Capítulo 5

 

Nunca jamás había tenido un presupuesto ilimitado para comprar ropa, ni para comprar nada. Cuando era pequeña, el sueldo de su padre había bastado. Era un directivo medio que se ocupaba de los gastos, le daba lo suficiente a su esposa y se gastaba el resto en sí mismo. No había ido de vacaciones, o, si habían ido, ella era tan pequeña que no se acordaba. Había tenido muy poco dinero para ropa. Su madre le daba algo, si quedaba después de pagar los gastos de la casa, pero no había sabido lo que era gastarse dinero en cosas que no fuesen estrictamente necesarias. Por eso, le había costado asimilar que eso era exactamente lo que le había ordenado que hiciera. Se había llevado una pequeña guía de bolsillo y, en vez de ir directamente a las tiendas, había ido en la limusina a los Campos Elíseos, aunque estaban muy cerca del hotel. Paseó por delante de los exclusivos restaurantes y cafés y, aunque no tenía tiempo para visitar museos, sí pudo admirar algunos edificios y sumergirse en ese ambiente de opulencia. Se sentó en una terraza para tomarse un café y un croissant y para observar a la gente. Recordó todo lo que le había dicho Gabriel y volvió a sentirse dolida porque la había despreciado como a alguien inferior. Daba igual que alabara su destreza profesional, daba igual que la elogiara por su iniciativa al haber obtenido tanta información sobre la empresa que quería comprar, daba igual que confiara en ella para que completara informes que él le entregaba solo esbozados. Era la persona insignificante, anodina y gris que no sabía vestirse.

Se acordó de Georgia con su ceñido vestido rojo, con sus tacones de vértigo, con la melena morena y las largas uñas pintadas de rojo. Ella no quería imitar esa imagen, esa mujer había encarnado todo lo que era evidente, pero tampoco iba a ser una remilgada.

Tardó un poco, pero, cuando salió de la tercera tienda, ya se había acostumbrado. Fue ganando confianza a medida que avanzaba la tarde y, a las cinco, volvió al hotel con varias bolsas. Dejó las bolsas en la habitación, se dejó embriagar por ese lujo que no volvería a conocer y llamó para concertar una cita en el spa del hotel.

A las seis y media, estaba otra vez en su habitación completamente relajada. Se miró el pelo, las uñas y los pies, aunque nunca había sido vanidosa. De jovencita, cuando las otras chicas se miraban al espejo y susurraban sobre chicos, ella no paraba de estudiar y de preguntarse qué le depararía el día siguiente, de qué humor estaría su madre y si su padre estaría en uno de sus viajes «de ocio». Los años habían pasado sin que tuviera tiempo para prestar mucha atención a su aspecto. Además, había aprendido que la belleza tenía un precio. Ella no era bella y no le interesaba intentar serlo. Sin embargo, en ese momento… Se dio un baño en ese cuarto de baño ridículamente lujoso y, veinte minutos después, salió extrañamente emocionada. No era exactamente Cenicienta, pero sí podía olvidarse por esa noche de la seria, atildada y miedosa Alice Morgan. Se había comprado cuatro vestidos, uno para cada noche que iban a pasar en París, pero el más elegante era el que se había comprado para la recepción de esa noche. Era largo, rosa claro, ceñido y con el cuello redondo. Su cuerpo, que siempre le había parecido delgado y plano, quedaba muy favorecido y unos zapatos con tacones de diez centímetros resaltaban su estatura. También se había comprado un chal de cachemir iridiscente con pequeñas perlas, se había pintado las uñas a juego con el vestido y el pelo… El pelo castaño, que siempre llevaba lavado sin más, había revivido mientras le hacían las manos y los pies. Unos reflejos caramelo le daban una luz que la convertían en una persona que casi no reconocía. Entusiasmada, se hizo una foto y se la mandó a su madre. Sonrió cuando su madre le contestó con muchos signos de exclamación. Era una persona distinta, al menos por fuera, y, a las siete y media en punto, salió de la habitación para bajar al bar.

