VII
LA JUSTICIA NO ES CIEGA
primera hora de la mañana, después de haber tratado en vano de dormir de un tirón toda la noche, Javier se desperezó y, sin despertar a su esposa que parecía haber conseguido conciliar el sueño contra la madrugada, se encaminó hacia el salón de la casa donde, sobre la repisa del mueble biblioteca, estaba depositada la urna cineraria con las cenizas de su padre que el día anterior habían traído desde el crematorio del hospital.
«Vamos a tener que ir de hurtadillas a arrojar las cenizas de mi padre al mar» «Si el sheriff o el FBI se enteran de que lo hacemos en un lugar de la costa, en el que está prohibido hacerlo por la legislación Federal, como es el caso de la desembocadura del Mississippi, podemos tener graves problemas. Estoy seguro que tanto Luc como su jefe están deseando encontrar un motivo —a pesar de su aparente comprensión hacia mí dolor— para incriminarme por algo, aunque sea por una simple multa de tráfico, para mantenerme apartado de cualquier relación con la prensa de este país» «Saben, por otra parte, que, si me acusan, por ejemplo, de ocultación o robo de documentos comprometedores para la seguridad del estado, yo puedo provocar un cataclismo haciéndolos públicos. En cualquier caso, no me cabe la menor duda de que algo se está tramando en las más altas instancias para taparme la boca en el caso Ritter» —daba Javier vueltas a estas ideas antes de decidirse a despertar a Kate.
No hizo falta, sin embargo, esperar a que fueran las seis de la madrugada. La Sra. Forner, que tampoco había conseguido tener un sueño reparador, apareció en bata por el salón, donde estaba su marido, seguida, unos pasos por detrás, por el fiel y cariñoso Indy que, desde la noche anterior en que regresaron a casa y lo recogieron de la de su vecina, no se había separado del matrimonio para nada; durmió con los Forner a los pies de su cama.
—¿Ya estás levantada?
—Apenas he dormido un par de horas en toda la noche, y ahora, cuando me estaba quedando profundamente dormida, vino Indy a lamerme un brazo y, ¡claro!, me despertó. Al ver que tú no estabas en la cama y había luz en el salón, me levanté a ver si te pasaba algo.
—No. No me pasa nada. Simplemente no podía dormir dándole vueltas al tema de las cenizas de mi padre, y me levanté.
—Yo también estuve pensando en ello, no te creas. Puede suponernos un problema, porque me imagino que habrás consultado —como yo hice— por Internet, el tema de dónde está permitido y dónde no, arrojar cenizas al mar. Pues, ¡mira por dónde! la legislación del Estado de Louisiana prohíbe hacerlo en toda su costa —comentó Kate.
—No estuve haciendo otra cosa desde que me levanté, y salvo que lo hagamos exponiéndonos a ir a la cárcel, no tenemos más solución que arrojarlas en Florida en el lugar más próximo a la frontera con Missouri. Además, el viaje hasta el Delta en coche desde aquí puede suponer diez horas como mínimo. Si, en cambio, lo haces en avión desde Fort Myers hasta Pensacola son sólo hora y media, peeero...tienes el problema añadido de que no puedes llevar la urna contigo en cabina, ni tampoco en la bodega de carga de los vuelos comerciales normales. ¿Qué nos queda, entonces? A mi modo de ver —y salvo una mejor idea que tú tengas—, contactar por Internet con Federal Express y llevar a Fort Myers la urna cineraria para que ellos la empaqueten, y facturarla como carga en el avión de la propia compañía que sale mañana para Pensacola a las 10:00AM. Después, nosotros desde el propio aeropuerto de Fort Myers seguimos ruta —con Indy incluido— hacia Pensacola. Claro que, para hacer esto que yo propongo, necesitamos salir de aquí, como muy tarde a las 08:30, es decir, en dos horas escasas. No se me ocurre otra cosa —dijo Javier.
—Bueno, Javi. Así, a bote pronto, me parece que existe otra alternativa mejor, si es que conseguimos pasajes en el vuelo de la Delta para New Orleans, que, tengo entendido, despega de aquí todos los días a las 08:15 AM. Haciéndolo así no tendríamos que darnos una paliza con el coche y machacar al pobre Indy que podemos dejar otras veinticuatro horas con nuestra vecina. En resumen, si llamamos a Federal Express para que vengan aquí hoy a recoger las cenizas y las facturen mañana para Pensacola, tal y como tenías tú pensado, y nosotros marchamos mañana en el primer vuelo directamente a New Orleans, cuando lleguemos a destino la urna cineraria ya habrá llegado, por lo que no tenemos más que alquilar un coche sin conductor e ir a buscarlas al aeropuerto de Pensacola. Después, podemos volver con el vehículo hasta el Delta y realizar la ceremonia de arrojarlas al mar donde tu padre quería. Además, de esta manera, tendríamos tiempo de avisar a Cindy y a Gladys para que pudieran acompañarnos, ya que estaban muy interesadas en hacerlo. Se me ocurre, también, que, de esta manera, disponemos de todo el día de hoy para que volvamos a visitar tanto al notario como al abogado para concretar detalles.
—Kate. A veces pienso que, si no te tuviera a mi lado con la cabeza más fría que la mía, haría disparates de los que después me arrepentiría. Está bien. Hagámoslo como tú sugieres, y si el FBI o el Sheriff aparecen por aquí siempre les podemos decir que estamos todavía pensando, puesto que tenemos 48 horas de plazo legal para la inhumación, dónde vamos a arrojar las cenizas en el mar que no esté prohibido por la ley o las ordenanzas.
—Ya que ambos estamos levantados, ¿te apetece desayunar, esposo?
—Bueno. No estaría mal. A ver si de esa manera recuperamos fuerzas y despejamos con la cafeína.
Mientras kate preparaba el desayuno, Javier su puso en contacto, tanto con Federal Express como la Delta Airlines. Sus encargos salieron a pedir de boca y, media hora después, tenía confirmados ambos asuntos: el de la urna —que más tarde anularía— y el de los billetes para New Orleans. Sólo le quedaba por confirmar, vía Internet, la reserva para el día siguiente en la capital del Blue de un pequeño coche utilitario de alquiler. Tras llamar a tres empresas de Rent a Car, consiguió un WW Polo que, para lo que lo necesitaban, era más que suficiente.
Habían acabado de desayunar cuando sonó el teléfono de la casa. Era Luc, como comprobó Javier que fue el encargado de contestar la llamada.
—Hola, Javier. Buenos días. ¿Os he despertado?
