CAPÍTULO VIII
Duke Stark bebió un trago de cerveza. Ocupaba una mesa, con dos de sus hombres. Otros dos ocupaban otra mesa, al lado opuesto de la sala. Sus miradas convergían en la puerta de entrada. Héctor Monterrey, el cantinero, secaba vasos, con nerviosismo. Se le cayó uno de entre los dedos al empujar Frank Yordan los batientes de la entrada.
—Ah, es usted... —murmuró con voz insegura, palideciendo de modo ostensible—. ¿Le sirvo algo, Yordan?
—Sí, por favor —asintió Frank fríamente—. Un whisky. Voy a brindar por un cadáver, Monterrey.
—¿Un... cadáver? —le tembló la voz al cantinero—. Extraño brindis...
—El cadáver del hijo de perra que haya puesto su mano sobre Magnolia. ¿Dónde está ella?
El cantinero le miró, angustiado. Sam Monroe no había entrado con Yordan como él preveía. Fuera de la cantina, la noche era negra como la tinta, oscura como la eternidad. En las mesas de los hombres de Blackman hubo un leve movimiento.
—Yo me la llevé, forastero —dijo glacialmente la voz de Duke Stark—. Es un deseo del señor Blackman. Va a hacerla su esposa. Y sus deseos son órdenes. Para eso es el amo de este lugar. ¿Algo más?
—Sí —Frank se volvió lentamente hacia él, con ojos helados, acodándose en el mostrador, su rifle encañonando al suelo en su mano zurda—. Antes dije que quien tocara a esa mujer era un hijo de perra, un sucio bastardo. Ahora ya sé que es usted.
Duke Stark endureció su gesto. Le brillaron los ojos, complacido. Eso, sin duda, era lo que había estado esperando: excitar al forastero, forzarle a la pelea. Se empezó a poner lentamente en pie. Sus dos esbirros también. Los otros, como si no formaran parte de su grupo, permanecieron quietos en su mesa, ajenos a todo. Monterrey se apartó con viveza de la línea de fuego.
—De modo que usted es el fanfarrón que acompaña a ese asqueroso negro de Sam Monroe, ¿eh? —rió Duke Stark—. ¿Se ha creído capaz de venir a insultar a la gente de este pueblo? Pues ha cometido un error. El último de su vida. Aquí no toleramos bravatas. Voy a matarle como a un perro sarnoso.
—¿Con esos compinches suyos para ayudarle? —rió Frank con acritud—. Me temo que son todos poca cosa para un hombre de verdad. Simples mujerzuelas cobardes.
El insulto crispó a Stark y los suyos. El pistolero de Blackman masculló:
—¡Basta ya, cerdo! ¡Desenfunda tu arma de una maldita vez!
Y él mismo desenfundó con una celeridad increíble. Frank sabía que tendría que habérselas con un hombre diestro. Conocía bien a un pistolero de calidad cuando se enfrentaba a él. Sólo que también Frank Yordan era de calidad. De primerísima e inmejorable calidad.
Desenfundó su mano diestra, una centésima de segundo más veloz que la de Stark. Pero éste contaba con la ayuda de sus cuatro esbirros. Todos desenfundaron a la vez, los que se habían incorporado y los que fingían permanecer al margen. Eran cinco hombres contra uno.
Contra dos, porque Sam Monroe apareció en ese momento en la puerta trasera de la cocina, tras usar la ventana de ésta para introducirse en el edificio. Pero con eso no había contado Duke Stark. Tampoco con la pericia de Frank Yordan en usar simultáneamente su revólver con la derecha y su rifle con la zurda.
Ambas armas rugieron en manos de Yordan. El revólver, apuntando a Stark. El rifle, con vertiginosa celeridad y una leve oscilación de lado a lado, apuntando a los dos esbirros. La taberna se llenó de estampidos y de llamaradas, de olor a pólvora... y de sangre humana.
