VI

Aeropuerto Charles de Gaulle.
París, 26 de abril.

Las puertas corredizas de la sección Arrivés se abrieron de par en par dando paso a la afluencia de un grupo de turistas apresurados por salir.

Patricio llegó media hora antes y permaneció de pie frente a los ventanales transparentes que abarcaban todo el ancho del lugar. Había dejado a Camila en el departamento de la Avenida Foch, la acompañó hasta la entrada y procuró marcharse antes de que su madre bajara a recibirla. A pesar de no saber bien cómo terminaría todo aquello que apenas había comenzado, el abrazo final resultó doloroso. Todavía podía sentir las palmas de ella sobre el rostro cuando se despidió con el último beso. «Te voy a extrañar», le dijo en un susurro.

La mañana parisina era clara, pero fría para las despedidas. Realizó el viaje hasta la terminal escuchando melodías románticas francesas que el chofer parecía haber sintonizado adrede para mortificarlo aún más. Sus pensamientos recorrieron cada segundo que pasó con ella desde que la vio sentada en la cabina del avión. ¡Claro que estaba al tanto de que Camila viajaría ese día! Por eso decidió cambiar su pasaje a último momento. Ahora sí podía reconocerlo sin temores. Y también cayó en la cuenta de que durante los días que pasaron juntos, se olvidó por completo de que era un hombre casado. Al igual que ella. Ni siquiera la llamada trivial que le hizo a su esposa la mañana anterior le provocó remordimiento. Camila ocupaba toda su energía y sus intereses. Patricio sabía muy bien la importancia de reconocer el propio deseo, como también comprendía la falta de respuestas frente a esa insistencia absurda en sostener un matrimonio que ya no lo satisfacía. Y entonces la vio: allí estaba la silueta que venía a poner imagen a sus pensamientos.

Entre la muchedumbre, observó la figura esbelta de su esposa que giraba la cabeza en su busca sin poder encontrarlo. Patricio sintió resignación. Qué palabra poco feliz para definir el encuentro con su mujer, pensó. Sin embargo, no pudo evitar que la sensación le tomara la mente y también parte del cuerpo. Observó el aspecto de su torso en el vidrio que lo separaba de la gente. Se vio con hombros caídos y mirada perdida. La postura erguida habitual que lo caracterizaba, haciéndolo parecer un tanto arrogante, se había modificado en ese preciso momento, al verla llegar.

Ese, ¿era realmente él?

Al fin, la puerta se abrió y Ana apareció ante sus ojos.

Hola, querido lo saludó con ironía.

Hola respondió a secas. Tomó el carrito que contenía las valijas y se dirigió al exterior. Caminaron en silencio hasta subir al vehículo. El chofer inició la marcha hacia la ciudad.

¿Me podés explicar a qué viniste?

Parece que estabas loco por verme contestó ella. Vine porque me pareció una buena idea que pasáramos unos días solos en París.

No mientas, Ana, por favor.

¿Por qué te parece que miento? ¿Acaso vos tenés algo que ocultarme? dijo ella mirándolo duramente.

No sé de qué estás hablando. Sabés muy bien que tengo un congreso y no entiendo qué bicho te picó para tomarte un avión de un día para el otro. ¿Con quién dejaste a Ámbar?

Le pedí a mamá que se quedara en casa por unos días. ¡Sos un padre ausente y resulta que ahora te preocupás por tu hija! exclamó ella elevando la voz.

Bajá el tono o te dejo sola acá mismo, en medio de la ruta dijo tomándola del brazo enfurecido.

¿Cómo la estás pasando en tus vacaciones?

¿Qué querés decir?

Por ejemplo, ¿con quién saliste a cenar la noche que te llamé? replicó ella.

Ya te lo dije. Me encontré con el doctor Katz y vino a la cena que tuve con otros colegas.

Ah, claro. Tenés razón, me había olvidado de eso agregó con repentina suavidad. Te cuento una novedad: me llamó la novia de Sebastián para contarme que él le propuso matrimonio.

Ya lo sabía.

