CAPITULO III
Stuart compartía su celda con un individuo singular. Bruno Castillo era su nombre. Era mexicano y estaba acusado de cuatrero. Se libró milagrosamente de la horca y del linchamiento, y cumplía su pena de cuatro años de prisión por el robo de unos caballos en Virginia City.
Fue pronto destinado a trabajos al aire libre en las canteras, como casi todos los penados. Se le dio a elegir entre la celda y los trabajos, advirtiéndole que un buen comportamiento, una disciplina rígida y una actitud recta allí, dentro, junto a la pena de trabajos, equivaldría siempre a una reducción en la condena.
Stuart aceptó los trabajos.
Era duro y fatigoso estar inclinado tantas horas, haciendo trabajar los músculos bajo aquel sol ardiente, demoledor. Tostaba la piel hasta darle matices de bronce puro. Abrasaba, secaba la boca y enronquecía las gargantas. A veces, incluso podía recalentar los cerebros y enloquecer a los hombres.
Un recluso de origen sueco, gigantesco y poderoso, se precipitó un día dando gritos al fondo de la cantera. No arrastró consigo a otro recluso, ligado por una cadena a su pie, por un puro milagro. El segundo de los reclusos quedó colgado de la cadena a un saliente rocoso que salvó su vida.
—Peste de lugar. Moriremos todos lentamente, si ese sol nos sigue azotando así —gruñó el mexicano, con su inglés, meloso e imperfecto.
Stuart apartó los ojos del barranco mortal adonde cayera el sueco. Asintió.
—Sí, Bruno. Este es un mal sitio. Pero la muerte es peor.
—¿Peor? Te apuesto algo a que ese sueco está ahora mucho más descansado que nosotros.
—De eso no me caben dudas. Pero yo no quiero descansar, Bruno. Quiero seguir viviendo, latiendo y moviendo mis músculos y mis nervios.
—Allá tú —el ladrón de caballos se encogió de hombros—. En verdad que es un gusto raro. A no ser que tengas que vengarte de alguien y...
—¡Eh, tú, a trabajar, cuatrero! —le gritó una voz bronca a sus espaldas—. ¡Vamos, de prisa! En cuanto te sorprenda charlando otra vez, te meteré en la celda de castigo!
El mexicano palideció. Sin duda sabía ya lo que era la celda de castigo, en el punto más tórrido de la prisión, azotada implacablemente por el sol a las horas más cálidas del día.
Stuart se irguió, secándose el sudor de la frente. Miró de hito en hito al rudo centinela armado de revólver y tralla de cuero trenzado.
—No le reprendas a él, amigo —observó tranquilamente—. Era yo quien hablaba. Le aparté de su tarea.
—¡No digas eso! —gimió en voz baja el mexicano—. ¡Te castigarán!
Pero ya estaba hecho. El centinela le miró, con frialdad.
—Sí, ¿eh? Bien amiguito. Vas a seguirme ahora mismo a un sitio donde hablarás de eso mismo con alguien. ¡Vamos, en marcha!
Stuart no se inmutó. Sonrió suavemente al cuatrero y partió tras del centinela. Cruzaron la cantera por su borde meridional y fueron a parar al puesto de vigilancia, una casamata de troncos que dominaba un altozano rocoso.
—Entra —le instó el centinela, empujándole con su fusta.
Stuart entró. Un hombre, con el uniforme de prisiones miró fijamente a McLee a través de la mesa. Dejó de escribir algo en un papel.
—¿Qué ocurre con ése? —preguntó, impasible.
—Le encontré junto al mexicano Bruno, el cuatrero. Bruno charlaba por los codos. Este, no. Pero al reñir a Bruno, se me confesó culpable de la negligencia.
—¿Insolencia? —preguntó el oficial, ceñudo.
—No, señor —el centinela miró a Stuart—. Muy tranquilo. Como si la celda de castigo no le importara.
—¿De veras? —el oficial miró a Stuart—. ¿De modo que quisiste salvar a tu compañero del castigo?
—No, señor. Era yo quien hablaba. El respondió y, entonces, le sorprendieron.
—¿Sabes que Bruno Castillo tardará pocos meses en salir de aquí si se porta bien?
—Algo así me dijo él hace días. Pero no lo recordaba.
