Introducción[1]

Fue una zapatilla vieja lo que originó todo, una vieja zapatilla de gimnasia, de lona y con la suela flexible. Le rozó el talón hasta ponérselo en carne viva; el talón se le infectó y el doctor le obligó a tener el pie en alto durante seis semanas. Cuando empezó a andar otra vez, había terminado el primer borrador de una novela. Así de fácil fue el comienzo. Excepto que en su autobiografía inacabada él afirma que fue una ictericia, no una infección del talón, lo que le tuvo inmovilizado, y que se recuperó mucho antes de que aquel primer borrador estuviera terminado. ¿Dónde está la verdad y dónde el engaño de la memoria? Nada resulta, pues, tan fácil.

Cornell George Hopley-Woolrich nació en Nueva York el 4 de diciembre de 1903, y pasó gran parte de su niñez viajando por Iberoamérica con su padre, ingeniero civil. Durante la revolución mexicana, anterior a la Primera Guerra Mundial, coleccionó cartuchos de rifle usados —una afición muy adecuada, teniendo en cuenta su futura carrera—. Al parecer, sus padres se lo repartían; vivía en Nueva York durante el año escolar con su madre, una mujer de la alta sociedad, pero viajaba con su padre durante las vacaciones. No era la mejor manera de pasar por la adolescencia, y, efectivamente, dejaría una huella en su vida y en su obra.

A principios de los años veinte ingresó en la Universidad de Columbia, donde uno de sus compañeros llegó a alcanzar como historiador de las ideas la misma fama que Woolrich obtendría como escritor. Jacques Barzun asistió con Woolrich a un curso sobre literatura de creación y a otro sobre la novela. (Impartía este último Harrison R. Steeves, quien a su vez escribió una memorable novela policíaca, Good night, sheriff, 1941). Barzun recuerda a Woolrich como una persona tímida, introspectiva, dominada ya entonces por su madre y profundamente interesada por la literatura. Woolrich debería haberse licenciado con la promoción de 1925, pero siendo estudiante tuvo lugar el incidente que le impulsó a empezar a escribir, y dejó la universidad para dedicarse totalmente a la literatura.

Existen muy pocas fotografías de Woolrich, pero hay un interesante retrato verbal en el capítulo quinto de I Wake Up Screaming (Dodd Mead, 1941), una novela de Steve Fisher, escritor de literatura barata contemporáneo de Woolrich: «Tenía el pelo rojo, la piel fina y blanca, las cejas rojas y los ojos azules. Parecía enfermo. Tenía un aspecto cadavérico. La ropa no le sentaba bien… Era endeble, de rostro grisáceo y amargado. Poseía un humor macabro. Su voz era nasal. Hablaba como si llorase. Quizá tuviera tuberculosis. Parecía demasiado frágil para resistir una ráfaga de viento». El nombre de este personaje es Cornell.

La primera novela de Woolrich, Cover Charge, fue publicada por Boni & Liveright en 1926, y ya en el primer párrafo se advierte su inconfundible estilo: «Las luces de las paredes estaban encendidas, y sobre un plato color naranja una línea azulada, como dibujada a lápiz, aparecía suspendida, inmóvil un cigarrillo que expiraba». Su siguiente novela, Children of the Ritz (1927), ganó el primer premio, dotado con diez mil dólares, en un concurso organizado conjuntamente por College Humor y First National Pictures, que llevó el libro a la pantalla en 1929. Woolrich fue invitado a ir a Hollywood para colaborar en la adaptación. Hay que señalar que uno de los escritores de diálogos y títulos que trabajaba por aquel tiempo para First National era un caballero llamado William Irish[2]. Mientras estaba en Hollywood, Woolrich se enamoró y contrajo matrimonio con la hija de un productor, que le abandonó a las pocas semanas y más tarde obtuvo la anulación del matrimonio.

Woolrich regresó a Nueva York y a su madre. Se publicaron otras cuatro novelas suyas: Times Square (1929), la parcialmente autobiográfica A Young Man’s Heart (1930), The Time of Her Life (1931) y Manhattan Love Song (1932). Sus primeras novelas evidencian una profunda influencia de Scott Fitzgerald (que siempre fue uno de los autores favoritos de Woolrich), pero al mismo tiempo son auténticamente woolrichianas: el amor es el motivo central y la prosa se acerca a la poesía. «Blair oyó el chasquido de la luz eléctrica, y el interior de sus trémulos párpados se tiñó de púrpura», así empieza A Young Man’s Heart.

Además de las seis novelas, Woolrich publicó, entre 1926 y 1932, varios cuentos, dos artículos y un serial en revistas como College Humor, College Life, Illustrated Love, McClure’s y Smart Set. Pero durante 1933 no apareció ni una sola línea con su firma: la Depresión le había alcanzado. Aquel año sí escribió otra novela, llamada I Love You, Paris, pero no pudo venderla, y, finalmente, la tiró a la basura, aunque al final de su vida insistía en que alguien de Hollywood había leído el manuscrito mientras pasaba de mano en mano y había basado en él una película sin autorización suya[3]. En cualquier caso, Woolrich llegó a aborrecer toda su obra anterior a la segunda mitad de los años treinta. «Habría sido mucho mejor si todo lo que hice hasta entonces lo hubiera escrito con tinta invisible y hubiera tirado el reactivo», comenta en su autobiografía.

Su segunda oportunidad le llegó aproximadamente a mitad de 1934, cuando se dedicó a un nuevo mercado y otro tipo de temas. Su primer relato de misterio, «Death sits in the Dentist Chair», apareció en Detective Fiction Weekly el 4 de agosto de 1934.

Había otro paciente delante de mí en la sala de espera. Estaba allí sentado, en silencio, humildemente, con toda la terrible resignación de los muy pobres.

Con estas palabras empezaba una nueva vida creativa; y lo mismo que el estilo de Woolrich era ya característico, incluso en el capítulo inicial de su primera novela, también los temas de su primer relato de misterio resultaron inconfundiblemente suyos. La evocación de la ciudad de Nueva York durante los peores momentos de la Depresión, la integración de la Depresión (en este caso, sus efectos sobre los dentistas) en la estructura del relato, el extravagante método del asesinato (cianuro en un empaste provisional), reaparecerán una y otra vez en su obra.

Los otros dos relatos de misterio de Woolrich que datan de 1934 son igualmente característicos. «Walls that Hear You» (Detective Fiction Weekly, 18/8/34) se inicia con la invasión de lo demoníaco en la prosaica existencia del protagonista, convirtiendo su vida en una inesperada pesadilla cuando encuentra a su hermano menor con los diez dedos mutilados y la lengua cortada de raíz. «Preview of Death» (Dime Detective, 15/11/34) tiene interés por su ambiente cinematográfico (el cine es un elemento característico de Woolrich) y otro método poco habitual de asesinato (prender fuego a una actriz ataviada con un miriñaque inflamable de la época de la Guerra de Secesión).

