VII
A pesar de sentirse confundida, de extrañar a ese hombre enigmático que se le había metido en cada suspiro, Camila pudo despejarse y disfrutar de la ciudad con su hermana y su madre durante la mañana.
Al caer la tarde, el timbre las sorprendió a poco de haber vuelto del paseo. Un joven con acento marroquí se presentó en el edificio en nombre de la firma Swarovski. Carolina recibió el paquete que no tenía señales de remitente a la vista.
—Seguro que esto es obra del analista —dijo a su hermana y le entregó el regalo.
Ella despegó el papel, abrió la caja de cuero y se encontró con la sorpresa: un corazón de diamantes tallados brilló ante sus ojos. A su lado, escondida entre los rasos de la tela, asomaba la punta de una tarjeta blanca: Tu me manques comme un fou. P. Blauchet.
Camila comprendió la maniobra; a esa altura ya conocía sus estrategias. En algunos momentos, cuando ella decía algo importante durante la sesión, el analista permanecía callado con el fin de que esas palabras pesaran más en el silencio. Y ahora, a sabiendas de que no podría comprenderlo pues no hablaba francés, Patricio había escrito adrede el mensaje en ese idioma quizás con la intención de generarle más deseo.
Sonrió, cerró los párpados y apoyó la nota sobre el pecho.
—¿Qué te puso? —preguntó Carolina con impaciencia.
—No sé —contestó ella levantando los hombros—, no lo entiendo.
—¿Por qué no te escribe en español? —preguntó Érica.
—Tal vez porque no quería que lo supiera tan pronto —dijo Camila—. Patricio es un estratega.
—Ya veo —soltó su hermana—, te hizo bien la cabeza para dejarte enloquecida. No me gusta, es un desastre como profesional y debe ser un tipo de mierda.
—¿Por qué decís eso, si no lo conocés? —respondió Camila.
—Todo el mundo sabe que un psicólogo no puede meterse con su paciente —interrumpió la madre de forma categórica.
—Más que meterse yo diría ¡cogerse!, mamá —agregó Carolina—. Las cosas como son.
—Es un profesional excelente. Si pasó algo entre nosotros, es simplemente porque los dos tuvimos ganas de que sucediera. En realidad, ¡yo me moría de ganas! Ustedes saben que tengo un quilombo en mi cabeza desde que descubrí a Lucio con otra, y Patricio también lo tiene en su matrimonio.
—¡¿Él también es casado?! —se asombró su hermana sin disimulo.
—Sí, también —dijo Camila con fastidio, y se marchó del departamento dejando a sus parientes boquiabiertas.
En realidad, no sabía bien adónde ir, pero necesitaba tomar aire. Demasiadas emociones se habían desatado en su interior en pocos días y ahora, además, debía lidiar con las curiosidades de Carolina y su madre. Tenían por costumbre contarse todos los detalles de su vida, pero desde que ella se había comprometido con Lucio los celos cegaban los ojos de su hermana y la relación fue cambiando. Desde niñas, Camila había vivido para Carolina: la cuidaba, la aconsejaba, la guiaba, la quería. Ella era la intelectual, la más bella, la adulada, y Carolina se había convertido en su sombra desde pequeña. Camila la hacía partícipe de sus amigas, de las salidas en grupo y hasta compartía con ella su vestuario. Su prioridad era Carolina, hasta que llegó Lucio y se enamoró por primera vez. Se mudó con él al poco tiempo y su hermana no le perdonó el abandono. La volvió loca durante los primeros meses: «Ya no me querés, no te importa nada de mí, tu única preocupación es ese hijo de puta, egoísta, arrogante, ¡el peor de todos!», solía decirle hasta el cansancio. Camila trataba de contentar a ambos pasando tiempo suficiente con cada uno; porque su marido también era exigente y celaba el amor hacia su hermana, tanto o más que Carolina a él. Cuando el adulterio de Lucio salió a la luz, Carolina aprovechó para sacar ventaja. Pero no logró su cometido: a pesar del dolor y la traición, Camila lo perdonó. Y ahora, con esta nueva relación, con la piel hirviendo todavía por el romance con su analista, la hermana arremetía de nuevo en su contra. Nadie que fuera objeto de amor de Camila complacía a Carolina. A pesar de sus treinta y cinco años, continuaba soltera y vivía con sus padres. Se le habían insinuado algunos hombres, pero ninguno la conformaba del todo.
La noche asomaba sus primeros pasos y se le antojó fresca. No había llegado a agarrar un abrigo, pero no le importó. Al menos llevaba su cartera; necesitaba estar sola.
