Capítulo 9

 

La casa estaba oscura cuando llegaron. Eran casi las once y Pamela Morgan se acostaba temprano. Él no sabía cómo había conseguido llegar sin salirse de la carretera. No podía concentrarse. La mujer que tenía al lado había hecho añicos el dominio de sí mismo. Aunque había aliviado parte de su anhelo… Tomó una bocanada de aire al acordarse del clímax que había alcanzado en su boca. Había sido indescriptible, pero, en ese momento, necesitaba mucho más. También la habría llevado al clímax, habría puesto la mano y los dedos donde no llegaba con la boca por la estrechez del coche, pero ella lo había detenido con la respiración entrecortada y le había dicho que lo quería en su cama.

En ese momento, mientras ella abría la puerta con los dedos temblorosos, le sujetó la mano.

—Podemos esperar —dijo él con la voz ronca—. No quiero, te tomaría contra el muro de la casa si me dejaras, pero tampoco quiero que parezca que abuso de la hospitalidad de tu madre.

—Empiezo a pensar que no he considerado a mi madre como una mujer adulta —replicó Alice con pesadumbre—. Probablemente, ha estado esperando que trajera a un hombre a casa, pero no se ha atrevido a decírmelo.

Abrió la puerta, se llevó un dedo a los labios y se rio en voz baja porque se sentía joven, alocada y muy feliz. Además, ¡él no había podido sacársela de la cabeza! Se dio permiso para recrearse con eso que le había reconocido. París había sido una aventura, pero se había convencido a sí misma de que había sido aceptable porque ella estaba en el extranjero, como si fuese una fiebre pasajera. Sin embargo, eso era una aventura de verdad porque estaba en su terreno, porque había tomado la decisión de hacer algo que le parecía inevitable y, en cierta manera, acertado, aunque era erróneo. No podía explicárselo ni a sí misma. Solo sabía que tenía que acostarse con él y llegar hasta el final, aunque fuese amargo y tuviese que despedirse de su empleo por el camino.

Subieron las escaleras en silencio y Alice comprobó que la luz de su madre estaba apagada. Giró a la izquierda, se alegró de que su dormitorio estuviese al fondo del estrecho pasillo y abrió la puerta con el corazón tan acelerado que tuvo que tomar varias bocanadas de aire. Todavía podía sentirlo dentro de la boca, y eso la excitaba.

—¿Es tu dormitorio? —preguntó Gabriel mirando alrededor.

La luz de la luna entraba por la ventana e iluminaba algunas de sus cosas; una mecedora con un oso de peluche enorme; unos muebles que parecían hechos para no durar; un tocador con algunas fotos enmarcadas.

—No hables.

Se estrechó contra él y cerró los ojos cuando él introdujo las manos por debajo del jersey. Esa vez, le soltó el sujetador y ella se separó un instante para quitárselo con el jersey por encima de la cabeza. Se quedó medio desnuda delante de él.

—Eres preciosa…

Le tomó los pechos con las manos y le pasó los pulgares por los pezones. Contuvo la respiración. Él le besó el cuello y se lo lamió hasta que alcanzó la boca para darle otro de sus besos devastadores. Ella también introdujo las manos debajo de su jersey y le acarició los pequeños pezones oscuros.

Lentamente, sin dejar de besarse, fueron hacia la cama hasta que las rodillas chocaron con el borde y cayeron encima. Ella tuvo que contener otra risa. Ese dormitorio no se parecía nada al de París, con un cuarto de baño ridículamente lujoso, pero, si era justa, no había notado que él fuese condescendiente con la casa de su madre. Gabriel se incorporó, se quitó la camisa y el jersey y los tiró al suelo despreocupadamente. Luego, se quitó los pantalones, los calzoncillos y los calcetines. Los zapatos ya se los había quitado con los pies.

