El poseído

 

Louis Brighton regresó a la casa y tuvo que enfrentarse con una triste verdad: su padre había perdido el juicio y se había vuelto loco y muy agresivo. Ahora la emprendía contra sus hermanos llamándolos enviados del demonio. No los reconocía, no sabía quiénes eran y tuvieron que atarlo y llamar al doctor del pueblo.

El joven doctor Oliver Sanders, escocés y de aspecto algo rudo acudió a la cabaña de los Brighton poco antes de las dos de la  tarde portando un largo abrigo y una pesada maleta. Preguntó qué había pasado antes de pasar a ver el enfermo. Fue Prudence quien lo recibió y explicó lo que pasaba.

—Comprendo, entonces ha tenido otra crisis de nervios—murmuró.

Bueno, era más complicado que eso.

—Bien, iré a verle.

La visita fue breve y salió poco después algo asustado por lo que había oído, apenado por el viejo puritano, pidió una taza de té caliente porque estaba temblando.              

Cuando Prudence le alcanzó la taza él la miró con fijeza.

—Mi padre… ¿cómo está él?—preguntó la jovencita.

—No puedo hacer nada, está en manos de Dios señorita Brighton—le respondió.

Louis exigió saber la verdad. ¿Qué quería decir con eso?

—Creo que deberán internarlo en el pueblo, hay un lugar dónde lo atenderán y… ha perdido la razón joven Louis, su padre está loco y temo que este mal que lo aqueja sea irreversible. No hay nada que hacer, deberá llevarlo al hogar del reverendo Edwards ahora. Es un asilo para personas dementes, allí recibirá los cuidados necesarios por alguna donación mensual en especies. Debo decirles la verdad, temo que su padre no podrá recuperarse y no puede quedarse aquí, es peligroso, puede hacerles daño, nunca había visto algo así, una transformación tan horrible en un ser humano. Es locura por supuesto, sin embargo tengo la sensación rara de que, es como si algo lo poseyera. Algo muy maligno corroyera su alma. Si no fuera doctor diría que es como una posesión demoníaca.

Esas últimas palabras provocaron un grito ahogado de Prudence al ver a su padre entrando en la habitación con los ojos inyectados en sangre blandiendo una cuchilla de faenar. Miró a uno y a otro pero su odio se concentró en su hijo Louis y en el doctor Sanders.

—Malditos traidores seréis castigados por la justicia del señor. Os mataré por haberme traicionado con el diablo de Winston. Yo os vi con mis ojos. Quieres entregar a tu hermana a ese hombre y venderla como una vulgar ramera, antes os mataré Louis Brighton, no mancharás mi nombre con tu crimen, no harás de Prudence una ramera católica.

Su padre sabía que Louis había hablado con el señor Winston y lo amenazaba con esa cuchilla pero la jovencita intervino intentando apaciguarle.

—Padre, por favor, nada de eso es verdad, baje ese cuchillo usted no pude hacer eso, somos sus hijos.

El viejo la miró con ojos vidriosos como si no la reconociera.

—¿Hijos míos? Yo sólo veo a una ramera disfrazada de puritana y a un bandido que intenta vender a su propia hermana.

El doctor Sanders apartó a Prudence lentamente y le rogó que se mantuviera alejada en un susurro.

—Señor Brighton por favor, tranquilícese, sus hijos están muy preocupados por usted—dijo el médico.

El anciano lo miró con desconfianza.

—¿Y usted quién es, por favor? No lo conozco. ¿Qué está haciendo en mi casa?

Armado con un cuchillo y de un humor de los mil diablos el anciano era potencialmente peligroso y el doctor escocés supo que ocurriría una desgracia de un momento a otro si no lo detenían. ¿Cómo rayos se había quitado las cuerdas que lo ataban a la cama?

—Corred todos, pedir ayuda ahora—gritó mientras corría.

Prudence miró aterrada la escena y poco después vio a su hermano Henry caer herido mientras Louis se agarraba a golpes con su padre y llegaban campesinos para ayudarle, vecinos cercanos.

En un instante todo fue confusión gritos y sangre, su padre gritaba que mataría a esos herejes del demonio. Que los mataría a todos. A sus propios hijos. Era una horrible pesadilla y nadie estaba a salvo, la jovencita observó todo aterrada sin atreverse a intervenir ni a correr.

—Toda esta aldea será condenada, todos vosotros moriréis, traidores de la fe verdadera, malditos puritanos. Yo os maldigo a todos, os maldigo…—dijo su padre señalándoles uno a uno mientras los aldeanos lo amordazaban y el médico atendía a su hermano Henry.

Se había vuelto loco y no hacía más que proferir maldiciones. Prudence observó la escena horrorizada, jamás lo había visto así, no parecía él sino poseído por una fuerza maligna y horrible.

Los horrores de ese día quedarían grabados en su mente durante mucho tiempo y también sus consecuencias pues mientras su padre maldecía y rabiaba y mordía a quién se le acercara. Para colmo de males el reverendo Thomas y su hijo se acercaron para decir que estaba poseído.

—Todos vosotros, alejaos de ese hombre. Está poseído—dijeron.

Tuvieron que amarrarlo y llevarlo a una carreta como si fuera un animal pero entonces logró quitarse las cuerdas con una fuerza sobrehumana y atacó a quienes intentaron apresarle pues su meta era atraparla, a ella, su propia hija. 