Los diez relatos policíacos que Woolrich publicó en 1935 fueron de calidad irregular, pero de una variedad increíble; juntos expresan casi todos los temas, creencias y recursos que forman el núcleo de la obra creativa de Woolrich. «Murder in Wax» (Dime Detective, 1/3/35) es su primer intento de narración en primera persona desde el punto de vista de una mujer. «The Body Upstairs» (Dime Detective, 1/4/35) es una historia policíaca marcada por la brutalidad ocasional de la policía y por una resolución del caso en la que la intuición pasa por ser discernimiento. «Kiss of the Cobra» (Dime Detective, 1/5/35) es otro relato en que lo demoníaco invade la vida cotidiana, ridículo en su concepción (el suegro viudo del narrador trae a casa a su nueva esposa, una sacerdotisa de serpientes hindú, con equipo instantáneo del doctor Grimesby Roylott y todo), pero con una escena culminante —puro Woolrich— en la que se fuman unos cigarrillos envenenados. «Red Liberty» (Dime Detective, 1/1/35) se aproxima a una encuesta policíaca por la simplicidad de su argumento y a un tratamiento cinematográfico por su ambientación, tan vívidamente descrita, dentro de la Estatua de la Libertad —el mismo escenario que Alfred Hitchcock, tan similar a Woolrich en su visión del mundo y en su técnica, usaría siete años después en Sabotaje—. «Dark Melody of Madness» (Dime Mystery, 1/1/35), más conocido bajo su título posterior «Papá Benjamín», trata del destino de un compositor de jazz y director de orquesta que se entera de demasiadas cosas referentes a un culto vudú de Nueva Orleáns, y señala la aparición de una presencia que pronto dominará el escenario de la imaginación de Woolrich: el poder demoníaco cuya presa es el hombre. «The Corpse and the Kid» (Dime Detective, 9/35), el más conocido de los relatos de Woolrich del año 1935 (bajo su título posterior, «Boy with Body») y, para mí, la mejor narración de ese año, trata de un muchacho que descubre que su padre ha matado a su madrastra y desesperadamente trata de ocultar el crimen sacando el cadáver de la ciudad costera de Jersey, donde vive la familia y llevándolo a una casa junto a la carretera, lugar de sus citas, donde el amante de la mujer la está esperando. La descripción del viaje del muchacho con el cuerpo envuelto en una alfombra constituye la primera de esas magníficas escenas realistas, sobrecogedoras por su suspense, en las que Woolrich muestra una habilidad sin par, y las implicaciones psicológicas de la historia (en realidad el hijo lleva a la madre en su seno y lucha por colocarla muerta en la cama de su amante) sugieren algunos de los horrores existentes en la relación del autor con sus padres. «Dead on Her Feet» (Dime Detective, 12/35) es un clásico de suspense amargo e irónico que estudiaré más detenidamente en mi apostilla al relato, incluido en este libro. En «The Death of Me» (Detective Fiction Weekly, 7/12/35) Woolrich adapta por primera vez un tema de James M. Cain, en el que introducirá docenas de cambios a lo largo de los años: el individuo que sale incólume del crimen que cometió, pero es condenado por otro del cual es inocente. «The Showboat Murders» (Detective Fiction Weekly, 14/12/35) es el primer relato de Woolrich lleno de acción rápida, con un argumento sumamente endeble, pero con un ritmo vertiginoso y una gran precisión en los detalles del movimiento físico, aun en medio de una desenfrenada batalla a tiros, lo que refleja el deseo juvenil de Woolrich de llegar a ser bailarín. La última narración de ese año, «Hot Water» (Argosy, 28/12/35), no es gran cosa como relato, pero al tratar, como es el caso, de una estrella de Hollywood y su guardaespaldas, proporciona nuevas pruebas de la influencia del cine sobre el autor.

A fines de 1935, Woolrich era ya un profesional de la literatura, y entre 1936 y 1939 publicó por lo menos 105 narraciones (de todo tipo de extensión, desde relatos breves hasta novelas cortas, si bien predominan los cuentos largos), así como dos seriales para revistas con la extensión de un libro. A fines de 1939 su nombre aparecía habitualmente en todas las publicaciones de misterio de primera calidad —Argosy, Black Mask, Detective Fiction Weekly, Dime Detective— y también en las portadas de publicaciones de poca calidad tales como Black Book Detective y Thrilling Mystery, por no mencionar narraciones en revistas de literatura general tan buenas como Story de Whit Burnett. Estas cientos y pico historias resultan asombrosas tanto por su unidad —es raro encontrar alguna que no demuestre el talante, el tono y las preocupaciones inconfundibles de Woolrich— como por su variedad. Hay entre ellas aventuras históricas sin complicaciones («Black Cargo», «Holocaust»), intentos de humor de estilo runyonesco («Oft in the Silly Night», fragmento central de «Change of Murder»), cuentos policíacos con efectos aterradores («Detective William Brown»), relatos corrosivos de acción vertiginosa y de violencia («Double Feature», «Murder on the Night Boat», «You Pays Your Nickel»), pesadillas de horrible pánico («The Living Lie Down with the Dead»), ácidos relatos de aguda ironía («Post Mortem», la parte final de «Change of Murder»), narraciones sencillas en que un sagaz detective demuestra que un aparente accidente o suicidio es en realidad un asesinato («U, as in Murder», «The Woman’s Touch», «Short Order Kill»), relatos de crimen y castigo con alusiones a realidades ajenas al mundo de la experiencia («Mistery in Room 913»), emocionantes carreras contra reloj cargadas de insoportable tensión («Johnny on the Sport», «Three o’clock», «Men Must Die», más conocida como «Guillotine»), y caóticas tragedias de suspense y de terror presididas por poderes para quienes el hombre es un juguete («I Wouldn’t Be in Your Shoes»).

Al finalizar la década, Woolrich había hecho suyos algunos escenarios —el hotel miserable, los bailes baratos, la celda de las comisarías de distrito, el cine de barrio— y ciertos temas: la carrera contra reloj, la corrosión del amor y la confianza, el pobre tipo atrapado por poderes ajenos a su control. Esos poderes maléficos que alteran las vidas de los seres humanos toman una gran variedad de formas. Pueden emanar de las personas, como en las historias en que un personaje se atribuye el papel de ángel vengador y que al castigar crímenes al margen de la ley destruye al inocente, bien junto con el culpable o en lugar de éste («Somebody on the Phone», «After-Dinner Story»). Pueden ser socioeconómicos, como en las narraciones de personajes desesperados por la Depresión («The Night I Die», «Good-bye, Mew York»). O pueden ser metafísicos, como en esa situación terrorífica que se produce en un relato que, en mi opinión, es la quintaesencia de Woolrich: sólo son concebibles dos soluciones, pero ninguna es consecuente con los hechos conocidos y ambas causan la destrucción de vidas inocentes («I Wouldn’t Be in Your Shoes»). Cualquiera que sea la forma que adopten, esos poderes maléficos destruyen.

