PRIMERA PARTE

SILVER SANDS, 1874

CAPITULO PRIMERO

El joven McLee entró en el saloon. Dirigió una mirada fija e interesada a Lily. La misma mirada de todos los hombres de Silver Sands. Después de todo, él no podía ser diferente a los demás, pese a sus dieciocho años escasamente rebasados.

—Hola, Vince —le saludó alguien, desde el mostrador—. ¿Quieres un trago?

El joven denegó lentamente. No había venido a beber. No había venido a divertirse.

—No, gracias —respondió a una segunda oferta, esta vez de Don Gannon—. ¿No habéis visto a Stuart?

—Sí, claro —rió Don, oscilando su fofa papada al hacerlo—. ¿Dónde podría estar tu hermano, sino aquí? Lo encontrarás arriba, en los palcos. Pero si quieres mi consejo no le interrumpas. Cuando canta ella, no le gusta que nadie le moleste.

Cruzó la amplia sala por entre las mesas repletas de público casi teniendo que hender el humo con su cuerpo, como si éste fuera un cuchillo y la humareda algo espeso y sólido que se enroscase a uno viperinamente.

—Buenas noches, hijo —le saludó una voz, cerca de él—. ¿Una partidita amistosa?

Vince McLee miró a su derecha. Allí estaba el largo y delgado tahúr, el hombre vestido de negro, sin duda para realzar más la blancura espectral de su rostro magro. El gran Ases Talbott. Nadie sabía su nombre. Ni les importaba.

—No, Ases —respondió el muchacho—. No tengo suerte con las cartas.

—¡Suerte! —el tahúr hizo un ampuloso ademán con sus brazos largos y enjutos, barajando con rapidez las cartas—. ¿Quién tiene suerte, si no se la busca? Mira, voy a sacar el as de trébol. Dime qué carta elijo.

Vince, riendo, señaló una al azar. Ases la tomó, girándola. Era el as de trébol.

—¿Lo ve? —el joven McLee siguió adelante—. ¿Quién juega con un tipo como usted?

—Las trampas quedan para los que vienen a ser desplumados, hijito, no para ti —le aseguró en vano el jugador profesional, en tanto que Vince se alejaba, meneando negativamente la cabeza a sus cantos de sirena.

Buscó a lo largo de los palcos, encontrándose escenas no demasiado edificantes en algunos de ellos. Por fin encontró a Stuart.

Estaba en el primer palco, junto al escenario. Tenía inclinada la cabeza hacia el tablado, sin apartar sus ojos de ella, de Lily. Vince hizo una mueca. Lily era de la clase de mujeres que él tampoco hubiera elegido por esposa. Temía que Stuart no pensara lo mismo.

—Hola, hermano —saludó con voz grave.

—¡Vince! —se había vuelto Stuart McLee, sorprendido por su presencia. Le miró con aquellos ojos suyos, grises y penetrantes—. ¿A qué has venido ahora? Creí que ibas a acostarte...

—Ya estaba en la cama, Stuart —refirió Vince, bajando la voz y sentándose junto a él—. Pero papá me hizo levantar rápidamente para venir en tu busca. Pensó que era menos visible mi llegada que la suya. Ya sabes que a él no le ven mucho por este local. Les hubiera chocado su presencia esta noche.

—Sí, claro —asintió Stuart lentamente, sin apartar la mirada—. ¿Pero a qué viene todo ese misterio? A papá nunca le ha preocupado mucho lo que digan de él los demás.

—Esta vez es diferente. No se trata ya de él, sino de todos nosotros... y de Jeffrey Dowling.

—¡Dowling! —Stuart se irguió—. ¿Qué tiene que ver el viejo Dowling en todo esto?

—No puedo perder el tiempo en explicártelo, Stuart. Ocurre algo grave. Muy grave. Ven en seguida al almacén. Yo iré detrás de ti, un poco más tarde. No conviene que se fijen demasiado en nuestros movimientos.

—Siguen los misterios, ¿eh? —Stuart se incorporó con desgana. Dejó un billete sobre la mesa, retenido por la botella de licor a medio vaciar, y echó a andar con sus pasos largos y rápidos—. No tardes tú mucho, Vince. No me gusta dejarte solo en estos sitios.

—Por mí no te preocupes —rió el joven, sentándose en el palco—. No será fácil que me seduzca ninguna de las sirenas de este antro. Ya sabes cómo pienso.

—Sí. Y sé también que el infierno está lleno de personas de buena intención como tú, que cedieron a esas tentaciones que tanto creían resistir. No te descuides nunca, Vince. El menor descuido puede ser fatal.

—No temas. Yo no tengo ninguna Duquesa que me haya sorbido el seso.