—Tú grandísima ramera, tú no eres mi hija, eres hija del demonio—gritó su padre señalándola con el dedo índice—Y voy a matarte antes de que enlodes mi nombre. Eres como tu madre, hermosa y capaz de volver loco a un hombre. Ella lo hizo… maldita sea, debí dejarte en ese hospicio de huérfanos. Tú no eres mi hija, eres hija de ese caballero malnacido de Londres. Ese aristócrata que perseguía a tu madre como perro en celo. Andrew Bradbourgh.

—Padre no, no digas esas cosas horribles a mi hermana. Estás loco, has perdido el juicio—grito Louis en un vano intento de frenar su locura se interpuso entre los dos.

Él los miró a ambos con fría calma.

—Es verdad, los locos no mienten hijo. Amaba tanto a tu madre que no me importó soportar esa horrible duda, y esa niña es igual, coqueta y artera, capaz de volver loco a cualquier hombre como su madre lo hizo conmigo. Tuve que matar al desgraciado, tuve que hacerlo, quería robarse a mi esposa, iba a llevársela luego de llenarle el vientre con un bebé que era suyo. Estuve un año ausente de casa, obligaciones de la corona me mantuvieron en Londres y al regresar mi esposa estaba encinta. Ese malnacido de Bradbourgh lo había conseguido, ese aristócrata guapo y libertino siempre había estado enamorado de Anna, siempre… y cuando quiso robarme a la mujer que amaba con toda mi alma lo maté, lo maté a golpes esa noche y escondí su cuerpo en Nothingham. Ahora el fantasma de ese desgraciado me persigue en sueños, me atormenta… —hizo una pausa y respiró hondo.—Entonces naciste tú, pequeña bastarda  y desde el comienzo eras tan pequeñita y adorable. Sé que debí sacarte de mi casa pero era tan parecida a su madre… Mírenla, es igual… y ahora ella también quiere deshonrarme enloqueciendo a ese tonto aristócrata de Winston. Un católico irlandés—escupió al suelo con desprecio.

Toda su locura había desaparecido, ahora sólo quedaba la rabia y el dolor al pensar en su pobre esposa muerte durante la epidemia de peste que asoló el condado poco antes de caer en desgracia con su rey y ser acusado de traidor.

—Amé a tu madre, maldita niña, la amé tanto que prometí en su tumba que cuidaría de ti a pesar de que sabía que no eras mi hija, no podías ser mi hija y verte tan parecida me reconfortó… Quise criarte con la verdadera fe, convertirte en una joven decente y temerosa de Dios pero fallé. Eres como tu padre, una pequeña aristócrata altanera que desprecia la vida sencilla pero eres hija de la mujer que más amé en este mundo y por eso cumpliré mi promesa de educarte como si fueras mi hija, pero no lo eres.

Prudence sintió que todo su mundo se venía abajo en esos momentos al comprender que su padre no mentía, estaba loco sí, pero no sería tan malvado de negarla como su hija, de inventarse toda esa historia.

Era el fin, sabía que era el fin, lo sentía en su corazón. Fue un golpe tan duro para ella que deseó que la tierra la tragara. Al comienzo pensó que era una horrible calumnia, que su madre jamás habría cometido un pecado semejante y sin embargo, en lo más hondo de su corazón sabía que había algo distinto en ella, que ese hombre no la amaba. Nunca había recibido un gesto de cariño, un abrazo, al contrario, era ella quién lo amaba como a un padre pero él solía apartarla con frialdad y disfrutar la compañía de sus otros hijos.

Ahora sabía la verdad. Era una bastarda concebida en una infidelidad. Sólo su madre la había amado desde el principio, su dulce y amorosa madre con quién pasaba gran parte del día, la que encubría de sus travesuras…

Aturdida observó a Louis discutir con su padre mientras sus otros vecinos permanecían alertas por algún nuevo ataque de locura. Qué vergüenza sintió entonces, quería que la tierra la tragara, ahora todos sabían que ese hombre no era su padre y que su madre había sido adúltera. En menos de lo que cantara un gallo toda la aldea lo sabría y la señalarían con el dedo. No, no podría soportarlo…

Buscó su abrigo y salió de la cabaña mientras su padre gritaba y caía al suelo preso de un nuevo ataque de ira.

—Señorita Brighton, aguarde… ¿A dónde va?—preguntó el doctor Sanders.

No le respondió.

—Señorita, aguarde por favor… No se vaya.

El doctor la detuvo poco después.

—Cálmese por favor, no se vaya, esto no es más que locura senil, los enfermos de demencia dicen cosas atroces como esta, no le crea por favor. Tranquilícese.

Prudence no dijo palabra.

—Aguarde aquí, iré a hablar con sus hermanos.

Ella no le hizo caso y cuando sintió que la seguían, que Louis, alertado por el doctor Sanders pretendía llevarla de regreso a la acabaña corrió con todas sus fuerzas. No regresaría a ese pueblo para que todos la llamaran bastarda ni ramera como había dicho su padre. Ahora ningún granjero la querría de esposa y eso le daba alivio en parte pues esos puritanos eran feos como demonios pero… ¿Qué destino le aguardaba? ¿Quedarse sola y ser una carga para sus hermanos? Algún día debía encontrarse un esposo que cuidara de ella.

