UNA CUESTIÓN DE FRONTERAS
Se había dormido hacía diez minutos aproximadamente. Desde Mego, no hacía más. Shelagh, para distraer a su padre, había traído del estudio unos viejos álbumes de fotografías y los habían estado mirando juntos, riéndose. Parecía tan mejorado... La enfermera había pensado que podía tomarse la tarde libre y salir a dar un paseo, dejando que la hija cuidara a su paciente; y Mrs. Money había ido en el coche hasta el pueblo, a que la peinaran. El doctor les había asegurado a todos que la crisis había pasado, que era solamente cuestión de descanso y tranquilidad, y de tomarse las cosas con calma.
Shelagh estaba junto a la ventana, contemplando el jardín. Se «quedaría en casa, desde luego, tanto tiempo como su padre la necesitara. No podía dejarle mientras hubiera alguna duda sobre su estado. Pero si no aceptaba la oferta que le había hecho el «Theatre Group», para interpretar los principales papeles de las obras de Shakespeare; la oportunidad podía no volver a presentarse. Rosalind... Portia... Viola. Viola, la más atrayente de todas. El corazón anhelante, cubierto por una capa de disimulo, la propia decepción estimulando el apetito.
Sonrió inconscientemente. Se alisó el cabello, inclinó la cabeza, y apoyó una mano en la cadera, imitando a Cesario; entonces oyó un movimiento en la cama y vio que su padre intentaba sentarse. La miraba fijamente, y su cara tenía una expresión de horror e incredulidad, y gritó:
—¡Oh, no...! ¡Oh, Jinnie...! ¡Oh, Dios mío!
Ella corrió a su lado.
—¿Qué tienes, cariño? ¿Qué te pasa? —le dijo,
Él intentó apartarla, sacudiendo la cabeza, y luego cayó sobre las almohadas, y ella supo que r. estaba muerto.
Salió corriendo de la habitación, llamando a la enfermera, y entonces recordó que había salido de paseo. Podía haber ido, cruzando los campos, a cualquier parte. Shelagh corrió escalera abajo, en busca de su madre, pero la casa estaba vacía, y las puertas del garaje abiertas de par en par. Su madre debía de haber ido a algún sitio en el coche. ¿Por qué? ¿Para qué? No dijo que iba a salir. En el vestíbulo, Shelagh cogió con manos temblorosas el teléfono y marcó el número del médico, pero cuando descolgaron no fue el propio doctor quien contestó, sino su voz, grabada, átona, metálica, que decía: «Habla el doctor Dray. Estaré fuera hasta las cinco. Su mensaje será grabado. Por favor, empiece ahora...», y oyó un sonido, como cuando se telefonea pidiendo la hora y la voz dice: «Al oír la tercera señal, serán las dos, cuarenta y dos minutos, veinte segundos...»
Shelagh colgó, y empezó a buscar febrilmente en la guía telefónica, el número del socio del doctor Dray, un joven que hacía poco que había empezado a trabajar en el consultorio. Ella ni tan siquiera le conocía. Esta vez contestó una voz, la de una mujer. A lo lejos, se oía llorar a un niño, y una radio a todo volumen, y escuchó cómo la mujer le gritaba, impaciente, al niño que se callara.
—Soy Shelagh Money, de Whitegates, Great Marsden. Por favor, dígale al doctor que venga inmediatamente. Creo que mi padre acaba dé morir. La enfermera no está, y estoy sola en la casa. No he podido hablar con el doctor Dray.
Oyó cómo su propia voz se quebraba, y la rápida y compasiva respuesta de la mujer hizo que resultara imposible dar más explicaciones,
—Me pondré en contacto con mi esposo inmediatamente.
No podía hablar; se apartó a ciegas del teléfono, y corrió otra vez, escalera arriba, hacia el dormitorio. Su padre estaba tendido, tal como lo había dejado, con la misma expresión de horror en su rostro, y ella se arrodilló junto a él y besó su mano, mientras las lágrimas corrían por sus mejillas.
—¿Por qué? —se preguntó—. ¿Qué ha ocurrido? ¿Qué hice?
Pues cuando él gritó, llamándola por su apelativo cariñoso, Jinnie, no fue como si al despertarse se hubiera sentido súbitamente presa del dolor. No había sido así, sino que su grito había parecido una acusación, como si ella hubiera hecho algo tan horroroso que resultara increíble. «¡Oh, no...! ¡Oh, Jinnie...! ¡Oh, Dios mío...:!» Había intentado mantenerla lejos, cuando corrió hacia él, y entonces murió instantáneamente.
«No puedo soportarlo, no puedo —pensó—. ¿Qué es lo que hice?»
Se levantó aún cegada por las lágrimas, y colocándose junto a la ventana, miró por encima del hombro hacia la cama, pero ya todo había cambiado. Él ya no la miraba. Estaba quieto. Se había ido. El momento de la verdad había pasado para siempre, y ella ya no podría saber nunca. Lo sucedido ya era Entonces, formaba parte del pasado, en otra dimensión del tiempo, y el presente era Ahora, parte de un futuro que él ya no compartiría. Este presente, este futuro, estaban en blanco para él, como los espacios vacíos del álbum de fotografías que estaba junto a la cama, esperando ser llenados. Pensó, incluso, que si él hubiese leído sus pensamientos, cosa que hacía con frecuencia, no le hubiera importado. Sabía que yo quería interpretar esos papeles con el «Theatre Group», y me había animado a hacerlo, encantado. No era como si hubiera estado pensando marcharme en cualquier momento y abandonarle... ¿Por qué aquella expresión de horror, de incredulidad? ¿Por qué? ¿Por qué?
Miró por la ventana, y las hojas, que el otoño había esparcido sobre el césped, se elevaron repentinamente, empujadas por una ráfaga de aire, como pájaros lanzados en todas direcciones, arremolinándose, girando y cayendo después. Las hojas que antes habían brotado del árbol paterno, para brillar, verdes y gruesas, durante todo el verano, ya no tenían vida. El árbol las rechazaba, y se habían convertido en el juguete de todos los vientos. Aún su oro viejo había reflejado la luz solar, y se había apagado con el crepúsculo, y en ja sombra se habían vuelto arrugadas, estériles, secas.
Shelagh oyó que un coche llegaba por la avenida, y.saliendo de la habitación se paró al final de la escalera. Pero no era el doctor, sino su madre. Entró en el vestíbulo por la puerta principal, quitándose los guantes, con el pelo recogido en un moño alto, brillante y rizado, recién salido del secador. Sin darse cuenta de que su hija la miraba, permaneció un momento frente al espejo, colocando en su sitio un rizo. Entonces sacó del bolso el lápiz de labios, y se pintó la boca. El ruido de una puerta, procedente de Ja la cocina, hizo que volviera la cabeza.
—¿Es usted, enfermera? —llamó—. ¿Qué hay del té? Lo podemos tomar arriba.
Volvió a mirarse en el espejo, levantando la i cabeza, y se limpió el exceso de rojo de labios con un pañuelo.
La enfermera salió de la cocina. Sin el uniforme, parecía distinta. Para salir había tomado prestado el abrigo de Shelagh, y su cabello, normalmente tan ordenado, estaba despeinado.
—Qué tarde tan magnífica —dijo—. He dado un largo paseo, a través de los campos. Es tan vigorizante... Se lleva todas las telarañas. Sí, tomemos ya el té. ¿Cómo está mi paciente?
«Están viviendo en el pasado —se dijo Shelagh—. En un momento del tiempo que ya no existe.» La enfermera nunca comería las pastas con mantequilla en que habla venido pensando, radiante de su paseo, y su madre, cuando volviera a mirarse en el espejo vería, bajo el alto moño, una cara más vieja y macilenta. Era como si el dolor, al llegar tan inesperadamente, hubiera mecho más aguda su intuición y así podía ver a la enfermera instalada junto a la cama de su próximo paciente, algún inválido quejoso. No como su padre, que se burlaba y hacía chistes. También veía a su madre, vestida adecuadamente de blanco y negro (el negro solo sería demasiado severo), contestando a las cartas de pésame, primero las de la gente más importante.
En aquel momento, las dos la vieron, de pie, al final de la escalera.
—Ha muerto —dijo Shelagh. Las dos caras la miraron con incredulidad, como él lo había hecho, pero sin el horror, sin la acusación, y mientras la enfermera, que se recobró primero, corría escalera arriba, pasando junto ha ella, vio cómo la cara de su madre, cuidadosamente conservada, y todavía bonita, se desintegraba, se arrugaba como una máscara de plástico.
«No tienes nada que reprocharte. No podías hacer nada. Tenía que pasar, más pronto o más tarde...» Sí, se decía Shelagh, pero, ¿por qué no más tarde, en vez de más pronto? Por qué cuando un padre muere, siempre queda tanto que ha dejado por decir. Si yo hubiera sabido, durante esa última hora que estuve sentada allí, hablando y riendo sobre cosas triviales, que junto a su corazón se estaba formando un coágulo, como una bomba de relojería, a punto de estallar, seguramente me hubiera comportado de otro modo, hubiese intentado retenerle, o por lo menos agradecerle mis diecinueve años de felicidad y amor. No hubiera estado hojeando descuidadamente las fitografías del álbum, burlándome de las modas antiguas, ni bostezando al poco rato, con lo que, al notar mi aburrimiento, él dejó caer el álbum al suelo y murmuró:
—No te molestes por mí, pequeña. Voy a echar un sueñecito.
«Siempre pasa lo mismo cuando uno se enfrenta con la muerte —le explicó la enfermera—,siempre se piensa que se podía haber hecho más. A mí me preocupaba mucho cuando estaba haciendo mis prácticas. Aunque, desde luego, Con un pariente tan próximo es peor. Ha sufrido usted un duro golpe, y debe de intentar sobreponerse, en bien de su madre.»
¿En bien de mi madre? A mi madre no le t portaría que yo abandonara la casa en t e mi momento, estuvo a punto de decir Shelagh, porque así podría acaparar toda la atención, toda la simpatía, y la gente comentaría cuán admirable— mente se comportaba, mientras que conmigo en la casa las simpatías se dividirán. Incluso el doctor Dray, que llegó después que su socio, se dirigió a ella, antes que a su madre, y le dio palmaditas en el hombro, diciendo:
—Estaba muy orgulloso de ti, querida, siempre me lo estaba diciendo.
Luego la muerte, decidió Shelagh, era una ocasión para intercambiar cumplidos, para que todo el mundo dijera cosas agradables sobre los demás, cosas que, en otro momento, no hubieran ni soñado decir. Déjeme que suba yo en su lugar... Permítame que conteste el teléfono... ¿Pongo la cafetera al fuego? Un exceso de cortesía, como mandarines con sus quimonos, inclinándose, y al mismo tiempo, un intento de justificación, por no haber estado allí cuando ocurrió el estallido. La enfermera (al socio del doctor): —Nunca hubiera salido a pasear, si no hubiese estado completamente segura de que se encontraba bien. Y creía que Mrs. Money y su hija estaban en casa. Sí, le había dado las tabletas...
«Está en el banquillo de los testigos, en un juicio —pensó Shelagh—, pero todos lo estamos.» Su madre (también al socio del doctor): —Olvidé completamente que la enfermera iba a salir. Habíamos tenido tantas preocupaciones, tanta ansiedad, que pensé que una rápida escapada a la peluquería me serviría de distracción, y parecía tan mejorado, igual que antes. Jamás hubiera abandonado la casa, su habitación, si hubiese podido pensar por un momento que...
—¿No es ése el problema? —interrumpió Shelagh—. Que nunca pensamos, ninguno de nosotros. Tú no lo hiciste, ni la enfermera, ni el doctor Dray, y, sobre todo, yo tampoco pensé, porque yo soy la única que vio lo que ocurrió, y no podré olvidar mientras viva la expresión de su rostro.
Corrió por el pasillo hacia su habitación, sollozando histéricamente, como no lo había hecho desde hacía años; la última vez fue cuando la camioneta de Correos chocó contra su primer coche, que estaba aparcado en la avenida, y dejó aquel lindo juguete deshecho, un montón efe chatarra retorcida. «Eso les daría una lección —se dijo—, les haría dejar de jugar a comportarse bien, a ser tan nobles frente a la muerte, a decir que es una piadosa liberación, y que en realidad es lo mejor para todos. A ninguno de ellos les importaba en realidad, les dolía, que alguien se hubiera ido para siempre. Para siempre...»
Más tarde, durante la noche, cuando todos se habían ido a la cama, porque la muerte es agotadora para todo el mundo, menos para el muerto, Shelagh se deslizó en la habitación de su padre, y cogió el álbum de fotografías, que la enfermera, discretamente, había colocado en un ángulo de la mesa, y se lo llevó a su dormitorio. Antes, durante la tarde, las fotografías, tan familiares como viejos christmas amontonados en un cajón, no habían tenido ningún significado, pero ahora eran una especie de obituario, como instantáneas del muerto que, como un tributo, aparecieran en televisión.
El niño con puntillas, sobre una alfombra, con la boca abierta, mientras sus padres jugaban al croquet. Un tío, que mataron en la Primera Guerra Mundial. De nuevo su padre, que ya no era un niño sobre una alfombra, sino que llevaba pantalones, sosteniendo un palo de croquet demasiado grande para él. Casas de abuelos muertos desde hacía mucho tiempo. Niños en la playa. Picnics en el campo. Y también Dartmouth, fotografías de barcos. Hileras de chicos alineados, jóvenes, hombres. Cuando niña, se vanagloriaba de en seguida encontrar a su padre entre ellos. «Ése, ése eres tú, el muchacho más pequeño, al final de la hilera.» Luego en la siguiente fotografía, más esbelto, y en la segunda fila. Después, mucho más alto, y volviéndose repentinamente guapo, dejando de ser un niño. Luego, ella giraba las páginas rápidamente, porqué las siguientes fotografías eran de lugares, no de personas: Malta, Alejandría, Portsmouth, Greenwich. Perros que habían sido de su padre, y que ella no había conocido. «Éste es el viejo Punch,...» (Su padre le explicaba siempre que Punch sabía cuándo su barco debía llegar a casa y esperaba en una de las ventanas de arriba.) Oficiales navales montados en burros..., jugando al tenis..., en carreras, todo esto antes de la guerra, y ella había pensado: «Desconocedores de su destino, las pequeñas víctimas juegan.» Porque en la siguiente página todo se volvía triste, el barco que él amaba, hundido, y muchos de aquellos jóvenes sonrientes, muertos. «Pobre Monkey White, hubiera sido un almirante si hubiese vivido.» Ella intentaba imaginarse al sonriente Monkey White de la fotografía, convertido en almirante, calvo y gordo quizá, y, en cierto modo, prefería que hubiese muerto, aunque su padre decía que había sido una pérdida para el Servicio. Más oficiales, más barcos, y el gran día en que Mountbatten visitó el barco al mando de su padre, que salió a su encuentro cuando le subían a bordo. El patio del palacio de Buckingham. Delante del fotógrafo de Prensa, bastante confuso, cubierto de medallas.
—Ya no falta mucho para que lleguemos a ti —acostumbraba a decir su padre, al volver la siguiente página, y llegar a la fotografía que él tanto admiraba, y que era ligeramente ridícula, aunque él nunca lo hubiera admitido, de su madre en traje de noche, con la mirada espiritual que Shelagh conocía tan bien. Cuando era niña, le molestaba pensar que su padre se había enamorado, y si los "hombres debían amar, que no se hubiese enamorado de otra persona, de alguien sombrío, misterioso, y profundamente inteligente, no de un ser vulgar, que,se impacientaba sin razón y se enfadaba cuando alguien llegaba tarde para el almuerzo.
La boda naval, la sonrisa triunfal de su madre-Shelagh conocía también esa expresión, que j tenía cuando había conseguido sus propósitos» fueran los que fuesen, como ocurría generalmente—, y la sonrisa de su padre, tan distinta, no triunfante, sino simplemente feliz. Las anticuadas damas de honor, con vestidos que las hacían parecer más gordas de lo que eran —los debían de haber elegido intencionadamente, para no eclipsar a la novia—, y el padrino, Nick, amigo de su padre, bastante menos guapo que él. Estaba mejor en uno de los grupos anteriores, en un barco, pero aquí parecía desdeñoso, aburrido.
La luna de miel, la primera casa, y luego aparecía ella; las fotografías de la infancia, que formaban parte de su vida; sobre las rodillas de su padre, sobre sus hombros, toda su niñez y adolescencia, hasta la última Navidad. «Podía ser mi obituario también —pensó ella—, hemos compartido este libro juntos, y termina con la instantánea que él me tomó, sobre la nieve, y la que yo le tomé a él, sonriéndome a través de la ventana del estudio.»
Sintió que iba a volver a llorar, esta vez de autocompasión; si lloraba tenía que ser por él, no por ella. ¿En qué momento aquella misma tarde, él se había dado cuenta de su aburrimiento, y había cerrado el álbum? Fue cuando estaban hablando de aficiones. El había dicho que ella era físicamente perezosa, que no hacía suficiente ejercicio.
—Hago todo el ejercicio que necesito en el teatro —dijo ella, pretendiendo ser otra persona.
—-No es lo mismo —respondió él—, a veces hay que escapar de la gente, real o imaginaria. Te diré lo que haremos. Cuando me levante y esté bien otra vez, vamos a ir a pescar, los tres, a Irlanda. A tu madre le sentará muy bien, y yo hace años que no he pescado.
¿Irlanda?¿ Pescar? Su reacción fue egoísta, de desilusión. Eso le iba a impedir llevar a cabo sus planes con el «Theatre Group». Debía intentar, bromeando, que abandonara aquella idea.
—Mami lo odiaría —dijo—. Seguro que preferiría ir al sur de Francia, a pasar irnos días con tía Bella.
Bella era la hermana de su madre. Tenía una villa en Cap d'Ail.
—Estoy seguro —sonrió él—, pero eso no es lo que yo llamaría una convalecencia. ¿Has olvidado que soy medio irlandés? Tu abuelo era de County Antrim.
