Tumbas para los vivos[9]
—Allí está —susurró el sepulturero, apartando el seto de forma que los dos detectives pudieran mirar a través de él—. Esta es la tercera que ha profanado desde que les telefoneé a ustedes. Temía que si saltaba sobre él yo solo se me pudiera escapar antes de que ustedes llegaran. Tiene una pistola, ¿la ven ahí, junto a la tumba?
Su sensación de impotencia resultaba comprensible; no sólo era anciano y flaco, sino que todo él temblaba de nerviosismo. Uno de los detectives que estaba junto a él desenfundó la pistola, quitó el seguro con el pulgar y la mantuvo en el aire preparada para disparar. El que estaba al otro lado sacó con mucho cuidado unas esposas de la pretina procurando que no entrechocaran.
Cruzaron una mirada por encima de la encorvada y temblorosa espalda del vigilante, para comprobar cada uno si el otro estaba listo para saltar. Asintieron los dos imperceptiblemente. Con un gesto indicaron al asustado guardián que se quitara de en medio. De pronto se irguieron y se lanzaron simultáneamente a través de la abertura del seto, en medio de un gran crujir y silbar de hojas.
La figura, hundida hasta las rodillas en la tumba, dejó de arañar y excavar, y extendió un brazo hacia el revólver colocado junto al borde. El enorme zapato de uno de los inspectores lo aplastó, sujetándolo contra el suelo.
—Quieto —dijo, colocando su pistola a escasas pulgadas de la cara del individuo. Una linterna, colocada en equilibrio a modo de tee de golf sobre un montón de tierra recién excavada, proyectaba una luz tenue y fantasmagórica sobre la escena. Algo más lejos, a la izquierda, otra de las tumbas profanadas presentaba una superficie con surcos de tierra en vez de estar totalmente plana.
Las esposas entrechocaron cerrándose primero alrededor de la muñeca manchada de tierra del prisionero, luego alrededor de la del inspector. Le sacaron de la pequeña fosa que había excavado, hundiendo en ella los brazos, como si se tratara de un pedazo de carroña.
—Sabía que vendrían —dijo—. ¿Dónde la han puesto? ¿Dónde está?
No contestaron, entre otras cosas porque no le entendieron. No tenían por qué entender los galimatías de un maniático. Tampoco le hicieron ninguna pregunta. Al parecer pensaban que eso no formaba parte de su trabajo en aquel caso. Habían ido a detenerle, lo habían logrado y se lo llevaban consigo… eso era todo lo que les habían mandado hacer.
Uno de ellos se agachó para coger el revólver y se lo metió en el bolsillo; cogió también la linterna y la apagó. De pronto el cuadro se tornó azul-negro. Se dirigieron con él hacia la salida del cementerio, con el vigilante siguiéndoles los pasos.
Al otro lado de la verja había un coche patrulla esperando; sentaron al detenido dentro, en medio de los dos, le dijeron al guardián que se presentara sin falta en Jefatura por la mañana y se alejaron ruidosamente con él.
Sólo dijo una cosa más, por el camino.
—No tenían que robar un coche patrulla para impresionarme, sé muy bien que no son inspectores de Policía.
Atravesaron las oscuras calles de la ciudad con el rostro impasible, uno a cada lado de él, como si no le hubieran oído.
—Demonio —gimió con amargura—. ¿Cómo puede el Señor dar forma humana a seres como ustedes?
Pareció sumamente sorprendido al ver el edificio de Jefatura, con el globo de luz verde a la entrada. Cuando le llevaron ante una mesa, con un teniente uniformado sentado tras ella, su consternación era ya evidente. Parecía incapaz de creer lo que veían sus ojos. Luego, cuando le condujeron a una habitación interior, y entró un capitán de la Policía para interrogarle, nadie pudo dudar que su asombro fuera fingido.
—¡Ustedes… son policías de verdad! —susurró.
—¿Qué creía que éramos? —quiso saber— cáusticamente uno de los inspectores—. ¿Chicos del CCC?[10]
Miró a su alrededor sin comprender.
—Creí que eran… ellos.
El capitán dio comienzo a su tarea.
—¿Qué es lo que buscaba? —preguntó secamente.
—A ella. A mi novia —se corrigió—, a la chica con la que iba a casarme.
El capitán suspiró impaciente.
—¿Esperaba encontrarla en el cementerio?
—¡Oh, ya sé! —exclamó con amargura el hombre que tenía ante sí—. ¡Ya sé, estoy loco, eso es lo que va a decir! Acudí a ustedes en busca de ayuda, por propia voluntad, antes de que esto ocurriera… y eso es lo que pensaron también entonces. Hablé con Mercer, en la Comisaría de la Paplar, ayer por la mañana. Me dijo que me fuera a casa y no me preocupara.
Su risa era horrible, agria, enloquecida.
—¡Basta, cállese! —el capitán se echó hacia atrás sin poderse controlar, aun cuando les separaba el ancho de la mesa. Volvió a coger el hilo de su interrogatorio—. Acaban de detenerle en el cementerio de los Cedros del Líbano, mientras profanaba unas tumbas. El vigilante del cementerio del Sagrado Corazón nos telefoneó también esta noche para decirnos que al hacer su ronda había encontrado varias sepulturas violadas. ¿Fue usted también?
El hombre asintió vigorosamente, sin vergüenza alguna.
—¡Sí! Y he estado en otros dos, desde el atardecer, en las Colinas del Ciprés y en un cementerio privado fuera de los límites de la ciudad, hacia Ellendale.
El capitán se estremeció involuntariamente. Los dos inspectores del fondo palidecieron un poco e intercambiaron una mirada.
El capitán exhaló lentamente el aire acumulado en sus pulmones.
—Usted necesita un médico, joven —suspiró.
—¡No, no necesito un médico! —la voz del detenido se alzó como un alarido—. ¡Necesito ayuda! ¡Si me escuchara y me creyera!
—Le escucharé —dijo el capitán, sin comprometerse a acceder a los otros ruegos—. Creo que entiendo lo que ocurre. Dice que era su prometida. Estaría muy enamorado, por supuesto. La impresión de perderla… fue demasiado para usted; le ha desequilibrado temporalmente. A juzgar por sus ropas… lo poco que puedo ver de ellas bajo esa acumulación de moho y tierra seca, y por el hecho de que dejara un coche aparcado cerca de la entrada principal de Los Cedros del Líbano… su móvil no fue el robo. Mis hombres, aquí presentes, me han dicho que llevaba usted encima unos setecientos dólares cuando le apresaron. Enloquecido por el dolor y sin saber lo que hacía, se lanzó por su cuenta a buscarla, ¿no es así?
El hombre parecía atormentado, distraído.
—¡No me diga cosas que ya sé! —suplicó roncamente.
—Pero en primer lugar, ¿cómo es que no sabía dónde estaba sepultada? —prosiguió el capitán con ecuanimidad.
—¡Porque la enterraron sin autorización… en secreto!
—¡Si pudiera demostrarlo…! —el capitán se irguió ligeramente en su asiento. Volvían a su terreno—. ¿Cuándo la enterraron, tiene idea?
—Esta tarde, poco después de la puesta del sol… ¡hace ya más de seis horas! Y nosotros aquí…
—¿Cuándo murió?
El hombre apretó los puños, los levantó angustiado por encima de su cabeza.
—¡No… ha muerto! ¡No entiende lo que intento decirle! Yace en alguna parte, bajo la tierra, en esta misma ciudad, en este preciso momento… respirando todavía.
Se produjo una quietud sofocante, como si de pronto la habitación se hubiera llenado de algodón en rama. Resultaba un poco difícil respirar allí dentro; al menos eso creían los tres policías. Se podía oír el esfuerzo que les costaba.
—Sosténganlo —dijo el capitán, pasándose lentamente la mano por la boca como para apartar alguna invisible obstrucción—. Le escucho —dijo luego al hombre que sostenían los dos oficiales.
* * *
Para entenderme tendrán que retroceder quince años, a 1922, cuando yo tenía diez años. Y aun así, quizá se pregunten cómo una cosa semejante, por horrible que fuera, pudo envenenar toda mi vida…
Mi padre era un veterano de guerra. Sufrió un tremendo shock nervioso en el Argonne, debido a la explosión de un proyectil, y durante mucho tiempo en el hospital militar de retaguardia creyeron que no iban a poder sacarle adelante.
Pero lo hicieron, y finalmente le mandaron a casa con nosotros, con mi madre y conmigo. Yo sabía que no se encontraba bien, y que no debía hacer mucho ruido alrededor suyo, eso era todo. Los otros, mi madre y los médicos, sabían que sus centros nerviosos habían quedado destrozados para siempre; pero no imaginaron que le acechaba una lenta parálisis. No hubo síntomas de ello, ningún aviso. De pronto le atacó como un relámpago. Los centros nerviosos dejaron de funcionar en lodo el cuerpo. «Muerte», lo llamaron, cometiendo un terrible error.
Yo no le tenía miedo a la muerte… todavía. Si sólo hubiera sido eso, no habría pasado nada; un mes después lo habría superado. Pero no fue así…
Su pensión del gobierno era lo único que habíamos tenido para vivir desde que volvió. No podía pensar en trabajar después de lo que le había hecho aquel obús que explotó a pocas yardas de él. Mi madre tampoco podía trabajar; mi padre no hubiera tenido a nadie que le cuidara. Por tanto, no había dinero con el que se pudiera contar.
Mi madre tuvo que aceptar al primer empresario de pompas fúnebres que quiso encargarse del entierro. Y tuvo suerte de encontrar a alguien que quisiera hacerlo por la mísera cantidad que alcanzó a reunir. El irresponsable estafador que consiguió finalmente despreció en un principio la suma que se le ofrecía; hubo que rogarle para que se hiciera cargo del cuerpo. Mientras tanto el forense, abrumado de trabajo, había hecho un apresurado reconocimiento rutinario; dictaminó que la causa de la muerte era un coágulo de sangre en el cerebro debido a sus heridas, y rellenó convenientemente el certificado de defunción.
No le prepararon como era debido para enterrarlo. Si lo hubieran hecho aquello no habría sucedido. Esos indeseables de la funeraria debieron olvidarse de él mientras atendían a otros casos más lucrativos, hasta que se dieron cuenta de que no les quedaba tiempo para hacer su trabajo. Y suponiendo fríamente que, en cualquier caso, nadie notaría nunca la diferencia, se contentaron simplemente con arreglar su aspecto de un modo precipitado, poniéndole su mejor traje y quizá dándole al rostro un rápido afeitado en el último minuto. Luego le metieron en el ataúd, intacto, tal como estaba.
Quizá nunca nos hubiéramos enterado, de no ser porque mi madre no pudo saldar ni siquiera el primer pago mensual de la tumba y los empleados del cementerio dieron orden de exhumar el ataúd y trasladarlo a otra parte. Yo no sé si algo provocó sus sospechas o si la caja era de tan endeble construcción que se abrió accidentalmente cuando intentaron trasladarla. Sea como fuere, el caso es que hicieron un horrible descubrimiento, y rápidamente llamaron a mi madre para que se presentara. Dieron parte también a la Policía.
Creyendo que la llamada tenía que ver con el dinero que debía, ella se lo pidió angustiada a un usurero, uno de los más conocidos en ese negocio, y en mala hora me permitió que fuera con ella al cementerio.
Encontramos el ataúd abierto sobre el suelo, a la vista de todos, y a varios oficiales de Policía agrupados a su alrededor. La apartaron a un lado y empezaron a interrogarla, en voz baja para que yo no pudiera escucharles. Pero no necesitaba oírles, porque tenía la evidencia ante mi vista.
Tenía los ojos abiertos como si mirara; pero no vacíos de expresión, como habían estado la primera vez, sino dilatados por el horror, ensanchados hasta lo indecible. Eran ojos que habían intentado en vano taladrar la oscuridad infernal que hallaron a su alrededor. Sus brazos ya no estaban extendidos a lo largo de los costados, sino que aparecían curvados como garras por encima de su cabeza, con las uñas casi desprendidas a fuerza de arañar y raspar inútilmente la madera que le aprisionaba. El acolchado blanco del interior del ataúd estaba cuajado de manchas marrones que habían tenido el rojo de la sangre vertida por las puntas de los dedos magullados y heridos. De cada uno de ellos emergían como púas de puercoespín astillas de madera de la cara interior de la tapa del féretro. Y aún había en ésta más signos delatores: un enmarañamiento de incisiones, algunas como pequeños canales, contra las que se habían desgastado unas uñas sangrantes. Pero la caja había resistido, sólo se había roto entonces, al subirla varias semanas más tarde.
La voz de uno de los oficiales de Policía penetró mis sentidos entumecidos; parecía venir desde muy lejos.
—Ese hombre… su esposo… —le decía a mi madre— fue enterrado vivo, y se asfixió lentamente hasta morir… tal como usted le ve… en su ataúd. ¿Quiere decirnos, si puede…?
Pero ella cayó a sus pies con un desvanecimiento mortal sin emitir un solo sonido. Afortunadamente su agonía fue corta. Yo, que sería el que más sufriría de los dos, permanecí allí helado, aturdido, sin proferir una queja, sin llorar tan siquiera. Les debí parecer demasiado estúpido o demasiado pequeño para entender por completo el significado de lo que estábamos viendo. Si eso pensaron, fue el mayor error de sus vidas.
Volví con ellos y con mi madre a casa, sin decir palabra. Me miraron con curiosidad una o dos veces, y oí a uno de ellos decir en voz baja:
—No lo ha entendido. Mejor. Un susto así sería suficiente para traumatizar a un niño de esta edad.
