CAPÍTULO VII

DESGRACIADAMENTE… no.

—Sí, lo imaginaba. —Gordon Dykers paseó su figura bajita y gruesa por la estancia, con nerviosos, cortos pasos, los brazos cruzados a la espalda—. Jeb, el pobre Jeb… Ya nunca llegará a Abilene. Nunca podrá ayudarnos a Ruth y a mí en el nuevo proyecto de hacer esta tierra la mejor de la región…

—Jeb venía con grandes sueños e ilusiones para su futuro —confirmó sombríamente Bill—. Y se quedó para siempre en el camino. Sin llegar a ninguna parte. Fue una vida truncada…

—El, que ni siquiera era vaquero ni pertenecía a ese rancho, tuvo que pagar el tributo de una enemistad estúpida y sangrienta… —se quejó Ruth amargamente—. ¿Qué haremos ahora Gordon y yo? Poseemos dinero, un negocio productivo, el sueño de una tierra que puede ser grande… pero hemos perdido al hombre capaz de dirigir el negocio en el futuro: justamente Jeb… cuando acudía a nuestra llamada.

—Eso ya no tiene remedio —suspiró Bill—. Ahora no hay que lamentarse y llorar su fin, sino tratar de hacer justicia. He buscado a los hombres del rancho Doble Q, pero debieron partir ya de Abilene, ¿no es cierto?

—Sí, unos días atrás lo hicieron, pero no siguiendo la Pista Chisholm, sino a través de unos atajos que ellos conocen —explicó Gordon—. Hablé con el capataz de los Gantry, un tal Sam Randolph, y con un vaquero llamado Mclntosh. Apreciaban mucho a Jeb. Dicen que era un gran muchacho y un luchador de cuerpo entero.

—Iré a Texas de nuevo, a hablar con ellos —dijo lentamente Bill—. Aquí no tengo jurisdicción alguna, ni espero resolver nada sobre su muerte. Los que le mataron volvieron a Texas. Y en Texas prenderé al culpable, estén seguros de ello.

—Dicen que ustedes, los Rurales, nunca cejan hasta obtener lo que buscan —comentó Ruth mirándole curiosamente.

—Somos hombres como todos los demás. Con sus defectos y virtudes —dijo Dodge, encogiéndose de hombros—. Pero, de cualquier modo, señora, eso es bien cierto. No nos damos nunca por rendidos hasta dar con nuestro hombre. En este caso, habla el rural y habla el amigo. Encontraré a quien mató a Jeb. Y sea quien fuere, pagará su crimen.

—¿Ha logrado ver a alguien del otro rancho, el de los Farrar?

—No, Gordon. Creo que se marcharon de Abilene antes que los hombres de Gantry. Evidentemente, tuvieron mucha prisa en regresar a Texas todos ellos… Pero yo vuelvo ahora allá. Veremos si son capaces de negar lo que hicieron. Por muy poderosos que sean los Farrar, si pruebo que uno de ellos es culpable irá a la horca.

—Le deseo suerte, Dodge —murmuró Gordon Dykers tristemente—. Pero aunque se llegue a hacer justicia… ya nadie nos devolverá jamás a mí primo Jeb, el hombre en quien confiábamos para el futuro…

—No, eso ya nadie podrá hacerlo —convino sombríamente Bill—. Los que mueren nunca regresan entre nosotros. Jeb se quedó en una tumba olvidada, en la pista del ganado. Fue la víctima de una situación absurda y peligrosa. No sólo debo conseguir que se haga justicia, sino que también estoy obligado a poner paz entre esa gente, de una vez por todas, o la muerte de Jeb será solamente el principio de otra ola de violencia…

—Ese ya no es nuestro problema, Dodge. Texas queda tan lejos de aquí… Únicamente nos preocupaba Jeb. Y él ya no vendrá nunca…

—No, nunca —Dodge inclinó la cabeza—. No puedo hacer milagros. Solamente hacer que se cumpla la ley sobre los culpables. Como rural, como hombre, como amigo… Por eso regreso ahora a Texas. Y espero que llegue a tiempo de evitar que todos se maten entre sí, sin que se sepa a ciencia cierta de quién fue la culpa de esta nueva guerra a muerte…

Agitó una mano de despedida. Gordon y Ruth Dykers, encerrados ahora en su nueva propiedad de Los Mil Acres, que querían convertir en la mejor hacienda del lugar, se limitaron a responder a su despedida con otro gesto, sin pronunciar palabra.