—Claro que lo recordabas —rió el oficial de prisiones—. Y también que el que entra un solo día en la celda de castigo, sufre de tres meses a medio año más de prisión. Lo sabías. Y has querido evitarle ese recargo al mexicano. ¿En tan poco estimas tu libertad, para correr tú el riesgo?
—No, señor. Deseo volver a ser un hombre libre, siquiera sea para poner en claro ciertas cosas. Pero no me gustaría que, por mi culpa, castigasen a otro.
—No repitas más esa acción aquí dentro —le recordó el oficial—. No me gustaría que tu pena aumentara. Pero tu comportamiento de hoy ha estado bien. El que es un buen camarada, no puede ser un mal recluso. Espero que seas disciplinado y prudente. Eso puede abrirte antes las puertas de la prisión, muchacho. Y merece la pena...
Hizo un gesto al centinela. Este le señaló la puerta. Stuart, algo aturdido, salió de nuevo al sol. Se sentía más confortado, tras el breve rato pasado a la sombra, dentro de la fresca cabaña.
—¿Sorprendido? —rió el centinela.
—Un poco. Esperaba otra cosa.
—¿Un castigo? Es lo habitual en los mentirosos... —hizo un gesto al ver la expresión de ira en el rostro de McLee—. No te ofendas, McLee, pero sé que me has mentido. Sin embargo, no te llevé con idea de castigo alguno a presencia del oficial. Le gustan los tipos nobles, siempre que no terminen por mentir de oficio. Tendrá eso en cuenta ahora, y hará el primer informe bueno de ti. Procura no emborronarlo nunca, muchacho.
—Gracias —Stuart le miró con simpatía, por primera vez desde que trabajaba en las canteras—. ¿Cuál es tu nombre, centinela?
—O'Manelly. Mis abuelos fueron irlandeses —rió ásperamente—. Y se acabó la charla, recluso. A tu trabajo en seguida. Aquí nadie puede perder el tiempo. Ni le conviene a nadie. Cada minuto en las canteras, con resignación y voluntad, puede significar cinco meses en la celda. Eso, a lo largo de diez años, es mucho...
Stuart asintió.
Sí, era mucho. El se conformaría con menos.
* * *
El invierno resultó demasiado crudo. Cuando llegó, la labor de las canteras era todavía más difícil que en el sol estival. Aquel lugar, sometido a climas extremos, era un horno en verano y un gélido paraje azotado por vientos helados, procedentes de las cordilleras nevadas cercanas, donde los hombres se extinguían con las fiebres o con una pulmonía, según la época en que menos resistiera su naturaleza.
Stuart era de los que podían resistirlo todo. Bruno Castillo, también. Sobre todo, aquel invierno. El último que pasaba tras los muros de la prisión. El año de su libertad.
Así se aproximaron las Navidades. Y precisamente dos días antes de la Nochebuena...
—¡Vamos, vamos, terminad en seguida vuestro trabajo y podremos regresar en seguida a la prisión! —voceaba el fornido O’Manelly, haciendo restallar su látigo de cuero trenzado en el aire—. ¡Este maldito tiempo no se ha hecho para andar por aquí cuando oscurece!
Pronto se oscureció más aún el cielo, comenzaron a caer gruesos goterones de agua, y en la distancia cruzó el zigzag cárdeno de un relámpago.
O’Manelly no esperó a más. Hizo sonar su silbato. Formaron las hileras de presos y sus respectivos guardianes para emprender el regreso a la prisión.
La operación requería cierto tiempo, y antes de que todos hubieran formado en la explanada, ya la lluvia era torrencial y el rayo serpenteaba, flamígero, entre los negros y densos nubarrones. Cada estallido del trueno, hacía temblar la tierra como estremecida de pavor por la furia de los elementos.
—¡Faltan los reclusos de la cantera norte! —aulló uno de los guardianes, cuando O’Manelly iba a dar la orden de partir—. ¡Con el ruido del temporal, posiblemente no han oído el silbato! Y todavía falta media hora para cumplirse la hora reglamentaria del regreso...
O’Manelly lanzó un juramento. Se volvió hacia la hendidura de la cantera norte, donde trabajaban los demás reclusos, ausentes aún de la fila. Irritado, voceó para que acudieran. Pero ni sus gritos ni el silbato podían ser oídos.
No había más que una solución. Alzó su revólver y comenzó a disparar. Los estampidos resonaron con violencia. Un débil, agudo silbido, respondió a la llamada. Ya les habían oído.