¡Que no lo había entendido! Estaba totalmente helado pero ellos no lo entendieron; una camisa de fuerza de horror gélido me deformaba por dentro.
Entonces mi madre recobró el conocimiento y —sólo por un momento, antes de que el largo anochecer se cerniera sobre ella— la razón y el juicio. Interrogaron al forense, pidieron y examinaron el certificado de defunción, y decidieron que ni ella ni él eran responsables de lo ocurrido. Ella les dio el nombre del empresario de pompas fúnebres encargado de los preparativos del entierro, y se dio orden de arresto contra él y sus ayudantes.
El destino fue bueno con mi madre y no sufrió mucho tiempo. Aquella misma noche se volvió irremediable, incurablemente loca, y antes de una semana la ingresaron en un manicomio. La naturaleza le había proporcionado la salida más sencilla.
Yo no escapé tan fácilmente. Como era de esperar, hubo una breve etapa preliminar, de terror infantil con pesadillas y miedo a la oscuridad, pero eso acabó pronto. Luego durante un año o dos creí haber superado definitivamente aquel horror. Al menos lo olvidé un poco, no pensaba incesantemente en ello, noche y día. Pero el subconsciente no olvida, no puede olvidar una cosa semejante. Sólo una segunda impresión de igual intensidad y del mismo carácter podría curarlo: combatiendo el fuego con el fuego, por así decirlo.
Volvió a invadirme en la adolescencia, y desde entonces ya nunca me abandonó. Por el contrario, empeoró a medida que el tiempo pasaba. Quiero que entiendan que no era miedo a la muerte; era miedo a no morir y a que me enterraran creyendo que estaba muerto. En otras palabras, que me ocurriera a mí algún día lo que le pasó a él. Era más fuerte que un simple temor, llegó a ser una obsesión, una fobia. Me asaltaba una y otra vez en mis sueños, y me despertaba temblando, sudando al pensarlo. ¡Enterrado vivo! La muerte más horrible que imaginarse pueda resultaba fácil y preferible comparado con eso.
Atraído por aquello mismo que temía, visitaba con frecuencia los cementerios, me paseaba entre las tumbas, leyendo las inscripciones, y me decía temblando: «¿Estaría él —o ella— realmente muerto? ¿Cuántas veces habrá ocurrido lo mismo?».
A veces me tropezaba inesperadamente con un entierro que se efectuaba en este o aquel rincón del cementerio.
Temblaba, pero me aproximaba involuntariamente para ver y oír, y aquella inolvidable escena ante la tumba de mi padre cruzaba como un relámpago mi mente con toda su prístina intensidad y horror. Entonces daba media vuelta y corría como si en ese momento y lugar me sintiera en peligro de ser arrastrado vivo a esa tumba expectante que acababa de ver.
Pero un día, en vez de salir corriendo, experimenté el deseo opuesto. Avancé irresistiblemente atraído por la idea de provocar una escena, un escándalo en medio de la presencia solemne de los circunstantes. O, por lo menos una desagradable interrupción.
Estaban a punto de bajar el ataúd, cubierto de flores; el cortejo fúnebre rodeaba reverente la tumba. Casi sin darme cuenta de lo que hacía, me abrí paso a empujones hasta llegar al borde mismo de la fosa y grité:
—¡Esperen! ¡Por amor de Dios, asegúrense de que está muerto!
Todos se quedaron en silencio, asombrados, y retrocedieron asustados mirándome incrédulos. La lectura del ritual se interrumpió bruscamente, y el clérigo que oficiaba permaneció con el libro en las manos observándome con los ojos entreabiertos a través de los cristales de sus gafas. Incluso se detuvo la bajada del ataúd, que quedó ladeado, balanceándose sobre la fosa, medio dentro, medio fuera. Algunas de las flores se escurrieron de la tapa y cayeron.
Al darme cuenta del escándalo que había creado, di media vuelta y me alejé tropezando, tan bruscamente como había llegado. Nadie intentó detenerme. Ya lejos de su vista, me senté en un banco de piedra tras un seto de laurel y hundí la cabeza entre las manos atormentadamente. ¿Me estaba volviendo loco? ¿Cómo podía haber hecho tal cosa?
Pasó una media hora. Oí el ruido de los motores al arrancar uno tras otro en la calzada fuera del recinto, y pensé que se habían marchado todos. Un minuto después oí unos pasos ligeros en el sendero de gravilla que tenía delante, y alcé la vista encontrándome con la curiosa mirada de una joven. Iba de negro, pero había en ella algo vivo y radiante que por alguna extraña razón resultaba fuera de lugar en aquel ambiente. Era bella y se leía la compasión en sus ojos azules. Evidentemente había estado presente en el funeral que yo había interrumpido de modo tan intempestivo, y se había quedado atrás, a propósito, para hablar conmigo.
—¿Le importa que me siente aquí? —murmuró. De pronto noté que deseaba hablarle. Me sentía extrañamente atraído por ella. Los jóvenes son jóvenes, aun cuando su primer lugar de encuentro sea un cementerio, y aparte de aquella fobia mía, yo era como cualquier otro hombre de mi edad.
—¿Quién era ése? —pregunté bruscamente.
—Un pariente lejano mío —repuso—. ¿Por qué ha hecho eso? —añadió—. Sé que no está bebido y me imagino que debe haber algún motivo que le haya impulsado a actuar así. Por eso les pedí que no fueran a quejarse a los vigilantes.
—Eso fue lo que le ocurrió a mi padre —le dije— y nunca lo he superado por completo.
—Entiendo —repuso con tranquila comprensión—. Pero no debe darle vueltas a eso. No es natural a nuestra edad. Fíjese en mí, por ejemplo. Sentía mucho respeto por ese familiar que ha muerto. No soy una persona de corazón duro. Pero les costó trabajo hacerme venir aquí. Tuvieron que sobornarme con adulaciones diciéndome lo guapa que estaba de negro —sonrió vergonzosa—. Sin embargo, me alegro de haber venido.
—Yo también —dije, y era cierto.
—Me llamo Joan Blaine —añadió mientras caminábamos hacia la puerta. La luz del sol inundaba su rostro y parecía iluminarlo por dentro mientras abandonábamos la ciudad de los muertos y entrábamos en la de los vivos.
—Yo soy Bud Ingram —le dije.
—Eres demasiado simpático para andar rondando por los cementerios, Bud —me dijo—. Tendré que hacerme cargo de ti e intentar librarte de esa vena morbosa que tienes.
Fue fiel a su palabra durante los meses siguientes. No es que fuera una chica dominante, ni autoritaria, pero… bueno, me quería, igual que yo a ella, y deseaba ayudarme. Fuimos juntos a bailes y espectáculos, dimos largos paseos en coche con el viento zumbándonos en los oídos, nos tumbamos en la playa a la luz de las estrellas mientras ella rasgueaba una guitarra y el oleaje se acercaba susurrando —hicimos todas las cosas que hacen la vida digna de vivirse, y tan difícil de abandonar. La muerte y sus largas sombras codiciosas me parecían muy lejanas cuando estaba con ella; su risa dorada las mantenía alejadas. Pero cuando estaba solo regresaban furtivas.
No se lo dije. Ahora la amaba y, como un tonto, creía que si le decía que aquello me seguía ocurriendo me abandonaría dando mi caso por perdido. Debía haberla conocido mejor. No volví a hablarle ni de mi padre, ni de mis miedos; dejé que creyera que ella los había vencido. Y así creé mi propia ruina.
Iba conduciendo por una carretera poco transitada en pleno campo, un domingo por la tarde. No había podido salir conmigo aquella tarde, pero habíamos quedado para cenar en su casa e ir después al cine. Había dejado la carretera principal y tomado una desviación pensando que sería un atajo, y que así llegaría antes. De pronto vi a mi izquierda aquel cementerio pequeño y bien cuidado. Frené y permanecí sentado mirando lo que de él podía verse. Evidentemente era particular. Lo rodeaba una verja de cuatro metros de altura con barrotes de hierro de punta dorada. Dentro había grupos de esbeltos álamos que susurraban con la brisa, urnas ornamentales de piedra y cuidados senderos de guijarros blancos que se entrecruzaban aquí y allá. Sólo alguna que otra losa, poco llamativa, mostraba lo que realmente era.
Pasé junto a la puerta principal. Tenía una cadena, estaba cerrada, y no había señal ni de portero ni de pabellón que le albergara. «Evidentemente es propiedad de alguna familia o grupo de gente» —me dije—. Volví a pisar el acelerador y proseguí mi camino. Joan ni siquiera hubiera aprobado el que aminorara la marcha para mirar ese lugar, lo sabía; pero no había podido evitarlo.
Entonces la agudeza de mi vista me traicionó. Incluso avanzando a la velocidad que iba, alcancé a ver un lugar en la verja donde uno de los barrotes había caído de su soporte en el travesaño inferior que los sujetaba y estaba ladeado formando ángulo con el resto, dejando un resquicio en forma de tienda de campaña. Todos mis buenos propósitos se vinieron abajo ante aquella. Solté el embrague, salí a mirar y antes de darme cuenta me había colado dentro y me encontraba en el cementerio… donde no tenía derecho a estar.
«Sólo echaré un vistazo —me dije—, y saldé antes de meterme en líos».
Seguí uno de los sinuosos senderos, y mientras lo hacia volvieron a invadirme los viejos temores. El sol se ponía rápidamente y los álamos extendían sus largas sombras azules sobre el suelo. Me desvié para observar una de las lápidas más recientes. Había una total ausencia de coronas. Ni un ramillete de flores como las que se encuentran incluso en los cementerios más pobres, aunque casi todas las losas parecían bastante recientes.
Iba a seguir andando cuando atrajo mi atención algo que vi cerca de la base de la lápida. Era un pequeña proyección curva, como un alero diminuto para recoger el agua de lluvia. Justo debajo, como protegida por él y casi imperceptible, había una abertura redonda, un agujero, que se abría a través del césped cuidadosamente cortado. Estaba demasiado bien redondeado para ser un agujero accidental, un simple hoyo en el césped. Y estaba justo donde la elevación de la sepultura se unía con la lápida. ¡Pero… y ese reborde curvo que tenía encima! ¿Quién ha visto jamás una lápida provista de canalón?
Eché una mirada a mi alrededor para asegurarme de que nadie me observaba, y luego me puse en cuclillas, junto a la losa. Metí un dedo en el orificio y lo exploré cuidadosamente. Estaba forrado de algo liso y duro, como un tubo de metal. No era un agujero en el suelo. Era una cañería que subía hasta la superficie.
Llevaba un cortaplumas, lo saqué y aparté con él el césped que rodeaba la abertura. Cuando terminé sobresalía media pulgada de tubería brillante y pulida, de cromo o latón. Y lo que era aún más extraño, llevaba incorporado un tamiz diminuto, de fina malla de alambre, como un colador para evitar el polvo.
Me iba sintiendo extrañamente excitado, más excitado a cada minuto. Parecía haber hallado una solución parcial a lo que me había obsesionado durante tanto tiempo. Si era lo que yo creía, eso podía disminuir un poco la intensidad del miedo a las sepulturas incluso en mí que las temía en tal extremo.
Cerré el cortaplumas con un chasquido, me incorporé y me dirigí a la tumba siguiente. No estaba cerca. Tuve que buscar un poco para encontrarla en el atardecer violáceo cada vez más oscuro. Cuando di con ella, vi el mismo orificio oculto en su base, la diminuta protección contra la lluvia, idéntico filtro, y todo lo demás.
Mientras recorría el cementerio en medio del crepúsculo conté hasta diez de ellos. ¿Sería algún extraño culto o sociedad secreta?, me pregunté inquieto. Por primera vez empecé a lamentar el haberme topado con aquél lugar; me sentí invadido por temores indefinidos, vagas premoniciones de peligro que no tenía nada que ver con aquel otro miedo más interno.
El sol se había puesto hacía mucho tiempo, y una neblina macabra empezaba a difuminar los perfiles de los árboles y el follaje que me rodeaban. Di la vuelta y emprendí corriendo el regreso hacia aquel lugar de la verja por donde había logrado entrar, y que para entonces estaba a considerable distancia.
Al llegar frente al portón de entrada —el verdadero y no la abertura por la que me había introducido— vi afuera el resplandor naranja de un farol que brillaba en medio de la oscuridad del crepúsculo. Las cadenas resonaron al quedar sueltas, y las puertas dobles se abrieron hacia dentro, con un horrible gemido. Instintivamente retrocedí de un salto, ocultándome detrás de una enorme urna de piedra colocada sobre un pedestal, y de cuya parte superior pendían unas enredaderas.
Las puertas rechinaron de nuevo al cerrarse, anulando mis probabilidades de salir por aquel camino, que era el más cercano de los dos. Atisbé con precaución por la parte más estrecha de la base de la urna, para ver de quién se trataba.
Un típico vigilante de cementerio, sin nada que le diferenciara de cualquier otro de su especie, caminaba lentamente con rechinantes pisadas por el sendero más cercano, farol en mano. La luz se proyectaba hacia arriba, tiñéndole la cara, y hacia abajo, en torno al suelo que pisaba, pero le dejaba la mitad del cuerpo en la oscuridad. Producía un fantasmagórico efecto: una cabeza rojiza sin cuerpo que avanzaba flotando por encima del suelo. Me acobardé un poco.
