalén. Se sintió forastero, solo, y con una curiosa nostalgia por Huddersfield. Deseó que el amistoso grupo, que a veces resultaba demasiado agitado, de su club de jóvenes, estuviera allí a su lado.
Althea Masón estaba sentada en él taburete, frente al tocador, colocando una pieza de organza azul alrededor de sus hombros. Había escogido el azul para que hiciera juego con sus ojos. Era su color favorito, y siempre procuraba llevar puesto algo de este color, no importaba cuáles fueran las circunstancias. Pero esta noche, sobre el tono más oscuro del vestido, quedaba especialmente bien. Con la sarta de perlas y los pequeños pendientes haciendo juego, el efecto era perfecto. Kate Foster iría demasiado recargada, como siempre; todo aquel exceso de joyería era de tan mal gusto, y además el tono azulado del cabello la hacía parecer mayor. ¡Si por lo menos se diera cuenta de ello! Era un hecho que por mucho dinero que una mujer, o un hombre, tuvieran, esto no compensaba la falta de educación. Los Foster eran bastante agradables, y todo el mundo sabía que, cualquier día, Jim Foster se presentaría para el Parlamento, lo que no podía echársele en cara. Después de todo, era sabido que su compañía donaba fuertes somas de dinero al Partido Conservador. Pero había ese pequeño toque de ostentación, de vulgaridad, que traicionaba su origen. Althea sonrió. Sus amigos siempre le habían dicho que era astuta, una aguda observadora de la naturaleza humana.
—¿Phil? —llamó a su marido, sin volverse—. ¿Estás listo?
El coronel Masón estaba en el cuarto de baño, limándose las uñas. Una minúscula partícula de suciedad se había introducido bajo la uña de su pulgar, y era casi imposible sacarla. Sólo tenía una cosa en común con su mujer. Un hombre debe de ir impecable. Unos zapatos poco lustrosos, un hombro mal cepillado, una uña un, poco sucia, eran verdaderos tabús. Además, su aspecto y el de Althea constituían un ejemplo para el resto del grupo, y sobre todo, para su nieto, Robín. Es cierto que tenía solamente nueve años, pero un muchacho nunca es demasiado joven para aprender, y por cierto, que era muy rápido captando las cosas. Se convertiría pronto en un buen soldado. Es decir, si su padre, aquel científico gruñón, le permitía incorporarse al Ejército. Teniendo en cuenta que eran los abuelos los que costeaban la educación del muchacho, también tenían derecho a opinar. Era curioso lo elocuentes que resultaban los jóvenes de hoy, hablando de ideales y de cómo todos debían progresar en un mundo que estaba cambiando, pero cuando los problemas llegaban, estaban bien dispuestos a dejar que los solucionara la generación anterior. Por ejemplo, éste crucero. Robin iba con ellos porque así convenía a los planes de sus padres. Que les conviniera a Althea y a él era otro problema. Daba la casualidad de que estaban muy contentos de que fuera con ellos, porque querían mucho al niño, pero ésta no era la cuestión. Venía ocurriendo con demasiada frecuencia, durante las vacaciones escolares, para que fuera una coincidencia.
—Aquí estoy —dijo, y enderezándose la corbata, entró en el dormitorio-Debo decir que es bastante confortable —observó al pasar—. Me pregunto si el resto del grupo está tan bien alojado. Desde luego, nada de esto existía cuando yo estuve aquí, hace veinte años.
«¡Oh, no!», pensó Althea. ¿Iban a comenzar otra vez aquellas inacabables comparaciones, con su época en el Ejército, y la ocupación inglesa? Phil era capaz de empezar a discutir de posiciones estratégicas, con Jim Foster, durante la cena, con ayuda, de los saleros.
—Yo estipulé que las habitaciones de todo el grupo tuvieran vista a Jerusalén —dijo ella—, pero no se si se darán cuenta de que todo eso tienen que agradecérmelo a mi Lo tomarán como una cosa natural. Es una lástima que el querido Arthur no pueda estar con nosotros, es realmente una tragedia que tuviera que quedarse a bordo. ¡Hubiese animado tanto todo esto! No creo que llegue a gustarme mucho el joven Babcock.
—No sé —replicó su marido—. Parece un chico bastante agradable. Es una verdadera molestia para él, tener que hacerse cargo de todo, sin tiempo para prepararse. Hay que ser un poco indulgentes.
—Debía de haberse negado, si no se sentía capaz —dijo Althea—. Tengo que decir que me maravilla la clase de jóvenes que ingresan en la Iglesia, hoy día. No tienen precisamente mucha categoría. ¿Te has dado cuenta de su acento? En estos tiempos, uno nunca sabe qué es lo.que va a. encontrar.
Se levantó, para darse una ojeada general, ante el espejo. El coronel Masón carraspeó y miró su
reloj. Esperaba que Althea no adoptase sus aires de superioridad frente al desgraciado párroco.
—¿Dónde está Robin? —preguntó—. Deberíamos de estar bajando ya. —Aquí estoy, abuelo.
El muchacho había permanecido todo el tiempo tras las cortinas corridas, contemplando la ciudad. Vaya un chiquillo. Aparecía siempre de pronto. Lástima que tuviera que llevar aquellos lentes. Le hacían parecer el vivo retrato de su padre.
—Bien, muchacho —dijo el coronel Masón—. ¿Qué te parece todo esto? Debo decir que Jerusalén no estaba tan iluminada, hace veinte años.
—No —contestó su nieto—. Supongo que no lo estaría. Ni tampoco dos mil años antes. La electricidad ha cambiado mucho el mundo. Le estaba diciendo a Miss Dean, cuando veníamos en el autobús, que Jesús se sentiría muy sorprendido.
Hum... Valía más no responder a eso. ¡Qué cosas tan extraordinarias dicen los niños! Su mujer y él intercambiaron una mirada. Ella sonrió indulgente, y dio unos golpecitos en el hombro de Robin. Le gustaba pensar que era la única que comprendía lo que llamaba «las pequeñas excentricidades de Robin».
—Espero que Miss Dean no se escandalizaría.
—¿Escandalizarse? —Robin ladeó la cabeza, y consideró la cuestión—. Estoy seguro de que no —respondió—, pero yo sí que me sentí bastante, escandalizado cuando pasamos junto a aquel coche que se había averiado, en la carretera, y no nos detuvimos a ayudarles.
El coronel Masón cerró la puerta, y los tres caminaron pasillo adelante.
—¿Coche?-preguntó—. ¿Qué coche? No recuerdo haber visto ninguno.
—Mirabas hacia otro lado, abuelo —contestó Robin—. Estabas mostrando a Mr. Foster un lugar en el que, en tus tiempos, hubo ametralladoras. Quizá yo fui el único que vio el automóvil averiado. El guía estaba muy ocupado mostrando el emplazamiento de la posada del Buen Samaritano. El coche estaba unos cuantos metros más allá.
—Probablemente se habrían quedado sin gasolina —dijo Althea-Seguramente no tardaría mucho en pasar alguien. Parecía una carretera bastante transitada.
Se contempló en el alto espejo que había al} final del corredor, y dio unos toquecitos a la organza azul.
Jim Foster estaba tomando un trago rápido en el bar. O dos, para ser más exactos. Cuando los otros llegaran, los invitaría, y Kate tendría que soportarlo. No sería capaz de fastidiarle delante de todos, amenazándole con una coronaria, y con el número de calorías de un gin doble. Contempló la gente reunida, que conversaba. ¡Dios, vaya una gentuza! El Pueblo Elegido, en sus dominios. Buena suerte a todos, especialmente para las mujeres, aunque las jóvenes de Haifa eran más atractivas. Por allí no había nadie al que mereciera la pena acercarse. Aquel grupo de allí no parecían ser del país, sino de la parte este de Nueva York. El hotel estaba atestado de turistas, y probablemente, al día siguiente, Jerusalén resultaría aún peor. Estaba casi decidido a no visitar los lugares habituales, sino alquilar un automóvil, para ir con Kate hasta el mar Muerto, donde se decía que Iba a instalarse aquella factoría de plásticos. Los israelíes habían ideado un nuevo proceso, y se podía apostar la cabeza a que cuando aquella gente confiaba en algo, es que iba a resultar un éxito. No vaha la pena hacer todo aquél camino, para volver después a casa y poder hablar con autoridad de aquellos lugares. Era una forma de desperdiciar el dinero de la cuenta de gastos. Hola, ahí estaban los recién casados. No era necesario preguntar lo que habían estado haciendo desde que bajaron del autobús. Aunque, pensándolo bien, uno nunca podía estar seguro. Bob Smith parecía un poco cansado. Quizá la novia, como todas las pelirrojas, era Insaciable. Un trago les daría nuevas fuerzas a los dos.
—¡Eh, los novios, vengan aquí! —llamó—, Ustedes escogen las bebidas, yo pago. Descansemos todos.
Galantemente, se bajó del taburete, y se lo ofreció a Jill Smith, procurando que su mano quedara, sólo por un instante, bajo su pequeña parte posterior, cuando ella se sentó en el taburete.
—Muchísimas gracias, Mr. Foster —dijo la no— vía, y para demostrarle que no se sentía en absoluto desconcertada, y sabía que debía aceptar aquel pequeño roce de la mano como un cumplido, añadió—: No sé Bob, pero a mí me gustaría champaña.
La frase había sonado tan provocativa, que el marido enrojeció violentamente. «Oh, diablos —pensó—. Mr. Foster va a sospechar. No le será difícil comprender, por el tono de Jill, que... que esto no resulta, que yo no puedo continuar así. Es una pesadilla. Y no sé qué es lo que falla, tendré que consultar a un doctor, tendré que...»
—Whisky, por favor, señor —dijo.
—Pues será whisky —sonrió Jim Foster—, y, por el amor de Dios, llámenme ustedes dos simplemente Jim.
Pidió un cóctel de champaña para Jill, un whisky doble para Bob, y un «gin-tonic» largo para él mismo, y en aquel momento Kate, su esposa, se abrió paso entre la multitud, dirigiéndose al bar, y le oyó pedir las bebidas.
«Lo sabía —pensó Kate—. Sabía que por esto había bajado él, antes de que acabara de vestirme, para llegar al bar antes que yo. Y además, le ha echado el ojo a ese proyecto de mujer. No tiene la decencia de dejar tranquilo a nadie joven que lleve faldas, ni aunque esté en su luna de miel.» A Dios gracias, ella se había opuesto a su idea de encontrarse con compañeros de negocios en Tel Aviv, y dejar que ella siguiera sola a Jerusalén. No gracias, no iba a dejar que esta vez se saliera con la suya. Si por lo menos el coronel Masón no fuera un viejo tan aburrido, y Lady Althea una esnob tan colosal, el viaje a Jerusalén podía compensar el resto, sobre todo para alguien con algo de inteligencia e interés en la marcha del mundo. Pero, a ellos, ¿qué les importaba? Ni siquiera se molestaron en acudir a la charla que había dado unas semanas antes, en Little Bletford, sobre el problema de los refugiados. Se habían excusado diciendo que nunca salían por la noche, lo que no era cierto. Si Lady Althea pensara un poco en los demás, y algo menos en el hecho de que era la única hija viva de un Par que nunca había contado nada en la Cámara de los Lores, y del que además, se decía que estaba chiflado, Kate sentiría mucho más respeto por ella. Pero tai como estaban las cosas... Miró a su alrededor y sintió crecer su indignación. Todos aquellos turistas, bebiendo y divirtiéndose, malgastando el dinero que podía haber ido a parar a «Qxfam», o a otra obra de caridad que lo mereciera. Se sentía completamente avergonzaba de estar entre ellos. Bien, si por el momento no podía hacer nada activo para ayudar al mundo, lo que sí podía hacer era estropearle a Jim su fiestecita, y ponerle en su lugar. Se acercó al bar, los colores de su cara desafiando al magenta de su blusa.
—Por favor, Mr. Smith —dijo—, no anime a mi esposo. El doctor le ha ordenado que deje la bebida y el tabaco, o sufrirá un infarto. Es inútil que me pongas esta cara, Jim, sabes que es verdad. En realidad, todos estaríamos mejor sin alcohol. Las estadísticas demuestran que el daño que produce al hígado, incluso tomado en poca cantidad, es incalculable.
Bob Smith, volvió a dejar su vaso sobre el mostrador del bar. Precisamente empezaba a sentirse más seguro de sí mismo. Y ahora Mrs. Foster lo había estropeado todo.
—Oh, no se preocupen por mí —siguió diciendo ella—. Nunca hace nadie caso de lo que yo digo, pero un día de estos el mundo se dará cuenta de que, bebiendo jugos de fruta puros, el ser humano soporta mucho mejor el esfuerzo y la tensión de la vida moderna. Viviríamos todos más años, pareceríamos más jóvenes, podríamos hacer grandes cosas. Sí, quisiera un zumo de uva, por favor. Con mucho hielo.
¡Plof! Aquello era sofocante. Sintió cómo el calor subía por su cuello, basta las sienes, y luego descendía en una oleada lenta, ¡Qué estúpida era...¡ Había olvidado tomar sus hormonas. Jill Smith observó a Kate Foster, por encima de su copa de champaña. Debía de ser más vieja que su marido. Por lo menos lo parecía. Una nunca sabía con la gente de media edad, y los hombres engañaban aún más. Había leído en algún sitio que los hombres podían continuar haciéndolo hasta que tenían casi noventa años, mientras que las mujeres perdían di interés después de la menopausia. Quizá Mrs. Foster tenía razón en eso de que los zumos de fruta eran saludables. Oh, ¿por qué llevaría Bób aquella corbata de lunares? Le daba un aspecto tan macilento. Y parecía sólo un muchacho, al lado de Mr. Foster. ¡Pensar que les había pedido que le llamaran Jim! Estaba tocándole el brazo de nuevo. ¡Verdaderamente! El hecho de que estuviera pasando su luna de miel, no parecía hacer que los hombres se apartaran de ella. Al contrarío, los atraía, si había que juzgar por aquél. Asintió cuando él le propuso otra copa de champaña.
—Que Mrs. Foster no le oiga-dijo ella, en un susurro—. Dirá que me hará daño al hígado.
—Mi querida niña —murmuró Mr. Foster—, un hígado tan joven como el suyo puede soportar que le castiguen durante muchos años. El mío ya está escabechado.
Jill soltó una risita. ¡Que cosas decía! Y mientras bebía la segunda copa de champaña, se olvidó de la desgraciada escena, en la habitación, con Bob, pálido y tenso, diciendo que era ella la que no respondía adecuadamente, que no era culpa de él. Miró desafiante a Bob, quien procuraba seguir cortésmente la corriente a Mrs. Foster, sobre la miseria en Oriente Medio, Asia y la India, se apoyó intencionadamente en el brazo de Jim Foster y dijo:
—No sé por qué Lady Althea escogió este hotel, El que el sobrecargo aconsejaba estaba en el mismo Jerusalén, y hacen un recorrido nocturno por la ciudad, que termina en una sala de fiestas, con la consumición incluida.
Miss Dean miró a su alrededor con ojos miopes. ¿Cómo iba a poder encontrar al resto del grupo, entre aquella multitud de desconocidos? Si su querido padre Garfield les hubiera acompañado, jamás hubiera permitido que tuviera que arreglárselas ella sola. El joven clérigo que estaba en su lugar le había dirigido escasamente dos palabras, y además estaba segura de que no era anglicano. Seguramente no aprobaba los hábitos, y no había entonado un salmo en su vida. Si por lo menos pudiera encontrar a Lady Althea o al coronel, aunque Lady Althea, bendita fuera, era a veces un poquitín desdeñosa, pero es que en realidad estaba siempre tan ocupada... Había sido tan amable de su parte ocuparse de todos los preparativos del viaje.
Jerusalén... Jerusalén..., Las hijas de Jerusalén hubieran llorado, sin duda, si hubieran podido ver toda aquella pléyade de agnósticos, en el Monte de los Olivos. No parecía correcto haber construido un hotel tan moderno sobre un lugar tan sagrado, por el que Nuestro Señor había pasado con tanta frecuencia, con sus discípulos, cuando iba de Betania a Jerusalén. Cómo había añorado al padre Garfield, cuando el autobús se detuvo por unos momentos en el pueblo, y el guía les mostró la iglesia en ruinas, bajo la que —así lo había dicho—, bajo la que, dos mil años antes, había estado la casa de María, Marta y Lázaro! El padre hubiera conseguido que cobrara vida. Ella podría haber imaginado el hogar modesto, pero confortable, la cocina bien barrida, todo a cargo de Marta, mientras María acababa de limpiar los platos, aunque probablemente, no resultaría una gran ayuda. Siempre que leía aquel pasaje del Evangelio, pensaba en su hermana más joven, Dora, con la que nunca se podía contar si había un buen programa en la televisión. No es que una pudiera comparar a María de Betania escuchando los maravillosos sermones de Nuestro Señor, con alguno de los programas de Malcolm Muggeridge, pero, como decía el padre, siempre hay que tratar de encontrar un paralelismo entre el pasado y el presente, y entonces se puede llegar a comprender mejor el significado de las cosas. ¡Ah! Ahora veía a Lady Althea, que avanzaba por el pasillo. Qué aire tan distinguido tenía, tan inglés, tan refinado, que contrastaba con el resto de la gente del hotel, las cuales en su mayoría parecían ser extranjeros. A su lado, el coronel era, el perfecto soldado y caballero. El pequeño Robin; era un niño muy original. ¿Cómo se le habría ocurrido hacer aquella observación, sobre si Nuestro Señor se quedaría sorprendido si viera la luz; eléctrica?
—Pero si fue Él quien la inventó, querido —le había explicado ella—. Todo lo que se ha inventado o descubierto ha sido obra de Nuestro Señor, Le dio la impresión de que aquello no había penetrado en su mente infantil. No importaba. Tendría muchas oportunidades de hacérselo comprender.