En aquel momento, zigzagueó el rayo sobre sus cabezas. Fue una luz deslumbradora, fulgurante, que hendió los cielos y cayó como una maldición sobre la tierra. El estampido ensordeció esta vez a todos e hizo parecer los disparos un simple juego de niños.
Aún cegados, todos pudieron ver que la lengua llameante del rayo penetraba en la hendidura de la cantera norte. Tras su impresionante estallido, se percibieron gritos y angustiosas demandas de auxilio. O’Manelly vaciló.
—Si vamos a la prisión en busca de hombres, perderemos tiempo, y esa gente puede morir ahí... —jadeó—. Debe haber heridos, muertos, sabe Dios qué destrozos habrá hecho el rayo. ¡Vamos, acompañadme dos guardianes más! Los restantes, cuidaréis de los presos.
—Seréis pocos —observó otro guardián, mientras dos hombres armados corrían a reunirse con el irlandés—. Harán falta al menos cinco o seis hombres.
—Cinco serían los precisos —O’Manelly miró hacia la hilera de presos—. Pero no puedo fiarme de todos estos y soltar a ninguno. No dejarles al cuidado de uno solo. Tenéis que ser tres al menos los que guardéis la hilera.
Inició la marcha, pasando frente a los inmóviles y empapados reclusos con expresión de intensa contrariedad. Dos hombres más le seguían.
—O’Manelly —dijo alguien de la fila, cuando pasó frente a él—. ¿No necesita hombres? Le doy mi palabra de honor de no escapar.
—Y yo —agregó rápidamente el mexicano—. Sería tonto hacerlo, ¿no?
—En ti, sí —asintió O’Manelly, calculador—. Pero no en McLee. El tiene para varios años aún. Y desea ser libre, él mismo lo confesó.
—Sigo deseándolo. Pero si le doy mi palabra, no haré nada de nada.
Los dos hombres se miraron. El irlandés hizo un gesto afirmativo al mexicano. Cuando le vio salir de la fila, torció el gesto.
—No eres precisamente un tipo fuerte, para dedicarte a Salvar heridos... —volvió a estudiar la faz serena de McLee por la que corría copiosamente la lluvia—. Está bien, voy a fiarme de ti. ¡Andando, muchachos, a la cantera norte!
Stuart McLee sonrió, reuniéndose con el mexicano. O'Manelly y sus cuatro hombres se lanzaron velozmente hacia el lugar del suceso, mientras la lluvia arreciaba y los fulgores cárdenos eran más frecuentes e intensos.
* * *
—Dos muertos en la cantera norte —recitó, con acento sombrío, el oficial—. Y trece heridos, que pudieron ser otros tantos muertos. Entre ellos, los dos guardianes.
—Fue difícil el salvamento —refirió O’Manelly—. Tan difícil, que McLee estuvo a punto de caer al fondo del barranco con el herido que llevó primero. Cada uno hizo dos viajes. Y alguno, como McLee y yo, hasta tres, señor.
—¿Cómo se hundió la pared de piedra, O’Manelly?
—El rayo la había resquebrajado totalmente sin llegar a derrumbarla. Pero una vez que hubo subido McLee el último herido, un estremecimiento de la tierra al sonido de un trueno muy fuerte, provocó el derrumbamiento total. De ocurrir unos minutos antes, nos hubiera sepultado a todos...
—Bravo comportamiento el vuestro, muchachos —declaró el alcaide de la prisión. Se quedó mirando a los dos reclusos—. Sobre todo, el vuestro. Ellos tenían la obligación de hacerlo. Vosotros, no.
—La obligación de un hombre, señor, es siempre salvar a otro en peligro —respondió brevemente Stuart.
—Cierto. Eres fuerte, valeroso y, además, inteligente. Me acordaré de ti muy pronto, McLee. Te prometo que no picarás la tierra mucho tiempo. Tu vida en la prisión puede ser mucho más digna de tu carácter y condiciones.
—Gracias, señor.
—En cuanto a ti, Bruno... creo que esta hazaña no puede ya influir, porque sales dentro de poco para la libertad. Pero puedo anticiparla en unos días... y permitirte pasar fuera las Navidades. Es el único premio que está en mi mano concederte.
Las lágrimas humedecieron los ojos de Bruno.
—Es..., es maravilloso, señor —es lo único que acertó a decir.