Le gente se daba la vuelta para mirarla y eso no le había pasado jamás en su vida. No sabía si le gustaba o no, pero era algo desconocido para ella. ¿Era eso lo que le gustaba a Gabriel? ¿Por eso era tan vago? ¿Por eso se quedaba con lo que le gustaba y desechaba lo demás sin darle más vueltas? ¿Estaba tan acostumbrado a ser el centro de atención que no tenía que hacer ningún esfuerzo? ¿Para qué iba a perseguir a la gente si la gente lo perseguía a él? ¿Para qué iba a comprometerse con una relación si la vida era como una tienda de caramelos donde podía elegir el que le gustaba y luego probar otro distinto? Se preguntó si sentía placer ganando dinero. Ya había ganado mucho, y siendo muy joven. Tanto que podría durarle muchas vidas seguidas. No podía negarse que trabajaba una barbaridad y que tenía un don genial para conocer los mercados, pero ¿le resultaba estimulante? ¿Había algo que pudiera ser estimulante cuando se podía tener lo que se quisiera sin ningún esfuerzo?

Cuando llegó al bar, se quedó boquiabierta. Tenía una alfombra antigua y las paredes estaban cubiertas por tapices que dejaban muy claro que el hotel también era antiguo y estaba orgulloso de serlo. Unas cortinas de terciopelo colgaban de las ventanas y las sillas entonaban con ese ambiente de antigüedad cara. No había ni un toque moderno que pudiera indicar que el siglo XXI estaba en plena efervescencia. Era una pura decadencia francesa que recordaba a los tiempos de la aristocracia y la nobleza. Entonces, echó una ojeada y lo vio sentado a una mesa, leyendo un periódico y con el ceño fruncido. Gabriel, absorto por la sección económica del periódico y bebiendo distraídamente una copa de vino tinto, no se percató de su llegada, ni de las cabezas que se habían girado para mirarla. Sin embargo, fue dándose cuenta de que se hacía el silencio. Sus ojos se clavaron en ella y contuvo la respiración unos segundos. Se levantó un poco, un gesto que ella interpretó como una señal para que se acercara a él, y no dejó de mirarla ni un segundo.

—Has seguido mis instrucciones al pie de la letra —comentó cuando ella se quedó delante de él.

Era exquisita. ¿Cómo era posible que no se hubiese dado cuenta antes? La delicadeza de sus rasgos era un descubrimiento, como la elegancia de su cuerpo y la finura de su cuello. Su presencia se imponía en la habitación aunque lo que llevaba era sencillo, discreto y refinado.

—Me dijiste que me deshiciera de mi ropa gris e insulsa…

¿Eso era todo lo que podía decir él?, se preguntó ella con cierta decepción.

—¿Quieres una copa de vino? —preguntó él mientras se sentaba maravillado porque ella había conseguido alterarlo—. ¿Adónde has ido de compras?

Ella también se sentó y le contó por encima lo que había hecho. ¿La había mirado fijamente mientras se acercaba a él o solo había querido cerciorarse de que estaba a la altura? Su expresión había sido indescifrable y ella había sentido la necesidad de que le dijera que estaba guapa. Él, naturalmente, estaba tan impresionante como siempre. Llevaba un traje gris oscuro que parecía hecho a medida y que resaltaba su físico.

—Tu pelo… —murmuró él—. Está muy bien.

Ella se sonrojó. Ya no se sentía como su secretaria, sino como una chica con la que había salido, aunque sabía que era una idea absurda.

—Me lo he teñido un poco —reconoció ella con timidez—. Espero no haberme excedido.

—Es… —él se había quedado sin palabras—. Es… Te queda muy bien.

—¿No deberíamos repasar las preguntas que pueden hacernos sobre la compra?

Él se dio cuenta de que esa compra no podía importarle menos. Por una vez, los negocios no podían estar más lejos de su cabeza. Esos disparatados pensamientos que se le habían colado de vez en cuando, cuando se la imaginaba sin la coraza de secretaria eficiente, se habían convertido en una imagen abrumadora de ella sin ropa y tumbada en su cama… Pero ¿adónde le llevaba eso? Siempre había tenido a gala que no mezclaba el trabajo con el placer y era una medida para ahorrarse problemas. Sin embargo, esa mujer…

—Sí —murmuró él—. Deberíamos comentar los posibles problemas y atajarlos…

Él vació la copa y se sirvió otra de la botella que había en la mesa. ¿Posibles problemas? ¿A quién le importaban? Los tenía previstos. Quería pensar en otras posibilidades… Escuchó a medias lo que decía ella sobre las complicaciones de adquirir una empresa familiar.