—No, Luc. Hace ya tiempo que estamos despiertos. ¿Ocurre algo?
—No, nada. Simplemente quería saber a qué hora vais a ir a esparcir en el mar las cenizas de tu padre para ver si puedo acercarme con David a acompañaros. Tengo el día muy complicado, porque me acaba de llamar mi director y el nuevo de la CIA que, al parecer, nos vamos a reunir todos —junto con el de Marina— en la Casa Blanca para un asunto que nada tiene que ver con tu caso.
—Verás Luc. Nos parece muy precipitado realizar hoy la ceremonia y, puesto que disponemos de 48 horas de plazo legal y aún no hemos elegido el sitio, preferimos esperar a mañana para poder actuar con más calma.
—Eso me parece perfecto. No sabes, además, el peso que me quitas de encima porque hoy me temo mucho que no podría asistir. Avisaré a David de tus nuevos planes y ya nos pondremos de acuerdo por teléfono a primera hora de la noche. Bye!, Javier.
—Bye!, Freeman.
Mientras kate se dedicaba a telefonear a Cindy para avisarla del cambio de planes, Javier se duchaba y arreglaba para tomar el coche en dirección a Tampa primero y, después a Venice. Era imperativo que tuviera unas palabras tanto con el notario como con el abogado que lo había sido de su padre.
Una hora después, el nuevo Mr. Hitler Forner estaba en carretera camino de Tampa. Serían poco más de las once de la mañana cuando llegó a esa preciosa ciudad del Golfo y se dirigió de inmediato hacia el despacho profesional de Morthimer.
El notario no esperaba tan pronto la nueva visita de Javier y quedó un poco sorprendido.
—No esperaba verle por mi despacho en tan poco espacio de tiempo.
—Verá, Mr. Morthimer. Con independencia de que Vd. vaya haciendo las actas propias del caso, tal y como le encargué la última vez que estuve aquí, necesito hoy realizar un documento ante testigos —que bien pueden ser sus oficiales de la notaría, como Vd. sabe mejor que yo— por el cual prohíbo, tanto al notario que entiende del caso de mi herencia, como a cualquier otra persona, tenga o no relación con el asunto, a difundir por cualquier medio el contenido de las memorias de mi padre que le leí a Vd. en este mismo lugar hace unos días. Puesto que está claro que las memorias iban dirigidas a mí, yo, y solamente yo, seré el encargado de administrar su utilización. Si fuera requerido como notario por las autoridades federales sobre el asunto, Vd. negará tener conocimiento de tales memorias, así como de la herencia y el testamento de mi padre.
—Me parece, Mr. Hitler — ¿puedo llamarle así? — que desconoce cuáles eran mis relaciones con su difunto padre, así como también los sentimientos míos hacia él y nuestra amada Alemania. Pretendo protegerle a Vd., en atención a su apellido y a ser hijo de quien es, de cualquier chantaje de la Administración Americana, para evitar que el nieto del Führer pueda ponerla en ridículo y crear un escándalo monumental a nivel mundial. Pienso que, si cuento con su autorización, lo mejor que puedo hacer es ponerme en contacto con un redactor del Washington Post, que es amigo mío, para que si Vd. resulta imputado por algo en relación a la muerte de su padre, se ponga en contacto conmigo a fin de que yo, por indicación suya, pueda ir filtrándole documentos que, si son publicados, hasta el mismo presidente Obama puede verse afectado con semejante publicación.
—Bien. Veo que puedo contar con Vd. En cualquier caso, sepa que todos los documentos originales que comprometen a la CIA y al FBI, que tienen relación con el caso, los tengo a buen recaudo en un lugar que ni siquiera mi esposa Kate conoce —mintió. De todas formas, nada más que tenga lo relacionado con la autentificación de la letra de mi padre en los distintos documentos, llámeme para hacer y firmar la declaración de aceptación de herencia en los términos que le he expuesto en mi última visita —terminó Javier, y depositó un billete de 100$ sobre la mesa del notario.
—No es tanto. Sólo he empleado media hora, así que ahora la doy la vuelta.
—¿No se olvida de nada, antes de darme el cambio?
—¡Ah, sí! No hemos hecho el documento que Vd. quería que redactara y diera fe sobre el mismo en relación a su prohibición expresa de divulgar por mi parte, ni por parte de nadie, el contenido de las memorias de su padre. ¡Señoritas!, ¿quieren hacer el favor de pasar? —dijo Morthimer, dirigiéndose a sus dos secretarias que tenía en la antesala, después de oprimir el botón de su intercomunicador.
Dos mujeres de mediana edad entraron a continuación en el despacho del notario donde permanecía Javier. Después de acomodarse ambas mujeres, Morthimer hizo un gesto a Forner para que éste comenzara a dictar el documento que una de las chicas —a la par que se grababa en cinta magnetofónica— iba recogiendo en la estenotipia. Cuando Javier hubo terminado con lo que antes había comunicado al notario, decidió añadir una coletilla con la siguiente frase: «Sólo en el caso de mi fallecimiento por cualquier causa, autorizo al notario, que da fe de este documento, a pedir a mi esposa Kate el original para hacerlo público en la forma que el Sr. Morthimer considere más oportuna y eficaz». Leído que fue por el propio Javier, después de ser impreso y firmado por él, el Sr. notario y las dos secretarias que hacían de testigos, Forner lo encontró conforme y pidió una copia del mismo al notario.
—Bien, Mr. Hitler. Después de esta actuación notarial no tiene Vd. que añadir dinero alguno con respecto al que ya me ha entregado; el billete de $100 cubre todos los gastos de hoy. Me pondré en contacto con Vd. tan pronto los otros documentos pendientes estén listos.
—Gracias, Mr. Morthimer. Espero su llamada —dijo Javier, y, tras estrechar la mano al notario, abandonó su despacho.
Tras comer un sándwich vegetal en una hamburguesería próxima al despacho que acababa de abandonar, Javier tomó de nuevo su auto para encaminarse hacia Venice, donde esperaba poder entrevistarse de nuevo con Mr. Gordon, el que había sido el abogado de su padre y que, ahora, Forner —después de haber consultado por Internet los despachos de abogados de Miami— deseaba que fuera el suyo por si surgía algún problema relacionado con el fallecimiento de su progenitor.
Cuando Javier llegó al despacho del abogado, éste aún no había comenzado su consulta vespertina, por lo que Forner tuvo que esperar cerca de una hora antes de ser atendido.
—Buenas tardes, Mr. Forner —comenzó Gordon extendiendo la mano a su cliente y rogándole que tomara asiento—, ¿otra vez por aquí?