—Bien, Miss Dean —dijo el coronel, avanzando hada ella—. Espero que habrá descansado después de este largo viaje en autobús, y que debe de sentir mucho apetito.
—Gracias, coronel. Me siento muy bien, pero estoy un poco aturrullada. ¿Cree usted que nos seriarán comida inglesa, o tendremos que soportar esos grasientos guisos extranjeros? Tengo que tener cuidado con mi régimen.
—Bien, si se puede juzgar por mi experiencia del Próximo Oriente le aconsejaría que evitara los frutos frescos y el melón, así como las ensaladas. Nunca los lavan suficientemente. En mis tiempos, lo que nos causó más problemas con los soldados fueron la fruta y la ensalada.
—¡Oh, Phil, qué tontería! —sonrió Lady Althea—. Vives en el pasado. En un hotel moderno como éste es, seguro que lo lavan todo convenientemente. No le haga caso, Miss Dean. Nos servirán una cena de cinco platos, y usted debe hacer honor a cuanto le sirvan. Imagínese a su hermana Dora, sentada frente a un huevo duro, en su casa,
y piense cómo la envidiaría.
Esto, pensó Miss Dean, aunque bien intencionado, había sido poco oportuna ¿Por qué Imaginaba Lady Althea que Dora y ella cenaban solamente un huevo cocido? Era cierto que cenaban poco, pero esto era debido a que ninguna de las dos tenía mucho apetito. No tenía nada que ver con su forma de vivir, o sus posibilidades. Si el padre hubiera estado allí hubiese encontrado la palabra justa para responder a Lady Althea. Le habría dicho —sin dejar de sonreír, desde luego, porque era extremadamente cortés—, que en ningún sitio de Little Bletford había comido tan bien como en «Syringa Cottage», la casa de las hermanas Dean.
—Gracias, coronel —dijo, dirigiéndose intencionadamente a él—. Seguiré su consejo sobre la fruta y la ensalada. En cuanto al menú de cinco platos, me reservo mi opinión hasta que vea lo que nos ofrecen.
Esperaba que durante la cena le tocase sentarse junto al coronel. {Era tan considerado! Y conocía Jerusalén desde hacía tiempo, era toda una autoridad.
—Su nieto —le dijo—, hace amigos muy fácilmente. No es nada tímido.
—Oh, sí —replicó el coronel Masón—. Robin se encuentra bien en todos los ambientes. Me agrada pensar que es resultado de mi educación. También le gusta mucho leer. La mayoría de los niños nunca abren un libro.
—Su hijo político es un científico ¿verdad? —preguntó Miss Dean—. Los científicos son unos hombres tan inteligentes... Quizás el muchacho sale a su padre.
—Hum... no lo sé —contestó el coronel.
Vieja loca, pensó. No sabe ni de lo que está hablando. Robin era todo un Masón. Le recordaba ¡ a él mismo, cuando tenía su edad. A él también le había gustado mucho leer. Y tenía mucha imaginación.
—Vamos, Robin —llamó—. Tu abuela quiere cenar.
—Realmente, Phil —dijo Lady Althea, intentando parecer divertida-haces que parezca el lobo de Caperucita Roja.
Avanzó despacio por el salón, consciente de m que muchas cabezas se hablan vuelto hacia ella, no a causa de la observación de su marido, que muy pocas personas hablan oído, sino porque, tal como ella sabía, a pesar de sus sesenta años bien cumplidos, entre las presentes, era la mujer más atractiva y distinguida. Buscó el grupo de Little Bletford, decidiendo, mientras lo hacía, cómo iba a distribuir los sitios en la mesa. ¡Oh, allí estaban, en el bar. Bueno, todos, menos Babcock. Envió a su marido en su busca, y entrando en el restaurante, reclamó la presencia del jefe de camareros, con un imperioso ademán de la mano.
La distribución de los sitios resultó muy bien, y todo el mundo pareció satisfecho. Miss Dean hizo justicia a los cinco platos de la cena, y también al vino, aunque careciera un poco de tacto, levantando su vaso tan pronto como se lo llenaron, y diciendo a su vecino de la izquierda, el reverendo Babcock:
—Deseamos a nuestro querido padre una rápida mejoría. Estoy segura de que él sabe cuán profundamente le echamos todos de menos esta noche.
Hasta que no hubieron empezado el tercer plato, no se dio ella cuenta del alcance de sus palabras, y recordó que el joven que le estaba hablando no era un trabajador social, sino un clérigo, y que actuaba por delegación de su propio amado vicario. El vaso de jerez que había tomado | en el bar se le había subido un poco a la cabeza, y el hecho de que el reverendo Babcock no llevase alzacuello, contribuyó a hacer más confusa la situación.
—Tenga mucho cuidado con lo que come —le dijo, esperando compensar la pequeña molestia que le pudieran haber producido sus palabras—. El coronel dice que la fruta y la ensalada no son aconsejables. Los nativos no los limpian a fondo. Supongo que será prudente escoger cordero asado.
Edward Babcock se la quedó mirando fijamente, cuando oyó la palabra nativo. ¿Creía Miss Dean que estaba en el África salvaje? «Cuán lejos de la realidad del mundo actual podía estar una persona —pensó— viviendo en un pueblo del sur de Inglaterra.»
—Aunque parezca un poco rudo —le dijo, sirviéndose ragout de pollo—, creo que se puede hacer más bien en el mundo, observando como viven los demás, que estando demasiado apegados a nuestra propia rutina. Tenemos bastantes pakistanís y jamaicanos, en nuestro club, conviviendo/: con nuestros propios muchachos, y la comida de la cantina la preparan por turnos. No tengo que decirle que nos llevamos bastantes sorpresas. Pero todos cogemos nuestra parte, y los chicos disfrutan con ello.
—Totalmente de acuerdo, padre —dijo el coronel, que había oído solamente el final de la historia—. Es esencial promover un espíritu de buena voluntad, en la Alisa. De lo contrario, la moral pierde base.
Jim Foster tocó el pie de Jill Smith, bajo la mesa. El viejo estaba otra vez fuera de juego. ¿Dónde creía estar, en Poona? Jill Smith respondió tocando la rodilla de él con la suya. Ambos habían alcanzado ese estado de atracción mutua a falta de algo mejor, en la que el contacto corporal resulta cálido, y en el que la observación mas inocente, hecha por otra persona, parece llena de un doble sentido.
—¿No le parece que depende de lo que se comparta, y de con quién se haga? —murmuró él.
—Una vez casada, una mujer no puede elegir —respondió ella—. Tiene que tomar lo que su marido le dé.
Entonces, dándose cuenta de que Mrs. Foster la observaba, a través de la mesa, abrió sus ojos, grandes e inocentes, y volvió a rozar la rodilla de Jim Foster, para cimentar la complicidad, Lady Althea, observando a los ocupantes de las otras mesas, se preguntó si, después de todo, Jerusalén había sido una buena elección. Allí no había nadie interesante. Quizá encontraran gente de más categoría en di Líbano. De todos modos, estarían sólo veinticuatro horas, y después volverían a bordo, y seguirían hacia Chipre. Se contentaría con que Phil y el querido Robín lo estuvieran pasando bien. Debía decirle a Robin, que no se quedara sentado, con la boca entreabierta. Era un chiquillo muy guapo, y así parecía medio tonto. Kate Foster parecía tener calor, porque parecía sofocada.
—Pero usted debía haber firmado la petición contra la fabricación de gases venenosos —le decía Kate a Bob Smith—. Conseguí más de mil firmas para mi pliego, y es responsabilidad de todos nosotros que ese terrible negocio termine. ¿Qué opinará usted —preguntó, golpeando la mesa—,cuando sus hijos nazcan sordos, tullidos o ciegos, a causa de esa terrible sustancia química que envenenará a las generaciones venideras, si todos unidos no evitamos que se fabrique?
—Oh, vamos —protestó el coronel—, las autoridades lo controlan todo. Y además no es letal; Hay que tener una cierta cantidad preparada por si hay disturbios. Alguien tiene que ocuparse de los trapos sucios de este mundo. Pero, en mi modesta opinión...
—Dejemos tu modesta opinión, Phil, querido-le interrumpió su esposa—. Creo que nos estamos poniendo todos un poco demasiado serios, y no hemos venido a Jerusalén a discutir de gases venenosos, ni de disturbios, ni de nada parecido. Estamos aquí para llevarnos agradables recuerdos de una de las ciudades más famosas del mundo.
El silencio se hizo inmediatamente. Ella les sonrió a todos. Una buena anfitriona sabe cuándo tiene que cambiar el tono de una reunión. Incluso Jim Foster, apaciguado momentáneamente, retiró su mano de la rodilla de Jill Smith. El problema era, quién iba a ser el primero en hablar, y hacer que la pelota rodara en otra dirección. Robin sintió que había llegado su momento. Había estado esperando su oportunidad a lo largo de toda la cena. Su padre, el científico, le había dicho que nunca debía proponer un tema, o hablar sobre algo, a menos que estuviera seguro de los hechos, y él se cuidó de estar bien preparado. Había estado consultando la guía en di foyer, antes de cenar, y sabía que lo que iba a decir era correcto. Los mayores se verían obligados a escuchar. Este solo pensamiento era delicioso, y le daba una tremenda sensación de poder. Se inclinó sobre la mesa, con las gafas en un equilibrio un tanto precario, y la cabeza inclinada a un lado.
—Me pregunto si alguno de ustedes sabe —dijo—, que hoy es el decimotercer día de Misan.
Se arrellanó en su silla, para apreciar el efecto que producían sus palabras.
Los adultos, sentados a la mesa, le miraron atónitos. ¿De qué diablos estaba hablando aquel crío? Su abuelo, acostumbrado a estar preparado para lo más inesperado, fue el primero en contestar.
—¿El decimotercer día de Nisan? —repitió—. Por favor, mi avispado muchacho, deja de hacerte el inteligente, y explícanos lo que quieres decir.
—No me hago el inteligente, abuelo —replicó Robin—. Sólo hago constar un hecho. Sigo el calendario hebreo. Mañana, el decimocuarto día de Nisan, a la puesta del sol, comienza el Pesach, la Fiesta del Pan sin Levadura. El guía me lo explicó. Por eso hay tanta gente aquí. Han llegado peregrinos de todos los puntos del Globo. Pues bien, todo el mundo sabe —o por lo menos estoy seguro de que Mr. Babcock sí—, que, según san Juan, y otras muchas autoridades, Jesús y sus discípulos celebraron la Ultima Cena, el decimotercer día de Nisan, el día antes de la Fiesta del Pan sin Levadura. Por lo tanto, me pareció muy apropiado que todos nosotros tomáramos aquí nuestra cena esta noche. Hace dos mil años, Jesús estaba haciendo exactamente lo mismo.
Se colocó bien las gafas y sonrió. El efecto de sus palabras no había sido tan sorprendente como había esperado. No hubo un clamor de aplausos. No hubo exclamaciones de asombro ante su sabiduría. Todo el mundo parecía bastante molesto.
—Hum —dijo el coronel Masón—. Eso es cosa suya, padre.
Babcock calculó rápidamente. Estaba acostumbrado a que le propusieran a quemarropa problemas, en el programa de Preguntas de Todas Clases, que se llevaba a cabo trimestralmente en el club de jóvenes. Pero no estaba preparado para ésta.
—Es evidente que has leído muy a fondo los Evangelios, Robin —dijo—. San Mateo, san Marcos y san Lucas parecen no estar de acuerdo con san Juan, en cuanto a la fecha exacta. De todos modos, debo admitir que no me había dado cuenta del hecho de que mañana es el decimocuarto día de Nisan, y por lo tanto, con la puesta del sol comienza la Pascua Judía. Ha sido una negligencia de mi parte no haber hablado con el guía yo mismo.
Sus palabras no contribuyeron mucho a aclarar la atmósfera. Miss Dean estaba francamente " desconcertada.
—Pero, ¿cómo puede ser hoy el día de la Última Cena? —preguntó—. Este año, Pascua ya ha pasado. ¿No fue el 29 de marzo, Pascua de Resurrección?
—El calendario judío es diferente al nuestro —dijo Babcock—. Pesach, o la Pascua de los hebreos, como nosotros la llamamos, no coincide necesariamente con la nuestra.
¿No esperarían que entrara en una discusión teológica porque un crío hubiera querido darse' tono?
Jim Foster chascó los dedos. —Esto explica por qué no pude hablar con Rubin por teléfono, Kate —dijo—. Me dijeron que la oficina en Tel Aviv estaría cerrada hasta el 21. Fiesta Nacional.
—Espero que las tiendas y los bazares estén abiertos —exclamó Jill—. Quiero comprar recuerdos para la familia y los amigos.
Tras considerarlo un momento, Robin asintió con la cabeza.
—Creo que lo estarán —dijo—, por lo menos hasta la puesta del sol. Puede usted llevar a sus amigos algo de pan sin levadura.
De pronto se le ocurrió una idea estupenda, y se volvió encantado hacia el reverendo Babcock.
—En vista de que ésta es la noche del decimotercer día de Nisan —dijo—, ¿no deberíamos bajar todos la colina, basta el Huerto de Getsemani? No está muy lejos. Se lo pregunté al guía. Jesús y sus discípulos cruzaron el valle, pero nosotros no necesitamos hacerlo. Podemos imaginar que hemos retrocedido dos mil años en el tiempo, y que vamos a encontrarlos allí.
Incluso su abuela, que generalmente aprobaba cuanto él hacía, pareció un poco molesta.
—Realmente, Robin —exclamó-no creo que ninguno de nosotros se sienta muy dispuesto, después de cenar, a salir a dar tropezones en la oscuridad. Recuerda que esto no es la representación teatral de final de curso.
Se dirigió a Babcock.
—Pusieron en escena una encantadora Natividad, el año pasado —dijo—. Robin era uno de los tres Reyes Magos.
—Oh, ya —contestó Babcock—. Mis chicos de Huddersfield también hicieron una en el club. Tomando Vietnam como escenario. Resultó impresionante.
Robin le miraba con más intensidad de lo usual, y tuvo que hacer un esfuerzo para sostener el desafío.
—Mira —le dijo—, si realmente quieres bajar a Getsemani, estoy dispuesto a acompañarte.
—¡Espléndido! —contestó el coronel—. Yo también voy. Un poco de aire fresco nos iría bien a todos. Conozco el terreno, no se perderán si yo les acompaño.
—¿Qué le parece? —murmuró Jim Foster a su vecina, Jill—. Aunque se empeñe, no le dejaré ir.
Una sonrisa feliz apareció en el rostro de Robin. Después de todo, estaba resultando como él se lo había propuesto. Ahora no corría el menor riesgo de que le enviaran pronto a la cama.
—Sabe usted —dijo, tocando el brazo del reverendo Babcock, mientras su voz sonaba alta y clara—, si fuéramos los discípulos de verdad, y usted fuera Jesús, nos haría poner en hilera junto a aquel muro, y empezaría a lavarnos los pies. Pero mi abuela diría, probablemente, que era llevar las cosas un poco demasiado lejos.
Se colocó a un lado, inclinándose cortésmente, para dejar que pasaran los adultos. Su destino era Winchester, y recordaba el lema, «Los modales hacen al hombre».
El aire era limpio y cortante como la hoja de una espada, aunque no hacía viento. El sendero de grava que conducía hacia abajo era empinado y estrecho, con muros a ambos lados. A la derecha, un sombrío grupo de cipreses y pinos no dejaba ver las siete agujas de la catedral rusa, y la encorvada y más pequeña torre de la iglesia de Dominus Flevit. A la luz del día, las cúpulas redondeadas de Santa María Magdalena, brillarían como oro bajo el sol, y al otro lado del valle de Cedrón, los muros que rodeaban Jerusalén, con la Roca en primer plano, y la ciudad misma extendiéndose hacia el Norte y el Oeste, harían surgir una respuesta del fondo del corazón de cada peregrino, como venían haciéndolo a través de los siglos, pero esta noche... Esta noche, pensó Edward Babcock, con la pálida luna que empezaba a surgir a sus espaldas, y el oscuro cielo sobre sus cabezas, incluso él zumbido del tráfico, que llegaba hasta ellos procedente de la carretera de Jericó, parecía perderse en el silencio. Cuanto más descendía el sendero, tanto más parecía elevarse la ciudad, y el valle, que la separaba del Monte de los Olivos, y hacia el que ellos bajaban, se volvía sombrío, oscuro, como el serpenteante cauce de un río. Mezquitas, domos, cúpulas, torres, los techos de innumerables moradas de seres humanos se confundían, como una mancha contra el cielo, y sólo se distinguían claramente los muros de la ciudad, firmes e inmutables sobre la colma opuesta, como una amenaza o un desafío.
«No estoy preparado para esto —pensó-Babcock—. Es demasiado grandioso. No puedo hacerlo. No podré explicar su significado, ni tan siquiera a este puñado de personas que están aquí conmigo. Debería de haberme quedado en el hotel releyendo mis notas y estudiando el mapa, y, así, quizá mañana podría haber hablado con un poco de autoridad. O, mejor aún, primero debía de haber venido aquí yo solo.
No estaba bien, no era caritativo, pero la continua charla del coronel, a su lado, le puso nervioso, le tornó mordaz, irritable. ¿A quién le un— portaba lo que su regimiento hubiera estado haciendo en el 48? Resultaba incongruente con el panorama que se extendía ante ellos.
—Y así-decía» el coronel—, el Mandato fue traspasado a la ONU en mayo, y para el primero de julio, ya habíamos salido todos del país. En mi opinión, creo que debimos quedarnos. Todo ha sido un maldito embrollo desde entonces. Nadie se establecerá nunca en esta parte del mundo, y van a continuar luchando por Jerusalén, cuando haga muchos años que usted y yo estemos en nuestras tumbas. Resulta bonito, así, a distancia. La Ciudad Vieja era bastante pintoresca.