¿Y por qué no me lo dijiste? Van a hacer una fiesta increíble. Parece que alquilaron un barco enorme para trasladar a todos los invitados a Punta del Este. Y…

Su esposa encendió un cigarrillo y comenzó a relatarle los detalles del nuevo acontecimiento, sin embargo Patricio ya no le prestaba atención. El resto del trayecto hasta llegar al hotel transcurrió con serenidad. Ella habló de la futura boda y del vestido que tenía pensado mandar a confeccionar si no conseguía comprar alguno que le gustase en París. Le comentó también que había decidido venir porque tenía muchas ganas de hacer compras en Europa y le pareció una buena excusa aprovechar el viaje para estar con él.

Llegaron al Le Maurice.

La habitación en donde había pasado sus noches de amor con Camila estaba prolijamente ordenada y con aroma a rosas frescas. A pedido de Patricio, las mucamas habían cambiado las sábanas y limpiado todo en detalle, llevándose con ellas los secretos del pecado consumado días atrás.

¡Qué lindo cuarto reservaste! ¿No te parece demasiado grande para dormir solo? dijo ella con una sonrisa poco franca, mirándolo directamente a los ojos.

No empieces con tus cosas, Ana contestó él sin darle importancia a sus comentarios. Bueno, ponete cómoda. Podés descansar, ir al spa, o hacer lo que quieras. Yo tengo que irme porque hoy empieza el congreso y ya estoy llegando tarde.

Está bien. ¿Volvés para almorzar conmigo?

No, te veo a la tarde. Después cenamos juntos respondió él.

Y se marchó.

Decidió caminar por la Rue de Rivoli. Las acreditaciones para ingresar al evento se iniciarían dentro de media hora; necesitaba despejarse, acallar sus ansiedades y su fastidio.

Los pequeños comercios de la calle ofrecían artículos característicos para los turistas: camisetas con leyendas Paris Je t’aime, llaveros con miniaturas del Arco de Triunfo y la Torre Eiffel, y bolsos multicolores donde resaltaba la bandera de Francia. Patricio se detuvo en un local de la firma Swarovski atraído por la suntuosa vidriera que mostraba piezas únicas confeccionadas en cristal. Se dirigió directamente hacia la vitrina que contenía los accesorios femeninos y eligió un corazón Sparkling valuado en trescientos euros. Pidió que se lo envolvieran con una tarjeta suya dentro de la caja y le solicitó al gerente que lo enviara hasta un edificio ubicado en la Avenida Foch.

Al llegar a la esquina, paró en un bar y se sentó a fumar un cigarro y beber café negro. El más fuerte que tenga, pidió al mozo. Había decidido hacer ese viaje para participar como invitado al Congreso de Psicoanálisis de la escuela francesa. Había preparado un discurso que merecería la admiración de los presentes, aunque los planes no resultarían tan jubilosos pues él ya no sentía ninguna motivación. Sabía que su decisión de cambiar el pasaje lo cruzaría con Camila. Pero no imaginó que la cuestión se le fuera de las manos tan rápidamente y con semejante intensidad. Estaba demasiado acostumbrado a manejar su destino con aplomo, con total control de sus decisiones. Por lo menos eso creía hasta el momento. Y ahora la vida le daba una bofetada a plena luz del día y, por mal que le pesara, con plena conciencia de sus actos.

Camila… Su piel blanca, su aroma indefinido, sus modales gentiles, su cuerpo sudando por él en medio de la noche. Ella, la mujer, se le había metido por los poros. Y él, el hombre, no deseaba luchar más contra sí mismo. Sin embargo, ahí estaba su realidad, a pocos metros de ese lugar parisino, esperando su llegada como siempre, sin advertir que él se había marchado hacía años. ¿Cómo seguir ahora? ¿Qué debía decir, hacer o reprimir? ¿Cuáles eran las verdades que se le jugaban en todo esto? Los cuestionamientos comenzaron a llover martirizando sus ideas, torturándolo. No obstante, no podía continuar con esas preguntas, no por ahora. Mejor que seguir pensando, era dejarse llevar por sus obligaciones. Por eso, pagó la cuenta y se marchó hasta el Palacio del Congreso para cumplir con el objetivo del viaje: presentar su trabajo como analista.