—Necesitaba concretar algunos extremos con Vd.
—¡Vd. dirá!
—En primer lugar, me gustaría adoptarle como mi abogado para cualquier asunto relacionado con la herencia de mi padre.
—Por mi parte no existe ningún inconveniente ni —que yo conozca— ningún impedimento legal para ello. Cuente, por tanto, con mi defensa, si fuera precisa, y mi asesoramiento legal.
—Gracias por aceptar mi demanda, Mr. Gordon. En segundo lugar —ahora que ya es mi abogado— he de confesarle que obran en mi poder importantes documentos originales que pueden comprometer la seguridad nacional y la estabilidad de la actual Administración americana; que incluso pueden hacer tambalearse al propio Presidente de los EEUU. Ni que decir tiene que tan sólo en el caso de que yo fuera imputado por las autoridades federales o por las del Estado de Florida, quedaría Vd. autorizado por poder notarial a sacar a la luz pública esos comprometedores papeles. Por supuesto que, de momento, Vd. no va a saber dónde se hallan y que, sólo en los casos que le he mencionado, estaría habilitado para averiguar su paradero, que bien yo —o la persona que yo designe— le comunicaríamos.
—¿Teme por su vida, Mr. Forner?
—Dada la gravedad del asunto y las personas que pueden estar implicadas, no me extrañaría nada. ¿Recuerda Vd. el caso Watergate?
—Lo he estudiado y he leído mucho sobre el mismo, pero yo era entonces demasiado joven para recordarlo en primera persona.
—No voy a entrar en detalles ahora de aquel supuesto, pero sí le diré que si resulto imputado por los federales en relación con la muerte de mi padre y la supuesta ocultación de documentos comprometedores para la seguridad del estado, tanto ahora como en el pasado, Vd. y el bufete que representa adquirirán una gran notoriedad.
—No le voy a negar que el otro día, después de estar Vd. ahí mismo sentado y haberse marchado, me quedé pensando, por todo lo que me enseño, que su padre fue el único espía alemán que consiguió morir de muerte natural dentro de los EEUU, después de haber permanecido en el país sin ser descubierto por más de 69 años.
—Lo grave, Mr. Gordon, es que no sólo es verdad lo que Vd. dice, sino que, además, a pesar de no haber podido probar nada en su contra, ya ha costado alguna dimisión dentro del Departamento de Defensa, concretamente en la CIA. ¿Acaso se cree Vd. que David Petraeus dimitió hace escasamente un mes por las razones oficiales que se dieron? Bien. Yo le puedo garantizar que no ha sido así. Muy al contrario del asunto de faldas, el Director de la CIA se vio obligado a dimitir como consecuencia del ridículo que suponía para ellos la existencia de mi padre sin ser descubierto después de tantos años, así como también la sospecha —fundada en este caso— de que en mi poder se hallaban documentos originales comprometedores tanto para la CIA actual como para todas las anteriores desde su fundación. ¡Ah, y no se crea que el FBI se escapa de ese ridículo! Tampoco ellos, ni el NCIS fueron capaces de detectar al hijo natural de Adolf Hitler en suelo americano.
—Sr. Forner. Dado como actúa la CIA y los Servicios Secretos, no me extraña que Vd., que es un hombre instruido e inteligente, tenga miedo de cualquier cosa, ahora que su padre ha fallecido y no quedan —que se sepa— simpatizantes con la causa nazi que puedan vengarle, y de paso protegerle a Vd., cuente con mi defensa, le vuelvo a repetir. Sólo necesito que me envíe, lo más rápidamente posible, un poder notarial para poder representarle ante cualquier corte y actuar como su abogado desde el primer momento, que, espero por su bien, no llegue nunca.
—Mr. Gordon. Recibirá ese poder notarial a la mayor brevedad, pero no será protocolizado por el Sr. Morthimer, sino por otro cualquiera de los muchos notarios que hay en Tampa o aquí en Sarasota o Venice. ¡Ah, se me olvidaba! Aquí tiene Vd. mi teléfono y el de mi esposa Kate, porque, tal y como están —y, lo que es peor, se van a poner— las cosas, nunca se sabe.
—Espero que no sea necesario. Ahora me disculpará, pero tengo un cliente que necesita verme urgentemente. No se preocupe por la consulta de hoy; ya le cobraré la próxima vez.
Antes de regresar a casa, Javier se pasó por la sucursal del Bank of América de Sanibel donde él tenía sus cuentas, depósitos y caja de seguridad, e introdujo en la misma todos los documentos originales importantes que aún conservaba en su poder.
Cuando salió de la oficina bancaria, Forner se encontró como liberado de un enorme peso. «Si de algo pretenden acusarme tendrán que probarlo, y en mi poder o en mi casa no van a encontrar nada» «Nunca sospecharán que a mi caja de seguridad de esta sucursal también tiene acceso, por poder notarial de un notario de Sarasota, mi esposa kate» —iba pensando Javier mientras se acercaba a su coche, aparcado una manzana más al este.
—¿Javi, eres tú?
—Sí. Acabo de llegar. ¿No oyes el llanto de alegría de Indy, dándome la bienvenida? ¿A quién iba a hacer eso el perro, más que a mí?
—Por eso precisamente me lo supuse. ¿Has comido algo, y, lo que es más importante, has hecho todas las gestiones que pensabas realizar?
—Sí. He tomado un sándwich vegetal, porque apenas tenía hambre. En cuanto a las gestiones, están todas hechas. ¡A propósito! Mañana de la que vamos hacia el aeropuerto, como nos coge de paso y además abren a las siete de la mañana, quiero que entres en la sucursal del Bank of América y saques de mi caja de seguridad todos los documentos y los traspases a la tuya. Después de lo que he hablado hoy, tanto con el notario como con el abogado, creo que donde más seguros están es en tu caja.
—¿Cómo ve el abogado el tema? Del notario, ya ni te pregunto después de lo que me has contado de su simpatía por la causa nazi.
—Piensa, como creemos todos, que las agencias harán todo lo posible por cargarme algún muerto antes de confesar públicamente que han estado metiendo la pata durante tantos años.
—¿Qué piensas hacer?
—Seguir con el plan que tenemos preconcebido y procurar atar todos los cabos por si surge la ocasión de tener que defendernos de alguna acusación. Ahora quisiera no seguir hablando sobre el tema y descansar un rato hasta la hora de cenar.