Los pinos que había a su derecha, estaban completamente inmóviles, todo estaba quieto. A su izquierda, la ladera de la colina parecía desnuda, sin cultivar, pero Babcock podía equivocarse. La luz de la luna era engañosa, aquellas formas blancas, que parecían ser rocas y peñas, podían ser tumbas. En otros tiempos, allí no debía de haber habido pinos sombríos, ni cipreses, ni catedrales rusas; solamente los olivos, que con sus ramas plateadas barrían el suelo pedregoso, y el murmullo del arroyo, discurriendo por el valle.
—Es curioso —dijo el coronel—. Cuando me fui de aquí, ya no volví a participar en ninguna acción militar real. Serví durante algún tiempo en mi país, en Aldershot, pero con la reorganización del Ejército, unas cosas y otras, y además mi esposa no estaba muy bien por aquel entonces, decidí dejarlo. Si hubiera continuado, me habrían dado el mando de mi regimiento, y hubiese ido a Alemania, pero Althea estaba decididamente en contra, y no me parecía justo para ella. Su padre le dejó el Hall, en Little Bletford, sabe usted. Allí se crió, y toda su vida estuvo centrada allí. En realidad, aún lo está. Se ocupa de muchas cosas del pueblo.
Edward Babcock hizo un esfuerzo para prestar atención, por mostrar algún interés.
—¿Siente haber dejado el Ejército?
El coronel no contestó inmediatamente, pero cuando lo hizo, el animado tono de confianza en si mismo que acostumbraba a adoptar había desaparecido. Parecía confundido, cansado.
—Era toda mi vida —respondió—. Y otra cosa curiosa, padre, no me había dado cuenta de ello hasta esta noche. Estar aquí, contemplando esa ciudad, al otro lado del valle, me trae recuerdos.
Algo se movió entre las sombras, bajo ellos. Era Robin. Había estado agachado junto al muro. En la mano tenía un mapa y una pequeña linterna.
—Mire, Mr. Babcock —dijo—, por aquí debieron de pasar, viniendo de aquella verja, en el muro, hacia la izquierda. No lo podemos ver desde aquí, pero está marcado en el mapa. Me refiero a Jesús y a sus discípulos, después de haber cenado. En aquel tiempo los jardines y los árboles debían de estar en esta colina, no abajo, en el fondo, donde está hoy la iglesia. De hecho, si caminamos un poco más y nos sentamos junto a aquel muro, podemos hacernos tina idea del conjunto. Los soldados, y los ayudantes de los Sumos Sacerdotes, aproximándose con antorchas, por la otra verja, quizá por donde aparece ahora ese automóvil. ¡Vengan!
Empezó a correr colina abajo, delante de ellos, moviendo su pequeña linterna de aquí para allá, hasta que desapareció tras un recodo del muro.
—Mira donde pisas, Robín —gritó su abuelo— Puedes caerte. Está muy inclinado por ahí abajo. —Se volvió a su compañero— Sabe leer Un mapa tan bien como yo mismo. Y tiene solamente nueve años.
—Voy a seguirle —dijo Babcock—. Procuraré que no le pase nada. Espere usted aquí a Lady Althea.
—No se preocupe, padre —respondió el coronel—. El chico sabe lo que hace.
Babcock simuló que no le oía. Era una excusa; para estar solo, aunque fuera solamente unos mi— 9 ñutos, o. de lo contrario, el panorama que tenía ante él no llegaría a causarle la profunda impresión que deseaba, para podérselo describir después a sus muchachos, cuando volviera a Huddersfield.
El coronel Masón se quedó parado junto al muro. Los lentos y cuidadosos pasos de su esposa y Miss Dean, que bajaban tras él por el sendero, sonaron a poca distancia, y la voz de Althea le llegó a través de quieta y fría atmósfera.
—Si no les vemos, volveremos atrás —decía-vi Sé muy bien de lo que es capaz Phil cuando está al mando de una expedición. Siempre cree que sabe el camino, pero raras veces es así.
—Siendo militar —dijo Miss Dean—, apenas, puedo creerlo.
Lady Althea se echó a reír y dijo:
—El querido Phil... Le gusta que todo el mundo crea que podía haber llegado a general. Pero la verdad es, Miss Dean, que nunca hubiera alcanzado el grado. Lo supe de fuentes muy autorizadas, por un oficial compañero suyo. Todos le apreciaban mucho, pero el querido muchacho, tal como está ahora organizado el Ejército, no hubiese llegado a ninguna parte. Por eso, entre todos le persuadimos para que se retirara. A veces quisiera que fuera un poco más activo, en lo que concierne a los asuntos locales, pero no es así y yo tengo que actuar por los dos. Aunque ha hecho maravillas en el jardín.
—¡ Aquel seto tan lindo! —exclamó Miss Dean.
—Sí, y también las plantas exóticas. Están maravillosas durante todo el año.
Las lentas pisadas pasaron sin detenerse. Ninguna de las dos mujeres miró a derecha o a izquierda, toda su atención concentrada en el escabroso sendero por el que caminaban. Por un momento, sus siluetas se dibujaron distintamente contra los árboles, luego dieron la vuelta al recodo, tal como había hecho Robin, y después Babcock, y desaparecieron.
El coronel Masón las dejó pasar sin llamarlas. Se subió el cuello del abrigo, porque de pronto sintió más frío, y lentamente volvió sobre sus pasos, hada el hotel. Casi había acabado de subir la cuesta, cuando tropezó con otros dos miembros de la expedición, que bajaban.
—¡Eh! —gritó Jim Foster—. ¿Se da por vencido? Creí que a estas horas ya estaría en Jerusalén.
—Hace mucho frío —dijo el coronel brevemente—. No tiene sentido seguir dando tropezones hasta el fondo. Encontrarán a los otros esparcidos por la colina.
Tras un rápido saludo, continuó subiendo hacia el hotel.
—Si encuentra ahora a mi mujer, y le explica que estábamos los dos juntos, tendremos problemas —dijo Jim Foster—. ¿Está dispuesta a correr el riesgo?.
—¿Qué riesgo? —preguntó Jill Smith—. No estábamos haciendo nada.
—Esto, muchachita, es lo que yo llamo una invitación directa. No importa, Kate puede consolar a su esposo en el bar. Mire dónde pisa, este sendero tiene mucha pendiente. La peligrosa pendiente hacia nuestra ruina. No se suelte de mi brazo.
Jill se quitó el pañuelo de la cabeza, y aspiró el aire profundamente, agarrada con firmeza a su compañero.
—Mire todas las luces de la ciudad —dijo—. Estoy segura de que allí están sucediendo muchas cosas. Me hace sentir envidia. Parece que estemos apartados de todo, allá arriba.
—No se preocupe. Mañana, guiada por el reverendo, podrá verlo todo. Pero dudo que la lleve a una discoteca, si eso es lo que usted quiere,
—Bueno, naturalmente, debemos ver la parte histórica primero. Para eso estamos aquí, ¿no? Pero también quisiera ir al centro, a hacer algunas compras.
—Tonterías, muchacha, tonterías. Callejuelas y un montón de tienduchas con chucherías, y los vendedores son jóvenes de ojos oscuros, que intentarán pellizcarla.
—Oh, y usted cree que yo les dejaría. ¿No es así?
—No lo sé. Pero no puedo culparle porque lo intenten.
Miró hacia atrás. Ni rastro de Kate. Quizás había decidido no unirse a la expedición, después de todo. La última vez que la vio fue de espalda, cuando iba a tomar el ascensor, para dirigirse a su habitación. En cuanto a Bob Smith, si no era capaz de vigilar a su mujer, allá él. Aquel grupo de árboles, al otro lado del muro, un poco más abajo, resultaba tentador. El lugar ideal para tener un poco de inocente diversión.
—¿Qué le parece el matrimonio, Jill? —preguntó Jim Foster.
—Es demasiado pronto para decirlo —respondió ella, poniéndose inmediatamente a la defensiva.
—Desde luego que lo es. Ha sido una pregunta tonta. Pero la mayor parte de las lunas de miel resultan un fracaso. Sé que la mía lo fue. A Kate y a mí nos costó meses llegar a un entendimiento. Su Bob es un gran chico, pero es muy joven todavía. Todos los recién casados están nerviosos, comprende, incluso en estos tiempos tan adelantados. Se creen que lo saben todo, y bien es verdad que no es así, y las pobres mujeres sufren las consecuencias.
Jill no respondió, y Jim la condujo hacia los árboles.
—Solamente después de haber estado casado durante algún tiempo sabe un hombre hacer que su mujer responda. Es cuestión de técnica, como todo en la vida, no basta con dejar que la Naturaleza siga su curso. Y cada mujer es diferente. Sus estados de ánimo, sus gustos y sus repulsiones. ¿La estoy escandalizando?
—Oh, no —respondió Jill—. En absoluto.
—Bien. No me gustaría hacerlo. Es demasiado dulce y preciosa para eso. No veo ni rastro de los demás. ¿Y usted?
—No.
—Apoyémonos allí, contra el muro, y contemplemos las luces de la ciudad. ¡ Qué sitio tan bonito! Y ¡qué noche! ¿Nunca le dice Bob lo adorable que es usted? Porque es verdad, sabe...
Kate Foster, que había subido a tomar sus píldoras de hormonas, bajó al salón en busca de su marido. Al no encontrarle, fue al bar, y vio a Bob Smith, bebiendo un whisky doble.
—¿Dónde está todo el mundo? —preguntó—. Nuestro grupo, quiero decir —porque la habitación estaba todavía llena de gente.
—Han salido, creo —respondió Bob.
—¿Y su esposa?; —Salió también. Fue tras Lady Althea y Miss Dean. Su marido estaba con ella.
—Ya veo.
Y era cierto. Veía demasiado claro. Jim le había dado deliberadamente esquinazo cuando subió a su habitación.
—Bueno, no le va a hacer ningún bien quedarse aquí bebiendo ese veneno —dijo—. Le sugiero que coja su abrigo y venga conmigo a buscar al resto del grupo. No es preciso que se quede aquí, cavilando.
Quizás ella tenía razón. Quizás era tonto y sin sentido sentarse a beber solo, cuando, por derecho, Jill debía de haber estado con él. Pero la sonrisa que ella había dedicado a Foster era más de lo que él podía resistir, y pensó que quedarse allí sería una especie de lección para ella. En realidad, sólo estaba castigándose a sí mismo. A Jill, probablemente, no le importaría lo más mínimo.
Empezaron a recorrer juntos el sendero que conducía al valle. Formaban una pareja extraña, poco acorde. Bob Smith, largo y desgarbado, con una melena oscura, que casi llegaba a sus hombros, las manos hundidas en los bolsillos de su abrigo, y Kate Foster, con su chaqueta de visón, y los pendientes de oro danzando bajo su cabello azulado.
—Si quiere usted mi opinión —dijo ella, mientras bajaba el sendero dando tropezones, con sus zapatos poco apropiados—, toda esta excursión a Jerusalén ha sido una equivocación. Nadie está realmente interesado en este lugar. Excepto, quizá, Miss Dean. Pero ya sabe usted cómo es Lady Althea, lo tenía todo arreglado con el vicario, y tiene que seguir siendo la señora del castillo, tanto si está en Inglaterra, a bordo de un barco, o en el Oriente Medio. En cuanto a Babcock, no sirve absolutamente para nada. Hubiéramos estado mejor sin él. Y en lo que concierne a ustedes dos... Bien, no es precisamente la mejor manera de comenzar la vida de matrimonio, dejar hacer a su mujer todo el tiempo lo que le viene en gana. Debería de mostrar un poco más de autoridad.
—Jill es muy joven —replicó Bob—. Tiene escasamente veinte años.
—Oh, juventud... No me hable de la juventud. Todo es muy fácil para ustedes, hoy día. Por lo menos en nuestro país. Las cosas son muy diferentes para los jóvenes de esta parte del mundo. Estoy pensando especialmente en los países árabes, donde los maridos Vigilan estrechamente a sus esposas para evitar que se metan en líos.
«No sé por qué estoy diciendo todo esto —pensó Kate— no va a hacer caso. Todos piensan sólo en sí mismos. Si yo pudiera dejar de sentir las cosas tan intensamente. No es bueno, me enfermo preocupándome por todo, el estado del mundo, el futuro, Jim... ¿Dónde diablos se habrá metido con esa chica? El corazón continúa fallándome a veces. Me pregunto si esas píldoras me van bien...»
—No camine tan de prisa —añadió en voz alta—. No puedo seguir su paso.
—Lo siento, Mrs. Foster. Me pareció ver dos figuras, allá abajo, junto a aquellos árboles.
«Y si son ellos —pensó Bob—, ¿qué pasa? Quiero decir, ¿qué hago? No puedo hacer una escena solamente porque Jill haya tenido el capricho de salir a pasear con otro miembro del grupo. Tendré que quedarme por allí, sin decir nada, y arreglarle las cuentas a ella cuando lleguemos al hotel. Si esta endiablada mujer se pudiera callar, siquiera un momento...»
Las dos figuras resultaron ser Lady Althea y Miss Dean.
—¿Han visto ustedes a Jim? —preguntó Kate.
—No —replicó Lady Althea—. Estaba pensando qué le habría pasado a Phil. Quisiera que nuestros hombres no nos hubieran abandonado de esta forma. Es muy poco considerado. Creo que Babcock, por lo menos, debía habernos esperado.
—¡Es tan diferente del querido padre! —murmuró Miss Dean—. Lo hubiera organizado todo tan bien, y hubiese sabido qué era lo que debíamos visitar. Por ahora, no sabemos si el Huerto de Getsemani está al final de este sendero, o aquí, a nuestro alrededor.
Los árboles, al otro lado del muro, eran muy espesos, y el sendero parecía cada vez más abrupto. Si el padre hubiera estado con ellos, ella se hubiera podido apoyar en su brazo. Lady Althea era muy amable, pero no resultaba lo mismo.
—Seguiré yo —dijo Bob—. Ustedes tres esperen aquí.
Empezó a caminar por el sendero. Si el resto del grupo se hallaban juntos, no podían estar muy lejos. El coronel, que era el jefe, habría vigilado a Jill. Había un hueco entre los árboles, aproximadamente cien metros más allá, un espacio abierto, con grupos de olivos pequeños, y un suelo sin cultivar, sin ningún parecido con un jardín, ¡Qué excursión tan estúpida, y encima tenían que volver a pasar por allí al día siguiente! Entonces vio uña silueta, sólo una, apoyada en una roca. Era Babcock. Durante un embarazoso momento, Bob pensó que estaba orando; luego vio que estaba inclinado sobre un libro de notas, escribiendo a la luz de una linterna. Levantó la cabeza al oír los pasos de Bob, y agitó la linterna.
—¿Dónde están los demás? —preguntó Bob.
—El coronel está arriba, detrás de usted, en la carretera —respondió Babcock—, y el muchacho está aquí, para ver mejor Getsemani Pero el jardín está cerrado. En realidad, no importa. Desde aquí se puede captar la atmósfera.
Sonrió un poco avergonzado, al acercarse Bob.
—Si no anoto lo que veo, no lo recuerdo. Robin me prestó su linterna. Quiero dar una conferencia sobre esto, cuando vuelva a casa. Bueno, no será una conferencia, precisamente. Quiero transmitir mis impresiones a los muchachos.
—¿Ha visto a Jill? —preguntó Bob. Babcock le miró, sorprendido. Jill... Oh, sí. Su joven esposa.
—No —contestó—. ¿No está con usted? —Ya puede ver que no está conmigo —casi gritó Bob, con desesperación—. Y allí arriba están solamente Mrs. Foster, Lady Althea y Miss Dean.
—¡Oh! —exclamó Babcock—. Bien, creo que no puedo ayudarle. El coronel está por aquí, en algún «w. Yo me adelanté solo con el muchacho. Bob sintió crecer la ira dentro de él
—Mire —dijo—, no quisiera parecer rudo, pero ¿quién está a cargo de este equipo?
El reverendo Babcock enrojeció. No había razón para que Bob Smith se excitara tanto.
—Nadie está a cargo de nada —contestó—. El coronel, Robin y yo salimos del hotel, solos. Si el resto de ustedes prefirieron seguirnos y se perdieron, temo que eso es asunto suyo.
Estaba acostumbrado al lenguaje abrupto de los muchachos, pero esto era diferente. Cualquiera pensaría que le pagaban por ello.
—Lo siento —se excusó Bob—. El caso es...
El caso era que nunca se había sentido tan desvalido, tan solo. Se suponía que los párrocos, cuando uno tenía problemas, estaban para ayudarle.
—El caso es que estoy muy preocupado. Todo va mal. Tuvimos una pelea, Jill y yo, antes de cenar, y no puedo pensar con claridad.
Babcock dejó su libro de notas, y apagó la linterna. Se acabaron las impresiones de Getsemani,..por aquella noche. Bueno, no se podía evitar.
—Lamentó oír eso —dijo—, pero ocurre con frecuencia, sabe. Las parejas de recién casados tienen discusiones, y creen que eso es el fin del mundo. Los dos lo verán de otro modo mañana por la mañana.
—No-contestó Bob—, es precisamente eso. No creo que lo veamos diferente. Me pregunto si no hemos cometido una terrible equivocación casándonos.
Su compañero permaneció callado. El pobre muchacho estaba muy cansado, probablemente. Había dejado que las cosas le avasallaran. Era difícil aconsejar cuando no se conocía a ninguno de ellos. Si las cosas no marchaban muy bien, el vicario de Little Bletford se hubiera dado cuenta, y hubiese hablado con ellos dos. Probablemente lo habría hecho, si hubiera estado aquí, y no en el barco, en Haifa.
—Bien —dijo Babcock—, el matrimonio significa dar y tomar. No es solamente, ¿cómo decirlo? No es, sólo una relación física.