Leyendo los recuerdos de otros escritores, amigos de Woolrich (pienso especialmente en el valioso testimonio de 1967 The Pulp Jungle del difunto Frank Gruber), se puede obtener una visión indirecta de su vida y de las fuerzas que le consumían.

La imagen que se nos ofrece es la de un hombre tremendamente introvertido, que vivía solo con su madre en un hotel, sin salir nunca, excepto cuando era absolutamente necesario. Su vida exterior estuvo dominada por la opresiva figura de Claire Attalie Woolrich y su vida interior, su trabajo, refleja en esquemas torturados y horribles las represiones y frustraciones que le agobiaban.

En 1940, Woolrich publicó su primera novela de misterio, The Bride Wore Black, que ya entonces se consideró, como sigue considerándose hoy, un clásico en la literatura de suspense. El tema central es el del ángel vengador: el marido de Julie Killeen es asesinado el día de la boda en las escaleras de la iglesia y la novela va siguiendo a la novia paso a paso mientras ésta descubre y mata, uno por uno, al conductor borracho y a sus cuatro compinches, que considera responsables de la muerte de su esposo. Con el tiempo un policía de la Brigada Criminal, llamado Lew Wanger, sospecha de la vengadora y la sigue a lo largo de varios años. Sus caminos, finalmente, convergen en una solitaria finca campestre, y ambos se encuentran repentinamente en presencia de los poderes maléficos de Woolrich. A ésta siguieron, durante los ocho años siguientes, otras cinco novelas, cada una con la palabra «Black» en su título: The Black Curtain (1941), Black Alibi (1942), The Black Angel (1943), The Black Path of Fear (1944) y, finalmente, Rendez-vous in Black (1948), cuyos temas son los mismos que los de la primera novela de suspense de Woolrich, trazando así la serie un círculo completo que la lleva de nuevo a sus comienzos.

Los cuentos y las novelas cortas de Woolrich se redujeron un tanto en número al principio de los años cuarenta —se publicaron catorce en 1940, once en 1941, seis en 1942 y diez en 1943—, pero entre ellos se encuentran clásicos como «All at Once, No Alice», «Finger of Doom», «One Last Night», «Three Kills for One» y «Marihuana». Parte de la energía que durante los años treinta había dedicado a historias para las publicaciones baratas la canalizó entonces hacia un nuevo género: el de guiones para la radio. Muchos de los cuentos de Woolrich eran idóneos para ser adaptados y retransmitidos en programas como Suspense, y a veces fue el propio Woolrich quien escribió esas versiones radiofónicas. A juzgar por las transcripciones que he oído, logró conservar en ellas algo del inigualable ambiente Woolrich, a pesar de las limitaciones inherentes a este tipo de programa radiofónico.

Por si todo ello no fuera bastante, Woolrich siguió escribiendo otras novelas —demasiadas para ser publicadas bajo un solo nombre—. Woolrich enseñó el manuscrito de una de estas novelas a Whit Burnett, que le había publicado algunos de sus relatos cortos en Story, y Burnett se lo mostró a su vez a los editores de J.B. Lippincott, quienes decidieron editarlo. Puesto que Simon & Schuster, la firma que entonces publicaba los libros de la serie Black, tenía el derecho exclusivo a usar el nombre de Cornell Woolrich, se necesitaba un seudónimo; Woolrich y Burnett encontraron uno. Decidieron utilizar el nombre de William Irish. ¿Habría conocido Woolrich a aquel oscuro escritor de títulos de la First National trece años antes, quizás en alguna fiesta de Hollywood, y llevaría grabado desde entonces aquel nombre en lo más recóndito de su mente? Si así fue, debió de olvidarlo completamente, porque la existencia de un William Irish «auténtico» permaneció virtualmente desconocida hasta hace poco.

La novela que Lippincott publicó bajo el seudónimo de Irish fue, por supuesto, Phantom Lady (1942), suprema obra maestra sobre el tema de la carrera contra reloj para salvar de la ejecución al hombre inocente, pero convicto. La siguiente novela de Irish, Deadline at Dawn (1944), resulta estructuralmente irritante —la mayor parte del libro es una serie de callejones sin salida—, pero evoca magníficamente la ciudad de Nueva York después del oscurecer, la silenciosa desesperación de los que caminan por sus calles desiertas, y una carrera contra reloj para vencer no al verdugo, sino a la ciudad y adelantarse al amanecer. En Night Has a Thousand Eyes (1945), publicada bajo el último seudónimo de Woolrich, George Hopley, la prolongada evocación de un caos de pesadilla llega a extremos insoportables de tensión a medida que se desarrolla la historia de un cándido recluso dotado de poderes misteriosos que predice la inminente muerte de un millonario entre las fauces de un león, y de los frenéticos esfuerzos de la hija del hombre sentenciado y de la policía por evitar un desenlace que, según ellos sospechan y esperan, fue concebido por un poder meramente humano, Waltz into Darkness (1947), ambientada en la Nueva Orleáns de 1880, es una novela de poca calidad (el protagonista masculino es un estúpido tan grande y el femenino una zorra tan despiadada que ambos resultan más risibles que trágicos), pero contiene algunas, evocaciones obsesivas del amor y la soledad. La última novela de Irish de los años cuarenta, I Married a Dead Man (1948), es, al igual que «I Wouldn’t Be in Your Shoes», la quintaesencia de las narraciones de Woolrich: una mujer sin nada por lo que vivir, al huir de un marido sádico, resulta herida en un accidente de ferrocarril, la confunden con otra mujer que gozaba de una vida plena y que murió en el descarrilamiento, aprovecha esta oportunidad caída del cielo para empezar una nueva vida con una nueva identidad, se enamora de nuevo y es destruida junto con el hombre que ama. La novela culmina con una de esas paradojas woolrichianas tan sumamente terroríficas en que sólo dos soluciones son lógicamente posibles, aunque ninguna tiene sentido y ambas destruyen las vidas de las personas. «No sé cuál era el juego… sólo sé que debimos equivocarnos en algún momento… Hemos perdido. Eso es todo lo que sé. Hemos perdido. Y ahora el juego ha terminado».

El éxito de público y crítica de las novelas condujo a la publicación, realizada por Lippincott, de varias colecciones de las obras cortas de Woolrich en una serie de tomos con encuadernaciones de lujo y cierto número de libros de bolsillo originales que hoy son piezas de coleccionista. Sus relatos aparecieron regularmente en el interminable río de antologías de misterio publicadas en los años cuarenta. Además de las numerosas obras adaptadas para la radio por él y por otros, se realizaron, sólo entre 1942 y 1950, quince películas, basadas en material de Woolrich, entre ellas Phantom Lady (Robert Siodmak, 1944), Deadline at Dawn (Harold Clurman, 1946, con guión de Clifford Odest) y The Night Has a Thousand Eyes (John Farrow, 1948); pero casi todas ellas maltrataron desconsideradamente el original en el cual se inspiraron, y poco se puede encontrar en ellas que sea auténticamente woolrichiano.