—Como quieras. Yo no te pienso molestar, pero de lo que no estoy tan segura es que Indy te deje en paz después de no haberte visto en todo el día. Creo que vas a tener que tirarle la pelota por la playa unas cuantas veces hasta que se canse. No creo que te venga mal, porque, de esa manera, te evades y oxigenas el cerebro, que buena falta te hará después de todo el día en tensión. ¡Ah, se me olvidaba! He llamado a Cindy y le he dicho que estuviera preparada mañana muy temprano junto con su amiga y vecina Gladys. Que si no podían estar aquí a las 7 de la mañana, hora a la que saldríamos para el aeropuerto, que nos llamaran para decírnoslo y poder cancelar sus billetes que ya les teníamos confirmados. Me contestó que, salvo enfermedad o accidente, procurarían estar en nuestra casa antes de esa hora para no demorarnos en el viaje hasta Fort Myers.
—Enterado. Me voy a poner un chándal para salir con Indy a dar una vuelta por la arena y tirarle la pelota. Cuando regresemos, me tumbaré un rato para descansar hasta la hora de la cena. Realmente me siento cansado, aunque, si quieres que te sea sincero, no he hecho gran cosa para cansarme así. ¡Deben empezar a ser los años que no perdonan!
—Bueno. Vete con el perro y procura no seguir cansándote. En realidad creo que “empiezas a estar viejo” —dijo kate, y comenzó a correr por el porche, ya que Javier inició su persecución tratando de alcanzarla para darle una colleja cariñosa por la afrenta de llamarle “viejo”.
* * *
A la misma hora en el Despacho Oval...
El Presidente Obama, por indicación del Secretario de Estado de defensa León Panetta, había decidido convocar en su despacho presidencial a Michael Morell, (Director de la CIA desde el 9 de noviembre tras la dimisión de Petraeus) Arnold Gibbs (Secretario de Estado de Marina), Leroy Gable (Director del NCIS), Robert Mueller (Director del FBI) y los Agentes Especiales Luc Freeman y David Adams (ambos del FBI). También como oyentes, pero sin derecho a intervenir directamente en las decisiones, salvo que fueran interrogados: Alan Stewart (ex agente del FBI) y Michael Scott Jr. (Sheriff de Fort Myers).
Todos los invitados a la reunión con el Presidente estaban ya colocados en sus respectivos butacones en torno a la mesa de trabajo de Obama, cuando éste entró en el despacho por la puerta disimulada en la pared que comunicaba la sala más emblemática de la White House con el despacho donde permanecían sus escoltas del Servicio Secreto. Automáticamente, todos los invitados se pusieron en pie.
—Buenas tardes, Sres. Tengan la amabilidad de sentarse. Les he convocado esta tarde en este despacho porque Panetta me ha sugerido que el asunto que vamos a debatir hoy aquí es algo de excepcional importancia en estos momentos para los EEUU, que se están jugando su prestigio mundial si todos los aquí reunidos —y yo el primero— no tomamos una decisión unánime que sea creíble ante la opinión pública y ante todas las potencias amigas y aliadas. Opino que debemos de comenzar la reunión de trabajo sin más dilación y por eso te ruego, querido amigo León, que comiences tú haciéndonos un resumen de cómo está la situación en este momento, y la evolución de la misma desde sus origen hasta hoy.
—Gracias, Sr. Presidente —Panetta hizo una pequeña pausa antes de proseguir—. Amigos. Todos los aquí presentes sabemos que, desde el descubrimiento casual, por parte de los buceadores de la Shell en 2001, del pecio hundido del U-166 alemán en la desembocadura del Mississippi, las dudas han rondado por las cabezas de todos los miembros —tanto del FBI como del NCIS— sobre si lo que se había descubierto dentro del restos del submarino era la totalidad de lo rescatable, o no. Por eso, cuando en 2003 se hizo la segunda exploración y se encomendó a dos agentes del FBI que acompañaran a los nuevos buceadores en busca de cualquier resto que pudiera clarificar la misión del submarino en aquellas aguas, las sospechas se confirmaron. El entonces presidente Busch fue informado de que, a juicio de nuestros investigadores, algo sustancialmente importante para la investigación había sido sustraído o manipulado. El diario de a bordo del Capitán Kuhlmann, comandante del U-Boot alemán, estaba incompleto. Sólo abarcaba las anotaciones diarias hasta el 25 de julio de 1942. El resto de las mismas, hasta la del día 30 de julio, habían sido arrancadas cuidadosamente. Desde ese momento, tanto el FBI como el NCIS —y de ello pueden dar fe lo mismo Mueller y Gibbs como Gable, aquí presentes— tuvo la sospecha de que uno de los buzos que intervino en el rescate del Diario se apropió de las mismas. ¿Qué contenían esas páginas? Hasta hace algo más de un mes, como consecuencia de otra investigación en curso de la que, sin duda, os dará los detalles Mueller, no logramos averiguarlo. Cuando el anticuario de Manhattan Bill Reynolds acudió al edificio Hoover y enseñó a Ernest Dalton un manuscrito que un muchacho negro le fue a vender, las cosas comenzaron a aclararse para todos. Según aquellos papeles, expoliados por un capitán de fusileros del US Army en la cripta del castillo de Wewelsburg al final de la Segunda Guerra Mundial, estaba claro que el propio Adolf Hitler reconocía por primera vez —que sepamos— la existencia de un hijo natural suyo que, muy presumiblemente, estaría en EEUU ejerciendo labores de espía para el Reich. ¿El FBI y la CIA habían sido burlados desde el año 1942 sin que nadie en nuestro país se hubiera dado cuenta? El hecho, a todas luces, resultaba muy grave, porque revelaría una incapacidad de nuestras agencias para detectar en suelo americano nada menos que al hijo del propio Hitler. Pero la guinda, como suele decirse, la vino a poner Freeman —también aquí presente— cuando siguiendo la pista a un Prof. jubilado de Historia, español, nacionalizado americano, casado con una súbdita estadounidense y residente en Sanibel, Florida, recibió en su correo —presuntamente remitido por este profesor que andaba tras los pasos también del U-166— una fotocopia de las páginas que faltaban del diario de a bordo del Capitán Kuhlmann. En ellas se aclaraba la auténtica personalidad del pasajero del citado submarino que decía llamarse James Oceransky, natural de Maine y Capitán de Navío de la US Navy, y que en realidad era, ni más ni menos, que ADOLF HITLER RITTER, hijo natural del Führer habido con una mezzosoprano vienesa y que había desembarcado el 30 de julio de 1942 en las costas de Louisiana con el objeto de suplantar al auténtico James Oceransky, que se iba a incorporar como escucha a la base que entonces tenía la Marina en Fort Myers.