—Sobre todo cuando son… ¿Cuántos hijos has dicho? ¿Tres? ¿Todos participan en las tomas de decisiones…?

—Sí, tres hijos —contestó él con un murmullo antes de dar un sorbo de vino.

Tenía que hacer un esfuerzo sobrehumano para no mirarle los pechos. No se parecía en nada a las mujeres con las que había salido y que presumían de que no tenían que usar sujetador.

—Dos chicos y una chica —añadió él al darse cuenta de que ella esperaba que lo aclarara un poco—. También creo que a la chica le da un poco igual. Le gusta ser una hippy con el riñón cubierto. ¿Y tú? ¿Tienes hermanos?

—¿Cómo dices?

—Estamos bebiendo algo y no tenemos que pasar el rato hablando de trabajo —él le llenó la copa apartándole la mano que había levantado para detenerlo—. ¿Tienes familia? ¿Hermanos, sobrinos, primos y tíos que aparecen en días especiales o vacaciones?

Ella notó las palpitaciones del pulso en el cuello. Su madre era hija única y su padre tenía un hermano en Australia al que odiaba. Cuando era pequeña, le habría gustado tener un hermano, pero, con el paso del tiempo, había descartado ese sueño. ¿Qué habría pasado si su hermano hubiese sido como su padre? No, su desdichada familia siempre había ido a la deriva sin nadie al lado para que recogiera los restos si pasaba algo, como había sucedido. Él solo estaba siendo amable y ella no tenía secretos de Estado, pero le costaba empezar a hablarle de su vida privada. Necesitaba mantener los límites entre ellos si también quería mantener a raya la atracción que sentía hacia él. ¿Acaso se había alterado ya como una muchacha en la primera cita con un chico? ¿Acaso no había querido que él se fijara en ella y no solo como su eficiente secretaria? Estaba en un terreno peligroso donde no podían olvidar cuáles eran sus papeles. Sin embargo, si no contestaba, despertaría su curiosidad y él no pararía hasta que supiera lo que quería saber.

—Yo… yo soy hija única y mi padre murió en un accidente de coche.

—Lo siento —sin embargo, tal y como lo dijo…— ¿Y tu madre?

—Vive en Devon —contestó ella antes de dar dos sorbos de vino y sonreírle.

—¿Ya ha terminado la conversación de cortesía? —preguntó él.

—Acabo de mirar el reloj que tienes detrás y es hora de que nos marchemos.

Alice se levantó y evitó mirarlo mientras se alisaba el vestido. Cuando levantó la mirada, se encontró con los ojos de él clavados en los de ella. Se sonrojó y se le secó la boca. El desconcierto la paralizó. ¿Estaba mirándola como ella no quería mirarlo a él?

—Estás… impresionante —murmuró él tomándole el brazo.

—Gracias —dijo ella con la voz ronca.

No sabía qué la ponía más nerviosa, si que estuviera agarrándola del brazo o que le hubiese dicho el halago que había querido oír con todas sus ganas mientras la miraba de una manera que hacía que le vibrara todo el cuerpo. Quizá fuese la mirada que empleaba siempre que veía a una mujer medianamente aceptable.

—Aun así —añadió ella—, sigue sin gustarme que me digas lo que puedo ponerme y lo que no.

—Aun así, serás la sensación de la noche.

—¡Por favor! —ella se rio para intentar desdeñar ese halago.

—¿No me crees?

La limusina había aparecido como por arte de magia y el chófer fue a abrirle la puerta.

—Yo… quizá… No lo sé.

Ella lo dijo en voz baja, ronca y balbuciente. Al revés de como solía hablar. Era una voz que armonizaba con su precioso vestido de Cenicienta. Lo miraba con los ojos muy abiertos y cautivada por las facciones duras de su rostro y su forma de mirarla. Oyó que se le escapaba algo y, espantada, se dio cuenta de que era un gemido casi inaudible, pero que a ella le sonó como las campanadas de una catedral.

