CAPÍTULO III

 

La mestiza estaba llorando. Con el rostro oculto por sus manos, acurrucada en un rincón de la acera, su cuerpo se agitaba en convulsiones a causa de los amargos sollozos que escapaban de su pecho.

Frank Yordan se detuvo tras ella después de recargar el cilindro del revólver y enfundar éste con calma en su pistolera. Carraspeó, antes de hablar:

—Lo siento... No pude hacer otra cosa. No crea que me gusta matar...

Ella siguió sollozando, luego, se volvió por un momento a mirarle, a través de un velo de lágrimas.

—Es horrible... —gimió—. Es la primera vez que veo... morir a unos hombres.

—Supongo lo que sentirá. A mí me sucedió igual una vez. De eso hace mucho tiempo. Era otro quien los mató entonces, no yo. Y sentí lo mismo que usted. Cuando me tocó a mí hacerlo, fue aún mucho peor. Pero la vida me ha exigido muchas otras veces defenderme de este modo. Ya no siento nada. Pero no me gusta hacerlo.

—No puedo reprocharle nada... Al contrario, señor... Gracias por todo. Esos salvajes me hubieran... me hubieran...

—Seguro que lo hubieran hecho —la interrumpió piadosamente Yordan—. Conozco a esa clase de gente. Son borrachos de la peor condición, gentuza sin escrúpulos ni conciencia. Y se creen encima mejores que los demás, sienten racismo y todo eso...

—¿Cómo podre agradecerle que arriesgara su vida por mí, señor?

—Yéndose a casa a descansar y olvidándose de todo esto, créame —sonrió él vagamente—. No puede hacer otra cosa.

—No los de aquí. Estoy de paso hada el Sur. Trabajo solo durante este fin de semana en el restaurante, señor. Me alojo en un albergue cercano...

—Pues vaya a el lo untes posible. Yo la acompañaré, por si acaso. Pero no creo que nadie tenga ya deseos de molestarla. Yo tampoco soy de aquí. Estoy de paso, y casualmente, también iba hacia el Sur. Pensé en quedarme y buscar trabajo en Dos Cabezas, pero me temo que después de lo de esta noche, mucha gente se lo pensará dos veces antes de darme trabajo...

Echó a andar junto a la mestiza, mientras numerosos curiosos se iban agrupando ahora en torno a los tres cadáveres, haciendo comentarios en voz baja y dirigiéndole miradas de soslayo, con expresión de respeto o de temer.

—Siempre tropiezo con cosas así —se lamentó ella, caminando a su lado, cabizbaja—. Es como haber cometido un deliro. No se puede nacer con mezcla en la sangre. En todas partes hay gente como ésa, que insulta, daña o ataca... Pero nunca fue tan difícil mi situación. De no ser por usted, hubiera sido horrible para mí...

—Ya le dije que es mejor olvidar. O intentarlo, al menos. ¿Tiene problemas de dinero?

—Sí. Por eso trabajo.

Yo también —suspiró Frank—. Si no, la ayudaría para que no volviera a ese restaurante mañana. La he visto .trabajar muy dure» esta noche.

—Oh, eso no era nada. Mañana será peor. Debo guisar la comida, servirla, limpiarlo todo... No pagan bien, pero no tengo otra elección. Necesito tomar la diligencia hacia Nogales el lunes por la mañana.

—Nogales... Eso está lejos todavía. En la frontera mejicana.

—Sí. Pero tengo que llegar allí.

—¿Asunto familiar acaso?

—Algo parecido, sí —admitió ella vagamente, rehuyendo dar una respuesta concreta—. ¿Usted irá muy lejos, si no se queda aquí?

—Aún no lo sé. Cualquier sitio es bueno para buscar trabajo, siempre que se encuentre. Todo depende de cómo vayan las cosas a partir de este momento...