—Es precisamente la parte física lo que no marcha bien —respondió Bob Smith.
—Ya veo.
Babcock se preguntó si debía aconsejar al muchacho que visitara a un doctor cuando llegara a f su país. No se podía resolver gran cosa.
—Mire —dijo—, no se preocupe demasiado tranquilícese, y sea todo lo amable que pueda con su esposa, y quizá...
Pero no pudo continuar, porque en aquel momento surgió de entre los árboles una pequeña silueta. Era Robin.
—El verdadero Huerto de Getsemani es muy pequeño —dijo—. Estoy seguro de que Jesús y sus discípulos no se sentaron ahí. Es mucho más probable que subieran hasta aquí, entre los olivos que crecían por este lugar en aquel tiempo. Lo que me asombra, Mr. Babcock, es cómo pudieron quedarse dormidos los discípulos, si hacía tanto frío como hace esta noche. ¿Cree usted que el clima habrá cambiado en dos mil años? O quizá los discípulos bebieron mucho vino, durante la Cena.
Babcock devolvió su linterna a Robin, y le empujó por el sendero, en dirección al hotel.
—No lo sabemos, Robin, pero debemos recordar, que todos ellos habían tenido un día muy largo y cansado.
«No es la respuesta correcta —pensó—, pero es todo lo que puedo hacer. Y tampoco he ayudado a Bob Smith. Ni he procurado comprender al coronel. El problema es que no los conozco. Su propio vicario hubiera sabido cómo tratarlos. Incluso si les hubiese dado unas respuestas completamente erróneas, ellos se habrían sentido satisfechos.»
—Allí están —dijo Robin—, agrupados y golpeando el suelo con los pies. Es la mejor manera de no dormirse.
Era Lady Althea quien daba golpes con los pies. Prudentemente, se había puesto unos zapatos más apropiados, antes de salir del hotel. Kate Foster no estaba tan bien calzada, pero le llevaba la ventaja a Lady Althea de estar muy bien abrigada, con su chaqueta de visón. Miss Dean estaba un poco apartada de ellas. Había encontrado un hueco en el muro, y estaba sentada sobre un montón de piedras a punto de derrumbarse. Estaba cansada de oír a sus dos compañeras, que sólo sabían hablar de sus respectivos maridos.
«Estoy contenta de no haberme casado —pensó—. Parece que entre marido y mujer haya continuamente entablada una discusión sin fin. Supongo que algunos matrimonios son ideales, pero muy pocos. Resultó muy triste para el querido padre, perder a su esposa, hace tantos años, pero jamás ha intentado remplazaría.» Sonrió tiernamente, recordando el olor masculino del estudio del vicario, ¿ Fumaba en pipa, y siempre que Miss Dean le visitaba, lo que hacía generalmente dos veces por semana, para llevarle flores que alegraran un poco su soledad de soltero, o un pastel especial, que ella misma había cocinado, o un pote de mermelada hecha en casa, siempre echaba una rápida ojeada, a través de la puerta abierta del estudio para ver si el ama de llaves lo había limpiado bien, y puesto un poco de orden en aquel caos de libros y papeles. Los hombres eran como niños, necesitaban que les cuidasen. Por eso Marta y María invitaban a Nuestro Señor con tanta frecuencia a Betania. Seguramente le preparaban una buena comida, después de aquellas largas caminatas a través de las colinas, cosían sus ropas. Estuvo a punto de decir que zurcirían sus calcetines, pero, desde luego, los hombres de aquéllos tiempos no llevaban calcetines, sólo sandalias. ¡Qué bendito honor debía haber sido meter en el agua del lavadero sus vestiduras, sucias de los caminos...!
Miss Dean creyó oír una especie de ruido en los árboles que estaban tras ella. Quizá los hombres habían trepado por él muro, y entrado en lo que parecía ser una propiedad privada. Entonces oyó reír a un hombre, y a una mujer susurrar «Shshsh...».
—No se preocupe —murmuró él hombre—, es Miss Dean, que está sentada sola, lamentando la ausencia de su bien amado vicario.
;-Si supiera —le llegó el murmullo, en respuesta—, que él se esconde, en cuanto la ve llegar a la vicaría. Una vez le dijo a mamá que esa mujer era su tormento. Le ha perseguido durante años.
Se oyó una risa sofocada, y de pronto, Jim
Foster tosió sonoramente, y salió de entre los árboles, con Jill Smith a sus talones.
—Vaya, Miss Deán —dijo—, que sorpresa. Estábamos buscando al resto del grupo. ¡Ah! ¿No es Kate aquella que está en el sendero con Lady Althea? Y algunos más están llegando por el lado opuesto. Aquí nos encontramos todos.
Tendió su mano a Jill, y la ayudó a pasar las piedras...
—¿Y usted, Miss Dean? ¿Acepta mi brazo?
—Gracias, Mr. Foster —contestó Miss Dean reposadamente—, pero puedo arreglármelas sola.
Jill Smith lanzó una rápida ojeada hacia la parte baja del sendero. Bob estaba allí, y el reverendo Babcock, y el joven Robín. Este último charlaba, agitando su linterna. Sería mejor que se quedara junto a Miss Dean. Dio un codazo a Jim Foster, que la comprendió, y comenzó a caminar solo rápidamente, hacia donde estaban Kate y Lady Althea.
—¡Hola, hola! —exclamó—. Parece que todos hayamos estado caminando en círculo. No comprendo cómo no las encontré.
Los labios fuertemente apretados de su esposa; le hicieron dudar por un momento, luego sonrió, y caminó tranquilamente hacia ella, lleno de confianza en sí mismo.
—Lo siento, querida —dijo—. ¿Hace mucho que estás aquí?
Le pasó un brazo por los hombros, y la besó ligeramente en la mejilla.
—Veinte minutos, por lo menos —replicó ella—. Seguramente media hora,
Los tres se volvieron al llegar Robin corriendo, y enfocarles con su linterna.
—Oh, Mr. Foster —le dijo, encantado—, qué siniestro parecía cuando besó a Mrs. Foster. Podía usted haber sido Judas. Mr. Babcock y yo lo hemos pasado estupendamente. Hemos estado en el mismo Getsemani, y hemos vuelto, completamente solos.
—En ese caso, ¿dónde estabas tú? —preguntó Kate a su esposo.
—Mr, Foster y Mrs. Smith se metieron entre
esos árboles, por aquella brecha que hay en el muro —dijo Robin—. Me temo que desde ahí no tenían una buena vista de Jerusalén. Le enfoqué una vez con mi linterna, Mr. Foster, pero usted estaba vuelto de espaldas.
«Gracias a Dios —pensó Jim Foster— porque si no lo hubiese estado...»
—Lo que yo quiero saber es qué ha podido pasarle a Phil —dijo Lady Althea.
—Oh, volvió al hotel —respondió Jim Foster,' aliviado al dejar de ser el centro de la atención—. Pasé junto a él, cuando yo bajaba. Dijo que tenía frío, y que ya estaba harto de esto.
—¿Frío? —dijo Lady Althea—. Phil nunca tiene frío. Qué raro que dijera eso.
Lentamente, el pequeño grupo empezó a ascender por el sendero, dirigiéndose al hotel. Caminaban por parejas, Lady Althea y Robin al frente, los Foster inmediatamente detrás de ellos, en silencio, y un poco más atrás, los jóvenes Smith, discutiendo acaloradamente.
—Naturalmente que prefería salir, a quedarme sentada junto a ti, emborrachándome en el bar —decía Jill—. Me sentí completamente avergonzada por tu conducta.
—¿Avergonzada? —respondió Bób—. Eso es gracioso viniendo de ti. ¿Cómo crees que me sentí yo cuando Mrs. Foster me pidió que la ayudara a encontrar a su marido? Sabía muy bien donde estaba. Y también donde estabas tú.
El reverendo Babcock se quedó atrás, con Miss Dean. Oír cómo peleaba la joven pareja la disgustaría. Debían de arreglarse entre ellos dos. No había nada que él pudiera hacer. La propia Miss Dean, generalmente tan parlanchina como un gramófono, estaba curiosamente callada.
—Siento mucho —comenzó él torpemente—, que las cosas no hayan resultado como usted había esperado. Sé que soy un mal sustituto de su vicario. Pero no importa. Podrá describirle a él todo lo que ha visto, cuando volvamos a bordo. Ha constituido una maravillosa experiencia para todos caminar por el huerto de Getsemani, de noche. Miss Dean no le oyó. Estaba a cientos de millas de allí. Subía por el camino de la vicaría, con un ¿esto, y de pronto vio cómo una silueta salía precipitadamente de entre las cortinas dé la ventana del estudio, y se escondía contra la pared. Cuando ella tocó él timbre, no contestó nadie.
—¿Se siente usted bien, Miss Dean? —preguntó el reverendo Babcock.
—Gracias —respondió ella—. Estoy perfectamente bien. Únicamente me siento muy cansada.
Su voz se quebró. No debía ponerse en ridículo. No debía llorar. Pero sentía una aterradora sensación de pérdida, de traición...
—No puedo imaginar —dijo Lady Althea a Robin— por qué volvió tu abuelo al hotel. ¿Te dijo, a ti que sentía frío?
—No —replicó Robin—. Estaba hablando con Mr. Babcock sobre los viejos tiempos, y sobre cómo le hubieran dado el mando de su regimiento, pero que tuvo que abandonar el Ejército, porque tú no estabas muy bien, en aquel entonces, y que tu vida estaba centrada en Little Bletford. No dijo nada sobre el frío. Pero parecía triste.
¿Abandonar el Ejército a causa de ella? ¿Cómo había sido él capaz de decir semejante cosa, y a un extraño como Babcock? No era cierto. Era injusto. Ni por un momento, en todo aquel tiempo, había insinuado Phil que... ¿O quizá sí? ¿Había dicho cosas que ella no escuchó, a las que no había prestado atención? Pero Phil había parecido estar siempre tan contento, tan atareado con el jardín, y ordenando sus libros y papeles militares en la biblioteca... La duda, la culpa y el asombro la invadieron por tumo. Hacía tanto tiempo que había pasado todo. ¿Por qué tenía que haberse sentido resentido Phil esta noche? ¿Volver solo al hotel, sin buscarla, tan siquiera? Babcock debió de decir algo que molestó a Phil, alguna observación falta de tacto.
Uno tras otro subieron la cuesta, entraron en el hotel, se agruparon un momento en el vestíbulo para desearse las buenas noches. Todos los miembros de aquel pequeño grupo, parecían cansados, sin fuerzas. Robin no podía comprenderlo. Se había divertido inmensamente, a pesar del frío.
¿Por qué parecían estar todos de tan mal humor? Con un beso dio las buenas noches a su abuela, prometió no leer hasta muy tarde, y esperó junto a la puerta de su dormitorio a que Mr, Babcock entrara en la habitación de al lado.
El reverendo Babcock forzó una sonrisa. EL chico no era tan malo, en realidad. No podía evitar su precocidad, estando casi siempre entre adultos.
—Gracias, Robin —dijo—. Ha sido todo idea tuya, sabes. Yo solo nunca lo hubiera pensado.
Y entonces, espontáneamente, se oyó a sí mismo decir:
—Me culpo a mí mismo por no haber conseguido que el paseo resultara más interesante para el resto del grupo. Todos se sienten un poco perdidos sin su vicario.
Robin consideró la cuestión, con la cabeza inclinada a un lado. Le gustaba que le trataran como a un adulto, le daba cierta posición. Debía decir algo que aliviara al pobre Mr. Babcock, y mentalmente repasó la conversación que habían tenido sus abuelos aquella noche, antes de cenar.
—Debe ser muy difícil ser clérigo hoy en día —empezó—. Toda una prueba, en realidad.
El reverendo Babcock le miró, sorprendido.
—Sí, lo es. Por lo menos, algunas veces.
Robin asintió gravemente.
—Mi abuelo dijo que se debían de hacer concesiones, y mi abuela hizo la observación de que, hoy día, había muchos clérigos que no procedían de las clases superiores. No estoy muy seguro de lo que significa, con exactitud, pero supongo que tiene algo que ver con los exámenes. Espero que descanse usted bien, Mr. Babcock.
Juntó los talones y saludó, como su abuela le había enseñado a hacer, y entró en su habitación, cerrando la puerta tras él. Fue hacia la ventana y descorrió las cortinas. Todavía brillaban las luces de la ciudad de Jerusalén.
«En aquel otro decimotercer día de Nisan, a estas horas los discípulos andaban ya separados —pensó—, y solo quedó Pedro, golpeando los pies contra el suelo, intentando entrar en calor, en el patio, junto a la fogata. Esto prueba que era una noche fría.»
Se desnudó, y se metió en la cama. Encendió la lámpara de la mesita de noche, y extendió el mapa de Jerusalén sobre sus rodillas. Lo comparó con otro, que su padre le habla prestado, en el que se veía la ciudad tal como había sido aproximadamente en el año 30, Estudió ambos mapas durante media hora, aproximadamente, luego, recordando Ja promesa hecha a su abuela, apagó la luz.
«Los sacerdotes y los sabios estaban equivocados —pensó—. No era cierto que Jesús hubiera salido por la puerta que ellos decían. Mañana, descubriré el Gólgota por mí mismo.»
«Visitantes de la Sagrada Ciudad de Jerusalén, por aquí, por favor.» «¿Quiere usted un guía?» «¿Que hable inglés? ¿Alemán? ¿Americano?» «A su' derecha la iglesia de Santa Ana, donde nació la Virgen María.» «Vayan hacia la izquierda y entren en el soberbio Haram Esh Sharif, vean la Casa de' la Roca, la Casa de la Cadena, la Mezquita de Al Aqsa.» «Por aquí, por favor, hacia el Barrio Judío, el Templo, el Muro de las Lamentaciones.» «Peregrinos al Santo Sepulcro, sigan adelante por la Vía Dolorosa. Adelante por la Vía Dolorosa, el Camino de la Cruz...»
Edward Babcock, de pie junto a la Puerta de San Esteban, con su pequeño grupo, se veía asaltado por guías de todas las nacionalidades. Los aparto, agitando la mano. Llevaba un mapa de calles, y una hoja de papel con instrucciones, que le había dado en el último momento el guía del hotel.
—Intentemos mantenernos juntos —dijo, volviéndose, y buscando a su propio grupo entre la multitud que se agolpaba—. Si no seguimos juntos, no veranos nada. Lo primero que debemos recordar es que la Jerusalén que vamos a visitar— ha sido construida sobre los cimientos de la que conoció Nuestro Señor. Andaremos y pasaremos a varios pies de altura, de donde Él anduvo y pasó, Es decir...
Volvió a consultar sus notas, y el coronel le tomó del brazo.
—Lo primero es lo primero-dijo animadamente—. Despliegue a sus tropas, hacia donde puedan tomar posiciones. Sugiero que comencemos 3 por la iglesia de Santa Ana. Síganme.
La señal fue obedecida. El pequeño rebaño siguió a su pastor temporal, y se encontraron dentro ^ de un amplio patio, con la iglesia de Santa Ana a su derecha.
—Construida por los Cruzados —declamó el coronel—, fue terminado en el siglo XII. Sabían lo que hacían, en aquellos tiempos. Uno de los mejores ejemplos de la arquitectura de las Cruzadas, que pueden verse.
Se volvió hacia el reverendo Babcock.
—Conozco esto desde hace mucho tiempo, padre —añadió.
—Sí, coronel,
Babcock exhaló un suspiro de alivio, y se guardó sus notas en el bolsillo. No necesitaba recurrir á ellas por él momento, y el coronel, que no solía estar en gran forma a la hora del desayuno, ahora parecía haber recobrado parte de su antiguo entusiasmo y confianza. El grupo siguió obedientemente a su jefe, a través de la casi vacía iglesia. Ya habían visto una, la iglesia franciscana de Todas las Naciones, en el Huerto de Getsemani, y aunque esta otra era muy distinta, la necesidad de guardar silencio era la misma, así como los pasos apagados, los ojos errantes, la imposibilidad de distinguir una forma de otra, la sensación de alivio cuando la visita había terminado y era posible salir otra vez a la brillante luz del sol.
—Cuando se ha visto una, se han visto todas —murmuró Jim Foster a Jill Smith, pero ésta evitó mirarle, y él se alejó, encogiéndose de hombros. ¿Conciencia culpable? Oh, bueno. Si quería adoptar esa postura, allá ella. Pero la noche antes se había mostrado muy diferente...
Lady Althea, colocándose un chal de chiffon azul sobre la cabeza, de modo que se cayera suavemente en sus hombros, observaba atentamente a su esposo. Parecía volver a ser el mismo. Se había sentido aliviada la noche anterior, cuando al entrar en su habitación, le encontró dormido, en la cama. Tampoco le había preguntado nada. Valía más dejar las cosas así... Vio a unos amigos, cuando salían de la iglesia de Todas las Naciones, Lord y Lady Chaseborough, que aparentemente se hospedaban en el «Hotel Rey David», y habían acordado encontrarse en la Casa de la Roca, a las once. ¡Qué sorpresa! Si hubiera sabido que iban a ir a Jerusalén habría hecho arreglos para hospedarse también en el «Hotel Rey David». No importaba. Por lo menos les vería durante rato, podrían intercambiar noticias sobre amigos mutuos.
—Hay algo al otro extremo de este patio —dijo Robin—. Mira, abuelo, qué cola. ¿Nos unimos a ellos? Parece una excavación.
—Es la piscina de Bethesda —dijo el coronel—. Han hecho muchas cosas por ahí, desde que yo lo vi. Dudo que haya gran cosa que ver. En parte, es el desagüe de la ciudad.
Pero Robin ya corría a unirse a la cola. Su atención había sido atraída por un niño que lloraba, en brazos de su padre, que se abría paso hacia la cabeza de la cola.
—¿Qué diablos están haciendo con ese niño? —preguntó Kate Foster.
