6.
LA CAPA
Después de una interminable espera, cuando ya empezaba a desvanecerse toda esperanza, Giovanni regresó a su casa. No habían dado todavía las dos de la tarde y su madre estaba quitando la mesa. Era un día gris de marzo y volaban las cornejas.
Al verlo aparecer de improviso en el umbral, su madre gritó: «¡Oh, bendito seas!», y corrió a abrazarlo. También Anna y Pietro, sus dos hermanitos, mucho más pequeños que él, se pusieron a gritar de alegría. Había llegado el momento esperado durante meses, vislumbrado tan a menudo en los dulces sueños del alba, con el que volvería la felicidad.
Él no dijo casi nada, pues a duras penas lograba contener el llanto. Había dejado enseguida el pesado sable encima de una silla, pero en la cabeza llevaba todavía el gorro de piel.
—Deja que te vea —decía entre lágrimas la madre, echándose un poco hacia atrás—. Deja que vea lo guapo que estás. Pero si estás pálido.
En efecto, estaba algo pálido y como extenuado. Se quitó el gorro, avanzó hasta el centro de la habitación y se sentó. ¡Qué cansado se le veía, incluso parecía que le costara sonreír!
—Pero quítate la capa, criatura —dijo la madre, y lo miraba como un prodigio, incluso se sentía intimidada. Qué alto, qué guapo, qué digno estaba (aunque quizá demasiado pálido)—. Quítate la capa, tráela acá, ¿no tienes calor?
De forma instintiva, él hizo un brusco movimiento a la defensiva, apretando la capa contra sí, quizá por temor a que se la arrebataran.
—No, no, déjame —respondió evasivo—. Además, debo salir dentro de poco…
—¿Debes salir? ¿Vuelves después de dos años y ya quieres irte? —dijo ella desolada, viendo que volvía a empezar, después de tanta alegría, la eterna pena de las madres—. ¿Debes salir enseguida? ¿No quieres comer algo antes?
—Ya he comido, madre —respondió el hijo con una afable sonrisa, y miraba a su alrededor, deleitándose con las amadas penumbras—. Hemos parado en un mesón, a unos kilómetros de aquí…
—Ah, ¿no has venido solo? ¿Quién te ha acompañado? ¿Un compañero del regimiento? ¿El hijo de Mena, quizá?
—No, no, alguien que he conocido por el camino. Está fuera esperándome.
—¿Que está ahí esperándote? ¿Y por qué no le has hecho pasar? ¿Cómo se te ha ocurrido dejarle en medio del camino?
Fue a la ventana y, a través del huerto, al otro lado de la cancela de madera, distinguió una figura que caminaba lentamente arriba y abajo por el camino; iba completamente embozada y producía una sensación de melancolía. Entonces en el ánimo de ella nació, incomprensible, en medio de su enorme alegría, una pena misteriosa y aguda.
—Es mejor que no —respondió él, resuelto—. Para él sería un fastidio, es un tipo muy raro.
—¿Y un vasito de vino? Al menos le podremos llevar un vasito de vino, ¿no?
—Mejor que no, madre. Es un tipo extraño, es capaz de ponerse hecho una furia.
—¿Pero entonces quién es? ¿Por qué te has juntado con él? ¿Qué quiere de ti?
—No lo conozco bien —dijo lenta y gravemente—. Lo he encontrado durante el viaje. Ha venido conmigo, eso es todo.
Parecía no querer hablar de eso, parecía avergonzarse. Y su madre, para no contrariarle, cambió inmediatamente de tema, pero en su amable rostro ya se apagaba la luz de un momento antes.
—Oye —dijo—, ¿te imaginas lo contenta que se va a poner Marietta cuando se entere de que has vuelto? ¿Te imaginas sus saltos de alegría? ¿Es por ella por lo que querías salir?
El sólo sonrió, siempre con aquella expresión de quien desearía estar contento pero no puede por alguna secreta preocupación.
La madre no alcanzaba a comprender: ¿por qué permanecía sentado y casi triste, como en el lejano día de la partida? Ahora había vuelto, tenía una vida nueva por delante, una infinidad de días libres de todo cuidado, muchas hermosas veladas juntos, una serie inagotable que se perdía más allá de las montañas, en la inmensidad de los años futuros. Habían terminado ya las noches de angustia, cuando en el horizonte se veían resplandores de fuego y se podía pensar que también él estaba allí en medio, tumbado inmóvil en el suelo, el pecho traspasado, entre las sangrientas ruinas. Por fin había vuelto, más alto, más guapo, ¡qué alegría para Marietta! Dentro de poco empezaría la primavera, se casarían en la iglesia una mañana de domingo, entre repiques de campanas y flores. ¿Por qué entonces permanecía apagado y distraído, por qué no reía, por qué no le hablaba de las batallas? ¿Y la capa? ¿Por qué se la cerraba tanto con el calor que hacía dentro de casa? ¿Tal vez porque, debajo, llevaba el uniforme roto y lleno de barro? Pero ¿cómo podía avergonzarse delante de su madre? Las penas parecían haber acabado, pero he aquí que de pronto surgía una nueva inquietud.
Con el dulce rostro inclinado ligeramente hacia un lado, lo observaba con preocupación, atenta a no contrariarlo, a adivinar de inmediato todos sus deseos. ¿No estaría enfermo? ¿O simplemente tal vez estaba exhausto por tantas penalidades? ¿Por qué no hablaba? ¿Por qué ni siquiera la miraba?
En efecto, el hijo no la miraba, al contrario, parecía evitar sus miradas como si temiera algo. Y mientras tanto, sus dos hermanitos lo contemplaban mudos, con un extraño embarazo.