Duke Stark lanzó un alarido de agonía y asombro cuando el proyectil de calibre 45 se clavó entre sus cejas, reventándole la masa encefálica. Saltó atrás, como un pelele, bañada en sangre su cara, mientras sus dos más próximos compinches se agitaban en espasmos casi cómicos, al sentir en sus carnes los impactos de los proyectiles del Winchester, que Frank disparaba a velocidad de vértigo, moviendo la palanca tras cada disparo, para expulsar un cartucho y meter otra bala en la recámara, con un habilísimo y sorprendente movimiento de su brazo, apoyado en el borde del mostrador.
La doble maniobra barría a los enemigos como si los segara una mortífera e invisible guadaña. Y los otros dos pistoleros de Blackman, apenas intentaron disparar a traición sobre Yordan, se agitaron a su vez, en un siniestro bailoteo, sacudidos por la rociada brutal de balas a que les sometía el revólver de Sam Monroe, vomitando llamaradas en la firme mano del joven negro.
Ante los ojos estupefactos de Monterrey, en sólo unos pocos segundos, hasta cinco hombres caían en el suelo de su cantina, acribillados a balazos, rotos y tronchados por el alud de plomo candente, sin que hubieran podido hacer otra cosa que disparar un par de proyectiles al vacío, sin posibilidad de acierto.
—Dios mío... —jadeó Monterrey—. Es fantástico. Pero esto traerá la guerra a Arroyo Piedras...
—La guerra está ya declarada desde el momento en que Blackman raptó a Lorna Monroe, amigo mío —replicó duramente Yordan, reponiendo balas en su Colt—. Ahora, con el rapto de nuestra compañera, no ha hecho sino recrudecerse y estallar del todo.
—Blackman les aplastará. Puede aplastarnos a todos, por haber permitido esto —gimió apagadamente el cantinero—. Su furia no tendrá límites cuando lo sepa...
—Tampoco lo tiene la nuestra, al saber que dos mujeres a quienes estimamos tanto son prisioneras en estos momentos de ese cerdo enmascarado —silabeó Frank—. Y estamos dispuestos a rescatarlas a sangre y fuego.
—¿Ustedes dos solamente? —clamó el cantinero—. ¡Están locos! Hay casi veinte hombres allá arriba, aun habiendo caído cinco aquí... La vivienda de Blackman es una fortaleza, un auténtico castillo inexpugnable...
—Pues alguien va a intentar asaltarlo —dijo Monroe—. Si quiere granjearse las simpatías de esa rata, vaya y dígaselo usted mismo.
—¿Yo? ¿Enfrentarme a Blackman cuando ha perdido a Stark y cuatro de sus hombres? ¡Dios me libre de tal cosa! Sus accesos de furia son terribles, todo el mundo lo sabe. Si acaso, que vayan ellos, sus buenos amigos de la Asociación de Ciudadanos. Ellos sí están a buenas con Blackman. Y son sus enemigos personales, Monroe, no lo olvide.
—Lo sé muy bien —masculló éste—. Tracy, Coleman y otros respetables ciudadanos de esta pocilga de mujerzuelas medrosas que es Arroyo Piedras. Los desprecio a todos. Me dan asco los hombres sin agallas, que sólo tienen valor para despreciar a unos pobres negros, Monterrey. Aquí solamente usted, Steve Carson, el herrero, y el comisario Younger son gente honesta, aunque dominada también por el temor a Blackman. Los demás no valen nada. Son basura.
—Dejemos la charla, Sam —cortó Yordan, sombrío—. Blackman no tardará en ser informado de esto. Su furia será violenta, estoy seguro. Y Magnolia está en su poder. Temo por ella.
—Es demasiado bonita esa joven para que él le haga daño. Al menos, no mientras el reverendo Goddard no la convierta en su esposa y él la posea —señaló Monterrey, pensativo.