Luego de despedirse de Patricio esa mañana, lloró como una tonta sin demasiada conciencia de las razones que la animaban a sufrir. Por eso se había propuesto despejarse, no pensar más en lo sucedido. Consiguió pasear con su familia y hasta disfrutó riendo de los comentarios espinosos de su hermana que aludían a las ventajas que sacaría Lucio de su viaje al quedarse solo tantos días en Buenos Aires. Pero el corazón de Swarovski, más las palabras que no entendía impresas en la tarjeta, la sacaron del impasse y le devolvieron esa nostalgia sin nombre que intentó alejar por unas horas. Patricio la perturbaba de nuevo, ahora también en ausencia.
Caminó por la Avenida Foch, se subió a un taxi y, como pudo, hablando mitad francés, mitad inglés, le indicó el destino al chofer. El taxista solo comprendió un nombre: Champs Élysées. Y la condujo hasta allí.
La calle de los Campos Elíseos era la principal avenida de París. Desplegada desde el Arco de Triunfo hasta la Plaza de la Concordia, se la consideraba la más elegante del mundo. Contaba con tiendas exclusivas y restaurantes atestados de turistas que pululaban en busca de prendas costosas y algún trago fuerte para resguardarse del clima imprevisto de la ciudad. París se caracterizaba por sus cielos grises, como si la tristeza despertara con el alba y fuera indiferente a la belleza. Considerada la ciudad luz, sin embargo los días parecían lánguidos y esos edificios imponentes solían estar siempre en sombras. Camila lo sabía por haberla recorrido con su amante el día anterior; Patricio se lo había contado en medio de arrumacos.
—En este lugar casi no asoma el sol. Pero la noche parisina es una de las más hermosas del mundo. La ciudad se enciende como una gran obra de arte, los puentes del Sena cobran vida y cada monumento susurra pedazos de la historia. Nada es más bello que París encendida… Por eso el amor acá resulta más fuerte que en cualquier otro sitio. Y más peligroso.
Camila recordaba las palabras de su analista mientras andaba sin rumbo por la tarde. Era cierto, las emociones desatadas en medio de un lugar tan bello producían un impacto diferente. ¡Cómo no enamorarse en las calles de París! Si todo parecía mágico, como en los cuentos. Sin embargo, pensó, toda persona puede tener un pie en un cuento y, al mismo tiempo, otro en una tragedia. Y ella estaba sintiendo las dos cosas.
Caminó un poco más y, al cabo de minutos, ubicó un bar multicolor que le había llamado la atención. Por varias horas se había olvidado de comer; los acontecimientos pasados le quitaron memoria y apetito. Eligió un plato de pastas y se la devoró en pocos minutos. Lo coronó con crème brulée, el postre a base de crema, huevo y azúcar que le había hecho conocer su abuela Ivonne desde pequeña y que le fascinaba. Estaba por explotar, pero la cena le había devuelto el ánimo. Se fue de allí y continuó recorriendo las manzanas a pie. Se detuvo en bazares y comercios preguntando precios en los que halló abiertos por esas horas; llevaba su corazón pendido del cuello. Continuó senda abajo en dirección al Museo del Louvre. Pasó por jardines inmensos y edificios públicos majestuosos. Bordeó el recodo que dibujaba la calle al final de los parques y descubrió que ahora sus pasos dejaban huella por la Rue de Rivoli. Al alcanzar el Jardín de las Tullerías se detuvo y creyó que le faltaba el aliento: estaba frente al hotel Le Maurice.
Se paró en la entrada, vacilante. Mientras la puerta giratoria dibujaba remolinos sobre el aire, ella dudaba si debía ingresar o no. La piel, erizada, le pedía a gritos que entrase, pero sus pasos inmóviles frenaban el impulso. Una mujer vestida de blanco franqueó la salida y pasó aprisa cerca de ella rozándole el brazo.
Patricio, su marido, la seguía.
—Camila…
—Patricio…
Duró solo un momento la sorpresa; se cruzaron apenas con una mirada. El corazón Swarovski encandiló su vista y él sintió esa puntada que sacude al pecho cuando el deseo hace ancla en la conciencia. Pero no podía detenerse, tenía que seguir a su esposa. Debía intentar una explicación para lo que acababa de suceder ahí. Aunque —sabía— le costaría convencerla de que en realidad no era esa la mujer que lo perturbaba. Allí estaba Camila, rendida ante él, con el suspiro girando en torno de su cuello, mientras su esposa arremetía paso lastimada por otra humillación. Por eso se fue tras ella sin decir más que su nombre, ¡Ana!, luego de haber pronunciado el de su amante y dejarla en soledad, con unos ojos humedecidos que lo siguieron hasta perderlo en la negrura.