A partir de 1948 Woolrich publicó poco: tres novelas, cada una bajo un seudónimo distinto, en 1950-51, y una novela corta a finales de 1952. El hecho de que se le recordara algo a principios de los años cincuenta se debe en gran parte a Ellery Queen, quien volvió a publicar en su revista muchas de las primeras narraciones de Woolrich para publicaciones baratas, y a Alfred Hitchcock, cuya película Rear Window (La ventana indiscreta) (1954) da idea del potencial cinematográfico de Woolrich aunque en la película queda poco que sea inequívocamente de este autor[4]. El silencio de Woolrich en los años cincuenta está relacionado probablemente con la prolongada enfermedad de su madre: después de haber pasado la mayor parte de su vida hundido en una intensa, casi patológica, relación de amor-odio con ella, fue incapaz de producir nada durante los últimos años de la vida de su madre. Efectivamente, en varias ocasiones hizo pasar narraciones ligeramente actualizadas por nuevas, engañando tanto a los editores de libros y revistas como al público. En las cubiertas de Nightmare y Violence, dos colecciones de relatos cortos de Woolrich publicadas por Dodd Mead en 1956 y 1958, se afirma que ambos libros incluyen dos narraciones inéditas, cuando en realidad todos los relatos habían aparecido anteriormente en revistas; no obstante, estas colecciones fueron muy útiles al volver a imprimir no sólo narraciones de tanta calidad como «I’ll Take You Home Kathleen» (titulada originalmente «One last Night») y «Don’t Wait Up for Me Tonight» (titulada originalmente «Good-bye, New York») sino también esas insuperables obras maestras que son «Three O’Clock» y «Guillotine» («Men Must Die»).

La madre de Woolrich murió en 1957, y poco después de su muerte apareció el primer libro que su hijo publicaba después de siete años.

A

Claire Attalie Woolrich

1874-1957

In Memoriam

Este Libro: Nuestro Libro

Hotel Room (1958) es una colección de relatos en gran parte no policíacos, que tienen como escenario un hotel de la ciudad de Nueva York en diferentes períodos de su historia, desde sus primeros años de suntuosa elegancia a los últimos días previos a su demolición. El Hotel San Anselmo era aparentemente una amalgama de todos los hoteles victorianos anticuados y residenciales en los que habían vivido Woolrich y su madre, y las historias centradas en el hotel señalan el comienzo de la última etapa de Woolrich, que consiste en un simple puñado de historias, en su mayoría «narraciones de amor y desesperación» deslavazadas e hiperemotivas (por citar el subtítulo de una colección que Woolrich estaba reuniendo cuando murió). El mejor relato de Woolrich en los años cincuenta, aunque concebido en un principio como un capítulo de Hotel Room, fue eliminado en el último momento y apareció independientemente en Ellery Queen’s Mystery Magazine con el título «The Penny-a-Worder». Está incluido en este volumen, acompañado de un comentario más amplio.

En 1959 Avon publicó Beyond the Night, una colección de bolsillo dedicada en su mayor parte a las incursiones de Woolrich en lo sobrenatural. En la introducción se afirma que tres de las seis narraciones no se habían publicado anteriormente, pero en realidad tanto «My Lips Destroy» como «The Lamp of Memory» tenían ya más de veinte años de existencia. La única historia realmente inédita era «The Number’s Up», un cuentecillo amargo que se encuentra entre los mejores últimos relatos de Woolrich y está incluido en este libro. El año 1959 vio también la publicación de la última y peor novela de Woolrich, Death is my Dancing Partner, en la que vuelve a temas utilizados ya en «I Wouldn’t Be in Your Shoes», «Papá Benjamín» y Waltz Darkness, pero enterrados en medio de un sentimentalismo nauseabundo. El libro trata de Mari, una danzarina del templo de Kali, diosa de la muerte, y de Maxwell Jones, un director de orquesta de tercera categoría que ve en su danza el medio de conseguir fama y fortuna, a pesar de la leyenda de que con cada ejecución del baile de la muerte, Kali exige una víctima. En efecto, Woolrich, con su última novela, cierra el círculo que le devuelve a las historias sentimentales que había escrito durante sus años universitarios [5].

De este modo transcurrieron sus tristes últimos años. Woolrich, diabético y alcoholizado, estaba obsesionado con el miedo a ser homosexual y había perdido contacto con la mayor parte de las escasas amistades que alguna vez tuviera: sus colegas, los escritores Michael Avallone y Robert L. Fish, sus editores Frederic Dannay y Hans Stefan Santesson, un académico (el profesor Donald A. Yates de la Universidad de Michigan), y unas pocas personas dedicadas a los negocios; nadie más. Nunca había creído en Dios; toda su vida había luchado por creer en el amor pero nada le había resultado bien; ahora ya no creía ni siquiera en sí mismo. A veces acudía a una fiesta llevando su propia botella de vino barato en una bolsa de papel, y permanecía de pie solo en un rincón toda la velada. Le presentaban a alguien que le decía cuánto admiraba la obra de Woolrich y gruñía: «No lo dice en serio», y se buscaba otro rincón. Unos cuantos relatos nuevos aparecieron de vez en cuando en el EQMM o en el Saint Mystery Magazine, todos ellos ansiosamente esperados y estudiados por aquellos que amaban su obra. Ninguno igualó la fuerza de aquellas grandes novelas y cuentos de los años treinta y cuarenta; la mayoría estaban llenos de dolor, amargura y autodesprecio.

En 1965 se publicaron dos colecciones más de sus relatos cortos. The Ten Faces of Cornell Woolrich, editado por Ellery Queen, es de gran calidad, pero siete de los diez relatos incluidos proceden directamente de colecciones anteriores. En The Dark Side of Love se reunieron ocho cuentos del último período del autor, incluyendo tres, invendibles para revistas, que aparecieron por primera vez en la misma colección. El poder hipnótico del desprecio que sentía por sí mismo y su añoranza por un poco de amor traspasan esas narraciones y las hacen difíciles de olvidar, aunque la mayoría sean flojas desde un punto de vista objetivo. Existen dos buenos relatos en el libro: «The Clean Fight», una comparación chapucera, pero terrible, del Departamento de Policía de Nueva York con la Gestapo, y «Too Nice a Day to Die», pequeña joya de amarga ironía sobre el caos y la tremenda injusticia de lo que llamamos mundo.