Babcock había estado consultando sus notas otra vez.
—Aquí estaba el antiguo mercado de ovejas. ¿Recuerda usted el capítulo cinco del Evangelio de San Juan, Mrs. Foster, y la piscina de Bethesda, donde los enfermos esperaban ser curados, y cómo el ángel bajaba a determinadas horas, y agitaba el agua? Nuestro Señor curó al hombre que había estado lisiado durante treinta y ocho años. —Se volvió al coronel—. Creo que deberíamos dar un vistazo.
—Vamos, pues, síganme —dijo el coronel—, pero les prevengo, es solamente una parte del antiguo sistema de alcantarillado. Tuvimos problemas con eso en el 48.
Miss Dean permanecía aún junto a la iglesia de Santa Ana. Se sentía confundida por todas aquellas voces, y aquel ruido. ¿Qué quiso decir el reverendo Babcock con aquello de que caminarían varios pies por encima de donde Nuestro Señor había pisado? Aquella iglesia era sin duda muy hermosa, pero el coronel había dicho que, incluso ésta, había sido construida sobre los cimientos de otra anterior, la cual, a su vez, fue erigida sobre la sencilla morada de San Joaquín y Santa Ana. ¿Quería eso decir que los padres de Nuestra Señora habían vivido bajo tierra? ¿En aquella curiosa gruta que habían visitado antes de salir de la iglesia? Había esperado sentirse inspirada, y por el contrario, estaba decepcionada. Ella siempre había tenido una imagen ideal de San Joaquín y Santa Ana, viviendo en una casita blanca, con un pequeño jardín, lleno de flores, y su bendita hija aprendiendo a coser, al lado de su madre. Una vez tuvo un calendario con una estampa así. Lo había guardado como un tesoro durante años, hasta que Dora lo arrancó de la pared y lo tiró.
Miró a su alrededor, esperando que, a su conjuro, surgiera el jardín que ya no existía, pero había demasiada gente allí, comportándose sin la menor reverencia incluso una mujer joven, comiéndose una naranja y dándole trozos al niño que llevaba pegado a sus faldas. Cuando terminó, tiró las pieles al suelo. «Oh, Dios —suspiró Miss Dean—, cómo habría odiado la basura Nuestra Señora.» La multitud se agolpaba sobre los escalones que descendían hasta la piscina de Bethesda; y un policía, con la mano en la barandilla, hacía que la gente bajara de uno en uno. La pequeña niña, en brazos de su padre, gritaba más fuerte que nunca.
—¿Por qué arma ese jaleo? —preguntó Robin.
—Creo que no quiere que la lleven a la piscina —replicó Babcock, un poco dubitativamente.
Miró, atento. La criatura estaba totalmente histérica, y el padre, con la ansiosa madre a su lado, parecía completamente decidido a sumergirla en la piscina, esperando un milagro.
—Creo —dijo el coronel, captando la situación— que haríamos mejor en continuar hasta el Pretorio antes de que esto se ponga peor.
—No, espera un momento —dijo Robin—. Quiero ver lo que pasa con esa niña.
Se inclinó sobre la barandilla y contempló con interés la escena de la piscina. El sitio no era precisamente atractivo, con las aguas oscuras y bastante sucias, y hasta los escalones parecían resbaladizos. El abuelo debía de tener razón, y aquello formaba parte de las cloacas de la ciudad. El hombre que había estado tullido durante treinta y ocho años, tuvo mucha suerte, cuando pasó Jesús y le curó inmediatamente, sin tener que esperarla que nadie le metiera en aquella poco limpia piscina. Quizá Jesús se dio cuenta de qué el agua estaba a sucia, «Allá van», se dijo Robin, cuando el padre, ignorando los gritos de terror de la niña, descendió lentamente las gradas. Sumergió una mano en el agua y salpicó por tres veces á su hija mojándole la cara, el cuello, y los brazos, Luego, sonriendo triunfalmente a los curiosos que le observaban desde arriba, subió los escalones, hasta llegara a una zona más segura. Su mujer también sonreía, mientras limpiaba el rostro de su hija con una toalla, la propia criatura, aturdida, desconcertada, miraba con ojos asustados las caras dé la gente. Robin esperó a ver si el padre la ponía en pie, curada. Pero no ocurrió nada. La niña empezó a llorar de nuevo, y el padre procurando apaciguarla, se apartó con ella del borde délos escalones y se perdió entre la muchedumbre.
Robin se volvió al reverendo Babcock.
—Me temo que no tuvimos suerte. No hubo ningún milagro. No es que creyera que fuera a haberlo, pero uno nunca sabe...
El resto del pequeño grupo se había apartado, molestos, turbados, involuntarios espectadores de lo que parecía ser un exceso de fe. Todos menos Miss Dean, que permanecía aún delante de la iglesia de Santa Ana, y no había visto nada del incidente. Robin corrió hacia ella.
—Miss Dean —gritó—, no ha visto usted la piscina de Bethesda.
—¿La piscina de Bethesda? —Sí, ya sabe usted. Sale en el Evangelio de San Juan. La piscina en la que el Ángel agitaba el agua, y el tullido fue curado. Sólo que fue Jesús quien lo curó, no la piscina.
—Sí, desde luego —dijo Miss Dean—, me acuerdo muy bien. Aquel pobre hombre no tenía a nadie que le sumergiera en el agua, y esperaba día tras día,
—Bien —contestó Robín—, pues es allí. Hemos visto cómo llevaban a una niña. Pero no sé curó.
La piscina de Bethesda... ¡Qué coincidencia tan curiosa! La noche anterior, al volver al hotel, había releído precisamente aquel capítulo del Evangelio, y lo recordaba vividamente. Le hizo pensar en Lourdes. En todos los pobres enfermos que viajaban hasta allí cada año. Y algunos de ellos se curaban realmente, dejando a los médicos y sacerdotes completamente confundidos, porque no había ninguna explicación médica para ello. Desde luego, otros volvían sin curarse, pero quizás era porque no tenían suficiente fe.
—Oh, Robin —dijo ella—. Me gustaría verlo. ¿Quieres mostrármelo?
—Bien —replicó Robin—, en realidad es un poco decepcionante. El abuelo dice que es una cloaca. Lo recuerda del 48. Todos los demás vamos a ir al Pretorio, donde Jesús fue azotado por los soldados.
—No creo que pueda soportar él ir allí —contestó Miss Dean—, sobre todo si está bajo tierra, como todo lo demás.
Robin, interesado en la próxima aventura, no estaba dispuesto a perder el tiempo enseñándole la piscina de Bethesda a Miss Dean.
—La piscina está allí —dijo—, Hay un hombre dé pie, al principio de los escalones. La veré luego.
Su abuela le llamaba desde lejos con la mano. Lady Althea estaba impaciente por encontrarse con sus amigos junto al Domo de la Roca.
—Vuelve atrás, y di a Miss Dean que se dé prisa, Robin —gritó.
—No quiere ver el Pretorio —respondió Robin.
—Tampoco yo —dijo su abuela—. En lugar de eso voy a ir a ver a los Chaséborough, Miss Dean tendrá que valerse por sí misma. Querido, vale más que te adelantes, y alcances a tu abuelo. Ahora está pasando bajo aquel arco.
Lady Althea decidió que ya que todo estaba completamente desorganizado, por culpa de la inexperiencia de Babcock valía más que cada cual
se arreglara por su lado. Si Miss Dean no sabía encontrar al resto del grupo, siempre podía esperar sentada en el autobús del hotel, que estaba aparcado al doblar la esquina, junto a la Puerta de San Esteban. Sí la muchedumbre se volvía demasiado densa, los Chaseborough podían invitarla a ella, a Phil, y a Robin, a almorzar en el «Hotel Rey David». Vigiló a Robin hasta que éste alcanzó a su abuelo, y los dos se perdieron entre la multitud de visitantes y peregrinos. Entonces siguió la señal que marcaba el camino hacia el Domo de la Roca.
—Vía Dolorosa... El Camino de la Cruz... El coronel se abrió paso, ignorando a los insistentes guías. La calle era muy estrecha, flanqueada por altos muros, con arcadas cubiertas por hojas de parra. Era muy difícil caminar, casi imposible. Algunos peregrinos estaban ya arrodillados.
—¿Por qué se arrodillan? —preguntó Robin.
—Es la Primera Estación de la Cruz —contestó el coronel—. En realidad, estamos sobre el propio Pretorio, padre, todo esto formaba parte de la antigua fortaleza Antonia. Podemos verlo mejor desde el interior del convento del Ecce Homo.
Sin embargo, no estaba seguro. Las cosas parecían haber cambiado desde el 48. Había unos hombres, sentados a una mesa, pidiendo los billetes. Consultó en un murmullo con Babcock.
—¿Cuántos de nuestro grupo están aquí? —preguntó, buscando con la mirada por entre los extraños. No pudo encontrar a nadie más que a él mismo, Robin, y el padre. El lugar estaba lleno de monjas. Los peregrinos eran divididos en grupos—. Es mejor hacer lo que nos dicen —le susurró a Babcock—. Son las Hermanas de Sión, y no entiendo una sola palabra de lo que dicen.
Estaban descendiendo a un nivel inferior, y eso, pensó Robin, debía de ser lo que Miss Dean no quería hacer. Sin embargo, no daba mucho miedo. Mucho menos que el Tren Encantado de una feria..
La monja que guiaba su grupo explicaba que descendían hacia el litoestrato, o, cómo lo llamaban los judíos, el Gabbatha, el lugar, pavimentado de piedras, donde se llevaban a cabo los juicios de
Hiatos, les explicó que el pavimento se Había descubierto recientemente, y quizá la más sorprendente prueba de que allí fue, realmente, donde el Señor, detenido por Pilatos, había sido flagelado y escarnecido, lo constituían las propias losas, las líneas entrecruzadas y los hoyos que, según decían los expertos, empleaban los soldados romanos para los Juegos de azar. Allí, en aquel ángulo, debían de haber estado sentados, jugando a los dados, mientras vigilaban a su prisionero. Y también se sabía ahora, dijo ella, que los romanos tenían por costumbre jugar a un juego al que llamaban El Rey, donde un prisionero condenado a muerte era coronado rey durante sus últimas horas, y tratado con burlona ceremonia.
Los asombrados peregrinos miraron a su alrededor. El lugar tenía un techo bajo, abovedado, como un inmenso sótano. Las losas, bajo sus pies, eran duras y rugosas. Los murmullos se desvanecieron. Incluso la monja calló.
«Quizá —pensó Robin—, los soldados no se rieron realmente de Jesús. Era sólo un juego, al que le dejaron unirse. Quizás incluso echó los dados con ellos. La corona y el manto de púrpura eran sólo un adorno, la idea que tenían los romanos de lo que era divertirse. No creo que cuando un prisionero es condenado a muerte, los guardias sean tan bestiales. Intentan que el tiempo pase de prisa porque se compadecen de él.»
Podía imaginarse a los soldados, en cuclillas sobre las losas, y con ellos, encadenado a otro prisionero —un ladrón—, estaba un hombre joven, sonriente, que lanzaba su dado con más destreza que sus carceleros, y por lo tanto ganó y fue elegido rey. La risa que coreó su hazaña no era burla, sino aplauso.
«Eso es —pensó Robin—. Lo han estado enseñando mal durante todos estos años. Tengo que decírselo a Mr. Babcock.»
Miró a su alrededor, pero no vio a nadie de su grupo, exceptuando a su abuelo, que permanecía de pie, muy quieto, mirando hacia el extremo más alejado de aquella habitación abovedada. La gente empezó a desfilar, pero el coronel no se movió y Robin, contento de poder agacharse sobre las losas, y seguir con el dedo las marcas y aquellas Incuriosas líneas, esperó a que su abuelo estuviera dispuesto.
«No hicimos más que cumplir órdenes —se dijo el coronel—. Provenían directamente del Alto Mando. El terrorismo era muy corriente, en aquellos v días. Las fuerzas de Policía palestinas no podían con ellos. El Ejército tuvo que hacerse cargo del control. Los judíos colocaban minas en las esquinas de las calles, la situación empeoraba día a día. En julio volaron el "Hotel Rey David". Tuvieron que armar a las tropas, y protegerse de ellos ya la población civil de los ataques terroristas. El problema era que en Inglaterra no había un verdadero programa político, con un "Gobierno laborista en el poder. Nos pidieron que no fuéramos muy duros, pero, ¿quién no lo es, cuando la gente ¿ muere a su alrededor? La Agencia Judía insistía en que estaba en contra del terrorismo, pero todo eran palabras, y no se hacía nada. Bien, entonces pillamos a aquel muchacho judío, y lo azotamos. Era un terrorista, sin duda. Le pescamos in fraganti. A nadie le gusta hacer daño a otro... Después hubo represalias, desde luego. Secuestraron a un oficial y tres N.C.O., y los azotaron. En Inglaterra armaron mi verdadero jaleo por aquello. No sé por qué, al estar aquí he revivido toda la escena tan nítidamente.» No había vuelto a pensar en ella. De pronto se acordó de la expresión de la cara del muchacho. La mirada de pánico. Y cómo su boca se retorcía, al restallar los látigos. Era muy joven. El muchacho estaba allí, otra vez, delante de él, y sus ojos eran los ojos de Robin. No le miraban acusadores. Estaban simplemente fijos en él, en una sorda súplica. «¡ Oh, Dios —pensó—, ¡Oh, Dios, perdóname!» Y sus años de servicio, desaparecieron, quedaron reducidos a nada, baldíos, inútiles. —Ven, vámonos —dijo, bruscamente. Pero incluso después de dar media vuelta sobre sus talones, mientras cruzaba las losas, podía ver a aquel muchacho judío retorcerse y caer. Se abrió paso, por entre la gente, con Robin a sus talones, y, sin mirar a derecha ni izquierda salieron
a la calle.
—Espera, abuelo —gritó Robín—. Quiero saber dónde estaba Pilatos, exactamente,
—No lo sé —dijo el coronel—. No importa.
Otra cola se estaba ya formando para bajar al Gabbatha. Fuera, los peregrinos eran más numerosos que nunca. Un nuevo guía se puso a su lado, tirándole de la manga, y diciendo. «Por aquí, la Vía Dolorosa. Recto, un poco más allá, el Camino de la Cruz.»
Lady Althea, deambulando por los alrededores del Templo, hacía cuanto podía para desembarazarse de Kate Foster, antes de encontrar, a los Chaseborough.
—Sí, sí, muy impresionante —decía vagamente, mientras Kate señalaba las diversas cúpulas y leía algo en una guía sobre el sultán mameluco Quait Bai, que había hecho construir una fuente sobre el sanctasanctórum. Fueron de un edificio a otro, ascendieron por tramos y más tramos de escalera, los descendieron, vieron la roca donde Abraham presentó el sacrificio de Isaac, y también desde donde «Mohamed» se elevó a los cielos. Y continuó sin ver señales de sus amigos. El sol, en su apogeo, caía a plomo sobre sus cabezas.
—Creo que ya me basta —dijo—. Me parece que estoy demasiado cansada para llegar hasta allí, y ver el interior de aquella mezquita.
—Se va a perder usted lo mejor de todo Jerusalén —replicó Kate—. Los vitrales de la mezquita de Al Aqsa son mundialmente famosos. Solamente espero que no hayan sido dañados por la explosión de alguna de esas bombas sobre las que leemos en los periódicos.
Lady Althea suspiró. La política de Oriente Medio la aburría, excepto cuando hablaba sobre ella, de forma autoritaria, durante una cena, algún miembro del Parlamento, ¡Había tan poca diferencia entre árabes y judíos...! Todos ellos tiraban bombas.
—Vaya y vea usted su mezquita —dijo-Yo la esperaré aquí.
Esperó a ver desaparecer a su compañera, y entonces, arreglándose el chal de chiffon, volvió sobre sus pasos, dirigiéndose hacia el tramo de escalones que conducían a la Casa de la Roca. La k ventaja que había en permanecer en los alrededores del Templo era que aquí había menos gente que en aquella estrecha, sofocante Vía Dolorosa. Mucho más espacio para moverse* Se preguntó qué llevaría puesto Betty Chaseborough. Por la ven» t anilla del coche, sólo había podido ver su sombrero blanco. Lástima que últimamente hubiera descuidado su silueta.
Lady Althea se instaló, apoyándose en uno de los triples pilares que había al final de los escalones. Allí no podían dejar de verla. Notaba un vacío en el estómago. Hacía mucho tiempo que había tomado su café y el desayuno. Abrió el bolso, acordándose del panecillo en forma de aro que Robin insistió en que comprara a uno de aquellos vendedores con asnos, que había junto a la iglesia de Todas las Naciones.
—No es pan sin levadura —le había explicado él—, pero es el mejor sustituto.
Sonrió, ¡Aquellas pequeñas rarezas dé Robin eran tan divertidas...!
Mordió el pan. Era más duro de lo que parecía. Y al hacerlo vio a Eric Chaseborough y a su esposa, que, junto con un grupo de visitantes, salían de un edificio que Kate había dicho que eran Las Cuadras de Salomón, Agitó la mano para atraer su atención, y Eric Chaseborough ondeó su sombrero en respuesta. Lady Althea dejó caer otra vez el trozo de pan dentro de su bolso, e inmediatamente una extraña sensación en la boca la advirtió que algo terrible había sucedido. Se tocó con la lengua los dientes de la parte superior, y encontró dos afiladas puntas. Miró el trozo de pan,' y allí incrustados, estaban sus dos dientes delanteros, las dos fundas que le hizo el dentista antes de salir de Londres. Horrorizada, sacó su espejo. Su rostro había dejado de ser su rostro. La mujer que la miraba desde el espejo tenía dos pequeños y afilados clavitos en la mandíbula superior, donde debían de haber estado los dientes. Parecían dos palitos de cerilla rotos, descoloridos, negros. Toda belleza había desaparecido. Podía haber sido una campesina que, envejecida antes de tiempo, pidiera limosna en la esquina de una calle. «¡ Oh, no...! —pensó— ¡Oh, no! No aquí, no ahora.»