Prudence lloró al comprender que todo había terminado.

No tenía forma de escapar de ese pueblo y recomenzar, no había esperanzas para ella, no era más que una oveja negra y sarnosa apartada del rebaño para siempre.

La oscuridad y el frío del bosque la envolvieron como una manta sombría y amenazante. Caminó sin detenerse pensando que lo único que quería era esconderse de ese bosque y de sus hermanos que la seguían como sabuesos. Podía oír sus gritos a la distancia. ¡Maldición! No la obligarían a regresar. A fin de cuentas no era más que una sirvienta que vivía para atenderles, para mantener los pisos limpios y relucientes, la ropa aseada y cepillada y la comida caliente en la mesa. Nadie la amaba, sólo la necesitaban, pero eso tampoco importaba ya, nada importaba en realidad… Todo había terminado para ella. No tenía a dónde ir pero sabía que debía dejar atrás ese pueblo y alejarse para siempre, necesitaba hacerlo pues no soportaba la idea de quedarse en la cabaña junto a sus hermanos aunque su padre ya no estuviera, no habría soportado mirarles la cara. Era una bastarda, una hija ilegítima concebida en el pecado de una relación adúltera, su padre estaba loco sí pero había oído que ni los niños ni los locos mentían.

Corrió para alejarse y ocultarse en el bosque no quería que la encontraran y juntó todas las fuerzas que le quedaban para dejar atrás las voces diciendo su nombre, llamándola a la distancia. No regresaría, no lo haría.

Desesperada siguió avanzando mientras apartaba la maleza y se internaba en lo más profundo del bosque como si ya nada le importara, ni siquiera vivir. Hasta quedar sin fuerzas, sintiendo que el frío y la oscuridad la envolvían sin pensar en la niña fantasma ni en las criaturas impías que moraban en ese lugar, en esos momentos nada la angustiaba más que escapar, huir muy lejos y que  nadie la encontrara.

Hasta que las fuerzas comenzaron a abandonarla y tuvo que detenerse para respirar hondo y envolverse con su capa mientras buscaba un refugio para esconderse pues en unas horas llegaría la noche y no deseaba deambular sola en ese lugar.

De pronto escuchó el relincho de unos caballos y tembló al tiempo que veía a la distancia la mansión tenebrosa de Winston, esa casa de piedra gris que se erguía en lo alto de un promontorio, soberbia y desafiante y tembló. No, no quería pedirle ayuda a ese caballero, sabía lo que tramaba, no era boba. Si acudía a su casa pensaría que podría convertirla en su amante, algo mucho peor que morir en ese bosque.

Buscó refugio en la espesura y se cubrió con su pelliza oscura para que nadie la viera. Estaba exhausta de tanto correr y le dolían los pies, las piernas, todo el cuerpo, el alma entera, tanto que habría deseado morirse, dormir y no despertar jamás. Una bastarda, el fruto de un desliz, su pobre madre ella jamás habría hecho eso, no…

Los pensamientos se arremolinaron confusos.

Su madre había sido muy hermosa y buena.

Su padre la adoraba, todos la adoraban porque era dulce y abnegada, tan bella, su madre era un ángel. Y lo que había dicho su padre era una obscena y horrible calumnia. No era verdad, no lo era. Su madre habría sido incapaz… Su padre estaba loco, perdió el juicio y por eso se lo había inventado todo. Tal vez poseído por un demonio. ¿Acaso no había dicho eso el doctor Sanders?

**********

Tuvo la sensación de haber dormido durante horas, días, y al despertar con las voces ahogó un grito al ver que la habían atrapado y la tenían rodeada. Era una pesadilla, no podía estar pasando…

—Al fin ha despertado la bella inglesa—dijo uno.

Sabía quiénes eran por supuesto, eran hijos de los puritanos de la aldea: muchachos imberbes y pícaros que solían espiarla en ese bosque. Sólo la miraban y luego se iban, nunca fueron más allá.

Eran más de cinco, eran un montón y no podría escapar pues no todos eran tan jovencitos, había uno muy alto que debía tener más de veinte y su hermano era un robusto pelirrojo que no le sacaba los ojos de encima. George Williams, el hijo del granjero que había pedido su mano días atrás. No podía ser.

—Así que escapando de casa preciosa, pequeña desobediente, todos están buscándote—dijo uno de ellos mirándola con fijeza.

Ella los miró aterrada, incapaz de decir palabra, estaba demasiado débil para correr  así que sólo podía intentar convencerles de que la dejaran en paz.

Se levantó del piso como pudo y procuró mantener la calma pero estaba asustada, podrían ser jóvenes puritanos pero no eran tan inocentes como parecían. ¿Qué harían con ella en ese bosque? ¿Intentarían llevarla de regreso a la aldea o algo peor?

—¿Qué tienes, muchacha? ¿Por qué huiste de casa? Habla, ¿qué te pasa?—insistieron—Todos están buscándote, primor.

El pelirrojo la acorraló contra el árbol con aviesas intenciones, quiso tocarla y Prudence gritó cuando el muy villano quiso robarle un beso.