Panetta hizo una pausa, tomó un trago de agua y continuó: —Por fin ya sabíamos la auténtica personalidad del pasajero del U-166, pero también conocíamos que al finalizar la guerra seguía en Fort Myers sin ser descubierto y, al parecer, en esa situación estuvo durante casi 69 años hasta que en el día de ayer falleció en un hospital de Tampa de muerte natural accidental, o quizás no, —pero de eso trataremos luego— siendo visitado antes de morir por su hijo —que él jamás llegó a saber que había tenido y que, ¡miren Uds. por dónde! resulta ser el Prof. español de Historia jubilado y que vive en Sanibel. Probablemente a estas horas, Adolf Hitler Forner, que es el nombre verdadero de este hijo natural de Hitler, haya procedido ya a esparcir las cenizas de su padre en el golfo de México, como aquel le pidió en su testamento. ¿Y ahora qué creéis que debemos hacer? ¿Cruzarnos de brazos y esperar a que estalle la tormenta en algún medio sensacionalista?, ¿Buscarle las cosquillas al Sr. Hitler Forner y exponernos a que la copia original del diario de a bordo se publique íntegra en algún Washington Post o similar?, ¿O tal vez confiar en la providencia en forma de Notario de Tampa llamado Morthimer, al que desde hace mucho el FBI tiene fichado como filo nazi, y esperar a que actúe y nos libre de Hitler Forner mediante chantaje o de forma más expeditiva? Amigos. ¡Quiero opiniones y sugerencias!, porque, en estos momentos estoy desbordado —terminó Panetta su intervención.
Fue Luc el siguiente en tomar la palabra para contar las últimas averiguaciones sobre el caso, que todos —por deformación profesional—conocían como el caso Ritter.
—Sres. Poseo una información de última hora que, hasta el momento, sólo le he trasmitido al Sr. Presidente. Una hora antes de acudir a esta reunión, el director del St. Joseph Hospital de Tampa se puso en contacto telefónico conmigo para comunicarme que, por sugerencia del encargado de la seguridad del hospital que él regenta, había procedido a hacer un visionado de las cintas de vigilancia de todas las cámaras del centro, incluida la del box de la UCI, donde estaba en coma el paciente Hitler Ritter. La inspección se había llevado a cabo en presencia del ex Agente Especial del FBI Mr. Alan Stewart por indicación mía. Al revisar la filmación de aquella cámara en los momentos anteriores y posteriores a la muerte de Ritter, se observa como Forner, que estaba apoyado en la camilla del paciente para darle un beso, al volverse para salir de la habitación tropieza con la conexión del cable del respirador artificial que, aunque no se desprende de la base donde estaba enchufado, sin embargo, queda lo suficientemente suelto como para poder desprenderse en cualquier momento, simplemente con la vibración de una pisada en el suelo. ¿Había visto Forner el enchufe cuando entró en la habitación y, al salir tropezó con él deliberadamente? Creo que es difícil de demostrar, pero, en todo caso, puede sembrar una duda razonable en cualquier jurado, dado que el estado de ánimo del Sr. Forner en aquellos momentos no debía de ser nada favorable hacia el cuerpo que yacía en aquella camilla, que resultaba ser su padre, y que él acababa de saber, con pocas horas de antelación, era hijo suyo. ¡El hijo de un espía y asesino al servicio del Tercer Reich! Además, la declaración de la enfermera de planta, Srta. Kelly, nos confirma que cuando ella entró en el box lo hizo porque vio destellar, desde fura del mismo, el piloto rojo que indicaba una anomalía en el aparato de respiración asistida —Luc hizo una pausa—. Quisiera, de algún modo, poder incriminar a Forner en la muerte de su padre, porque, de esta manera, si él conserva los originales comprometedores tanto para la CIA como para nosotros el FBI, con esa imputación quizás lográramos asustarle para tratar de evitar que los hiciera públicos a los medios.
—Creo Luc que ese no es el camino más adecuado para conjurar la tormenta que se nos puede venir encima —intervino Gibbs, agregando—: Si no os hubierais empeñado en el FBI en tratar de buscar un protagonismo que no teníais cuando se descubrió cerca de Forest Sadderly Farm el vehículo calcinado con los restos que resultaron ser los del auténtico Oceransky, probablemente a estas alturas los hechos habrían tomado otros derroteros. Quiero decir que deberíais haberos mantenido al margen de la investigación hasta que nosotros hubiéramos reclamado vuestra colaboración. Se trataba de un marino, y, por tanto, su muerte, en principio era sólo competencia del NCIS. Pero, en fin, ¡a lo hecho, pecho! —Y tras una breve pausa siguió con su discurso—. ¿Alguien de los aquí presentes se puede tomar en serio que algún District Attorney vaya a ordenar, ante tan débiles pruebas —que a mi juicio no se sostienen de ninguna manera en pie—, la detención y posterior encausamiento de Mr. Forner? Yo no me lo creo.
—Como Director del NCIS creo que no existe nada que nos haga pensar que Mr. Forner no ha dado ya las órdenes oportunas para el supuesto de ser encausado y, en consecuencia, si se le detiene por mandato del Fiscal del Distrito —cosa harto improbable por lo que acaba de manifestar Gibbs— el juez de la corte le pondría en libertad de inmediato sin cargos de ningún tipo. Además, ello no impediría que los papeles comprometedores para toda nuestra Administración salieran a la luz.
—Sres. Echándonos la culpa unos a otros no vamos a conseguir nada positivo en esta reunión —dijo el Presidente, y añadió—: Está claro que, hasta el momento, y desde 1942, todos los gobiernos que han tenido los EEUU han cometido errores garrafales con este caso. Sin pretender exculparme, considero que desde el Presidente Franklin D. Roosvelt, pasando por su Secretario de Defensa, hasta Henry Stimson, Secretario de la Guerra en el momento en que Ritter llegó a los EEUU, todos han cometido errores gravísimos por no descubrir que teníamos en nuestro país a un sujeto miembro de las SS, que además era un espía. ¡Sres. ese espía, por si eso fuera poco, era el hijo natural del Führer, nuestro principal enemigo! Acabo de decirlo, y lo repito, no exculpo tampoco a ninguna Administración posterior a la Segunda Guerra Mundial, incluyendo a la mía propia, porque tampoco fueron capaces de darse cuenta.