Entonces, volvió a la cama y, muy lentamente, le bajó los pantalones negros y las bragas de encaje a la vez. Los tiró con una mano y le separó las piernas con la otra, aunque no habría hecho falta que lo hiciera. Su cuerpo sabía lo que tenía que hacer cuando se trataba de hacer el amor con él. Se tumbó con un brazo sobre los ojos y con una indolencia maravillosa. Sabía lo que él haría. Sabía cuánto le gustaba tenerlo entre las piernas, y, sin embargo, cuando notó la lengua, no pudo evitar que se le escapara un gemido. Se arqueó mientras le lamía la pequeña protuberancia palpitante. Estaba muy húmeda, muy excitada, muy preparada para que entrara, pero él siguió atormentándola, dedicando toda su atención a su esencia anhelante y a los delicados pliegues. Hasta que subió a los pechos dejándola al borde del clímax. Le tomó un pezón con la boca y jugó con el otro mientras ella intentaba por todos los medios no hacer ruido.

—Rodéame con las piernas —le ordenó él.

Sin embargo, tenía que conseguir un preservativo antes, algo muy complicado porque tenía que encontrar la cartera en la oscuridad, pero él nunca jamás corría ese riesgo. Eso indicaba muy claramente que no estaba dispuesto a que una mujer lo atara. Aun en el punto más álgido de la pasión, él prefería no hacer el amor a correr el riesgo de un embarazo no deseado. ¿Por qué? ¿Acaso no todo el mundo tenía, en mayor o menor medida, la necesidad de procrear y de continuar su estirpe? Nunca se lo había preguntado porque sabía que era un límite peligroso de traspasar. Sin embargo, él ya sabía todo lo que podía saberse de ella. Conocía su desdichada infancia y las consecuencias que había tenido en su madre y en ella. Conocía las circunstancias que habían llevado a su madre a refugiarse en su casa, a quedarse atrapada en sus miedos. Él podía entender cómo era por todo lo que había pasado. Sin embargo, todavía quedaban muchas incógnitas sobre él y ella sabía que ese era uno de los muchos motivos por los que resultaba peligroso acostarse con él. Lo sabía en lo más profundo de su ser, pero también sabía que prefería acabar maltrecha que acabar arrepentida por no haber aprovechado la ocasión. Con Gabriel, la probabilidad del dolor siempre iba acompañada de la certeza del placer. Todo lo que pensaba la llevaba a algún sitio, pero no sabía a cuál porque sus caricias hacían que su cabeza se quedara en blanco

Obedeció, lo rodeó con las piernas y notó cómo entraba toda su poderosa extensión. Entonces, aceleró el ritmo y ella sofocó los gemidos contra su cuello. Estaba tan desbocada que tuvo que hacer un esfuerzo para contenerse y que alcanzaran juntos el orgasmo, pero lo consiguió.

Él se incorporó con los hombros rígidos y se dejó arrastrar por las oleadas de placer, el mismo placer que la elevaba a ella a otra dimensión. Sin embargo, las preguntas que habían ido disipándose volvieron a brotar de entre las sombras. ¿Solo podía tener relaciones sexuales? ¿No le interesaba tener una familia o algo más permanente en su vida? Además, si solo quería sexo, ¿por qué? Había visto muchas facetas aisladas de él, pero seguía sin saber cómo se había formado el conjunto y le encantaría descubrir más cosas. Era el inconveniente de estar enamorada, que se quería saber más de la persona amada. En el caso de Gabriel, eso sería una misión suicida.

—Ha sido… maravilloso —murmuró él mientras salía y se tumbaba de lado para mirarla.

Ella asintió con otro murmullo. Había hecho el amor voluntariamente, pero todavía sentía la tensión de saber que él no estaba plenamente comprometido con la relación, aunque ella sí lo estuviera. Era maravilloso para él porque había conseguido lo que quería. Sentía la satisfacción de la victoria, una satisfacción que no iba a durar toda la vida, y ella sí quería algo para toda la vida. Su sinceridad innata le obligó a reconocer ante sí misma que aceptaría lo que pudiera, mientras se lo ofreciera, porque un poco de él era mejor que nada. Sin embargo, la perspectiva del final colgaría sobre ella como la soga de un verdugo y cada vez que hicieran el amor, cada vez que se riera con él, cada vez que la abrazara, sentiría un poso de tristeza. Podía notar el peso del final incluso antes de que hubiese terminado. Se preguntó qué pasaría si supiera lo que lo estimulaba, o, al menos, algo que lo estimulara.