—No lo he olvidado —dijo ella—, pero hace ya años que murió el abuelo, y está enterrado en Suffolk. Esto en lo que concierne a tu sangre irlandesa. No tienes amigos allí, ¿verdad? No contestó inmediatamente, luego dijo: —Está el pobre Nick.
Pobre Nick... Pobre viejo Monkey White... Pobre viejo Punch... Momentáneamente, ella confundió a los amigos y a los perros, que no había conocido.
—¿Quieres decir tu padrino de boda? —dijo, arrugando el entrecejo—. No sé por qué creí que estaba muerto.
—Muerto para el mundo —respondió él, concisamente—. Salió muy malherido de un accidente de automóvil que tuvo hace algunos años, y perdió un ojo. Desde entonces, ha vivido como un recluso.
—Qué lástima. ¿Por eso nunca te manda una tarjeta en Navidad?
—En parte... Pobre viejo Nick. Valiente como nadie, pero loco de remate. Un caso raro. No le pude recomendar para que le ascendieran, y creo que no me lo perdonó nunca.
—No es extraño. Yo hubiese sentido lo mismo si, siendo el amigo íntimo de alguien, no me hubiera ayudado.
El negó con la cabeza.
—La amistad y el deber son dos cosas diferentes —dijo—, y yo antepuse el deber. Tú eres de otra generación y no lo entenderías. Hice lo correcto, estoy seguro de ello, pero no fue muy agradable, entonces. Una espina clavada puede amargar a un hombre. No quiero pensar que soy responsable de lo que pudiera hacer él después.
—¿Qué quieres decir? —preguntó ella.
—No importa —contestó él—, no es cosa tuya. De todas formas hace tiempo que todo terminó. Pero a veces desearía...
—¿Qué desearías, papaíto?
—Poder volver a estrechar la mano de aquel viejo compañero y desearle buena suerte.
Pasaron algunas páginas más del álbum, y al cabo de un momento, ella empezó a bostezar, recorriendo perezosamente con la mirada la habitación, y él, notando su aburrimiento, dijo que quería dormir un rato. Nadie se muere de un ataque al corazón porque su hija se aburra. Pero... ¿Y si había tenido una pesadilla, en la que apareciera ella? ¿Y si había soñado que volvía a estar en aquel barco de guerra que se hundía, con el pobre Monkey White, y con Nick, y con todos aquellos hombres ahogándose, y que también ella estaba con él en el agua? Es algo sabido que en los sueños se mezcla todo. Y a cada instante, aquel coágulo se hacía más grande, como un exceso de aceite en la maquinaria de un reloj. De un momento a otro las manecillas se pararán, y el tictac del reloj dejará de sonar.
Alguien golpeó la puerta de su dormitorio.
—¿Sí? —contestó ella.
Era la enfermera. Su aspecto era profesional, a pesar de su bata de noche.
—Me preguntaba si se encontraría usted bien —murmuró—. Vi luz por debajo de su puerta.
—Estoy muy bien, gracias.
—Su madre está profundamente dormida. Le di un sedante. Estaba muy preocupada porque mañana es sábado, y va a ser difícil conseguir una esquela en The Times y el Telegraph, antes del lunes. Ha sido tan valiente...
¿Había en su voz un velado reproche, porque Shelagh no se había ocupado de esas cosas? Seguramente, hubiese sido igual hacerlo al día siguiente.
En voz alta, Shelagh dijo
—¿Pueden matar las pesadillas?
—¿Qué quiere decir, querida?
—¿Pudo sufrir mi padre una terrible pesadilla y morir de la impresión?
La enfermera se acercó a la cama, y arregló el edredón.
—Vamos, ya se lo dije antes, y también el doctor, esto tenia que suceder en cualquier momento. Pero no tiene que continuar pensando en ello, dándole vueltas en la cabeza. No sirve de nada. Déjeme que le dé un sedante a usted también.
—No quiero un sedante.
—Sabe, querida, perdóneme, pero se está comportando de un modo un poquito infantil. Es natural que lo sienta, pero preocuparse por él de este modo, es lo último que su padre hubiese querido que hiciera. Ahora, todo se ha acabado. El descansa.
—¿Cómo sabe usted que descansa? —estalló Shelagh—. ¿Cómo sabe usted que en este mismo momento su cuerpo astral no está dando vueltas a nuestro alrededor, furioso por estar muerto, y diciéndome: «Esta maldita enfermera me dio demasiadas píldoras.»?
«5 Oh, no! —pensó—, no quise decir eso, las personas son tan vulnerables, están tan desnudas.» La pobre mujer, perdida su calma profesional, se encogió dentro de su bata, desfalleció delante de sus ojos, y con voz trémula dijo:
—¡Qué cosa tan terrible y tan malvada ha dicho! Usted sabe que yo no hice semejante cosa.
Impulsivamente, Shelagh saltó de la cama, y rodeó los hombros de la enfermera con su brazo.
—Perdóneme —rogó—,i desde luego que no lo hizo. Él la quería a usted mucho. Fue una enfermera magnífica— para él. Lo que yo quería decir era —buscó rápidamente una explicación—, lo que yo quise decir fue que no sabemos lo que pasa cuando muere una persona. Quizás estén haciendo cola a las puertas de san Pedro, con todos los otros que murieron el mismo día, o empujándose unos a otros en una especie de night— club penitenciario, con los condenados al infierno, o amontonados en una nube de niebla, esperando que desaparezca y todo se vuelva claro. De acuerdo, déme un sedante. Tome usted uno también, así por la mañana, las dos nos sentiremos mejor. Y, por favor, no piense más en lo que dije.
«Lo malo es «-pensó después de haber tomado su calmante y vuelto a la cama— que las palabras dejan una herida, y la herida una cicatriz.» La enfermera nunca volvería a suministrar píldoras a un paciente, sin que, en algún rincón de su mente, apareciese la duda de si daba la dosis correcta. Como el interrogante en la conciencia de su padre, por no haber ayudado a ascender al pobre Nick, dejándole así aquella herida. Era malo morir con algo en la conciencia. Bebía de haber un aviso antes, para que a quien se hubiera ofendido, se pudiese mandar un telegrama, diciendo «perdóname», y así, el mal hecho podría ser reparado, borrado. Por eso en la antigüedad, la gente se amontonaba alrededor de la cama de los moribundos, esperando, no que les dejaran algo en el testamento, sino un perdón mutuo, terminar con los viejos rencores, igualar bien y mal. En realidad, algo parecido al amor.
Shelagh había actuado bajo un impulso. Sabía que siempre lo hacía así. Era parte de su carácter, y ya era aceptado por familiares y amigos. Pero hasta que no estuvo en la carretera, camino de Dublín, conduciendo aquel coche alquilado, su viaje, improvisado rápidamente, no cobró un significado real. Estaba llevando a cabo una misión, era depositaría de un legado sagrado. Traía un mensaje de más allá de la tumba. Pero era absolutamente secreto, y nadie debía de saberlo, porque estaba segura de que si se lo explicaba a alguien empezarían a hacerle preguntas, a discutir. Por eso, después del funeral, guardó sus planes en completo secreto. Su madre, como Shelagh había adivinado que haría, había decidido irse con tía Bella a Cap d'Ail.
—Siento que debo salir de aquí —le había dicho a su hija—. Quizá no te des cuenta, pero la enfermedad de papá fue terriblemente agotadora. Me he adelgazado mucho. Todo lo que deseo hacer es cerrar los ojos, y permanecer echada en la soleada terraza de Bella tratando de olvidar la miseria de las últimas semanas.
Parecía un anuncio de un jabón de lujo. Déjese mimar. Una mujer desnuda, sumergida en un baño de espuma. En realidad, una vez pasada la primera impresión, el aspecto de su madre mejoro, y Shelagh sabía que la soleada terraza de tía Bella pronto se llenaría con la abigarrada multitud de sus amigos: personas del mundillo social, artistas falsos, viejos homosexuales aburridos, lo que su padre acostumbraba a llamar «gentuza», pero que divertían a su madre.
—¿Y tú? ¿Por qué no vienes tú también? —le sugirió su madre, sin mucha convicción. Shelagh negó con la cabeza. —Los ensayos empiezan la semana próxima, y creo que antes de marchar a Londres voy a irme sola en el coche, a cualquier parte. Sin ningún plan. Simplemente, para conducir. —¿Por qué no te llevas a alguien? —Ahora, todo el mundo me pondría nerviosa. Estoy mejor sola.
A partir de entonces, los únicos contactos que hubo entre ellas fueron de orden práctico. Ninguna le dijo a la otra: «¿Eres realmente desgraciada? ¿Es esto el final del camino para ti, o para mí? ¿Qué nos reservará el futuro?» En lugar de esto, discutieron sobre si el jardinero y su mujer debían de ir a vivir allí, las visitas de los abogados se dejaron para cuando su madre regresara de Cap d'Ail, enviaron cartas, etc... Sin emoción, como dos secretarias, se sentaban la una al lado de la otra, leyendo y contestando cartas de pésame. «Tú te encargas de la A a la K. Yo de la L a la Z.» Y la respuesta era siempre aproximadamente la misma: «Profundamente conmovidas... Su simpatía nos reconforta...» Parecía que estuviesen enviando las postales de Navidad de cada diciembre, sólo las palabras eran diferentes.
Buscando en la agenda de su padre, encontró el nombre de Barry. Comandante Nicolás Barry, D.S.O., RN«(Retd.), Ballyfane, Lough Torrah, Eire. El nombre y la dirección estaban tachados, lo que generalmente significaba que la persona había muerto. Miró a su madre.
—Me pregunto por qué ese viejo amigo de papá, el comandante Barry, no ha escrito —comentó casualmente—. ¿No ha muerto, verdad?
—¿Quién? —preguntó su madre, vagamente—. Oh, quieres decir Nick, ¿verdad? No creo que haya muerto. Tuvo un grave accidente de automóvil hace unos años. Pero perdieron contacto después de eso. No nos ha escrito desde hace años.
—Me gustaría saber por qué.
—No lo sé. Se pelearon, nunca supe el motivo, ¿Has visto esta carta tan amable del almirante Arbuthnot? Estuvimos juntos en Alejandría.
—Sí, la he visto. ¿Cómo era? No el almirante, Nick.
Su madre se arrellanó en su asiento, considerando la pregunta.
—Con franqueza, nunca acabé de entenderle —dijo—. Podía ser muy divertido y emprendedor, sobre todo en las reuniones, o bien ignorar a todo el mundo, y decir solamente cosas sarcásticas. Hay algo salvaje en él. Recuerdo que, poco después de casarnos tu padre y yo —él fue el padrino de boda, sabes—, vino a pasar unos días en casa, puso patas arriba todos los muebles de la sala de estar, y se emborrachó completamente. Qué estupidez. Yo estaba lívida.
—¿Se enfadó papá?
—No creo, en realidad no me acuerdo. Se conocían los dos tan bien... Habían estado juntos en el Ejército, y en Dartmouth cuando muchachos. Luego Nick dejó la Marina, y se retiró a vivir en Irlanda, y por alguna razón se fueron separando. Yo siempre creí que le echaron, pero nunca quise preguntar. Ya sabes que tu padre podía ser como una ostra en cuestiones del Servicio.
—Sí...
(Pobre Nick. Una espina en el costado. Me gustaría volver a estrecharle la mano y desearle buena suerte.)
Pocos días después, fue a despedir a su madre al aeropuerto, y luego hizo sus propios planes para irse a Dublín. La noche antes de partir, buscando entre los documentos de su padre, encontró un trozo de papel, con una lista de fechas escrita a lápiz, y el nombre de Nick al lado, con un interrogante, pero ninguna explicación sobre las fechas. 25 de junio de 1953. 12 de junio de 1954. 17 de octubre de 1954. 24 de abril de 1955. 13 de agosto de 1955. La lista no tenía ninguna relación con los demás papeles archivados, y debía de haberse deslizado allí por casualidad. Ella las copió, y las puso en un sobre, dentro de su guía t' turística.
Bueno, esto era todo, Y aquí estaba ella, en camino hacia..., para hacer, ¿qué? ¿Para excusar* se, en nombre de su difunto padre, frente a un comandante naval retirado, que no había sido — nombrado; para un ascenso? ¿Salvaje cuando era joven? ¿Muy divertido en las reuniones? La imagen que se formaba no era como para estimular a nadie, y comenzó a pensar que se trataba de un bufón de mediana edad, con risa de hiena,; que ponía trampas idiotas encima de todas las puertas. Quizá lo había intentado con el Lord del Almirantazgo, y a cambio de sus desvelos le habían dado la patada. Un accidente automovilístico le convirtió en un recluso, un amargado clowtt de otros tiempos (pero valiente, había dicho su padre. ¿Y qué significaba eso? ¿Que durante la guerra se había sumergido en las aguas infestadas de aceite para salvar a los marineros que se ahogaban?), que permanecía sentado, royéndose las uñas, en alguna vieja casa de estilo georgiano, o en algún falso, castillo, bebiendo whisky irlandés y añorando las viejas hileras de camas.
Después de conducir durante algo más de 112 kilómetros, desde Dublín —en una perfumada tarde de octubre, mientras el paisaje se volvía más verde y radiante, el brillo del agua, hacia el Oeste, era cada vez más frecuente, y de pronto surgía una miríada de estanques y lagos, separados por brazos de tierra—, la perspectiva de llamar al timbre de una mansión de estilo georgiano se desvanecía. No habían altos muros, rodeando dominios o heredades, sólo húmedos campos, más allá de la carretera, y seguramente no habría modo de llegar a los lejanos lagos, salpicados de plata.
La descripción de Ballyfane, en la guía oficial, había sido lacónica. «Situado al oeste de Lough Torrah, con numerosas lagunas más pequeñas junto al pueblo.» El «Kilmore Arms» tenía seis dormitorios, pero no se mencionaba nada más. Si lo peor resultaba cierto, telefonearía a Nick: «La hija de su viejo amigo andaba por los alrededores, y esperaba visitarle a la mañana siguiente. ¿Podía él sugerir algún hotel confortable, que no estuviera alejado mas de diez millas?» Un mayordomo, un viejo criado, respondería: «El comandante se sentirá muy complacido si usted acepta su hospitalidad en Ballyfane Castle.» Los mastines irlandeses aullarían, y el propio anfitrión aparecería en la entrada, apoyándose en un bastón...
La torre de una iglesia apareció sobre una cuesta del camino, y allí estaba Ballyfane. La calle central del pueblo serpenteaba por una pendiente, flanqueada por unas cuantas casas sombrías, y algunas tiendas. Nombres como Driscoll y Murphy, estaban pintados en los letreros, sobre las puertas. «Kilmore Arms» podía haber pasado si lo hubieran blanqueado, aunque unas caléndulas en la repisa de la ventana, que intentaban valientemente florecer por segunda vez, demostraban que a alguien de allí le gustaban los colorines.
Shelagh aparcó su «Austin Mini», y contempló la escena. La puerta del «Kilmore Arms» estaba abierta. El vestíbulo, que también servía de salón, estaba vacío y limpio. No había nadie, pero sobre el mostrador que estaba a la izquierda de la entrada, había una campanilla, que parecía estar allí por alguna razón. La agitó bruscamente, y cuando un hombre de cara triste salió de otra habitación, cojeando y con lentes, ella tuvo el triste presentimiento de que se trataba del propio Nick, cuya situación no era muy próspera.
—Buenas tardes —dijo—. Me preguntaba si podría tomar el té.
—Puede —contestó él-¿Completo o solo?
—Bueno, creo que completo —replicó ella, con una visión de tostadas calientes, y mermelada de cerezas, y le dedicó la sonrisa que reservaba generalmente para el portero del escenario.
—Estará listo dentro de diez minutos —dijo él—. El comedor está a la derecha, tres peldaños más abajo. ¿Viene usted de lejos?
—De Dublín —contestó.
—Es un viaje agradable. Yo estuve en Dublín hace una semana —le explicó él—. Mi esposa, Mrs. Doherty, tiene familia allí. Ahora está fuera, enferma.
Shelagh se preguntó si debía disculparse por darle trabajo, pero ya había desaparecido en busca del té, y bajó los escalones que conducían al comedor. Había seis mesas preparadas, pero ella tuvo la sensación de que nadie había comido allí desde hacía días. El tictac de un reloj de pared sonaba fuertemente, rompiendo el silencio. En aquel momento, procedente de la parte posterior de la casa, apareció una doncella joven respirando pesadamente, y llevando una bandeja sobre la que había una gran tetera, y en lugar de las tostadas y mermelada de cerezas que ella esperaba, un plato con dos huevos fritos, y tres gruesos trozos de tocino, amén de un montón de patatas fritas. Un té completo... Tendría que comérselo, o Mr. Doherty se enfadaría. La camarera desapareció, y junto con el té llegó un gato blanco y negro, que se subió por las piernas de Shelagh, ronroneando ruidosamente. De modo furtivo, día le dio el tocino y uno de los huevos, y se comió el resto. El té era fuerte y estaba hirviendo, y, mientras lo bebía, sintió que la quemaba por dentro, la camarera volvió a aparecer.
—¿Está el té a su gusto? —le preguntó ansiosamente—. Puedo freírle otro huevo si tiene todavía apetito.
—No —contestó Shelagh—, ya es suficiente, gracias. ¿Puedo ver el listín telefónico? Necesito encontrar el número de un amigo.
Trajeron el listín, y ella hojeó las páginas. Había muchos Barry, pero ninguno en aquella localidad. Ningún comandante. Ningún Nicolás Barry, R.N. (Retd,). El viaje había sido en vano. Su humor, hasta aquel momento atrevido, expectante, tornose en desaliento.
—¿Cuánto le debo por el té? —preguntó.
La camarera murmuró una suma modesta. Shelagh le dio las gracias, pagó, salió al vestíbulo, y de allí a la calle. La oficina de Correos estaba enfrente. Una última intentona, y si tampoco resultaba fructífera, daría media vuelta y, con el coche, se dirigiría a cualquier hotel que encontrara en la carretera hacia Dublín, donde pudiera relajarse con un baño caliente y pasar la noche confortablemente. Con paciencia esperó, mientras una anciana compraba sellos y un hombre hacía preguntas sobre cómo mandar paquetes a América. Entonces se asomó a la ventanilla h donde estaba el empleado de la estafeta.
