43.
LA CARRERA EN POS DEL VIENTO
El cortejo fúnebre del finado Isidoro Mezzaroba, profesor de literatura en el Liceo (y, en tiempos, autor, bajo el seudónimo de Doris Mezzabà, de algunas comedias dialectales interpretadas por actores locales aficionados con satisfactorio éxito), estaba saliendo del número setenta y uno de la calle Newton en dirección a la iglesia parroquial —colegas, el director, estudiantes, los representantes del círculo Gian Battista Vico con su enseña—, cuando de pronto apareció Federico Pagni, el célebre escritor. Fue un golpe de efecto. Dos o tres señores vestidos de negro salieron a su encuentro. «Gracias, gracias, maestro… Oh, qué contento se habría puesto el pobre Doro si lo hubiera sabido… Maestro, por favor, ¿aceptaría usted?…». Y un íntimo del difunto, arrancando de la manos de un pariente pobre uno de los cordones del féretro, se lo tendió ceremoniosamente, como si de una golosina se tratara, al genial novelista. Entonces Pagni, adoptando una expresión de noble desaliento, cogió el cordón con su mano izquierda, enguantada en piel de jabalí, y se puso en marcha. En la mano derecha, abandonada junto al costado, llevaba el sombrero de fieltro negro, de factura inglesa. «No está mal», pensó, «así al menos no tendré que hablar con ese hatajo de cretinos». La pequeña multitud de afligidos de alrededor no se había puesto todavía en fila. Todas las miradas estaban fijas en él. Lentamente, Pagni miró con sus tristes pupilas a todas las personas que le rodeaban, saboreando ese pequeño triunfo. En el momento en que reconocía a alguien, dejaba aflorar a las comisuras de sus labios una sonrisa extremadamente discreta y melancólica. Con su abrigo azul oscuro, la bufanda gris de cachemir, los cabellos todavía abundantes y entrecanos en las sienes, alto y hierático, la cabeza apenas inclinada por la luctuosa circunstancia, se sentía un hombre apuesto, en la flor de la edad y desbordante de energía. A su lado había cuatro jóvenes estudiantes que lo contemplaban arrobadas. Una de ellas, bellísima y con un abrigo de piel de cordero, lo devoraba con los ojos. Él le respondió de la misma manera, tratando de poner toda la intensidad posible en su mirada. La vio enrojecer. Exultó de gozo. «¡Que me ahorquen si esta chica no me llama por teléfono mañana por la mañana!».
«No, Gippi, tú al baile de la beneficencia no vas, lo siento pero no vas», dijo a su hija doña Laetitia Zaghetti Brin. «¡Pero si ya lo he organizado todo, mami! También van Gabriella, Andreina, Lu, e incluso Fabrizia, con lo difíciles de convencer que son sus padres». «Las otras irán, pero tú esa noche te quedarás en casa. Cada cual actúa como mejor le parece… ¡Sólo faltaría! Además, este año habrá un ambiente terriblemente mezclado. ¿Sabes quién irá incluso? La señora Buracchi con su hija, la de la droguería de aquí abajo». «¡Uf! Todo eso no son más que manías trasnochadas. Y además es un baile benéfico en favor de los niños, no sé qué más…». «Manías o no, tú eres mi hija y a esa fiesta no irás. Es necesario tener un mínimo de decoro, caray, me sorprende que no lo entiendas. Cuando se tiene un apellido como el nuestro, quizá a veces resulte incómodo, pero se tienen ciertos deberes… Las tradiciones, querida, el prestigio de la familia… Ya sé que para ti son tonterías, ya sé que, si por ti fuera, nos rebajaríamos al nivel de los vagabundos… ¡Al diablo con los existencialismos! ¡Observa a tu tatarabuelo colgado en la pared! ¡Qué expresión, qué estilo, él sí que era buena gente!… En resumidas cuentas, tú no irás a ese baile».
El abogado Sergio Predicanti, de cincuenta y cinco años de edad (especializado en anulaciones matrimoniales) ha ido a la sastrería. Es su segunda prueba de un traje de chaqueta azul oscuro con una raya rosa casi imperceptible. El abogado ha perdido la paciencia, tiene la cara roja: «Como siempre, ya lo sabía… querido Marzoni, ¡se lo he dicho cien veces! Los hombros, los hombros, los hombros… ¿pero no ve la arruga que sube por aquí detrás? ¿No ve la joroba que me hace? ¿No ve este horror?». «Tranquilícese, abogado… eso enseguida lo solucionamos, es una nimiedad». Hace signos con la tiza en la tela. «Eso es… aquí… y aquí… un minúsculo retoque y la joroba desaparecerá». «¡Un retoque, un retoque! Usted, querido Marzoni, dice siempre lo mismo y luego… Oh, a propósito, acuérdese, en las mangas cuatro botones, cuatro, por favor, será mejor que tome nota… con ojales de verdad… que se puedan desabrochar, ¿entendido? Y no como la última vez que…».