—Mañana es domingo —comentó ella lánguida y satisfecha—. ¿Qué harás? ¿Volverás a Londres? Yo sigo ofreciéndome a pasar por Harrisons antes de que vuelva el martes.

Gabriel pensó que era muy fría, muy inmutable. No intentaba engatusarlo para que se quedara. Era la mujer perfecta, pero no podía evitar que esa actitud tan franca lo irritara un poco. Se encontró pensando que un poco de afán de posesión sería agradable. Al fin y al cabo, había viajado hasta allí para verla. Eso ya era algo que no había hecho nunca.

—¿Qué planes tienes tú?

Alice se tumbó de espaldas y miró al techo. Sus planes eran los mismos de siempre, aunque al día siguiente tendría una conversación con su madre sobre el hombre que había en su vida. Aparte, daría un paseo con ella, quizá llegaran hasta el pueblo para tomar el té, verían la televisión un rato y haría algo de cena. Lo que le gustaría de verdad era estar con Gabriel todo el tiempo, pero eso era algo que no reconocería jamás.

—Me quedaré tranquila.

—Entonces, a lo mejor podría quedarme tranquilo contigo.

Gabriel se apoyó en un codo y le pasó la punta de un dedo por un pezón hasta que se endureció. Por muy fría que fuese, su cuerpo era tan ardiente como el de él.

—¿De verdad? —preguntó ella sin disimular la sorpresa—. ¿No tienes otros planes para el fin de semana?

—En este momento, los considero cancelados.

—¿Porque prefieres quedarte aquí?

—Es una parte del mundo muy bonita.

—Sí, lo es.

Ella se había dado cuenta de que no podía reconocer que iba a cancelar sus planes, fueran los que fuesen, porque prefería estar con ella.

—Aunque puede parecerte un poco aburrido —siguió ella—. Creo que no sabes muy bien lo que es vivir en el campo.

—Prefiero la agitación de la ciudad. Va con mi personalidad.

—¿Agresiva?

—Tú lo has dicho.

Él bajó la cabeza, le tomó el pezón entre los labios y volvió a levantar la cabeza para mirarla. Tenía los ojos de un color marrón muy claro y unas pestañas largas y tupidas, unos ojos que lo miraban con cautela.

—Véndeme esta parte del mundo —le pidió él con indolencia—. Háblame de lo bucólico que es pasear por el campo, tomar té con pastas en un pequeño salón de té, un baile rural en la sala de bailes del pueblo.

—¿Te gustaría hacer algo de eso?

—Creo que podemos prescindir del baile rural.

—Menos mal, porque no sé si hay alguna sala de bailes en el pueblo —bromeó ella—. Tampoco puedo imaginarme que disfrutes paseando por el campo o tomando té con pastas en un salón de té del pueblo. ¿Eres una de esas personas urbanas cien por cien? ¿De las que han nacido y se han criado en la ciudad y no pueden abandonarla más de cinco minutos?

—No exactamente.

Se puso un poco rígido. No iba a contar nada más.

—Entonces, ¿naciste y te criaste en el campo? No irás a decirme que tus padres te sacaban a pasear por el campo los domingos. Mi madre siempre me llevaba a dar un paseo muy largo los domingos por la tarde, hiciera el tiempo que hiciese. Le gustaba alejarse de la casa, de mi padre. Aunque siempre tenía que volver a tiempo para prepararle el té, si él estaba en casa. Cuanto más nos acercábamos a casa, más nerviosa y ansiosa se ponía. Esos paseos terminaron cuando cumplí once años, cuando prefería esconderme en mi cuarto para estudiar o leer.

—Yo no di paseos por el campo, no di paseos por ningún sitio.

Gabriel se dio cuenta de que había sido brusco. Se sentía desasosegado, inquieto, y se sentó en el borde de la cama. Luego, se levantó y se acercó a la ventana, que tenía las cortinas abiertas. Desnudo, de espaldas a ella, miró los campos oscuros y una pequeña arboleda que había a la derecha. Alice pensó que eso era como si le hubiera cerrado una puerta en las narices. Se sentó y se tapó con el edredón hasta la barbilla. Él acabó dándose la vuelta, pero no volvió a la cama.