—Aun así, debemos apresurarnos —señaló Yordan—. Esta misma noche hay que intentar su rescate. Y el de Lorna, tu mujer, Sam. Ella sí puede ser sacrificada en venganza por lo ocurrido hoy aquí.
—He empezado a acostumbrarme a la idea de perderla —se quejó Monroe amargamente—. Me temo que no podamos hacer nada esta noche. Blackman montará un dispositivo de vigilancia que nadie podrá salvar. Y como dijo Héctor, aquello es una fortaleza.
—También lo era Troya —comentó entre dientes Yordan.
—¿Eh? ¿Qué sitio has dicho? —se sorprendió Monroe.
—Es igual, no entenderías. Pero hubo una vez un caballo de madera que entró en una ciudad sitiada. Es una buena idea, Sam. Si resultó una vez, ¿por qué no ha de resultar otra?
—Troya, caballos de madera... No entiendo nada, Frank —se quejó el negro.
—Lo entenderás cuando te exponga mi plan. Escucha bien...
* * *
La ira eje Blackman era explosiva en esos momentos. Bajo la negra máscara de cuero, su piel era una tersa superficie congestionada. Agitaba el látigo entre sus manos enguantadas en negro cuero, haciéndolo restallar en el aire, como si azotara imaginarios cuerpos humanos en una flagelación implacable.
A cada trallazo, los representantes de la Asociación de Ciudadanos de Arroyo Piedras, encabezada por Walt Coleman y Ross Tracy, se encogía como si fueran ellos mismos los azotados por la furia del cacique.
En un rincón, indolente y pasivo, asistía a la escena el siniestro Jason Goddard, el reverendo que inventara una religión a medida y gusto de su amo y señor, para permitirle tener un harén de esclavas y concubinas, con ciertos visos de legalidad matrimonial. Parecía divertido con la ira de su jefe.
¡Malditos todos! —rugía Blackman, en el paroxismo de su cólera— ¡Permitir que un sucio negro y un maldito forastero asesinen impunemente a Duke y a cuatro de mis hombres! ¡Es intolerable! ¿Qué clase de gente sois, que no habéis movido un dedo para evitar eso? ¿Pueden dos hombres solos acabar en un momento con mis mejores pistoleros?
—Señor Blackman, ese forastero es un peligroso pistolero a lo que se ve... —trató de tartajear Walt Coleman, servilmente.
—¡Infiernos, eso ya lo sé! —bramó el sombrío personaje del largo guardapolvo negro y la modelada máscara de cuero sobre el rostro desfigurado—. ¡Pero todo un pueblo no puede permanecer cruzado de brazos, permitiendo que un extraño haga correr la sangre a su antojo!
—Según testigos presenciales, señor Blackman, Stark retó al forastero... —intentó a su vez Tracy justificar.
—¡Claro que lo hizo! —chilló Blackman, revolviéndose hacia él y haciendo culebrear la tralla rematada en plomo junto al rostro del que hablara, obligándole a pegar un respingo de terror—. ¡Eso era lo convenido! Pero nadie podía imaginar que un hombre como Stark pudiera caer víctima de un rival...
—Al parecer, ese forastero fue el más rápido...
—¡No me importa que lo fuese! Quiero su cabeza. Y la tendré. No toleraré que la gente me pierda el respeto y se burle de mi autoridad. Eso terminaría con mi poder. Volved al pueblo. Exigid que el comisario Younger ponga precio a la cabeza de esos dos y los arreste. Yo pagaré la recompensa por cada uno. Mil dólares por el pistolero y quinientos por el negro Monroe, ¿está claro? Si Younger no los detiene, dejará de ser comisario de Arroyo Piedras. Es una orden mía que no puede ser desobedecida. Si es preciso, que el pueblo linche a esos dos. Pagaré ese dinero a la Asociación de Ciudadanos, y otra suma igual a los linchadores.