Pasó lo bastante cerca como para poder tocarlo, y me trasladé temblando al otro lado de la urna, manteniendo ésta entre nosotros. Se detuvo en la tumba más próxima, a muy poca distancia; colocó el farol junto a la losa, y levantó un poco la mecha de aceite. Gracias al acrecentado resplandor pude ver claramente todo lo que estaba haciendo. Lo vi, pero al principio no pude entenderlo. Se sentó en cuclillas igual que había hecho yo —ésta, afortunadamente, no era la tumba en que yo había hurgado con mi cortaplumas— y le vi sostener en la mano algo que a primera vista tomé por una flor, una flor o un capullo, como si estuviera a punto de plantarla. Tenía un tallo largo y casi invisible y terminaba en un pequeño abultamiento o una bola de pelusa, como una rama de sauce. Pero al verle insertarlo dentro del pequeño orificio en la base de la losa y hacerlo girar afanosamente, me di cuenta de lo que realmente era. Se trataba sencillamente de una escobilla de metal, como las que usan las amas de casa para limpiar los picos de las teteras. Estaba quitando el polvo y la arena acumulados durante el día en el filtro de rejilla de la tubería, para evitar que se obstruyera. Le vi sacar de nuevo la escobilla, poner la cara casi junto al suelo y soplar dentro para facilitar la operación. Oí claramente el sonido que hacía —«¡Fu!»—. Mientras le observaba, se incorporó de nuevo, cogió el farol, caminó trabajosamente hasta la siguiente sepultura y repitió la operación.
Un escalofrío me bajó lentamente por la columna. ¿Por qué esos orificios debían mantenerse limpios de toda suciedad que pudiera obstruirlos? ¿Había algún ser vivo, respirando, que necesitara aire, enterrado bajo cada una de esas lápidas?
Tuve que agarrar con ambas manos el pedestal que tenía delante para sujetarme, para evitar dar media vuelta y huir ciegamente en aquel mismo momento, descubriendo con ello mi presencia.
Esperé hasta que se hubo alejado de mi vista y un arbusto cegó el haz de luz del farol, aunque no el resplandor que arrojaba en torno suyo. Luego di media vuelta y escapé como una flecha, muerto de miedo.
Corrí por el lado interior de la verja, intentando encontrar aquella abertura que, enloquecedoramente, parecía huir de mí. Cuando estaba casi a punto de perder la cabeza y gritar preso del pánico, vislumbré mi coche parado allí en la oscuridad, al otro lado, y unos pocos pasos más me condujeron al lugar deseado. Con los brazos temblando espasmódicamente levanté el barrote suelto y me deslicé por la abertura. Me paré allí un minuto junto al coche, limpiándome la frente húmeda con el revés de la manga. Luego con un profundo suspiro de alivio, alargué el brazo y abrí la portezuela. Me deslicé al interior e hice girar la llave de contacto… Nada. Habían cortado el cable del encendido durante mi ausencia.
Antes de que todo lo que significaba el descubrimiento tuviera tiempo de registrarse en mi mente, la cabeza y los hombros de un hombre se alzaron lentamente, como si salieran del suelo, justo detrás de la portezuela del otro lado, en la parte que daba a la calzada. Debió de haber estado acurrucado para que no le viera, observándome todo el tiempo.
Iba bien vestido, no era un atracador ni un ladrón. Su rostro, o lo que de él podía ver en la oscuridad, tenía un solemne aspecto ascético. En su boca se dibujaba una ligera sonrisa, pero no precisamente amistosa.
Cuando habló, lo hizo con voz carente de entonación. No revelaba reproche, ni amenaza, ni ira.
—¿Hay algo —sus ojos de piedra pestañearon sólo una vez mirando más allá de la verja del cementerio— que le interese allí dentro?
¿Qué podía yo decir?
—No. Sencillamente entré para… para descansar un rato, y pensar.
—Hubo por aquí un viento bastante fuerte… y una tormenta hace una semana —me informó—. Pudo haber tirado el letrero que teníamos a la entrada que da a la carretera. Se prohíbe el paso, es propiedad particular.
—No vi ningún letrero —le dije—. Y no mentía.
—Pues si entró sólo para descansar y pensar, ¿por qué estaba tan inquieto ahora cuando salió? Le estuve mirando. ¿Qué es lo que hizo allí dentro que le asustó tanto? —Y luego añadió lentamente, espaciando cada palabra—. ¿Qué… vio… usted?
Yo ya estaba harto.
—¿Está usted encargado de este lugar? ¡Bueno, pues tanto si lo está como si no, me ofende que me interrogue de este modo! Me han estropeado el coche deliberadamente. Me dan ganas de…
—Salga y venga conmigo —dijo, y de pronto apareció la boca delgada y fea de una Lüger que, apoyada sobre la portezuela, me apuntaba. Su rostro permaneció frío, inexpresivo.
Abrí la portezuela y bajé a su lado.
—Esto es un secuestro —dije ásperamente.
No —repuso—, le costaría trabajo probarlo. Es usted culpable de allanamiento. Tenemos perfecto derecho a detenerle… hasta que haya explicado con claridad y de forma satisfactoria qué vio allí dentro que le asustó de ese modo.
O en otras palabras, me dije a mí mismo, qué he descubierto exactamente… sobre algo que se supone que no debo saber. Algo me avisaba: ocurra lo que ocurra, no admitas que te has fijado en esos respiraderos de las sepulturas. ¡No confieses que los has visto! No sabía por qué no debía hacerlo, pero aquello me seguía martilleando sin descanso.
—Camine por la carretera delante de mí —me ordenó—. Si intenta escapar lanzándose a la oscuridad dispararé sin contemplaciones.
Me volví y caminé lentamente por el centro de la carretera, con las manos impotentes, colgando a lo largo de los costados. El arrastrar y chirriar de sus pisadas me seguía. Tenía experiencia suficiente para no acercarse mucho y darme la oportunidad de arrebatarle la pistola. Yo podía temer que me enterraran vivo, pero las balas no me asustaban demasiado.
Llegamos frente a las puertas del cementerio justo cuando salía el vigilante.
Alzó la cabeza sorprendido, cogió el farol y se nos acercó.
—Este hombre ha estado ahí dentro hace poco. Camine junto a él, pero no demasiado cerca, y alúmbrele con el farol.
—Sí, Hermano —en aquel momento pensé que era sólo una expresión coloquial por parte del vigilante; el modo respetuoso de decirlo debió de haberme indicado que no era así. Mientras se colocaba a mi lado le oí sisear vengativo:
—¡Cochino curioso!
Seguimos entonces un estrecho sendero de ladrillos, que aquella tarde me había pasado totalmente inadvertido desde el coche, caminando en fila india, yo en el medio. Llegamos, en unos cinco minutos, a una casa de campo de aspecto sólido, enteramente rodeada por tal espesura de árboles que debía de resultar completamente invisible desde ambas carreteras, incluso a plena luz del día. El piso bajo era de piedra, el superior encalado con estuco. Evidentemente no estaba abandonada ni descuidada, pero parecía deshabitada. Todas las ventanas, tanto las de arriba como las de abajo, estaban selladas con tablas.
Subimos los tres al porche vacío, cuyo entarimado relucía por haber sido barnizado recientemente. El hombre del farol introdujo una llave en la cerradura de la puerta, aparentemente sellada también con tablas, la hizo girar y abrió todo el falso revestimiento, que resultó ser de una sola pieza. Detrás apareció la auténtica puerta, una hoja gruesa de roble adornada con cristales biselados y velados en el interior por una cortina a través de la cual se veía el tenue resplandor de una luz eléctrica.
Abrió esta puerta también y nos encontramos en un vestíbulo acogedor y bien amueblado. El vigilante levantó el farol y se dirigió hacia el fondo de la habitación murmurando:
—Vengo en seguida.
El hombre que me había capturado me hizo girar hacia un lado y pasar a una habitación amueblada como un estudio, entró detrás de mí, y enfundó por fin la Lüger con la que tan fácilmente me había persuadido.
Había un hombre sentado detrás de una gran mesa de despacho, iluminada por una lámpara, estudiando unos papeles. Alzó la vista, palideció momentáneamente, y luego se recobró. Pero yo lo había visto; aquello me demostraba que no era el único que tenía miedo. La misma voz silenciosa seguía avisándome machaconamente: ¡No admitas que viste esos respiraderos, cuidado con lo que dices!
El hombre que me había traído dijo:
—Encontré su coche aparcado junto a la verja del cementerio… donde cayó el rayo y arrancó aquel soporte la otra noche. Esperé hasta que salió. Pensé que le gustaría hablar con él, Hermano. Otra vez aquel «hermano».
—Acertó, Hermano —asintió el hombre sentado tras la mesa. Luego me dijo:
—¿Qué estaba haciendo allí dentro?
La puerta situada detrás de mí se abrió y entró el hombre que había representado el papel de vigilante. Ahora llevaba puesto un traje de calle igual que los otros dos, en sustitución del mono y el suéter grasiento. Eché una buena mirada a sus manos; no eran callosas, pero habían tenido ampollas hacía poco. Aún se veían los círculos de piel reseca que quedaban en el lugar donde se habían reventado. Era un sepulturero aficionado… no un profesional.
—¿Tocó alguna cosa? —le preguntó el hombre sentado detrás de la mesa con su voz fría e indiferente.
—Claro que sí. Hurgó en la tumba de Jerome. Escarbó un poco el césped, justo lo suficiente para dejar eso al descubierto —acentuó el pronombre para darle un significado especial.
El hombre que me había capturado me registró los bolsillos con habilidad y rapidez, sacó a la luz la navaja, la abrió con un chasquido y les mostró las manchas de hierba en la hoja de acero.
Sentí en el aire sobre mi cabeza el cercano revoloteo de las oscuras alas de la Muerte.
—Lo siento. Llévenle fuera a la parte de atrás de la casa —dijo el hombre de la mesa categóricamente. Como si esas palabras fueran mi sentencia de muerte.
Todo aquello era demasiado increíble, demasiado fantástico. No podía llegar a creer que corría peligro de que me dieran muerte, allí y en aquel momento como a un perro rabioso. Pero vi al que tenía al lado alargar lentamente la mano hacia el bolsillo abultado por la Lüger.
—Ahora que me había lavado, tengo que salir a cavar de nuevo —suspiró pesaroso el que había representado el papel de vigilante mirando entristecido sus manos llenas de ampollas.
Miré a uno y a otro, sin darme todavía cuenta cabalmente de lo que todo aquello presagiaba. Luego en un impulso —un impulso que salvó mi vida— estallé:
—Comprendan, no fue sólo simple curiosidad por mi parte. Toda mi vida, desde los diez años, me ha dado terror la idea de que me enterraran vivo…
Antes de que me diera cuenta les había contado lo que le ocurrió a mi padre y la impresión indeleble que en mí había dejado.
Cuando terminé, el hombre de la mesa dijo lentamente.
—¿En qué año fue eso… y dónde?
—En Nueva Orleáns —repuse—, en 1922.
Giró la vista hacia el hombre situado a mi izquierda.
—Ponga una conferencia a Nueva Orleáns —dijo sin inmutarse—. Averigüe si un empresario de pompas fúnebres fue procesado por enterrar vivo a un veterano de guerra paralítico llamado Donald Ingram, en el Cementerio de Todos los Santos en septiembre de 1922.
—El día 14 —añadí, cerrando los ojos brevemente.
—Si le preguntaran algo —le aleccionó—, usted es un abogado que actúa a instancias del hijo de ese hombre, a causa de cierto litigio pendiente.
La puerta se cerró tras él; yo permanecí allí con los otros dos.
El enviado regresó y, sin decir palabra, entregó una hoja de papel al hombre de la mesa. Éste la leyó de principio a fin.
—¿Y su madre? —dijo.
—Murió loca en 1929. Hice que la incineraran, para evitar…
Hizo una bola con la hoja de papel y la tiró lejos.
—¿Le gustaría unirse a nosotros? —dijo, con los ojos chispeantes de astucia.
—¿Quiénes… son ustedes? —repliqué.
No me contestó a eso.
—Podemos curarle, sanarle. Podemos serle más útiles que cualquier médico, que cualquier especialista mental del mundo. ¿No le gustaría librarse de ese temor, de esa maldición para siempre?
Le contesté que sí; lo cual era cierto desde cualquier ángulo que se mirara.
Usted lo ha padecido de un modo especial debido a las circunstancias de la muerte de su padre —prosiguió—. Pero, no crea que es el único que tiene miedo a la muerte. Existen muchas otras personas, cientos de ellas, que experimentan lo que usted, aunque no con tanta fuerza. De entre ellos proceden nuestros socios; les proporcionamos una nueva esperanza y una nueva vida; para ellos despojamos a la muerte de todos sus temores. Esa obsesión con la mortalidad que les tiene atados de pies y manos se esfuma, pueden conquistar el mundo, nada les detiene. Se convierten en una especie de dioses inmortales. La riqueza, la fama, todos los bienes del mundo están ahí para que los hagan suyos, porque sus semejantes, temerosos de morir, vencidos antes de empezar siquiera a vivir, no pueden competir con ellos. ¿No es éste un don inapreciable? Se lo estamos ofreciendo a usted porque lo necesita enormemente, mucho más que cualquiera de los que han acudido hasta ahora a nosotros.
Había perdido toda su serenidad y frialdad. Se mostraba enardecido, ferviente, fanático, era el típico prosélito a la caza de un nuevo converso.
—Yo no soy rico —repuse con cautela, para descubrir donde estaba la trampa. Y allí estaba… justamente en eso.
—Ahora no —repuso—, porque esa amenaza ha obstaculizado sus esfuerzos, le ha cortado las alas, por así decirlo. Muy pocos de los que vienen a nosotros son ricos. Ahora no le pedimos nada material. Más tarde, cuando le hayamos ayudado, y usted sea uno de los afortunados del mundo, podrá pagarnos y ayudarnos a proseguir nuestra buena obra.
Lo cual podía ser un modo bastante elegante de referirse a un futuro chantaje.