Giovanni —murmuró ella sin poder contenerse mas. ¡Por fin estás aquí! ¡Por fin estás aquí! Espera, voy a prepararte un café.
Corrió a la cocina. Y Giovanni se quedó con sus dos hermanos mucho más pequeños que él. Si se hubieran encontrado por la calle, ni siquiera se habrían reconocido. ¡Como habían cambiado en dos años! Ahora se miraban en silencio, sin saber qué decir, pero de vez en cuando los tres sonreían al unísono, casi por un antiguo pacto no olvidado.
En ésas volvió la madre, trayendo una tacita de café humeante y un buen pedazo de bizcocho. Él se bebió de una vez el café y comió el bizcocho con fatiga. «¿Qué pasa, ya no te gusta? ¡Antes era tu debilidad!» habría querido preguntarle su madre, pero calló para no molestarlo.
Giovanni —le propuso en cambio—, ¿no quieres ver tu habitación? Tienes una cama nueva, ¿sabes? He mandado encalar las paredes, hay una lámpara nueva, ven a ver… ¿de verdad que no quieres quitarte la capa?, ¿no tienes calor?
El soldado no le respondió, sino que se levantó de la silla y se dirigió a la habitación contigua. Se movía de una forma lenta y pesada, como si no tuviera veinte años. Su madre se había adelantado para abrir de par en par los postigos de la ventana pero sólo entró una luz triste y gris.
—¡Qué bonito! —dijo él con escaso entusiasmo desde el umbral al ver los muebles nuevos, los visillos inmaculados y las paredes blancas, todo ello fresco y limpio. Pero, al inclinarse la madre a arreglar la flamante colcha de la cama, también nueva, él posó la mirada en sus gráciles hombros, una mirada de inexpresable tristeza que nadie pudo ver. De hecho, Anna y Pietro estaban detrás de él, con las caritas radiantes, esperando una escena llena de regocijo y asombro.
Pero no hubo nada.
—¡Qué bonito! ¡Muchas gracias, madre! —repitió él, y eso fue todo. Movía los ojos con inquietud, como quien está deseando finalizar un diálogo penoso. Pero sobre todo, de vez en cuando, miraba, con evidente preocupación, a través de la ventana, la cancela de madera verde detrás de la cual una figura caminaba arriba y abajo lentamente.
—¿Estás contento, Giovanni? ¿Estás contento? —preguntó ella impaciente por verlo feliz.
—Oh, sí, es muy bonito —respondió el hijo (pero ¿por qué se obstinaba en no quitarse la capa?), y siguió sonriendo con muchísimo esfuerzo.
—Giovanni —suplicó ella—. ¿Qué tienes? ¿Qué tienes, Giovanni? Tú me ocultas algo, ¿por qué no me lo quieres decir?
Él se mordió los labios, parecía que se le hubiese hecho un nudo en la garganta.
—Madre —respondió, al cabo de unos instantes con voz opaca—, madre, ahora debo irme.
—¿Debes irte? Pero volverás enseguida, ¿no? Vas a casa de Marietta, ¿verdad? Dime la verdad, ¿vas a casa de Marietta? —y trataba de bromear, a pesar de la pena que sentía.
—No sé, madre —respondió él sin abandonar aquel tono contenido y amargo mientras se dirigía a la puerta y volvía a coger el gorro de piel—. No lo sé, pero ahora debo irme; aquél me espera.
—¿Pero volverás más tarde? Dentro de dos horas estarás de nuevo aquí, ¿verdad? Llamaré al tío Giulio y a la tía para que vengan, imagínate qué alegría también para ellos; intenta llegar un poco antes de comer…
—Madre —repitió el hijo, como si le suplicara que no dijera nada más, que callara, por amor de Dios, que no aumentara la pena—. Ahora debo irme, aquél me está esperando, ha sido incluso demasiado paciente. —Y la miró de una forma que rompía el alma.
Se acercó a la puerta; sus hermanitos, todavía alegres, le hicieron corro, y Pietro le levantó un borde de la capa para ver cómo iba vestido por debajo.
—¡Pietro! ¡Pietro! ¡Qué haces! ¡Estate quieto, Pietro! —gritó la madre, temiendo que Giovanni se enfadara.
—¡No, no! —exclamó el soldado, al darse cuenta del gesto del chiquillo. Pero ya era demasiado tarde. Los dos bordes delanteros de paño azul se abrieron por un instante.
—Oh, Giovanni, criatura mía, ¿qué te han hecho? —balbució la madre, cogiéndose el rostro entre las manos—. ¡Giovanni, pero si tienes sangre!
—Debo irme, madre —repitió él por segunda vez, con desesperada firmeza—. Ya le he hecho esperar demasiado. Hasta pronto, Anna; hasta pronto, Pietro; adiós madre.
Estaba ya en la puerta. Salió como llevado por el viento. Atravesó el huerto casi corriendo y abrió la cancela. Dos caballos partieron al galope bajo el cielo gris, pero no hacia el pueblo, no, sino a través de los prados, hacia el norte, en dirección a las montañas. Galopaban y galopaban.
Entonces la madre por fin comprendió; un vacío inmenso que nunca nadie ni nada podrían colmar se abrió en su corazón. Comprendió la historia de la capa y la tristeza de su hijo, y, sobre todo, quién era el misterioso individuo que paseaba de un lado a otro del camino esperando, quién era aquel siniestro personaje incluso demasiado paciente. Tan misterioso y paciente como para acompañar a Giovanni a la vieja casa antes de llevárselo de allí para siempre, con el fin de que pudiera despedirse de su madre. Supo quién era aquel personaje que había esperado tanto tiempo de pie junto a la cancela. Él, señor del mundo, había esperado en medio del polvo como un pordiosero hambriento.