—Eso espoleará a la gente, sin duda —aprobó Coleman, satisfecho—. Es seguro que no pasen de mañana. La gente se echará sobre ellos como fieras, con tal de obtener algún dinero. En Arroyo Piedras no se han visto tres mil dólares desde hace décadas, señor Blackman...
—Pues la oferta está en pie. Id a propagarla a los cuatro vientos. Pero quiero mañana mismo las cabezas de esos dos bastardos. Si no fuese así, si fuerais incapaces de conseguirlo... ¡juro que enviaré a mis hombres con antorchas y dinamita contra vosotros, y arrasaré el pueblo entero, malditos cobardes! ¡Fuera, fuera de mi vista, pronto!
Tumultuosamente, aterrorizados, la media docena de vecinos encabezados por Coleman y Tracy, partió de la fortaleza de Blackman, que resopló, una vez a solas, encarándose con Goddard:
—Esa pandilla de inútiles... Hay que tirarles migajas para que se arrastren a por ellas y hagan algo. Espero que linchen lo antes posible a esos dos puercos... Y tú, Jason, deja de sonreír como un imbécil. Prepara la ceremonia con esa hermosa mestiza. Dentro de una hora quiero casarme con ella legalmente, conforme a las normas de tu religión. Y hacerla mía esta misma noche. En cierto modo, eso será una venganza contra ese pistolero. Ahora estoy seguro de que la ama.
—Sí, patrón —asintió Goddard, incorporándose con un suspiro—. La ceremonia nupcial estará lista en poco tiempo. Ahora mismo, si lo deseas...
—No, ahora no —cortó abruptamente Blackman, encaminándose airado hacia la salida del blanco salón castellano—. Dentro de una hora exactamente. Todos los hombres asistirán a la ceremonia. Y también la mujer de Monroe, la negra Torna. Después... haremos un sacrificio especial: Lorna Monroe será ejecutada en presencia de esa mestiza.
Y cerró tras de sí violentamente, con un portazo que hizo temblar los muros de la fortificada mansión del altozano. Jason Goddard se limitó a asentir, riendo entre dientes malignamente.
Magnolia, aterrada, contempló las ropas que le habían obligado a ponerse, sustituyendo las suyas habituales, de piel con flecos a la usanza india. Estaba realmente hermosa con aquel blanco vestido de novia, ayudada por otras «esposas» de Blackman, medrosas y serviles, en cuyas carnes se veían huellas de latigazos. Todo en silencio, como temiendo despegar los labios, las improvisadas damas de honor de la novia procedían a su tocado para la ceremonia nupcial de medianoche.
Una de aquellas damas de honor era joven y bella, de negra piel y rizoso pelo: Lorna Monroe, la esposa de Sam. Y también ella tenía miedo; y señales de látigo en su piel de ébano.
—Lorna, tu marido ha venido —musitó Magnolia durante un momento del tocado—. Vino a por ti. Te rescatará.
Lorna se limitó a sonreír tristemente, como dudando mucho de aquel punto. La propia Magnolia se dijo que no resultaría muy esperanzador para la joven negra ver a la compañera de sus presuntos salvadores, cautiva de Blackman y a punto de ser una de sus «esposas», por obra y gracia de la grotesca religión de Goddard.
—Mi pobre niña... —se limitó a susurrar Lorna—. Eso nunca sucederá. Las dos moriremos cautivas entre estos muros...
Magnolia se estremeció, aterrada. Empezaba a pensar lo mismo que Lorna. Sus esperanzas se desvanecían por momentos.
Llegó el momento de la boda. Fue conducida al salón, preparada para la ceremonia con bebidas, comida, candelabros y luces. Unos quince hombres armados formaban la asistencia a la ceremonia. Otros cuatro o cinco montaban guardia fuera.
Jason Goddard se inclinó ceremonioso ante la novia. Ella le miró con ira.
—El novio está a punto de llegar —señaló Goddard—, Eres una hermosa novia, muchacha.