Minutos después, las piernas continuaron su camino sin decisión razonada; Camila entró al hotel. Primero fue hasta el baño; su rostro requería compostura. Dos rayas negras irregulares sobre las mejillas delataban su estado de ánimo. El espejo le devolvía una imagen triste. Había visto a la mujer del analista devenido en su amante, y ahora ella se convertía en la otra. Sintió lo mismo al descubrir a su esposo con la joven secretaria, como si ver al hombre que juzgaba suyo en compañía de otra, disparase un efecto descendente en la jerarquía que hasta entonces ella creía ocupar. Concluyó, pues, que nada importaba el título oficial impuesto por meras convenciones para sentirse única. En su mente se planteaba un lugar diferente, doloroso, que ningún documento lograba modificar. Siendo la esposa legal de Lucio, su marido también la había convertido en la otra. Y con Patricio, aunque desde un lugar opuesto, le sucedía algo similar.
Se enjugó la cara bajo un chorro de agua helada que ofició de recompensa para sus ojos. La polvera que llevaba siempre en el bolso resultó más oportuna que otras veces: maquilló la palidez y la zozobra. Un poco más repuesta, dejó la coraza de ese baño para enfrentar de nuevo al mundo. Fue hasta el bar y se ubicó en la misma mesa que había ocupado el día anterior con su analista. Tres personas se estaba despidiendo. Camila quedó sola en el lugar. Le alcanzaron el Martini que pidió y, luego de dar las gracias, cerró los párpados y comenzó a relajar el cuello estirándolo a cada lado sobre los hombros. El grupo que se saludaba cerca de la entrada hablaba español, lo notó al instante.
—Descansá tranquila, Liliana. No te preocupes, Patricio y su mujer se llevan mal hace años —dijo Aldo luego de despedir a Katz—. No te atormentes pensando que vos ocasionaste esta discusión.
—Conozco poco acerca de la vida personal de Patricio —agregó—, pero no me gustaría causarle problemas en su matrimonio. Después de todo, Aldo, sabrás que él ya tuvo oportunidad de elegir, y decidió quedarse ahí.
Si bien Liliana no aludió expresamente a la relación íntima, el comentario dejaba entrever que algo había pasado entre ambos. Aldo no era tonto, y ella demasiado hermosa para que un hombre pudiera reprimirse. Pero, como buen caballero, omitió lanzar opiniones al respecto.
—Que duermas bien. Mañana nos vemos en el congreso.
Camila quedó estupefacta, inmóvil; el trago suspendido al aire con su mano, mirando en detalle la belleza agresiva de esa rubia que se erigía como una novedad en la vida del analista y como una nueva competencia para ella.
Permaneció unos minutos más allí, tratando de tejer la maraña de hilos desordenados en su cabeza. Patricio ya había mantenido una doble vida alguna vez, las palabras de la mujer lo confirmaban. Pero el dato revelador no era tan simple: «Él ya tuvo oportunidad de elegir y decidió quedarse ahí». También había podido separarse de su esposa, y no lo hizo.
En realidad, aquellas eran cuestiones ya conocidas para ella; él mismo se las había confiado la noche que cenaron en el Barrio Latino. Sin embargo, otra vez se jugaba su lugar único en esta relación: al parecer no había sido Camila la primera —ni la única— amante del analista. En este caso —a menos que hubieran otras—, era la segunda. Por eso ahora debía sortear la sensación incómoda que generaba el hallazgo. Y no supo cómo hacerlo.
La noche terminó mal. Volvió al departamento con náuseas y mareos. Su madre y su hermana dormían profundamente; por suerte no escucharon sus pasos al llegar. Terminó inclinada sobre el inodoro, vomitando todo lo que había ingerido: las pastas, la crème brûlée, la escena de Patricio tras su mujer en llamas, las palabras de la rubia acelerando más verdades. El matorral de pasiones confusas salió de su boca para ensuciar el agua. Quedó vacía y exhausta.
Se desplomó sobre la cama sin quitarse la ropa; solo desabrochó el colgante que ya comenzaba a apretarle el cuello. Real o imaginario, sentía más pesados los brillantes. Entonces, aliviada de la carga de manera ilusoria, pudo dormir y olvidar todo cerrando los ojos por unas horas.