—Sr, Presidente —intervino Mueller—, disculpe mi interrupción, si es que todavía no ha terminado con su intervención, pero, al hilo de lo que aquí se está diciendo, creo factible conseguir de un juez de distrito—si previamente convencemos al Distric Attorney— una orden judicial para registrar todas las pertenencias de Forner. Siempre podremos argumentar que no ha quedado probado, ni a juicio de la policía ni del FBI, que Javier Hitler Forner no conserve los originales del diario de a bordo del capitán Kuhlmann, cuya fotocopia envió a Luc por correo certificado, ni que tampoco no conserve algún otro documento comprometedor. Si, de esta manera, nos adelantamos nosotros y conseguimos encontrar esos documentos, podremos evitar que el Sr. Forner los haga públicos en la prensa o en cualquier otro medio.
—¿Quién nos asegura que no tiene en su poder otras copias de los originales? —preguntó Leroy jugando a ser el Abogado del Diablo.
—Sr. Presidente —comenzó de nuevo Panetta—, en mi opinión debemos de cubrir todos los frentes. Quiero decir con esto que, si el FBI tiene pruebas de las actividades filo nazis del notario de Tampa Mr. Morthimer, debemos paralelamente pedir al Juez de Distrito que dicte una orden de investigación y registro del despacho del citado notario. Es más que probable que, a estas horas, Forner ya se haya entrevistado con él y, a lo mejor, le ha dado algún documento comprometedor, o, tal vez el notario, al ver el mentado documento haya sacado fotocopia del mismo y lo conserve en su poder para, si la ocasión se presenta, hacerlo público por su cuenta en atención a sus simpatías por la causa del Reich. Creo, Señor, con todos los respetos, que, a pesar de los años transcurridos desde la Segunda Guerra Mundial, ningún presidente, ni demócrata ni republicano, se ha tomado en serio la potencial amenaza de los neonazis en nuestro país. El congreso tendría que haberse ocupado de dictar las leyes correspondientes para evitar la difusión de esa ideología y, también para el control de los fichados por el FBI simpatizantes con esas ideas.
—No es tan fácil como tú piensas, Panetta —contestó Obama, mientras acariciaba a su perro Bo que acababa de colarse en el Despacho Oval, sin que los agentes del Servicio Secreto lo hubieran podido impedir, y prosiguió—: En primer lugar, y tú lo sabes, tendríamos que hacer una nueva enmienda a la Constitución y, en estos momentos, con mayoría republicana en el Congreso, iba a ser imposible. Además, caso de conseguirlo, el ponerlo en práctica podría llevarnos años.
—Creo que tienes razón, Presidente. ¿Qué hacemos entonces en relación con el caso que nos ocupa? —contestó León.
—Lo primero, esperar a mañana a que a ti, a Morell y a Gibbs os dé vía libre para seguir adelante con la presentación de pruebas al Magistrado de Distrito para que éste, a su vez, ordene formalmente el registro de todos los bienes de Ritter y del notario Morthimer. Si lo conseguís, volveremos a reunirnos de nuevo, con las pruebas que hayamos encontrado, para tomar la decisión de cuál va a ser nuestro siguiente paso —dijo Barack Obama con semblante serio, y añadió a modo de despedida: —Se levanta la sesión, y no hagan nada hasta recibir nuevas órdenes mías.
La reunión en la White House había terminado a eso de las cinco treinta de la tarde. Cada uno de los reunidos se fue, bien a su despacho o bien a proseguir las gestiones que había interrumpido cuando fue convocado con urgencia por el Presidente Obama al Despacho Oval. Luc esperó a llegar a su despacho en el edificio Hoover antes de ponerse en contacto con Javier.
* * *
A las 18:00 horas en la Blue House...
Kate acaba de regresar de nuevo a casa después de haberse acercado hasta la sucursal del Bank of América de Fort Myers a traspasar los documentos de la caja de seguridad de su marido a la suya propia. Nadie le había puesto el más mínimo impedimento ya que todos los empleados del banco la conocían perfectamente y sabían que estaba autorizada por acta notarial para poder hacerlo. Parecía que la Sra. Forner presagiaba algo y por eso quiso adelantarse a los acontecimientos y no esperar hasta el día siguiente para llevar a cabo esa gestión, tal y como había acordado horas antes con su marido.
Kate no tenía costumbre de hacerlo, por cuanto la revisión del contenido del buzón del correo era algo que siempre llevaba a cabo Javier, pero aquella tarde, al regreso del banco, se le ocurrió mirar, como si presintiera que había correspondencia sin recoger.
No se equivocaba. Por la mañana, Javier no había estado en casa y a ella se le había olvidado. Al abrir el buzón se encontró con un sobre pequeño acolchado dirigido a Javier y cuyo remitente era el notario Mr. Morthimer que aquella misma mañana lo había depositado en el Post Office de Tampa. Recogió el envío y entró en casa.
—¡Javier! ¿Estás ahí?
—Sí. Aquí estoy en el salón con Indy. ¿Qué tal te ha ido por el banco?
—Bien. Sin ningún problema. Ya está solucionado lo de los documentos. ¡Mira! Tenías esto en el buzón de la correspondencia.
—¿Quién remite?
—Mr. Morthimer.
—¿Qué querrá mandarme ese hombre, que no se le ha ocurrido dármelo esta mañana, ni llamarme por teléfono para comunicarme el envío?
—¡Ábrelo, y lo verás!
Javier rasgó el sobre con un abrecartas y sacó del interior del mismo un CD y una nota manuscrita del propio notario que decía: “Después de ausentarse Vd. esta mañana, recapitulando sobre la conversación que habíamos mantenido en relación con el entierro de su padre, quiero contribuir al mismo con este pequeño detalle que, me consta, es muy difícil de conseguir en los EEUU. Como verá, se trata de dos CD: uno con el himno americano y otro con el himno que seguramente su padre habrá cantado en vida cientos de veces y que, a la vez, es el himno del Partido Nazi. Me costó mucho conseguir esa copia de «Die Fahne Hoch» pero, en atención a la amistad que me unía con su padre, me gustaría que lo hiciera sonar mientras arroja sus cenizas al mar. Como Vd. me había dicho que no las esparciría hasta mañana temprano, creí lo más prudente enviárselo por correo urgente. Espero que haya llegado a tiempo”.
Javier a punto estuvo de arrojar aquel CD a la papelera, pero la oportuna mano de Kate, que también había leído la nota, se lo impidió.
—Javi, ya sé que eso te causa repugnancia, pero, ya que por fin tu padre está muerto y te has liberado de su presencia, “confórtale” con la audición póstuma de aquello en lo que equivocadamente creyó.