Gabriel paladeó el momento. Sentía la calidez de su cuerpo, estaban apoyados el uno en el otro como llevados por una corriente invisible. Si se giraba en ese momento, rompería el hechizo… y eso era lo mejor que podía hacer. ¡Era su secretaria! Una secretaria muy buena. ¿Quería estropear eso por empezar algo que no podía terminar? Por algo que acabaría haciéndole daño a ella. Por eso había límites que no se podían traspasar.

La besó. Le pasó la lengua lentamente por la boca y notó la erección cuando ella gimió. ¡Estaban en el asiento trasero de un coche! Sin embargo, no pudo contenerse, le tomó un pecho pequeño y redondeado con la mano y le acarició el pezón con el pulgar.

—No llevas sujetador… —comentó él sin poder creérselo.

El pezón estaba duro y él sintió la necesidad apremiante de decirle al chófer que diera media vuelta para volver al hotel y… tomarla, para arrancarle el vestido, bajarle la ropa interior y tomarla tan deprisa y poderosamente como pudiera.

—El escote de detrás es demasiado bajo…

No quería que él hablara, quería que siguiera besándola. El cuerpo le abrasaba, le hervía la sangre y no podía pensar. Notó su mano en el muslo, entre sus piernas, y un ataque de cordura hizo que se irguiera y que se estirara el vestido mientras recuperaba el juicio, aunque todavía sentía el cosquilleo de su contacto en los pezones. ¿Podía saberse qué había hecho?

—¿Qué pasa?

Estaba tan excitado que le costó juntar esas dos palabras. No sabía si era por el sabor de lo prohibido o porque ella era una novedad después de tantas Georgias, pero jamás había estado tan excitado.

—¿Qué pasa? ¿Qué crees que pasa, Gabriel?

Ella miró de reojo al chófer, pero él parecía indiferente a lo que había pasado en el asiento trasero. Gabriel tenía razón. Los subordinados sabían que lo prudente era mirar hacia otro lado cuando se trataba de las… travesuras de sus adinerados empleadores.

—No tengo ni idea —farfulló él apoyándose en la puerta y mirándola con calma—. Primero me besas y acto seguido decides hacerte la virgen escandalizada. ¿Qué ha apagado la pasión?

¿Cómo podía mirarla como si se hubiese equivocado al pasarle una llamada o al transcribir algo? ¿Cómo podía ser tan… frío?

—Eso no debería haber pasado jamás y no habría pasado si no hubiese bebido dos copas de vino.

—Una y media. Si besas a un hombre por haberte bebido una copa y media de vino, ¿qué haces cuando te bebes una botella? No hay nada peor que una mujer que culpa al alcohol de haber hecho algo que quería hacer y luego se arrepiente.

—Bueno —Alice se sonrojó—, no volverá a suceder. Cometí un error y no se repetirá. Además, no quiero que se vuelva a hablar del asunto.

—¿O…?

—O mi situación contigo será insostenible y no quiero que eso ocurra. Me gusta mi trabajo. No quiero que un error diminuto lo estropee.

Gabriel se quedó en silencio hasta que ella tuvo que mirarlo aunque solo fuera para comprobar que había oído lo que había dicho. Un error diminuto… Le divirtió su ingenuidad al creer que podía dar carpetazo a lo que había pasado y fingir que no había pasado. Lo había deseado, su cuerpo cálido se había amoldado al de él y había notado su deseo palpitante. Si hubiese introducido la mano por debajo de ese vestido, la habría encontrado húmeda y ardiente.

—Supongo que ninguna mujer te lo había dicho antes —siguió ella para romper ese silencio que estaba desquiciándola—. No quiero ofenderte, pero tiene que ser así.

—Tienes razón. Ninguna mujer me lo había dicho antes. No me ofendo y, naturalmente, si decides que lo acertado es negar la evidencia, por mí no hay inconveniente. Fingiremos que no ha pasado.

—Perfecto —replicó ella sintiendo un vacío en el estómago.

—Ya hemos llegado.