Se detuvo la muchacha ante la angosta puerta del negocio de alojamiento. Yordan frunció el ceño al ver el aspecto tétrico y nada higiénico del lugar. Pero no hizo comentario alguno. Se limitó a detenerse, mientras ella le explicaba:

—Ya hemos llegado. Le repito mi gratitud, señor...

—Yordan. Frank Yordan —se presentó él, tocándose el ala del sombrero—. Le deseo felices sueños, si es que le es posible tenerlos esta noche. Hasta mañana.

—Hasta mañana, señor Yordan. Mi nombre es Magnolia. Magnolia Juárez...

El se inclinó, cortés. La muchacha desapareció en el interior del edificio. Frank regresó lentamente hacia el hotel. Ya estaban retirando los cuerpos de la calzada, y un hombre con una placa de latón se ocupaba de hacer preguntas a los de más. Pero ni siquiera le interpeló cuando él pasó a su lado. Era evidente que un tipo capaz de matar en duelo a tres adversarios, no resultaba nada sospechoso en Dos Cabezas, y el testimonio de los presentes bastaba para confirmar la existencia de duelo legítimo. La ley, en aquellos lugares, era algo muy aleatorio habitualmente. Y Yordan lo sabía.

Llegó ante el hotel. El bar de éste aún se hallaba abierto. Y ahora, más que antes, deseaba tomar un último trago antes de irse a la cama. Matar a alguien, aunque fuese a ratas como los Slater, siempre le dejaba una amarga sequedad de boca.

Empujó la puerta vidriera del local. Se aproximó con lentitud al mostrador, donde un hombre calvo, con ridículo bigotito, limpiaba vasos. Este le miró con cierta aprensión. Sin duda, desde el ventanal del bar, había podido ser testigo de excepción de la dramática escena.

—Lo siento, señor. Ya iba a cerrar... —se excusó débilmente.

—No le molestaré demasiado. Sírvame sólo un vaso de whisky. Es todo lo que quiero antes de subir a dormir, amigo.

—Si es sólo eso... —se apresuró a poner un vaso ante él—. ¿Me permite un consejo, señor?

—Claro —Frank le miró pensativo—. ¿Sobre qué asunto en particular?

—Sobre los Slater.

—Ya —Frank tomó el vaso de ambarino licor. Lo saboreó. Era de excelente calidad—. Los Slater están muertos, ¿no lo sabía?

—Claro. Tres de ellos, cuando menos —asintió el camarero.

—¿Tres? —Frank arrugó el ceño—. ¿Es que hay más?

—Otros dos. Los Slater son cinco en total, señor. Mala gente toda. Lo mismo que los que usted mató...

—¿Y bien...?

—Cuídese de los otros dos si va a permanecer aquí algún tiempo. Son capaces de todo con tal de vengar a sus hermanos.

—Lo tendré en cuenta, amigo —sonrió Frank—. Gracias por tan sano consejo.

—No me gustaría que le pasara nada a usted por ignorar ese detalle. Los Slater son odiosos. La gente les odiaba tanto como les temía. Seguirán odiando y temiendo a los dos supervivientes. Por eso nadie le ayudarla a usted, como no ayudaron a esa pobre chica mestiza.

—Entiendo —apuró el whisky, y puso un dólar sobre el mostrador—. Gracias por el aviso una vez más. Creo que a la vista de eso, será mejor que me marche de aquí en vez de quedarme, como pensaba.

—Sí, será lo mejor. Los Slater tienen amigos, además. Están al lado de los mineros, y la Compañía de Minas se ha traído gente armada a sueldo, mercenarios del revólver. Esto de esta noche será para ellos como una declaración de guerra que usted les hace. Ningún ganadero se atreverá a contratarle. Y la Compañía de Minas no le daría un trabajo ni pagándoles usted encima.

—Buen panorama —refunfuñó Frank, camino de la escalera del hotel—. Siempre me ocurren estas cosas por ayudar a los demás... Buenas noches, amigo.

—Buenas noches, y suerte —le deseó el camarero con voz amistosa.