Al anochecer, el campesino Piero Scarabatti está descargando paja de un carro con un horcón en el borde del estercolero. Don Anselmo, el párroco, que está dando su paseo vespertino, se detiene a observarlo. Le mira sonriendo y dice: «¡Bravo, Piero! Le das duro, ¿eh? ¡Qué buenos músculos tienes!». Piero interrumpe su trabajo y ríe: «Ja, ja, sí ¡No es por vanagloriarme! pero ¿usted nunca me había visto, don Anselmo? Soy famoso, ¿sabe?». «¿Famoso por qué?». «Por lo que estoy haciendo ahora… Mire cómo cojo medio quintal con la horca de una sola vez… Como si fueran espaguetis… Op… op… ¡Ya está! ¿Ha visto? Al menos sesenta kilos de estiércol de golpe… No está mal, ¿verdad? ¿Así que usted no lo sabía, don Anselmo?… En muchos kilómetros a la redonda, no hay absolutamente nadie, ni siquiera entre los viejos, que sea capaz de hacer lo que yo…».
El profesor Guglielmo Cacòpardo, profesor de derecho administrativo en la universidad, examina, con un colega, las pruebas de imprenta de la nueva revista Cuadernos de Derecho Público. «No, no, por favor… querido Giarratana, dame tu opinión objetiva… Yo considero que es algo completamente indigno… Mira, mira la lista del consejo de redacción con nuestros dos nombres mezclados junto a unos imberbes que acaban de leer su tesis doctoral hace dos días… ¡En orden alfabético! ¡En orden alfabético! Nosotros que tenemos treinta años de enseñanza a nuestras espaldas… ¿Te parece posible? Si al menos hubieran impreso nuestros nombres con unos caracteres más grandes, o qué sé yo, paciencia… Pero así… Estoy seguro de que lo han hecho a propósito, una auténtica canallada, conozco a esa clase de arribistas… Oh, no lo digo por mí, tú me conoces Giarratana, tú sabes que a mí nunca me han importado estas nimiedades… Pero es por una cuestión de justicia, nada más que por una cuestión de justicia… Esta misma noche les escribiré a esos oportunistas para retirarles mi apoyo… Por otra parte, es nada menos que el prestigio de la universidad lo que está en juego, el prestigio de nuestro instituto, ¿no opinas lo mismo, Giarratana?».
Nessie Smiderle, de cincuenta y nueve años (Smiderle & Kunz S.A. Metales ferrosos), ha ido a que le decoloren un poco el cabello. Ansiosa, se mira al espejo mientras el peluquero le da los últimos retoques. «Hágame caso, señora, usted tiene un cabello excepcional, un cabello muy manejable». «Oiga, Flavio, ¿no le parece que me ha quedado demasiado claro? Para ser sincera, a mí el rubio platino no me gusta nada». «¿Rubio platino, señora? Espero que esté bromeando. ¡Es el rubio Arcadia, el santo y seña de la Café Society! La nuance absolutamente de rigor para una bonita cabecita a la Marlón Brando como la suya, señora Smiderle». «Pero ¿usted no cree, Flavio, que un bonito rouge… un rojo cómo diría… un bonito rouge ladrillo, me quedaría más juvenil?». «¿Se refiere al rouge briquetage? Oh no… para nada… Si acaso, le iría bien a un corte de pelo a lo Juana de Arco, pero a usted no. ¡Mírese, señora Smiderle! Parece un jovencito, un peligroso jovencito de Saint-Germain-des-Prés». «¿Lo dice en serio?». «¡Oh, señora…!».