Gabriel señaló las luces que iluminaban un camino flanqueado de árboles que llevaba a una casa que parecía la Place des Vosges. Había coches lujosos aparcados por todos lados y él le contó por encima la historia de ese sitio, que era de la misma familia desde hacía generaciones.

Sin embargo, lo estremecía. Ella había abierto una puerta y él había entrado. ¿Acaso esperaba que se diese media vuelta y se marchara solo porque ella había cambiado de parecer? Si él hubiese creído por un segundo que su reacción se había debido al vino, no habría dudado en cortar esa situación. Sin embargo, lo había deseado y seguía deseándolo. Lo notaba porque no lo miraba, porque intentaba controlar la respiración entrecortada, porque estaba apoyada en la puerta del coche demasiado despreocupadamente. Era como si temiera acercarse a él y arder en llamas otra vez. Cualquier idea de abandonar ese desafío se esfumó. El depredador que había en él estaba al acecho y no permitía que se planteara la temeridad que quería hacer. Por una vez, había algo en él que no dominaba, y le gustaba.

La fiesta estaba en pleno apogeo. Gente muy elegante charlaba en grupos, bebía champán y tomaba los canapés que les pasaban unas camareras muy atractivas vestidas con el uniforme sexy que se asociaba a las camareras francesas, pero él casi ni se fijó en ellas, solo tenía ojos para Alice. Hacía que se sintiera orgulloso. Los hombres la miraban, y las mujeres también. Además, aunque su francés era muy elemental, hacía todo lo que podía para charlar en los grupos que la reclamaban.

Como remate, la operación se cerró. La familia, según le contó François haciendo un aparte con él al final de la velada, lo respaldaba plenamente. Lamentaban en parte perder la empresa, pero él pensaba acompañar a sus hijos en una aventura completamente nueva en el sector del ocio.

Gabriel no se había planteado otra posibilidad y estaba dispuesto a marcharse cuando vio que Alice se reía y hablaba animadamente con un hombre alto y rubio que la miraba por encima del borde de la copa de champán, que la miraba de una forma que él conocía muy bien. Ella se reía y la furia se adueñó de él. Se abrió paso entre la gente. Había mucho ruido. Todos habían bebido mucho, ¡ella había bebido mucho! Cayó sobre ellos como un halcón y la agarró del codo.

—Es hora de irnos, Alice.

—¿Ya?

Ella lo miró con los ojos brillantes, el rostro sonrojado y los labios separados, provocadores.

—Ya.

Se dirigió en francés al hombre rubio y esperó en silencio a que replicara. Luego, cuando este no tenía nada más que decir, tomó la mano de Alice y se la besó de una forma que daba a entender una intimidad que a Gabriel no le gustó nada.

—Vamos a despedirnos de nuestros encantadores anfitriones y después volveremos al hotel.

Él seguía agarrándola del codo y la llevó hacia el centro de la habitación, donde estaban François y Marie rodeados de familiares y amigos.

—Ha sido una recepción fantástica, ¿verdad?

—¿Puede saberse quién era ese mamarracho con el que estabas hablando?

Él esbozó una sonrisa cuando se acercaron a los anfitriones y siguió sonriendo mientras les daba las gracias y concertaban una cita para el lunes, pero no la soltó ni un segundo.

—No te había traído para que hicieses eso.

Salieron al fresco de la noche y le soltó el codo. Todavía podía verla riéndose mientras miraba al príncipe azul de pelo rubio.

Alice se rio. El champán se le había subido a la cabeza. Solo había comido algunos canapés y, además, el recuerdo del beso abrasador en la limusina mezclado con el nerviosismo por estar en un sitio tan inusitado para ella había hecho que bebiera más de lo que solía beber.

—Querías que estuviera a la altura y me mezclara con…

—¡Quería que estuvieses a mi lado y escucharas lo que se decía sobre la operación!

Esperó a que ella estuviese sentada, le dijo al chófer que no saliera y cerró la puerta.

—¡No esperaba que bebieras como un cosaco y coquetearas con cualquier hombre!

—No bebía como un cosaco ni coqueteaba con cualquier hombre —replicó ella con indignación.

Ella notó que él estaba tenso y se agarró las manos porque quería tocarlo y no iba a hacerlo.