Ya no publicó más libros en vida y tan sólo aparecieron menos de media docena más de relatos cortos. Su salud siguió empeorando. Se le gangrenó una pierna y no hizo nada al respecto; cuando acudió a los médicos, la gangrena estaba demasiado avanzada y no pudieron hacer otra cosa que amputar. Debió de imaginar que iba a morir porque le contó la historia de su vida al capellán del hospital y dijo que quería volver a la fe católica en cuyo seno le habían bautizado. No está claro si fue una auténtica conversión o un reflejo del miedo; los que le conocían mejor no recuerdan ningún cambio en sus creencias después de que saliera del hospital. En cualquier caso, permaneció aislado de todos, confinado en una silla de ruedas. Fue incapaz de aprender a andar con una pierna artificial y probablemente también de escribir nada más. Murió de un ataque al corazón pocos meses después, el 25 de septiembre de 1968, sin dejar ningún pariente. Con su fortuna, de casi un millón de dólares, creó una fundación cuya administración encomendó a la Universidad de Columbia para la dotación de becas destinadas a estudiantes de literatura de creación. La fundación lleva el nombre de su madre.

II

¿Por qué es Woolrich no sólo uno de los mejores escritores de suspense con los que cuenta la historia de la literatura de misterio sino también un artista al que algunos equiparan con Poe? Quizá podamos sugerir varias respuestas a esta pregunta bosquejando las fuerzas existentes en el corazón del mundo de Woolrich.

Idealmente, al final de una novela policíaca que se basa en un problema deductivo formal, toda la perplejidad intelectual que experimentamos mientras se desarrollaba la trama ha quedado disuelta, cada fragmento de la historia ha recibido su razón de ser, y podemos volver atrás y contemplar todo el conjunto de fragmentos como un mosaico racionalmente armonioso. De igual modo, al final de una novela de misterio ortodoxa, todo el terrible pánico que habíamos experimentado mientras la leíamos queda disuelto, los demonios se dispersan y el mundo vuelve a presentarse sin abismos. Akira Kurosawa en su gran película Rashomon (1950) trastocó el convencionalismo del problema formal, contando la historia de un crimen y mostrando después que no era posible una explicación racional. Eso es exactamente lo que hizo Woolrich en varias ocasiones; empezó por lo menos una docena de años antes de la película de Kurosawa y trastocó el convencionalismo no sólo de los relatos policíacos sino también, y de forma aún más característica, de los relatos de suspense. Las historias de suspense de Woolrich no terminan habitualmente con la desaparición del terror, sino con su omnipresencia. Porque el mundo de Woolrich está controlado por poderes que se complacen en destruirnos. No les puede alcanzar la bondad humana, sus caminos no son los nuestros, y somos impotentes frente a ellos.

La naturaleza del dios que domina el mundo de Woolrich constituye el tema de muchos de sus relatos. En Night Has a Thousand Eyes (1945) vemos esa naturaleza claramente con todo su poder y espantosa maldad; sin embargo, con más frecuencia, la vemos sólo reflejada en la naturaleza del universo mismo —caótico, irracional, abandonado a lo demoníaco, como en «I Wouldn’t Be in Your Shoes» y I Married a Dead Man. Un gráfico retrato del dios de Woolrich aparece bosquejado en «The Light in the Window» (Mystery Book Magazine, 4/46), en el que un soldado regresa de la Segunda Guerra Mundial a su ciudad de origen, mentalmente trastornado. Mientras permanece de pie en la oscuridad al otro lado de la calle frente al apartamento de su novia, preguntándose cómo decirle que ha vuelto a casa, tropieza con una barrera de evidencia circunstancial cuyo inevitable efecto acumulativo en su mente resulta en una abrumadora convicción de que ella se ha estado acostando con otro hombre. En una escena que recuerda débilmente a Otelo, estrangula a la joven, y luego sale de su apartamento como si estuviera en trance. Casi inmediatamente vuelve a apoderarse de él su neurosis de guerra y las oscuras calles se transforman en un campo de batalla. Intenta cavar una trinchera en la acera con sus manos ensangrentadas. Confunde a un solícito transeúnte con un teniente y le saluda. Finalmente le llevan al hospital y sale de allí convertido en un ser que apenas hace otra cosa que vegetar, esperando tan sólo la misericordiosa liberación de la muerte. «Había que esperar, ¿qué otra cosa podía uno hacer? Era la orden de un teniente. Un teniente, al que nunca había visto, pero él lo había ordenado, así que daba igual. Había que obedecer». Entonces tanto el soldado como el lector se enteran de que la joven ha sido fiel, que la evidencia acumulada ha sido pura «coincidencia», y que acaban de ejecutar por su asesinato al conserje del edificio donde vivía la chica. Menos de media página después volvemos a entrar en los pensamientos del soldado. «No cabía más que ser paciente y esperar, eso era todo. No se le podía discutir a un teniente». En vista de lo que Woolrich nos ha mostrado, no sería ilógico deducir que, una vez más, no hay ningún teniente, que, en resumen, el único dios es el azar —excepto el hecho ineludible de que la pauta de los acontecimientos depende tan profundamente de múltiples coincidencias que debe de haber algo más que mera coincidencia tras los acontecimientos—. Cuando el esquema es tan complejo y tan encauzado hacia un solo fin, no puede atribuirse a la casualidad: es el viejo argumento del relojero, que en este caso se utiliza para deducir la existencia de un dios sin el cual seríamos más felices. La única respuesta posible de las víctimas del dios es la de Helen en I Married a Dead Man: «Hemos perdido. Eso es todo lo que sé. Hemos perdido, hemos perdido».

Según la visión de Woolrich, el mundo cotidiano natural no es más tranquilizador que los poderes del más allá, porque la realidad dominante en ese mundo es la Depresión. Existe muy poco dentro o fuera del género policíaco que pueda compararse con la evocación que hace Woolrich de un pobre diablo asustado que vive en un apartamento miserable, con una esposa y unos hijos hambrientos, sin dinero, sin trabajo y con la desesperación royéndole como un cáncer. Se aprende más sobre la angustia de los años treinta en «Dusk to Dawn», «Borrowed Crime» y «Good bye, New York» y otros relatos de Woolrich que en los tratados de historia social. Y sin embargo, esas narraciones no constituyen básicamente reportajes realistas; la Depresión funciona para Woolrich no tanto como un hecho social brutal sino más bien como parte de su propio universo maléfico.