—Perdóneme-dijo-¿Podría ayudarme? ¿Sabe usted, por casualidad, si el comandante Barry vive por estos alrededores?
El hombre la miró asombrado.
—Sí —respondió—. Hace veinte años que vive aquí.
¡Oh, alegría! ¡Oh, alivio! La misión continuaba. Todo no se había perdido.
—El caso es —explicó Shelagh—, que no pude encontrar su número en la guía de teléfonos.
—No es extraño —contestó el hombre—. No hay teléfono en Lamb Island.
—¿Lamb Island? —repitió Shelagh—. ¿Quiere decir que vive en una isla?
El hombre la miró como si hubiera hecho una pregunta tonta.
—Está en el lado sur de Lough Torrah —dijo—, aproximadamente a cuatro millas de aquí, en línea recta. Solamente se puede llegar allí en bote. Si quiere ponerse en contacto con el comandante Barry, será mejor que le escriba diciéndole que desea verle. No recibe a mucha gente.
«La espina en el costado... El recluso...»
—Comprendo —dijo Shelagh—. No lo había pensado. ¿Se puede ver la isla desde la carretera?
El hombre se encogió le hombros.
—Hay un recodo que va al estanque, aproximadamente una milla después de Ballyfane, pero es camino muy malo. No puede pasar con el coche
por allí. Si tiene usted zapatos adecuados es una: caminata bastante fácil. Pero es mejor que vaya con la luz del día. Puede usted perderse si va estando oscuro, y además, la niebla cubre el lago.
—Gracias —contestó Shelagh—. Muy agradecida.
Salió de Correos con la sensación de que el empleado la seguía con la mirada. ¿Y ahora qué? Lo mejor sería no correr riesgos esta noche. Valdría más soportar las dudosas comodidades, y la posible indigestión del «Kilmore Arms». Volvió al hotel, y en el umbral se encontró cara a cara con Mr. Doherty.
—Supongo —dijo Shelagh—, que no tendrá usted una habitación para esta noche.
—Desde luego, la tengo —respondió él—, y será usted bien venida. Ahora está muy tranquilo, pero en la temporada turística se sorprendería usted; Raramente tenemos una cama vacía. Voy a entrar sus maletas. A su coche no le pasará nada aunque lo deje usted en la calle.
Ansioso por complacerla, anduvo cojeando hasta el portaequipajes del coche, y cogió su maleta. La condujo al interior del «Kilmore Arms», escalera arriba, hasta una pequeña habitación doble, que daba a la calle.
—Le cobraré solamente una cama —dijo—. Veintidós chelines, y su desayuno. Hay un cuarto de baño al otro lado del pasillo.
Bueno, no estaba mal. Y por lo menos tenía esta comodidad, después de todo. Más tarde, los habitantes del lugar llenarían el bar y empezarían a cantar. Ella también bebería «Guinness» en una enorme jarra, y les observaría, o quizá se uniría a dios.
Inspeccionó el cuarto de baño. Le recordó las peripecias de los viajes. Un grifo goteaba, dejando una mancha marrón, y cuando lo abrió, el agua brotó como las cataratas del Niágara. Sin embargo, era caliente. Sacó las cosas que necesitaba para la noche, se bañó, volvió a vestirse y bajó la escalera. Se oían voces al final del corredor. Las siguió y llegó al bar. Mr. Doherty estaba detrás del mostrador. Las voces callaron al entrar ella, y todos la miraron. «Todos» eran más o menos media docena dé hombres, entre los que reconoció al empleado de Correos.
—Buenas noches —dijo ella, animadamente. Se oyó un murmullo de respuesta, pero sin prestarle mucha atención, siguieron hablando entre ellos. Ella pidió un whisky a Mr. Doherty, y se sintió repentinamente confusa, subida en aquel alto taburete, lo que era perfectamente ridículo, porque durante sus viajes acostumbraba a entrar en toda clase de bares, y éste no era nada especial, precisamente.
—¿Es su primera visita a Irlanda? —preguntó Mr, Doherty, muy solícito, mientras le servía el whisky.
—Sí, lo es —respondió Shelagh—. Y estoy bastante avergonzada por no haber venido antes. Mi abuelo era irlandés. Estoy segura de que aquí el paisaje es maravilloso. Tengo que hacer una excursión hasta el lago mañana.
Miró hacia el otro lado del bar y vio que el empleado de Correos la estaba observando.
—Entonces, ¿estará unos cuantos días con nosotros? —preguntó Mr. Doherty-w Puedo hacer arreglos para que vaya a pescar, si lo desea.
—Bien... Aún no estoy segura... Depende.
En aquella atmósfera, su voz sonaba fuerte e inglesa, recordándole la de su madre. Como la de un personaje de una revista de sociedad. Y la charla de la gente del pueblo había cesado momentáneamente. La afabilidad irlandesa que ella había imaginado, brillaba por su ausencia. No parecía que nadie fuera a coger un violín, bailar una jiga ni empezar a cantar. Quizá consideraban sospechosas a las chicas que permanecían por las noches solas en las tabernas,
—Cuando usted quiera puede cenar —dijo Mr. Doherty.
Siguiendo la indirecta, Shelagh se bajó del taburete, y se fue al comedor, sintiéndose como si tuviera diez años. Sopa, pescado, roast-beef. El trabajo que habían tenido, cuando todo lo que ella necesitaba era un trozo delgado de jamón!, pero resultaba imposible dejar nada en el plato.
Era sencillo terminarse todo aquello, remojado con jerez.
Shelagh miró su reloj. Sólo eran las ocho y media.
—¿Tomará usted el café en el salón?
—Sí, gracias.
—Hay un televisor. Lo encenderé para usted.
La camarera colocó un sillón cerca del televisor y Shelagh se sentó, con un café que no le apetecía, mientras pasaban una comedia americana, de la época de 1950. El murmullo de voces seguía llegando del bar. Shelagh volvió a verter el café en la cafetera, y subió a buscar su abrigo. Luego, dejando que la televisión sonara en el salón vacío, salió a la calle. No había nadie. Todo Ballyfane estaba ya en la cama, o a salvo, tras las puertas cerradas. Subió al coche y atravesó el pueblo vacío, dirigiéndose a la carretera por la que había llegado aquella tarde. «Un recodo —había dicho el empleado de Correos—. Aproximadamente una milla después de Ballyfane.»
Aquí debía de ser, a la izquierda. Un poste retorcido, con el letrero «Sendero hacia Lough Torrah», apareció a la luz de sus faros. El sendero, estrecho y sinuoso, descendía por la colina. Era una tontería intentarlo sin una linterna, y además, solamente con tres cuartos de lima llena, que daba una luz incierta, cuando aparecía entre los cúmulos de nubes. Pero aun así... Podía caminar aunque sólo fuera un trecho, por lo menos haría algo de ejercicio.
Dejó el automóvil junto al poste indicador, y comenzó a caminar. Sus zapatos, que afortunadamente eran planos, chapoteaban en el barro. «Tan pronto como vea el lago, daré media vuelta —pensó Shelagh—. Me levantaré pronto, mañana, y volveré a venir; me traeré el almuerzo y decidiré mi plan de ataque.» El sendero continuaba por la ribera, y de pronto, vio extenderse frente a ella la gran sabana de agua, rodeada por brazos de tierra que penetraban en ella y en el centro mismo estaba la isla, poblada de árboles. Tenía un aspecto misterioso y sombrío, y la luna, penetrando a través de las nubes, convertía el agua en plata, mientras la isla continuaba oscura, como el encorvado dorso de una ballena.
Lamb Island... Sin razón aparente, la hizo pensar en leyendas, no de jefes irlandeses, muertos desde hacia muchos años, ni de feudos tribales, sino de sacrificios a los antiguos dioses, antes del alba de la Historia. Altares de piedra en un claro del bosque. Un cordero degollado sobre las cenizas de un fuego. Se preguntó si estaría muy lejos de la orilla. Las distancias eran difíciles de precisar durante la noche. A su izquierda, un arroyo fluía hacia el lago, bordeado de juncos. Avanzó hacia él, buscando cuidadosamente el camino entre las piedras y el fango, y entonces vio el bote, atado a un tronco, y junto a él la silueta ' de un hombre. Estaba mirando hacia ella. Un terror pánico la sobrecogió y empezó a retroceder. Sin resultado, porque él caminó rápidamente sobre el barro y se colocó junto a ella.
—¿Busca usted a alguien? —preguntó.
Era un hombre joven, corpulento, con un jersey de pescador y unos pantalones téjanos. Tenía el acento del pueblo.
—No —respondió Shelagh—, no, estoy visitando estos alrededores. Hace una noche maravillosa y pensé que me gustaría dar un paseo.
—Es un sitio muy solitario para pasear. ¿Viene usted de muy lejos?
—De Ballyfane —le explicó—. Me hospedo en el «Kilmore Arms».
—Comprendo —dijo él—. Habrá venido seguramente a pescar. Hay más pesca al otro lado de Ballyfane.
—Gradas. Lo recordaré.
Hubo una pausa. Shelagh pensó si debía decir algo más, o bien dar media vuelta y marcharse, después de desearle alegremente buenas noches. El miraba detrás de ella, hacia el sendero, y ella oyó los pasos de alguien que chapoteaba en d barro. Otra silueta emergió de las sombras y avanzó hacia ellos. Shdagh vio que se trataba del empleado de Correos de Ballyfane. No sabia si sentirse aliviada o más preocupada.
—Buenas noches de nuevo —dijo Shelagh,
quizá demasiado cordialmente—. Ya ye usted que, después de todo, no esperé hasta mañana. Encontré mi camino fácilmente, gracias a su ayuda.
—Vi su coche en la carretera, aparcado junto al recodo —dijo el empleado—, y pensó que sería mejor venir por aquí por si le ocurría algo malo.
—Es usted muy amable —contestó Shelagh—, no debía de haberse molestado.
—No fue ninguna molestia. Vale más prevenir que curar. —Se volvió hacia el joven con el jersey de pescador—. Es una noche muy hermosa, Michael.
—Lo es, Mr. O'Reilly. Esta señorita me estaba diciendo que ha venido a pescar. Le he explicado que hay mejor pesca del otro lado de Ballyfane.
—Esto es cierto, si lo que quiere es pescar —dijo el empleado, sonriendo por primera vez, pero de un modo desagradable, como si supiera demasiado—. La señorita fue esta tarde a la oficina de Correos preguntando por el comandante Barry. Estaba sorprendida de no haberle éncontrado en el listín telefónico.
—Ahora me lo explico —dijo el joven, y de pronto sacó una linterna del bolsillo y enfocó la cara de ella—. Perdone la libertad, señorita, pero no he tenido el placer de conocerla antes. Si tiene usted la bondad de decirme lo que desea del comandante, le pasaré su recado.
—Michael vive en Lamb Island-manifestó el empleado de Correos—. Es una especie de guardián del comandante, y se encarga de mantener alejados a los visitantes indeseables.
Dijo todo esto con la misma sonrisa de complicidad, que ella encontraba tan irritante, y deseó estar lejos de allí, de vuelta en el limpio dormitorio del «Kilmore Arms», no aquí, junto a aquel lago siniestro, con aquellos dos extraños.
—Lo siento, pero no puedo darle ningún mensaje —dijo ella—. Se trata de algo privado. Quizá será mejor que escriba al comandante Barry desde el hotel. Él no me espera. Comprenda usted, todo resulta un poco embrollado.
Para los dos hombres, su falta de serenidad era evidente. Vio que se miraban entre ellos. Luego el joven hizo una seña con la cabeza al empleado de Correos y le llevó a un lado, empezando a hablar entre sí de modo que ella no pudiera oírles. Su desasosiego aumentó.
El joven volvió junto a ella.
—Le diré lo que voy a hacer —manifestó, y ahora sonreía, pero demasiado abiertamente—. Voy a llevarla en el bote a la isla, y el propio comandante decidirá si quiere verla o no.
—¡Oh, no...! —dijo Shelagh, retrocediendo— Esta noche no. Es demasiado tarde. Volveré mañana por la mañana y puede usted llevarme entonces.
—Sería preferible acabar con esto esta noche —dijo Michael.
¿Acabar con esto? ¿qué quería decir? Hada unos meses que, en una fiesta, después de un estreno, ella se había vanagloriado, frente a unos amigos, de no haberse sentido nunca asustada por nada, excepto por la sed. Ahora sí que estaba asustada.
—Me deben de estar esperando en el hotel —dijo rápidamnte—. Si no vuelvo pronto Mr. Doherty irá a la Policía.
—No se inquiete —contestó el empleado de Correos—, un amigo mío me espera en la carretera. Él llevará su coche al «Kilmore Arms» y se lo explicará todo a Tim Doherty.
Antes de que pudiera seguir protestando, la cogieron uno de cada brazo y la hicieron subir al bote. «No podía ser verdad —pensó ella—, aquello no podía estar sucediendo», y se le escapó un apagado sollozo, como el de un niño aterrorizado.
—Eh..., vamos —exclamó Michael—. Nadie va ha tocarle ni un cabello. Usted misma dijo que era, una noche muy hermosa. Es más hermosa todavía vista desde el agua. Se puede ver cómo saltan los peces.
La ayudó a subir al bote y la condujo firmemente al asiento de popa. El empleado se quedó en la orilla. «Es mejor así —pensó ella—. Por lo menos sólo iba uno.»
—Hasta pronto, Mr. O'Reilly —dijo Michael suavemente, poniendo en marcha d motor, y desatando las amarras del poste.
—Adiós, Michael —gritó el empleado.
El bote se alejó de los juncos, deslizándose hacia el estanque, el ruido del pequeño motor casi inaudible, amortiguado. El empleado de Correos agitó la mano, luego se volvió y empezó a subir por la orilla hacia el sendero.
El viaje desde la orilla hasta la isla duró escasamente cinco minutos; vista desde el lago, la tierra parecía oscura, remota, y las distantes colinas, una mancha siniestra. Ya no podían verse las reconfortantes luces de Ballyfane. Nunca se había sentido tan vulnerable, tan sola^ Michael no dijo nada hasta que el bote llegó a un pequeño desembarcadero, construido en la estrecha orilla, tos árboles frondosos, llegaban hasta el mismo borde del agua. Amarró el bote; después le tendió la mano a ella.
—Bien —dijo, cuando la hubo ayudado a desembarcar—, la verdad es que el comandante se halla en una reunión, al otro lado del estanque, pero estará aquí aproximadamente a medianoche. La llevaré a la casa y el mayordomo cuidará de usted.
El mayordomo... El castillo de Ballyfane y la mansión de estilo georgiano habían vuelto al país de la fantasía, de donde procedían, pero mayordomo tenía un sonido medieval. Malvolio y sus gentes con hachones encendidos, escalones de piedra que conducían a la sala de las audiencias. Mastines guardando las puertas. Empezó a sentir una ligera esperanza. Michael no iba a estrangularla en el bosque.
De pronto, a unas cien yardas de distancia, en un claro entre los árboles, apareció la casa: un edificio largo, bajo, de un solo piso, construido seguramente con maderos, colocados por Secciones, como los grabados de los hospitales levantados en la jungla por los misioneros, para los nativos enfermos. Había una veranda a todo lo largo de la fachada, y cuando Michael le hizo subir los escalones y detenerse frente a una puerta que tenía el letrero «Galley Entrance», dentro se oyó ladrar a un perro. No era el ronco ladrido de un mastín, sino más agudo, más penetrante. Michael, riendo, se volvió hacia ella y dijo:
—A mí, si está Skip, no me necesitan como perro guardián. Es capaz de oler a un extraño aunque esté a veinte millas.
La puerta se abrió. Un hombre de mediana edad, bajo y rechoncho apareció ante ellos, vestido con uniforme de camarero de barco.
—Aquí tienes un pequeño problema, Bob —dijo Michael—. Esta señorita estaba ahora merodeando por el estanque, a pesar de la oscuridad, y parece que le estuvo haciendo preguntas sobre el comandante a Mr. O'Reilly.
La cara del criado continuó impasible, pero sus ojos recorrieron el rostro de Shelagh y su vestido, y se fijaron particularmente en los bolsillos de su chaqueta.
—No lleva nada —explicó Michael—, y debe de haber dejado su bolso en el automóvil, junto a la carretera. La señorita se hospeda en «Arms», pero creímos mejor traerla aquí. Uno nunca sabe lo...
—Pase, por favor, señorita —dijo a Shelagh el mayordomo, con voz cortés, pero firme—. Me parece que es usted inglesa.
—Sí —replicó Shelagh—. Llegué hoy a Dublín, y vine directamente aquí. Lo que debo tratar con el comandante Barry es personal y no quiero discutirlo con nadie más.
—Comprendo —dijo el mayordomo.
El pequeño perro, un schiperke, de orejas tiesas y ojos brillantes e inteligentes, olía delicadamente los tobillos de Shelagh.
—¿Quiere darme su abrigo? —rogó el mayordomo.
Una pregunta rara. Shelagh llevaba solamente una chaqueta corta de tweed y una falda haciendo juego. Le dio la chaqueta, y él examinó los bolsillos, colocándola luego en el respaldo de una silla. Después, y esto fue lo más desconcertante, recorrió todo su cuerpo con sus manos, de una manera rápida y profesional, mientras Michael le observaba con interés.
—¿Por qué hace usted esto? —preguntó Shelagh—. Ya me ha quitado la chaqueta, pero no sé por qué hace lo demás.
—Es lo que hacemos con los visitantes que no conocemos —dijo el mayordomo—. A la larga, evita discusiones. —Se volvió a Michael—. Hizo usted lo que debía, trayendo a la señorita. Cuando regrese el comandante, le explicaré lo que sucede.
Michael sonrió, guiñó un ojo a Shelagh, levantó la mano en un saludo jocoso y salió, cerrando la puerta tras él.
—¿Quiere seguirme, por favor? —dijo el mayordomo.