Pensó que no serían tan atrevidos de tocarla pero en ese lugar nadie podía verlos, estaban lejos de sus padres puritanos y de esa comunidad que se creía santa. Sintió terror de pensar que podrían abusar de ella al saber que era una bastarda.

—No te atrevas pecoso, te golpearé si me tocas—chilló furiosa, pero estaba más asustada que enojada en esos momentos.

El joven sonrió.

—Yo te encontré inglesa y merezco una recompensa por llevarte sana y salva de regreso con tu familia. Todos están buscándote, ¿por qué te escapaste?

No le respondió suspirando aliviada de que esos tontos no supieran la verdad, mejor así… Pero la jovencita gritó cuando el pelirrojo la atrapó y le robó un beso mientras los demás aplaudían y reían. Un beso torpe y salvaje, mientras ella luchaba por apartarlo con todas sus fuerzas. Nunca antes uno de sus admiradores había llegado tan lejos, jamás uno de esos mozalbetes puritanos había osado a faltarle así el respeto y tuvo miedo, tal vez sí supieran que su padre la había llamado bastarda y por eso…

Logró apartó furiosa y gritó, gritó con todas fuerzas pidiendo ayuda como si alguien pudiera oírla en ese bosque sombrío y silencioso. Sus gritos retumbaron a la distancia mientras se oían las risas de esos tontos que la rodeaban como si quisieran repetir la hazaña de su amigo.

—Tranquila, no voy a hacerte nada, deja de gritar—dijo entonces el pelirrojo.

—No te me acerques, aléjate de mí, no me toques… Juro que te golpearé si lo haces—estalló Prudence 

George Williams dejó de sonreír.

—No puedes escapar, esto es como el juego del escondite preciosa y nosotros te encontramos. Yo te encontré—dijo como si ella fuera un juguete o una especie de trofeo para presumir.

Ella lo miró con frialdad.

—No regresaré al pueblo, George Williams.

Esas palabras lo desencajaron.

—¿Sabes mi nombre, hermosa? —preguntó sorprendido.

—Sí, os conozco y sé que vuestro padre os dará una zurra si me hacéis daño—balbuceó Prudence al notar que ese otro mozo el malvado Samuel Dickens se le acercaba por detrás mirándola de manera desagradable.

—Aléjate de la inglesa, es mía, Samuel. ¿Es que no has visto que sabe mi nombre?—dijo el hijo del granjero Williams.

Samuel Dickens lo enfrentó. Era un joven alto de cabello oscuro y fornido y Prudence tembló al sentir que la disputaban como una cosa que deseaban tener.

—¿Tuya? ¿Y crees que te acompañé hasta el bosque del demonio para que tú te la quedes? No… Prudence Brighton será mi esposa y si vuelves a besarla te mataré.

Tras decir eso la atrapó, la rodeó con sus brazos mientras enfrentaba a su amigo pelirrojo con un cuchillo largo y filoso.

El grupo se alejó mientras George se quedaba inmóvil sin poder creerlo.

—Maldito traidor, el señor te castigará, eso no es decente. No puedes llevarte a la inglesa por la fuerza—dijo sin dejar de mirarla.

Prudence lloró al sentirse rodeada y disputada por esos tontos, uno de ellos llevaba un cuchillo y podía herirla.

—No llores preciosa, yo cuidaré de ti, en bonito lugar te has metido ¿eh? Hemos venido al infierno a buscarte—le susurró ese joven—y tú aléjate, yo la llevaré, no me obligues a usarlo George.

El pelirrojo se apartó furioso mientras pateaba el suelo.

—Yo la vi primero.

—Sí, pero sólo yo la vi bañarse con ese vestido blanco pegado al cuerpo en el  lago el pasado verano. Pedí su mano primero y su padre, ese anciano loco me despreció porque dijo que era un tonto imberbe.

—Pues tenía razón, eres un estúpido Samuel. Tu padre no te dejará casarte con ella, no quiere a la inglesa en su familia, ya te lo dijo—le respondió el pelirrojo.

—No me importa, me casaré igual. La llevaré a la iglesia y le pediré a mi tío que nos case—Samuel parecía muy confiado.

—Ella no quiere casarse contigo, mírala, está aterrada. Déjala en paz, puedes herirla con ese cuchillo, tonto—insistió George.

Prudence comprendió que tenía razón y le habló a los dos.

—Por favor, déjenme en paz, no quiero regresar al pueblo, mi padre ha enloquecido—su voz se quebró y lloró—Ni me casaré con ninguno de ustedes.

Él la abrazó con fuerza y besó su cabeza mirándola con adoración. Era un mozalbete, sus ojos muy oscuros despistaban pero no debía tener más de dieciocho años, tal vez menos. Y ese George también, y ambos hablaban de casarse con total frescura.

—Yo cuidaré de ti rosa inglesa, preciosa, nadie te hará daño. Pero debemos salir de este bosque, todos nosotros corremos un serio peligro y tú también. Ven…—le susurró Samuel.

Prudence se vio obligada a seguirlos, estaba demasiado cansada y débil para correr, llevaba horas sin comer, huyendo de esa aldea, agotando sus pocas fuerzas en la huida.

Pero esta vez fue Samuel quién encabezó la marcha llevándola agarrada pese a las protestas de su amigo pelirrojo. Ella los siguió resignada pensando que buscaría la primera oportunidad de escapar.