—¿Quién era ese hombre? ¿Aportaba algo a mi adquisición de la empresa de François?

—No… —contestó ella conteniendo un bostezo.

—¿Estoy dejándote sin dormir? A lo mejor te has olvidado de que estoy pagándote un dineral por la molestia de haberte dejado sin fin de semana.

Sabía que estaba pareciendo un tirano, pero no iba a echarse para atrás. Parecía somnolienta y condenadamente sexy…

—Me habría pegado a ti como una lapa si me hubieses dicho que eso era lo que querías, pero creí… —ella contuvo otro bostezo— que era un acto social. Además, no te vi en ningún momento a solas con el señor Armand, o me habría acercado. Tampoco hace falta que me recuerdes que estás pagándome muy bien por haber venido aquí.

A él le importaba un rábano el dinero y ella no estaba diciendo lo que él quería oír. No le había dicho quién era ese hombre. ¿Se habían intercambiado los teléfonos? ¿Habían quedado?

—¿Quién era ese hombre? —repitió él con los dientes apretados.

—¿Estás… celoso? —preguntó ella con asombro y completamente sobria de repente.

—¿Os disteis los números de teléfono? ¿Habéis concertado una cita apasionada para más adelante? Si es así, olvídate. No vas a ir a ninguna parte en horas de trabajo.

Se pasó los dedos entre el pelo y la miró con el ceño fruncido. Jamás había estado celoso. Nunca le había importado con quiénes habían hablado o salido las mujeres que habían entrado y salido de su vida. Tampoco había dudado que, una vez en su cama, habían sido fieles. Estaba celoso y no le gustaba.

—Claro que no le he dado a Marc mi número de teléfono.

Por una parte, le indignaba que la regañara como si fuese una niña, pero, por otra, le emocionaba que estuviese celoso, dijera él lo que dijese. Hacía que le importara menos que él le gustara. Al menos, sabía que a él no le importaba tan poco como fingía. Aunque eso tampoco tuviera ninguna importancia.

—Tampoco hay ninguna cita prevista. Solo era un hombre amable al que no le importaba hablar conmigo en un francés rudimentario.

Él pensó que a ese hombre no le habría importado hacer muchas cosas más si hubiese tenido la más mínima ocasión, pero no se habían intercambiado los números de teléfono ni habían quedado. Ella parecía no darse cuenta de que mirar como había mirado y reírse como se había reído podría interpretarse como un coqueteo en cualquier idioma, rudimentario o no.

—Me has preguntado si estaba celoso —murmuró él mirándola con intensidad—. Sí, estaba celoso.

El ambiente cambió y la tensión casi podía palparse. Ella contuvo el aliento y lo soltó entrecortadamente. No iba a confesarlo por nada del mundo, pero se había pasado toda la noche observándolo para ver si miraba a alguna de esas glamurosas mujeres o alguna camarera.

—¿Por qué?

Ella intentó por todos los medios recordar los límites entre ellos y hacer acopio de la fuerza de voluntad que había tenido cuando le dijo que el beso había sido un error que no se repetiría.

—Porque te deseo —contestó él mirándola con una indolencia embriagadora.

—No podemos hacer nada —replicó ella con la voz ronca—. Sería un error espantoso. No soy una chica de esas.

—¿De las que se acuestan con un hombre si quieren? Y no intentes decirme que no quieres.

—No deberíamos estar hablando de esto.

—Y tú deberías dejar de decir lo que deberías o no deberías hacer.

—Estás acostumbrado a que las mujeres caigan rendidas a tus pies.

—Y, aun así, no he visto que hayas caído rendida a mis pies.

La limusina se detuvo delante del hotel. Ni siquiera se había enterado del viaje. Cada célula de su cuerpo había estado atenta a la mujer que estaba sentada lo más alejada que podía de él. Se inclinó hacia delante para decirle algo al conductor y se dirigieron a la entrada del hotel. Él iba con las manos en los bolsillos y ella agarraba el chal con perlas y el bolso de mano como si le fuera la vida en ello.

Estaba celoso… por primera vez. La perseguía… también era la primera vez. La conseguiría… pero ella iría a él.