La mente se apagó por un rato, sin embargo no le dio mucha tregua. Soñó con la casona de Córdoba, donde pasó los veranos más bellos que recordaba. Allí estaba la abuela Ivonne escondiendo el corazón Swarovski en su alhajero mientras ella jugaba con los perros en el jardín. No pudo descifrar la cara del hombre que la observaba desde el ventanal de la planta baja y pitaba un puro que dejaba columnas de humo espeso sobre el aire. Camila trataba de mirarlo, pero el despunte del sol se lo impedía. Solo un contorno asomaba entre los haces de luz que bañaban la tarde. Oyó una voz por la espalda que gritó su nombre, ¡Camila!, pero al darse vuelta nadie apareció. Descubrió sombras con brazos extendidos moverse entre las luces, como fantasmas sin rostro que clamaban por su presencia. Y luego ya no vio más nada.
El sueño cesó de repente, o quizás ella no quiso recordarlo al despertarse. No le sería fácil poder aceptar el mensaje que su interior le estaba develando.
* * *
—¡Hipócrita! ¡Mentiroso!
Patricio no podía calmar a su mujer que a grito vivo desplegaba su furia en las calles parisinas. Le aferró los hombros y le dijo:
—¿Te podés tranquilizar, Ana?
—¡No! ¡No quiero tranquilizarme! Hace años que tratás de dejarme contenta con tus explicaciones. Pero eso es lo que menos te sale. ¡No me dejás contenta! ¡No soy feliz con vos, Blanchet!
—¿Entonces qué estás reclamando, para qué viniste a París? ¿Para ver si podías serlo, o solo para confirmar que no lo eras?
—¡No me vengas con tus interrogantes laberínticos de psicología barata! Conmigo, no.
—Tenés razón, Ana. Con vos, no. Ahora calmémonos, por favor. —La abrazó. —Vamos al hotel para hablar tranquilos. —Ella apaciguó el ímpetu y exhaló un suspiro ruidoso que ayudó para alejar el fastidio.
—Está bien —dijo a secas. Y se dejó conducir por el brazo de su marido.
Patricio la sostuvo mientras caminaban las cinco cuadras que los separaban del Maurice. No hablaron más durante el trayecto. Él aletargó la marcha para acompañar el ritmo de su esposa. A pesar de sentir su cercanía —que percibía más frágil que enojada en ese instante—, otras imágenes se colaron en su cabeza: los dedos de Liliana que buscaban provocarlo, las facciones deformadas de su mujer al verlos, los diamantes Swarovski brillando sobre el pecho de Camila y sus ojos abiertos, pidiendo el mismo cobijo que clamaban desde que la conocía. Andaba con la mirada al frente, pero con la vista vacía en la noche francesa. ¿Qué locura estaba viviendo? Tres mujeres en un mismo escenario: la madre de su hija, su ex amante y el amor al que ahora se daba permiso. Buena manera de definirlo, pensó.
Ana, en cambio, miraba las baldosas concentrada en el movimiento de sus zapatos de tacón. Patricio la guiaba. Algunas lágrimas habían comenzado a rodar por su rostro y terminaban en el suelo. Pensaba en Ámbar, a quien había dejado sola en Buenos Aires. Sintió culpa por haberla abandonado. No deseaba lastimar a su pequeña, sino protegerla todo lo que pudiera. Para eso debía seguir al lado de su marido. Alejar al padre de la niña resultaría traumático para ella. Sí, para ella… ¿Quién más importaba en esta historia, sino ella?
No levantó el mentón hasta llegar al dormitorio del hotel.
Por suerte para el hombre, el lugar se había despejado.
—Te pido algo —comenzó Ana sentada al borde de la cama—: si no vas a decir la verdad, mejor no digas nada.
Patricio la miraba de pie.
—Entiendo que lo que viste pudo haberte confundido. —Ella elevó la comisura de sus labios en una mueca irónica.— ¿Me dejas hablar?
—Hasta ahora no dije nada. Y vos tampoco —contestó.
El hombre caminó hasta el bar, sirvió dos copas con vino tinto y le alcanzó una a su esposa.
—¿Hay algo por qué brindar? —soltó Ana.
—Necesitamos relajarnos un poco.
—Mejor ponemos alcohol en lugar de la verdad, ¿no? —y sorbió un trago largo.
La Verdad…
«La sangre de los ancestros viaja por nuestras venas y quien no elabora su pasado está condenado a repetirlo, usted lo sabe», le había dicho hace poco Felipe Karltón, su analista.