Shelagh, con desagrado, vio cómo se marchaba Michael, que ya le parecía más un aliado que un posible violador, pero siguió a Bob, el mayordomo (no era Malvolio, después de todo), hasta Una habitación situada al extremo de un corredor. El mayordomo abrió la puerta y se hizo a un lado para que ella pasara.
—Los cigarrillos están en la mesita, junto al fuego —dijo—. Toque el timbre si necesita alguna cosa. ¿Le gustaría tomar café?
—Por favor —contestó Shelagh.
Si tenía que quedarse sentada toda la noche, él café la ayudaría.
La habitación era espaciosa, confortable, una alfombra azul iba de pared a pared. Un canapé, un par de espaciosos sillones; junto a la ventana, una amplia y lisa mesa escritorio. Grabados de barcos en las paredes. Un fuego de troncos ardía alegremente en la chimenea. El conjunto le parecía familiar. Había visto un sitio parecido anteriormente, lo que le hacía rememorar los días de su infancia. Entonces recordó. Era una copia exacta de la cabina del capitán en el Excálibur, la cabina de su padre. La distribución, las mesas, todo idéntico. Aquel entorno tan conocido resultaba inquietante, era como volver al pasado.
Se paseó por la habitación, intentando familiarizarse con ella. Fue hacia la ventana y descorrió las cortinas, casi segura de ver, a través de ella, la cubierta y, más allá, a lo lejos, otros buques anclados en el puerto de Portsmouth. Sin embargo, no había cubierta, ni barcos. Solamente la larga veranda, los frondosos árboles y el sendero hacia el estanque, con el agua que brillaba bajo la luna. La puerta volvió a abrirse y apareció el mayordomo con el café, en una bandeja de plata.
—El comandante ya no tardará mucho —dijo—. Me acaban de decir que su lancha zarpó hace quince minutos.
Lancha... Entonces no tenían solamente un bote. Y acababan de decirle, pero no se había oído sonar ningún teléfono y, además, no figuraba en el listín. El mayordomo salió y cerró la puerta. Ella empezó a sentir pánico de nuevo, sintiéndose perdida sin su bolso, que había dejado en el coche. No tenía peine, ni lápiz de labios. No se había retocado la cara desde que bajó al bar del «Kilmore Arms». Se miró en el espejo que colgaba de la pared, tras el escritorio. Con el pelo húmedo, la cara pálida y demacrada, parecía estar furiosa. Se preguntó si no sería mejor que la encontrara sentada en uno de los sillones, bebiéndose el café, aparentemente tranquila; o quizá de pie, junto al fuego, con las manos en los bolsillos de la chaqueta, como un muchacho. Necesitaba que la dirigieran. Necesitaba que alguien como Adam Vane, le dijera lo qué tenía que hacer, cómo se tenía que colocar, antes dé que se levantara el telón.
Dejó de mirarse en el espejo. Se volvió hacia el escritorio y vio la fotografía, con su marco de cuero azul. La fotografía de su madre, vestida de novia, con el velo echado hacia atrás y aquella irritante sonrisa de triunfo. Pero algo estaba mal. El novio que estaba a su lado no era el padre de Shelagh. Era Nick, el padrino, con el cabello cortado a cepillo, con aire de superioridad, aburrido. Se acercó más a la fotografía, atónita, y vio que había sido trucada hábilmente. La cabeza y los hombros de Nick habían sido colocados sobre la silueta de su padre, mientras que la cabeza de su padre, con sus brillantes cabellos y sonriendo feliz, había sido puesta sobre la larguirucha figura que estaba detrás, de pie, entre las damas de honor. Había sido capaz de darse cuenta del engaño solamente porque conocía él original, que estaba en casa, en el despacho de su padre, y porque ella misma tenía una copia por algún sitio, escondida en mi cajón. Un extraño hubiera creído que la fotografía era verdadera. Pero, ¿por qué? ¿A quién quería engañar Nick, como no fuera a él mismo?
Desasosegada, Shelagh se apartó del escritorio. La gente que está enferma mentalmente, intenta engañarse a sí misma. ¿Qué era lo que su padre había dicho? Nick había sido siempre un caso raro... Había sentido miedo antes, cuando estaba en la orilla, junto al lago, mientras los dos hombres la interrogaban, pero había sido un miedo físico, una natural reacción frente a una posible brutalidad. Mas esto era diferente, un sentimiento de repulsión, un temor extraño. La habitación, que le había parecido acogedora y familiar, se le tornaba ahora extraña, obra de un chiflado. Quería salir de allí.
Se acercó a la ventana y descorrió las cortinas. Estaba cerrada. No había llave, ni modo^ de escapar. Entonces oyó voces en el vestíbulo. «Bien, ahí está —pensó—. Tengo que hacerle frente. Tengo que mentir, improvisar mis palabras. Aparte del mayordomo, estoy aquí sola, con alguien que se encuentra enfermo, loco.» La puerta se abrió y él entró en la habitación.
La sorpresa fue mutua. La había cogido literalmente a contrapié, entre el sillón y la mesa, medio inclinada, en una postura rara, sin ningún aplomo. Ella se levantó y le miró. Él hizo lo mismo. No se parecía en nada al padrino de la auténtica fotografía de boda, excepto en la silueta, alta y desgarbada. Ya no llevaba el pelo en brosse, porque le quedaba poco, y el pequeño parche negro, sobre el ojo izquierdo, le daba cierto parecido con Moshe Dayan. El ojo derecho era muy brillante y azul. La boca, delgada. Mientras permanecía allí, mirándola, él perrillo hacía cabriolas tras él.
Por encima del hombro le dijo al mayordomo!
—Cuídate de que la «Operación B» siga adelante como hasta ahora, Bob.
Y durante todo el tiempo no dejó de mirar a Shelagh.
—Sí, sí, señor —respondió el mayordomo desde el corredor.
La puerta se cerró y Nick entró en la habitación y dijo:
—Veo que Bob le ha servido café. ¿Está frío?
—No lo sé —replicó Shelagh—, no lo he probado todavía.
—Añádale un poco de whisky, se sentirá mejor.
Abrió un armario empotrado y sacó una bandeja con una jarrita, sifón y vasos la puso en la mesa, entre los dos sillones. Luego se dejó caer en el que estaba frente a ella y el perro saltó sobre sus piernas. Shelagh echó un poco de whisky en su taza de café, consciente de que su mano temblaba. Además, estaba sudando. La voz de él era clara, bastante cortante, autoritaria y le recordaba la de un profesor que había tenido en la escuela dramática y que conseguía hacer llorar a la mitad de los estudiantes. Pero no a ella. Una mañana, ella abandonó la clase y él había tenido que pedir excusas.
—Vamos, relájese —dijo su anfitrión—. Está usted más tensa que la cuerda de un arco. Perdóneme por haberla raptado, pero ha sido culpa suya, por estar merodeando tan tarde junto al lago.
—El poste indicador decía sendero hacia Lough Torrah —respondió Shelagh—. No he visto ningún letrero que dijera que se prohibía él paso. Al llegar al aeropuerto, deberían de avisar a los visitantes que no se debe pasear después de la puesta del sol. Pero supongo que no lo hacen, pues disminuiría la afluencia de turistas.
«A ver cómo lo encajas», pensó ella y se bebió el café. Él sonrió, pero burlonamente y empezó a acariciar la suave y lustrosa piel del perrillo. Su único ojo era desconcertante. Shelagh tenía la impresión de que continuaba teniendo el ojo izquierdo, bajo di parche.
—¿Cómo se llama? Su respuesta fue instintiva.-Jinnie —le dijo, y añadió—: Blair,
Jennifer Blair era su nombre artístico. Shelagh Money no sonaba bien. Pero solamente su padre la habla llamado Jinnie. Debían de haber sido los nervios los que habían hecho que dijera ese nombre, a tontas y a locas.
—Hum —dijo él—. Jinnie. Bastante bonito. ¿Por qué quiere usted verme, Jinnie?
Improvisación. Improvisar sobre la marcha, decía siempre Adam Vane. Ésta es la situación y hay que partir de aquí. Empieza ahora...
Sobre la mesa había una caja de cigarrillos y un encendedor. Ella se inclinó y tomó uno. Él no hizo el menor movimiento para encendérselo.
—Soy periodista. Mis editores quieren publicar, la próxima primavera, una nueva serie sobre los efectos del retiro en los militares. Si les gusta o no, si se sienten aburridos. Sus aficiones y demás. Ya conoce esa clase de cosas. Bien, nos dieron este trabajo a cuatro. Usted estaba en mi lista y aquí estoy.
—Ya veo.
Shelagh deseó que, por un momento, dejara de mirarla con su único ojo. El perrito, extasiado por las caricias, se hallaba ahora tumbado patas arriba.
—¿Qué le hace pensar que yo voy a tener algún interés para sus lectores?
—Eso no es problema mío-contestó Shelagh—, En la oficina, son otros los que deciden. Me dieron solamente unos cuantos detalles. Su carrera militar, su buen historial de guerra, que está retirado, que vive en Ballyfane y que eso era todo, para empezar. Tango que llevarles una historia. Con Interés Humano, etc.
—Es raro que sus jefes me hayan elegido a mí, habiendo bastantes personas retiradas, mucho más distinguidas que yo y que viven por aquí. Generales, vicealmirantes.
Shelagh se encogió de hombros. —Yo creo que escogen los nombres al azar. Y alguien, no recuerdo quién, dijo que usted era un recluso. Les encanta esta clase de cosas. «Tienes que sacarle su secreto», me dijeron.
El se sirvió una bebida y volvió a arrellanarse en su sillón.
—¿Cómo se llama su periódico? —preguntó.
—No es un periódico, es una revista. Una de esas revistas nuevas de actualidad, con mucho empuje, que se publica quincenalmente. Searchlight. Seguro que la habrá visto.
Searchlight era en realidad una publicación reciente. Ella la había ojeado mientras venía, en el avión.
—No, no la he visto —dijo Nick—. Pero, viviendo como un recluso no es extraño, ¿verdad?
—No. Supongo que no.
El ojo tenía una expresión vigilante. Ella lanzó al aire una nube de humo.
—¿Luego fue curiosidad profesional lo que hizo que fuera usted a pasear junto al lago, por la noche, en lugar de esperar al día siguiente para visitarme?
—Naturalmente. Eso y el hecho de que viva usted en una isla. Las islas son siempre misteriosas. Sobre todo por la noche.
—¿No se asusta usted fácilmente?
—Me asusté cuando su criado, Michael, y aquel desagradable empleado de Correos, me cogieron uno de cada brazo y me obligaron a entrar en el bote.
—¿Qué creyó usted que iban a hacer?
—Asaltarme, violarme y matarme, por este orden.
—Ah, esto es lo que pasa por leer los periódicos ingleses y escribir para una revista de sociedad. Los irlandeses somos pacíficos, se quedaría usted sorprendida. De cuando en cuando nos pegamos algún tiro, pero esto ya es tradicional. Sin embargo, la violación es poco corriente. Raras veces seducimos a nuestras mujeres. Ellas nos seducen a nosotros.
Ahora fue Shelagh quien, a su pesar, sonrió. Iba recobrando la confianza. Parar y atacar. Podía seguir este juego durante horas.
—¿Puedo anotar lo que acaba de decir? —preguntó.
—Preferiría que no lo hiciera. Puede perjudicar la Imagen nacional. Nos gusta pensar que | somos unos diablos. Así nos respetan más. Beba un poco más de whisky. —Sí, gracias.
«Si esto fuera un ensayo, el director me diría que cambiara de posición —se dijo Shelagh—. Que me sirviera otra bebida y me quedara de pie, contemplando la habitación.» Pero pensándolo bien, valía más quedarse como estaba.
—Ahora le toca a usted contestar a unas cuantas preguntas —dijo ella—. ¿Tiene su criado la costumbre de tratar así a los turistas?
—No. Usted es la primera. Debería sentirse halagada.
—Le dije a él y también al empleado de Correos —continuó Shelagh—, que era demasiado tarde para una visita vespertina y que volvería por la mañana. No quisieron escucharme. Y cuando llegué aquí, su mayordomo me registró, cacheó,! creo que lo llaman.
—Bob es muy concienzudo. Es una vieja costumbre naval. Acostumbrábamos a cachear a las chicas del lugar, cuando subían a bordo. Formaba parte de la diversión.
—Mentiroso —contestó Shelagh. —No, se lo aseguro. Ahora no lo permiten, según creo. Como tampoco la copita diaria de ron. Otra de las razones por la que los jóvenes no se enrolan en la Marina. De esto sí' que puede usted tomar nota, si quiere.
Shelagh le observaba por encima del borde de su vaso.
—¿Siente haber dejado la Marina? —Ni lo más mínimo. Obtuve todo lo que quise de ella.
- Excepto un ascenso.
—Al diablo con el ascenso. ¿Quién quiere mandar un barco en tiempo de paz, cuando se vuelven anticuados antes de que los boten? Y tampoco me veo, sentado en el Almirantazgo o en cualquier otro lugar, en tierra. Además, tengo cosas más importantes que hacer, aquí en casa.
—¿Por ejemplo?
—Descubrir mi propio país. Leer Historia. Oh, pero no Cromwell y compañía, sino la antigua, la que es realmente fascinante. He escrito sobre este tema miles de palabras que no se imprimirán jamás. A veces aparece algún artículo en revistas literarias, pero eso es todo. Y no me pagan por ello. No soy como usted, que escribe para esas revistas.
Volvió a sonreír. Era una sonrisa agradable, pero no en el sentido que se da corrientemente a esa palabra, sino en el que ella le daba. Excitante, de desafío. («Acostumbraba a ser tan divertido en las fiestas.») ¿Había llegado el momento? ¿Se atrevería?
—Dígame —dijo Shelagh—, sé que es algo personal, pero mis lectores querrán saberlo. No pude evitar ver esa fotografía sobre su escritorio. Por lo visto ha estado usted casado.
—Sí —respondió Nick—. Ésa es la tragedia de mi vida. Murió en un accidente de automóvil, unos pocos meses después de casarnos. Desgraciadamente, yo sobreviví. Entonces fue cuando perdí el ojo.
La mente de Shelagh quedó en blanco. Debía improvisar..., improvisar...
—Es terrible —murmuró—. Lo siento mucho.
—Gracias. Ocurrió hace años. Me costó bastante tiempo sobreponerme, desde luego, pero aprendí a vivir en mi nueva situación, a adaptarme. No podía hacer otra cosa. Ya me había retirado de la Marina, entonces, lo que hay que admitir que no ayudó mucho. De todos modos, así fue y, como le dije, pasó hace ya mucho tiempo.
¿Lo creía realmente? ¿Realmente creía que había estado casado con su madre y que ella había muerto en un accidente de coche? Debía de haberle pasado algo en el cerebro, cuando perdió el ojo algo había dejado de funcionar bien. ¿Y cuándo había falsificado la fotografía? ¿Antes del accidente o después? ¿Y por qué? La duda y la desconfianza volvían. Había empezado a encontrarle agradable, a sentirse a gusto con él, y ahora su confianza se hacia añicos. Si estaba loco, ¿cómo debía de tratarle, qué debía hacer? Se levantó y se colocó junto a la chimenea. «Qué extraño» pensó. El movimiento le había salido natural, no estudiado, ni bajo una dirección escénica. La comedia se estaba convirtiendo en realidad.
—Me parece que no quiero escribir ese artículo, después de todo —dijo Shelagh—, No es justo para usted. Ha sufrido usted mucho. No lo había comprendido. Y estoy segura de que mi editor estará de acuerdo. No tenemos por costumbre escudriñar en los sufrimientos de las personas. Searchlight no es de esa clase de revista.
—¿De verdad? —replicó él—. Qué lástima. Estaba esperando poder leerlo yo mismo. Me siento bastante decepcionado.
Volvió a acariciar al perro, pero su ojo continuó mirando fijamente la cara de ella.
—Bien —empezó Shelagh, buscando las palabras—, puedo decir algo sobre su vida aquí, solo, en la isla, encariñado con su perro, interesado por la Historia antigua... y cosas parecidas.
—¿Y va a resultar tan aburrido que no va a merecer la pena imprimirlo?
—No, de ningún modo.
De pronto, él se echó a reír, puso el perro en el suelo y se levantó, acercándose a ella.
—Tendrá que inventar algo mejor que eso para salirse con la suya —dijo-Lo discutiremos por la mañana. Entonces podrá usted explicarme, si quiere, quién es usted en realidad. Si es usted periodista, cosa que dudo, no la han mandado aquí a escribir sobre mis aficiones o mi perrito. Es curioso, me recuerda a alguien pero, por mi vida, no sé a quién.
Volvió a sonreír, completamente seguro de sí mismo, sin rastro de locura. ¿La recordaba..., de qué? ¿De haberla visto en el camarote de su padre, en el Excalibur? ¿De ver cómo su padre la lanzaba al aire, mientras ella gritaba de miedo y de gozo? ¿O acaso era el agua de colonia que él usaba, tan distinta al apestoso «After-shave», con que ahora se empapaban todos los hombres?
—Al verme, la gente se acuerda siempre de otra persona —dijo ella—. No tengo ninguna personalidad. Usted me recuerda a Moshe Dayan.
Él se tocó el parche.
—Es un truco. Si los dos lo lleváramos rosa, todo el mundo nos ignoraría. El hecho de que sea negro lo transforma. Tiene el mismo efecto sobre las mujeres que las medias negras sobre los hombres.
Cruzó la habitación y abrió la puerta.
—¿Bob? —llamó.
—Señor.
La respuesta, llegó desde la cocina.
—¿La «Operación B» está en marcha?
—Señor, Michael llega ahora a bordo.
—¡Bien! —Se volvió a Shelagh—. Déjeme enseñarle el resto de la casa.
Ella infirió, de aquel lenguaje náutico, que Michael se mantenía cerca para, en el bote, llevarla de nuevo a tierra firme. Tendría tiempo de sobras, cuando llegara a «KilmOre Arms», para decidir si volvía a la mañana siguiente, y sostenía con todo descaro aquella comedia, o bien se olvidaba de aquella misión y regresaba directamente a casa. Él la escoltó a lo largo del corredor, abriendo una tras otra todas las puertas. Éstas tenían encima unos letreros: Cuarto de control... Señales... Enfermería... Tripulación... «Debe ser —pensó Shelagh—, que tiene la fantasía dé creer que vive a bordo de un barco. Así es como ha podido seguir soportando la vida, la desilusión, las ofensas.»
