CAPÍTULO IX

—DOUG… DOUG, no puede ser posible esa pesadilla…

—Lo es, cariño. Es posible. Todo se volvió de nuevo contra nosotros dos, con terrible fuerza destructora…

—Oh, Doug, qué desdichada me siento en estos momentos…

—Qué desdichados nos sentimos ambos, Cora Gantry. Mi padre, el viejo tigre, no quiere oír hablar siquiera de reconciliaciones ni acuerdos amistosos. Es la guerra. Abierta, total, sin piedad ni cuartel. La guerra entre los dos ranchos, entre todos nosotros, Cora.

—Lo mismo dice papá —musitó Cora, con expresión afligida, estrujando entre sí los dedos de sus manos oprimidas—. Si le oyeras hablar del orgullo y de la furia de los Gantry… Maldice a los asesinos Farrar, y pide venganza, revancha por la muerte de un muchacho bueno y honesto como Jeb Dykers, amigo de un rural, confiado a la tutela del rancho Doble Q, hasta su llegada a Abilene. Un lugar al que jamás él llegó…

—De sobra lo sé, Cora. —Doug Farrar hizo un gesto desesperado y meneó la cabeza con desaliento—. Cora, fue todo tan horrible… Ninguno de mis hombres, que yo sepa, mató a ese muchacho. Habíamos concertado una paz, una tregua. Nunca podré saber si Rod Wilkins lo hizo, es cierto. El vigilaba en torno al campamento la madrugada en que mataron a Dykers, no lejos de allí. Está Ward Nelson, mi capataz. No dormía esa noche. Había salido a dar una vuelta por los alrededores. Dice que estaba inquieto, como si presintiera algo… Oí disparos lejanos, me desperté sobresaltado, pregunté a los centinelas y me dijeron que también ellos lo habían oído, pero que por allí cerca había tramperos y cazadores. No oímos más disparos. No vi a Wilkins, ni a Nelson. Recorrí los alrededores, me volví a mí lecho, pero ya no dormí. Levantamos el campamento menos de media hora más tarde. Vi entonces a todos. Ni Wilkins ni Nelson parecían saber nada. Ahora Wilkins ha muerto, alcanzado por una bala de los hombres de tu padre, en Abilene. Nelson jura y perjura que es inocente, que nadie disparó contra Jeb Dykers…

—Pero ahora Jeb Dykers está muerto, Doug —dijo tristemente Cora.

—Sí, sí—se enfureció él—. No sé lo que ocurrió. Ignoro si alguien de la caravana de tu propio padre se enemistó con él por alguna razón.

—¡Qué locura, Doug! —protestó Cora Gantry—. McIntosh, Randolph… Todos eran amigos suyos. No había motivo de peleas. Jeb Dykers era un gran chico, un buen camarada para todos.

—Entonces no lo entiendo, Cora. De veras que no sé lo que sucedió. Trato de investigar, de saber si Nelson me engaña, pero es difícil descubrir algo… Si fue Wilkins, jamás se sabrá.

—Doug, ¿no… no fuste tú, tal vez? —musitó Cora, con miedo en la voz.

—¡Cora! —la miró, dolorido, sacudido por un doloroso estremecimiento—. Cora, por Dios… ¿Adónde llegan tus sospechas?

—Doug, tú… tú pudiste sorprender a ese hombre, creer que era un enemigo, disparar sobre él, descubrir luego la verdad, regresar alarmado al campamento, disponer la marcha…

—Cora, ¿es posible que un desconocido, un hombre que ni siquiera era de vuestro rancho, como Jeb Dykers, pueda levantar entre los dos un muro de incomprensión, de dudas, de terribles sospechas?

—No sería un vaquero, Doug… pero era un ser humano. Y fue asesinado…

Doug Farrar, el joven hijo de Stephen Farrar, el menor de los dos herederos del viejo ranchero, contempló, entre dolido y furioso, a la bella muchacha, hija de Leo Gantry.

—Cora… Esa pregunta tuya ha sido lo que más pudo dolerme, en este mundo…

—Lo siento. Quería estar segura. Aún no me has respondido, Doug…

—Tienes mi palabra de honor de que no toqué a ese hombre, de que no hubiera hecho nada en absoluto por estropear lo que tanto costó conseguir, como fue esa tregua amistosa, ese alto el fuego entre ambos grupos…

—Entonces me basta, Doug. Gracias por tu respuesta.