—Entonces —una sonrisa radiante iluminó la sombra que le había cruzado el rostro—, ¿qué cosas apasionantes vamos a hacer mañana?

—¿Aparte de ir al baile? Podemos dar un paseo, a lo mejor con mi madre, y echar una ojeada por el pueblo, podemos tomar el té con pastas —fingir que era una relación normal—, pero lo primero que haré por la mañana será tener una charla con mi madre.

 

 

Pamela Morgan se levantó temprano, pero el café seguía caliente cuando Alice bajó. Seguía dándole vueltas a la cabeza. Había dormido con él. Él no sabía lo profundos que eran sus sentimientos, que ya era algo, pero sí sabía lo mucho que lo deseaba y le había revelado toda su vida para que él pudiera analizarla. No contento con lo que tenían en Londres, había invadido su vida en Devon. Además, le había contado cosas que ella ni siquiera sospechaba. Lo cual, era una prueba de lo bien que había conseguido llevarse con su madre. Claro, era el hombre que no tenía que hacer esfuerzos, que podía mover montañas con una sonrisa, con una mirada.

—¡Alice, cariño! ¿Qué tal la cena de anoche? —le preguntó su madre con una sonrisa de oreja a oreja—. ¡Nunca me dijiste lo encantador que es tu jefe! Y muy guapo…

—Mamá, tenemos que hablar.

—¿De verdad?

Sin embargo, se sentó enfrente de su hija con un rubor muy delator y jugó con la taza de café.

—¿Un hombre? ¿Un pretendiente? Nunca dijiste nada.

Cuando Gabriel se lo contó sin querer, le había dolido, pero fue un dolor que no le duró mucho. Cómo iba a dolerle si a su madre le brillaban los ojos mientras hablaba con alivio de Robin, el primo de una amiga que se había mudado al pueblo para crear una pequeña empresa de paisajismo. Era maravilloso y tenían muchas cosas en común. Solo se habían visto algunas veces, pero gracias a él había conseguido acercarse más por el pueblo. Incluso, la había llevado a ver su empresa, aunque todavía estaba organizándola. Alice estaba aturdida.

—¿Y por qué no me has contado nada durante todo este tiempo? —preguntó ella, aunque sabía la respuesta.

—Solo han sido unas semanas —contestó su madre con incomodidad—. Además, sabía que intentarías disuadirme, cariño. Yo lo habría entendido, pero…

Pero ella, su querida hija, lo habría criticado, la habría advertido con seriedad, le habría dado un montón de consejos y, al final, habría asfixiado cualquier cosa que hubiese tenido la posibilidad de brotar. Su madre había querido aprovechar esa ocasión y había tenido miedo de que su hija la hubiese aniquilado. No estaba dolida, estaba humillada. Había pasado años ayudando a su madre para que se levantara y se había convertido en una joven inflexible que había permitido que su propio desengaño dictara su forma de ser.

Gabriel entró media hora más tarde y le mitigó la sombría introspección en la que se había metido. Además, mientras estaban saliendo de la casa, fue certeramente al grano.

—Estás alterada. Has hablado con tu madre ¿y…?

Todavía no eran las nueve y media, pero el sol ya calentaba y los campos estaban bañados por esa luz transparente del campo, donde los edificios y la contaminación no estropeaban la vista y el aire. Él se dio cuenta de que no le importaba y de que, en realidad, le gustaba. Era un cambio.

—¿Te importa de verdad? —le preguntó ella.

La brisa le despeinaba el pelo. Era esbelta y tenía un aire desenfadado con unos vaqueros desteñidos, un jersey amplio y viejo y unas botas de caminar.

—Claro que me interesa.

Gabriel no entró a calificar lo que sentía. Claro que le importaba si estaba alterada. No era un monstruo, pero ¿cuándo fue la última vez que le importó si una mujer estaba alterada? ¿Le había importado que Georgia entrara en su oficina como una furia porque no podía aceptar un «no» por respuesta?