—Y ahora… ¿cuál es su decisión?
—Acepto… su amable ofrecimiento —repuse pensativo, e inmediatamente me corregí mentalmente: «Al menos hasta que pueda salir de aquí y volver a la ciudad».
Pero él inmediatamente anuló la idea, como si me hubiera leído el pensamiento.
—No cabe revocar su decisión una vez que la ha tomado. Eso le provocaría una muerte instantánea. Por asfixia lenta es como mueren los que faltan a la palabra que nos han dado. Les castigamos enterrándoles cuando todavía están en plena posesión de sus facultades.
Un destino aún más horrible que el que había sufrido mi padre; el único que lo superaba. Por lo menos él no había recobrado el sentido hasta después de haber sido enterrado. Y en su caso no había durado mucho tiempo, no hubiera sido posible.
—Esos respiraderos que vio pueden prolongar el fin durante días enteros —prosiguió—. Pueden abrirse o cerrarse a voluntad.
—Dije que me uniría a ustedes —repuse temblando, resistiendo el impulso de taparme los oídos con las manos.
—Bien.
Me tendió la mano derecha y yo se la estreché en contra de mi voluntad. Luego me agarró la muñeca con la mano izquierda y me obligó a que le hiciera lo mismo con la mía. Tuve que repetir este doble apretón con los otros dos, por turno.
—Ahora es usted uno de los nuestros.
El vigilante del cementerio salió de la habitación y volvió con una bandeja en la que llevaba tres calaveras pequeñas y una grande. Sentí que los pelillos de la nuca se me erizaban espontáneamente. Pero, ninguna de ellas era auténtica, eran imitaciones de madera o celuloide. Todas ellas tenían una tapa que se abría en la parte superior; una era una jarra y las otras, tres picheles.
El hombre sentado a la mesa pronunció el brindis.
—¡Por nuestra Amiga!
Al principio no supe a quién se refería; pero hablaba de esa tenebrosa enemiga de toda la humanidad, la Parca.
—Nos llamamos Los Amigos de la Muerte —me explicó una vez que vaciamos los tétricos recipientes—. Para resumir nuestras creencias y propósitos, los definiré así: la muerte es vida y la vida es muerte. Nosotros hemos dominado a la muerte y ningún miembro de nuestra sociedad tiene por qué temerla nunca más. «Mueren», es cierto, pero después de morir se les entierra en sepulturas especiales en nuestro cementerio privado… tumbas que tienen respiraderos de aire tal como usted descubrió. Además nuestras tumbas están equipadas con señales eléctricas que nos advierten cuando los cuerpos de nuestros socios enterrados empiezan a responder al tratamiento secreto que nuestros científicos les han administrado antes de sepultarlos. Entonces acudimos y los liberamos… y vuelven a vivir otra vez. Y lo que es más, quedan liberados, eximidos de su esclavitud; a partir de entonces la muerte es una vieja amiga en lugar de una enemiga. Ya no la temen. ¿No comprende que maravillosa bendición será esto en su caso, Hermano Bud; usted que tanto ha sufrido por ese temor?
Pensé para mí. «¡Están locos! ¡Tienen que estarlo!».
—¿Y el castigo del que habló… el que aplican a aquellos que les traicionan o desobedecen? —dije esforzándome por hablar con calma.
—¡Ah! —aspiró con deleite—. Se les entierra antes de morir… sin que se beneficien de los cuidados de nuestros expertos. El respiradero se va cerrando desde arriba poquito a poco, lentamente, una ranura cada vez, mediante una válvula… hasta que queda completamente sellado. Es sumamente desagradable, mientras dura —concluyó—. Nunca había oído una expresión que se quedara tan corta como aquélla.
No ocurrió mucho más en aquella sesión de iniciación preliminar. Sacaron un pesado libro encuadernado en ébano con la inevitable calavera de marfil en la tapa. Me hicieron sacarme sangre de la muñeca y escribir con ella mi nombre en el libro. Siguió la toma del juramento de silencio.
—Se le notificará cuando va a ser su iniciación oficial —me dijeron—. Vuelva a su casa y esté alerta hasta que tenga noticias nuestras. Se supone que los miembros no han de conocerse entre sí, con excepción de nosotros tres, por tanto, se le ruega que asista a los rituales llevando una máscara en forma de calavera que le será entregada. Nosotros somos el Contable (el hombre sentado tras la mesa), el Mensajero (el hombre de la Lüger), y el Sepulturero. Tenemos capítulos en la mayoría de las grandes ciudades. Si tuviera que trasladar su residencia a otro sitio por motivos de trabajo o de cualquier otra especie, no deje de notificárnoslo y le inscribiremos en nuestra sucursal de la ciudad a la que vaya.
«¡Que se cree usted eso!», pensé.
—Todos los socios bona fide deben asistir a las reuniones; el no hacerlo da lugar al Castigo.
Aquella especie de vampiro burlón tuvo la desfachatez de pasarme el brazo alrededor del hombro con ademán amistoso mientras me conducía hacia la puerta, como un hospitalario anfitrión acompañando a un huésped que se marcha. Hice todo lo posible para evitar hacer un gesto de repulsión al sentirlo. Hubiera querido partirle los dientes de un derechazo en aquel mismo momento, pero el Mensajero, el de la Lüger, se hallaba a pocos pasos tras de mí. Iba a poder marcharme de allí; eso era lo único que me importaba en aquel momento, todo lo que deseaba… Irme. Y una bocanada de aire fresco y un buen trago de whisky para quitarme el mal sabor de boca.
Me abrieron las dos puertas, e incluso encendieron la luz del porche para que pudiera ver los escalones al bajar.
—Puede coger un autobús hasta la ciudad, en la carretera principal. Lo primero que haremos por la mañana será dar órdenes para que le arreglen el coche y lo dejen delante de su puerta.
Pero al final volvió a surgir un velado aviso a través de toda aquella amabilidad.
—No deje de venir cuando le llamemos. Tenemos ojos y oídos en todas partes, donde menos lo espere. ¡No se avisa, no se concede jamás una segunda oportunidad!
De nuevo aquel doble apretón, repetido tres veces, y todo acabó. Las dos puertas se cerraron, les echaron la llave, la luz del porche se apagó y busqué a tientas el camino a lo largo del sendero de ladrillo… esta vez solo. A mi espalda ni un solo rayo de luz surgía de la casa aparentemente abandonada. Todo había sido tan fugaz, irreal e increíble como un mal sueño.
Fui temblando durante todo el camino de regreso a la ciudad en el autobús a pesar de la calefacción; los otros pasajeros debieron de creer que tenía la gripe. Joan Blaine me encontró a medianoche en el bar más cercano a mi casa, completamente bebido, tan borracho que apenas podía mantenerme erguido… pero todavía temblando.
—Lléveselo a casa, señorita —me contó ella después que le había susurrado el camarero—. ¡Lleva así de pie tres horas enteras, mirando como si viera fantasmas, haciendo que los otros parroquianos se refugien asustados en los rincones!
A la mañana siguiente me desperté completamente vestido encima de la cama, tapado con una manta.
—No fue más que un sueño —me repetía a mí mismo a la defensiva.
Oí la llamada de Joan en la puerta, y lo primero que me dijo cuando abrí fue:
—¿Le ocurrió algo a tu coche anoche? Acabo de ver a un mecánico traerlo hasta la puerta cuando yo entraba. ¡Se bajó, se marchó y lo dejó ahí delante!
Así acabó mi excusa de que todo aquello no había sido más que un sueño. Joan vio que me sobresaltaba un poco, pero no preguntó por qué. Me acerqué a la ventana y miré. El coche estaba allí esperando sin que hubiera nadie dentro ni cerca de él.
—¿Tuviste un accidente? —me preguntó—. ¿Fue por eso por lo que me mantuviste en vela? ¿Por eso temblabas tanto cuando te encontré?
Me aferré ansiosamente a esa escapatoria.
—¡Sí, eso es! Fue terrible. Además estuve a punto de meterme en un buen lío. No pude dominar los nervios en muchas horas.
Me miró y me dijo con suavidad.
—¡Qué choque tan extraño que te hizo repetir: «pequeñas cañerías que salían del suelo»! Eso es lo único que decías una y otra vez. No tenías tampoco ni un solo rasguño. No había ningún informe sobre accidente alguno en que estuviera complicado un coche con tu matrícula, cuando le pedí información a la Policía después de llevar tres horas esperándote en mi casa.
Me dirigió una mirada de enfado o por lo menos intentó que lo pareciera.
—De acuerdo. Soy mujer y, por lo tanto, tramposa. Esta vez te he pillado bien. Le acabo de preguntar a ese mono grasiento que trajo el coche qué había ocurrido, y me dijo que sólo era el cable del encendido que estaba cortado.
Dulcificó la expresión de su rostro y se acercó a mí.
—¿Qué me estás ocultando, cariño? Díselo a Joan. Estoy siempre de tu parte, ¿es que aún no lo sabes?
No, no era más que un sueño, no iba a contárselo. E incluso aunque no lo fuera, por nada del mundo se lo contaría. ¿Preocuparla? ¡Claro que no!
—Te diré la verdad. No hubo ningún accidente, no sucedió nada. Soy un sinvergüenza, me emborraché y te dejé plantada, eso es todo.
No me creyó; se marchó con aspecto de no estar convencida. Acababa de cerrar la puerta tras ella cuando sonó el teléfono.
—Le felicito, Hermano —dijo una voz anónima—. Nos alegra saber que podemos confiar en usted —y se cortó la comunicación.
Ojos en todas partes, oídos en todas partes. Me quedé inmóvil, pálido. Ya no me serviría de nada imaginar que había sido un sueño.
La citación para comparecer llegó tres semanas después. Un gran tarjetón blanco como los que se utilizan para imprimir las invitaciones de cumplido, dentro de un sobre dirigido a mi nombre. Sólo que la tarjeta estaba en blanco. Al principio aquello me pareció sin pies ni cabeza, ni siquiera lo relacioné con ellos. Después descubrí abajo, en la esquina inferior, la palabra «calor» escrita débilmente a lápiz.
La coloqué sobre el radiador. Lentamente empezó a aparecer una calavera, primero en amarillo pálido, luego en marrón, finalmente en negro. Y debajo unas pocas líneas, repugnante parodia de una invitación normal.
Se requiere su presencia
el viernes, a las 9 de la noche.
Se le irá a recoger.
A.D.L.M.
«¡Podéis venir pero no estaré aquí! —fue mi primera y airada reacción—. Este macabro asunto ha ido ya demasiado lejos. ¡Los loqueros debían ir detrás de todo el equipo con redes de cazar mariposas!».
Pero en aquel momento empecé a sentir los tenues aguijones de la curiosidad: «¿Qué puedes perder? De todas formas ¿por qué no vas a ver cómo es eso? ¿Qué pueden hacerte, después de todo? Con llevarse una pistola, ya está».
Cuando salí del despacho a última hora de la tarde me dirigí directamente a una casa de empeños en la peor zona de la ciudad y empujé con decisión las puertas de vaivén que recordaban las de un saloon. Hacía tiempo que tenía licencia de armas, por tanto, no era probable que tropezara con dificultades en conseguir lo que quería.
Mientras el dueño estaba en la trastienda sacando algunas armas para enseñármelas, un tipo de aspecto miserable entró con un abrigo andrajoso que quería empeñar. El empleado se lo llevó a la parte delantera para examinarlo más de cerca, y durante un momento ambos nos quedamos solos ante el mostrador. Juro que no había ninguna pistola a la vista en la caja que tenía delante. Nada que indicara lo que yo había ido a buscar.
Sonó un murmullo casi inaudible en algún lugar a mis espaldas:
—Hermano, yo en tu lugar no lo haría. Te meterás en un buen lío si lo haces.
Me di media vuelta bruscamente. El andrajoso desharrapado, que parecía ignorar mi existencia, contemplaba con abatimiento el mostrador de cristal que tenía delante. Si él no había hablado ¿quién había sido?
Rechazaron su oferta, volvió a coger el abrigo y salió de nuevo a la calle arrastrando los pies con desaliento, sin dirigirme ni una mirada al pasar a mi lado. Las puertas batieron tras él. Sentí un aguijonazo en la columna vertebral. Había sido un aviso de ellos.
—Lo siento —dije con brusquedad cuando el dueño regresó con unos cuantos revólveres para enseñármelos—. ¡He cambiado de idea!
Salí apresuradamente, miré arriba y abajo de la calle. El vagabundo se había desvanecido. Y, sin embargo, la casa de empeños se encontraba en el centro de una manzana, a casi igual distancia de ambas esquinas. ¡No podía haberse…! Incluso le pregunté a un portero que sacaba a la calle unos cubos de basura a pocos pasos de allí:
—¿Vio usted salir de aquí hace un momento a un tipo que llevaba un abrigo?
—Caballero —me respondió—, nadie ha salido de ahí desde que usted entró hace dos minutos.
«Supongo que fue una ilusión óptica», me dije a mí mismo. ¡Qué iba a serlo!
Por tanto, me marché sin la pistola.
Al volver a mi casa, pocos minutos después, me esperaba un contratiempo no sólo embarazoso, sino también sumamente peligroso. Joan estaba en el apartamento esperándome; había hecho que la patrona, que la conocía bastante bien, la dejara entrar. ¡Precisamente aquella noche en que me habían llamado! No sólo no podía marcharme estando ella sino que tenía que quitarla de en medio antes de que ellos aparecieran.