—A ti podrá bastante, Cora, pero no a mí —dijo él, con repentina sequedad.

—¡Doug…! —ella le miró, dolida—. Doug, ¿qué tratas de decirme con eso?

—Cora, trato de decirte, simplemente, que no comprendo tu indecisión, tu horrible sospecha, tu falta de fe en mí —el joven Farrar se irguió, pálido, miró al exterior, asomando al cobertizo perdido en los pastos que eran vecinos a los dos ranchos enemigos, para comprobar que nadie, fuese un Farrar o un Gantry, vigilaba las cercanías—. Es la última vez que nos vemos, Cora.

—¡Doug! —gimió ella, ahogadamente.

—Lo lamento muy de veras, Cora —jadeó él—. Esperaba de ti algo más, mucho más que todo esto tan decepcionante y terrible.

—Te ruego que comprendas y…

—No. En ti, nada comprendo. Que duden los demás, es razonable, es comprensible. No me duelen las dudas ajenas. Ni las sospechas, ni las acusaciones. Pero en ti, Cora…

—Por favor…

—No. Lo siento. Será mejor así. Después de todo, las cosas se han puesto difíciles para los dos. No será fácil que nos podamos ver en el futuro. La guerra estallará de un momento a otro, con terrible virulencia. No quiero que ningún sentimiento me ate las manos en el momento de tener que disparar contra vuestros vaqueros… o contra tu propio padre o tu hermano King. Ni tu hermano ni tu padre deben pensar en mí cuando hayan de hacer fuego sobre la gente del rancho Estrella. Está decidido, Cora. Terminemos aquí. Del todo.

—Muy bien, Doug Farrar —habló ella, con arrogancia, pálida pero serena, centelleante su oscura mirada fija en él—. Si por soberbia, altivez y orgullo mal entendido has preferido este camino, no seré yo quien implore más. Tengo motivos para dudar de ti, de tu gente y de todo lo que sea de los Farrar. Lamento haberte herido tanto, pero más me ha herido a mí que cosas como la emboscada de Marcus Barrington, la muerte de Dykers y la matanza de reses al principio, en una provocación evidente, hayan sembrado de muerte y de sangre toda posible relación cordial entre ambos ranchos. Vete, Doug Farrar. Vete de mi lado, y jamás vuelvas aquí. ¡Jamás! ¿Entendiste?

—Sí, Cora —la miró, penosamente, tomó su caballo y salió del cobertizo, con lentitud y abatimiento—. Ya logró tu familia lo que quería: destruir nuestra relación.

—Tú la has destruido con tu orgullo.

—Y tú con tu falta de fe.

—Entonces, terminemos. Adiós, Doug.

—Adiós, Cora…

Subió de un salto a su caballo. Se alejó al galope. Cora Gantry pareció a punto de gritar su nombre, de llamarle de nuevo. Pero se contuvo. Apretó los labios. Doug, que ahogaba en su pecho el ansia desesperada de volver, que hubiese vuelto sin dudar si ella hubiera gritado su nombre, pidiéndole perdón y lanzándose en sus brazos abiertamente, dominó sus propios sentimientos, espoleó al animal y se alejó más y más del cobertizo donde habitualmente se encontraban ambos, a escondidas de los Gantry y de los Farrar.

Se había alejado apenas media milla del cobertizo, cuando dobló un recodo del sendero. Inmediatamente frenó a su montura, que se encabritó puesta en pie con un agudo relincho, y terminó por lanzarle violentamente al suelo, entre una polvareda.