Lo habían irritado, pero no lo habían alterado. Ni siquiera había sentido curiosidad por lo que le pasaba o dejaba de pasar a una mujer en su vida. Se conformaba con que le dieran lo que quería y siempre era absolutamente sincero con ellas para tener la conciencia tranquila. La vida era mucho más sencilla cuando no se metía en complicaciones sentimentales que siempre acabarían llevando a callejones sin salida. No tenía nada que ofrecer ni le interesaba romper ese molde.

Sin embargo, tenía la sensación de que ella quería que le contestara la pregunta y sabía que debería ser sincero y repetirle eso de que no debería esperar nada más que sexo y diversión, por si lo había olvidado. Lo haría, pero más tarde.

Le interesaba. No le importaba, pero le interesaba. Para ella, eran dos cosas muy distintas.

—Y tiene un novio.

—Me alegro por ella.

Él le pasó un brazo por los hombros y aspiró el olor floral de su pelo. ¿Qué tenía esa mujer que le volvía loco?

—Te deseo tanto en este momento que me duele.

Alice se apartó de él, lo miró fijamente, puso los ojos en blanco y se rio.

—¿Solo piensas en el sexo, Gabriel?

—No hay ni un alma por aquí…

—¡Estaba hablando de mi madre!

—Y estoy escuchando. Solo quiero tocarte un poco mientras hablas —introdujo una mano por debajo del jersey y le agarró la cintura—. Dime que no te gusta. Umm… No llevas sujetador.

—No suelo llevarlo cuando estoy aquí. No tengo tanto pecho que justifique llevarlo a todas horas.

—Tienes la cantidad justa.

Le levantó el jersey a pesar de los poco convincentes intentos de ella de impedirlo y le miró los pechos pequeños, altos y rematados por unos pezones muy rosas. Se los acarició con los pulgares hasta que estuvieron duros y a ella se le aceleró la respiración.

Esa era su aventura disparatada. Se había enamorado del hombre equivocado y había tirado la prudencia por la borda porque el corazón dominaba a la cabeza. Sabía que él solo quería sexo, pasárselo bien, pero era muy complicado acallar a la parte de ella que quería descubrir a dónde iban, si existía la más mínima posibilidad de que él quisiera algo más que sexo.

Él le bajó el jersey, pero llevó la mano a los botones de los vaqueros y le bajó la cremallera. Ella dejó escapar un leve grito de asombro cuando también empezó a bajarle los pantalones.

—No podemos…

—¿Por qué? Podemos encontrar un sitio más íntimo entre esos árboles, pero no hay nadie. ¿Siempre está tan desierto?

—Tienes que salir de Londres más a menudo.

Estaba húmeda y ardiente mientras se dirigían, agarrados de la mano, hacia la arboleda más cercana.

—Hay muchos sitios como este por aquí. Es tranquilo y silencioso. Por eso mi madre decidió mudarse aquí. Le parecía apacible después de haber vivido en Birmingham. Creo que también quería vivir lo más lejos posible de los recuerdos de su matrimonio.

Lo estrechó contra sí y se puso de puntillas para besarlo agarrándolo de la nuca y con los cuerpos tan juntos que podía notar la turgencia ávida de su erección.

—Tumbarse puede ser un poco incómodo —comentó Gabriel.

Sin embargo, no quería el remedio de su mano o su boca. Necesitaba estar dentro de ella.

—Entonces, olvidémoslo y vayamos al pueblo —bromeó ella mientras le acariciaba una mejilla y miraba el brillo abrasador de sus ojos oscuros—. Podemos tomar té con pastas. El té puede ser muy refrescante… podría aplacarnos…

—Eres una bruja —replicó él con una voz vacilante que no reconoció.

Le bajó los vaqueros y le dijo que terminara de quitárselos. Ella se dejó puesto el jersey y le pareció un poco degenerado estar desnuda de cintura para abajo.

—Ahora, separa las piernas —le ordenó él.

Estar de pie e inmóvil cuando quería desmoronarse porque las piernas no la sujetaban era una tortura deliciosa. Él la acarició sin prisas. Le sorprendió darse cuenta de que nunca había hecho el amor al aire libre y pensó que la próxima vez llevaría una manta. ¿La próxima vez? Sí, habría más veces porque no se cansaba de ella.