Lo primero en que se fijaron mis ojos cuando entré fue en aquella maldita invitación. Estaba colocada donde yo la había dejado, pero habría jurado que la había vuelto a meter en el sobre, y ahora estaba fuera, con la calavera mirando hacia arriba, tan grande que parecía de tamaño natural. ¿La habría visto Joan? Si fue así, no lo demostró. Me coloqué delante de ella y la quité de la vista metiéndola en un cajón con las manos detrás de la espalda.
—Invítame a cenar —me dijo.
Pero no podía, no volvería a tiempo si lo hacía; suponía que iban a llegar dentro de un cuarto de hora. Se tardaba una hora en llegar en coche hasta allí.
—¡Maldita sea! Acabo de cenar —mentí—. ¿Por qué no me avisaste…?
—¿Qué te parece si nos vamos al cine, entonces? —aquella noche ella mostraba una desacostumbrada insistencia, como si hubiera descubierto algo y quisiera obligarme a claudicar y admitirlo.
Mascullé algo así como que tenía jaqueca y quería irme pronto a la cama, todo ello con los ojos fijos ansiosamente en el reloj. Sólo faltaban diez minutos.
—Vaya éxito que tengo esta noche —dijo encogiéndose de hombros. Pero no mostró intención de irse, sino que permaneció allí sentada observándome curiosa, intensamente.
El sudor perlaba mi frente. Faltaban siete minutos. Si la dejaba quedarse más tiempo la pondría en peligro. Pero ¿cómo podía librarme de ella sin ofenderla, sin que sospechara… si es que no sospechaba ya?
—Pareces muy nervioso esta noche —murmuró—. Nunca te he visto mirar el reloj con tanta insistencia.
Quedaban cinco minutos.
Ellos me ayudaron. Ojos en todas partes, oídos en todas partes. Sonó el teléfono. De nuevo aquella voz anónima, como tres semanas antes.
—Más vale que aleje a esa mujer, Hermano. El coche está en la esquina, esperando para acercarse hasta su puerta. Va a llegar tarde.
—Sí —contesté. Y colgué.
—¿Una rival? —preguntó juguetona cuando volví.
—Joan —repuse roncamente—, vete. Tengo que salir. Hay algo de lo que no te puedo hablar. Tienes que confiar en mí. Tú confías, ¿no es cierto? —le supliqué.
Sólo dijo una cosa, triste, temerosa, mientras se incorporaba y se dirigía a la puerta.
—Sí. Eres tú el que no se fía de mí…
Se volvió impulsivamente y sus manos treparon implorantes a mis solapas.
—¿Por qué no puedes decírmelo?
—¡Tú no sabes lo que me estás pidiendo! —musité.
Dio media vuelta y bajó rápidamente las escaleras; la oí llorar quedamente mientras lo hacía. Pero no oí cerrarse la puerta de la calle tras ella.
Momentos después sonó el timbre, cogí el sombrero y bajé corriendo. Un automóvil estaba aparcado frente a la casa, con la portezuela de atrás abierta. Subí y me encontré sentado junto al Mensajero.
—Vamos, Hermano —dijo al conductor.
Todo lo que podía ver de este último era la nuca; habían quitado el espejo retrovisor de la parte delantera del coche.
—Permítame darle un consejo —dijo el Mensajero cuando arrancamos—. Usted fue esta tarde a una casa de empeño a comprar una pistola. Por su propio bien no vuelva a hacer una cosa así. Y después de lo que ha ocurrido, procure que esa joven no entre en su habitación durante su ausencia. Pudo leer la invitación que le mandamos.
—La he destruido —mentí.
Me entregó algo hecho de papel.
—Su máscara —me dijo—. No se la ponga hasta que hayamos cruzado los límites de la ciudad.
Resultaba terrorífica cuando me la puse. No era una máscara sino un capuchón que cubría toda la cabeza, hecho de lona y cartón, blanco como la tiza para simular una calavera, con profundos agujeros negros para los ojos y, en el lugar de la boca, unos dientes que se mostraban como en una carcajada.
A medida que nos acercábamos a la casa la carretera particular empezó a aparecer bordeada por coches aparcados a ambos lados. Conté quince mientras pasábamos rápidamente junto a ellos; y debía de haber otros tantos más adelante, en la otra dirección.
Llegamos y el Mensajero y yo nos bajamos. Miré con precaución al conductor por encima de mi hombro cuando pasamos junto a él, para ver si podía verle la cara, pero él también se había colocado un capuchón en forma de calavera.
—No haga nunca eso —me advirtió el Mensajero en voz baja—. No intente ver bajo el disfraz de ningún otro socio.
La casa parecía tan silenciosa y sin vida por fuera como la última vez. Dentro había un osario horrible y hormigueante lleno de figuras con cara de calavera y cuerpos embutidos en trajes de calle, smokings y trajes de noche. Las luces estaban todas teñidas de un lívido color verde o de un azul fantasmagórico, debido al papel de seda que las envolvía. Un grupo de músicos enmascarados tocaba la Marcha Fúnebre una y otra vez, con breves pausas de intermedio. Había un ataúd colocado en el centro del salón principal.
Me sentía bañado en sudor debajo de mi propia máscara y casi enfermo de muerte. Y eso que aún no había comenzado la función.
Por fin el Contable, sin máscara, apareció en medio del grupo. Detrás venía el Mensajero. Todos los invitados aplaudieron entusiásticamente reunidos a su alrededor en corro. Acudieron los que estaban en las otras habitaciones. Los músicos dejaron de tocar.
El Contable hizo una reverencia y sonrió amablemente.
—Buenas noches, amigos cadáveres —fue su estremecedor saludo—. Nos hemos reunido esta noche para ser testigos de la iniciación del socio más reciente. —Se produjo una tensión electrizante—. ¡Hermano Bud! —Su voz sonó como un clarín en el silencio—. Dé un paso al frente.
El corazón me estalló en trocitos dentro del pecho. Sentía las piernas a punto de doblarse bajo mi peso. Aquel bramido que sentía en los oídos eran mis propios pensamientos alocados. Y supe con terrible certidumbre que no se trataba de una iniciación… aquello iba a ser «el castigo», ya que, por no tener dinero, no les servía de nada.
Antes de que tuviera tiempo de arrancarme la máscara, luchar y abrirme paso a arañazos, me agarraron entre media docena de ellos y me empujaron hacia delante, al centro del círculo. Me obligaron a arrodillarme y me sujetaron en esa postura, mientras yo me retorcía y contorsionaba. Me quitaron el abrigo, la chaqueta y la camisa y me arrancaron la máscara. Me metieron por la cabeza un sudario de hilo con aberturas para el cuello y los brazos. Me cogieron las manos, me las pusieron a la espalda, y me las ataron fuertemente con correas de cuero. Les golpeé con las piernas y me retorcí por el suelo como un loco furioso… ¡yo, que era el único cuerpo de todos ellos! Les grité imprecaciones ahogadas. El cadáver no estaba nada dispuesto.
Finalmente, me cogieron las piernas temblorosas, me las ataron juntas por los tobillos y las rodillas y luego, con cuidado, bajaron el sudario hasta abajo. Me levantaron en vilo como un tronco, como una larga cosa blanca cubierta con un sudario y me introdujeron en un ataúd acolchado que se avenía perfectamente a mi tamaño. Angustiado, intenté levantarme. Me obligaron a tumbarme y me mantuvieron inmóvil atándome por la cintura y por el pecho. Lo único que podía hacer entonces era lanzar inarticulados ruidos animales, gorgoteos y gritos agudos. Mi rostro era una humeante caldera de sudor.
Desde donde estaba aún podía ver la parte superior de sus cabezas enmascaradas, inclinadas en círculo a mi alrededor. Regocijadas, rientes y despiadadas calaveras. Una parecía observarme con intensa fijeza; por supuesto, todas me miraban, pero a ésta la vi llevarse brevemente un par de gafas hasta los orificios de la máscara, como si… casi como si me conociera en el mundo exterior. Un momento después le hizo una seña al Contable y ambos desaparecieron del círculo de mi visión, como si conferenciaran sobre algo.
Mientras tanto, el rostro del Sepulturero había aparecido por encima del borde de mi ataúd, como si acabara de llegar de fuera.
—¿Está lista? —le preguntó el Mensajero.
—Lista… tiene seis pies de profundidad —fue la escalofriante respuesta.
Les vi levantar la tapa del ataúd, para colocarla sobre mí. Uno tenía preparados en la mano un martillo y varios clavos largos. Bajó la tapa, ahogando horizontalmente mi grito de inenarrable angustia, y la luz verde-azulada que hasta entonces había estado suspendida sobre mí se tornó de un negro aterciopelado.
Luego, inmediatamente después, ésta quedó parcialmente desplazada y la cabeza del Contable se inclinó junto a la mía. Pude sentir su aliento cálido sobre la frente. Su murmullo iba dirigido exclusivamente a mí.
—¿Es cierto que está usted prometido a una joven de considerable fortuna, una tal Joan Blaine?
Asentí, tan preso de terror que no tenía conciencia plena de lo que hacía.
—¿La sobrina de Rufus Blaine, el conocido fabricante?
Asentí de nuevo y gemí débilmente. Su rostro desapareció de repente, pero en vez de volver a colocar en su sitio la tapa como yo había esperado por un momento, la retiraron por completo.
Varios brazos se tendieron hacia mí, soltaron las ataduras que me aprisionaban y me ayudaron a sentarme. Un momento después me retiraron el sudario como si fuera una larga media blanca, y mis manos y piernas quedaron libres. Me sacaron de allí.
Estaba demasiado agotado para hacer otra cosa que caer al suelo y yacer allí inerte a los pies de todos ellos, consciente pero incapaz de moverme. En aquella postura oí y vi el resto de lo que ocurrió.
El Contable levantó la mano.
—¡Amigos cadáveres! —anunció—. El castigo del Hermano Bud se pospone indefinidamente, por razones conocidas por mí y los otros jefes del capítulo…
Pero a la despreciable reunión de bandidos enmascarados aquello no le gustó nada; iban a escamotearles su presa.
—¡No! ¡No! —farfullaron, y alzaron los brazos amenazadoramente hacia él—. ¡El ataúd exige un ocupante! ¡La sepultura ansia un inquilino!
—¡Tendrá uno! —prometió—. Ustedes van a contemplar su entierro. ¡No se les va a privar de sus diversiones funerarias, del velatorio al que tienen derecho! —Hizo una disimulada seña al Mensajero y le entregaron el libro mayor, rematado por la calavera. Lo abrió, pasó rápidamente las hojas, consultó las anotaciones, mientras reinaba un siniestro y expectante silencio. Señaló algo en el libro y sus ojos brillaron con malicia. Entonces alzó una vez más la mano—. ¡Van a contemplar un castigo, un entierro irrevocable con los respiraderos cerrados!
Por todos lados sonaron gritos y murmullos de placer.
—He encontrado aquí —prosiguió— el nombre de un miembro que ha aceptado todos nuestros favores y, sin embargo, constantemente ha faltado en las aportaciones que nos debía. Un hombre de fortuna, que, sin embargo, ha intentado engañarnos poniendo sus propiedades a nombre de otros, ocultándolas en cajas de seguridad bajo nombres falsos, y así sucesivamente. ¡Condeno, por tanto, al Hermano Anselmo a ser castigado!
Un grito de terror surgió de entre los circunstantes y una de las figuras enmascaradas intentó lanzarse, aterrorizada, hacia la puerta. Le agarraron, le trajeron a rastras y le aplicaron el tormento que yo acababa de pasar. No pude evitar el darme cuenta, con estremecedores presentimientos, que el Contable se había propuesto que yo permaneciera en pie y me mantuviera erguido para observar aquella maldita escena. En otras palabras, que al haber sido testigo y copartícipe de la escena, era ya tan culpable como cualquiera de ellos, hecho que no era probable me dejaran olvidar si más tarde ponía obstáculos a sus exigencias de chantaje, un chantaje que esperaban que satisficiera con la ayuda del dinero de Joan —o más bien el de su tío— una vez que estuviera casado con ella. Me di cuenta de que había sido la mención de su nombre lo que me había salvado. Por el momento, yo les era más útil vivo que muerto, eso era todo.
Mientras tanto, con el acompañamiento de un último gemido de desesperación que resonaría después durante varios días en mis oídos, clavaron la tapa del ataúd sobre el palpitante contenido que éste guardaba en su interior. Lo levantaron entre cuatro hombres designados al efecto y lo sacaron a un coche fúnebre que esperaba oculto entre los árboles, mientras los músicos tocaban la Marcha Fúnebre. Les siguió el resto del criminal grupo, yo entre ellos, flanqueado por el Mensajero a un lado y el Contable al otro. Me obligaron a entrar en un automóvil y acomodarme entre ellos, y emprendimos la marcha detrás del coche fúnebre, con los otros vehículos siguiéndonos.
Nos apeamos todos en un solitario valle en medio del bosque donde habían preparado una tumba. No es necesario detenerse en la escena que siguió. Valga decir que cuando estaban bajando la caja, en completo silencio, se oyó claramente en el interior el sonido de movimientos frenéticos, como de algo que se contorsionara desesperadamente. Presencié la escena como a través de un velo de delirio, con unas manos que me sujetaban las muñecas obligándome a mirar.
Cuando por fin acabó todo, cuando por fin hubieron rellenado la sepultura con tierra y ésta fue apisonada para dejarla de nuevo completamente plana, me encontré una vez más dentro del coche que había ido a recogerme a casa, pero esta vez sólo con el conductor, de regreso a la ciudad. Deliberadamente tiré la máscara por la ventanilla, como prueba de que quemaba las naves tras de mí.