—Por aquí preciosa, ven… no tengas miedo, no voy a hacerte daño—le susurró el joven puritano.

Santo cielos, no era más que un mocoso imberbe hablando de bodas, su padre le daría una paliza cuando supieran toda la verdad, jamás permitirían que desposaran a una joven que había sido llamada bastarda por su padre.

Sus ojos se llenaron de lágrimas al pensar que esos jovencitos estaban jugando al escondite con ella, un tonto juego de infancia que nada tenía que ver con la vida real. Allí estaba ese horrible bosque envolviéndolos con su oscuridad, tal vez estuviera la niña fantasma escondida siguiendo sus pasos… El sol empezaba a ocultarse y pronto sería noche cerrada. Rayos, ¿cómo la habían encontrado tan pronto? De haberse escondido mejor tal vez….

Entonces sintió que temblaba por el frío y el hambre y que las fuerzas la abandonaban. No, no podría dar un paso más, no podría hacerlo.

—Esperen por favor, no puedo… no puedo seguir, necesito descansar.

George se acercó preocupado.

—¿Qué tienes? Te ves pálida preciosa…

Samuel lo apartó de un empujón.

—No te acerques a mi prometida o te daré una paliza. Voy a golpearte por haberle robado un beso infeliz, luego ajustaremos cuentas tú y yo.

Pero no quiso alejarse de ella y regresó a su lado.

—Necesito descansar, no tengo fuerzas, me duele todo pero no os quedéis conmigo. Estoy bien. Regresad a vuestra casa ahora—la joven puritana cerró los ojos y respiró hondo.

—No, no me iré. ¿Cómo crees que te dejaré ahora que al fin te he encontrado?—protestó Samuel.

Prudence sintió que perdía la paciencia, a pesar del cansancio ese par la sacaba de las casillas.

—Deja de decir tonterías Sam, por favor—estalló la joven—Esto no es un juego de niños, la bruja está aquí y os matará si os encuentra. Todos conocen la historia de la niña fantasma, he oído que es una bruja. No estaréis a salvo.

Los jovencitos se miraron espantados. Al parecer conocían bien la leyenda y no era para menos, el reverendo Thomas no hablaba de otra cosa durante la liturgia.

—Yo no le temo a la bruja preciosa—dijo Sam.

George murmuró que él tampoco le temía.

—No es más que una leyenda para mantener a los jóvenes apartados de este bosque porque el verdadero mal mora tras esos brezales, inglesa—dijo Samuel entonces señalando hacia la mansión Winston.

La jovencita pensó que eso era falso y sin embargo se estremeció al pensar que el caballero de Winston podía descubrirla en ese bosque pues era de su propiedad y  no tomaba bien que estuviera lleno de puritanos intrusos. No, debía evitarlo… Cuando fuera capaz de correr, lo haría y se desharía de ese grupo de revoltosos. Eran un completo estorbo y no sabía cómo le haría para librarse de Sam, al parecer se quedaría a cuidarla pues se había tomado el asunto de desposarla muy en serio.

—Me quedaré aquí—dijo para reforzar sus pensamientos—yo no temo a los demonios del bosque ni a niña bruja. Esas historias son puro embuste. Tú no las crees ¿verdad? Imagino que en tu país las habrá mejores.

—No hay historias de brujas en Nothingham. Me gustaría estar allí otra vez, regresar a mi país—Prudence calló al comprender que estaba hablando demasiado.

El joven la miró pensativo.

—¿Regresar a Inglaterra? Vaya, eso queda muy lejos. ¿Por qué dices eso? ¿No eres feliz aquí?

La joven lo miró con expresión cansada. No, no lo era, pero ¿qué importaba? No le daría explicaciones, había hablado demasiado y por fortuna él no sabía por qué había huido de su casa.

—Fue muy imprudente escaparte de casa preciosa, peligroso. Este bosque está lleno de animales salvajes y sospechan que algunos indios, aunque nunca hemos visto ninguno.

—¿Indios aquí, en Maine? —repitió Prudence.

Él asintió.

—Tal vez, todavía no se han ido—murmuró—Pero descansa ahora, yo montaré guardia.

Al decir eso uno de los jovencitos que lo acompañaba se opuso.

—No podemos quedarnos, debemos regresar por nuestros caballos y volver a casa. No me quedaré a pasar la noche aquí—protestó.

—Tiene razón, este no es un lugar seguro cuando baja el sol, no veremos nada y las lámparas que traemos no durarán toda la noche—dijo otro. Se veía nervioso, asustado y los otros también.

George los hizo callar.

—Cobardes, no os mováis de aquí, porque si la niña fantasma viene, pues será mejor que nos encuentre a todos juntos.

La perspectiva de encontrarse a la bruja del bosque era aterradora.

—No podemos quedarnos aquí ni dormir a la intemperie, hace mucho frío y es peligroso—insistió otro de los jovencitos.

Estaban asustados, no eran más que críos. ¿Por qué habían ido a ese bosque? ¿Por qué fueron a buscarla? tuvo la sensación de que no tenían más de quince o dieciséis excepto George y Samuel. Eran seis en total, cuatro de los cuales estaba protestando por regresar.

—¿Quién os envío a buscarme? ¿Por qué habéis venido?—les preguntó entonces.

Ellos la miraron sorprendidos.