Hicieron el amor de una forma elemental y desenfrenada. La levantó para que le rodeara la cintura con las piernas y le pareció ligera como una pluma.

La sensación fue muy intensa. La tenía agarrada del trasero mientras la bajaba para entrar y alcanzó un clímax detrás de otro hasta que quedó deshecha en mil pedazos deslumbrantes.

Luego, pasearon hasta el pueblo como flotando en una nube. Alice, saciada, nunca se había sentido tan feliz. Era casi como si fuesen una pareja normal que entraba en tiendas, que se reía con algunos souvenirs, que se compraba un helado. Eran como don Cualquiera y doña Cualquiera que daban una vuelta. ¡Ja! No eran ni don ni doña Cualquiera. No eran ni don ni doña Nada. Él, desde luego, no era cualquiera. Su imponente y singular presencia resaltaba con la de las personas tan blancas que había en las tiendas. La gente lo miraba. Él parecía no darse cuenta, pero ella, sí. Las mujeres de todas las edades lo miraban con más o menos disimulo. Quizá se preguntaran si era alguien famoso. Por primera vez en su vida, ella se sintió como si hubiese salido de las sombras y fuese una persona por sí misma, alguien que no estaba rodeada de barreras, que podía ser libre.

Almorzaron en un pub y, cuando estaban saliendo, se dio de bruces con una de las mujeres que visitaba periódicamente a su madre. No había tratado mucho a Maggie Fray, pero sí se habían visto un par de veces y la mujer miró a Gabriel con un brillo en los ojos muy elocuente.

—Vaya, este es ese joven del que hablas tanto según tu madre.

Tendió una mano con una sonrisa mientras Alice, abochornada, intentó eludir sus penetrantes ojos grises.

—Es mi jefe… —le explicó ella con un hilo de voz.

Sin embargo, unos minutos antes habían estado agarrados de la mano y eso haría que se preguntara qué relación entre jefe y secretaria era esa. Los ojos sonrientes de la mujer indicaban que estaba haciendo las suposiciones acertadas.

—Bueno, parece que formáis una buena pareja y sé que a tu madre le encantaría oír campanas de boda en un futuro no muy lejano.

A Alice le pareció la conversación más atroz que había tenido en su vida y no oyó casi nada de lo que Maggie dijo después. ¿Qué le había contado a su madre durante todas las semanas que había estado trabajando con Gabriel? Mucho. Estaban acostumbradas a contarse las cosas. Aunque había intentado disimular lo que sentía, su madre sabía interpretarla como nadie. Habría podido interpretar sus silencios, la expresión de su rostro cuando decía su nombre, la cantidad de veces que hablaba de él y las que se callaba… Su arrogante, egocéntrico e irritante jefe también era estimulante, inteligente, atractivo y divertido. Además, que se hubiese presentado en su casa sin avisar habría dado crédito a cualquier historia que su madre se hubiese inventado.

—La gente tiende a cotillear en los pueblos pequeños —intentó explicar Alice mientras Maggie se alejaba—. Es muy fastidioso porque, la mayoría de las veces, lo que dicen no tiene… fundamento.

Ella no podía repetir en voz alta lo que había dicho esa mujer. Decir la palabra «boda» sería como abrir una lata de lombrices y ella no sabía cómo podría meterlas otra vez.

Gabriel mantenía un silencio amenazador. Debería haberlo previsto. Se lo había advertido a ella, pero él también debería haber captado que ella tenía algo muy vulnerable. Eso vulnerable debería haber trazado inmediatamente un límite infranqueable, pero, por algún motivo, había bajado la guardia. La novedad y el deseo formaban una mezcla letal.

—¿Puede saberse de qué estaba hablando esa mujer?

Abrió la puerta del coche con el mando a distancia y se montó en el asiento del conductor, pero no encendió el motor. Esperó a que estuviese sentada y la miró con una expresión indescifrable.

—Ya te lo he dicho —contestó ella en un tono algo desafiante—. En los pueblos se cotillea. Maggie es amiga de mi madre y, por el motivo que sea, ha entendido mal las cosas.