El aplauso resultó vigorizante. La elite de la Escuela de Buenos Aires, la de San Pablo y, por supuesto, los popes del psicoanálisis en Francia, escucharon el recorrido que el doctor Patricio Blanchet hizo de un caso de neurosis obsesiva grave. Al terminar la ponencia, un selecto grupo aprovechó el intervalo que daba el itinerario para reunirse en uno de los cafés más bonitos del lugar. Entre ellos se encontraban el doctor Horacio Katz, renombrado psiquiatra porteño, la hermosa Liliana Duarte, especialista en niños, y el Licenciado Aldo Park, su amigo íntimo.

Patricio y Liliana habían tenido un romance fogoso que duró poco más de un año y había finalizado meses atrás. Ella estaba completamente enamorada de él, pero el hombre solo amaba sus formas liberadas y esa agresividad que la mujer desataba en su dormitorio. Su melena rubia, cortada al ras de la nuca, resaltaba las líneas de un cuello sugerente. Era alta, de pechos grandes y piernas largas. Su cara, blanca como la nieve, estaba salpicada por dos faroles azules y la nariz puntiaguda le daba aspecto presumido. Si bien no era para nada arrogante, el porte tan recto de su andar lo parecía.

Los presentó su amigo Aldo Park en una gala de beneficencia para el Hospital Garrahan. Allí cenaron en la misma mesa, uno al lado del otro, y no pararon de reír en toda la noche. Patricio nunca había estado con otra mujer desde su casamiento con Ana, a pesar de que las cosas ya no estaban bien entre ellos hacía años. Pero la sonrisa fresca de Liliana y esa sensualidad desmedida que mostraba clavándole su mirada mientras tomaba de la copa, lo cautivó al instante.

Estaba separada y tenía dos hijos mellizos en edad escolar. Hablaron de todo menos de psicoanálisis. En la charla se filtraron alusiones al amor, la soledad, los miedos y la vida sexual de las parejas luego de mucho tiempo de convivencia. Patricio no le comentó intimidades de su relación en tal sentido, sin embargo ella sí se abrió con él desde el inicio y le confió el derrumbe que había sufrido su matrimonio producto de un marido que abusaba del alcohol y terminó deprimiendo la vida y la cama de ambos. Bailaron tomados de la mano, al compás de música caribeña. Con las caderas libres, yendo y viniendo a ritmo de merengue, Liliana terminó de enloquecer los sentidos de su compañero en la pista.

Al concluir la reunión, luego de compartir varios tragos de vino y haber sudado cuerpo a cuerpo en el baile, Patricio le ofreció llevarla hasta su casa. La tomó del hombro para guiarla hacia el auto y, al ingresar él del lado del volante, estiró su brazo hasta la nuca de ella, acercó la cara a su rostro y le arrugó la boca con un beso. Liliana, sorprendida y sin poder hablar, se complació con la decisión de ese hombre fuerte que la sostenía sin pedirle permiso. Y lo besó también, mordiéndole los labios. Eso fue determinante para lo que seguiría.

Llegaron al departamento en menos de diez minutos.

Estoy sola, los chicos se fueron con el padre por el fin de semana se apresuró ella.

Patricio estacionó y se bajó del vehículo.

Un brindis por la excelencia de mi amigo Blanchet frente a ese tribunal exigente de ceños fruncidos dijo Aldo apenas el mozo abrió la botella y llenó sus copas.

Alzaron las manos y las centraron al unísono sobre la mesa. Todos miraban a Patricio directamente a los ojos, menos Liliana. Si bien no dejaba de sonreír, no podía sostenerle la vista desde que decidieron terminar el romance. Por supuesto que la decisión había sido de él; ella quería compromiso afectivo serio pero su amante no podía complacerla. «Sabías que soy casado y que no puedo darte más de lo que tenemos», se excusaba él, y la poseía de nuevo, y luego una vez más, sin parar de amarla a través de ese sexo brutal que la dejaba sin aire. Entonces ella aflojaba su demanda y volvía a pertenecerle en silencio.

Creo que esta vez nos lucimos mucho más que los colegas brasileros agregó Katz, haciéndose cargo de los elogios pues Patricio y él trabajaban en forma conjunta con ese paciente.