Ella se limitó a clavar en él sus oscuros ojos llameantes, con gesto despectivo. Un momento después, se abría una puerta lateral. El hombre altísimo, de negro impermeable, máscara de cuero, guantes de piel negra y ojos helados, hizo su aparición en la sala, con su eterna indumentaria de personaje siniestro e inquietante. Avanzó con paso firme hacia Magnolia. Goddard abrió unos Evangelios para iniciar su sacrílego remedo de ceremonia nupcial.
—Bienvenido sea el novio —saludó—. En nombre del Señor, voy a uniros en matrimonio como dispone la religión perfecta, abrazada por el hermano Blackman...
Este se situó, rígido, junto a Magnolia. Sus labios se movieron solamente para modular una frase seca e incisiva, con tono áspero:
—Vamos, deprisa.
Goddard asintió, contrariado. Le gustaba su histriónico juego, sin duda. Pero tampoco se atrevía a desafiar las iras de su temible patrón.
Hizo repetir a ambos las palabras rituales. Magnolia se resistía a ello, pero Lorna le aconsejó en voz baja, a su lado, que siguiera el rito o sería peor para ella. Blackman se limitó a echar una fría ojeada a la negra, sin pronunciar palabra.
El ritual a repetir por ambos era breve. Luego, Blackman debía besar a la novia. Ella se resistió. Entre dos hombres tomaron a la novia. Sintió los labios del enmascarado sobre los suyos y un asco profundo comenzó a invadirla.
Tuvo que hacer un esfuerzo supremo. De pronto, ese asco se convirtió en un hormigueo excitado de todo su ser. Aquellos labios...
Magnolia evocó un beso fugaz, en pleno desierto, una noche fría y oscura. Tembló de pies a cabeza. Se hubiera tal vez traicionado a sí misma, si la boca del enmascarado no hubiese susurrado, en su propia boca:
—Silencio, Magnolia. Disimula.
Ella disimuló. Pero resultaba difícil hacerlo, sabiendo que era Frank Yordan quien la estaba besando, y no Maxwell Blackman. No entendía nada, pero fingió asco y escupió violentamente al rostro medio cubierto por la faz de cuero rígido.
—¡Cerdo! —le insultó—. ¡Te odio, maldito bastardo, te odio!
El falso Blackman rió entre dientes, despectivo. Hizo un gesto a Goddard, que había empezado a ordenar la detención de Lorna para su ejecución inmediata en público.
—No —cortó el falso Blackman—. Llevadla conmigo y con mi esposa.
—Pero señor, tú dijiste...
—Obedece —silabeó duramente el enmascarado—. La negra con nosotros.
Goddard se preguntó qué pensaría hacer su patrón con las dos mujeres en la alcoba nupcial. Tal vez imaginó una nueva crueldad de Blackman, y se limitó a asentir, sonriendo. Los pistoleros de Blackman obligaron a Lorna a ir en compañía de ambos. La negra, vencida y resignada, no opuso resistencia alguna. Ya no tenía fuerzas para ello.
Una vez en la alcoba nupcial, Frank cerró la puerta con llave. Se volvió a Lorna con una sonrisa. Magnolia estaba radiante, esperanzada, ante la sorpresa de la negra.
—Pronto, hay que salir de aquí —dijo Yordan, alzando su máscara—. Soy el amigo de su esposo, señora.
—¡Usted! Pero entonces, Blackman... —comenzó la negra.
—Ahí abajo —señaló la cama nupcial—. Le sorprendí vistiéndose. Entré en la hacienda disfrazado tal como estoy. Nadie detuvo a Maxwell Blackman en persona, era lógico. El verdadero vendrá con nosotros. Es nuestro rehén. Y debe responder de muchos crímenes ante la Justicia. Si no fuese así, Sam se encargaría de él.