Si los poderes sobrenaturales y las fuerzas socioeconómicas de la Depresión hacen del hombre su presa, lo mismo ocurre con la policía. Los policías en cuanto individuos y el sistema policíaco como tal aparecen en docenas de relatos de Woolrich, a veces como tema central, otras periféricamente. La impresión global que crea Woolrich es la de un poder humano tan brutal y maligno como los oscuros poderes de arriba; son, sin duda, su contrapartida terrestre. El medio de que se sirve el autor para crear esta impresión consiste en reflejar la increíble brutalidad de la policía y la indiferencia por parte de todos, incluidas las víctimas que lo aceptan como algo completamente natural. En «The Body Upstairs» (Dime Detective, 1/4/35) una mujer es asesinada y la policía aplica cigarrillos encendidos en las axilas del marido hasta que el hombre, a pesar de ser inocente, está a punto de confesar, ante lo cual el inspector de homicidios, protagonista de la historia, decide darle una paliza por ser un cobarde que no sabe aguantar. En «Graves for the Living» [6] (Dime Mystery, 6/37) unos policías, basándose en una historia increíble (que después resulta cierta) contada por un desconocido, llevan a uno de los suyos a un drugstore abierto toda la noche, expulsan al propietario a patadas, y le echan ácido al policía hasta que confirma el relato. «Murder at the Automat», «Dead on Her Feet» y esa narración aterradora titulada «Three Kills for One» tratan de un modo u otro de la brutalidad de la policía; y la naturaleza del sistema en conjunto es el tema central de «Detective William Brown» (Detective Fiction Weekly, 10/9/38), que en la superficie parece reflejar un punto de vista nixoniano sobre la ley y el orden, pero que resulta ser una de las historias policíacas de Woolrich más sutilmente inquietantes. Brown es un oportunista sin conciencia que asciende en el escalafón por una mezcla de valor y crueldad, como cuando dispara y mata gracias a su habilidad y a su suerte a un criminal que huía confundido con un grupo de colegiales; es el producto y, a la vez, el vigoroso exponente del viejo principio americano de que sólo los resultados cuentan y que el fin justifica los medios. Los que no vean más que la superficie del relato concluirán que Brown queda calificado finalmente como un mal policía, un traidor al cuerpo; pero los que profundicen más en la narración verán que la filosofía de Brown es la filosofía del sistema mismo. Hay una escena en la que la policía «interroga» a un sospechoso de asesinato y en que se reflejan de forma escalofriante los puntos de vista de Brown: «Le tiraron al suelo a patadas, una y otra vez, de la silla en que estaba sentado y le torturaron poniéndole vasos de agua delante de los labios hinchados y sangrantes, vaciándolos después lentamente sobre el suelo mientras él se inclinaba hacia delante para beber». Brown mismo toma parte en el interrogatorio hasta que tiene «los nudillos completamente hinchados». En el punto culminante Brown muere heroicamente en una lucha a tiros con un gánster perseguido, y su amigo, el policía Greely, entregado pero lento, decide silenciar su convicción de que la carrera de Brown se ha basado en acusar a un hombre inocente de asesinato y luego matarle a tiros por «resistirse al arresto». Vemos, por tanto, cómo la suciedad infiltrada en el sistema empieza a corroer hasta a gente como Greely, el mejor hombre del sistema.

Woolrich nunca cambió de opinión acerca de la policía. En uno de sus últimos relatos, «The Clean Fight», un grupo de inspectores de policía de la ciudad de Nueva York, movidos por la veneración que sienten por el moribundo comandante de su patrulla, persiguen y matan a sangre fría a un ex policía que es sólo remotamente responsable de la muerte del hijo de su compañero. La relación entre el comandante moribundo y sus hombres se explica de forma bastante explícita en términos de misticismo racial y del Führerprinzip hitleriano. Los jóvenes, los negros, los pobres y los disidentes no han aprendido nada sobre la policía que Woolrich no supiera desde hacía mucho tiempo (excepto en lo que concierne a la función política de la represión, ya que Woolrich era apolítico; le interesaban las relaciones humanas, no la política del poder).

Este es, pues, el mundo al que nos vemos lanzados, y nada podemos hacer al respecto, dice Woolrich, salvo intentar crear unas pocas islitas de amor y confianza que quizá puedan hacernos olvidar, durante unos pocos momentos, la clase de mundo en el que vivimos. Durante toda su vida Woolrich quiso amar y ser amado; sólo un poco de amor, al igual que un hombre moribundo en un desierto ansia sólo unas gotas de agua fresca; pero nunca lo logró. Ese hecho explica probablemente cómo y por qué evocaba el poder del amor, sus alegrías, riesgos y pesares, con tanta frecuencia y con un arte tan incomparable y conmovedor.

Pero el amor es tan frágil, tan momentáneo y tan escaso. En el capítulo 2 de Phantom Lady hay un pasaje siniestro en el que los hombres del depósito de cadáveres están recogiendo el cuerpo de Marcella Henderson.

La puerta del dormitorio se había abierto otra vez. Dentro había un movimiento torpe y confuso. Los ojos de Henderson se dilataron y recorrieron lentamente la corta distancia que había desde la puerta hasta la abertura de arco que conducía al vestíbulo. Esta vez se puso de pie, con una sacudida espasmódica.

—¡No, así no! ¡Miren lo que están haciendo! Como si fuera un saco de patatas… ¡Su precioso cabello arrastrando por el suelo…, ella que se lo cuidaba tanto!

Unas manos lo apresaron, inmovilizándole. La puerta de la calle se cerró sordamente. Un saquito de perfume llegó rodando desde la habitación vacía. Parecía susurrar: «¿Recuerdas? ¿Recuerdas cuando yo era tuya? ¿Recuerdas?».

Esta vez se hundió de repente en el asiento, oculto el rostro en sus manos ahuecadas. Se le oía respirar. Lo hacía con un ritmo totalmente descompasado. Luego dejó las manos y les dijo con desvalida sorpresa.

—Creía que los hombres no lloraban… y yo acabo de hacerlo.

Y en el último capítulo de su novela inacabada The Loser (publicado en forma de cuento corto titulado «The Release») existe un pasaje similar cuando el protagonista —probablemente un personaje autobiográfico— le habla a su esposa muerta: «Sólo quiero oír tu voz. Sólo quiero oír tu voz en mi oído. Di tan sólo mi nombre, di sólo Cleve, como solías hacerlo. Dilo sólo una vez y eso será mi vida, mi tiempo, mi eternidad. No necesito a Dios. Esto no es un triángulo. No hay lugar para extraños en mi amor hacia ti. Dilo sólo una vez más. Si no puedes decirlo en voz alta, dilo en un susurro. Cleve».

Puede que eso no sea arte tal como solemos entenderlo; la falta de disciplina, de control, quizá lo descalifique como tal. Y sin embargo, esa misma falta de control de Woolrich con respecto a las emociones es un elemento crucial en su trabajo, no sólo porque intensifica la fragilidad y la fugacidad del amor, sino también porque rompe la cómoda creencia, evidente en alguna de las más importantes obras de la imaginación humana tales como Edipo rey, de que, ante la nada, puede darse la nobleza. Y si la obra de Woolrich no es arte tal como se entiende generalmente, es que existe un arte más allá del arte, cuya forma no es la novela ni el cuento, sino el grito; y en este arte Woolrich es, sin duda alguna, un maestro.