Y en una agonía de vergüenza y humillación intentó cubrirse la boca con el chal de chiffon azul, mientras los Chaseborough, sonrientes, se acercaban a ella.
—Por fin te vemos —gritó Eric Chaseborough, I pero ella solamente pudo sacudir la cabeza, gesticulando, intentando que se fueran.
—¿Qué le pasa a Althea? ¿Se encuentra mal? —preguntó su esposa.
La alta y elegante silueta se alejó de ellos, envuelta en su chal, y cuando corrieron para alcanzarla, el chiffon se cayó, revelando la tragedia, y la dueña del chal, intentando hablar con los labios cerrados, señaló los dientes, incrustados oí el panecillo que estaba en su bolso.
—¡ Oh, vaya! —murmuró Eric Chaseborough—. ¡ Qué mala suerte! ¡ Qué cosa más desagradable!
Y miró a su alrededor, sin saber qué hacer, como si entre los que subían por la escalera, pudiera haber alguien que les diera la dirección de un dentista en Jerusalén.
Su mujer, sintiendo la humillación de su amiga, la tomó del brazo.
—No te preocupes —le dijo—. Si te pones él pañuelo en la boca, no se ve. ¿Te duele?
Lady Althea sacudió la cabeza. Hubiera soportado el dolor, pero no esta afrenta a su orgullo, esta miseria de vergüenza, saber que en el momento que mordía aquel pan, se despojaba de toda gracia, de toda dignidad.
—Los israelitas están muy adelantados —dijo Eric Chaseborough—. Seguro que habrá un buen dentista que pueda arreglarlo. El recepcionista del «Rey David» nos lo podrá decir.
Lady Althea negó con la cabeza, acordándose de aquellas interminables sesiones en Harley Street, los cuidadosos tanteos, los taladros a alta velocidad, las largas horas de paciencia, para conservar intacta su belleza. Pensó en el próximo almuerzo, en el que no podría comer nada, mientras sus amigos intentarían conducirse como si no ocurriera nada anormal. La vana búsqueda de un dentista, que podría, a lo sumo, arreglar de cualquier modo el desastre que había ocurrido. La sorpresa de Phil. La mirada curiosa de Robin. Los atentos ojos del resto del grupo. El viaje, en sí, una pesadilla.
—Esa señora que está subiendo los escalones parece conocerte —murmuró Eric Chaseborough.
Kate Foster, después de inspeccionar la Mezquita de Al Aqsa, volvió decididamente la espalda a la entrada al Muro de las Lamentaciones. Había demasiados judíos ortodoxos que se apretujaban en el enorme espacio que su Gobierno había tenido la audacia sin nombre de derribar moradas jordanas, y condenar a más jordanos aún a vivir en tiendas del desierto. Por lo tanto, fue hacia la Casa de la Roca. Allí vio a Lady Althea apoyada en dos extraños. Corrió a rescatarla.
—¿Qué está ocurriendo aquí? —preguntó. Lord Chaseborough se presentó a sí mismo, y explicó la situación.
—La pobre Althea está muy afectada —murmuró—. No estoy muy seguro de saber cuál es la mejor solución.
—¿Que ha perdido los dientes delanteros? —dijo Kate Foster—. Bien, no es el fin del mundo. ¿No es así?
Miró con curiosidad a la angustiada mujer, que, poco rato antes, orgullosa y segura, se paseaba a su lado.
—Veamos eso.
Lady Althea, con mano temblorosa, separó el chal de chiffon, y con un tremendo esfuerzo, intentó sonreír. Para su consternación y la de sus comprensivos amigos, Kate Foster se echó a reír.
—Bueno —exclamó—, debo admitir que si hubiera estado boxeando no lo hubiese hecho mejor, Mientras permanecía al final de la escalera, pensó que toda aquella gente míe se apretujaba no estaba allí para contemplar la Casa de la Roca, sino para mirarla a ella, a ella solamente, y se daban con el codo unos a otros, murmurando, sonrientes, pues ella sabía por propia experiencia, que no hay nada que provoque mejor en una multitud de extraños una carcajada unánime, que ver a alguien que, con la dignidad hecha pedazos, se vuelve repentinamente grotesco.
«Hacia delante, recto, para ir a la Vía Dolorosa... Hacia delante, recto para ir al Camino de la Cruz.»
Jim Foster, llevando a Jill Smith de la mano, debía pararse, al volver cada esquina, a causa de los peregrinos arrodillados. Jill había querido visitar los mercados, o los zocos, o como se llamaran, y tuvo que ir a los zocos. Aparte de eso, así podía comprarle algo a Kate, para hacer las paces.
—Creo que debería esperar a Bob —dijo Jill, quedándose atrás.
Pero no se veía a Bob por ningún lado. Había seguido a Babcock al Pretorio.
—No pensó usted en esperarle, anoche —replicó Jim Foster.
Era formidable cómo una mujer cambiaba de actitud de la noche a la mañana. Podía haberse tratado dé otra persona. Anoche, bajo los árboles, primero protestó, luego gimió de placer con sus caricias. Y ahora orgullosa, lejana, parecía que no quería saber nada más de él. De acuerdo, muy bien, O.K., como, tú quieras. Pero no dejaba de ser una bofetada en pleno rostro. Una conciencia culpable era una cosa, y un desaire otra muy diferente. No creía que ella hubiera sido capaz, la noche anterior, de haber corrido, balando, hacia el tonto de su marido, diciendo que la habían violado. Aunque Bob Smith no tendría nunca el coraje suficiente para hacer nada, en venganza. Bien, ésa habría sido la única satisfacción que aquella chica iba a obtener en toda su vida, sexualmente. Algo que recordaría siempre.
—Vamos —urgió él—, si es que quiere esas ajorcas de cobre.
—No podemos —murmuró ella—. Aquel sacerdote está allí orando.
«Te adoramos, Oh Cristo, y Te bendecimos.»
El sacerdote, precisamente delante de ellos, estaba arrodillado, con la cabeza inclinada «Por que por la Sagrada Cruz redimiste el mundo.» La respuesta llegó, procedente del grupo de peregrinos que estaban arrodillados tras él.
«No debí de permitirlo —pensó Jill Smith—. No debí permitir a Jim Foster que hiciera lo que hizo anoche. No estuvo bien. Me siento muy mal cuando pienso en ello. Vinimos aquí a ver los Santos Lugares, y toda esta gente rezando a nuestro; alrededor, y Jesucristo muriendo por nuestros pecados. Me siento horrible, me siento realmente mal. Y además, en mi luna de miel ¿Qué dirían todos si lo supieran? No soy más que una cualquiera, una perdida. Y ni tan siquiera le amo. Quiero a Bob. No sé lo que me pasó, para dejar hacer a Jim Foster, lo que hizo.»
Los peregrinos se levantaron y siguieron subiendo por la Vía Dolorosa. Afortunadamente, cuando se hubieron ido, aquello no parecía tan sagrado. La calle estaba llena de gente normal, mujeres con cestos en la cabeza... Estaban llegando a unos puestos llenos de frutas, carnicerías con corderos abiertos en canal colgando de ganchos, y vendedores que gritaban, pregonando su mercancía, pero todo estaba tan junto y amontonado, que uno apenas podía moverse y, casi, ni respirar.
La calle se abría en dos, y con barracas y tiendas a cada lado, y a la derecha unos escalones flanqueados por puestos llenos de naranjas, de uvas, de enormes coles, cebollas y judías.
—Éste no es el zoco que buscamos-dijo Jim Foster, impaciente—. Aquí no hay nada más que maldita comida.
A través de un arco vio una hilera de tenderetes, de los que colgaban cinturones y pañuelos, y junto a ellos un puesto en el que un anciano estaba colocando bisutería.
—Parece que es por allí —añadió—. Pero un asno, cargado de melones, le impidió pasar, y una mujer, con un cesto sobre la cabeza, le pisó.
—Volvamos atrás —dijo Jill—, Nos vamos a perder irremisiblemente.
Un joven se acercó a ella, con un montón de folletos en la mano.
—¿Quiere visitar la Colina Sagrada, y ver una magnifica panorámica?-preguntó—, ¿O la Colonia Artística, un night-club?
—Oh, por favor, váyase —dijo Jill—, No deseo ver nada de todo eso.
Se había soltado de la mano de Foster, que ahora estaba al otro lado de la calle, llamándola. Éste podía ser un buen momento para darle esquinazo, e intentar volver sobre sus pasos y encontrar a Bob, pero la asustaba» la idea de quedarse sola en aquellas estrechas calles, que la aturrullaban...
Jim Foster, junto al puesto de bisutería, miraba un objeto tras otro y los dejaba caer de nuevo. Todo quincalla. No había nada que valiera la pena comprar. Medallones con la Casa de la Roca, y pañuelos de cabeza, llenos de asnos estampados. No podía comprar nada de aquello a Kate, hubiera pensado que era una broma de mal gusto. Se volvió, buscando a Jill, olvidándose de que aún tenía en la mano uno de aquellos despreciados medallones. Pudo verla en el momento que desaparecía calle abajo. «¡ Endiablada muchacha! ¿Qué le pasaba?» Empezó a cruzar la calle cuando una enfadada voz le gritó desde el puesto:
—¡Tres dólares por el medallón! ¡Me debe tres dólares!
Se volvió a mirar atrás. El vendedor, tras la parada, estaba rojo de furia.
—Tenga, aquí lo tiene. No quiero esta porquería —dijo Jim; y volvió a tirar el medallón sobre el puesto.
—Usted lo cogió, por tanto lo compró —gritó el hombre, y empezó a farfullar con su vecino, y los dos comenzaron a agitar los puños, atrayendo la atención de otros vendedores del mercado, y de otros compradores.
Jim dudó un momento, luego le invadió el pánico. Nunca se sabe lo que puede ocurrir entre una multitud en el Oriente Medio. Se alejó caminando rápidamente, y al crecer el tumulto tras él y empezar a volverse las cabezas, apretó el paso y echó a correr, apartando a la gente a codazos, con la cabeza baja, y la multitud qué estaba absorta en sus compras, o simplemente paseando» se echaba hacia atrás, cayendo unos sobre otros creando aún más confusión. «¿Qué pasa? ¿Es un ladrón? ¿Ha puesto una bomba?»
Los murmullos le seguían, y cuando Jim subía por unos escalones vio a dos policías israelitas que bajaban, y volvió hacia atrás intentando abrirse paso entre la muchedumbre que había en la estrecha calle, Respiraba apresuradamente, sentía un dolor como un cuchillo, bajo las costillas izquierdas, y la sensación de pánico aumentaba, porque quizá los policías le habían preguntado a alguien» entre aquella muchedumbre, y aún le estaban persiguiendo, creyendo que era un ladrón, un anarquista, cualquier cosa... ¿Cómo podría él aclararlo?
Se abrió paso violentamente entre la gente, perdiendo completamente el control, el sentido de orientación, y llegó a una calle más ancha; allí ya no había escape porque el camino estaba cortado por un grupo de peregrinos, que avanzaban con los brazos entrelazados, y tuvo que dejarse caer contra un muro. Parecían ser todos hombres, con pantalones negros y camisas blancas. No tenían aspecto de peregrinos porque iban riendo y cantando. Fue arrastrado por ellos, como un guijarro por la marea, imposibilitado para volver atrás, y se encontró de pronto en el centro de un amplio espacio abierto, en el medio del cual había más hombres jóvenes, vestidos igual que los otros, que danzaban, cogidos de la mano, hombro con hombro. El dolor de las costillas, en el lado izquierdo, era muy intenso. No podía seguir moviéndose. Si se pudiera sentar solamente un momento, pero no había espacio. Si pudiera apoyarse en algo... contra aquel muro enorme, de color limón. Pero no podía llegar hasta él, tenía que permanecer allí y mirarlo, pues el camino estaba interceptado por una hilera de hombres con sombrero negro y pelo rizado, que se indinaban y oraban, golpeándose el pecho. «Todos son judíos —pensó—; soy un extranjero, no soy uno de ellos», y volvió a sentir pánico, miedo, desolación, porque, ¿qué ocurriría si en aquel momento se abrieran paso por entre la multitud los dos policías israelitas, y en lugar de arrodillarse y rezar, frente al muro de las Lamentaciones, la hilera de hombres se volviera, y le miraran, acusadores, y un grito unánime surgiera, «Ladrón... ladrón,...»?
Jill Smith tenia una idea fija, la de poner la mayor distancia posible entre ella y Jim Foster. No quería volver a tener ninguna relación con él. Debería de ser cortés, desde luego, mientras estuvieran juntos, pero saldrían de Jerusalén aquel mismo día, y cuando estuvieran de nuevo a bordo, no tenían por qué seguir en continuo contacto. A Dios gracias, Bob y ella iban a vivir a varias millas de Little Bletford.
Caminó rápidamente por la estrecha calle llena de gente, alejándose del barrio del mercado y de las tiendas, pasando junto a turistas, visitantes, peregrinos, sacerdotes, mas ni rastro de Bob, ni de ningún otro miembro del grupo. Por todas partes había postes indicando la dirección hada el Santo Sepulcro, pero procuró no verlos. No quería entrar en el Santo Sepulcro. No le parecía correcto. No estaba bien, no era limpio. Hubiera sido hipócrita y falso mezclarse con toda aquella gente que oraba. Quería encontrar un sitio en que pudiera sentarse, pensar, estar sola. Los muros de la Ciudad Antigua parecían cerrarse sobre ella, y quizá, si continuaba andando, pudiera librarse de ellos, encontrar más aire, y habría menos ruido, menos bullicio. Entonces vio una puerta, a lo lejos, pero no era la de San Esteban, por la que habían entrado ellos antes. El letrero decía «Shechem», y en otro «Damascus». No le importaba cómo se llamara mientras condujera fuera de la ciudad.
Pasó bajo la gran arcada y vio coches y autobuses aparcados en hileras, fuera, igual que en la Puerta de San Esteban, y más turistas que nunca llegando por la amplia vía, hada la ciudad. Y allí, de pie, en medio de ellos, estaba Kate Foster, con él aspecto de abandono y confusión que ella misma debía tener. Demasiado tarde para echarse atrás, Kate le había visto. Contra su voluntad Jill avanzó hacia ella.
—¿Ha visto a Jim? —preguntó Kate.
—No —replicó Jill—. Le he perdido de vista en una de esas callejuelas. Estoy buscando a Bob.
—Pues no le va a encontrar —dijo Kate—. Nunca he visto una desorganización semejante. Esas muchedumbres son terribles. Cada miembro del grupo se ha ido por su lado. Lady Althea ha vuelto al hotel, prácticamente con un ataque de nervios. Ha perdido los dientes.
—¿Ha perdido qué? —preguntó Jill. —Los incisivos. Se le quedaron en un trozo de pan. Tiene un aspecto horroroso.
—¡Oh, Dios, qué terrible! Lo siento por ella-contestó Jill.
Un coche hizo sonar la bocina, y se apartaron a un lado de la calle, alejándose de la corriente de, tráfico, pero sin rumbo fijo.
—Los amigos que estaban con ella hablaban de buscar un dentista, pero, ¿cómo conseguir uno, en medio de semejante torbellino? Afortunadamente se encontraron con el coronel cerca de la Puerta de San Esteban, y él resolvió el problema.
—¿Qué hizo?
—Encontró un taxi en seguida, y la metió en él. Lady Althea estaba a punto de llorar, pero él despidió a sus amigos y subió al coche con ella, y, créame, aunque ella siempre le está haciendo desaires no creo que en toda su vida se haya sentido tan aliviada como cuando le encontró. Me gustaría hallar a Jim. ¿Qué estaba haciendo cuando le vio usted por última vez?
—No estoy segura-murmuró Jill—. Creo que quería comprar un regalo para usted.-
—Ya conozco los regalos de Jim —contestó Ka te—. Siempre me hace uno cuando se siente culpable. ¡Dios!, cómo me tomaría una taza de té. O por lo menos, un sitio en que sentarme, y dejar descansar un rato los pies.
Continuaron andando y mirando a su alrededor, y llegaron hasta un letrero que decía «Jardín de la Resurrección».
—No creo —comentó Jill— que encontremos una taza de té ahí.
—Nunca se sabe —replicó Kate—. Todos estos centros turísticos tienen nombres ridículos. Es como en Stratford-on-Avon. Todo es Shakespeare o Ann Hathaway. Aquí es Jesucristo.
Se encontraron descendiendo hada un lugar rodeado de rocas, con senderos empedrados, y un oficial que estaba en el centro les tendió un folleto. Decía algo del «Jardín de José de Arimatea».
—Aquí no hay té —dijo Kate—. No, gracias. No queremos ningún guía.
—Por lo menos —murmuró Jill—, podemos sentarnos sobre aquel pequeño muro. No nos van a hacer pagar por eso.
El oficial se alejó, encogiéndose de hombros. El jardín estaría pronto lleno de peregrinos que mostrarían más interés. Kate estaba leyendo el folleto.
—Este sitio rivaliza con el Santo Sepulcro-dijo—, Supongo que intentan qué los turistas no se concentren en un solo sitio. Aquella pequeña cosa en ruinas, tan curiosa, construida contra el muro, debe de ser la tumba.
Caminaron hacia allí, y miraron dentro de la abertura del muro.
—Está vacío —dijo Jill.
—Bien, tiene que estarlo ¿no?
Por lo menos, había tranquilidad, Podían sentarse y descansar. El jardín estaba prácticamente vacío, y Kate supuso que era demasiado pronto para que lo invadieran las hordas de siempre. Miró disimuladamente a su compañera, que parecía cansada y ojerosa. Quizá la había juzgado mal, después de todo. Lo más probable era que hubiera sido Jim el culpable de la escapatoria de la noche anterior.