Stuart, ya en el corredor, se volvió, mirando de hito en hito a su hermano. Su voz sonó áspera al replicar:

—Tu broma no me ha gustado, Vince. Me gustaría que no hablases de ella... —y se fue.

Le siguió con la mirada Vince cuando cruzó la sala. Lo hizo sin prisas, saludando o hablando a todos. Parecía que iba a pedir algo al mostrador. Y una vez en éste, se deslizó a lo largo de él con prudencia, deslizándose al exterior sin ser advertido.

El joven McLee admiraba la astucia y habilidad de su hermano en cualquier menester. Cierto que Stuart era cuatro años mayor que él. Bueno, casi cuatro. Cuando él tuviera su edad, también sería un zorro viejo. Ahora, para muchos, aún era un crío.

De repente, se encontró mirando a la sinuosa figura vestida de verde de la Duquesa. Ella había terminado su número. La aplaudían mucho. Al inclinarse a saludar, desde aquella altura se apreciaban bien las formas agresivas de su cuerpo. Tal vez demasiado bien. Vince sintióse menos seguro de sí mismo y alejó con desesperada voluntad el asalto de la tentación.

Cuando Lily Lamont miró a lo alto, en busca sin duda del aplauso y de la sonrisa de su fiel Stuart, sufrió un desencanto evidente, a juzgar por su gesto. Eso divirtió a Vince.

Y casi sin pensar en por qué lo hacía, hizo una mueca burlona a la cantante. Ella desvió la mirada e hizo mutis sin expresar nada en su lindo rostro.

Le siguió un ilusionista que hizo reír y silbar a la concurrencia. Vince bostezó y se marchó del local.

* * *

Las luces del almacén estaban totalmente apagadas. Ni un hilo de claridad se apreciaba a través de las vidrieras del local.

Pero Stuart McLee sabía que eso era sólo aparente. La trastienda, cuando estaba bien cerrada y con la cortina corrida, no dejaba escapar ni un reflejo al exterior.

Hizo una suave llamada en los cristales. La repitió cuatro veces. Después aguardó. Siguió sin verse luz, pero era evidente que alguien se movía dentro del almacén. Chirrió una puerta, y después un deslizar de pasos se aproximó a la entrada.

—¿Eres tú, Stuart?

—Sí, papá —respondió roncamente el joven.

La puerta se abrió, después de un leve roce del pestillo y del girar de una llave. Entró. Junto a él, la familiar figura del hombre a quien llamara padre se apresuró a cerrar de nuevo el almacén.

—¿Qué es lo que ocurre, padre? —susurró Stuart—. Vince me ha dicho que...

—¡Ssssss! —le recomendó su padre—. Ven conmigo, Stuart. Ahora lo sabrás.

Le siguió, perplejo por tanto misterio. Atravesaron por entre los grandes sacos de harina, sal, maíz y legumbres. Sin ninguna luz. No la necesitaban en su propia tienda, cuyos más escondidos rincones conocían como la palma de su mano.

Abrió el hombre de más edad la puerta de la trastienda, igualmente oscura. La cerraron tras de sí, corriendo luego la cortina. Entonces, el padre de Stuart reavivó la llama del quinqué.

La luz amarillenta inundó la trastienda, reducida y con fuerte olor a salazones y tejidos. Stuart pudo ver el rostro ligeramente pálido de su padre. Y también a otro hombre, presente en la trastienda.

Este se hallaba tendido sobre una cama improvisada con sacos cerrados, repletos de mercancía y piezas de tela extendidas encima. Su palidez era marmórea y su respiración entrecortada, irregular.

—¡Es Jeff Dowling! —exclamó con un hilo de voz Stuart McLee.

—Sí, es Dowling. Milagrosamente vivo todavía —aseveró el hombre recio, de edad avanzada y sólidas facciones que en nada se parecían a las de Stuart McLee.

—¿Qué le ha ocurrido?

Sin responder, su padre se acercó al yacente, cuyos párpados aparecían cerrados. Alzó la tela que le cubría. Stuart lanzó una exclamación sorda. Retrocedió con verdadero horror.

La sangre bañaba por completo las ropas del viejo Dowling. Tenía desgarrada la burda camisa de grandes cuadros a la altura del costado, y sin duda le acababa de ser practicada una rápida cura por el padre de Stuart, ya que se advertía la limpieza del fuerte vendaje que rodeaba su cuerpo y aún se veía en tierra la pieza de tela blanca que sirviera para tal menester. Además, la trastienda olía a alcohol.

—¿Cómo se hizo eso?

—Di mejor quién se lo hizo —replicó su padre con rudeza—. Fue una buena puñalada. Lo milagroso es que no resultara mortal de necesidad...

—Padre, ¿qué es exactamente lo que ha pasado?