El proceso de la muerte del amor es tan central en Woolrich como el amor mismo, y adquiere su mayor fuerza cuando evoca la lenta corrosión de la duda que va erosionando los frágiles cimientos del amor y la confianza entre las personas. Ya hemos visto el tema de la corrosión en «The Light in the Window»; tema que reaparece en «I Wouldn’t Be in Your Shoes», «The Red Tide»[7] y en la versión revisada de «Last Night», «Two Fellows in a Furnished Room», «Charlie Won’t be Home Tonight» y en muchos otros relatos. En la mayoría de las historias en que aparece el tema de la corrosión existe una relación muy estrecha entre los dos personajes centrales: amantes, marido y mujer, padre e hijo, compañeros de habitación. Se comete un asesinato o acto similar, y una serie de evidencias que van acumulándose lenta pero inexorablemente obligan, o están a punto de obligar, a uno de los dos a creer que el otro es culpable. El suspense surge del lento despliegue de las pruebas condenatorias, de la vacilación entre la confianza y la duda, y de nuestro propio desconocimiento de la verdad. Porque en varios de estos relatos la persona sospechosa resulta ser inocente y la prueba condenatoria es el resultado de una extraña coincidencia o una conspiración; en algunos el sospechoso es efectivamente culpable; y en otros ni las personas implicadas ni el lector llegan a saber jamás cuál es la verdad.

El lado oscuro del amor y las perversiones que de él se derivan fueron siempre temas favoritos de Woolrich. Los evoca con la misma incandescente intensidad y el mismo sentimiento que aplica a la evocación de su lado más amable. Uno piensa en Marie, de «Mind Over Murder», sometiendo al hombre que ama a atrocidades de pesadilla con el fin de destruir su matrimonio; en la terrorífica interacción en «Marihuana» de King Turner, enloquecido por los alucinógenos, con su enajenada esposa; y en esos oscuros amantes típicamente woolrichianos, los ángeles vengadores. Porque cuando se ama a otro intensamente, ese amor puede suscitar un rabioso deseo de vengar una atrocidad cometida contra el ser amado, el cual a su vez suscita nuevas atrocidades. Así, en The Bride Wore Black una viuda, fría como el hielo, pasa años persiguiendo y eliminando a los cuatro hombres a los que erróneamente considera culpables de haber matado a su novio en las escaleras de la iglesia. En Rendez-vous in Black un joven enloquecido por el dolor considera a uno de los miembros de un pequeño grupo de personas responsable de la muerte de su prometida; y así se dedica a introducirse en las vidas de cada uno de los miembros de ese grupo para descubrir a quién quiere más cada uno de ellos y asesinar a esos seres queridos, de manera que la persona que mató a su prometida sufra el dolor que él ha experimentado. En «After-Dinner Story» un amargado padre aristócrata invita a cenar a todos los sospechosos del asesinato de su hijo; les tiende una mortífera trampa psicológica que (tal como Woolrich desea que entienda el lector) carece de sentido pero que, no obstante y por pura coincidencia, acaba con el responsable del crimen. El implacable narrador de «I’ll Never Play Detective Again» obliga a su mejor amigo, un hombre mentalmente desequilibrado pero que aparentemente no ha cometido aún ningún crimen, a que se suicide. En «Three Kills for One» y «The Clean Fight», unos policías vengativos persiguen y destruyen a aquellos a quienes odian por lo que hicieron a alguien o a algo que ellos amaban.

—«¡Le cogí! ¡Llama a Mike al hospital y dile que le cogí! ¡Dile que fui yo, Cleary! ¡Dile que lo hice por él!

—¡Le cogí…

—¡Lo hice por él!…

—¡Le cogí!

III

Resulta ya un tópico decir que en la mayoría de las obras importantes de la imaginación, la forma y el contenido son inseparables (excepto en la sanguinaria mente del crítico). Esta afirmación es cierta en las obras de Woolrich; cualquier estudio sobre cómo logró sus efectos es inseparable del análisis substantivo de su obra. Aquí nos concentraremos sólo en unos cuantos aspectos de su técnica.

Ante todo, debemos considerar el concepto de falta de lógica funcional. Resulta sencillamente innegable que Woolrich es el artífice de argumentos más chapucero entre todos los gigantes del género. Muchos de sus relatos, incluso los mejores, abundan en increíbles coincidencias, contradicciones y hechos poco plausibles, de forma que Ellery Queen, uno de sus más constantes defensores, ha observado que un relato de Woolrich contiene con frecuencia huecos tan grandes que podría pasar un camión a través de ellos. El tasador de «Orphan Ice», por ejemplo, roba un borrador de la mesa de un oficial de policía sentado frente a él y lo saca de la comisaría con toda tranquilidad. En el momento culminante de Post Mortem el inspector hace saltar el fusible en el sótano en el exacto y preciso segundo en que el asesino, en el piso de arriba, está metiendo un calentador de agua en el baño de una mujer. Bailey, en «One Last Night», partiendo literalmente de la nada, va acumulando una «deducción» tras otra a cual más risible y asombrosa, pero al fin logra un completo (y, según resulta, totalmente exacto) retrato psicológico del asesino. Luego están las ridículas coartadas de Colin Hughes en «What the Well-Dressed Corpse Will Wear», el motivo insustancial de la conspiración de Scott Henderson en Phantom Lady y otras decenas de ejemplos que cualquier lector atento de Woolrich puede recordar. Y sin embargo todo este desaliño constituye un requisito previo para uno de los mayores logros de Woolrich: su habilidad, patente en sus mejores obras, para conseguir que coincidencia, contradicción y hechos poco plausibles sirvan para expresar su negra visión de la vida. Un artífice cuidadoso no podría haber concebido «I Wouldn’t Be in Your Shoes», ni I Married a Dead Man, donde nos enfrentamos con el hecho de que no existe ninguna explicación válida que aclare todos los acontecimientos, y, por consiguiente, con la falta total de sentido del universo. Ningún escritor de argumentos verosímiles podría haber revelado las características del dios que rige su mundo creando el hilo de coincidencias entrelazadas que impulsan al soldado de «The Light in the Window» a creer que su novia ha estado acostándose con otro hombre. Ningún narrador de probada competencia podría haber evocado la fanática ansia de justicia de Eric Rogers en «Three Kills for One» haciéndole que prosiguiera, contra toda lógica, su cruzada durante tres años sin medios de subsistencia, como si su ansia de justicia fuera todo el alimento que necesitara. Los escritores del teatro del absurdo nos han familiarizado con el hecho de que una historia sin sentido es lo más idóneo para reflejar un universo sin sentido, pero Woolrich lo sabía y actuó basándose en ese mismo principio mucho antes de que ellos alcanzaran la fama.