—Si quiere usted mi consejo —dijo Kate secar mente—, empiece a tener familia en seguida. Nosotros esperamos, y el resultado es que no tenemos niños. Oh, sí, lo he probado todo. Abrir las trompas de Falopio y todo eso. Pero sin resultado. Los médicos me dijeron que seguramente Jim es estéril, pero no quiso que le hicieran un test. Ahora, desde luego, ya es demasiado tarde. Estoy en plena menopausia.
Jill no sabía qué contestar. Todo lo que Kate Foster le decía, la hacía sentirse más culpable.
—Lo siento mucho —replicó.
—No tiene caso sentirlo. Tengo que aguantar, me. Esté agradecida por ser joven, y tener toda la vida por delante. A veces siento que no me ha quedado nada, y que a Jim, si me muriera mañana, no le importaría lo más mínimo.
Para desesperación de Kate, Jill Smith empezó de pronto a sollozar.
—Pero, ¿qué ocurre? —preguntó Kate. Jill sacudió la cabeza. No podía hablar. ¿Cómo podría explicar la ola de culpabilidad, de remordimiento, que la invadía?
—Por favor, perdóneme —dijo—. No me encuentro muy bien. Todo el día he estado muy cansada y de mal humor.
—¿Tiene la menstruación?
—No... No... Es que a veces me pregunto si Bob me quiere, si nos entendemos, en realidad. Parece que nada vaya bien, entre nosotros.
Pero, ¿qué estaba diciendo? Como si a Kate Foster pudiera importarle.
—Probablemente se han casado demasiado jóvenes —dijo su compañera—. Yo también lo hice. Todo el mundo se casa demasiado joven. A menudo pienso que las mujeres solteras viven mucho' mejor.
¿Y a qué conducía eso, de todos modos? Había estado casada con Jim durante más de veinte años, y a pesar de toda la ansiedad y la pena que le había causado, nunca pudo pensar en abandonarle. Ella le quería, él confiaba en ella. Si hubiera estado enfermo, la hubiese buscado a ella antes que a nadie.
—Espero que esté bien —dijo de pronto. Jill dejó de sonarse la nariz, y la miró. ¿Se refería a Bob o a Jim?
—¿Qué quiere decir? —preguntó.
—Jim odia las aglomeraciones, siempre las ha odiado. Por eso, cuando vi a todos aquellos peregrinos en aquella calle estrecha, quise que viniera conmigo hacia la mosquita, donde sé que acostumbra a haber menos gente, pero se fue corriendo con usted, en la dirección opuesta. Jim siente pánico entre la multitud. Padece claustrofobia.
—No lo sabía —dijo Jill—. Él nunca dijo...
Posiblemente Bob también tenía pánico a las multitudes. Quizá Bob, y también Jim, estuvieran en aquel momento intentando abrirse paso a través de aquella terrible masa de gente, de aquéllos chillones vendedores ambulantes, de los peregrinos que cantaban.
Miró a su alrededor, aquel jardín silencioso, los pocos arbustos que alguien había plantado, aquella siniestra pequeña tumba vacía. Incluso el oficial se había marchado, dejándolas solas.
—No tiene caso que sigamos aquí —dijo—. No van a venir.
—Ya lo sé —replicó Kate-Pero, ¿qué podemos hacer? ¿Adónde ir?
La idea de volver a entrar en aquella odiosa ciudad era demasiado espantosa, pero no había alternativa. Adelante, adelante, buscando, entre la gente que pasaba, a sus maridos, sin hallarlos, viendo sólo a extraños, gente que no sabía, a los que no les importaba.
Miss Dean esperó a que disminuyera el flujo de visitantes a la iglesia de Santa Ana y a la piscina de Bethesda, y entonces caminó lentamente hacia la entrada de la piscina. Había tenido una extraña y maravillosa idea. Se había sentido herida, profundamente herida por lo que había oído la noche anterior. La cruz de su vida. Jill Smith había dicho a Mr. Foster que el sacerdote le había explicado a su madre, que ella, Mary Dean, era la cruz de su vida. Que le había perseguido durante años. Sin duda era mentira. El padre nunca hubiera dicho semejante cosa. Mrs. Smith había dicho una mentira deliberadamente. De todos modos, el hecho de que semejante historia pudiera repetirse, de que quizá se murmurara sobre ella, por todo Little Bletford, le había causado demasiada pena y confusión para que pudiera dormir. Y precisamente tenía que haber oído esto en el Huerto de Getsemani...
Y luego, el querido Robin, que parecía ser el único del grupo que había leído alguna vez el Evangelio, le había explicado que se hallaba junto a la propia piscina de Bethesda, y que habían llevado a una niña, para que se curara de alguna enfermedad. Bien, quizá la cura no fuera instantánea quizás eran precisas algunas horas, o incluso días v para que se realizara el milagro. Miss Dean no tenía ninguna enfermedad, estaba perfectamente sana y fuerte. Pero si podía llenar su frasquito de colonia con agua 8e la piscina, y llevarla a Little Bletford, y dársela al padre, para que la pusiera en la pila de agua bendita de la entrada de la iglesia, se sentiría subyugado por su idea, por su gesto de fe. Podía imaginarse su expresión, cuando le diera la botella. «Padre, le he traído agua de la piscina de Bethesda.» «Oh, Miss Dean. Qué gesto tan delicado, tan maravilloso.»
El problema era que quizás estaba prohibido por las autoridades, fueran quienes fuesen, coger agua de la piscina, pero el hombre que estaba junto a la entrada las representaba, sin duda alguna. Por tanto, y ya que era por una buena causa, por una causa sagrada, esperaría a que se fuera, y entonces descendería los escalones y llenaría la botellita de agua. Quizás era un engaño, mas sería un engaño hecho en nombre del Señor.
Miss Dean esperó algún tiempo, y entonces —el Señor debía de estar con ella-el hombre se alejó un poco, hacia un grupo de gente, que parecían hacerle preguntas sobre unas excavaciones que había por allí. Ésta era su oportunidad.
Anduvo rápidamente hacia los escalones, se apoyó con cuidado en la barandilla y comenzó a descender. Robin parecía tener razón. Aquello tenía el aspecto de un desagüe, y estaba en una especie de hoyo profundo. Después de lo que les había explicado el reverendo Babcock, de que todo aquello estaba bajo tierra, no había duda de que aquélla era la auténtica piscina. Se sintió verdaderamente inspirada. Solamente ella descendía hacia la piscina. Llegó a la losa que había al final de los escalones, y mirando hada arriba, para asegurarse de que nadie la había seguido, ni la observaban sacó su pañuelo, lo puso en el suelo y se arrodilló sobre él, y vació el agua de colonia en la piedra que estaba a su lado. Era una lástima desperdiciarla, pero en cierto modo era una ofrenda.
Se inclinó sobre la piscina, y acercó la botella para que el agua entrara en ella. Después se levantó y volvió a poner el tapón, pero mientras lo bacía, su pie resbaló sobre la húmeda losa, y la botella se le cayó al agua. Dio un pequeño grito de desesperación, e intentó recuperarla, pero estaba ya fuera de su alcance, y sintió que caía, caía sin poder evitarlo en las húmedas y profundas aguas de la piscina.
—¡Oh, Dios mío! —gritó—. ¡ Oh, Dios mío, ayúdame!
Alzando los brazos, intentó alcanzar la resbaladiza losa sobre la que había permanecido, pero el agua entraba en su boca abierta, y se ahogaba, y a su alrededor no había nadie ni nada, sólo aquella agua estancada, los enormes muros, y un trozo de cielo azul sobre su cabeza.
El reverendo Babcock se había sentido casi tan impresionado como el coronel, por el suelo pavimentado, bajo el convento del Ecce Homo, aunque sus razones fueran menos personal». El también vio allí a un hombre al que azotaban, custodiado por soldados, pero aquello había ocurrido hacía dos mil años, y el hombre que sufría era Dios. Haber estado sobre aquel suelo sagrado hizo que se sintiera a un tiempo extremadamente indigno y privilegiado. Deseó poder ponerse a prueba a sí mismo, de algún modo, y saliendo del Pretorio, y observando la corriente de peregrinos que caminaban lentamente por la Vía Dolorosa, parándose en las sucesivas Estaciones de la Cruz, supo que nada que él pudiera hacer, ahora, o en el futuro, podría servir de expiación por lo sucedido en aquel Siglo Primero. Podía solamente inclinar la cabeza, y seguir con la misma humildad a aquellos peregrinos que iban delante de él.
—Oh, Señor —rezó—, déjame beber de la copa que Tú bebiste, déjame compartir tu sufrimiento.
Sintió que le cogían del brazo. Era el coronel.
—¿Va usted a seguir? —preguntó éste—. Voy a llevar a mi esposa al hotel. Ha sufrido un ligero accidente.
Babcock manifestó su preocupación.
—No, en realidad no es nada —le tranquilizó el coronel—. Un desgraciado incidente con sus incisivos. Está muy afectada y quiero alejarla de la muchedumbre.
—Desde luego. Por favor, exprésele mi simpatía. ¿Dónde están los otros? El coronel miró hacia atrás.
—Sólo veo a dos de ellos, nuestro Robin y el joven Bob Smith. Les he dicho que no le pierdan a usted de vista.
Se volvió hacia la Puerta de San Esteban y desapareció.
Babcock reanudó su lento avanzar hacia el Calvario, rodeado por los devotos. Somos en realidad, pensó, un exponente del mundo cristiano, de todas las nacionalidades, hombres, mujeres, niños, todos caminando por donde el Maestro pasó antes. Y también en su época, los curiosos miraban, dejando durante unos momentos las cotidianas tareas, para ver pasar al condenado. En su época, también, los comerciantes y los tenderos vendían mercancías, las mujeres pasaban rápidamente, o se paraban en los umbrales, con cestos sobre la cabeza, había muchachos que gritaban desde los puestos, los perros perseguían a los gatos, por debajo de los bancos, los viejos discutían, y los niños lloraban.
Vía Dolorosa... El Camino de la Cruz.
A la izquierda, de nuevo a la derecha, y entonces al torcer la esquina, el grupo de peregrinos con los que caminaba se mezcló con otros, y después un segundo y un tercer grupo se unió a ellos. Babcock volviose a mirar, pero no pudo ver a Robin ni a Bob Smith, ni a nadie de su rebaño. Como compañeros de peregrinaje tenía ahora, delante de él, un grupo de monjas, y tras él, barbudos y vestidos de negro, un grupo de sacerdotes ortodoxos griegos. Intentar ir a derecha o a izquierda era inútil. Esperaba no resultar demasiado visible, como única figura solitaria, entre ellos, con las monjas cantando delante, y los salmos de los sacerdotes detrás. Las monjas rezaban el Ave María en holandés. Por lo menos, él creyó que era holandés, pero podía ser alemán. Se arrodillaron cuando llegaron a la quinta y sexta estación, y Babcock, buscando su pequeño libro de peregrino, recordó que la quinta estación era donde la Cruz fue cargada a Simón Cireneo, y la sexta donde la Verónica había limpiado la faz de Nuestro Señor. Se preguntó si debía arrodillarse con las monjas, o permanecer de pie con los sacerdotes ortodoxos griegos. Decidió arrodillarse. Era una mayor muestra de reverencia, de humildad.
Adelante, adelante, siempre hacia arriba, siempre ascendiendo, con la cúpula de la iglesia del Santo Sepulcro elevándose frente a él, y luego una pausa final, cuando llegaron al patio embaldosado, frente a la gran basílica. Dentro de un momento, las monjas, los sacerdotes y él mismo cruzarían la impresionante puerta, para llegar a las últimas estaciones, dentro de la propia iglesia.
Fue entonces cuando se dio cuenta, aunque no por primera vez —había sentido un malestar momentáneo dentro del convento del Ecce Homo—, de que algo no funcionaba bien dentro de él. Un agudo dolor le aquejó, pasó, y luego volvió a acometerle. Empezó a sudar. Miró a derecha e izquierda, pero no había medio de salir de entre los peregrinos que le rodeaban. Los salmos continuaron, la puerta de la iglesia estaba frente a él, y a pesar de sus esfuerzos para dar media vuelta y marcharse, los sacerdotes le cerraron el camino. Debía seguir adelante, y entrar en la iglesia.
La iglesia del Santo Sepulcro le envolvió. Se dio cuenta de la oscuridad, de los arrimaderos, escalones, el olor de muchos cuerpos, de mucho incienso. ¿Qué puedo hacer —se preguntó, en su agonía—, dónde puedo ir? Su boca se llenó del gusto del ragout de pollo de la noche anterior, y tambaleándose por los escalones, hada la Capilla del Gólgota, tras las monjas, con altares a derecha e izquierda, velas, luces, cruces, profusión de ofrendas votivas a su alrededor, no pudo ver ni oír nada, sólo pudo sentir aquella opresión dentro de su cuerpo, y los aguijonazos de sus intestinos, que ninguna oración ni voluntad podían acallar.
Bob Smith, rodeado por los sacerdotes ortodoxos griegos, un poco más atrás, con Robin a su lado, fue el primero que se dio cuenta del mal aspecto de Babcock. Cuando Babcock se arrodilló por última vez, antes de ser arrastrado a través de la. puerta de la iglesia, vio que estaba muy pálido I y que se secaba la frente con el pañuelo.
«No sé —pensó— si se encuentra mal. Un desmayo, o algo parecido.» Se volvió a Robin y dijo: —Estoy un poco preocupado por el párroco. No ' creo que debiéramos perderle de vista.
—De acuerdo —contestó Robin—. ¿Por qué no le sigue usted? Quizá se siente un poco raro, en medio de todas esas monjas.
—No creo que sea eso —replicó Bob—. Creo que se encuentra mal.
—Quizá desee ir al lavabo. En realidad yo también quisiera ir —respondió Robin.
Miró a su alrededor, buscando una solución práctica. Bob Smith dudó.
—¿Por qué no te quedas aquí y esperas que
salgamos? sugirió—. Es decir, si no estás muy
ansioso por ver el interior del Santo Sepulcro.
—No estoy nada ansioso —replicó Robin—. Además, no creo que éste sea el sitio verdadero. —Voy a ver si le puedo encontrar dentro. Bob cruzó la puerta y, como antes Babcock, se encontró en medio de la oscuridad, rodeado de andamiajes, peregrinos que cantaban, sacerdotes, escalones y capillas a ambos lados. La mayoría de los peregrinos tejaban, las monjas seguidas de cerca por los sacerdotes. La silueta de Babcock, r tan visible en medio de ellos mientras subían por i la Vía Dolorosa, había desaparecido.
Al fin, Bob Smith le divisó, acurrucado contra la base del muro de la segunda capilla, la cara cubierta por las manos, y un sacristán —griego, copto, armenio, o Bob no sabía que— estaba agachado a su lado. El sacristán levantó la cabeza cuando Bob se acercó.
—Es un peregrino inglés —susurró—, se encuentra muy mal. Voy a buscar ayuda.
—Gracias —dijo Bob—. Le conozco. Es de nuestro grupo. Yo me hago cargo.
Se inclinó y tocó a Babcock en el brazo.
—No se preocupe —respondió—. Estoy aquí.
Babcock movió la mano.
—Pídale que se vaya —murmuró—. Algo terrible ha sucedido.
—Sí —contestó Bob—. De acuerdo. Comprendo.
Hizo una seña al sacristán, que asintió, y cruzó la capilla para evitar que la nueva hornada de peregrinos se acercara, y Bob ayudó a Babcock a levantarse.
—Le puede ocurrir a cualquiera de nosotros —dijo— debe de pasar con mucha frecuencia. Recuerdo una vez, en la final de Copa...
No terminó lo que estaba diciendo. Su desgraciado compañero estaba demasiado angustiado, demasiado agotado, por la debilidad, la vergüenza. Bob le tomó por el codo, le ayudó a descender los peldaños y salió de la iglesia, hacia el patio trasero.
—Se sentirá mejor dentro de un momento, con el aire fresco.
Babcock se apoyó en él.
—Ha sido el pollo —explicó—, el pollo que tomé anoche para cenar. Tuve cuidado de no comer fruta ni ensalada, Miss Dean me previno contra ello. Creí que el pollo estaría bien.
—No se preocupe —dijo Bob—. Usted no ha podido evitarlo. ¿Cree que lo peor ha pasado ya?
—Sí, sí. Ya ha pasado.
Bob miró a su alrededor, pero no vio a Robin. Debía de haber entrado en la iglesia, después de todo. ¿Qué diablos debía hacer? No podía dejar solo al niño, pero tampoco a Babcock. Quizá se encontrase mal otra vez. Bob decidió escoltarle hasta el autobús, en la Puerta de San Esteban. Después volvería a buscar a Robin.
—Mire —dijo—. Creo que debe regresar al hotel lo antes posibles, para cambiarse y descansar. Le voy a acompañar hasta el autobús.
—Le estoy tan agradecido —murmuró su compañero—, tan terriblemente agradecido...
Ya no le preocupaba llamar la atención. Ya no importaba si la gente se giraba para verle. Mientras volvían sobre sus pasos, descendiendo la colina, por la Vía Dolorosa, cruzándose con más peregrinos que cantaban, más turistas, más vendedores que gritaban, ofreciendo frutas, cebollas, y corderos enteros, supo que había alcanzado los últimos grados de humillación, que con aquel acto final de debilidad humana, había sufrido la vergüenza, que sólo un hombre podía sufrir, y a la que quizás también su Maestro había sucumbido, en su soledad, en su miedo, antes de ser clavado: en la cruz de los criminales.
Cuando llegaron a la Puerta de San Esteban, lo primero que vieron fue una ambulancia junto a su autobús, y un montón de gente desconocida, alrededor. Un oficial, pálido, los estaba dispersando. El primer pensamiento de Bob fue para Jim, Algo le había pasado a Jill. Entonces, de entre la gente surgió cojeando Jim Foster, despeinado.