—Estamos muy organizados —dijo él—. El teléfono no es necesario, nos comunicamos con tierra por radio de onda corta. Si se vive en una isla es necesario valerse por uno mismo. Como en un barco en el mar. He construido todo esto prácticamente de la nada. No había ni una cabaña cuando llegué a Lamb Island, y ahora puede decirse que es una completa nave capitana. Podría controlar una flota desde aquí.
La miró sonriendo triunfalmente. «Está loco —pensó Shelagh—, loco de atar. Pero a pesar de todo, es atractivo. Muy atractivo, en realidad. Sería fácil dejarse engañar, creer todo lo que él dijera.»
—¿Cuánta gente vive aquí?
—Diez, incluyéndome a mí. Éstas son mis dependencias.
Habían llegado a una puerta, al final del corredor. La condujo a un ala separada del edificio. Estaba formada por tres habitaciones y un cuarto de baño. Una de las puertas tenía di nombre de comandante Barry.
—Ésta es mi casa —dijo él, abriendo la puerta, que daba paso a un típico camarote de capitán, pero con una cama en lugar de litera.
La decoración le resultaba familiar a Shelagh, haciéndole sentir una fuerte nostalgia.
—Las habitaciones de los huéspedes son las de al lado —añadió él—. Las números uno y dos. La número uno tiene mejor vista sobre el lago.
Nick entró en la habitación y descorrió las cortinas. La luna estaba alta y brillaba sobre la superficie del lago, tras los árboles. Todo era apacible, tranquilo. Ahora no había nada siniestro en Lamb Island. La situación había cambiado, y era la distante línea de tierra la que parecía sombría, amenazadora.
—Yo también me convertiría en un recluso si viviera aquí —dijo Shelagh y, apartándose de la ventana, añadió—: No quiero que continúe usted levantado por mí. Quizá Michael está esperando para volverme a llevar.
El había encendido la lámpara de la mesita de noche.
—Usted no va a volver. La «Operación B» se ha llevado a cabo.
—¿Qué quiere decir?
Su único ojo la miraba fijamente, desconcertante, divertido.
—Cuando me dijeron que una señorita deseaba verme, decidí un plan de acción. La «Operación A» significaba que quien quiera que mese, no ofrecía interés y sería llevada de regreso a Ballyfane. La «Operación B» consistía en que el visitante iba a ser mi huésped, que debía irse a buscar su equipaje al «Kilmore Arms» y dar una «aplicación a Tim Doherty. Es muy discreto.
Le miró sorprendida, y se volvió a sentir desasosegada.
—No le costó mucho decidirlo. Le oí dar órdenes sobre la «Operación B», tan pronto como llegó a aquella habitación y abrió la puerta.
__Es cierto. Tengo la costumbre de tomar decisiones rápidas. Ahí viene Bob con sus cosas.
Se oyó una tos y un discreto golpe en la puerta. El mayordomo entró, llevando su equipaje. Habían vuelto a meter en la maleta todo lo que ella había sacado en el dormitorio del hotel. También estaban sus mapas y el bolso que había dejado en el coche. No habían olvidado nada.
—Gracias, Bob —dijo Nick—. Miss Blair llamará pidiendo el desayuno, cuando lo desee.
Él mayordomo dejó sus cosas sobre una silla y, tras murmurar: «Buenas noches, Miss», se retiró.
«Bien, aquí estamos —pensó Shelagh—. ¿Y ahora, qué hacemos?» Él continuaba observándola, con la misma sonrisa divertida. «Cuando no sepas qué hacer, bosteza —se dijo Shelagh—. Sé natural. Haz ver que cosas así te ocurren cada noche.» Cogió su bolso y sacó el peine. Se lo pasó por los cabellos, canturreando en voz baja.
—Usted no debía de haberse retirado —dijo—. Es una lástima desperdiciar su poder de organización. Debería de estar al mando de la Flota del Mediterráneo. Organizando ejercicios navales, o cosas por el estilo.
—Es exactamente lo que estoy haciendo. Usted recibirá sus órdenes cuando este barco entre en acción. Ahora, tengo algo que hacer, por lo tanto, voy a dejarla. A propósito... —hizo una pausa, con la mano en la puerta—, no es necesario que cierre, está usted perfectamente a salvo.
—No se me había ocurrido encerrarme —replicó ella-Como periodista, estoy acostumbrada a dormir de cualquier forma, en los lugares más insólitos y a pasearme a medianoche por pasillos desconocidos.
«Tocado —pensó Shelagh—. Esto te enseñará. Ahora, vete y empieza a pelearte con los muebles.»
—Ah —dijo él—. ¿Con que ésas tenemos? De modo que no es usted quien debe cerrar su puerta, sino yo la mía. Gracias por el aviso.
Le oyó reír mientras caminaba por el pasillo.
Telón. Maldita sea, él había conseguido decir la última palabra.
Abrió su maleta. Sus vestidos, sus cosas para la noche, maquillaje, todo había sido cuidadosamente colocado. Su bolso no había sido tocado. Afortunadamente, los papeles del «Austin» que había alquilado llevaban su nombre artístico. Nada la relacionaba con Shelagh Money. Lo único que había sido abierto y vuelto a plegar de diferente modo era el mapa y la guía turística. Bueno, eso no importaba. Había marcado Ballyfane y Lough Torrah con lápiz azul, pero cualquier periodista lo hubiera hecho. Sin embargo, faltaba algo, el sujetapapeles de color de cobre no estaba. Sacudió la guía turística, pero no cayó nada. El sobre no estaba allí. El sobre que contenía la hoja de papel con las fechas, que ella había copiado del archivo del estudio de su padre.
Cuando Shelagh se despertó, el sol penetraba en la habitación. Miró el reloj, que estaba en la mesita de noche. Las nueve y cuarto. Había dormido alrededor de diez horas, profundamente. Se levantó y se asomó a la ventana, descorriendo las cortinas. Su habitación estaba en el extremo del edificio. Desde su ventana, una extensión de césped descendía hacia los árboles, y por entre ellos, un estrecho sendero conducía al lago, y pudo ver que el agua era de un brillante azul. Sobre la superficie, tan calmada la noche anterior, se formaban ahora pequeñas olas, sacudidas por una rápida brisa. Nick le había dicho al mayordomo que ella llamaría cuando quisiera el desayuno, y levantó el teléfono que había junto a la cama. La voz de Bob le llegó inmediatamente.
—Sí, señorita. ¿Jugo de naranja? ¿Café? ¿Panecillos? ¿Miel?
—Por favor...
«Servicio», pensó Shelagh. No tendría esto en el «Kilmore Arms». Bob colocó la bandeja junto a la cama, en menos de cuatro minutos. Sobre ella estaba también el periódico de la mañana, cuidadosamente doblado.
—Con los saludos del comandante, señorita —dijo—. Espera que haya dormido usted bien. Si necesita algo más, solo tiene que decírmelo.
«Me gustaría saber si fue Mr. Doherty en el "Kilmore Arms", o Mr. O'Reilly, de la oficina de Conreos, quien sacó el sobre de la guía turística —pensaba Shelagh—. ¿O quizá fuiste tú, Malvolio? Nadie se hubiera fajado en él, si yo no hubiera escrito sobre di sobre "N. Barry. Fechas posiblemente significativas.
—Tengo todo lo que necesito. Gracias, Bob —dijo.
Cuando hubo desayunado, se puso un jersey y unos «téjanos», y se maquilló los ojos con bastante más cuidado de lo que lo había hecho el día anterior. Estaba preparada para enfrentarse con cualquier sorpresa que Nick quisiera reservarle. Caminó pasillo adelante, cruzó la puerta batiente y entró en el salón. La puerta estaba abierta pero él no estaba allí. Sin saber por qué, había esperado encontrarle sentado en su escritorio. Se acercó a la mesa, mirando furtivamente tras ella, por encima del hombro, y contempló la fotografía una vez más. «Nick estaba mucho mejor ahora que entonces», pensó. Cuando joven, debía de haber resultado bastante irritante, muy complacido consigo mismo, y tenía la sensación de que su cabello debió de ser rojizo. Suponía que lo que en realidad había pasado era que los dos habían estado enamorados de su madre, y el hecho de que su padre venciera había amargado a Nick. La espina había comenzado a clavarse en el costado. Era raro que su madre no lo hubiera mencionado. Generalmente se jactaba de sus antiguos admiradores. «No era leal», pensó Shelagh, pero, ¿qué habían visto en ella aquellos dos hombres, aparte de su linda carita? Demasiada pintura en los labios, como se había llevado en aquéllos tiempos. También era un poco esnob, siempre citando nombres conocidos. Su padre y ella acostumbraban a guiñarse un ojo, cuando había delante otras personas.
Una discreta tos la avisó de que el mayordomo la estaba observando desde el pasillo.
—El comandante está en uno de los claros del bosque, si es que le está usted buscando. Puedo mostrarle el camino.
—Oh, gracias, Bob.
Salieron juntos y él dijo:
—Encontrará usted al comandante trabajando allá abajo. Es un paseo de diez minutos.
Allí abajo... Cortando árboles, seguramente. Empezó a caminar a través del bosque. La vegetación era espesa y verde a ambos lados del sendero, densa como una selva en miniatura, y no permitía ver él lago. «Si alguien se saliera del sendero —pensó ella—, y deambulara entre los árboles, se perdería inmediatamente, dirigiéndose al lago sin poder encontrarle, dando vueltas y vueltas, siempre en círculo.» El viento silbaba entre las ramas, sobre su cabeza. No había pájaros ni movimiento alguno, ni se oía el ruido de agua próxima. Una persona podía quedar enterrada entre aquella maleza, sin que se la encontrara jamás. Quizá debería volver atrás, rehacer el camino hacia la casa, decir al mayordomo que prefería esperar allí al comandante Barry. Dudó, pero ya era demasiado tarde. Michael avanzaba hacia ella, por entre los árboles. Llevaba una pala en la mano.
—El comandante la está esperando, señorita. Quiere mostrarle la tumba, acabamos de destaparla.
¡Oh, Dios! ¿La tumba de quién? Sintió que el color desaparecía de sus mejillas. Michael no sonreía. Señaló con la cabeza un pequeño claro que había un poco más adelante. Entonces vio a los otros. Había dos hombres más junto a Nick. Estaban desnudos hasta la cintura, inclinados sobre algo que había en el suelo. Ella sintió que las piernas le fallaban, y el corazón comenzó a golpearle el pecho.
—Miss Blair está aquí, señor —dijo Michael.
Nick se enderezó y volviose. Iba vestido como los demás, con camiseta y «téjanos». No llevaba una pala, pero tenía un hacha pequeña en la mano.
—Bien —dijo—, ha llegado el momento. Venga aquí y arrodíllese.
Puso una mano en su hombro, y la condujo hacia la amplia zanja que se abría frente a ella. Shelagh se sentía incapaz de hablar. Pudo ver solamente la tierra marrón, apilada a ambos lados de la zanja, las hojas revueltas, las ramas arrancadas instintivamente, al arrodillarse, escondió la cara entre las manos.
—¿Qué está usted haciendo? —sorprendiose Nick—. No podrá ver si se tapa los ojos. Ésta es una gran ocasión. Usted será probablemente la primera mujer inglesa que esté presente en el descubrimiento de una tumba megalítica en Irlanda. Nosotros las llamamos piedras de la corte. Los chicos y yo estamos trabajando en ésta desde hace semanas.
Cuando recobró el conocimiento, se encontró sentada, apoyada en un árbol, con la cabeza entre las piernas. El mundo dejó de dar vueltas, y poco a poco tornose claro. Estaba empapada en sudor.
—Me parece que voy a marearme-dijo ella.
—Adelante. No se preocupe por mí.
Shelagh abrió los ojos. Todos los demás hombres habían desaparecido, y Nick estaba agachado junto a ella.
—Esto es lo que pasa orando para desayunar se toma solamente café —dijo Nick—. No hay nada peor que empezar el día con el estómago vacío.
Se levantó y se acercó a la zanja.
—Tenía grandes esperanzas puestas en este descubrimiento. Está en mejor estado de conservación que muchos otros que he visto. Tropezamos con él por casualidad, hace unas pocas semanas. Hemos excavado ya la parte delantera del patio, y parte de lo que creo que es una galería que conduce a la tumba. —No ha sido tocado desde mil quinientos años antes de Cristo, aproximadamente. No podemos permitir que la gente se entere o vamos a tener aquí a todos los arqueólogos, intentando tomar fotografías, y esto lo estropearía todo. ¿Se siente mejor?
—No sé —contestó Shelagh débilmente—. Creo que sí.
—Entonces venga y eche un vistazo.
Ella se arrastro hasta la zanja, y miró hada abajo. Un montón de piedras, una especie de arco redondo, y algo que parecía un muro. No podía mostrarse entusiasmada. Su equivocación y el miedo que había pasado, habían sido demasiado grandes.
—Muy interesante —dijo, y entonces, para mayor vergüenza, hizo algo peor que marearse, rompió a llorar.
Él la miró, momentáneamente atónito, y luego, tomándola de la mano, comenzó a caminar rápidamente a través del bosque, silbando suavemente, hasta que al cabo de pocos minutos, los árboles se aclararon y se encontraron junto al lago.
—Ballyfane queda hacia el Oeste. No lo puede ver desde aquí. El lago se ensancha hacia el Norte por esta parte, y forma un arabesco de entrantes, y salientes en la orilla. En invierno, los gansos ‹Besan y se instalan entre los juncos. Pero yo nunca los cazo. En verano vengo a bañarme aquí antes del desayuno.
Shelagh se había recuperado. Nick le había dado tiempo para recobrarse, que era lo que más le importaba, y se sentía agradecida por ello,
—Lo siento —dijo—, pero, francamente, cuando vi a Michael con la pala, y me dijo algo de una tumba, creí que mi último momento había llegado.
Él la miró, asombrado. Luego sonrió.
—No es usted tan dura como pretende. Le gusta fanfarronear.
—Un poco —admitió Shelagh—, pero es que la situación es completamente nueva para mí. Que me lleven a la fuerza a una isla, con una especie de ermitaño... Ahora sé por qué lo hicieron. Usted no quiere que nadie diga nada de su hallazgo megalítico a la Prensa. De acuerdo, no lo haré. Se lo prometo.
Nick no contestó inmediatamente. Permaneció allí, de pie, acariciándose la mandíbula.
—Hum —dijo, después de un momento—. Bien, es muy amable de su parte. Ahora le diré lo que vamos a hacer. Vamos a volver a la casa, y haremos que Bob nos prepare un cesto con el almuerzo. Voy a llevarla a dar una vuelta por él lago. Y le prometo no tirarla por la borda.
«Está loco —pensó Shelagh—, pero solamente en lo que respecta a la fotografía. En todos los demás aspectos está completamente normal.» Si no fuera por la fotografía, si no fuera por eso, ella hablaría francamente con él, y le explicaría la verdad sobre sí misma, el motivo que la había traído a Ballyfane. «Pero aún no», pensó.
Unas horas más tarde, Shelagh decidió que Nick era completamente diferente de como le había descrito su padre, con una espina en el costado, resentido contra el mundo, amargado por la desilusión. Aquel hombre estaba haciendo cuanto podía para divertirla, para que disfrutara de cada uno de los momentos que pasaba en su compañía. La lancha bimotora, con un pequeño camarote, tan diferente de la cochambrosa embarcación en que el día anterior la había llevado Michael a la isla, se deslizaba suavemente sobre el lago, serpenteando por entre la accidentada orilla, mientras él, desde el asiento del timón, le señalaba los diversos puntos de interés de la costa. Las distantes colinas del Oeste, un castillo en ruinas, la torre de mía antigua abadía. Ni una sola vez hizo él alusión a la razón de su visita, ni la apremió con preguntas sobre su vida privada. Comieron huevos duros y pollo frío, sentados, uno al lado del otro; en el pequeño camarote, y ella pensó que a su padre le habría encantado todo aquello, cuánto le hubiera gustado pasar así aquel día, si hubiese vivido para tomar aquellas vacaciones. Podía imaginarlos juntos, a él y a Nick, bromeando, burlándose el uno del otro, presumiendo a su modo, porque ella estaba delante. Pero no a su madre. Ella lo hubiera estropeado todo.
—¿Sabe usted que el comandante Barry que yo había imaginado no era un tipo como usted? —dijo Shelagh, en un arranque de confianza, producida por la mezcla del whisky y la cerveza.
—¿Cómo me había imaginado? —preguntó Nick.
—Al decirme que vivía usted como un recluso, me imaginé a alguien, viviendo en un castillo, lleno de viejos criados, y mastines que aullaban. Un poco bufón. O bien sombrío y muy rudo, regañando a los criados, o bien terriblemente animado, gastando bromas pesadas. Nick sonrió.
—Puedo ser muy rudo cuando quiero, y muchas veces le grito a Bob. En cuanto a las bromas pesadas... he gastado algunas en mis tiempos. Aún lo hago a veces. ¿Quiere otra cerveza?
Ella sacudió la cabeza, y se apoyó contra la mampara.
—El problema era —siguió él—, que la clase de bromas que gastaba, me divertían solamente a mí. Supongo que usted no habrá puesto nunca, por ejemplo, ratones blancos en el escritorio de su editor.
«Sustituyamos el escritorio del editor, por el camerino del primer actor», pensó Shelagh.
—Ratones blancos, no —replicó—, pero una vez puse una bomba fétida bajo la cama de mi jefe. No me importa decirle que saltó de ella muy de prisa.
Había sido en Manchester, y Bruce nunca se lo perdonó. Lo que él había creído que iba a ser un discreto romance entre los dos se desvaneció como el humo.
—Eso es lo que yo quiero decir —dijo Nick—. Las mejores bromas sólo resultan divertidas para uno mismo. Fue un poco aventurado, sin embargo, escoger a su jefe para ello.