Poco después, Bill Dodge cruzaba sin nuevos incidentes Los Mil Acres a lomos de su montura y, una vez fuera de la amplia hacienda árida y poco productiva, espoleaba a su caballo, alejándose al galope, en dirección al sur.

Hacia Texas.

Hacia una justicia que, en cierto modo, no dejaría de ser una revancha. La revancha por la pérdida de un buen amigo, de un excelente muchacho como Jeb Dykers…

Bill Río Dodge se detuvo nuevamente frente al montículo de tierra y la cruz.

Iba de regreso hacia Texas.

Antes había sido el viaje inverso, a lo largo de mil millas, a través de la Pista Chisholm, para visitar el lugar donde había sido enterrado su amigo.

El telegrama, recibido en el cuartel general de los Rurales de Texas, había resultado demoledor. La noticia fue en principio increíble, insólita. ¿Cómo era posible imaginarse sin vida a un muchacho como Jeb Dykers?

Se sentía culpable en parte, por haber dejado que fuese con los vaqueros del Doble Q, hacia Abilene. Pero nadie podía imaginar, en principio, que el viaje podría terminar así, a causa de una estúpida guerra ganadera entre ambos grandes propietarios de reses.

Ahora, la chispa encendida con la muerte de Jeb podría prender posiblemente el polvorín de la contienda abierta entre ambos hacendados, allá al sur de Texas.

Una contienda latente siempre, que de repente había estallado dramáticamente en sangre, en la propia ruta del ganado hacia Abilene.

Inesperadamente, Bill Dodge tenía que verse mezclado otra vez en la lucha de los Farrar y los Gantry. Pero con un poderoso motivo ahora: el asesinato de su amigo.

Era preciso, ante todo, saber qué sucedió durante el viaje. El telegrama de Randolph no era lo bastante explícito.

Tenía que hablar con ellos, saber todo con detalle, antes de ir a pedir explicaciones a los Farrar y sus hombres, con todas sus consecuencias. Consecuencias que Bill Dodge no temía en absoluto.

Rezó ante la tumba de Jeb.

Luego, antes de ponerse el sombrero texano sobre sus rebeldes cabellos, añadió algo, a guisa de plegaria. Pero eran unas palabras dirigidas al hombre que ya no podía oírle. Que ya nunca le oiría:

—Jeb, muchacho… Me gustaría saber por qué el destino fue tan adverso contigo y no te concedió nada favorable en la vida. Cuando podías haberte rehecho y haber iniciado una existencia mejor y más clara… tuvo que suceder esto. Jeb, de veras, lo siento. Quisiera haberlo podido evitar, pero nadie pudo imaginar algo así. Ahora vuelvo a Texas, por aquellos que saben lo que sucedió exactamente entonces. Es posible que ya nunca más pase por aquí. Si así es, Jeb, amigo, que ésta sea mi despedida para siempre. Fuimos buenos camaradas. Lo seguimos siendo, aunque tú estés donde estás ahora. Y voy a tratar de probártelo. Voy a intentar que descanses en paz sabiéndote vengado, que es ya lo único que puedo hacer. Adiós, Jeb. Adiós, amigo…

Se dio media vuelta, para volver a su caballo y alejarse de la tumba.

Entonces sintió un vivo escalofrío. Inesperadamente, clavó sus ojos asombrados en la figura que se movía, como un fantasma, hacia la tumba de Jeb Dykers.

Era una mujer.

Una mujer joven, rubia y pálida. Una mujer que ni siquiera le miró.

Pasó por su lado como si no le viese, como si Bill fuese invisible para ella. Llevaba en su mano un ramillete de flores silvestres.

Las depositó sobre la tumba, ante la mirada estupefacta e incrédula de Bill Dodge, que no se explicaba de dónde podía surgir aquella visión delicada e insólita, aquella criatura silenciosa y como en trance que, inclinándose sobre el montón de tierra, oró en silencio, tras derramar las florecillas amarillas y parduzcas sobre la tierra removida, en patético y sencillo tributo.

El desorientado rural la oyó musitar con voz dulce, apagada, triste y melancólica:

—Descansa en paz… Descansa en paz, viajero… Y perdona a mí padre por haberte asesinado…