—Vuestro hermano Louis pidió ayuda a mi padre—dijo Tobías.

—Y al mío—intervino Sam.

—Pues no debisteis venir solos. Además no quiero regresar a mi casa, no lo haré—les respondió ella.

—No puedes quedarte aquí. Pero no temas, me casaré contigo cuando regresemos y ya no tendrás que salir de Maine—le dijo Sam.

El pelirrojo lo miró furioso.

—Deja de decir tonterías, tu padre no te dejará desposarla.

Samuel lo miró.

—Calla tú, tonto.

Mientras peleaban se escucharon los ruidos, ruidos de maleza como si alguien corriera por el bosque y estuviera acercándose.

—Enciende tu candil—dijo uno de los jovencitos.

Él buscó con desesperación yescas y el candil que había llevado en una bolsa de cuero.

—La he perdido, no la tengo… ¿alguno ha traído una linterna?

—No. Pensé que tú traías linterna y candil, George, tú debías tener una.

—Estúpido—dijo George—tenemos que iluminar el camino, como sea, no puedo creer que ninguno trajera algo para alumbrar si nos pescaba la noche. ¿Acaso no oyen sus pasos? Alguien se acerca.

Los jovencitos se miraron espantados.

Se oía un sonido de pasos y ramas crujir a su paso.

—¿Oyeron eso?—murmuró George.

Todos temblaron al oír las pisadas y de pronto oyeron el relincho de varios caballos a la distancia.

—Tal vez han venido a buscarnos—dijo Sam pero nadie le creyó.

Algo se acercaba y era terrible, podían sentirlo en sus corazones.

“Es ella, la niña fantasma del bosque y todos moriremos” murmuró uno de ellos.

—No, no es la niña fantasma, es algo mucho peor, mirad…—respondió George Williams señalando a la espesura.

La visión era difusa pero había algo o alguien agazapado entre los árboles no muy lejos de allí.

—Es la bruja del bosque, corred, nos matará, ¡corred!—gritó  George.

Prudence miró a Sam aturdida, fue el único que se quedó a su lado, los demás corrieron a campo traviesa en distintas direcciones.

—No temas, yo te cuidaré preciosa—dijo y le robó un beso fugaz. En otras circunstancias habría protestado pero tenía miedo, no quería quedarse sola en ese bosque en esos momentos. Sintió que la miraba embobado mientras la apretaba rodeándola con sus brazos.

La joven pestañeó inquieta y de pronto olvidó su terror a la bruja del bosque al ver que estaban tan cerca el uno del otro.

—No… déjame—balbuceó inquieta.

Él la retuvo entre sus brazos.

—Calla, no temas, no te haré nada, lo prometo. Pero no grites, porque si lo haces vendrá—le dijo en un susurro.

Ella obedeció temblando y cerró los ojos al oír los gritos a la distancia. Esos jóvenes que fueron a buscarla, no, no podía ser…

—Calma, no grites, no digas nada por favor, quédate así.

Ella obedeció y se escondió en su pecho temblando pensando que de todas formas iban a morir y casi no tenía tiempo de arrepentirse de sus pecados, de rezar…

—Tranquila, no morirás, yo cuidaré de ti—le susurró mientras besaba su cabello y la apretaba un poco más.

De pronto comprendió que ese joven se estaba pasando de listo y que quería aprovechar su terror para propasarse y se resistió.

—Quieta, no grites, si lo haces nos encontrarán y  moriremos.

—Entonces deja de apretarme, ¿crees que soy tonta? Quieres tocarme.

Lo vio sonreír en la oscuridad.

—No temas preciosa, me casaré contigo, lo prometo—le susurró antes de robarle un beso y tenderla en la hierba aprisionándola con el peso de su cuerpo.

Nunca había estado tan asustada en su vida como en esos momentos, sabía por qué había hecho eso y lo que planeaba: no era tonta, lo había visto en los campos de su mansión  a los campesinos tenderse en la pradera, en lugares escondidos para fornicar con las mozas ligeras que luego quedaban preñadas. Los niños no venían solos a este mundo y si ese mozo atrevido lograba su objetivo luego se vería obligada a casarse con él pues nadie más la querría por esposa si perdía su virginidad. Y la frase luego me casaré contigo no fue ningún consuelo pues luego de tener lo que querían muchos campesinos perdían interés en las mozas que yacían con ellos en los campos. Lo había visto con frecuencia. Además no quería ser la esposa de ese muchachito puritano que no haría más que llenarla de hijos en su granja rústica, sin ninguna comodidad.

Y con todas sus fuerzas se resistió y lo pateó y gritó sin importarle que sus gritos atrajeran a la bruja del bosque.

—No grites, no te haré nada pero deja de gritar por favor—le dijo él cubriendo su boca desesperado olvidando el loco deseo que lo había impulsado a comportarse de forma tan ruin.

Prudence obedeció pero de pronto miró hacia un costado y tembló. Algo oscuro y maligno los observaba desde las sombras, un ser sin rostro, una presencia siniestra estaba a escasos metros de ellos. Y esa cosa los había visto, o tal vez oyó sus gritos y ese ser oscuro se acercaba a ambos con paso rápido…

Miró a Sam y lloró, era el fin, morirían…

De pronto una luz incandescente los cegó y entonces oyeron una voz familiar decir:

—Miren esto amigos, el tonto Sam y sus amigos de la aldea. Pero ¿a quién escondes allí, Samuel Dickens?