CAPITULO IV
Era el día. El último día de prisión.
No para Stuart McLee, sino para Bruno Castillo. Stuart, convertido en auxiliar del oficial de prisiones encargado de los trabajos de la cantera, continuaba preso allí. Pero ya no era un recluso más, ni tampoco un forzado. Contaba con privilegios. Pero no con la libertad.
El mexicano, radiante, incluso peinaba sus cabellos con amorosa devoción. Stuart, riendo, le palmeó la espalda.
—No te esmeres más. Sigues siendo feo, Bruno.
—Pues las chicas bien se ocupan de mí —rezongó el cuatrero, alegremente.
—Sí, las hay con gustos muy raros. A lo mejor encuentras todavía de ésas.
—Seguro. Sobre todo, hay una chica en Laredo que... Oye, a propósito de chicas, McLee, ¿no quieres algún encargo para tu chica?
—Yo no tengo chica —dijo él, sordamente—. No tengo a nadie. No quiero a nadie.
—Me parece que no es cierto. Lo dices con demasiado calor para ser así.
—Hubo una chica, sí... —Stuart apoyó una mano en la pared de la celda, y en el brazo puso su frente—. Pero cuando uno viene aquí para años, vale más no tener a nadie, no permitir que nadie nos espere...
—Pero, a veces, ellas esperan. Las hay así —bromeó Bruno, parodiándole. Luego, al advertir el gesto duro de su compañero, varió de tono, añadiendo—: En serio, Stuart. ¿Hay algo que pueda hacer por ti? Iré hacia el Sur. Puedo pasar por ese Silver Sands, que tú dices. Y allí, ver a quien tú quieras, darle el mensaje que tú digas...
—No quiero nada. Nada para nadie, Bruno. Muchas gracias de todos modos.
—En fin, chico, allá tú —el mexicano se encogió de hombros. Le tendió la mano—. Siento no poder hacer nada por ti. Ni..., ni siquiera desearte feliz Navidad. No me gusta ser sarcástico, ¿sabes?
—Sí, claro —estrechó con calor la diestra del cuatrero—. Te echaré de menos, Bruno.
—Lo sé. Y yo a ti, puedes creerlo... —se dirigió a la puerta.
O’Manelly apareció en ella. Abrió la reja con su llave.
—Bueno, Bruno, llegó tu hora —dijo el centinela, con un suspiro. Miró de reojo la faz descompuesta de McLee—. Ya te irás habituando a ver salir a otros antes que tú. Después no es tan duro como hoy, Stuart. Significa que también se acercará más y más la libertad para ti...
—Sí, claro —murmuró roncamente McLee, sin volverse.
—Puedes salir, Bruno... Vete ya, muchacho. Eres libre —se rascó el cabello—. Yo..., yo me quedo. Tengo algo que decirle a Stuart.
El mexicano asintió, saliendo. Sin cerrar la reja, O’Manelly se volvió hacia Stuart. Este vio a Bruno perderse por el corredor. Luego, giró su rostro hasta encararlo con el del centinela.
—¿Y bien? ¿De qué se trata, O’Manelly? —preguntó adustamente.
—Verás... —el centinela se rascó la mejilla mal rasurada con incertidumbre—. No sé cómo decírtelo... Tienes una conducta intachable, te has comportado tan ejemplarmente en estos meses, que sería una pena estropearlo ahora. Quiero de nuevo tu palabra.
—¿Mi palabra? ¿De qué y para qué?
—Tu palabra de honor, la misma que me diste al ir a la cantera norte la otra noche. Tu palabra de que me escucharás... y no reaccionarás violentamente, no harás nada de nada y continuarás siendo el mismo, a pesar de lodo.
—Pero, ¿a qué viene eso? ¿Qué es lo que sucede? ¿Ha empeorado mi situación?
—Puede ser —afirmó O'Manelly—. Si fuera así, ¿cumplirías esa palabra?
—No la he dado aún.
—Quiero tu palabra... o no sabrás nada de nada.
—Bien. Te doy mi palabra. ¿Es suficiente?
—Sí —O’Manelly respiró hondo—. Lo difícil va a ser decírtelo.
—¿Pero qué es, de qué se trata? —rugió Stuart, tenso.
—Calma, recuérdalo —le suavizó O’Manelly—. No quiero revuelos. Esto que hago ahora es contrario al reglamento. Pero mereces saber la verdad. Saber lo que ocurre ahí fuera, al otro lado de esos muros que limitan ahora tu vida, McLee...