Aquella tarde de domingo, en el café de los deportistas se hizo el silencio durante un instante. Un hombrecillo renqueante y enjuto avanzó en medio de la multitud, que se apartó respetuosamente para dejarle pasar. Se convirtió en el centro de atención. «Pero ¿quién es ese jorobado?». «¿Cómo? ¿No lo sabes? Es Beppino Strazzi, el amigo de Attavanti». Por ser íntimo amigo de Mauro Attavanti, el famoso delantero centro, Strazzi gozaba de una gran consideración en aquellos ambientes. «Su» mesa estaba ocupada por cuatro gigantes de aspecto facineroso y pudiente, de los que tres llevaban abrigo de piel de camello. Al ver a Strazzi, los cuatro se levantaron de inmediato sonriendo. El hombrecillo, sin darles siquiera las gracias, se sentó con ellos. Estaba lívido de ira. Una veintena de personas le hicieron corro, ávidas de noticias. Y la ronca vocecita de Strazzi se alzó por encima de un coro de preguntas y exclamaciones varias: «Ah, ¡pero esto no acabará así! ¡Sólo faltaría!». (Tres horas antes, durante un partido decisivo, Attavanti había sido expulsado del campo por agredir al árbitro). «¿Cómo? ¡Pero si ni siquiera lo ha rozado! Pero si todo el mundo lo ha visto… Oh, aquí no se puede respirar, no me atosiguen, buena gente… ¿Que qué ha dicho Mauro?… ¡El pobre muchacho lloraba!». El hombrecillo, ebrio de popularidad, estaba cada vez más excitado. Un camarero trató de abrirse paso levantando la bandeja sobre las febriles cabezas: «Con permiso, con permiso… ¡Llevo un ponche para el caballero Strazzi!». En la multitud se abrió enseguida una brecha. «¡Ah, el bueno de Giacomo!», dijo Strazzi llevando la comedia al límite, «¡al menos hay alguien que se acuerda del pobre Beppino!». Alguien rió: «¡Qué simpático!». Después volvió a oírse la vocecilla ronca de Strazzi: «Mauro me ha dicho… Mauro sabe lo que… Si Mauro me hubiera escuchado… Mauro me ha jurado que…».
«¿Y sabes, Josepha, a quién he conocido en Prócida? A la condesa Squarcia. Es tu prima, ¿no?». La bella Josepha Squarcia pareció de pronto una serpiente a la que hubieran aplastado la cola. «¿A mi prima Lisa Squarcia?». «La conoces, ¿verdad?». «Quizá… una vez… pero siempre hemos querido mantener las distancias con esos muertos de hambre». «Pero ¿es tu prima o no?». «En absoluto. Debe de pertenecer a una rama muy pero que muy lateral… Y además nunca ha sido condesa». «Pero todos la llamaban condesa. Y su marido lleva la corona bordada en la…». «¡Hazme el favor! El título sólo nos corresponde a nosotros… Massimo conoce perfectamente la genealogía de la familia». «Y sin embargo, querida Josepha, te aseguro que…». «Basta ya, por favor, Laura, perdona la franqueza, pero no puedo admitir que unos paletos, sí, unos paletos, se aprovechen de la homonimia para… ¡Lisa Squarcia condesa! ¡Ja, ja!» y estalló en una carcajada histérica. «Perdóname, querida, no pensaba que…». «No, eres tú quien debe perdonarme por haberme dejado llevar un poco, pero es un tema que me suscita…».
El alcalde fue a visitar los nuevos equipamientos del Registro Civil. El jefe de servicio, el contable Claudio Vicedomini, en bata blanca, explicaba las maravillas del fichero electrónico recientemente instalado. Se encontraban delante de un gran cuadro lleno de palancas y botones. «Esta máquina», dijo Vicedomini, «realiza en tres segundos el trabajo que antes realizaban diez u once empleados en seis horas. Compruébelo usted mismo, señor alcalde: pruebe a elegir un día cualquiera de cualquier año». «No sé… el 16 de junio… el 16 de junio de 1957». «Perfecto, sólo tengo que apretar unos botones. Y ahora… un… dos… tres…». Se oyó un zumbido, algo se había disparado en las misteriosas entrañas de la máquina, y luego, con una especie de suspiro, una gran ficha de cartón cayó suavemente en una cestita. «Voila», dijo triunfante Vicedomini, «he aquí todos los datos del Registro Civil de ese día. Por una parte los nacimientos, hora por hora, y por otra los decesos». El alcalde, por educación, cogió el cartoncito. A través de los cristales de las gafas, sus ojos recorrieron distraídamente la lista de muertos: Cozzi Laetitia, señora de Zaghetti Brin, Predicanti Sergio, Scarabatti Pietro, Cacòpardo Guglielmo, Alfonsi Ernesta, señora de Smiderle, Strazzi Giuseppe, Pagni Federico, Passalacqua Elisa, señora de Squarcia… «Pagni, Pagni», murmuró el alcalde como tratando de recordar algo. «Federico Pagni… Ese nombre me suena… Bah». «¿No es fantástico?», preguntó Vicedomini. «Sí, es realmente fantástico», asintió el alcalde. «Y ahora venga por aquí, señor alcalde. Vamos a visitar los ficheros… Tenga la bondad de seguirme…». Se volvió sonriendo hacia una de las empleadas. «Señorita Elide, no se olvide de apagar la luz después».