Doug Farrar llevó rápidamente la mano a su revólver, pero un disparo voló de sus dedos el arma, dejándole inerme ante la hilera formada por King Gantry, hermano mayor de Cora, su capataz Sam Randolph, el vaquero Marcus Barrington, recuperado ya de sus heridas, y hasta cuatro vaqueros más del Doble Q, todos armados, a punto de abrir fuego sobre él…

—Muy bien, Doug Farrar —sonrió King Gantry agresivamente. Amartilló de nuevo su arma, tras desarmar al enemigo abatido—. Esperaba esto después de saber dónde te reúnes con mi hermana para seducirla cobardemente… Ahora disponte a morir. Este es el principio de la guerra total… y tú vas a ser la primera víctima en ella…

Doug Farrar supo que tenía la muerte ante sí. Pensó en ello. Y en la cadena sangrienta de muertes que su asesinato iba a traer después…

—Acabemos —dijo Randolph, impaciente—. Ellos no tuvieron tantas contemplaciones con el pobre chico Jeb Dykers. Y ni siquiera era un vaquero nuestro, sino un hombre confiado a nuestros cuidados… Vamos, King, acabe con esa alimaña asquerosa llamada Farrar…

—Me gustaría que antes él me implorase clemencia, por si me siento inclinado a concederla —sonrió King Gantry, irónico, sin desviar su arma de la cabeza de Doug.

—Jamás, Gantry —replicó el hombre inerme—. Eso no lo oirá usted nunca en mí.

—Orgulloso, ¿eh, Doug?

—No, Gantry. Sólo un hombre. Como usted haría en mi caso. ¿O no?

—Evidentemente, sí —sonrió de nuevo King—. Pero mi respeto hacia tu valor no va a cambiar las cosas. Tengo que matarte, Farrar. O antes será un Gantry quien caiga. Esto es ya guerra abierta. Total. Con todas sus consecuencias.

—Muy bien. Enciendan la chispa, King. Luego la sangre ahogará a unos y otros, sin posibles vencedores ni vencidos.

—Nosotros no comenzamos. Creímos en vuestra falaz palabra: una tregua amistad hasta volver a Texas, competencia leal en la Ruta… ¡Competencia leal! Y Dykers fue asesinado cobardemente…

—Lamento eso, como todos. Dykers espiaba nuestro campamento. Eso tampoco era leal. Pero aun en ese caso… niego haber intervenido en su muerte. No lo hicimos nosotros.

—¿Quién, entonces? ¿Nosotros mismos?

—Tal vez —silabeó Doug, observando desafiante a Randolph—. Pudo ser un buen pretexto para iniciar la guerra. Matarlo por la espalda y culparnos a nosotros, ¿no, Randolph?

—Está desarmado, Farrar, y eso le salva —jadeó el capataz del Doble Q—. De otro modo le volaría ahora la cabeza, junto con esas cochinas palabras…

—Puede hacerlo. Igual lo hará su jefe, después de todo, Randolph —rio desdeñoso el cautivo, poniéndose de rodillas en el polvo—. Vamos, disparen, ¿a qué esperan?

—Dadle un revólver —masculló Gantry—. No quiero matar a un ser indefenso. Eso me remordería la conciencia, aun siendo un Farrar…

Alguien tiró un arma. Un Colt 38, cayó a los pies de Doug Farrar, que contempló el arma pensativamente.

—Te daré tiempo a empuñarla y alzarla, amartillada. Luego que gane quien tire con más puntería —masculló King Gantry—. Solos los dos. Mano a mano. Si vences, si caigo yo, puedes irte libre.

—Ellos no me dejarían —rechazó Doug, mirando a Barrington; a Randolph y los demás—. Pero aun en el caso improbable de que respetasen el juego limpio, ¿de qué serviría? King Gantry muerto, sería como Doug Farrar sin vida. El principio del desastre, de la matanza mutua. El fin de todo…

—¿Piensas acaso en mi hermana Cora, bastardo? —masculló King—. Si es así, olvídala. No será ya tuya, caiga quien caiga… Eso terminó. Vamos, defiéndete. Contaré tres. Cuando termine la cuenta, amartillaremos ambos, y dispararemos. Que Dios dé suerte a quien la merezca, puerco Farrar… ¡Una!

Los dedos de Doug se estiraron hacia el arma que yacía ante sus piernas. Adelantó la mano. La voz de Gantry marcó, áspera:

—¡Dos!

Ya empuñaba la culata. Alzó el arma, despacio. Sin amartillar aún. Gantry mantenía su revólver con el percutor bajo.

Gritó de súbito, amartillando rápido:

—¡Tres!

También amartilló Doug Farrar. Alzó su arma, la bajó Gantry…

Retumbaron dos detonaciones.