—¿Fuera? —el estupor inmovilizó a McLee—. ¿Pero es... algo ajeno a la prisión?
—Sí. Y tu palabra te compromete igual, sea lo que sea, recuérdalo.
—¿Es..., es algo de... Silver Sands?
—Eso es. Algo de Silver Sands, el lugar donde tú vives —afirmó el carcelero.
—¡Cielos, habla de una vez! —le asió con fuerza por los hombros—. ¡Habla, O'Manelly!
—Yo no voy a hablar. No sería capaz —rebuscó en su bolsillo—. Toma. Es mejor que leas esto. Tú..., tú conoces al que la firma. Será más fácil todo para todos.
McLee, con mano trémula, turnó lo que le tendía O’Manelly. Era una carta. Una carta para él. Abierta por los funcionarios de la prisión. La desplegó. La letra le era desconocida. Pero a pesar de ello, su principio revelaba amistad:
«Querido amigo Stuart:
»Tras largas vacilaciones, creo que soy la persona indicada para escribirte esta carta. Seré breve, porque de nada serviría entrar en detalles, siempre difíciles y dolorosos.
»No es que tenga una obligación material de informarte. Ya no soy sheriff de Silver Sands, pero soy amigo tuyo. Y como tal te escribo.
»Sé que has encubierto a tu hermano Vince en lo de Jerome. El disparo partió de él, y tú has protegido su persona acusándote tú. Eso es hermoso, Stuart, pero Vince no podrá ya agradecértelo nunca. El pasado domingo, apareció Vince cerca de la mina. Le encontramos herido. El sólo dijo algo sobre una bala de plata. Y añadió que jamás la había metido en su revólver, que estaba en la cómoda siempre. No entendimos nada de todo eso. Pero podía estar relacionado con su herida, ya que ofrecía un orificio de bala en la espalda. Se desvaneció después de hablar de la bala de plata. Y ahora viene lo malo, Stuart. Prepárate, amigo... Tu hermano jamás volvió en sí. Vince murió aquella misma noche sin poder abrir los ojos ni pronunciar palabra. La bala, disparada por la espalda, le perforó el pulmón. Sin saber por qué, me recordó la muerte de tu padre adoptivo. ¿Sabías que la bala de plata le entró a Jerome también por la espalda? Creo que jamás se refirió eso en el juicio. Y yo no creo en tu culpabilidad ahora.
»Eso es todo lo que puedo referirte, Stuart. Yo no soy la ley, y el nuevo sheriff es un chico joven que no quiere escucharme. En cuanto a tu cuñada Rhonda, ha llorado mucho a Vince. Vestía de negro y era la viva imagen del dolor. Pero ahora, cuando vuestra mina se ha agotado, demostrando ser menos valiosa de lo que todos creíais, y los yacimientos minerales de Silver Sands se agotan rápidamente, Rhonda McLee ha desaparecido repentinamente, con todo el dinero que le correspondía a Vince, e incluso con la plata depositada en el Banco a vuestro nombre. No logran dar con ella en parte alguna. Y vuestro joven y arrogante capataz, Larry Cameron, ha desaparecido también al mismo tiempo. Raro, ¿no? Muchos aseguran haberlos visto a menudo juntos.
»Claro que ella no ha hecho nada ilegal, y si vuelven por aquí no se les podrá acusar de nada. Pero me ha parecido interesante decirte todo lo que ocurre en Silver Sands. De Lily, no sé nada tampoco. Se fue de aquí.
«Lamento ser portador de tan malas nuevas. Stuart. Todo esto, hace inútil tu sacrificio...
»Un abrazo de tu amigo leal:
«Norman Bellamy.»
Reinó el silencio en la celda. La carta cayó a tierra. Stuart McLee era una máscara lívida, una estatua rígida e impresionante en su mutismo. O’Manelly sintió miedo.
—McLee, por favor —pidió el centinela—. Grita, llora, haz algo... Esto es peor aún.
Los ojos grises que se volvieron a él, eran como metal bajo la luz ártica. La faz blanca no se movió, ni un músculo de su rostro tembló.
—¿Llorar? ¿Gritar? ¿De qué sirve eso, O’Manelly? —dijo roncamente.