Bueno, les agradezco mucho las palabras, pero no se trata de una competencia, ¿o sí? contestó Patricio con una sonrisa pícara.

Todos rieron y volvieron a brindar llenando nuevamente los vasos.

Chérie dijo él, y levantó la copa hacia Liliana.

Ella arrimó el cristal y le devolvió el gesto, pero sus ojos volvieron de inmediato al mantel. Patricio se percató de la renuencia que mostraba Liliana frente a él. Sabía que debió hacer un gran esfuerzo por evitar buscarla en los meses que siguieron a la separación. Extrañaba su cuerpo mucho más que a ella, pero no deseaba hacerle más daño. El último encuentro entre ambos había sido suficientemente doloroso como para que dejara escapar sus instintos de nuevo. Ella lloró como jamás creyó él que una mujer pudiera hacerlo por un hombre. Le decía que lo amaba, que la relación se le fue de las manos, que se había vuelto obsesiva y no dejaba de pensarlo durante el día, que ya no podía concentrarse en el trabajo y que hasta había adelgazado algunos kilos porque la ansiedad le quitaba el hambre.

Patricio se alarmó ante una situación que a esa altura le costaba manejar, y tampoco quería verla sufrir así. Por eso decidió terminar con todo y le pidió que no volviera a buscarlo. Recién hoy se encontraban por primera vez desde aquella tarde de despedida.

Esta noche cenamos en el Ritz, tengo reservada una mesa para seis. ¿Quién confirma? preguntó Aldo Park.

Yo me anoto contestó Horacio Katz.

Yo también agregó Liliana Duarte.

¿Vos, amigo?

Por supuesto dijo Blanchet, sabiendo que el compromiso que acababa de asumir le ocasionaría una fuerte discusión con su mujer, que lo esperaba en el hotel para comer juntos.

Antes de regresar, Patricio decidió llamar a Camila. Una voz dulce contestó:

«Mensajes después de la señal, muchas gracias»

Cortó sin hablar. La extrañaba, necesitaba verla, besarla, tocarla. ¿Qué le pasaba con esta mujer? Había logrado mantener en su carril la relación con Liliana durante mucho tiempo. De hecho, para él jamás hubiera sido un problema si ella no se hubiese enamorado como lo hizo. Y ahora, a solo dos días de iniciar un romance con su paciente, sentía que toda la cordura a la que estaba acostumbrado se había vuelto polvo.

Entonces comenzó a asociar.

Recordó que la tarde previa a la gala de beneficencia en que conoció a Liliana, había atendido a Camila. La sesión duró poco más de veinte minutos, pero ella no podía levantarse del diván cuando le anunció que se había terminado.

Corrían los primeros días de marzo y el calor en Buenos Aires continuaba siendo agobiante. Camila llevaba puesto un solero de lino color blanco que contrastaba con sus piernas bronceadas. No se movía. Había quedado paralizada ante la conclusión a la que arribó luego de relatar un sueño de la noche anterior en el que tres avispas volaban sobre su cabeza para atacarla, hasta que una conseguía clavarle el aguijón.

«En realidad, parecía un semicírculo con forma de U que se me había incrustado en la piel». Patricio preguntó qué le sugería esa letra, y ella formuló la deducción propicia para que el analista decidiera dar por finalizado el encuentro: «Es la U de Única».

En numerosas sesiones anteriores, Camila ya había hecho referencia a esto. Esa palabra, única, se repetía en sus relatos aludiendo a la posición que ocupó siempre en el colegio, cuando la profesora de matemáticas solía pararla frente a la clase pidiendo un aplauso para la única alumna que podía resolver algunos ejercicios en los exámenes. La única había sido también para sus padres, que orgullosos comentaban a los amigos el concurso de poesía que ganó a los once años; momento en que publicaron su obra en la sección cultural del diario para conmemorar el Día de la Madre. Por otra parte, era la más querida para sus abuelos por ser la primera de los seis nietos que tenían. Ahora podía asociar aquello del cuento de la Cenicienta al que su analista había aludido una vez, con las exigencias que sufría desde pequeña al ser la mejor en todo y la única que se destacaba en el hogar. El lugar placentero que ofrecía la condición de única en la vida de Camila, resultaba ser al mismo tiempo causa de mucho sufrimiento. Y a esa conclusión había llegado esa tarde, en la que sus piernas inmóviles le impedían reaccionar y ponerse de pie.