—Te he llamado precisamente para contártelo, hijo —el hombre de edad se sentó en una pila de sacos, con la frente cubierta de hondas arrugas—. No me gusta este asunto. Pero las circunstancias nos han envuelto en él y ahora va a ser difícil desligarse.

—Dowling es amigo tuyo. ¿Fue él quien...?

—Sí. Se presentó esta noche para hablarme de algo importante. Llamó a la puerta de la tienda con insistencia. Cuando me asomé a la ventana, le dije que estábamos acostados y no quería levantarme. Entonces dijo que era urgente, cosa de vida o muerte. Me alarmó su tono, el terror que se advertía en su voz. Y le dije que esperase.

»Al cerrar la ventana, para ir a abrir la tienda, me dejó petrificado un grito terrible que sonó en el porche.

Corrí con premura, tomando el rifle; miré a través de las vidrieras del escaparate... y sólo vi el cuerpo de Dowling tendido en el porche, con algo rojo y brillante escapando de su cuerpo.

»Me apresuré a abrir, asistiéndole. Le habían infligido una terrible cuchillada en el costado. Le metí dentro con rapidez, cerrando la puerta. Le curé como mejor pude. Avisé a Vince para que te llamase y eso es todo lo ocurrido.

—Sí, pero eso carece de sentido. ¿Por qué ocurrió? ¿Quién pudo hacerlo?

—No sé quién sería, Stuart —confesó—. Pero mientras le curaba, Dowling ha estado delirando, ha repetido frases y más frases sin sentido... que podían tenerlo en el fondo.

—¿Qué frases?

—Tú sabes que andaba buscando yacimientos minerales. Acostumbraba a decir que Silver Sands recibió por alguna razón su nombre. Y que si mereció llamarse Arenas de Plata, era por algo. Se reían todos de sus teorías, pero él no ha cejado en su empeño de buscar plata. No sé si la ha encontrado o no. Acaso delira. Pero si es así... ¿por qué apuñalarle?

—Sí, ¿por qué? —masculló Stuart, sombrío.

—Dowling, durante su desvanecimiento ha dicho repetidas veces: «El plano... el plano debe estar... a salvo... Mi viejo amigo Jerome lo guardará... El plano vale millones. Mucha plata...»

—Puede ser una idea delirante. Muchos mineros acaban locos.

—Y volvemos de nuevo al ataque con arma blanca mientras llamaba aquí.

—Tal vez deliraba también despierto. Y alguien pensó en robarle...

—¿En Silver Sands? Todos saben que Dowling es un pobre diablo sin sitio donde caerse muerto. No lo creo factible, Stuart...

—No. Yo tampoco —admitió sordamente el joven McLee.

En aquel momento, percibieron roces fuera. Un golpeteo suave en los escaparates de la tienda. Contaron hasta cuatro.

—Vince —dijo Stuart—. Voy a abrirle.

—No, deja. Quédate tú con Dowling. Voy a abrirle yo...

Salió el mayor de los dos hombres. Stuart se quedó en la trastienda, bajando la luz del quinqué. Se acercó a Dowling. El viejo minero dormía apaciblemente ahora.

Poco podía hacer por él durante su sueño. Ni Dowling por aclararles nada. Stuart se encaminó a la puerta por donde saliera su padre, asomándose a la oscura tienda.

Vio cómo abría la puerta. En el porche, iluminado por la luna, era visible la figura juvenil, larguirucha, de Vince McLee. El muchacho se dispuso a entrar.

De las sombras cercanas del porche se despegaron hasta tres sombras, en cuyas manos fulguraban niquelados cuerpos metálicos asestados hacia su padre y hermano. Una voz bronca masculló:

—¡Quietos, si estiman en algo su vida! ¡Vamos, Jerome Osgood! Déjenos pasar. No le ocurrirá nada a usted ni a su ahijado si no hace tonterías.

—¿Quiénes son ustedes? —preguntó, con voz tensa el hombre llamado Jerome Osgood.

Stuart advirtió que los tres hombres llevaban pañuelos al rostro, a guisa de máscaras. No se movió ni dio señales de vida. Los revólveres estaban asestados sobre sus familiares. Su hermano y el hombre que había sido su padre desde que el verdadero les faltara, siendo apenas unos niños. El bueno y noble Jerome Osgood.

—No le importa quiénes seamos, Osgood —replicó el que llevaba la voz cantante—. Adentro, en seguida. Tiene aquí a Jeff Dowling, lo sabemos.

—¡No es cierto!

—Lo es. No le servirá de nada negar. Venimos a por él.

—Está..., está muerto.

—Es lo que queremos comprobar. Si es así, nada ocurrirá. Si vive, será usted testigo de su muerte. Pero tampoco le haremos daño, si no se empeñan en sufrirlo también. Vamos, caminen los dos.