Frank Yordan fue hasta el pequeño mostrador de recepción. Un hombrecillo somnoliento buscó su llave para dársela.

En ese momento, a sus espaldas, ocurrió algo.

La puerta del hotel se abrió violentamente, con un crujido de vidrios rotos. Yordan comenzó a darse vuelta, arrojándose de bruces al suelo cuando una voz potente, sonora, le gritaba desde alguna parte:

—¡Cuidado! ¡Quieren matarle!

Lo hizo muy a tiempo. Estaba tocando el suelo con rodillas y brazos, cuando las balas silbaron sobre su cabeza, acribillando el mostrador. El hombrecillo de la recepción emitió un chillido de terror, zambulléndose detrás.

Yordan descubrió en la acera a los dos hombres que habían empujado la puerta, para tenerle a tiro de sus revólveres. Uno de ellos había penetrado en el hotel, haciendo rugir su arma, mientras el otro corría a parapetarse tras las columnas del porche, para desde allí hacer fuego sobre él.

Desenfundó Yordan en cuestión de fracciones de segundo, maldiciendo entre dientes y preguntándose quién le habría advertido tan oportunamente sobre el peligro que corría, ya que no descubrió a nadie en todo el vestíbulo.

Luego, de repente, los vidrios de una ventana del hotel saltaron en mil pedazos, y antes de que Yordan pudiera disparar hacia allá, una especie de alud negro penetró por el boquete, como lanzado por una catapulta, para caer sobre la espalda del tirador que entrara en el vestíbulo del establecimiento, justo cuando se disponía a hacer nuevamente fuego sobre Yordan.

 

* * *

 

La poderosa humanidad negra que penetrara por la ventana rota, abatiéndose sobre su adversario armado, descargó sobre la cabeza de este último un mazazo tan brutal, que crujieron los huesos de su cráneo, y el hombre se desplomó como fulminado por un rayo. El negro le gritó a Frank:

—¡Fuera está el otro! ¡Cúbrase!

Asintió Yordan, mientras el segundo individuo hacía fuego sobre él desde la acera. Para entonces, el pistolero habíase desplazado velozmente, dando volteretas sobre sí mismo, hasta incorporarse, protegido tras un macetón con una planta, y desde allí disparar a la calle.

El tipo apostado tras las columnas del porche, emitió un aullido ronco, y salió de su parapeto, tambaleante, con sangre en la camisa, pero disparando rabioso su revólver sobre Yordan. en un desesperado esfuerzo por abatirle. Las balas troncharon las anchas hojas de la planta y quebraron el tiesto en varios puntos. Yordan disparó de nuevo, inexorable, por dos veces.

Sacudido por los impactos de los proyectiles, el hombre de la acera se tambaleó, abriéndose nuevos rosetones rojos en su pecho, abrió la boca, vomitando sangre, y rodó al fin de bruces, estrellándose con sordo impacto en las tablas  de la acera, donde quedó inmóvil.

—¡Buenos disparos! —voceó el hombretón de negra piel, aprobador, erguido junto al tirador a quien derribara con sus solas y enormes manos—. Amigo, es usted todo un tipo. Me alegra haberle podido echar una mano.

—Y bien a tiempo que lo hizo —aceptó Frank, con un resoplido, saliendo de su escondrijo— . Estuvieron a punto de sorprenderme... Seguro que son los hermanitos de los que cayeron antes. Eh, ¿cómo está el tipo a quien usted golpeo?

El negro se inclinó, examinando al caído. Meneó la cabeza de un lado al otro, al incorporarse.

—Lo siento por él —dijo—. Le pegué duro, Está muerto. Creo que le fracturé el cráneo...

Yordan miró con respeto las gigantescas manos musculosas del hombre de color, joven y atlético, que tenia este.

Luego se encogió de hombros.

—No se lamente demasiado —juzgó—. Esa gente no merecía la pena.

—Sí, pienso lo mismo —afirmó el negro— ¿Se encuentra usted bien?