Sin embargo, más allá de las deducciones planteadas por Camila, el analista le había cortado la sesión pues estaba escuchado en esa palabra aquello que ninguna de las mujeres de su familia había podido lograr: ser la única para un hombre. Tanto su abuelo como su padre, habían engañado a esas mujeres convirtiéndolas en una más, por eso el ideal de Camila se jugaba en ese anhelo de ser la única que no fuera engañada, cuestión que tampoco había logrado en su relación con Lucio. Él también le había sido infiel y eso la convertía en una más de la cadena femenina traicionada por ellos.

Camila… le habló Patricio parado a su lado al cabo de segundos.

Ella, todavía recostada en el diván, pestañeó varias veces y lo miró aturdida, como tratando de ordenar una serie de imágenes que sucedían en su mente y que reflejaban los hitos más perturbadores de su historia. Se detuvo en su entrecejo, marcado por una línea acentuada de escasos milímetros, y luego en esas manos grandes, de nudillos y venas pronunciadas, que descansaban a los costados del cuerpo esperando su respuesta. Volvió a fijar la vista directamente en los ojos de su analista sintiendo que le habían desnudado el alma. Pero no pudo moverse ni decir nada.

Patricio sospechaba las escenas que Camila estaba recreando. De hecho, había cortado la sesión en el momento justo para permitir el despliegue de representaciones que seguramente se armarían en su cabeza. La observó unos instantes en los que ambos se sostuvieron la mirada por un tiempo indefinido, armando en el espacio que los separaba mensajes que iban mucho más allá de la relación que mantenían. Acostada e indefensa como parecía, Camila lo invitaba a sus instintos más hondos. Entonces él hablo, para alejar el deseo que estaba asomando a sus sentidos.

La sesión terminó le dijo a secas.

Su forma tajante y ese límite que ella bien le conocía, fueron suficientes para impulsarla a emerger del trance que le habían provocado sus palabras y salir de una vez del diván y de su consultorio.

Patricio no era consciente de la atracción que Camila le provocaba, pues la emoción era automáticamente anulada por un pensamiento correctivo: ella era su paciente y, por eso, esos ojos femeninos no eran para él. Solo a veces aceptaba que algo anormal le estaba sucediendo y se sentía en falta. La ética profesional y un Superyó (1) severo lo llenaban de culpa generando una represión mortificante. Pero algo inesperado sucedió, una especie de liberación frente a tanto deseo reprimido se le jugó con la oportuna seducción de una mujer audaz, de belleza soberbia, que conoció esa misma noche: Liliana Duarte.

La osadía de la rubia que lo había provocado durante toda la cena, culminó con el ofrecimiento de una copa de champagne en su departamento. Sin embargo, la pareja jamás llegó a probar sorbo de la botella helada que Liliana tenía en mente descorchar; apenas pasaron el umbral Patricio se abalanzó sobre ella apretándole los pechos. Levantó la pollera e introdujo sus manos en busca de la vagina húmeda que pedía caricias. El encuentro con el desenfreno de su sexo lo animó aún más; la alzó por la cintura para llevarla al sofá ubicado en medio de la sala. El hombre la exploró con una boca amable para luego cargarla hasta el dormitorio que encontró a puro instinto. A pesar de no haber encendido las luces, el reflejo de la luna se filtraba por las hojas del ventanal pincelando la penumbra. La cama de estilo clásico, con barrotes de madera terciada en cada extremo, le daba un toque monárquico a la habitación. La ferocidad de Patricio, que a esa altura estaba desatada, no intentó medirse con esa mujer desconocida que sostenía. Por el contrario, el hecho de no conocerla había sido la gota perfecta para que el vaso lleno de deseos forzados a no moverse terminara rebasando como una mina que espera esa huella justa para detonar. Patricio apoyó a Liliana contra uno de los listones que armaban la litera, le amarró los brazos por encima de su cabeza y sostuvo las muñecas con una de sus manos. Con la otra comenzó a medirle el cuello mirándola endiablado. Lo presionó levemente, para captar la reacción de ella bajo su pulso. La mujer, inmóvil y sujetada por el peso del hombre contra ella, sintió la tensión que ejercían los dedos para regular el aire que pasaba por las venas. Patricio liberó sus brazos y fue en dirección al clítoris: con una mano apretaba la garganta y con la otra le oprimía los costados de la vulva. El éxtasis que experimentó Liliana en ese momento no pudo compararse con ningún otro encuentro del que tuviera memoria. La falta de oxígeno hacía temblar sus caderas y dilataba el goce enredado en la pelvis. El hechizo la alteró de tal forma que se contorneó jadeando con la poca ventilación que le sobraba. Pero Patricio aún no tenía pensado detenerse. Esperó un poco más, hasta que ella se empapara de sudor, con quejidos y espasmos producto del placer y la falta de aire. Las pupilas de Liliana clamaban compasión; su vientre saciedad. Entonces él desabrochó su pantalón y le incrustó el pene aflojando sus falanges. No la besó, solo la miraba mientras se movía con bravura aferrado a sus nalgas. Y la poseyó ahí mismo, parado sobre el tablón de madera de esa cama imperial, con el ímpetu de un macho que reclamaba satisfacción para un deseo voraz por otra hembra.