—¿Cómo salir de la hacienda con él, sin despertar sospechas? —musitó Magnolia, contemplando admirada a su salvador, que de nuevo la arrancaba de las garras del peligro—. Eso va a ser difícil, Frank...
—Espero que no lo sea tanto. Nadie ha visto nunca a otro Blackman sino al verdadero. No pueden sospechar la verdad. Es un hombre caprichoso y excéntrico. Fingiremos que ha resuelto ir con su flamante esposa y con la negra al exterior de la hacienda, digamos que al pueblo. Sus hombres se lo creerán.
—¿Y el verdadero Blackman? ¿Cómo sacarle de aquí?
—Un fardo, simplemente. Primero le dejaré desvanecido y bien envuelto. Nadie va a preguntar al que suponen es el propio Blackman lo que lleva en su caballo o en su carruaje. En marcha, vamos a intentarlo... y que Dios nos ayude.
Resultó sorprendentemente sencillo. Goddard se había retirado a descansar. Los hombres de servicio vieron con asombro salir a su patrón con las dos mujeres, pero no se atrevió nadie a replicarle. Le prepararon el carruaje, cuando pidió roncamente salir de la hacienda para dirigirse a Arroyo Piedras y pernoctar allí con ambas mujeres. Dos pistoleros se ofrecieron a escoltarles. Yordan consideró que negarse a ello si resultaría sospechoso, y aceptó.
Minutos más tarde, con el auténtico Blackman convertido en un fardo bajo el asiento de un calesín negro tirado por dos briosos caballos, rodaban hacia el pueblo en la oscuridad de la noche, seguidos por dos jinetes a caballo.
—¿Cómo nos desharemos de ellos? —quiso saber Magnolia, alarmada.
—De la única forma que uno se deshace de los alacranes —rió Frank gravemente—. Vedlo.
Estaban ya a la entrada del pueblo. Detuvo el calesín. Los pistoleros se aproximaron.
—¿Ocurre algo, patrón? —indagó uno de ellos.
—No soy vuestro patrón —dijo Frank, quitándose la máscara de un tirón—. Yo soy Frank Yordan, el pistolero amigo de Sam Monroe. ¡Defendeos, pronto!
Dominando su estupor, los pistoleros llevaron la mano con rapidez a sus revólveres. Frank les ganó con mucha ventaja en el empeño. Desenfundó vertiginoso y disparó su revólver sin la más mínima vacilación. Ante el horror de ambas mujeres, los pistoleros saltaron de sus sillas, mortalmente alcanzados, y rodaron por el polvo, hasta quedar inmóviles. Sus caballos se alejaron, relinchando agudamente.
—Dios mío, es horrible... —tembló Lorna Monroe.
—Ellos no hubieran vacilado en matarnos —silabeó Frank—, Como no vacilaron en matar a su hijo, señora. Esto es una guerra, y en la guerra no se puede perdonar la vida al enemigo... o es uno quien cae muerto.
—El tiene razón —asintió Magnolia—. Siempre la tiene...
Frank le dirigió una sonrisa. Siguieron rodando, entraron en el oscuro pueblo, y una sombra negra, poderosa, asomó ante ellos, armada de revólver.
—¡Alto! —voceó—. ¿Quién es?
—Sam, volvemos aquí todos —avisó Frank jovialmente—. Magnolia, yo, el poderoso Blackman como prisionero... y Lorna, naturalmente.
—¡Lorna! ¡Vida mía! —clamó Monroe, corriendo al carruaje.
—Oh, Sam, Sam de mi vida, al fin juntos... —sollozó ella, precipitándose abajo del pescante y corriendo al encuentro de su esposo, sin poder dar crédito a lo que estaba viviendo.
Arribos se fundieron en un apretado abrazo. Frank y Magnolia se miraron en silencio. Luego, él meneó la cabeza, con un suspiro.
—Ahora —dijo—, confiemos en que el comisario Younger sea capaz de llevar a Maxwell Blackman hasta la horca que tanto se merece...