Cuando el coche giró para tomar la curva frente a mi casa, salté fuera de un brinco, no sin antes intentar agarrar al conductor por el cuello y arrastrarle tras de mí. La condenada máquina no era ya más que un par de luces de posición que se alejaban, chirriando, de mí; ni siquiera había frenado.
Subí rápidamente las escaleras, bajé las persianas para que nadie pudiera verme desde fuera, saqué la maleta y, sin agacharme siquiera, empecé a lanzar cosas dentro. La mandíbula inferior me temblaba. Luego me dirigí al teléfono, dudé brevemente y marqué el número de Joan. ¡Ojo en todas partes, oídos en todas partes! Pero tenía que correr el riesgo. Ahora, ella corría un peligro tan grande como el mío.
Otra persona contestó en su lugar.
—Joan no puede hablar con nadie en este momento. El doctor le ha mandado que permanezca en la cama; tuvo que administrarle un sedante para calmarle los nervios, vino hace un rato en un estado de histerismo total. ¡No sabemos qué le ha ocurrido, no hemos podido conseguir que nos lo cuente!
Colgué desconcertado.
«Yo soy el causante al pedirle que se marchara esta noche», pensé. «La herí y desde entonces debe haber estado pensando en ello».
Volví a meter la maleta bajo la cama de una patada. Hicieran lo que hiciesen los Amigos de la Muerte, no podía marcharme hasta que la hubiera visto.
No dormí en toda aquella noche. A las nueve de la mañana siguiente había tomado una decisión. Me metí la invitación en el bolsillo interior de la chaqueta y me dirigí a la Comisaría más cercana. Ahora sentía haber tirado la máscara la noche anterior, aquello hubiera supuesto otra prueba más que presentar.
Solicité, taciturno, ver al oficial de guardia. Éste me escuchó con paciencia, examinó la invitación, y se golpeó pensativo los dientes de abajo con la uña del pulgar. Lentamente empecé a comprender que me consideraba ligeramente chiflado, un maniático; mi relato debía ser demasiado fantástico para tener visos de veracidad. Luego, cuando le confesé la causa primera de que hubiera entrado en contacto con la asociación —mi obsesión por las tumbas— le vi entornar los ojos astutamente y hacer un gesto de asentimiento para sí como si aquello lo explicara todo.
Llamó a uno de los inspectores y le ordenó con poca convicción:
—Investigue el relato de este hombre, Crow. Mire a ver qué puede descubrir sobre esa… ejem… casa de campo y un misterioso cementerio en las cercanías de Ellendale. Páseme luego un informe. —Después se dirigió a mí apresuradamente, como si no viera el momento de librarse de mi presencia y pensara que verdaderamente debía estar bajo observación en un centro de psicópatas—. Nos ocuparemos de usted, señor Ingram. Ahora váyase a casa y no se preocupe más del asunto. —Golpeó una o dos veces descuidadamente la invitación con la calavera grabada contra el borde de su mesa—. ¿Está usted seguro de que esto no es una circular un tanto apremiante de alguna compañía de seguros de vida o similar?
Apreté las mandíbulas con gesto torvo y salí de allí sin contestarle. Había comprendido que no me iban a servir de nada. Poco había faltado para que me dijeran a la cara que estaba chiflado.
Crow, el inspector, bajó las escaleras detrás de mí abrochándose tranquilamente el abrigo.
—Un autobús interestatal me dejará por allí cerca —dijo. Así era, pero yo me pregunté cómo lo sabía.
Alzó la mano al ver acercarse uno y le hizo señas de que parara. El vehículo se aproximó haciendo un viraje y la puerta se abrió automáticamente. Durante un segundo sus ojos me atravesaron de parte a parte como dos taladros; después subió de un salto.
—Nos veremos, Hermano —dijo—. Si alguien se ha ganado el castigo, ese es usted. Le enterrarán… y sin respiradero.
El y el autobús se alejaron… hacia Ellendale.
La acera empezó a oscilar a mi alrededor como gelatina. Amenazaba con alzarse y golpearme en la cara, pero me agarré al poste de una parada de autobús y me mantuve sujeto hasta que pasó el vértigo. ¡Uno de ellos en el cuerpo de policía! ¿Qué sentido tenía volver a entrar allí? Si no me habían creído la primera vez, ¿qué probabilidad tenía de que me creyeran entonces? Y el modo cómo acababa de marcharse y dejarme mostraba cuan cierto se sentía a ese respecto. El hecho de que no hubiera intentado secuestrarme, obligarme a ir allí con él, demostraba lo seguros que estaban de poder ponerme la mano encima cuando estuvieran preparados.
¡Bueno, todavía no lo habían hecho! Ni lo harían nunca, si es que se me permitía opinar sobre el asunto. Ya que no podía lograr ayuda, la única solución que me quedaba era huir. Huiría, pues. No podían estar en todas partes, no eran omnipotentes; debía de haber sitios donde pudiera encontrarme a salvo de ellos— aunque fuera por poco tiempo.
Saqué el dinero del banco, telefoneé a la oficina para decir que podían buscar a un sustituto para mi trabajo, que no pensaba volver nunca más. Fui a sacar el coche del garaje donde lo guardaba habitualmente e hice que lo engrasaran, llenaran el depósito de gasolina y lo revisaran para un largo viaje. Fui en el coche a donde me hospedaba, pagué, puse la maleta en la parte trasera y me dirigí a casa de Joan.
Estaba pálida, como si le hubiera ocurrido algo la noche anterior, pero se había levantado de la cama. Mis brazos la rodearon.
—Tengo que irme de la ciudad… antes de una hora… pero te quiero, y te haré saber dónde estoy en cuanto me sea posible —le dije.
Me respondió serenamente, mirándome a la cara:
—¿Qué necesidad hay de eso? Yo iré contigo… a dondequiera que vayas.
—Pero tú no sabes con lo que me enfrento… y no puedo decírtelo. ¡No conseguiría más que ponerte en peligro!
—No quiero saberlo. Me voy contigo. Podemos casarnos allí, donde sea…
Dio media vuelta y salió corriendo. Al poco rato volvió, arrastrando un abrigo con una mano, apretando contra sí con la otra un joyero y un maletín de viaje, y con un sombrero encaramado airosamente en la nuca. Ninguno de los dos reímos. No era momento de risas.
—Estoy lista… —Vio en mi rostro que algo había ocurrido, incluso en el breve tiempo en que había estado fuera—. ¿Qué ocurre? —Dejó caer las manos; un hilo de perlas salió rodando del joyero.
La llevé hasta la ventana y señalé sin decir palabra hacia abajo, a mi coche. Acababan de inflarme los neumáticos en el garaje; ahora las cuatro llantas descansaban horizontalmente sobre el asfalto, completamente deshinchadas.
—Probablemente vaciaron el depósito, cortaron el encendido, y una vez puestos a ello lo estropearon irreparablemente —dije con voz mate y sin expresión—. ¡Nos están vigilando cada minuto! ¡Maldita sea, no debía haber venido, te estoy arrastrando a la tumba!
—Bud —repuso ella—, si es allí donde debo ir contigo… no me importa.
—¡Bueno, aún no lo han conseguido! —murmuré tercamente—. Iremos en tren.
Asintió con vehemencia.
—¿A dónde?
—A Nueva York. Y si no estamos a salvo ni siquiera allí, nos iremos en barco a Inglaterra… eso estará seguramente fuera de su alcance.
—¿Quiénes son? —quiso saber ella.
—Mientras no te lo diga aún tendrás una oportunidad de seguir viviendo. ¡No pienso condenarte a la muerte mientras pueda evitarlo!
No insistió sobre el tema, casi —esto se me ocurrió más tarde— como si supiera ya todo lo que había que saber.
—Voy a llamar a la estación, para saber cuándo sale el primer tren…
La oí salir al vestíbulo y presionar el gancho del teléfono para lograr la conexión. Me agaché y volví a meter las perlas en el joyero. Alcé un poco la vista, y de nuevo sus pies aparecieron en la alfombra frente a mí.
Ni se echó a llorar ni desfalleció; se limitó a mirar por encima de mí, a lo lejos, mientras me incorporaba.
—Van en serio —susurró—. Han desconectado el teléfono.
Volvió a dirigirse a la ventana, y permaneció allí, mirando hacia afuera.
—En la acera de enfrente hay un hombre que ha estado leyendo el periódico todo el tiempo que llevamos hablando. Parece estar esperando un autobús, pero han pasados ya tres y sigue ahí. No lo lograremos jamás. —De pronto, su rostro se iluminó—. ¡Espera, ya lo tengo!
Pero su entusiasmo me pareció falso, premeditado.
—En vez de salir de aquí juntos para intentar llegar a la estación, supón que nos separamos… y nos reunimos más tarde en el tren. Creo que eso es más seguro.
—¿Cómo? ¿Dejarte atrás, sola en este lugar? Ni lo pienses.
—Me iré la primera, sin llevarme nada, como si fuera sólo de compras. No me acercaré a la estación. Puedo tomar un autobús municipal hasta Hamlin, es la primera parada del tren en la línea a Nueva York. Dame ventaja y déjate ver en la ventana por si ése es uno de ellos. Luego escapas por la parte de atrás, compras el billete y subes al tren. Yo te esperaré en el andén de la estación de Hamlin, puedes ayudarme a subir al tren contigo; sólo para allí un minuto.
Tal como ella lo exponía parecía razonable, pues yo sería el que correría la mayor parte del riesgo, yendo desde allí a la estación. Acepté.
—Métete entre la gente durante todo el trayecto —le advertí—. No corras ningún riesgo. Sólo con que alguien te mire de forma sospechosa, grita como si te asesinaran, échales encima la fuerza de policía entera.
—Me las arreglaré —repuso ella con tono convincente. Se acercó, y nuestros labios se encontraron brevemente. Sus ojos se empañaron.
—¡Querido Bud —murmuró en voz baja—, que tengas una vida larga y feliz!
Antes de que cayera en la cuenta de lo extraño de sus palabras, había salido rápidamente y la puerta se había cerrado tras ella.
Vigilé atentamente desde la ventana, listo para lanzarme a la calle si el hombre del periódico esbozaba siquiera un movimiento hacia ella. Para coger el autobús al centro tenía que cruzar hasta donde él estaba y esperar junto a él. No se fijó en ella, ni levantó los ojos del periódico cuyas hojas no había pasado desde hacía diez minutos. Ella permaneció allí mirando hacia un lado, él hacia el otro. Por supuesto podrían haberse dicho algo sin que yo lo advirtiera. El autobús llegó velozmente y me puse tenso. Un minuto después me relajé de nuevo. Ella se había marchado; él seguía allí leyendo su interminable periódico.
Decidí concederle media hora de ventaja. De ese modo, al ser el tren más rápido que el autobús, llegaríamos ambos a Hamlin casi simultáneamente. No quería que tuviera que esperar sola en el andén demasiado tiempo, si podía evitarlo. Mientras tanto, seguía asomado a la ventana, para que el vigilante constatara que yo no me había movido de la casa. Tanto Joan como yo habíamos deducido anteriormente que aquel era un vigilante, un espía, y he aquí que, unos veinte minutos después de que ella se marchara, toda mi teoría se derrumbó como un castillo de naipes. Una joven, a la que el hombre debía haber estado esperando todo el tiempo, llegó apresuradamente hasta él y vi cómo se excusaba. Él tiró el periódico, miró el reloj, la cogió con rudeza por el brazo y se alejaron, discutiendo con violencia.
Mi alivio fue sólo momentáneo. Los hilos del teléfono cortados y el coche estropeado constituían prueba suficiente de que unos ojos invisibles me habían estado vigilando todo el tiempo y me vigilaban todavía. Sólo que lo hacían con más sutileza que situando un vigilante demasiado obvio en una esquina. Por lo menos con él había creído saber por dónde andaba; ahora me encontraba otra vez a oscuras.
Treinta y cinco minutos después de que Joan se hubiera marchado salí por la puerta de atrás, dejando el coche delante (como si eso fuera a servirme de algo), y el sombrero colgado de la parte superior de un sillón colocado con el respaldo hacia la ventana (como si fuera a valerme también de algo). Seguí un callejón particular que había entre las casas hasta que fui a dar a la callejuela más cercana, a la vuelta de la esquina de la casa de Joan. Era la una de la tarde. No había un alma a la vista en aquel momento en ese tranquilo barrio residencial, y parecía humanamente imposible que nadie me hubiera visto.
Seguí una tortuosa ruta en zig-zag, bajando por una calle, cruzando otra, pero siempre en dirección a la estación, deteniéndose a intervalos frecuentes para escrutar los alrededores a través de la luna de algún escaparate que los reflejaba como un espejo. A juzgar por las señales de peligro que encontré, los Amigos de la Muerte parecían muy lejanos, inexistentes.
Finalmente, me introduje en la estación por la entrada lateral de equipajes y desde allí me abrí camino hacia delante, con los ojos bien abiertos al acercarme a las ventanillas de billetes. El lugar era, como de costumbre, una colmena de actitud, como lo que resultaba más seguro y a la vez más peligroso para mí. Me hallaba más seguro con toda aquella gente alrededor, pero me resultaba más difícil saber si me vigilaban o no.
—Dos para Nueva York —le dije con cautela al empleado. Y me metí los billetes en el bolsillo lanzando una mirada de desconfianza a mi alrededor—. ¿Cuándo sale el primer tren?
—Dentro de media hora.
Pasé aquellos treinta minutos moviéndome. No me gustaba el aspecto de la sala de espera; había demasiada gente en ella. Finalmente, decidí que una cabina telefónica sería el lugar más seguro. Su oscuridad me ofrecería cierta protección y sólo tendría que vigilar en una dirección en vez de cuatro. Además, estaban convenientemente situadas cerca de las puertas que daban a las vías. Sin embargo, a los pasajeros no se les permitía todavía pasar a los andenes.