Sam miró al intruso y lo enfrentó.

—Es la señorita inglesa Prudence Brighton pero ella es mi prometida. No se atreva a hacerle daño.

—¿La señorita inglesa? Oh vaya, ¿entonces es verdad la historia de que se había fugado de la aldea?

—Eso no le incumbe. Es mi prometida hora y nos casaremos cuando regresemos a casa—le respondió el joven desafiante.

No le temía a ese caballero y en realidad al ver que se trataba de un hombre de carne y hueso se había vuelto atrevido y brabucón. Había temido a la niña fantasma, a la bruja del bosque pero el caballero de Winston no era más que un hombre común.

—¿De veras piensas desposar a la señorita inglesa?—dijo Ephraim Winston sin dejar de mirar a la joven puritana con expresión aviesa. No le quitaba los ojos de encima—Vaya, se ve asustada.

De pronto avanzó hacia ambos y empujó a Sam para iluminar a la joven puritana con su linterna. Su ira aumentó al ver que su vestido estaba ajado y sucio y lo miraba con desesperación.

—¿Qué le has hecho maldito aldeano? ¿Acaso has seducido a una joven indefensa? Os rebanaré el cuello.

Sam palideció.

—No señor, no le he hecho ningún daño, sólo la escoltaba de regreso porque huyó de su casa y aquí había muchos peligros—se apuró a responder el joven al ver que el caballero le apuntaba con una pistola.

Prudence pensó que iba a matarlos a ambos y gritó, suplicó que no lo hiciera.

—Samuel no me ha hecho daño, señor Winston.

Él la miró con fijeza.

—¿Y por qué estáis temblando preciosa? ¿Por qué lloráis?    

—Es que pensábamos que era la bruja del bosque que venía hacia aquí y me asusté.

—¿La bruja del bosque?—el caballero sonrió levemente mirando a la jovencita con creciente interés—No hay ninguna bruja aquí sólo un grupo de mozos atrevidos invadiendo mis dominios. Este bosque me pertenece señorita Prudence y todo lo que hay en él: cada árbol, cada ardilla y también aquellos que se atreven a irrumpir aquí sin autorización.

—Lo siento señor pero debíamos encontrar a la señorita inglesa antes de que sufriera algún daño—intervino Samuel poniéndose de escudo para proteger a Prudence. No era tonto, había visto cómo la miraba el caballero y no le gustó nada.

—Pero ella vino aquí de forma voluntaria y no desea regresar contigo—le respondió el caballero hostil.

Sam la miró con desesperación como si esperara que ella desmintiera tal cosa pero la joven no entendió el mensaje ni tampoco imaginó lo que planeaba Winston.

—Lo lamento señor Winston, pero me vi obligada a atravesar su bosque para escapar de la aldea y estos jóvenes me encontraron y me forzaron a regresar. No deseaba hacerlo, no quiero volver a casa.

Sam la miró asustado y furioso, ¿por qué demonios había dicho eso? Ese hombre era peligroso, era inmoral y además católico y ella era un bocado más que tentador. Además no estaba solo, un grupo de mozos lo rodeaban y sabía que los hombres que trabajaban para él eran tan temibles y peligrosos como su amo.      

El caballero avanzó un poco más alentado tal vez por las palabras de la joven.

—Entonces no deseas regresar a esa aldea de puritanos. Bueno, yo podría ayudarla, señorita Brighton.

De pronto ella comprendió que estaba atrapada entre el deseo de no regresar y la inquietante posibilidad de aceptar la ayuda de Winston. No era prudente hacerlo, lo sabía pero si regresaba a la aldea sería señalada como una bastarda. Sam Dickens lo ignoraba como los demás, pero pronto todo el pueblo estaría al corriente de que su padre la había repudiado e insultado, nadie más volvería a respetarla y ni siquiera podría casarse con ese joven que parecía tan embobado con ella. Estaba segura de ello.

—No, no quiero regresar pero tampoco puedo aceptar su ayuda señor Winston—le respondió Prudence.

—Pero señorita Brighton, por favor, no debe tener miedo de mí. No son más que habladurías de personas simples. Soy un caballero y jamás le haría daño a una damita en apuros como usted.

Sam estaba desesperado, no podía creer que la hermosa joven se dejara embaucar por ese diablo.

—No puede llevarse a la señorita inglesa señor Winston, si lo hace todos sabrán que se robó a mi prometida y la aldea completa lo acusará de robo. Todos lo odiarán—dijo.

El caballero lo miró con quién mira un insecto molesto.

—Apártate muchacho y nunca más te atrevas a llamar a la señorita Prudence tu prometida y mucho menos a decir que soy un ladrón. La señorita Brighton no es tu prometida ni nunca pensó en casarse con un palurdo como tú, además te has metido en mis tierras y podría rebanarte el cuello si se me diera la gana. Pero no lo haré, no quiero disgustar a la señorita, está muy asustada… pero les diré a mis hombres que te acompañen a la aldea de Maine de regreso, no querrás encontrarte con la malvada bruja del bosque, ¿verdad?