—Fue autoprotección —explicó Shelagh—. Me aburría el solo pensamiento de irme a la cama con él...
Él empezó a reír, pero se recobró.
—Perdóneme, me estoy volviendo vulgar. ¿Tiene usted problemas con sus editores?
Shelagh fingió que reflexionaba.
—Depende. Pueden ser muy exigentes. Y si una es ambiciosa, como yo, esto sirve para promocionar. Pero en conjunto es bastante desagradable. En realidad, no soy muy tolerante.
—¿Eso qué significa?
—Bien, no empiezo a desnudarme a la primera inclinación de cabeza. Ha de ser alguien que me guste. ¿Le estoy escandalizando?
—En absoluto. A un viejo gruñón como yo le gusta saber cómo viven los jóvenes.
Ella cogió un cigarrillo. Esta vez, Nick se lo encendió.
—El caso es... —continuó ella, como si hubiera estado hablando con su padre, después de la cena del domingo, mientras su madre permanecía a salvo en otra habitación. Sólo que, en realidad, ahora resultaba más divertido—. El caso es que creo que se le da demasiada importancia al sexo. Los hombres organizan un jaleo tan grande, con tanta lamentación, que resulta decepcionante. Algunos incluso lloran. La única razón para hacerlo es apuntarse una cabellera más, como si se Jugara a los pieles rojas. En conjunto, en mi opinión es una pérdida de tiempo. Pero sólo tengo diecinueve años. Me falta mucho todavía para madurar.
—Yo no contaría con ello. A los diecinueve años se vive. Es después cuando se empieza a pensar.
Se levantó del cajón, dirigiose al asiento del timón, y puso en marcha el motor.
—Me produce una enorme satisfacción —continuó—, pensar en todas esas cabelleras que ha arrancado, y en los gemidos que se oyen en Fleet Street. Tendré que avisar a los amigos periodistas que tengo, para que vayan con cuidado.
Le miró, sorprendida.
—¿Qué amigos?
Nick sonrió.
—Tengo mis contactos —dijo.
Volvió la lancha en dirección a Lamb Island. «Es cuestión de tiempo —pensó ella— que compruebe mis credenciales de Prensa, y descubra que no existen.» En cuanto a Jennifer Blair, tendrá que hablar con un buen número de empresarios teatrales, antes de que uno le diga «¿Se refiere usted a esa brillante joven actriz, con la que los de Stratford están intentando quedarse para la próxima temporada?»
Demasiado pronto, en opinión de Shelagh, detuvo Nick el bote junto al embarcadero de la casa, astutamente disimulado con árboles plantados muy juntos. Michael estaba allí para recibirles, y ella recordó su terror de aquella mañana, la tumba megalítica, medio descubierta, en mitad de aquella selvática isla.
—Les he estropeado el día —le dijo a Nick—, Estaban todos ustedes trabajando en aquellas excavaciones, y hubieran continuado haciéndolo de no ser por mí.
—No necesariamente. Uno puede relajarse de muchas formas. La excavación puede esperar. ¿Hay algo de nuevo, Michael?
—Hemos recibido unas señales en la casa, señor. Todo está en orden.
Al llegar a la casa, se había producido una metamorfosis total, su compañero, se había vuelto brusco, estaba alerta, pendiente de cosas ajenas a ella. Incluso el perrito, que saltó a sus brazos tan pronto como oyó la voz de su amo, fue dejado en el suelo inmediatamente.
—Dentro de cinco minutos, Bob, todo el mundo en la sala de control, para informar —dijo.
—Señor.
Nick se volvió a Shelagh.
—Tendrá que entretenerse usted misma, si no le importa. En la sala en que estuvimos anoche hay libros, radio, televisión, discos. Voy a estar ocupado durante unas horas.
Unas horas... Acababan de dar las seis. ¿Le absorberían sus negocios, fueran los que fuesen* hasta las nueve o las diez? Ella había esperado algo diferente, una larga e íntima velada, cómodamente instalados frente al fuego, y en la que f cualquier cosa podía ocurrir.
—De acuerdo —dijo Shelagh, encogiéndose de hombros—, estoy en sus manos. Y a propósito, me gustaría saber cuánto tiempo piensa usted retenerme aquí. Tengo algunos compromisos en Londres.
—Seguro que los tiene. Pero la caza de cabelle— ras va a tener que esperar. Bob, ocúpate de servir el té a Miss Blair.
Desapareció por el pasillo, con el perro a sus talones. Ella se dejó caer en el canapé, de mal humor. Qué aburrimiento! Especialmente cuando el día había resultado tan agradable. No tenía el menor deseo de leer o de escuchar discos. Los gustos de Nick en literatura debían de ser como los de su padre, el viejo Peter Cheyney y John Buchans; su padre acostumbraba a leerlos una y otra vez. Y música, del tipo más ligero posible, casi con certeza South Pacific.
El mayordomo le trajo el té, y esta vez sí que había mermelada de cerezas, y aun más, pasteles recién hechos. Ella lo devoró todo. Entonces empezó a dar vueltas por la habitación, inspeccionando los estantes. No había nada de Peter Cheyney, ni de John Buchans, sino pan cantidad de libros sobre Irlanda, lo que era de esperar, Yeat Synge, A. E., un volumen del «Abbey Theatre». Esto podía ser interesante, pero, «no me apetece —pensó ella— no me apetece». Los discos eran casi todos de música clásica, Mozart, Haynd, Bach. Hubiese sido perfecto si él hubiera estado con ella y los hubieran escuchado juntos. Ignoró la fotografía que estaba sobre la mesa. Sólo mirarla le producía una intensa irritación, ¿Cómo había sido capaz de hacerlo? ¿Qué había visto en ella? Y, ¿qué había visto su padre, también? Pero que Nick, que era evidentemente más intelectual que su padre, hubiera perdido alguna vez la cabeza, por alguien como su madre, aun admitiendo que hubiera sido bonita en sus tiempos era algo que escapaba a toda comprensión.
«Ya sé lo que voy a hacer —pensó Shelagh—, Me voy a lavar la cabeza.»
Siempre resultaba una solución cuando todo lo demás fallaba. Caminó por el corredor, pasando frente a la puerta con él letrero «Cámara de Control». Dentro pudo oír murmullo de voces. Entonces Nick rió, y ella se apresuró a marcharse, por si la puerta se abría, y la sorprendían escuchando. Y la puerta se abrió, pero cuando ella ya estaba lejos, y volviendo la cabeza vio que salía un muchacho, uno de los que habían estado ayudando a descubrir la tumba aquella mañana. Recordaba su cabello rubio. No debía de tener más de dieciocho años. Ahora que lo pensaba, todos eran jóvenes. Todos, excepto el propio Nick y Bob. Cruzó la puerta batiente, hacia su habitación, y se sentó en la cama, estupefacta por una nueva idea que se le había ocurrido.
Nick era homosexual. Todos ellos lo eran. Por esta razón la habían expulsado de la Marina. Su padre lo había descubierto, y por eso no había podido proponerle para un ascenso, y desde entonces, Nick guardaba aquel resentimiento. Quizá las fechas que ella había copiado de la lista se referían a las veces en que Nick se había metido en líos. La fotografía era una pantalla. Con frecuencia, para disimular mejor, los homosexuales pretenden que están casados. Oh, pero no Nick... Esto sería el final. Ella no podría soportarlo. ¿Por qué el único hombre atractivo que había encontrado en su vida tenía que ser así? El diablo llevara a todos, desnudos hasta la cintura, allá abajo, junto a la tumba megalítica. Y ahora probablemente estarían haciendo lo mismo, en la cámara de control. Ya nada importaba. Su misión no tenía sentido. Cuanto antes abandonara la isla y volviera a casa, mejor.
Abrió los grifos del lavabo, y, furiosa, metió la cabeza en el agua. Incluso el jabón —«Aegean Blue»—, era demasiado exótico para que un hombre normal lo tuviera en su casa. Se secó la cabeza, y se enrolló la toalla alrededor, como un turbante, se quitó los «téjanos» y se puso otros, No le gustaron. Se los cambió por la falda de viaje «Esto le demostrará que no tengo intención de pasearme por aquí imitando a un chico.»
Sonó un golpe en la puerta.
—Pase —dijo, rabiosamente.
Era Bob.
—Perdón, señorita. El comandante quisiera verla en la sala de control.
—Lo siento, pero tendrá que esperar» Acabo de lavarme la cabeza.
El mayordomo tosió.
—Me permitiría aconsejarle, señorita, que no hiciera esperar al comandante.
Había sido perfectamente cortés, y sin embargo..., había algo implacable en su achaparrado,› robusto corpachón.
—Muy bien —dijo Shelagh—, en este caso el comandante tendrá que recibirme tal como estoy.
Caminó por el corredor tras él. El turbante le daba la apariencia de un jeque beduino.
—Con su permiso —murmuró el mayordomo, y golpeó la puerta de la sala de control—. Aquí está Miss Blair, señor —anunció.
Entró preparada para todo. Muchachos desnudos, tendidos en literas, varillas de incienso humeando. Nick, como maestro de ceremonias, dirigiendo ritos indescriptibles. En lugar de eso vio a los siete jóvenes sentados a una mesa, en la cabecera de la cual estaba Nick, Un octavo hombre estaba sentado en el rincón, con auriculares puestos. Los siete se quedaron mirándola, luego desviaron la vista. Nick alzó las cejas brevemente, y después tomó un trozo de papel. Ella reconoció la lista de fechas, que había desaparecido de su guía turística.
—Pido disculpas por interrumpir la haute coiffure —dijo él—, pero estos caballeros y yo quisiéramos conocer el significado de estas fechas, que Usted llevaba en su guía turística.
Sigamos la conocida máxima. El ataque es la mejor forma de defensa.
—Eso es precisamente lo que me proponía preguntarle, comandante Barry, si me hubiera concedido una entrevista. Pero me atrevería a asegurar que usted habría eludido una respuesta. Obviamente, significan mucho para usted, o de lo contrario, estos caballeros, sus amigos, no la hubieran cogido a las primeras de cambio.
—Muy bien —dijo Nick—. ¿Quién le dio a usted esta lista?
—Estaba con los demás papeles que me dieron en la oficina, cuando me asignaron este trabajo. Formaban parte de la información.
—¿Quiere usted decir la editorial de Searchlight?
—Sí.
—¿Su trabajo consistía en escribir un artículo, sobre un oficial naval retirado, yo mismo, y describir cómo empleaba su tiempo, sus aficiones, etcétera?
—Sí, eso es.
—¿Y otros miembros del personal debían escribir artículos similares sobre otros exoficiales?
—Sí. Parecía una idea brillante. Algo nuevo.
—Bien. Lamento estropearle la historia, pero nos hemos puesto en contacto con el editor de Searchlight, y no solamente no tienen intención de publicar tina serie de artículos semejantes, sino que no cuentan con ninguna Miss Jennifer Blair, ni entre los más recientes miembros de su personal.
Debía habérselo figurado. Sus contactos con la Prensa. ¡Qué lástima que ella no fuera periodista! De todos modos lo que él intentaba esconder, publicado en un periódico dominical podía valer una fortuna.
—Oiga —dijo Shelagh—. Éste es un asunto muy delicado. ¿No podría hablar con usted a solas?
—De acuerdo —contestó Nick—, si usted lo prefiere así.
Los siete jóvenes se levantaron. Formaban un grupo de aspecto bastante rudo. A él debían de gustarle así.
—Si no le importa —dijo Nick—, el radiotelegrafista continuará donde está. Están llegando mensajes continuamente. No podrá oír nada de lo que usted diga.
—De acuerdo —respondió ella.
Los siete jóvenes salieron de la habitación, y Nick se retrepó en su silla. Su brillante ojo azul no se desvió ni por un momento de la cara de I ella.
—Siéntese, y comience —dijo. Shelagh se sentó en una de las sillas que habían quedado vacías, consciente, de pronto, de que la toalla enrollada a su cabeza no le daba un aspecto muy digno, precisamente. No importaba. Era la dignidad de él la que iba a sufrir. Iba a explicar la verdad, sólo hasta cierto punto, luego a improvisar, esperando la reacción de él.
—El editor de Searchlight tiene toda la razón —empezó, aspirando profundamente—. Nunca he trabajado para ellos, ni para ninguna otra publicación. No soy periodista, soy una actriz, y tampoco hay mucha gente del mundillo escénico que haya oído hablar de mí, por ahora. Soy miembro de un joven grupo teatral. Viajamos bastante, y por fin hemos conseguido tener nuestro propio teatro en Londres. Si desea usted comprobarlo, puede hacerlo. Es el «New World Theatre», Victoria, y todo el mundo allí conoce a Jennifer Blair. Estoy contratada para los primeros papeles de la próxima serie de comedias shakespeariana.
Nick sonrió.
—Esto ya es más verosímil. Enhorabuena.
—Puede guardarla para la noche del estreno —replicó Shelagh—, que será, aproximadamente, dentro de tres semanas. El director y el resto del grupo no saben nada de todo esto, ni tan siquiera saben que me encuentro en Irlanda. Estoy aquí por una apuesta.
Hizo una pausa. Ésta era la parte difícil.
—Un buen amigo mío, que no tiene nada que ver con el teatro, posee amigos en la Marina. Esta lista de fechas llegó a sus manos, con el nombre de usted. Él sabía que debía significar algo, pero no podía adivinar qué. Una noche que estábamos algo «animados», después de cenar, apostó veinticinco libras, más gastos, a que yo no era lo bastante buena actriz, como para hacerme pasar por periodista y conseguir que usted me concediera una entrevista. «Hecho», le dije. Y por eso estoy aquí. Tengo que admitir que no esperaba que me raptaran y me llevaran a una isla, como parte de la experiencia. Me sobresalté un poco, anoche, cuando descubrí que la lista había desaparecido. Entonces, me dije, es que las fechas significan algo que no debe ser publicado. Todas son de los años cincuenta, aproximadamente de cuando usted se retiró de la Marina, de acuerdo con una lista naval que me repasé en una biblioteca pública. Ahora, sinceramente, me importa un ardite lo que signifiquen las fechas, pero, como dije antes, es obvio que representan mucho para usted, y me atrevería apostar que es algo no muy claro, por no decir ilegal.
Nick inclinó su silla, balanceándola suavemente de delante atrás. Su ojo miraba el techo. Evidentemente, buscaba una respuesta lo que significaba que la flecha había dado en el blanco.
—Depende —dijo suavemente—, de lo que usted considere sospechoso. O ilegal. Las opiniones varían. Usted podría sentirse muy escandalizada por acciones que mis jóvenes amigos y yo consideramos perfectamente justificables.
—No me escandalizo fácilmente— respondió Shelagh.
—No, ya me había dado cuenta. El problema consiste en que tengo que convencer a mis asociados de que es así. Lo que ocurrió en los años cincuenta, no les concierne. Eran unos niños entonces. Pero lo que ahora estamos haciendo juntos, nos concierne a todos, y mucho. Si algún rumor sobre nuestras acciones llegara al exterior, resultaría como usted muy bien supone, que estamos actuando fuera de la ley.
Se levantó, y comenzó a ordenar los papeles que había sobre la mesa. «Luego —pensó Shelagh—, fueran cuales fuesen las acciones ilegales que su padre había sospechado de Nick, éste continuaba cometiéndolas, aquí, en Irlanda.» ¿Hacía contrabando de hallazgos arqueológicos, enviándolos a los Estados Unidos? ¿O era correcta su anterior suposición? ¿Serían Nick y sus amigos homosexuales? En Irlanda eran tan estrictos en cuestiones de moralidad, que algo así podría muy bien estar castigado por la ley. Era evidente que él no pensaba darle más explicaciones.
Nick se acercó al hombre de los auriculares, que estaba escribiendo algo en un bloc. Nick lo leyó, y escribió, él también, algo en respuesta. Entonces se volvió a Shelagh.
—¿Le gustaría vernos en acción? —preguntó. Se quedó atónita. Había entrado en la «Sala de Control» dispuesta a no asustarse de nada, pero que le pidieran a quemarropa...
—¿Qué quiere usted decir? —preguntó, a la defensiva.
El turbante se había caído al suelo. El lo cogió y se lo dio.
—Será una experiencia que, probablemente, nunca volverá a vivir. Usted no tiene por qué tomar parte. Todo se desarrollará a distancia. Muy estimulante. Muy discreto.
Estaba sonriendo, pero había algo desconcertante en su sonrisa. Shelagh se apartó de él, acercándose a la puerta. Tuvo una visión momentánea de ella misma, sentada en algún rincón de aquellos bosques, cerca de la tumba prehistórica, quizá, sin poder huir, mientras Nick y los jóvenes llevaban a cabo algún rito antiguo e inenarrable.
—Con toda franqueza... —empezó, pero Nick la interrumpió sin dejar de sonreír.
—Con toda franqueza, insisto. La exhibición será muy educativa. Haremos parte del camino en bote, y después por la carretera.
Abrió la puerta. Los hombres estaban alineados en el corredor; Bob se hallaba entre ellos.
—Todo resuelto —dijo—. Miss Blair no causará ningún problema. Pongámonos en acción.
Empezaron a desfilar por el corredor. Nick tomó a Shelagh por el brazo y la condujo a sus habitaciones.
—Tome su abrigo y un chal, si tiene alguno. Parece que va a hacer frío.
Se metió en su propia habitación. Cuando ella salió de nuevo al corredor, él la estaba esperando, vistiendo un jersey de cuello alto y un pasamontañas. Miró su reloj.
—Vamos —dijo.
Todos los hombres habían desaparecido, menos el mayordomo. Éste estaba junto a la puerta, con el perrito en brazos.
—Buena suerte, señor —exclamó.
—Gracias, Bob. Dos terrones de azúcar para Skip, ni uno más.
La llevó por el estrecho sendero del bosque, hasta el embarcadero. El motor de la lancha ronroneaba suavemente. Había sólo dos hombres a; bordo, Michael y el joven de la cabellera rubia.
—Siéntese en el camarote, y permanezca allí.-le dijo Nick a Shelagh.