* * *

¿Te vas a cenar con tus colegas? inquirió Ana.

Sabías que vine por un Congreso y que tengo compromisos contestó Patricio con hastío.

Todos tus compromisos son más importantes que tu propia esposa. Siempre es lo mismo.

Si siempre es lo mismo, ¿qué viniste a buscar acá, entonces? ¿Algo distinto? se acercó él hacia su rostro.

No sé qué mierda vine a buscar, pero veo que lo encontré dijo su mujer empuñando la audacia filosa de su lengua.

¡Bravo! Buen trabajo el tuyo. Ahora dejame en paz soltó él. Y se marchó de la habitación dando por terminada la disputa.

Una luna llena se recostaba por encima del Louvre cuando Patricio tomó el taxi hacia el hotel Ritz. El grupo de colegas ya lo esperaba en una de las mesas redondas de la terraza.

Pensamos que no vendrías dijo Aldo Park mientras le hacía un lugar a su lado.

Jamás me perdería esta celebración comentó Patricio con una sonrisa.

En ese momento, Horacio Katz, que se había sentado junto a Liliana, le estaba sugiriendo algo del menú; siempre había sentido ganas de llevarla a su cama.

Patricio quedó ubicado entre Aldo y Horacio, justo enfrente de la mujer. Liliana llevaba una camisa de seda transparente que dejaba traslucir el corpiño de encaje armado sobre sus pechos. Un collar de perlas blancas daba tres vueltas al cuello e imponía sensualidad al escote. Sus labios, de rojo brillante, no paraban de sonreír a los comentarios del doctor Katz evidenciando un galanteo seductor. Sin embargo, al finalizar cada intercambio de palabras con su compañero, ella alzaba la vista y miraba de frente los ojos de Patricio.

Mi secretaria llamó desde Buenos Aires para decirme que tu mujer telefoneó al consultorio hace dos días preguntando si yo había venido al Congreso de París le comentó Katz al oído de Patricio.

¿Y ella qué le dijo?

Que no, que yo llegaría en el vuelo de hoy por la mañana. No sé si estuvo bien el dato agregó Horacio preocupado.

Patricio bebió un trago largo de vino tinto.

Claro que sí, perfectamente. Gracias por avisarme le dijo, sin revelar nada del asunto.

La cena duró poco más de una hora. Al principio, hablaron de casos clínicos, diagnósticos y comentarios acerca de las presentaciones de esa tarde. Pero luego la conversación tocó temas personales y se armaron diálogos picantes.

¿Hace cuánto que no tenés una cita? preguntó Horacio Katz a Liliana luego de que ella confesara que se había separado hacía tres años de su marido. La mujer sonrió y bajó la mirada en señal de timidez.

Recién me estoy recuperando de la depresión posdivorcio dijo con tono de ironía. En realidad, no tuve mucho tiempo para aceptar invitaciones, y menos para una cita a ciegas terminó. E inmediatamente sus mejillas se ruborizaron.