La siguiente faceta de su técnica que vamos a considerar es su febril emotividad. Woolrich adoptaba a veces en público la máscara de un duro gallito burlón, pero en realidad toda su vida vivió con los nervios en tensión. Ningún hombre dotado de una sensibilidad normal podría haberse proyectado a sí mismo tan completamente en mujeres como Bricky de Deadline at Dawn, Lizzie Aintree de «Death Escapes the Eye» y Helen de I Married a Dead Man. Ningún hombre que no estuviera insoportablemente solo y asustado podría haber evocado la soledad, la desesperación y el miedo de forma tan poderosa, como en la famosa oración de Bricky a un reloj en el capítulo 4:27 de Deadline at Dawn: «Oh, Reloj del Paramount, que no puedo ver desde aquí, la noche se acaba y el autobús está a punto de irse. Déjame volver a casa esta noche». O como en este otro pasaje del mismo capítulo:

Ella dio media vuelta y avanzó por el triste pasillo débilmente iluminado, siguiendo una tira de alfombra que permanecía aún entera por pura obstinación del esquelético tejido. Iba dejando atrás puertas oscuras, olvidadas, inescrutables; sólo mirarlas bastaba para sentir escalofríos. La esperanza las había abandonado a todas ellas y a quienes cruzaban su umbral. Eran tan sólo una hilera más de oficios cerrados en ese gigantesco panal que es la ciudad. Los seres humanos no deberían tener que entrar por esas puertas, no deberían tener que permanecer tras ellas. La luna no entraba allí, ni las estrellas, ni nada. Eran peores que una tumba, porque en ésta la conciencia está ausente. Y Dios, se dijo ella, nos destinó a la tumba a todos nosotros; pero Dios no ordenó que hubiera madrigueras semejantes en un hotel de tercera clase en la ciudad de Nueva York.

Woolrich fue mucho más que una víctima de sus más negras emociones; las comprendió y, en sus mejores momentos, supo cómo transformarlas en arte.

Esa emotividad febril que le da una violenta tensión de pesadilla a las mejores obras de Woolrich tiene su contrapartida física en un invento muy característico de ese autor, la carrera contra el tiempo y la muerte. Al titular el capítulo I de Phantom Lady «Ciento cincuenta días antes de la ejecución» empieza, antes incluso de que Marcella Henderson sea estrangulada, a contar los días hasta llegar finalmente a aquel en que muere electrocutado el marido inocente de la víctima. Utilizando esferas de reloj en vez de títulos o números de capítulos en Deadline at Dawn hace que sintamos en los huesos, al igual que Quinn y Bricky, la inevitable llegada del temido amanecer. En «Johnny on the Spot», «Three O’Clock», «Men Must Die» y otras historias de carreras contra el reloj, utiliza el paso de los segundos previos a la destrucción del protagonista para crear una atmósfera que resulta casi insoportable.

Hay unas líneas difíciles de olvidar en Waltz into Darkness:

Y de repente, un día, la soledad acumulada en quince años, y contenida hasta entonces, le abrumó toda de una vez, le inundó, y buscó acá y allá, casi sumergido por el pánico.

Cualquier amor, viniera de donde viniera, a cualquier precio. ¡Pronto, antes de que fuera demasiado tarde! ¡Cualquier amor con tal de no estar solo más tiempo!

Ese hombre era Woolrich y es cada uno de nosotros, y ese concepto es lo que convierte a la carrera contra el reloj, no en un brillante artificio para mantenernos al borde del asiento, sino en una parte orgánica del universo del autor.

La caracterización y el punto de vista son los últimos elementos de método a considerar. El modo en que Woolrich retrata a la gente atrapada en esas situaciones de pesadilla forma parte del terror de las situaciones mismas, y, al mismo tiempo, las situaciones en que se encuentran atrapados sus personajes son vitales para el retrato de éstos. Porque en cierto modo hay muy pocos malvados en la obra de Woolrich: si uno ama o necesita amor, y lo ha perdido, o si uno está al borde de la muerte o la destrucción, Woolrich está con él; de hecho se convierte en esa persona, sin importarle lo que haya hecho. Incluso en una historia tan increíblemente tonta como «The Mystery of the Blue Spot» (Detective Fiction Weekly, 4/4/46), al exponer la verdad Woolrich cambia repentinamente del punto de vista del investigador al de la asesina, que mató porque había perdido a su amor, y que ahora se suicida. Pero también en sus obras más logradas nos hace identificarnos con personajes de distinta moral. Nos mantiene sentados, atados, amordazados y paralizados con Paul Stapp en el sótano de la casa de éste, mientras que la bomba de relojería que el propio Stapp ha colocado y que ahora no puede alcanzar se aproxima más y más con su tic tac a las tres en punto. Nos hace contar los minutos con el asesino Robert Lamont en «Men Must Die» mientras el verdugo, estúpidamente envenenado pero sin sentir aún los efectos del veneno, se acerca cada vez más a la prisión para decapitar a Lamont. Nos mete dentro de la piel de King Turnes, enloquecido por la droga, en «Marihuana», de Richard Paine, enloquecido por la Depresión, en «Murder Always Gathers Momentum», y de Johnny Marr, enloquecido por el dolor, en Rendez-vous in Black, y nos hace compartir los últimos momentos del asesino Gates en «Three Kills for One» cuando el frío capuchón de acero cae sobre su cabeza y dice con voz cansada, «Helen, te quiero», sólo un segundo antes de que la corriente le achicharre en una de las escenas más inquietantes de la obra de Woolrich y una de las mejores claves para comprender al hombre, su mundo, su modo de crear y sus ansias de amar.

Alfred Hitchcock filmó un relato de Woolrich en 1954 y otro en 1957. Luego, en 1960, hizo Psycho (Psicosis), transformando una novela buena, pero no excepcional, en una de las películas más compasivas, salvajes y apremiantes jamás realizadas; una obra inagotable que puede verse una y otra vez y cada vez se comprende mejor. Merece la pena estudiar de cerca algunos de los lazos que unen a Woolrich con la más perturbada y perturbadora de las creaciones de Hitchcock, el Norman Bates de Psicosis[8]. Tanto el uno como el otro estuvieron dominados por sus madres toda su vida y aún mucho después de la muerte de éstas; ambos se vieron atrapados —por las circunstancias que les rodeaban, sin culpa ninguna por su parte— en condiciones psicológicas sumamente lamentables; ambos estaban dotados de (¿o condenados por?) una inteligencia discreta pero penetrante que les hacía profundamente conscientes de la trampa en que se hallaban ellos y todos los demás hombres. La diferencia entre uno y otro es que Norman Bates no tiene más alternativa que trasladar sus pesadillas a la realidad; Woolrich por el contrario tuvo la capacidad de soportar su vida solo y, hundido en su infierno personal, darle forma en una obra que deberían leer los teólogos para comprender qué es la desesperación, los filósofos para entender el pesimismo, los historiadores sociales para analizar la Depresión, y los que se preocupan por los sentimientos del hombre para experimentar a través de él lo que significa estar completamente solo. En lo que concierne a los simples lectores, le seguirán leyendo mucho después de que nuestros nietos no sean más que polvo, porque emocionará y obsesionará a nuestros descendientes como lo ha hecho con nosotros y nuestros predecesores. Woolrich está muerto pero vive. Nos sobrevivirá a todos.

FRANCIS M. NEVINS, JR.