—Es un desahogo. Tu palabra... puedes quebrantarla, McLee. Es... es natural que...
—No quiero desahogarme, O’Manelly. Necesito vivir así. Emponzoñado, corroído por este dolor, este odio y esta furia que ahora me devoran. Ahora sé quién disparó sobre mi padre adoptivo. Sé que fueron realmente dos disparos mezclados los que oí ... que Vince tenía razón al jurar que disparó al cielo... y que su bala de plata estaba en un mueble de casa... Ahora sé lo que ella pretendía. Y quién la ayudó ahora a deshacerse de mi hermano, del pobre Vince, que jamás hizo nada malo..., que no mató a nadie. ¡Tengo que vivir cuanto sea preciso, para que un día, mi venganza no se debilite! Sin piedad, sin compasión alguna... con el dolor hincado dentro de mí, con un odio frío e implacable que no se desahogue hasta ver muertos a esos canallas... Así he de vivir, O’Manelly. Los años que haga falta. No tengo prisa. Para nada...
O’Manelly se estremeció. Giró la vista hacia la puerta. Allí estaba aún Bruno Castillo. Mirando compasivo a su camarada de celda. Había oído sus palabras.
—Venía a despedirme por última vez, Stuart —dijo, apagadamente—. ¿Todavía..., todavía no quieres nada para Silver Sands?
—¡Sí! Ahora sí quiero algo, Bruno... —Stuart avanzó hacia él. Irguióse en toda su formidable estatura, hincando los músculos hasta parecer que iba a estallar—. Ve a Silver Sands, amigo mío.
—Iré. Tienes mi promesa.
—Gracias, Bruno. Ve allí. Y proclama a los cuatro vientos, di a todos, en todas partes, que Stuart McLee volverá allí. Aunque el mundo se hunda, ocurra lo que ocurra en estos años, llegará un día en que volveré. Y si Larry Cameron es un hombre, si no es una rata cobarde, estará allí. Para enfrentarse conmigo, para responder del asesinato de mi hermano y el robo de nuestra plata. Di que mataré a Rhonda McLee, esté donde esté. ¡Es mi venganza, Bruno! Dilo así. Juro acabar con ellos, y un día, un día cualquiera, dentro de diez años...
—Menos, Stuart —intervino O'Manelly, suavemente—. Tal vez ocho, todo lo más nueve...
—Escucha entonces, Bruno —Stuart McLee alzó sus manos, como en un impresionante y terrible juramento, poniendo a los cielos por testigo—. ¡Di que un día de 1884, Stuart McLee entrará de nuevo en Silver Sands, con la muerte en el corazón y la venganza en su revólver! ¡Diles que no falten a la cita!
—¿Pero quiénes?
—Ellos sabrán... ellos se darán por enterados... ¡y estarán allí! Si es preciso, haz imprimir un cartel. Y que lo claven en sitio visible... Es una cita con la muerte a varios años de plazo... —le tendió dinero, que el mexicano recogió, estremecido.
—Para las citas, conviene dar un día, una fecha —suspiró O’Manelly—. El verano del 1884 será lo más tarde que saldrás? de aquí...
—Diles eso también, Bruno. Y fija una fecha... —meditó—. Yo entré aquí un 11 de agosto... ¡Esa será la fecha! Once de agosto de 1884... Y si no están allí, les buscaré por todo el Oeste, de extremo a extremo..,. ¡Y lodos les llamarán cobardes!
—Sí, Stuart. Lo haré, lo haré. Te lo prometo...
—No olvides el día, Bruno.
—No lo olvidaré. El 11 de agosto de 1884... —el mexicano hizo un amplio ademán—. Imprimiré un cartel para clavarlo en la calle Mayor. Dirá así: «RETO A MUERTE AL ASESINO DE MI HERMANO Y A RHONDA McLEE. EL 11 DE AGOSTO DE 1884, VOLVERA STUART McLEE A SILVER SANDS. SI NO ERES UN COBARDE ACUDIRAS TU TAMBIEN, ASESINO. SE QUIEN ERES. Y MI VENGANZA LLEGARA, AUNQUE HAYA DE PERSEGUIRTE COMO A UNA RATA POR TODO EL MUNDO.»
—Sí, Bruno. Ese es mi desafío... —respiró hondo, apoyándose en el muro para no caer. Estaba lívido como un muerto—. No te olvides, buen amigo. ¡No te olvides...!