—¡Si supieras lo que me cuesta tener que escuchar esa bazofia de música, aunque sea lo último que haga por mi padre!
—Me lo imagino, Javi. A mí también se me revuelven las tripas sólo de leer el título.
Los dos ladridos de Indy, avisando de que había una llamada en el teléfono, terminaron de inmediato con la conversación de los Forner. Fue Javier el que atendió la llamada. Era Luc desde su despacho en Washington.
—¿Javier? Habrás pensado que soy un desconsiderado por no llamarte antes ni acudir hoy a tu casa para acompañarte en el acto de arrojo de las cenizas de tu padre al mar, pero lo cierto es que me ha sido imposible porque me ha surgido una reunión imprevista en la Casa Blanca con mi jefe y con los directores de otras agencias federales. ¿Qué tal ha ido todo? A estas horas me imagino que estarás ya a punto de ponerte a cenar con tu esposa porque el día habrá sido mentalmente agotador para ti.
Forner aprovechó las palabras del Agente Espacial del FBI para dar por sentado que todo había transcurrido como él afirmaba y respondió: —No te había preguntado ayer, porque habrás notado que estaba totalmente desconcertado, pero es lo cierto que después de estar contigo me entró la duda de si las aguas próximas a Sanibel estaban incursas en alguna prohibición de arrojar cenizas al mar, y, hoy, después de comprobar que no lo estaban, Kate y yo nos fuimos con el coche hasta el punto más al norte de la isla y allí las esparcimos en el Golfo. Aunque todavía me durará algún tiempo el triste recuerdo de lo sucedido, espero que poco a poco me vaya olvidando de ese tema. Sin embargo, no creo que vaya a ser fácil por cuanto aún tendré que acudir varias veces al notario de Tampa para recoger el testamento hológrafo de mi padre autentificado por Mr. Morthimer, y firmar el acta de aceptación de herencia. En fin, son trámites que, como ya los he vivido una vez con motivo de la muerte de mi madre, no me van a resultar extraños.
—Me alegro de que todo se haya terminado, y deseo que los trámites pendientes los resuelvas de la más rápida y mejor manera posible. Ya sabes dónde me tienes si alguna cosa necesitas de mí, tanto en relación con el asunto de tu padre como con lo que sea. Recuerdos a Kate con un beso, y un abrazo para ti.
Tras colgar el auricular, Javier emitió un resoplido que indicaba que comenzaba a sentirse harto de fingir a todas horas en todo lo relacionado con la muerte de Ritter.
—¿Nos dejarán ya cenar en paz, Javi?
—No lo tengo muy claro, por cuanto parece que este número telefónico tiene hoy imán para todo el mundo.
A pesar de la presunta imantación, según Forner, de su número de teléfono, éste no volvió a sonar ninguna otra vez en lo que quedaba de día, por lo que el matrimonio pudo cenar y descansar tranquilamente, a pesar de que la urna cineraria sobre la repisa del mueble del salón pareció estar mirándolos continuamente mientras ambos permanecieron en la estancia.
* * *
06:30 de la mañana siguiente en Sanibel...
Serían las siete menos pocos minutos y los Forner ya estaban dispuestos, con el equipaje de mano y la urna con las cenizas de Ritter, para emprender el viaje hacia el aeropuerto de Fort Myers. A Indy acababan de volver a dejarlo a cargo de la vecina que, la pobre, últimamente, no hacía más que ocuparse de aquel Golden Retriever bonachón que, cuando quería conmoverte, te lanzaba una mirada lánguida a la que no te podías resistir.
Una llamada al timbre de la puerta principal, tras el ruido del apagado de un motor de automóvil, indicó a los Forner que alguien acababa de llegar hasta su porche. Al abrir la puerta, Javier vio como las dos mujeres que allí estaban, Cindy y Gladys, habían sido todo lo puntuales que el tráfico les había permitido. Kate, que salió a continuación a la puerta, dio un par de besos a cada una de las señoras y todos, maletas y urna cineraria incluidas, se acomodaron en el Cadillac de los Forner.
Cuando llegaron al aeropuerto de Fort Myers, serían, aproximadamente, las ocho menos cuarto. «Tengo el tiempo justo para acercarme hasta el mostrador de la compañía de transporte y facturar la urna con las cenizas de mi padre en el vuelo a Pensacola» —pensó Javier, y así era en realidad.
—Convendría que vosotras fuerais ya embarcando en el vuelo de la Delta para New Orleans, porque yo, entre unas cosas y otras, llegaré casi con la lengua afuera para poder tomarlo.
—No te preocupes en exceso, Javi —comenzó kate—, porque acabo de ver en el panel electrónico de salidas que el vuelo de nuestra compañía está “delayed” unos diez minutos por razones del control del espacio aéreo.
—¡Menos mal! Voy corriendo hacia la Federal Express con la urna —dijo Javier, y salió a toda velocidad hacia el mostrador de carga de esa compañía.
Quince minutos más tarde, Forner estaba ya de vuelta, con el “paquete” ya facturado, ante la puerta de embarque de su vuelo para New Orleans. Afortunadamente, no había sido el último en embarcar. Aún tuvieron que hacer por la megafonía del aeropuerto una “last call” a dos pasajeros, que, por fin, no llegaron a tiempo al embarque.
Diez minutos después de haber subido al avión, el vuelo despegaba rumbo a New Orleans a donde llegarían, sin novedad digna de mención, unas dos horas después.
Nada más desembarcar del vuelo en la capital del Jazz y del Blue, los Forner y sus acompañantes recogieron sus respectivos equipajes de mano y se fueron directamente al mostrador de Rent a Car, donde Javier había alquilado por Internet un utilitario para poder desplazarse hasta Pensacola a recoger la urna con las cenizas de su padre, que no habían podido llegar hasta New Orleans, porque la Federal Express no hacía vuelos a esa ciudad desde Fort Myers.
En el WW Polo alquilado, los Forner y sus acompañantes circunstanciales hicieron el viaje a Pensacola que tenían proyectado para recoger en el aeropuerto las cenizas de Ritter. Serían algo más de las doce del mediodía cuando llegaron a la terminal de carga donde estaba el avión que había trasladado la urna dese Fort Myers. Después de múltiples trámites burocráticos, lograron emprender el regreso hacia New Orleans, desde donde se dirigirían a un lugar de la costa cercano al Delta.
* * *
A la misma hora en la Casa Blanca...