—Creo que sí. Un poco cansado de meterme en problema; —sonrió Frank—. Pero eso es todo. ¿Por qué me ayudó, jugándose usted el tipo? No nos conocemos de nada.

—Le vi antes, defendiendo a aquella chica mestiza. Se portó usted noblemente con una chica de otra raza. Eso me gustó. Le tomé simpatía. No abundan los tipos como usted hoy en día. El color de la piel es como una maldición para nosotros, los que no somos de raza blanca. Por eso le ayudé. No podía permitir que esos bastardos le sorprendieran, asesinándole.

—Creo que le comprendo, amigo —suspiró Yordan, apoyando una firme mano en el poderoso hombro del hombre de color—. Y si le llamo «amigo» no es por simple rutina, sino porque así considero siempre al hombre que me tiende su mano y su ayuda, con riesgo de su propia vida, sobre todo por razones como las que usted me ha expuesto. ¿Es natural de aquí, de Dos Cabezas?

—¿De aquí? —el joven y vigoroso negro sacudió su cabeza de rizados cabellos intensamente oscuros con energía—. Oh, no. Nada de eso, señor. Soy de un pueblo del sureste de Arizona, llamado Arroyo Piedras.

—¿Arroyo Piedras? Nunca estuve allí...

—Es un villorrio, casi rozando la frontera con México, junto a Sierra Vista. Un lugar insignificante, de donde también la intolerancia y la discriminación racial me arrojaron un día, viéndome obligado a buscar trabajo en otros sitios, aunque mis manos son fuertes y ellos necesitan allí de hombres rudos y trabajadores como yo, para intentar salir de la miseria y la pobreza en que viven.

—De modo que emigró de Arroyo Piedras... —Yordan contempló largamente el rostro oscuro y brillante del hombre de color. Le tomó por el brazo, llevándolo hacia el bar, mientras el conserje se ocupaba de examinar al muerto, y en la calle varios curiosos se agrupaban ya en torno al otro hombre, abatido por las balas de Frank—. Venga conmigo, amigo. Tomaremos una copa juntos. Si han cerrado el bar, tendrán que abrirlo para nosotros. No se salva la vida todos los días tan milagrosamente, de un par de rufianes dispuestos a asesinarle a uno...

No hubo inconvenientes con el camarero del bar, que muy asustado todavía por el tiroteo, se prestó gustoso a servir a ambos un doble whisky. El negro alzó su vaso con una amplia sonrisa que, sin embargo, Yordan captó carecía por completo de alegría.

—Por usted, señor —dijo—. Es el primer blanco que me invita a beber con él, desde hace muchos años...

—Vamos, no diga esas cosas —sonrió Frank a su vez—. Me siento orgulloso de beber con todo un hombre. A su salud, amigo.

Bebieron los dos. Luego, Yordan se quedó contemplando al negro, que parecía reflexionar sobre sus cosas, con una serie de profundos surcos marcándose en su frente.

Por fin, su salvador le habló en tono confidencial y dolorido:

—Nunca debí dejar Arroyo Piedras. Nunca.

—Pero si no le daban trabajo, si le marginaban...

—Aun así, debí quedarme. Y no lo hice. O si resolvía ausentarme, que fuese para siempre, llevándome a los míos...

—Entiendo —Yordan pestañeó—. ¿Tiene familia allí?

Una sombra profunda cruzó su rostro, tiñéndolo con la oscuridad del dolor, de la rabia y de la desesperación, que era un tono infinitamente más sombrío que el de su piel.

—La tuve —dijo roncamente—. La tuve...

—Lamento haber mencionado algo doloroso para usted... —Frank trató de retraerse ante la tragedia oculta que intuía en las palabras del negro.

—No, no se lamente, ¿por qué habría de hacerlo? —suspiró el otro—. Son cosas que deben hablarse, puesto que han sucedido. Me... me gustaría hacerle partícipe de alguno de mis pesares, pero no sería justo. Todo el mundo tiene sus propios problemas, y usted no puede ser una excepción.