Él se fue hacia los controles. La lancha empezó a cruzar el lago, y la isla despareció por la parte de popa. Shelagh perdió pronto la orientación, sentada dentro de la cabina. La orilla era una mancha distante, que a veces se acercaba, y a veces retrocedía, pero sin que nada, bajo el oscuro cielo, llegara a tomar forma. A veces, cuando miraba por la pequeña ventanilla, pasaban tan cerca de la orilla que la lancha rozaba los juncos, y un momento después solamente se veía el agua, negra y quieta, sólo turbada por la blanca espuma causada por la proa al hendida. Casi no se oía el motor. Nadie hablaba. Entonces, se paró el suave latido del motor. Nick debía haber hecho entrar su embarcación en aguas poco profundas, junto a la orilla. Introdujo la cabeza en la cabina, y le tendió la mano.
—Por aquí. Va a mojarse los pies, pero no se puede evitar.
Shelagh sólo vio a su alrededor agua, juncos y cielo. Chapoteó tras él en la tierra húmeda, agarrándose fuertemente a su mano. El muchacho rubio iba delante, y Shelagh sintió que el fango le empapaba los zapatos. La conducían por una especie de sendero. Una forma emergió de las sombras. Parecía una camioneta, y un hombre que no conocía estaba junto a ella. El hombre abrió la puerta, y Nick subió primero, izando después a Shelagh. El muchacho rubio se sentó delante, junto al conductor, y la camioneta se tambaleó y subió pesadamente por el sendero, hasta el final de la cuesta, donde salieron a una superficie lisa que debía ser la carretera. Shelagh intentó enderezarse, y se golpeó la cabeza con un estante que había encima de ella. Algo sonó y se bamboleó.
—Estése quieta —dijo Nick—. No queremos que se nos caiga todo el pan encima de la cabeza.
—¿Pan?
Era la primera palabra que decía desde que abandonaron la isla. Nick encendió un mechero y Shelagh vio que la separación entre el chófer y ellos estaba cerrada. A su alrededor todo estaba lleno de panecillos, cuidadosamente colocados sobre estantes, tortas, pasteles, dulces, y también latas de conservas.
—Sírvase usted misma —dijo él—. Es lo único que va a comer esta noche.
Nick alargó el brazo y cogió un panecillo, partiéndolo en dos trozos. Entonces apagó el encendedor quedando todo otra vez en la oscuridad. «No me sentiría más indefensa —pensó Shelagh—, si fuera en un coche fúnebre.»
—¿Ha robado la camioneta? —preguntó Shelagh.
—¿Robado la camioneta? ¿Por qué diablos iba yo a robar una camioneta? Nos la ha prestado el dueño de la tienda de ultramarinos de Mulldonagh. Él es quien conduce. Tenga un poco de queso, y un trago de esto.
Le puso un frasco en los labios. El alcohol puro casi hizo que se ahogara, pero le dio calor y ánimo, al mismo tiempo.
—Debe de tener los pies mojados. Quítese los zapatos. Y doble la chaqueta y póngasela de almohada. Entonces podremos dedicarnos realmente a eso.
—¿A qué?
—Bueno, tenemos aproximadamente treinta y seis millas de camino antes de llegar a la frontera. Y todo por una carretera muy lisa. Me propongo arrancarle la cabellera.
Shelagh estaba en el tren, de vuelta al pensionado, en el Norte* de Inglaterra. Su padre agitaba la mano despidiéndola desde el andén. «No te vayas —gritó ella—. No me dejes nunca.» El cochecama del tren se desvaneció, y se convirtió en el camerino de un teatro, y ella estaba delante del espejo, vestida como Cesario en Twelfth Night. El coche-cama y el camerino se hicieron pedazos...
Se sentó, volvió a golpearse la cabeza con el estante de los panes. Nick ya no se encontraba con ella. La camioneta estaba parada. Pero algo la había sacado de su inconsciencia total, debían de haber pinchado un neumático. En el interior de la camioneta reinaba tal oscuridad que no podía ver ni siquiera la esfera de su reloj. El tiempo no existía. «Es la química de los cuerpos —se dijo Shelagh—. La piel de las personas. O es compatible con la otra o no. O bien se fusionan y se funden en una misma textura, se disuelven y se renuevan al mismo tiempo, o no pasa nada, como si fuera un enchufe defectuoso, o un fusible fundido, o un interruptor que no funciona. Cuando todo resulta perfecto, como lo ha sido para mí esta noche, entonces es como flechas cruzando el cielo, como bosques en llamas, como Agincourt. Podré vivir hasta que tenga noventa y cinco años, casarme con un buen hombre, tener quince hijos, ganar premios teatrales y "Oscars", pero nunca mas se romperá el mundo en fragmentos, arderá frente a mis ojos, Pero lo he vivido...»
La puerta de la camioneta se abrió, y le llegó un soplo de aire frío. El muchacho de la cabellera rubia le sonreía.
—El comandante dice que si le gustan los fuegos artificiales puede salir. Es un espectáculo maravilloso.
Salió de la camioneta tambaleándose, frotándose los ojos. Habían aparcado junto a una zanja; más allá había un campo, por el que debía correr un río, pero la oscuridad lo confundía todo. Shelagh pudo distinguir muy pocas cosas, excepto lo que parecían ser los edificios de una granja, tras una revuelta de la carretera. El cielo, en la lejanía, tenía un color anaranjado, como si el sol, en lugar de haberse puesto hacía horas, saliera por el Norte, alterándolo todo. De cuando en cuando brotaban lenguas de fuego, mezcladas con columnas de humo negro. Nick estaba de pie junto al asiento del conductor, que también estaba a su lado, contemplando ambos el cielo. Una voz ahogada salía de una radio fijada junto a la parte delantera de la camioneta.
—¿Qué es esto? —preguntó Shelagh—. ¿Qué ocurre?
El conductor, un hombre de mediana edad, con una cara llena de surcos, se volvió hacia ella, sonriendo.
—Esto es que Armagh se está quemando, o la mayor parte de ella. Pero la catedral no sufrirá ningún daño. St. Patrick resistirá mientras el resto de la ciudad quedará hecha cenizas.
El joven de la cabellera rubia aproximó la oreja a la radio. Se enderezó y tocó a Nick en el brazo.
—Se ha producido la primera explosión en Qmagh, señor —dijo—. Tendremos el informe de Strabane dentro de tres minutos, y el de Enniskillen, de cinco.
—No está mal —respondió Nick—. Vamos.
Hizo subir a Shelagh a la camioneta, y trepó tras ella. La camioneta se puso en movimiento, dio una vuelta en forma de U, y volvió a correr por la carretera.
—Debía de haberlo sabido —dijo ella—. Debí de haberlo adivinado, pero me engañaron las tumbas en los bosques y todo ese camuflaje.
—No es sólo eso. Tengo pasión por las excavaciones. Pero también me gustan las explosiones,
Le ofreció un trago del frasco, pero Shelagh negó con la cabeza.
—Eres un criminal. Esa pobre gente indefensa ardiendo en sus camas, mujeres y niños muñendo quizás a centenares.
—Nadie está muriendo —replicó Nick—. Estarán en las calles aplaudiendo. No debes hacer caso a Murphy. Vive en un mundo de sueños. La ciudad de Armagh no sufrirá ningún daño. Arderán un almacén o dos. Quizá, con un poco de suerte, también las barracas,
—¿Y los otros lugares que mencionó el muchacho?
—Un despliegue de fuegos artificiales. Muy efectivo.
Ahora, recordando la última conversación con su padre resultaba todo tan evidente... Él lo había sabido. El deber antes que la amistad. Antepuso la lealtad a su país. No era extraño que hubieran dejado de enviarse felicitaciones de Navidad.
Nick cogió una manzana del estante de encima y empezó a comerla.
—Entonces... —dijo— eres actriz en germen.
—En germen es la palabra exacta.
—Vamos, no seas modesta. Llegarás lejos. Me engañaste casi tanto como yo a ti. De todos modos, no estoy seguro de haber creído completamente aquello del amigo con relaciones en la Marina, Dime su nombre.
—No quiero. Puedes matarme si quieres.
Bien por Jennifer Blair. Como Shelagh Money no hubiera tenido ninguna oportunidad.
—Bueno —dijo Nick—, no importa. Todo eso es ya agua pasada.
—¿Tenían las fechas un significado para ti?
—Mucho significado, pero entonces, éramos solamente aficionados. El cinco de junio de 1951, inclusión en Ebrington Barracks, Derry. Todo un éxito. Veinticinco de junio de 1953, la «Escuela de Oficiales» de Felstead, Essex. Un poco de confusión. Doce de junio de 1954, Gough Barracks, Armagh. No se consiguió gran cosa, pero fue bueno para la moral. Diecisiete de octubre de 1954, Omagh Barrack. Nos proporcionó nuevos reclutas. Veinticuatro de abril de 1955, la base Aeronaval de Eglington, en Derry. Hum..., sin comentarios. Trece de agosto de 1955, Arborfield Depot, en Berkshire. Comenzó siendo un éxito, pero terminó en un completo lío. Después de eso, todo el mundo, tuvo mucho trabajo en casa.
Una ópera de Puccini tenía esta canción: Oh, amado padre mió. Siempre la había hecho llorar. «De todos modos, esté donde esté tu cuerpo astral, papá querido —pensó Shelagh—, no me condenes por lo que he hecho, y puede muy bien que vuelva a hacer antes de que se termine la noche. En cierto modo fue una manera de cumplir tu última petición, aunque tú no hubieras aprobado el sistema. Pero es que tú tenías muchos ideales, y yo no tengo ninguno. Y lo que pasó en aquellos días no es problema mío. Mi problema es mucho más básico, más elemental. Tu amigo de otros tiempos me ha pescado, y me he tragado la caña, el' sedal y hasta el anzuelo.»
—La política no me interesa —dijo Shelagh—. ¿Qué se gana tirando bombas, y alterando la vida de los demás? ¿Esperas conseguir una Irlanda unida?
—Sí —contestó Nick—, todos lo esperamos. Es posible que lo consigamos, pero entonces puede resultar aburrido para algunos de nosotros. Para Murphy, por ejemplo. No habrá nada excitante en conducir por la comarca una camioneta de tendero, y meterse en la cama a las nueve. Lo de ahora le mantiene joven. Si ése ha de ser su futuro en una Irlanda unida, se morirá antes de los setenta años. La semana pasada, cuando vino a la isla para informar, le dije: «Johnnie es demasiado joven
—Johnnie es su hijo, el chico que está sentado con él—. Johnnie es muy joven, quizá no deberíamos dejar que arriesgara su vida todavía.» «Al diablo con el riesgo —contestó—. Es la única forma de conseguir que un chico no se meta en problemas, tal como está el mundo.»
—Están todos locos de atar —dijo Shelagh—. Me voy a sentir a salvo cuando volvamos a estar de tu lado de la frontera.
—¿Mi lado de la frontera? —repitió él—. Si no la hemos cruzado. ¿Por quién me tomas? He hecho algunas locuras en mis tiempos, pero nunca me he paseado por territorio hostil, en la camioneta de un tendero. Quería que vieras el espectáculo, eso es todo. En realidad, ahora ya sólo sirvo de I consejero. «Pregunta al comandante Barry —sugiere siempre alguien—. Él te podrá dar un par de ideas. Y yo dejo de excavar tumbas, y escribir i Historia, y empiezo a manipular en la onda corta. En realidad me conserva joven de corazón, como a Murphy.
Empezó a tirar al suelo algunos de los panecillos del estante, y a colocárselos debajo de la cabeza.
—Así está mejor. Puedo apoyar la cabeza. Una vez le hice el amor a una muchacha, con la espalda apoyada en un montón de granadas de mano. Pero entonces era más joven. La chica no dijo nada. Creyó que eran nabos.
«Oh, no por favor. Otra vez no. No podría soportarlo ahora. La batalla ha terminado, has vencido, voy a pedir la paz. Todo lo que deseo ahora es estar así, con mis piernas sobre sus rodillas, y mi cabeza en su hombro. Me siento a salvo.»
—No, por favor —exclamó Shelagh.
—¿Realmente? ¿Te falta vitalidad?
—No es cuestión de vitalidad, todavía no me he recuperado de la impresión. Voy a seguir ardiendo durante días, como las barracas de Armagh. Por cierto, que de hecho, pertenezco a los protestantes del Norte. Mi abuelo nació allí.
—¿De verdad? Eso lo explica todo. Entre tú y yo hay una relación mezcla de odio y amor. Siempre ocurre lo mismo con la gente que tiene una frontera común. Se mezclan la atracción y el antagonismo. Es muy curioso.
—Creo que tienes razón.
—Desde luego que la tengo. Cuando perdí mi ojo en él accidente de automóvil, recibí cartas de simpatía de docenas de personas del otro lado de la frontera, que hubieran recibido encantados la noticia de que había muerto.
—¿Cuánto tiempo estuviste en el hospital?
—Seis semanas. Es mucho tiempo para poder pensar. Y hacer planes.
«Ahora —pensó ella—. Éste es el momento. Con cuidado, procede cautelosamente.»
—Esa fotografía, esa fotografía de tu escritorio es falsa, ¿verdad?
Nick rio.
—Bueno, una actriz descubre en seguida el fraude. Es un retorno a los días de las bromas pesadas. Me hace sonreír cada vez que la miro; por eso la conservo sobre.mi escritorio. Nunca he estado casado. Inventé este cuento, para ti, sobre la marcha.
—Explícame eso.
Nick cambió de postura, para que los dos se sintieran más cómodos.
—El verdadero novio fue Jack Money, un íntimo amigo mío. Hace poco me enteré de que había muerto; lo sentí. No nos habíamos visto desde hacía años. De todos modos, fui su padrino de boda. Cuando me enviaron la foto del grupo de la boda, cambié las cabezas y envié una copia a Jack. Éste se rio de todo corazón, pero a Pam, su mujer no le gustó. En realidad, se sintió ultrajada. Él me contó que rasgó la foto y tiró los trozos a la papelera.
«Seguro que lo hizo —pensó Shelagh—. Estoy segura de que ni tan siquiera sonrió.»
—De todas formas, me vengué —continuó Nick, colocando mejor uno de los panecillos puestos bajo su cabeza—. Me dejé caer en su casa una noche, sin avisar. Jack había salido a una cena oficial. Pam me recibió muy poco amistosamente; entonces yo preparé unos martinis super-fuertes, y tuve una especie de lucha Ubre con ella en el sofá. Empezó a reír tontamente, y de pronto se desmayó, tiesa como un palo. Puse todos los muebles patas arriba, para que pareciera que un ciclón había pasado por la casa, la llevé a su cama, y la coloqué allí. Para ser sincero, tengo que añadir, que la dejé allí sola. Por la mañana, no se acordaba de nada.
Shelagh se recostó contra el hombro de Nick, y miró hacia el techo de la camioneta.
—Ya lo sabía —dijo.
—¿Qué es lo que sabías?
—Que tu generación hacía cosas terribles. Mucho peores que las que hacemos nosotros. En casa de tu mejor amigo. Me pone enferma pensar en ello.
—¡Qué cosa más rara! —exclamó Nick atónito—. Nadie hubiera podido ser más prudente. Entonces, ¿de qué diablos hablas? Yo estimaba mucho a Jack Money, aunque saboteó mis probabilidades de ascenso muy poco después de eso, pero por otras razones. Actuó de acuerdo con lo que él creía correcto. Creyó que podía ser un obstáculo en el lento engranaje de la Inteligencia naval, supongo, y creo que tenía razón.
«Ahora, no puedo explicárselo. Ya no puedo. O bien vuelvo a Inglaterra, maltrecha y vencida, o no vuelvo más. Engañó a mi padre, engañó a mi madre (que se lo merecía), engañó a Inglaterra, por la que luchó durante tantos años, manchó el uniforme que vestía, degradó su rango, y ahora pasa el tiempo, como lo viene haciendo desde hace veinte años, haciendo que su país esté más separado que nunca, y la verdad es que no me importa. Pues bien, que se peleen, que vuelen en mil pedazos, que el mundo entero se convierta en humo. Le escribiré una carta muy amable desde Londres diciendo: "Gracias por el paseo", y firmaré Shelagh Money. O bien... o bien me rebajaré a ser como el perrito que le sigue a todas partes, dispuesto a saltar a sus rodillas a la primera señal, y le rogaré que me deje quedarme con él para siempre.»
—Voy a empezar a ensayar Viola dentro de pocos días —dijo Shelagh—. «Mi padre tenía una hija que amaba a un hombre...»
—Lo harás muy bien. Especialmente Cesado. El disimulo hallará en ti terreno apropiado, como un gusano en un capullo. Puedes languidecer mentalmente, pero dudo que puedas sentir una verdadera melancolía.
Murphy volvió a tomar otra curva cerrada, y los panecillos entrechocaron. ¿Cuántas millas faltaban para Lough Torrah? No quería que aquel viaje terminara.
—El caso es —dijo Shelagh—, que no quiero volver a mi casa. Ya no es mi hogar. Y tampoco me importa lo más mínimo el «Theatre Group», Twelfth Night, o cualquier otra cosa. Puedes tener a Cesario, si quieres.
—Desde luego que puedo. —No... Quiero decir que estoy dispuesta a abandonar la escena, mi condición de inglesa, quemar todos mis malditos botes, y quedarme aquí a tirar bombas contigo.
—¡Vaya! ¿Y convertirte en una reclusa?
—Sí, por favor.
—Es absurdo. Te aburrirías mortalmente al cabo de cinco días.
—No..., seguro que no.
—Acuérdate de los aplausos que vas a cosechar pronto. Viola-Cesario es una verdadera oportunidad. Te diré lo que vamos a hacer. Te mandaré flores la noche! del estreno, te enviaré el parche de mi ojo. Lo colgarás en tu camerino y te dará suerte.
«Pido demasiado —pensó Shelagh—. Lo quiero todo. Quiero el día y la noche, las flechas y Agiácourt, dormir y despertarme, un mundo sin fin, amén.» Alguien le dijo alguna vez que era fatal decir a un hombre que se le quería. Te echaba de su lado sin pensarlo dos veces. Quizá Nick iba a echarla de la camioneta de Murphy.