—Porque tu madre, erróneamente y sin fundamento, ha sacado la conclusión de que nosotros vamos… ¿a qué, Alice? ¿A ir al altar? ¿A empezar a creer en cuentos de hadas y a construir castillos en el aire?

—¡Eres un incrédulo! No le he dicho nada a mi madre. ¡No soy tan estúpida como para creer que estás aquí por algo que no sea a corto plazo, Gabriel!

—No voy a entrar en una discusión estéril por esto.

Él encendió el motor y empezó a salir lentamente del pueblo. Ella no podía creerse que, hacía muy poco tiempo, hubiesen estado haciendo el amor. No podía creerse que hubiese sido tan necia de creer que, aparte de que estuviese enamorada de él, todo habría seguido tranquilamente hasta… ¿cuándo? ¿Hasta que se hubiese cansado? ¿Estaba tan desesperada que estaba dispuesta a renunciar a sus principios por estar un poco más con él? ¿Podía extrañarle que hubiese llegado a ser tan vago cuando las mujeres como ella le permitían que hiciese lo que le daba la gana? Había quedado hechizada e hipnotizada. Había dormido con él en París y se había engañado para creer que podía alejarse y seguir trabajando con él sin consecuencias. Sin embargo, había habido consecuencias. Su presencia la había alterado tanto que le había costado mucho hacer algo. Él se había abierto camino hasta su esencia y se había quedado allí. Nunca había sido adicta a nada, menos a él. ¿Se había acostado con él porque se había presentado en su casa y le había dicho con esa voz sexy y peligrosa que no podía sacársela de la cabeza? ¿Le había entrado una urgencia disparatada porque su vacilante y temerosa madre, a la que había insistido en que no tuviera una relación con un hombre, había tenido el valor de sí tener una relación con un hombre? ¿Sería una combinación de cosas que la habían llevado a tomar la peor decisión de su vida? Podía encontrar un millón de motivos para justificar lo que había hecho, pero, en definitiva, se había montado en una montaña rusa y era el momento de bajarse. Gabriel Cabrera era el equivalente a un deporte extremo y ella no estaba hecha para eso. Intentó no pensar en los interminables días y noches sin él. Tendría que despedirse y buscarse otro empleo.

—¡Sería una discusión estéril porque no quieres tenerla! Además, para que lo sepas, me despediré el martes en cuanto llegue a la oficina.

—¡Estás siendo ridícula!

—Siendo así, también te diré que es posible que creas que eres justo al advertir a las mujeres que no vayan a creerse que tienes un corazón escondido en alguna parte, pero no lo eres. Solo te limitas preservar tu conciencia. No quieres intentar nada que no sea trabajo. ¡Acabarás siendo un hombre triste y solo con montones de dinero y nadie con quien compartirlo!

Ella miraba su perfil, que podía estar esculpido en piedra. Nada lo afectaba. ¿Por qué no había tenido la fuerza de caer en la cuenta antes? No había nada debajo del atractivo, la belleza y la inteligencia descomunal. Esos atisbos de amabilidad, cariño y vulnerabilidad habían sido una ilusión. Estaba temblando como una hoja y se mantuvo rígida como una tabla para que los sentimientos no se le desbordaran.

—Dicho eso —replicó Gabriel lentamente—, te dejaré en tu casa. No hace falta que vuelvas al trabajo. Puedes considerar que ese discurso ha sido tu carta de dimisión.

Ya estaban en su casa y ella no se había dado cuenta. Él se inclinó para abrir su puerta y ella se echó hacia atrás espantada de la reacción de su cuerpo incluso en ese momento, cuando todo estaba desmoronándose.

—Si tienes que recoger algo personal de tu despacho, puedes ponerte en contacto con Personal. Ellos te lo harán llegar.

Sus miradas se encontraron, pero ella fue la primera en apartarla. No encontraba sitio en la cabeza para meter todo lo que sentía; el espanto por el final, la tristeza abrumadora, los reproches a sí misma.

—No quiero recoger nada.

Ella lo dijo con una voz que no delataba lo que sentía. Se bajó del coche y se dirigió hacia su casa sin mirar atrás.