—Por favor amigo. Si eso le hace algún bien, hábleme de ello —le pidió Frank, apoyando una firme mano en su brazo—. Mi nombre es Frank Yordan. Considéreme de verdad su amigo.

—Gracias —aquel hombretón, todo rudeza, poder físico y músculos, le miró con una súbita humedad empañando sus ojos. Los labios le temblaron ligeramente en las comisuras—. Gracias... Yo... yo soy Sam. Sam Monroe... Cuente también con mi amistad y con mi gratitud por lo que ha dicho. No hay mucho que contar, después de todo. Esto le dirá más claramente que nada lo que me sucede...

Rebuscó torpemente entre sus viejas y sucias ropas. Extrajo un arrugado papel amarillo, que tendió a Yordan con mano temblorosa. Este lo tomó lentamente. Era un telegrama de la Western Union. Desplegó las arrugas sin prisa. Y leyó el breve mensaje telegráfico:

 

«A Samuel Monroe. Prisión del Condado de Graham, Safford, Arizona. Tu esposa raptada y tu hijo asesinado por una banda de forajidos. No hay evidencias contra nadie. Ninguno pudo hacer nada por evitarlo. Lo siento. Ken Younger, comisario.»

 

El punto de origen del telegrama era Arroyo Piedras, Condado de Cochise, Arizona.

Desolado, dejó caer su brazo. Sin querer, arrugó de nuevo el telegrama, que alargó en silencio a su .dueño. Cuando Sam Monroe lo recuperó, dos lágrimas resbalaban, silenciosas, por sus negras mejillas sudorosas.

—Dios, lo siento... —musitó con voz quebrada—. Lo siento mucho, Sam...

—Ahora ya lo sabe, Frank. Esto es lo que ocurre.

—¿No has sabido nada más?

—No. Nada. Nada en absoluto.

Frank le contempló pensativo. Se marcó un surco entre sus cejas.

—Esas señas en Safford... La prisión del Condado... ¿Qué hacías allí?

—Ya puede suponerlo. Estaba preso.

—Preso...

—Sí. Condenado a diez años de prisión por homicidio. No maté a nadie, todo es mentira. Pero Bellamy, el sheriff de Safford, es igual que tantos otros. Peor aún. Un enemigo mortal de negros, indios o chinos. Un racista brutal e intransigente. Logró que me acusaran del delito que cometió un blanco. Me hizo dar terribles palizas. Luego, me encerraron en la prisión local. El juicio fue una farsa. Todo el jurado era blanco, todos eran racistas. El juez era amigo de Bellamy. Sólo el hecho de que no hubiera testigos presenciales ni evidencias concretas, me salvó de la horca o de la cadena perpetua. Aun así, intentaron lincharme. Pero lograron salvarme los alguaciles, enviados desde Phoenix, y me llevaron a la prisión del Condado.

—Diez años... —meditó Frank—. ¿Los has cumplido ya, Sam?

—No, claro que no. No llegué a estar un año allí.

—¿Te han indultado?

—No —meneó la cabeza lentamente—. Me he escapado.

Se hizo otro silencio. Sam se quedó mirándole fijamente. Yordan tragó saliva. Se volvió al camarero, que estaba apagando las luces. Puso un billete sobre el mostrador.

—Perdone que abuse de usted —dijo—. Sírvanos los últimos whiskies y márchese.

—Sí, como quiera —aceptó el hombre, poniendo licor en sus vasos.

Frank lo apuró de un trago. Estaba dándose cuenta de que lo necesitaba.

—De modo que escapaste de la prisión de Safford... —jadeó.

—Sí.

—Y ahora te estarán buscando...

—Ahora, con toda razón. Sí, soy un homicida.

—¿Qué dices?

—Uno de los comisarios del sheriff Bellamy... Era un verdugo sin entrañas. Me golpeaba casi cada día. El guardaba la prisión. Le maté al escapar. Con mis manos.