Patricio tomó la palabra.

A veces podés estar en un lugar de imprevisto y sentir que la vida te sorprende a lo grande. Lo bueno es dejarse llevar cuando eso pasa sin cuestionarnos tanto, ¿no les parece?

Liliana creyó que sus palabras aludían al encuentro que habían tenido al conocerse, sin embargo, Patricio solo pensaba en Camila, en la posibilidad que se había dado en ese viaje después de haberla deseado en silencio.

¡Mirá quién habla! exclamó Aldo. ¿Acaso vos dejás que la vida te sorprenda, amigo?

Patricio lo observó con mirada poco feliz; su compañero sabía de los avatares de su matrimonio pero no de sus aventuras con Liliana, y mucho menos de los anhelos por su paciente.

¿Me vas a decir que ningún hombre te echó el ojo? insistió Horacio movido por la perturbación que esa mujer le provocaba.

Liliana levantó la vista del mantel y la posó sin reservas sobre el rostro de Patricio. Él, y todos los presentes, notaron la intensidad de sus retinas que delataban sin reparos el amorío que los vinculaba.

Aldo, que percibió de inmediato el cambio en el semblante de su amigo y la expresión contraída de su mandíbula, se encargó de equilibrar la tensión provocada por el comentario.

No es propio de caballeros insistir en la satisfacción de nuestra curiosidad, y mucho menos de analistas tan prestigiosos como nosotros soltó con atino. Dejemos las cuestiones íntimas de la dama para cuando ella desee ventilarlas. Vamos a tomar una copa al bar del Maurice, ¿tienen ganas?

Con el andar dudoso que provocan los brindis en exceso, los cuatro ingresaron al lobby del hotel a paso inestable. El pianista, enfundado en su smoking negro, movía los dedos interpretando baladas románticas. El lugar estaba muy concurrido; solo quedaba una mesa libre alejada de la barra.

Se ubicaron allí, en un extremo del salón, y ordenaron una botella de champagne rosado. Aldo y Horacio se sentaron en las sillas individuales que armaban un pequeño living; Patricio frente a ellos en un sillón con espacio para dos personas. Y Liliana, aprovechando el momento, se acomodó junto a él.

El mozo acercó copas llenas de burbujas y le sirvió a cada uno su bebida.

Brindo por una noche de alegría compartida con buenos amigos dijo Patricio levantando su mano.

Comparto señaló Aldo Park haciendo lo propio.

Yo brindo por la psicoanalista más hermosa que conozco agregó Horacio Katz mirando los ojos de Liliana. Ella, por primera vez en la noche, sonrió.

¡Epa, amigo! Parece que el vino te desató las cadenas soltó Aldo con la boca media seca.

Eh, ¿para tanto? contestó Horacio. Además la belleza de Liliana está a la vista. No se hagan los tontos: somos hombres.

No por eso tenemos que ser tan atrevidos selló Patricio.

Nuestro amigo siempre tan pacato sonrió Horacio. No sé qué piensan ustedes al respecto, pero yo estoy convencido de que la formalidad de Patricio debe tener su talón de Aquiles.

¿Creés que una mujer linda como Liliana podría convertirse en el talón de Aquiles de Patricio? preguntó Aldo entre risas, antes de sorber un trago.

Me parece que se están pasando un poco contestó Patricio con semblante serio.

¿Qué tiene que decir usted, querida dama? añadió Horacio. ¿Nos estamos pasando de tema o acercando al asunto?

Ni tanto, ni tan poco dijo Liliana con gesto amable. No creo que yo pudiera ser la debilidad de alguien tan excéntrico como Patricio la alusión revelaba con sutileza una intimidad que los hombres desconocían.

Por lo que yo sé de mi amigo, les aseguro que tiene más de equilibrado que de excéntrico dijo Aldo levantando las cejas.

Me gustaría saber qué les provoca hablar de mi sensatez o mis imprudencias interrogó Patricio con una mueca de fastidio.

Imprudencias no le conozco a Blanchet. Y si la sensatez es sinónimo de aplomo, con el grado de alcohol que llevás en sangre y esa mujer hermosa a centímetro tuyo, bastante sensato se te ve por estas horas contestó Aldo al instante. Y los cuatro se distendieron riendo a carcajadas.