Lancé una última mirada inquisitiva a mi alrededor y luego me dirigí directamente a una cabina como si tuviera que efectuar una llamada. Las dos de los lados estaban indudablemente vacías; lo vi al entrar en la mía. Le di un par de vueltas a la bombilla de arriba para apagarla, dejé que quedara abierto un resquicio de la puerta, para poder oír el aviso de salida cuando lo dieran, y me apoyé expectante contra el tabique del fondo, con los ojos fijos en el cristal que tenía enfrente.
Pasaron veinte minutos sin que ocurriera nada. De pronto un altavoz cobró vida en el exterior, y a través de él atronó la voz de un empleado.
—Expreso de Nueva York. Andén número cuatro. Tiene su salida dentro de diez minutos. Primera parada Hamlin…
Y entonces, causándome la misma impresión que si me atravesara una corriente de alto voltaje, el teléfono junto a mí empezó a repiquetear débilmente.
Me quedé allí quieto mirándolo mientras la sangre se retiraba de mi cara. ¿Una llamada a una cabina? ¡Debía ser, tenía que ser, un número equivocado, o alguien que quería hablar con Información o…! Debían poder oírlo desde fuera, porque la puerta corredera estaba sólo parcialmente cerrada. Uno de los mozos que pasaba por allí se volvió, me miró y empezó a avanzar hacia donde yo estaba. Para librarme de él levanté el auricular y me lo llevé al oído.
—Más vale que salga ahora, se le acabó el tiempo —dijo una voz inexpresiva y fúnebre—. Están anunciando su tren, pero usted no va a subir a ese… ni a ningún otro.
—¿De… desde dónde habla?
—Desde la cabina de al lado —dijo burlona la voz—. Se olvidó de que los paneles de cristal sólo llegan hasta media altura.
La comunicación se cortó y la figura de un hombre, como una aparición, oscureció el cristal frente a mis ojos, antes de que pudiera ni siquiera volver a colgar el auricular. Dejé caer éste por completo y tensé el brazo derecho para golpear en la cara a mi interlocutor tan pronto como corriera a un lado el cristal. En el lugar del botón superior de la chaqueta tenía el cañón de un revólver apuntando hacia mí. Dos hombres más aparecieron detrás de él, sin que pudiera decir de dónde habían salido. Ahora estaba muy oscuro en la cabina. Las tres siluetas juntas bloqueaban toda la luz del día. La estación y su bullicio acogedor quedaban borrados, habían retrocedido hacia la lejanía, como si estuvieran a miles de kilómetros en cuanto a la ayuda que podían proporcionarme. Corrí cansadamente el cristal hacia un lado y salí lentamente de la cabina.
Uno de los tres hombres mostró fugazmente una placa… quizás Crow le había prestado la suya para la ocasión.
—Queda detenido por introducir monedas falsas en ese aparato. No le valdrá de nada alzar la voz, ni gritar pidiendo ayuda, ni intentar decirle a la gente que no es cierto. Pero puede hacerlo si gusta.
Yo lo sabía tan bien como él; docenas de cabezas se volvieron a mirarnos cuando echamos a andar, yo en el centro, a través del piso principal de la estación. Pero ni uno solo entre esa multitud se hubiera atrevido a obstaculizar lo que consideraban un arresto legítimo en observancia de la ley. El que llevaba la placa la mantuvo bien visible en la palma de la mano vuelta hacia arriba, y a su vista, los espectadores se hacían atrás lentamente, abriéndonos paso entre ellos. Me conducían a la muerte ante la vista de cientos de personas.
Por dos veces intenté hundir los pies cuando llegamos a irregularidades en la superficie del suelo de mármol escalonado, pero la punta de una pistola apoyada en la base de mi espina dorsal apartaba siempre el obstáculo, tan habituado estaba a no querer morir. Luego lentamente, tomé esta determinación: «Voy a obligarles a disparar contra mí, antes de que me metan en el coche o a dondequiera que me lleven. Es mi única escapatoria, engañar a la muerte con la muerte. De todos modos, me van a enterrar vivo; en lugar de eso les voy a obligar a que terminen conmigo aquí, con esa pistola, esa pistola limpia y amiga. Pero no dispararán simplemente contra mí, sino que dispararán a matar, de no ser así…».
Un brusco movimiento hacia atrás bastaría. Apretando la pistola contra el cuerpo del que la llevara, éste la descargaría automáticamente sobre mí. «Pobre Joan —pensé—, se quedará esperando en el andén de Hamlin… por toda la eternidad». Pero eso no alteró en modo alguno mi determinación.
La voz del empleado, a pesar del altavoz, se perdía a nuestras espaldas.
—Expreso de Nueva York, andén cuatro, tiene su salida dentro de cinco min…
De pronto la luz del sol nos golpeó en la cara desde el otro lado del pórtico de la estación, por entre dos enormes columnas de dos pisos de altura. Allá abajo, lejos, al pie de las anchas gradas de la escalinata, vi un turismo negro aparcado, esperando.
—¡Ahora! —pensé, y puse todo mi cuerpo tenso, listo para lanzarme hacia atrás contra la pistola de forma que ésta explotara en mi cuerpo.
Un mensajero de la Western Union, con su uniforme verde aceituna, subía corriendo los escalones, derecho hacia mis verdugos con un brazo extendido. Pero no era un muchacho, sino un hombre. Era uno de ellos disfrazado, lo supe en cuanto le vi.
—¡Urgente! —dijo jadeando y puso el mensaje en la mano del que llevaba la placa. Volví a relajarme, retrasando por un momento la irrupción de la muerte en mi propio cuerpo, mientras esperaba para ver de qué se trataba.
Lo leyó entero una vez, luego lo leyó en voz baja una segunda vez para los otros dos…, al menos una parte.
—«Castigo cancelado, entreguen al ex-Hermano Bud un salvoconducto a Nueva York con la promesa de no volver jamás… Se acepta el renovado juramento de silencio por su parte. Las ceremonias del entierro se efectuarán como estaba planeado…».
Señaló con el dedo el resto sin repetirlo en voz alta; de esta manera supe que había algo más.
El mensajero había bajado ya apresuradamente las escaleras hacia donde estaba el coche, y se precipitó detrás de él. De pronto una moto salió disparada por el otro lado y se alejó ruidosamente, dejando tras de sí nubecitas de humo azulado. Un momento después los tres que estaban conmigo, se dispersaron como gallinazos asustados a los que les han quitado la presa, bajando detrás del mensajero, desde diferentes ángulos que convergían hacia el coche. Me encontré allí de pie, solo en lo alto de la escalinata de la estación, como una figura solitaria empequeñecida por las monolíticas columnas.
Tambaleándome, di la vuelta y me lancé sin pensarlo a través de la gran estación, doblado como un corredor de maratón en busca del premio.
—¡Al tren! ¡Al tren! —sonaba débilmente en algún lugar a lo lejos. Podía verles, delante de mí, cerrando las puertas de acceso al andén. Levanté un brazo y al verme dejaron una pequeña abertura que permitía el paso de una persona.
El tren iba tomando velocidad cuando llegué, tambaleante, a la altura de la vía, pero me agarré del pasamanos del último pasillo del último vagón justo antes de que saliera del andén de cemento situado entre las vías. Un revisor me arrastró dentro y caí hecho un ovillo a sus pies.
—¡Estos pasajeros de última hora —le oí refunfuñar—, cualquiera creería que le iba en ello la vida…!
Permanecí allí tirado, jadeando, tumbado de espaldas como un pez fuera del agua, mirándole.
—Así era —logré decir.
Me encontraba inclinado hacia fuera desde el último escalón de la portezuela, en un ángulo de casi 45 grados, sujetándome con una mano, cuando el andén de Hamlin apareció rápidamente ante mi vista, cuarenta minutos después. Podía ver todo el «muelle» en forma de barco de un extremo al otro.
Algo iba mal; ella no estaba allí. No había nadie, sólo un par de haraganes negros, apoyados contra la pared de la estación. El gran cartel pintado osciló en el aire y vino a pararse casi delante de mis ojos: «HAMLIN». Ella había dicho Hamlin; ¿qué había pasado? ¿qué había salido mal? ¡Tenía que ser Hamlin; no había otra parada hasta la mañana siguiente, después de atravesar muchos Estados!
Bajé de un salto, entré casi patinando en la pequeña y sofocante sala de espera de dos metros por cuatro. No había nadie. Corrí hacia la ventanilla de billetes, me agarré a los barrotes con ambas manos, casi sacudiéndolos.
—Una joven… ojos azules, pelo rubio, abrigo marrón ¿dónde está, dónde ha ido? ¿No ha visto a nadie con esas señas por aquí?
—No, no ha habido nadie por aquí en toda la tarde, no he vendido ni un billete, ni me han preguntado nada.
—El autobús que viene de la ciudad… ¿ha llegado ya?
—Hace diez minutos. Está allí afuera, en la parte de atrás de la estación.
Me abalancé a través de la puerta de enfrente como un loco. La campana de la locomotora sonaba, tristemente, casi como un tañido de difuntos. Desesperado agarré de las solapas al conductor del autobús.
—No, no traje a ninguna mujer joven en mi último viaje. Me hubiera fijado; me gustan las chicas jóvenes.
—¿Y nadie parecido subió en la terminal del centro de la ciudad?
—No, ninguna rubia. Me hubiera fijado, me gustan las rubias.
Las ruedas estaban ya comenzando a resonar como una advertencia en las intersecciones de los rieles a medida que el tren se ponía en marcha; podía oírlas desde el otro lado de la estación donde yo me encontraba. Medio loco, me sumergí otra vez adentro. El empleado recordó algo de pronto y me llamó mientras yo estaba mirando aturdido a mi alrededor.
—Oiga, por cierto, ¿se llama Ingram? Olvidé decirle que un mensajero especial trajo esto hace un rato; me dijo que lo entregara en el tren de Nueva York.
Se lo arrebaté. ¡Era su letra! Lo abrí: mi cabeza giró desesperada de izquierda a derecha mientras mis ojos recorrían el papel.
Después de todo no cogí el autobús a Hamlin; pero no te preocupes. Sigue hasta Nueva York y espérame allí. Piensa mucho en mí, reza por mí algunas veces, y sobre todo, mantén tu juramente de silencio.
Joan
¡Lo había descubierto! Primero fue como si un rayo penetrase en mi cerebro. Y luego como si una explosión de dinamita me hubiera partido en dos. ¡Ella estaba en sus manos! Recordé, palabra por palabra, aquel horrible mensaje que me había salvado en la estación y ahora sabía lo que significaba y lo que me habían ocultado. «Castigo cancelado. Concedan al Hermano Bud un salvoconducto. Se acepta el renovado juramento por su parte…». Pero yo no había hecho ninguno. Ella debía haberles prometido aquello en nombre mío. «El entierro se llevará a cabo como se planeó…» ¡Substituto aceptado!
Y ese substituto era Joan. Había ocupado mi lugar. Se había dirigido a ellos y había hecho un trato. Me salvó, a costa de su vida.
No recuerdo cómo regresé a la ciudad. Quizás le entregué a alguien todo el dinero que llevaba y tomé prestado su coche. Quizá simplemente robé uno que habían dejado en la calle con la llave puesta. Tampoco recuerdo dónde conseguí la pistola. Debí de volver nada más llegar a la ciudad a la misma casa de empeño donde ya había estado antes.
Cuando volví a tomar conciencia de las cosas me encontraba en el porche de la casa sellada con tablas de Ellendale, golpeando con el cuerpo, casi hasta partírmelo, el marco de la puerta. Finalmente logré entrar saltando desde un árbol hasta el tejadillo del porche y rompiendo una de las ventanas del piso alto, que no estaba tan protegida.
Llegaba demasiado tarde. Lo supe por el silencio tan pronto como entré en la habitación y se apagaron a mi alrededor los últimos tintineos del cristal roto. No estaban allí. Se habían ido. ¡No había un alma en el lugar! Pero cuando bajaba cautelosamente la escalera con el revólver en la mano, descubrí señales de que habían estado allí. Las habitaciones de abajo estaban impregnadas de un olor profundamente empalagoso de flores frescas; había helechos y trozos de hojas esparcidas por el suelo. Las sillas de campo plegables todavía estaban colocadas en filas ordenadas, como si se hubiera celebrado un servicio fúnebre. Frente a ellas había unas velas tan gruesas como la muñeca de un hombre, apenas frías por arriba, y de ellas aún se desprendía el olor carbonizado de sus pábilos consumidos. ¡Al mirar en un armario encontré su abrigo —el de Joan—, su sombrero, su vestido, sus pobres sandalitas de tiras, colocadas una junto a la otra! Las apreté contra mí, las dejé caer, salí de allí corriendo enloquecido, e irrumpí en el cementerio continuo, pero no había señales de que la hubieran llevado allí. No había ninguna tumba recién rellenada, ni montón de tierra en el que no creciera hierba. Les había oído decir que tenían otros cementerios. Hacía mucho que había oscurecido, y todo debía haber acabado ya. Pero ¿cómo podía dejar de intentarlo, aunque fuera demasiado tarde?
Después encontré a una pareja junto a la carretera principal que pernoctaba en un remolque al borde de la calzada, y me dijeron que había pasado un coche fúnebre hacía más de dos horas camino de la ciudad, seguido por varios automóviles. Habían pensado que era una hora muy rara para un entierro. Habían pensado también que el cortejo iba más deprisa de lo corriente. Y después de ver cómo lanzaban una botella de ginebra vacía desde uno de los coches, no era probable que olvidaran el incidente.