—Cielos, eso es peor. Te buscarán hasta el fin del mundo, Sam.

—Lo sé. No me importa.

—¿Adonde piensas ir?

—A Arroyo Piedras. Tengo que rezar ante la tumba de mi hijo. Y buscar a mi mujer. Sé que no fue obra de una banda de forajidos, como dice el telegrama. Creo saber quién se oculta detrás de ese salvaje crimen.

—Será el primer lugar donde ellos busquen.

—No me importará, si antes he logrado rescatar con vida a Lorna, mi mujer... y he hecho justicia del asesinato de mi pobre hijo Neil.

—La justicia de un fugitivo de la Ley, es siempre una simple venganza.

—Llámelo como quiera, Frank. El nombre importa poco. Será hacer justicia. La gente de Arroyo Piedras debió asistir indiferente a todo. No les hubieran ayudado por nada del mundo. ¿Y sabe por qué? Porque eran negros. Así son las gentes de mi pueblo, Frank. Es un lugar sediento, árido, donde cada gota de lluvia es una bendición del cielo, y cada galón de agua potable del arroyo que le da nombre, un tesoro de la Madre Naturaleza. Viven pobremente, miserablemente. Es su castigo bíblico. Son perversos, egoístas, encerrados en sí mismos. Pero aun eso es poco para su maldad. Nadie, que se considere humano, permitiría que asesinaran a una criatura indefensa, de seis años, sin mover un dedo en su favor. Nadie toleraría que un puñado de pistoleros se llevase a viva fuerza a una mujer para encerrarla en poder de un tirano, sin levantarse contra éste. Pero la gente de Arroyo Piedras si lo hace así. Nunca harán nada por nadie que tenga la piel de diferente color. Por eso debo ir yo. Sólo yo puedo devolver golpe por golpe, Frank.

—No van a permitírtelo, Sam. Ni la gente que cometió ese crimen, ni la Ley de Safford, que estará ya sobre tu rastro.

—Veremos quién es el más fuerte. Hice un juramento cuando recibí este maldito telegrama en mi celda. Y lo cumpliré, aunque muera en el empeño.

—Está bien —suspiró Frank Yordan—. Me gustaría ayudarte en algo, Sam, pero no veo el medio...

—Es igual. Gracias por su voluntad, Frank, amigo mío —el negro le miró con ojos emocionados, y Yordan sintió sus recias manos apretándole los hombros con serena cordialidad—. En cuanto amanezca reanudaré camino hacia Arroyo Piedras. Tal vez nunca volvamos a vernos. Pero si sobrevivo a todo esto, sepa que siempre tendrá un amigo leal en mí. No todo el mundo escucharía mi historia con ese interés. Me ha hecho mucho bien poder hablar de ello con alguien, palabra.

Frank sonrió tristemente.

—Eso no es nada para el hombre que debe la vida al otro —le recordó—. Te deseo de verdad toda la suerte del mundo, Sam Monroe.

Se separaron esa noche tendiéndose la mano en un apretón fuerte y viril que sellaba una brusca y extraña amistad entre dos perfectos desconocidos. Frank se retiró a descansar, pero antes hubo de atender las preguntas del sheriff local, que le informó de que, efectivamente, los últimos hombres muertos en la pelea, eran los otros hermanos Slater. Ya habían muerto los cinco, y no había posibilidad de que otros se atrevieran a atacar a su matador. Aun así, el pistolero fue invitado por el hombre de la Ley a abandonar lo antes posible Dos Cabezas. Allí no les gustaban los hombres con demasiada afición a apretar el gatillo.

—Descuide, sheriff —fue la respuesta seca de Frank Yordan, antes de irse a dormir—. No pienso permanecer en este pueblo ni un día más. Mañana, domingo, saldré de aquí para no volver .nunca. Pero sepa que no me arrepiento en absoluto de que cinco miserables ratas hayan abandonado este mundo. Esa era una tarea que debió hacer usted antes que yo, para ser digno de esa placa que lleva en el pecho.