—Ha habido un accidente —dijo.
—¿Se ha hecho usted daño? —preguntó Bob.
—No, no... No ha sido a mí, yo me he encontrado atrapado en una especie de manifestación, pero pude escapar. Es Miss Dean... Se cayó en esa cloaca que llaman la piscina de Bethesda.
—¡Oh, Dios Santo...! —exclamó Babcock, y miró con desesperación, primero a Jim Foster, y luego de nuevo a Bob—. Es culpa mía. Debía de haber cuidado de ella. No me di cuenta. Creí que estaba con ustedes.
Se adelantó hacia la ambulancia, pero entonces recordó su propio estado, y extendió las manos, en un gesto de desespero.
—No creo que deba acercarme a ella —dijo—. No estoy en situación de ver a nadie.
Jim Foster le miró fijamente, luego se volvió en muda interrogación á Bob Smith.
—No está muy bien —murmuró Bob—. Se sintió indispuesto hace un rato, arriba, en la iglesia. Le sucedió un contratiempo muy desagradable. Debería regresar al hotel lo antes posible.
—Pobre diablo —replicó con voz queda Jim Foster—. ¡Qué cosa tan desagradable! Mire... —se volvió a Babcock—. Suba directamente al autobús. Le diré al conductor que le lleve ahora mismo al hotel. Yo iré en la ambulancia con Miss Dean.
—¿Está muy mal? —preguntó Babcock.
—No lo saben —contestó Jim Foster—. Creo que sobre todo, ha sido la impresión. Estaba prácticamente inconsciente cuando el guía la sacó del agua. Afortunadamente estaba cerca, al final de los escalones. Mientras tanto, no puedo imaginar lo que les ha pasado a mi mujer ni a la de Bob. Están por algún sitio, en esa infernal ciudad.
Tomó a Babcock por di brazo, y le condujo al autobús. Es curioso cómo las desgracias ajenas hacen olvidar las propias. El pánico que él mismo sintió, se había desvanecido en cuanto vio la ambulancia, al cruzar tambaleándose la Puerta de San Esteban, y le invadió una ansiedad mayor, al pensar que Kate podía ser la víctima que transportaban los camilleros. Pero era Miss Dean. Pobre desgraciada Miss Dean. Gracias a Dios, no era Kate. El autobús arrancó, mientras el pálido y maltrecho Babcock les contemplaba desde una ventanilla.
—Bien, ya está en camino, una cosa solucionada —dijo Jim Foster—. \ Qué calamidad, vaya una situación! Quisiera que estuviera aquí el coronel, y se hiciera cargo de ella.
—Ahora estoy preocupado por Robin —contestó Bob Smith—. Le dije que nos esperara fuera de la iglesia del Santo Sepulcro, pero cuando salimos había desaparecido.
—¿Desaparecido? ¿Entre esa muchedumbre?
Jim Foster le miró horrorizado.
En aquel momento, con un alivio indescriptible, vio a su mujer, que salía por la Puerta de San Esteban, con Jill a su lado. Corrió hada ella.
—Gracias a Dios que has llegado —dijo-» Tenemos-que llevar a Miss Dean al hospital. Ya está en la ambulancia. Te lo explicaré todo por el camino. Todo han sido desgracias. Babcock enfermo. Robin ha desaparecido, ha sido un día desastroso.
Kate le cogió del brazo.
—¿Y tú? —dijo—. ¿Estás bien?
—Sí, sí... Claro que estoy bien.
La llevó hacia la ambulancia. Ni tan siquiera miró a Jill. Bob dudó, pensando qué debería hacer. Entonces se volvió, y vio a Jill, de pie a su lado!
—¿Dónde has estado? —preguntó.
—No lo sé —contestó Jill, cansadamente—. En una especie de jardín. Te estaba buscando, pero no pude encontrarte. Kate se hallaba conmigo. Estaba preocupada por su marido. No puede soportar las aglomeraciones.
—Ninguno de nosotros puede —dijo Bob—, pero tendremos que volver a enfrentarnos a ellas. El pequeño Robin se ha perdido, y yo debo volver y encontrarle, no ha quedado nadie más.
—Iré contigo.
—¿Estás segura? Parece muy rendida.
Los Foster estaban subiendo a la ambulancia. La sirena sonó y los espectadores se apartaron. Jill pensó en aquella larguísima y tortuosa— calle que llamaban la Vía Dolorosa, en los peregrinos que cantaban, en los bulliciosos vendedores, en la repetición de toda la escena, que no hubiera querido ver nunca más, en el alboroto, el ruido.
—Puedo hacerlo —suspiró—. No me parecerá tan largo si estamos juntos.
Robin se estaba divirtiendo. Estar solo le daba siempre una sensación de libertad, de poder. Y se había aburrido mucho, siguiendo a los peregrinos, con toda aquella gente que se arrodillaba a cada momento. Y además no iban por el sitio correcto. La ciudad había sido demolida y vuelta a construir tantas veces, que era completamente distinta de como había sido dos mil años antes. La única forma de reconstruirla sería demolerla de nuevo, y cavar, cavar hasta encontrar todos los cimientos. Podía ser arqueólogo cuando fuera mayor, si no se convertía en un científico como su padre. Decidió que las dos profesiones eran bastante parecidas. Lo que no sería era clérigo, como Mr. Babcock. Por nada en el mundo.. Se preguntó cuánto tiempo estarían dentro de la iglesia. Horas, probablemente. Estaba completamente llena de curas y peregrinos, que querían rezar, e iban a tropezar todos con todos. Eso le hizo reír, y al hacerlo sintió ganas de ir al lavabo —su abuela odiaba la palabra lavabo, pero todo el mundo la usaba, en la escuela— y como no había ninguno a mano, alivióse junto al muro de la iglesia. Nadie le vio. Luego se sentó en un escalón, abrió sus dos mapas y los extendió sobre sus rodillas. La cuestión era si Jesús había estado encarcelado en la Fortaleza Antonia, o en la Ciudadela. Probablemente en ambas. ¿Pero en cuál de ellas había estado, antes de que le cargaran con la cruz, con los dos otros presos, y saliera hacia el Gólgota? La descripción de los Evangelios no lo aclaraba. Fue llevado ante Pilatos, pero Pilatos tanto podía haber estado en un sitio como en otro. Pilatos entregó a Jesús a los Sumos Sacerdotes para que fuera crucificado. ¿Pero dónde le esperaban los Sumos Sacerdotes? Éste era el quid. Podía haber sido en el palacio de Herodes, donde estaba ahora la Ciudadela, y en ese caso, Jesús y los dos ladrones abandonaron la ciudad por la Puerta de Genath. Su mirada fue de un mapa a otro: la Puerta de Genath era llamada ahora Puerta de Jaffa, o en hebreo Yafo, depende de en qué idioma se hablara.
Robin miró hacia la puerta de la iglesia. Todavía tardarían mucho en salir. Decidió caminar hasta la Puerta de Jaffa, y ver cómo era, por sí mismo. No estaba muy lejos, y con la ayuda del mapa moderno, no se perdería. No tardó diez minutos en llegar a la puerta, y allí se paró para observar lo que le rodeaba. Entraba y salía gente, y había coches aparcados afuera, como en la Puerta de San Esteban, al otro extremo de la ciudad amurallada. El problema consistía en que, en lugar de las colinas desnudas y los jardines, que sería lo que hubo dos mil años antes, ahora había una amplia carretera, y la ciudad moderna, que se extendía por todas partes. Consultó una vez más el viejo mapa. Allí había habido un torreón fortificado, llamado Psephinus, que se erguía fuerte y orgulloso en la esquina noroeste de la ciudad, y ése fue el torreón que el emperador Tito inspeccionó, cuando acampó con las legiones romanas, antes de capturar y saquear Jerusalén en el año 70. En aquel sitio había ahora un edificio llamado el «Coltóge des Fréres». Pero no, un momento. ¿Era el «Collége des Fréres» o un hotel llamado «Knight's Palace»? De todos modos, ambas cosas caían dentro de los muros de la ciudad, y por Jo tanto no era correcto, incluso aunque los muros hubieran sido reconstruidos.
—Voy a imaginar —se dijo a si mismo—, que yo soy Jesús, y acabo de salir por la Puerta de Genath, y que todo esto son colmas desiertas, y jardines indinados, y no se crucifica a nadie en un jardín, sino a una cierta distancia, especialmente antes de la Pascua, o de lo contrario la gente podría alborotarse, y ya habían habido bastantes disturbios. Por lo tanto tuvieron que hacer andar a Jesús y a los otros dos condenados un buen trecho. Por eso hicieron que Simón, el labrador —y Cireneo significa labrador en arameo, el director de la escuela me lo explicó— llevara la cruz. Volvía de trabajar en los campos. Jesús debilitado por los azotes, no podía con ella. Y le llevaron a él y a los otros hacia algún terreno abrupto, dominado por la Torre de Psephinus, donde los soldados debían tener un puesto de guardia, de modo que si hubiera habido un intento de rescate, habría fracasado.
Satisfecho de sus deducciones, Robin salió por la Puerta de Jaffa y torció hada la derecha, caminando lo que creyó la distancia adecuada desde la ya desapareada Torré de Psephinus. Se encontró entonces en un cruce, con carreteras que partían en todas direcciones, y bastante tráfico. El gran edificio, al otro lado de la plaza central, de acuerdo con su mapa moderno, era el Ayuntamiento.
—De modo que es aquí —pensó—. Éste era el terreno abrupto, y donde ahora se encuentra el Ayuntamiento estaban los campos y el labrador sudaba, y también Jesús y los otros. Y el sol es— taba alto, en un délo deslumbrante, como ahora, y cuando levantaron las cruces, los hombres clavados en ellas no veían los campos, que quedaban tras ellos, sino la ciudad.
Cerró los ojos por un momento, y luego, volviéndose, miró hacia la ciudad y sus muros, que parecían dorados, hermosos y espléndidos. A Jesús, que había pasado la mayor parte de su vida caminando entre colinas, lagos y pueblos, debió de parecerle la más hermosa y espléndida ciudad del mundo, Pero después de murarla durante tres horas, en medio de sus tormentos, quizá no le pareció tan bella. En realidad, morir debió de ser un alivio.
Una bocina sonó, y él se apartó del camino del tráfico que entraba en la ciudad. Si no tenía cuidado, él también iba a morir, lo que no tendría mucho sentido.
Decidió regresar a la ciudad por la Puerta Nueva, que quedaba hacia la derecha. Unos hombres estaban reparando un trozo de la carretera, y levantaron la cabeza al acercarse Robín. Gritaron algo, señalando el tráfico, y aunque Robin captó el mensaje, y se refugió junto a ellos, no pudo entender lo que decían. Debían de hablar yiddish, o posiblemente hebreo, pero él pensó que ojalá fuera arameo. Esperó a que parara el hombre del taladro, que hacía un ruido que rompía los tímpanos, y entonces se dirigió a ellos.
—¿Habla alguno inglés? —preguntó.
El hombre del taladro sonrió, y asintió con la cabeza, llamando a uno de sus compañeros, que estaba inclinado sobre un trozo de tubería. El hombre levantó la cabeza. Era joven, como los otros, y tenía los dientes muy blancos y el cabello negro y rizado.
—Sí, yo hablo inglés —dijo.
Robin miró dentro del pozo que había abajo.
—¿Puede decirme si han encontrado algo interesante?-preguntó.
El joven rió, y cogió un pequeño animal por la cola. Parecía una rata muerta.
—¿Quieres un recuerdo turístico?
—¿No han encontrado cráneos, ni huesos? —preguntó Robin esperanzado.
—No-sonrió el obrero—. Para eso tendríamos que llegar mucho más abajo, bajo las rocas. Ten. ¿Puedes cogerlo?
Desde el pozo en que estaba lanzó un pequeño p trozo de roca hacia arriba, para que Robin lo cogiera.
—Guárdala —dijo—. La roca de Jerusalén. Te traerá suerte.
—Muchas gracias —contestó Robin. Estuvo pensando si debía decirles que estaban aproximadamente a unas cien yardas de donde tres hombres fueron crucificados, dos mil años antes, y decidió que no le creerían; o, si lo hacían, no les impresionaría mucho. Porque Jesús no era importante para ellos, no como Abraham o David, y de todos modos, tantos hombres habían sido torturados y muertos, alrededor de Jerusalén, desde entonces, que el joven podía muy bien, en justicia, responderle: «¿Y qué?» Sería más prudente desearles una feliz fiesta. Era el decimocuarto día de Nisán, y a la puesta del sol cesarían todos los trabajos. Se guardó en el bolsillo el pequeño pedazo de roca.
—Espero que pasen un feliz Pesach —dijo.
—¿Eres judío?
—No —respondió Robin, que no estaba seguro dé si se refería a su nacionalidad o a su religión. Si era a lo último, tendría que responder que su padre era ateo, y que su madre iba a la iglesia una vez al año, por Navidad.
—No —dijo—. Vengo de Little Bletford, en Inglaterra, pero sé que hoy es el decimocuarto día de Nisán, y que mañana, aquí, es fiesta nacional.
Ésta era, en realidad, la razón de que hubiese tanto tráfico, pensó, y de que la ciudad estuviera tan llena. Esperó que el joven se sintiera convenientemente sorprendido por su sabiduría.
—Es la Fiesta del Pan sin Levadura —dijo.
El joven volvió a sonreír, mostrando la hilera de blancos dientes, y riendo le gritó algo al compañero del taladro, que también gritó en respuesta, antes de volver a agujerear la superficie de la carretera. El estruendo recomenzó, y el joven, haciendo bocina con las manos, le dijo a Robin-Es también el Festival de nuestra Libertad.
Tú eres Joven, como nosotros. Disfrútalo.
Robin agitó la mano, y empezó a caminar hacia la Puerta Nueva, apretando con la mano el trozo de roca que llevaba en el bolsillo. El Festival de nuestra Libertad... Sonaba mejor que Pascua. Más moderno, más adecuado a nuestros tiempos. Más a propósito, como diría su abuela, para aquella época. Y tanto si significaba liberación de la esclavitud, como en el Antiguo Testamento, o liberación del yugo del Imperio romano, lo que deseaban todos los judíos en los años de la crucifixión, o liberación del hambre, la pobreza y la falta de hogar, lo que los jóvenes que cavaban en la carretera habían ganado ya hoy por sí mismos, todo era lo mismo. Todo el mundo, en todas partes, se deseaba la liberación de algo, y Robin decidió que Sería una buena idea que, en toda la Tierra, se combinaran Pesach y Pascua, y entonces, pensó, todos nosotros podríamos unirnos para celebrar el Festival de nuestra Liberación.
El autobús tomó la carretera del Norte, desde el Monte de los Olivos, antes de la puesta del sol. No había habido ningún drama más. Bob y Jill Smith, después de haber buscado en vano en el recinto del Santo Sepulcro, se dirigieron hacia la Puerta Nueva, y habían encontrado a Robin, perfectamente sereno, que entraba en la ciudad, tras un grupo de peregrinos que cantaban, procedentes de la costa. El autobús había salido tarde a causa de Miss Dean. La ambulancia la llevó al hospital, donde había debido permanecer varías horas, víctima de un shock, pero afortunadamente, no sufrió ningún daño, interno ni externo. Le dieron una inyección y un sedante; luego, el doctor decidió que ya estaba en condiciones de ser trasladada, pero con estrictas instrucciones de que la pusieran en la cama en cuanto llegasen a Haifa. Kate Foster se había convertido en su enfermera.
—Es usted muy amable —había murmurado Miss Dean—, verdaderamente amable.
Decidieron que nadie mencionara su desgraciado accidente. La propia Miss Dean tampoco aludió a él. Se sentó silenciosamente entre los Foster, con una manta sobre las rodillas. Lady Althea también permanecía callada. Su chal de chiffon azul cubría la parte baja de su rostro, lo que le daba la apariencia de una mujer musulmana que no hubiera abandonado el velo. Esto aumentaba su gracia y dignidad. Ella también tenía una manta sobre las rodillas, bajo la que el coronel le tenía cogida una mano.
Los jóvenes Smith tenían las manos entrelazadas de forma más ostensible. Jill llevaba unas ajorcas nuevas, baratas, que Bob le había comprado cuando pasaban junto a un zoco, después de haber encontrado a Robin.
Babcock se sentaba junto a Robín. Como Miss Dean, se había cambiado de ropa —un par de pantalones que le había prestado Jim Foster, y que eran un poco anchos para él—. Nadie hizo ningún comentario, por lo que él les estaba infinitamente agradecido. Nadie volviose a mirar la ciudad de Jerusalén, cuando el autobús rodeó el Monte Seopus. Es decir, Robin sí. La novena hora del decimocuarto día de Nisán había llegado y pasado, y los ladrones, o los insurrectos, fueran quienes fuesen habían sido bajados de sus cruces. Jesús también, y quizá su cuerpo estaba en una tumba, debajo de la roca donde habían estado taladrando los jóvenes trabajadores. Ahora éstos se habrían ido a sus casas, a lavarse, a encontrar sus familias, y a esperar la fiesta nacional. Robin se volvió hacia el reverendo Babcock, que estaba junto a él.
—Es una verdadera vergüenza —dijo— que no hayamos podido quedarnos dos días más.
Babcock, que lo único que deseaba era volver a estar a salvo en su camarote, y tratar de olvidar su humillación en la iglesia del Santo Sepulcro, se maravilló de la resistencia del niño. Había caminado todo el día por la ciudad, y para colmo, casi se perdió.
—¿Por qué, Robin? —preguntó.
—Bueno, nunca se sabe —replicó Robin—. Desde luego, no es muy probable, en esta época, pero a lo mejor hubiéramos visto la Resurrección.