—Lo que en realidad quiero —dijo Shelagh—, en el fondo, es paz y tranquilidad. Saber que estarás siempre junto a mí. Te quiero. Creo que, sin saberlo, toda mi vida te he querido.
—Vaya —contestó Nick—. ¿Quién es el que se queja lastimeramente ahora?
La camioneta subió una cuesta, y se paró. Nick avanzando a gatas, abrió la puerta. Murphy apareció junto a la entrada, con su arrugada cara, llena de sonrisas.
—Espero no haberles sacudido demasiado —dijo—. Las carreteras secundarias no son todo lo buenas que deberían ser. El comandante ya lo sabe. Lo importante es que la señorita haya disfrutado de la excursión.
Nick saltó a tierra. Murphy extendió su mano y ayudó a Shelagh a descender.
—Está usted invitada a volver siempre que quiera, querida amiga. Es lo que yo digo a los turistas cuando nos visitan. Las cosas son más animadas aquí que del otro lado del agua.
Shelagh miró a su alrededor, esperando ver el lago y el accidentado sendero, juntó a los juncos, donde habían dejado a Michael con el bote. En lugar de eso, se hallaban en la calle principal de Ballyfane. La camioneta estaba parada frente al «Kilmore Arms». Se volvió a Nick, en muda interrogación. Murphy estaba llamando a la puerta del hotel.
—Hemos tardado veinte minutos más que de costumbre —dijo Nick—, pero para mí ha válido la pena. Espero que para ti también: El adiós debe ser rápido y dulce, ¿no crees? Doherty está en la puerta, vamos, entra. Tengo que volver a la base.
La desolación la invadió; No era posible que hablara en serio. No querría que se despidieran allí, en medio de la calle, con Murphy y su hijo observando y el posadero esperando en la puerta del hotel.
—Pero todas mis cosas —exclamó Shelagh—, mi maleta. Están en la isla, en el dormitorio.
—No es así —respondió Nick—, Llegaron aquí por, la «Operación C», mientras nosotros estábamos de francachela junto a la frontera.
Desesperadamente, ella luchó para ganar tiempo, olvidado todo su orgullo.
—¿Por qué? —preguntó Shelagh—. ¿Por qué?
—Porque debe de ser así, Cesarlo. Sacrifico el cordero que amo, para escupir mi negro corazón, lo que altera un poco el texto original.
La empujó hacia la puerta del hotel.
—Cuida de Miss Blair, Tim. La incursión resultó un éxito, desde todos los puntos de vista. Lo único que no estaba previsto era Miss Blair.
Se fue, y la puerta se había cerrado tras él. Mr. Doherty la miró con simpatía.
—El comandante es único para estas cosas. Siempre ocurre lo mismo. Sé lo que es estar con él, siempre gana. Le he puesto un termo con leche caliente junto a la cama.
Cojeó escaleras arriba, delante de ella, y abrió la puerta de la habitación de la que Shelagh había salido dos noches antes. Su maleta estaba sobre la silla. El bolso y los mapas, sobre el tocador. Parecía que no hubiera salido nunca de allí.
—Le han lavado el coche, y han puesto gasolina —continuó Tim—. Está en el garaje de un amigo mío. Se lo traerá aquí mañana por la mañana. Además, la estancia aquí es gratis. El comandante paga todo. Váyase a dormir ahora, y descanse bien esta noche.
Descansar bien aquella noche... Una larga y melancólica noche. «Ven muerte, ven, y haz que descanse bajo un triste ciprés.» Abrió la ventana de par en par, y miró a la calle. Todo eran cortinas cerradas, y persianas, ventanas cerradas. Aquel gato blanco y negro maullaba desde la cornisa de enfrente. No había ningún lago, ni claro de luna.
—Tu problema, Jinnie, es que no has madurado. Vives en un mundo de sueños, que no existe. Por eso te atrae el teatro. —Le parecía oír la voz de su padre, indulgente pero firme—. Un día de estos —añadió—, vas a sufrir una grave desilusión.
El día siguiente amaneció lluvioso, nublado, gris. «Valía más que fuera así —pensó ella—, y no como el brillante día anterior.» Valía más partir en aquel «Austin» alquilado, con los limpia-parabrisas funcionando, y a lo mejor, con un poco de suerte, patinar y caer en una zanja, que la llevaran al hospital, y allí, delirante, rogar que él fuera a verla. Nick se arrodillaría a su lado, cogiendo su mano y diciendo: «Ha sido todo culpa mía. Nunca debí permitir que te fueras.»
La camarera la estaba esperando en el comedor. Huevos fritos con tocino. Una tetera. El gato, que había abandonado la cornisa, ronroneó a sus pies. Quizás el teléfono sonase, y llegara un mensaje de la isla. «"Operación D" en marcha. El bote te está esperando.» Seguramente, si se entretuviera por el vestíbulo, algo ocurriría. Llegaría Murphy con su camioneta, o quizás O'Reilly, con unas palabras escritas en un trozo de papel. Ya habían bajado su equipaje, y el «Austin» estaba esperando en la calle. Mr. Doherty aguardaba para despedirse.
—Espero que tendremos el placer de volver a verla por Ballyfane —dijo—. Disfrutaría usted mucho pescando.
Cuando llegó al poste indicador de Lake Torrah, paró el coche y caminó, bajo el aguacero, por el embarrado sendero. Nunca se sabe, el bote podía estar allí. Llegó al final del sendero, y permaneció, por un momento, mirando hacia la otra orilla del lago. Había mucha niebla. Apenas podía distinguir el contorno de la isla. Una grulla salió de entre los juncos, y voló sobre el lago. «Podría desnudarme y nadar —pensó—. Podría llegar rendida, exhausta, medio ahogada, y arrastrarme por entre los bosques hasta la casa, y caer a sus pies, en la veranda. "¡Bob, ven, corre! Es Miss Blair. Creo que se está muriendo."»
Volvió sobre sus pasos, y entró en el coche. Puso en marcha el motor, y los limpiaparabrisas empezaron a oscilar de un lado a otro.
Cuando era solamente un chiquillo
El viento, la lluvia
Todo era un juguete
Y la lluvia caía cada día.
Aún llovía cuando llegó al aeropuerto de Dublín. Primero tuvo que devolver él coche, después reservar una plaza en el primer avión que saliera para Londres. No tuvo que esperar mucho. Había un vuelo al cabo de media hora. Se sentó en la sala de espera, con los ojos fijos en la puerta que conducía al vestíbulo, porque incluso entonces podía producirse un milagro. La puerta podía abrirse y aparecer en ella una desgarbada silueta, sin sombrero, con un parche negro sobre su ojo izquierdo. Apartaría a los empleados, y se dirigiría directamente hacia ella. «Se acabaron las bromas pesadas. Ésta ha Sido la última. Ven inmediata, mente conmigo a Lamb Island.»
Llamaron a los pasajeros de su vuelo, y Shelagh se mezcló con los otros, mientras sus ojos recorrían a sus compañeros de viaje. Al dirigirse al avión, se volvió a mirar a la gente que decía adiós agitando la mano. Un hombre alto, con un impermeable, tenía un pañuelo en la mano. No era él, se inclinó para tomar en brazos a un niño... Hombres con abrigo, que se quitaban el sombrero, que colocaban las carteras en la red, sobre sus cabezas, cualquiera de ellos podía haber sido Nick, pero no lo era. Supongamos pensó, mientras se abrochaba el cinturón, que viera surgir una mano del asiento del otro lado del pasillo, y ella reconociera el anillo de sello, que llevaba en el meñique. ¿Y si el hombre que estaba sentado en el asiento de delante, y del cual sólo podía ver un trozo de cabeza, que representaba síntomas de calvicie, se volviera de pronto, con aquel negro parche en el ojo, y la mirara, y luego comenzara a sonreír?
—Perdón.
Un pasajero retrasado la empujó, al sentarse al lado pisándola. Shelagh le miró. Un sombrero negro abollado, una cara pecosa, pálida, la colilla de un cigarrillo entre los labios. Alguna mujer, en algún sitio, amaría a aquel poco saludable bruto. El estómago le dio un vuelco. Él desplegó un periódico, dándole en el codo. Los titulares eran bien visibles.
«Explosiones del otro lado de la frontera. ¿Habrán más?»
Una oleada de satisfacción la invadió. «Muchas más, y que tengan mucha suerte. Yo lo presencié, estaba allí, fui parte de la acción. Este idiota que está sentado a mi lado no lo sabe.»
El aeropuerto de Londres, las aduanas. ¿Ha estado usted de vacaciones? ¿Por cuánto tiempo?» ¿Era imaginación suya, o el oficial de aduanas le dedicó una mirada particularmente inquisitiva?; Hizo una señal con yeso en su maleta, y se dirigió al siguiente pasajero de la cola.
Los automóviles pasaban rápidos junto al autobús, mientras éste se dirigía lentamente hacía la terminal. Los aviones rugían sobre sus cabezas, llevando y trayendo nuevos pasajeros. Hombres y mujeres, de caras cansadas, sin expresión, esperaban en las calles que el rojo cambiase á Verde. Shelagh volvía a la escuela, esta vez con una venganza. No miraría en el tablero de anuncios del vestíbulo, lleno de corrientes de aire, hombro con hombro con otras compañeras, que reían tontamente, sino que examinaría un tablero muy similar, colgado en la pared, junto a la puerta del escenario. Esta vez no diría: «¿Tengo realmente que compartir una habitación con Katie Matthews, todo el curso? Es demasiado terrible para poder expresarlo», y después sonriendo falsamente, «Hola Katie, sí, unas vacaciones super», sino que, en lugar de eso, entraría en aquel miserable agujero que llamaban camerino, al final de la escalera, y encontraría a aquella irritante Olga Brett, acaparando el espejo, usando el lápiz de labios de Shelagh, o el de otra chica, en lugar del suyo propio, y balbuciendo, «Hola, querida, llegas tarde para el ensayo. Adam se está arrancando los cabellos a puñados. Literalmente...»
No tenía caso llamar a casa desde la terminal, y pedir a Mrs. Warren, la esposa del jardinero, que le preparara la cama. La casa, sin su padre, estaba vacía, árida. Y encantada, también, con las cosas de él, que no habían sido tocadas, sus libros sobre la mesita de noche. Un recuerdo, una sombra, pero no. la presencia viva. Era mejor ir directamente a su apartamento, como un perro va a su propio cuchitril, que sólo guarda su olor, sin haber sido tocado por las manos de su amo.
Shelagh no llegó tarde al primer ensayo, el lunes por la mañana. Al contrario, demasiado pronto,
—¿Alguna carta para mí?
—Sí, Miss Blair, una postal.
¿Solo una postal? Se la arrebató de las manos. Era de su madre, en Cap d'Ail. «El tiempo es maravilloso. Me siento mucho mejor, muy descansada. Espero que tú también lo estés, querida, y que hayas tenido una linda excursión en coche, donde quiera que hayas ido. No te agotes ensayando. Tía Bella te manda besos, también Reggie y May Hillsborough, que están aquí, en Montecarlo, con su yate. Tu madre que te quiere.» (Reggie era el quinto vizconde de Hillsborough.)
Shelagh tiró la postal a la papelera, y se encaminó al escenario para encontrarse con el grupo. Una semana, diez días, quince, nada había ocurrido. Abandonó toda esperanza. Nunca más volvería a saber de él. El teatro debía remplazarle, llenar toda su vida, convertirse en su amor y su sustento. No era ni Shelagh, ni Jinnie, era Viola— Cesario, y debía moverse, pensar y soñar con esa personalidad. Ésa era su sola y posible curación, borrar todo lo demás. Intentó captar Radio Eire con sus transistor, pero no lo consiguió. La voz del locutor hubiera sonado como la de Michael, o la de Murphy, y hacer que surgiera algún sentimiento del vacío que sentía. Adelante pues, con la payasada, y ahoguemos la desesperación.
Olivia — ¿A dónde vas Cesario?
Viola-Tras quien amo,
Más que a mis ojos, más que a mi vida...
Adam Vane, agazapado como un gato negro, en un extremo del escenario, con sus lentes de concha sobre su desordenado cabello. «No te pares, querida, sigue así, vas verdaderamente bien.»
El día del ensayo con vestuario, salió de su casa con tiempo suficiente. Tomó un taxi de camino hacia el teatro. Había un embotellamiento en la esquina de Belgrave Square, coches que hacían sonar las bocinas, gente parada en la calle, policías a caballo. Shelagh corrió el vidrio que la separaba del chófer.
—¿Qué pasa? —preguntó—. Tengo prisa, no puedo llegar tarde.
El chofer se volvió hacia ella y sonrió.
—Una manifestación —dijo—, frente a la Embajada irlandesa. ¿No ha oído usted las noticias de la una? Han habido más explosiones en la frontera. Parece como si eso hubiera dado ánimos a los irlandeses. Deben de haber estado tirando piedras a las ventanas de la Embajada.
Locos, pensó ella. Pierden el tiempo. La Policía montada haría bien en dispersarlos. Nunca escuchaba las noticias de la una, y ni tan siquiera había dado una ojeada al periódico de la mañana. Explosiones en la frontera, Nick en la cámara de control, el joven con los auriculares, Murphy en la camioneta, y aquí estoy yo, dirigiéndome en un taxi a mi propio escenario, a mis propios fuegos de artificio, cuando todo haya terminado, mis amigos me rodearán diciendo: «¡Maravilloso, querida, maravilloso!»
La parada la había retrasado. Llegó al teatro y encontró una atmósfera, mezcla de excitación, confusión, y pánico de último momento. No importaba, podía superarlo. Una vez terminada su primera escena como Viola, corrió hada el camerino, para vestirse de Cesario. «¡Oh, sal de aquí! Necesito el cuarto para mí sola.» «Esto va mejor —pensó—, ahora que puedo controlarlo. Soy quien manda aquí, ó lo voy a ser muy pronto.» Se quitó la peluca de Viola, se cepilló sus cabellos cortos. Se puso los calzones, las medias. Se colocó la capa sobre los hombros, la daga en el cinto. Entonces llamaron a la puerta. ¿Qué diablos pasa ahora?
—¿Quién es? —preguntó Shelagh.
—Un paquete para usted, Miss Blair. Está certificado.
—Échelo ahí.
Un retoque de último momento a sus ojos, entonces, apartándose del espejo, una ojeada general. No está mal, no está mal. Se van a partir las manos aplaudiendo, mañana por la noche. Dejó de mirarse en el espejo, y se fijó en el paquete que había sobre la mesa. Era un sobre cuadrado. Llevaba el matasellos de Irlanda. El corazón le dio un vuelco. Permaneció un momento sin abrirlo con el sobre en la mano. Luego lo rasgó, y cayó una carta del interior. Había algo más, algo duro, puesto entre cartones. Leyó primero la carta.
Querida Jinnie,
Salgo hoy por la mañana hacia tos Estados Unidos, para entrevistarme con un editor, que finalmente se ha interesado en mis trabajos literarios, círculos de piedras, fortificaciones, la primitiva. Edad del Bronce irlandesa, etc., te ahorro él resto. Seguramente estaré fuera algunos meses. Podrás leer en tus revistas de actualidad sobre el ex recluso que está soltando discursos a los jóvenes de las Universidades americanas. En realidad, entre unas cosas y otras, me conviene estar fuera de mi país por algún tiempo.
Estuve quemando algunos de mis papeles antes de marchar, y en el último cajón de mi escritorio, encontré esta fotografía, que te envió. Creí que podría divertirte. ¿Te acuerdas de que la primera noche que estuviste aquí te dije que me recordabas a alguien? Me doy cuenta de que era a mí mismo. Twelfth Night era él lazo de unión. Buena suerte, Cesaría, y feliz caza de cabelleras.
Besos, Nick.
América... Desde el punto de vista de Shelagh, lo mismo podía ser Marte. Sacó la fotografía de la cubierta de cartón, y la miró con el ceño fruncido. ¿Otra broma pesada? Pero nunca le habían hecho una fotografía vestida de Viola-Cesario, luego ¿cómo pudo él haberla trucado? ¿La habría tomado mientras ella no se daba cuenta, y luego colocó su cabeza sobre otros hombros? Imposible. Le dio la vuelta. Al dorso, Nick había escrito, «Nick, Bany en el papel de Cesario en Twelfth Night Dartmouth, 1929.»
Volvió a mirar la fotografía. Su nariz, su barbilla, su propia expresión picaresca, la cabeza ligeramente levantada, como ella acostumbraba a ponerla. Incluso la postura, la mano en la cadera El espeso cabello. De pronto, el camerino se desvaneció, y se vio en la habitación de su padre, junto a la ventana, le ovó moverse y se volvió a mirarle. Él la miraba fijamente, y su rostro tenía una expresión de horror e incredulidad. No era acusación lo que había leído en sus ojos, sino reconocimiento. El no se había despertado de una pesadilla, sino de un sueño que había durado veinte años. Al morir, había descubierto la verdad.
Volvieron a llamar a la puerta.
—La escena tercera se termina dentro de cuatro minutos, Miss Blair.
Estaba tendida en la camioneta, los brazos de él la rodeaban. «Pam se rió un poco, luego se desmayó, tiesa como un palo. A la mañana siguiente lo había olvidado todo.»
Shelagh dejó de mirar la fotografía que tenía en la mano, y se contempló en el espejo.
—¡Oh, no...! —dijo—. ¡Oh, Nick... Oh, Dios mío!
Entonces sacó la daga del cinto, y acuchilló la cara del muchacho de la fotografía, haciéndola pedazos y tirándolos a la papelera. Y cuando volvió al escenario, no se sintió en el palacio del Duque de Illyria, con telones de fondo, y tablas pintadas bajo sus pies, sino en una calle, cualquier calle, donde hubiera ventanas que apedrear, y casas que quemar, y piedras, y ladrillos, y gasolina a mano, en la que hubiera cosas que despreciar, y hombres a quienes odiar, pues sólo por el odio puede uno librarse del amor, solamente con fuego y espada.