Perdí la pista a la entrada de la ciudad, nadie les había visto por allí; la noche y la oscuridad se los habían tragado. He estado buscando desde entonces. Ya he penetrado en dos cementerios, y estaba en el tercero cuando ustedes me detuvieron… pero no encontré señales de ella. Está, en este preciso momento, en algún cementerio de la ciudad, respirando todavía, quitándose a golpes la vida en una oscuridad sofocante, mientras ustedes me retienen, perdiendo un tiempo precioso. ¡Mátenme, mátenme y acaben con esto… o bien ayúdenme a encontrarla, pero no me dejen sufrir así!
* * *
El capitán retiró la mano de delante de los ojos y dejó de pellizcarse con ella el puente de la nariz. Le había quedado una señal blanca entre los ojos.
—Esto es horrible —susurró—. Casi preferiría no haber oído esta historia. ¿Cómo no creerlo? Es demasiado forzada, demasiado increíble.
De pronto, como un aparato de radio que tomara vida, crepitando y emitiendo chispas azules, empezó a lanzar órdenes tajantes.
—Como prueba evidente, tenemos la nota que ella le envió a la estación de Hamlin; tenemos la ropa de la señorita Blaine en la casa de Ellendale, e indudablemente ese libro mayor de socios que usted firmó al principio, junto con Dios sabe qué más. Ustedes dos vayan deprisa para allá con un equipo de expertos y saquen fotos de esas sillas plegables, velas, de todo, tal como lo encuentren. Y no olviden el cementerio. Quiero que abran todas y cada una de esas tumbas tan rápido como puedan manejar los picos. ¡Mandaré después los permisos necesarios de exhumación, pero no los esperen! ¡Esos terrenos están llenos de seres vivos!
—Joan… Joan —sollozó Bud Ingram cuando la puerta se cerró ruidosamente tras ellos.
El capitán hizo un breve gesto de asentimiento, sin tener ni siquiera tiempo para mostrarse compasivo.
—Ahora vamos a dejar de pensar como policías y lo haremos, por esta vez, como seres humanos, aunque los reglamentos del departamento digan lo contrario —prometió.
Habló en voz baja por el interfono de su escritorio.
—Póngame con Mercer en la calle Poplar… Ese hombre Crow, que está con ustedes… ¿dice que ahora está fuera de servicio?
—Está en el velatorio, se encuentra fuera de su alcance —gimió Ingram—. No aparecerá hasta que…
—¡Chist! —el capitán le hizo callar—. Puede que sea uno de ellos, pero al mismo tiempo es un policía. Quiero que ordene por onda corta a Crow —le dijo a Mercer— que se ponga inmediatamente en contacto con usted en la comisaría. ¡Y cuando lo Haga, quiero que mantengan la conexión y que esa línea permanezca abierta hasta que se descubra desde dónde llama! Ese hombre no debe cortar la comunicación hasta que sepamos desde donde habla y tengamos oportunidad de ir allá; le hago a usted responsable, Mercer. ¿Está claro? Es una cuestión de vida o muerte. Puede poner como excusa el caso en el que está trabajando, cualquiera que sea. Estaré esperando sus noticias para comenzar a actuar desde aquí.
—Quiero que se forme inmediatamente una patrulla de emergencia —añadió luego a través del transmisor del escritorio—, dos coches, y toda la gente disponible. Quiero azadas, picos y palas en cantidad suficiente. Quiero un tercer vehículo, con equipo inhalador, tienda de oxígeno y todo lo necesario. Sí, una escolta de motocicletas… y háganles esta advertencia: ¡Nada de sirenas ni de luces!
—Quizá no le llegue la onda corta… a Crow —dijo Ingram—. Y aunque sí la reciba, puede que no la conteste o finja no haberla captado.
—Lleva su coche —repuso el capitán— y sigue siendo un policía, sea lo que sea además. —Mantuvo la puerta abierta—. Ya le están llamando.
En una de las otras habitaciones vibraba un transmisor: «Lawrence Crow, inspector de primer grado. Lawrence Crow, inspector de primer grado. Llame inmediatamente a Mercer, a la comisaría. Llame a Mercer…».
Ingram se apoyó contra la puerta rezando en silencio.
—¡Ojalá su sentido del deber sea más fuerte que su cautela!
El capitán se estaba abrochando el abrigo, palpando el revólver que llevaba en la cadera.
—Es inútil, va estará muerta —dijo Ingram—. Es la una de la mañana, han pasado siete horas…
El teléfono sonó amenazador, sólo una vez.
—¡Cójanlo! —fue todo lo que el capitán dijo con aspereza a través del auricular, y empujó a Ingram hacia delante—. Está llamando… ¡Vaya al coche!
Fuera del edificio, cuando la portezuela se cerró tras ellos, ordenó lacónicamente:
—¡Al drugstore que está abierto toda la noche, en la manzana 700 de la calle Main!
Se pusieron en camino como una procesión de rápidas y silenciosas sombras negras; el único sonido que producían era el sordo martilleo de las motocicletas que les rodeaban y precedían.
El coche de Crow estaba aparcado frente al iluminado local cuando llegaron a toda velocidad; estaba todavía dentro. Dos de ellos irrumpieron en el local y le sacaron precipitadamente entre ambos. El capitán se colocó frente a él.
—Su placa —dijo—. Está usted arrestado. ¿A dónde llevaron a esa joven, Joan Blaine? ¿Dónde está ahora?
—No sé quién es —repuso él.
El capitán sacó la pistola.
—¡Contésteme o le mato aquí mismo!
—No le asusta la muerte —dijo Ingram desesperado.
—Así es —contestó Crow serenamente.
—¡Entonces le asustará el dolor! —dijo el capitán—. Vuelvan a llevarle adentro. Ustedes dos vengan conmigo. El resto quédense fuera, ¿entendido?
La puerta de cristal brilló, al abrirse de nuevo, después de entrar ellos, y el dependiente de la farmacia, con aspecto asustado, fue empujado a la acera. Luego bajaron bruscamente una persiana.
Ingram permaneció en el coche con la cabeza entre las manos, inclinada sobre su regazo. En algún sitio cercano se oyó un grito apagado, que quebró el silencio. La puerta se abrió de repente y el capitán salió corriendo. Se iba quitando un guante de goma; el hedor de algún ácido fuerte llegó hasta los que estaban en el coche. A través de la puerta abierta, se oía sollozar a un hombre entrecortadamente, como un niño pequeño; era un hombre que sufría.
—Que el equipo de inhalación siga a mi coche —ordenó el capitán—. Al camino principal del Parque Greenwood. El resto de ustedes vayan a una casa grande situada en medio de una finca hacia el sur, cerca de Valley Road. Rodéenla y arresten a todos los hombres y mujeres que encuentren allí.
Se separaron; el coche en que iban el capitán e Ingram desapareció silenciosamente en dirección oeste, a lo largo del oscuro bulevar, hacia el inmenso parque público situado en aquel lado de la ciudad.
De pronto se vieron rodeados de árboles, césped, prados, negros bajo la luz de las estrellas, y hacia la izquierda apareció el brillo tenue de una extensión de agua. Con un chirrido de frenos y una bocanada de olor a goma quemada, patinaron un poco hasta frenar.
—¡Luces! —ordenó el capitán, tropezándose al bajar—. ¡Enfoquen los faros detrás de nosotros… y traigan esas herramientas y los tanques de oxígeno!
El césped se iluminó con un verde brillante cuando los dos coches retrocedieron hacia un lado hasta colocarse en posición. El lugar se había llenado, de pronto, de hombres diseminados que pisoteaban afanosos por allí con las cabezas gachas como perros de presa.
El que estaba más alejado gritó:
—¡Aquí hay un trozo de tierra sin césped!
Acudieron corriendo desde todas direcciones y se reunieron a su alrededor formando un grupo.
—¡Aquí es…, miren el redondel, el color más oscuro de la tierra recién removida…!
Los abrigos volaron por el aire como banderas ondeantes, una pala mordió la tierra, y luego otra y otra. Ingram cavaba otra vez la tierra con las manos desnudas, como un topo, rogando:
—¡Tengan cuidado! ¡Tengan cuidado, amigo! ¡Es mi novia!
—No pierdan la cabeza ahora —les aconsejó el capitán—. Sólo un minuto más. Échenle para atrás, les está estorbando.
Un sonido hueco, un ¡fuff! resonó en los escasos centímetros de cañería que sobresalía y el hombre que la estaba examinando, tumbado sobre el estómago, levantó la cara y dijo:
—Está parcialmente abierta hasta abajo.
La tierra se abrió como una ola sobre su superficie, levantaron la caja y escudriñaron la tapa, con tiento, cuidadosamente, sin golpes.
—¡Ahora, suban los tanques… rápido! —dijo el capitán sin dirigirse a nadie en particular—. ¡Qué noche!
Todavía estaban sujetando a Ingram por la fuerza, y de pronto, cuando levantaron la tapa, ya no necesitaron sujetarle más.
Ella iba vestida con un traje de novia, y cuando levantaron el desajustado velo… cuando apartaron suavemente, a un lado, el brazo protector que se había colocado ante los ojos, apareció bella, a pesar de su quietud y de la palidez marmórea de su rostro. Luego, las espaldas de los policías la ocultaron a la vista de Ingram.
De pronto el doctor de la policía se irguió.
—Llévense ese tubo. Esta joven no necesita oxígeno, no le pasa nada a su respiración, ni a su función cardíaca. Necesita un tónico, está profundamente desvanecida a causa del miedo, eso es todo.
Instantáneamente todos se afanaron a la vez, frotándole las manos y los brazos, golpeándole la cara de manera desmañada pero con suavidad, poniéndole amoníaco ante la nariz. Con la vibración de sus párpados llegó un alarido de indecible terror, como si hubiera estado esperando en su garganta todo ese tiempo antes de ser liberado.
—Sáquenla de ahí, rápido, antes de que lo vea —susurró el capitán.
Los coches regresaron velozmente con la joven que había salido de su tumba, y junto a ella, apretándola contra sí, un hombre que se había curado de todos sus temores, curado… como le habían prometido los Amigos de la Muerte.
—Cada vez que recuperaba el sentido, lo perdía de nuevo inmediatamente —murmuró ella roncamente.
—Probablemente eso fue lo que la salvó —dijo el doctor sentado al otro lado—. El permanecer quieta. Se recuperará, ha sufrido un buen susto, eso es todo.
Bud Ingram siguió abrazándola con la cabeza apoyada en su hombro, y los ojos mirando al frente, ahora sin miedo.
—Nunca pensé que un amor así pudiera existir en este mundo —murmuró él.
Ella respondió con una débil sonrisa.
—Mira en mi corazón alguna vez… y lo comprobarás.
Al día siguiente, cuando los Amigos de la Muerte aparecieron ante el tribunal, hubo sorprendentes revelaciones. Entre ellos había varios ciudadanos prominentes: hombres y mujeres a los que la horrible sociedad estaba despojando de sus fortunas. Había otros que afirmaban haber sido sacados de sus tumbas, y, efectivamente, existían certificados de doctores y permisos de inhumación que lo testificaban. La historia completa no salió a la luz hasta más tarde, en el juicio a los dirigentes de la secta. Quienes habían «muerto» y habían sido enterrados eran personas escogidas por los cabecillas por su reputación de honestidad y formalidad. Iban siendo envenenados lentamente por un miembro de la secta que se había introducido en sus casas para este propósito —a veces era un criado, a veces un miembro de la propia familia de la víctima—. Pero el veneno no era mortal. Provocaba un estado de suspensión parcial de las funciones orgánicas que un examen médico superficial podría diagnosticar como muerte; el resto corría a cargo de doctores y sepultureros —incluso funcionarios civiles— que eran miembros de los «Amigos». Después la víctima resucitaba, persuadida de que había vuelto a la vida gracias a los procesos secretos de la sociedad, y se iniciaba como miembro. Después, su testimonio se utilizaba para conseguir muchos socios nuevos, sin necesidad de correr el peligro de «matar» y revivir más que a unos pocos. Y los «castigos» que se infringían a los miembros recalcitrantes hacía que los restantes se convirtieran en cómplices de un crimen capital… y contribuían a que el dominio que la sociedad ejercía sobre ellos fuera absoluto.
Pero el principal asidero —lo que hacía que la inmensa mayoría de los miembros se alegraran de su esclavitud, y se convirtieran en fieras rabiosas a la menor sospecha de deslealtad en la organización— era la idea infinitamente consoladora de que ya no tenían que temer a la muerte.
Según palabras del fiscal del estado, la mayoría de ellos ya habían recibido suficiente castigo por sus pecados con el terrible despertar a la realidad de que no eran inmortales y de que en algún lugar, algún día, sus sepulturas les estarían esperando …
El horror a ser enterrado vivo, que a veces parece haber obsesionado a Woolrich, es pieza clave de la novela corta anterior y del igualmente espeluznante relato «The Living Lie Down with the Dead» (Dime Detective, 4/46). La manera de tratar este tema en «Tumbas para los vivos» (Graves for the Living) sugiere que Woolrich pudo haberlo relacionado con su padre, un ingeniero civil que pasó mucho tiempo en América Central y del Sur y que debió de haber corrido, una y otra vez, el riesgo de quedar enterrado vivo en una explosión.
El tratamiento que Woolrich hace de la policía —especialmente de que echen ácido sobre un hombre para que confirme una historia de apariencia absurda— tiene similitud con otros horrores tratados en este libro. Aquellos que por un trabajo estén relacionados con lo que acontece en las dependencias interiores de una comisaría de policía, consideran que Woolrich, como recluso angustiado que fue, conocía también esa realidad.