Prudence vio espantada cómo se llevaban a Samuel pese a sus protestas, rápidamente lo llevaron en uno de los caballos.

—Volveré Winston, eso no se quedará así—gritó Samuel antes de perderse en la distancia.

La puritana pensó que debía esconderse, huir antes de que ese hombre la atrapara pues no se fiaba de sus “atenciones caballerosas”, había estado siguiendo sus pasos durante mucho tiempo y sabía que planeaba convertirla en su amante, divertirse con ella hasta saciarse y luego… Luego la devolvería a su casa con un bastardo en la barriga, era la costumbre que tenían caballeros como ese.

No pudo ir muy lejos pues estaba rodeada por sus sirvientes y por el propio caballero irlandés que la miraba con intensidad.

Estaba sola, sola con ese hombre que la miraba con creciente deseo y lujuria. Pero también sonreía triunfal como si disfrutara ese momento de una manera especial y estuviera diciéndole: “os atrapé al fin pequeña puritana”.

—No temas—dijo entonces—te ayudaré a abandonar ese pueblo de locos puritanos, preciosa. Ven conmigo.

Tomó su mano con un gesto casi rapaz mientras la ayudaba a incorporarse.

—No, déjeme, no iré con usted señor. ¿Me cree tan tonta? Sé lo que planea. No me engaña—su voz se quebró y lloró angustiada. No quería ir con él, tampoco regresar con Sam, simplemente quería dejar atrás esa aldea, el problema es que no tenía a dónde ir.

Él sostuvo su mano sin rendirse mientras le hablaba con suavidad y mucha firmeza.

—Tranquila, no temas, no voy a hacerte daño. Es que no puedes quedarte en este bosque, es peligroso y no  hablo de espectros ni de brujas. Mañana hablaremos con más calma, necesitas cambiarte esa ropa y descansar, estás muy pálida muchacha, y te ves cansada.

—No, no quiero ir con usted—protestó.

Winston no la dejó continuar.

—Vendrá conmigo señorita Brighton, me siento responsable de sus locuras, está en mis tierras y todo lo que hay aquí me pertenece. Al menos hasta que esté a salvo. Tal vez pueda hablar con su familia y saber qué ha pasado.

Ella lo miró espantada. ¿Qué tramaba? ¿La ayudaría a regresar a su casa? No, no quería que hiciera eso pero…

¿Por qué se sentía tan obligado a ayudarla? Vamos, ni que fuera tan tonta. Sabía lo que tramaba o lo sospechaba y tuvo miedo, pues ¿qué sería de ella cuando entrara en esa mansión?

—Venga conmigo por favor, tengo mi caballo cerca de aquí—el tono era firme—. Bonito jaleo armó ese grupo de jovencitos no hacían más que gritar y correr… Pero creo que del susto no regresarán. Saben que está prohibido entrar aquí.

La ayudó a subir a su caballo negro que estaba a escasas millas de allí y Prudence aceptó vencida, estaba demasiado cansada para correr o resistirse y por nada del mundo se habría quedado sola en ese bosque pues quién había prometido cuidarla acababa de abandonarla: tal vez en contra de su voluntad pero lo había hecho.

Cuando la rodeó con su capa y azuzó a su caballo sintió que estaba haciendo una locura y que nada bueno saldría de eso. Debió correr, resistirse, desafiarle o prohibirle que la llevara a su mansión pero la joven puritana no hizo ninguna de esas cosas. Estaba paralizada porque casi prefería estar a merced de ese hombre que soportar que en la aldea la llamaran bastarda y la despreciaran, pronto todos lo sabrían y ella no querría estar cerca cuando eso pasara.

La mansión con su oscuridad y misterio le dio la bienvenida y ella pudo ver que era una construcción antigua de piedra muy parecida a Nothingham pero más lujosa, inmensa. Las luces de araña de la entrada iluminaron esa residencia atestada de muebles, alfombras y el rico mobiliario en fino roble trabajado.

Una mujer vestida de negro la miró con expresión maligna desde la sala. Debía ser una criada importante pues el caballero le dijo sin reparos que preparara una habitación para la señorita Brighton.

—¿Acaso la joven se quedará aquí señor Weston?

La pregunta era una impertinencia pero el caballero le dedicó una mirada rápida.

—Temo que se quedará un tiempo, señora Adams—le respondió.

El ama de llaves parpadeó inquieta.

—Por supuesto señor, enseguida.

—Y avísele a las doncellas para que le lleven ropa apropiada y la cena.

Prudence se miró en el gran espejo del comedor y pestañeó inquieta. ¿Acaso había algo malo en sus ropas oscuras de puritana? ¿Por qué debía cambiarse ese vestido, el gorro blanco y la capa?

—Por aquí señorita Brighton, acompáñeme por favor—dijo el caballero.

La joven lo siguió tiritando mientras observaba los inmensos cuadros de la sala de oscuros cortinados. ¿Quién viviría en esa mansión? Había escuchado que el caballero solía llevar amigos de Boston y también mujerzuelas a escondidas de su esposa. A pesar de que él negaba estar casado…

Sus pensamientos se encontraron con la mirada intensa del caballero.

—Por aquí por favor, casi llegamos.

Ella lo siguió y subieron las escaleras, pensando que al menos estaba a salvo de la bruja y los demonios del bosque pero no del caballero de Winston.