Ella, sentada en una de las butacas de la barra, bebía vino blanco hacía media hora. No habló con el barman ni soltó palabra alguna con el sujeto que minutos antes tenía a su lado tratando de entablar un diálogo para llevarla a su dormitorio. Miraba la copa, la apoyaba sobre una de sus mejillas y luego sorbía tragos largos. El espejo inmenso que decoraba la pared de enfrente le devolvía una imagen tormentosa de su rostro. Su estilo refinado, de belleza soberbia, engalanado con ropas de géneros costosos, no alcanzaba para atraerlo de nuevo. El hombre ya no la deseba. Por más que intentase dar vueltas al asunto, lo sabía. Ni siquiera valoraba su compañía ni notaba su presencia en las horas compartidas dentro de la casa. Cuando él estaba, ella se diluía. Y al quedarse sola, únicamente la angustia le devolvía consistencia a esa vida llena de vacío. La secretaria del doctor Katz le había confirmado sus sospechas: su marido había mentido. Y, sin embargo, decidió tomar ese maldito vuelo a París en busca de más respuestas. Pero él, en lugar de procurar un acercamiento, se había alejado como siempre. ¿Necesitaba más respuestas a esa altura de los acontecimientos? Curvó los labios en señal de tristeza y rendición. Ya no sentía fuerzas para dar batalla. Además, no podía precisar quién era en verdad su enemigo, contra quién debía desplegar su estrategia. Y eso la llenaba de impotencia, de frustración y de rabia.

Sí, estaba llena de rabia. Le dedicó sus mejores años, lo acompañó en el trayecto de su carrera, lo alentó para que se transformara en el hombre de éxito que veneraban sus colegas. Todo, por nada. En eso se había transformado su destino: en nada. Su hija ya no alcanzaba para menguar la desdicha. Además se estaba poniendo grande; la niña y también ella. Echó la nuca hacia atrás y bebió un trago hondo. Escuchó risas que llegaban desde el otro extremo del salón. La gente todavía tenía ganas de reír… Entre el murmullo lejano, creyó oír un nombre familiar y luego algunas palabras en español. Giró la cabeza; más mareada de lo que suponía.

Por la única rubia sensual que conocí, por la mujer que atormenta dijo Horacio Katz, y levantó la copa para brindar con sus amigos.

Liliana miró a Patricio y se le pegó más hasta rozarle el brazo con uno de sus pechos. El hombre intentó apartarse unos centímetros sin parecer descortés. Tratando de cuidar las apariencias, ella deslizó la mano por el respaldo de la butaca y comenzó a acariciarle la columna para estremecerlo. Patricio se inclinó hacia adelante intentando evitar el contacto con sus dedos. No sentía ganas de que Liliana jugueteara con él, y mucho menos de que lo tocara. En su mente no aparecía otra imagen más que la de Camila: veía los ojos de ella sobre sus propios ojos. Y si bien intentaba pasar ese momento con amigos con el solo fin de alejarse de su esposa, no paraba de pensar en esa mujer que lo había conmocionado como ninguna otra en su vida, y que debió abandonar horas atrás en la puerta de un edificio gris.

¿Me acompañás al hotel? le susurró Liliana al oído. Y dejó su boca cerca de él esperando una respuesta.

La algarabía a esa altura de la noche, el desenfado por la segunda botella de champagne que compartían y la escena de seducción que pretendía jugar Liliana con Patricio, avivada por la borrachera de Aldo Park y Horacio Katz, hicieron que nadie se percatase de la figura vacilante de Ana acercándose a la mesa.

Se oyó un aplauso seco. Liliana y Patricio levantaron la vista; Aldo y Horacio giraron el torso. Allí estaba la bella señora de Blanchet, con un traje color manteca y zapatos de tacón negro, parada a escasos metros de su marido.

1- Para Sigmund Freud, es la Instancia psíquica cuya función es comparable a la de un juez o censor, a la voz de la conciencia moral; aprueba o rechaza las ideas y los actos. El Superyó es heredero del complejo de Edipo y se forma por interiorización de las exigencias y prohibiciones parentales.