—¡Les mataré por esto! —rugió el joven Vince.

—¿De veras? —se burló el otro—. Me gustaría ver cómo lo intentas.

—Quieto, Vince —le aconsejó el hombre a quien llamaban padre.

—¿Y su otro hijo, Stuart? —preguntó de pronto el enmascarado, avanzando por la tienda.

—No sé. Estará en el saloon.

—Estaba en el saloon. Pero ahora no está. Creí que habría venido hacia aquí.

—No ha venido —replicó fríamente el comerciante—. Estará con Lily.

Hablaba en voz alta, sin duda con la intensión de avisar a Stuart. Pero éste se hallaba ya sobre aviso. Su mano derecha se había cerrado sobre la culata de su único revólver. Lo desenfundó con lentitud sigilosa. Situóse a un lado de la puerta y esperó.

No podía entrar en acción ahora, o peligrarían las vidas de Vince y de su protector paternal.

La puerta de la trastienda se abrió poco después. Jerome Osgood habló en voz alta como último aviso:

—¡Ya pueden pasar, asesinos! Verán que todo es cierto...

—Ustedes delante, Jerome —dijo el enmascarado fríamente—. Vamos, entren.

Stuart sonrió lobunamente. Era lo que había esperado. Y aun de esa aparente ventaja enemiga iba a valerse.

Entró Jerome. Luego Vince. Rápido, con unos movimientos vertiginosos, Stuart McLee saltó al centro mismo de la puerta, llameando su revólver por dos, tres, cuatro veces, antes de que los aturdidos visitantes enmascarados tuvieran ocasión de hacer nada.

—¡A un lado, padre! —chilló Stuart, sobre el estruendo de las detonaciones que escupía su revólver rabiosamente—. ¡Y tú también, Vince!

Vio caer a uno de los enmascarados, en tanto que otro de ellos alzaba sus manos, desnudas de toda arma y bañada en sangre la diestra, cuyos dedos aparecían quebrados.

En cambio, el tercero logró disparar a su vez, y Stuart sintió que la bala le rozaba la sien, en un milagroso fallo que se debió, en parte, a su costumbre de inclinar a uno y otro lado la cabeza cuando disparaba.

El enmascarado, con un rugido de ira, giró sobre sus talones, lanzándose a la carrera por la oscura tienda. Disparó de nuevo Stuart, pero la bala, silbando junto al fugitivo, que corría en zig zag, levantó un estruendo pavoroso al encontrar en su final las vidrieras del escaparate.

Una llamarada en la sombra, avisó a Stuart de que también el que huía seguía disparando, y la jamba de la puerta, junto a él, saltó por un punto en menudas astillas.

Stuart disparó una vez más, cuando ya la sombra del enemigo se precipitaba a través del cristal de la puerta en un salto prodigioso que quebró los vidrios con un estrépito aterrador. La bala terminó de derrumbar el cristal de entrada, detrás del que huía, y éste pareció oscilar un momento, de pie sobre el porche.

El nuevo intento de McLee fue fallido, porque el cargador del revólver se había agotado tras los seis disparos, y el percutor cayó en vacío. La sombra del enmascarado fugitivo se perdió, tras un nuevo tambaleo, entre las penumbras de las aceras porcheadas.

El herido gemía, caído contra el mostrador del almacén. Vince se había encargado de salir de la trastienda y caer sobre él, martilleándole con sus puños para evitar que intentara la fuga. En cuanto al tercero de los visitantes, estaba muerto.

Stuart se lanzó en pos del que huyera, pero la voz angustiada de su padre le requirió:

—¡Stuart, ven en seguida! ¡Mira!

Ahora, Jeff Dowling era simplemente un cadáver que ya jamás hablaría ni referiría a nadie el misterio de su muerte.

—Dios mío... —musitó Jerome Osgood—. Lo han conseguido. Han acabado con su vida, antes de que pudiera pronunciar una sola palabra...

—Y pensar que esta misma mañana, en el almacén, estaba lleno de vida, feliz y sonriente mientras adquiría provisiones y herramientas —musitó Vince.

—McLee, ¿qué es lo que ha ocurrido en vuestro almacén? —preguntó una voz a sus espaldas.

Stuart se volvió. El sheriff Bellamy y su comisario Burton habían llegado ante el destrozo.

—Algo horrible, Bellamy —respondió—. Han asesinado al viejo Dowling. Y tal vez nos hubieran asesinado también a nosotros, de no defender nuestras vidas a la desesperada. ¿Viene conmigo, sheriff?

Norman Bellamy asintió. Juntos, se encaminaron al interior del almacén Osgood-McLee.