Las noticias sobre la matanza que acababa de producirse en la pequeña localidad de Newtown en Connecticut, inundaban la mesa de trabajo del Presidente Obama que se mantenía en permanente contacto con el Director del FBI y con el Sheriff de la localidad donde había ocurrido la tragedia en la escuela, que, hasta el momento, había costado la vida a 27 personas, de las cuales 20 eran niños menores de diez años y el resto adultos, incluyendo entre ellos al asesino de 20 años que, al parecer, se había suicidado después de haber cometido la matanza indiscriminada. Los medios de comunicación asediaban por teléfono al Departamento de Prensa de la Casa Blanca y el presidente se creyó en la necesidad de dar un mensaje radiado y televisado a la nación.
En una de las llamadas que Obama mantuvo con Mueller le pidió a éste paciencia para tomar una decisión sobre el asunto del que habían estado hablando el día anterior por la tarde en el Despacho Oval.
—Como comprenderás, Mueller, con el asunto que se nos ha presentado esta mañana, no he tenido tiempo de pensar a fondo qué es lo que vamos a hacer en relación con el asunto Ritter. Éste, no me parece excesivamente urgente, y, en consecuencia, creo que podemos esperar unos días. Podéis ir recopilando todas las pruebas que consideréis necesarias para presentarlas al Subfiscal de Distrito de Tampa y, cuando, estén todas reunidas me avisáis a ver si considero que debemos seguir adelante con el plan, o no —dijo el Presidente.
—Me hago cargo, Presidente, de tu situación en estos momentos, así que vamos a ir estudiando y recopilando pruebas y ya te avisaré yo personalmente cuando las tengamos listas. Considero, como tú, que lo prioritario en estos momentos es tratar de calmar los ánimos que parecen muy encendidos de una población que ha visto, cómo en los últimos dos años se han producido cuatro matanzas indiscriminadas de ciudadanos inocentes. Ya sé que, con la actual composición del Congreso con mayoría republicana, nos sería imposible sacar adelante una enmienda de la Constitución que limitara el uso de armas de fuego en este país, pero es necesario hacer algo, y creo que tú, como nadie, eres capaz de calmar a la opinión pública con un mensaje a la nación —respondió Mueller.
—Lo intentaré, Robert. Lo intentaré. En cualquier caso, mantenme informado de cualquier novedad a través del Vicepresidente, si no logras contactar conmigo por mi saturación de trabajo con lo de Newtown.
Después de dirigirse a la nación en un mensaje radiotelevisado, como tenía previsto, el Presidente siguió ocupado todo el día en seguir minuto a minuto las noticias sobre la tragedia de Connecticut, dando instrucciones para actuar a todo el mundo.
* * *
A la misma hora en el edifico Hoover de Washington...
Luc, en su mesa de despacho, había recibido la orden de su jefe de seguir adelante con la acumulación de pruebas para presentar al Magistrado de Distrito en relación con el caso Ritter. La directriz de Mueller había sido trasmitida por Freeman a sus subordinados y a los directores de las otras agencias que colaboraban en la investigación.
Cuando Gibbs recibió la llamada de Mueller con la orden directa del Presidente a través de la llamada del Director del FBI, dispuso las cosas de tal manera que sus subordinados se pusieron a actuar de inmediato. En efecto, Leroy fue el primero en dar una respuesta a su jefe.
—¿Gibbs? Soy Leroy. Mis asesores legales me acaban de informar que no es del todo improbable que, con las pruebas indiciarias que poseemos hasta el momento, el Fiscal del Distrito autorice un registro para completar pruebas antes de decidir si acusa o no a Javier.
—¿Te han dicho los leguleyos qué tanto por ciento de posibilidades de orden de registro consideraban que existía?
—No creen que pasen del 50% porque las pruebas indiciarias que poseemos hasta el momento son muy endebles.
—En cualquier caso, insiste, y no dejes de presentarlas al Magistrado Juez del Distrito —dijo Gibbs, dando por terminada la conversación.
Luc llamó a continuación a David Adams y le puso al corriente de los últimos acontecimientos relacionados con el caso. Le dijo que sería conveniente que informara de los mismos a todos los Sheriffs que estaban bajo su jurisdicción, y el agente de Cape Coral no tardó en cumplir la orden de su superior informando en primer lugar a Scott Jr., amigo suyo y con sede en la otra orilla del río, en Fort Myers. Prácticamente las noticias sobre lo que la policía debería de hace en relación con el caso Ritter, a la espera de una confirmación oficial por parte del Presidente o del Vicepresidente Joe Biden, era recopilar pruebas indiciarias y esperar la orden definitiva para presentarlas ante el Fiscal del Distrito en Tampa. Con respecto al notario Morthimer, no era necesario reunir nuevas pruebas ya que las existentes en los archivos oficiales del FBI constituían de por sí un material consistente para poder acusar al citado notario de actividades antiamericanas. Si, además, se podía encontrar alguna relación entre esas supuestas actuaciones y su labor profesional que, de alguna manera, demostrara que había actuado con Ritter de forma contraria a los intereses y al prestigio de los EEUU, pues, tanto mejor.
* * *
A la misma hora, en los pantanos del Delta...
Los Forner, y sus acompañantes, las Sras. Black y Turner, habían llegado con su coche, por un camino casi intransitable por el barro en algunos lugares y polvoriento en otros, hasta unos 100 metros de uno de los brazos del Mississippi. Aparentemente nadie aparecía visible por aquellos alrededores —al menos eso es lo que las cuatro personas pensaban— y se decidieron a sacar la urna cineraria del portamaletas del Polo que estaba totalmente lleno de barro como consecuencia de rodar por aquellos andurriales.
—¿Creéis que desde aquí se podrá oír la música que pongamos en el reproductor de CD del coche cuando estemos arrojando las cenizas a la orilla del mar? —preguntó Javier a sus compañeros de viaje.
Fue Cindy la primera que se atrevió con la respuesta, que, en el fondo, expresaba el sentir común de las otras dos personas.
—Si se pone la música un poco alta, no creo que haya ningún problema en que se pueda escuchar desde la misma línea de costa.
—Pues, ¡vamos allá! —y Javier tomó entre sus manos la urna después de poner en un volumen elevado el reproductor de CD con Die Fahne Hoch sonando a todo volumen.
Cuando Forner comenzó a andar hacia el límite de la costa, las otras tres mujeres, encabezadas por Kate, le siguieron a escasos dos metros de distancia.
En el borde del mar se oía perfectamente aquella música que iba desgranando poco a poco la letra del himno nacionalsocialista, que Ritter en vida tantas veces habría cantado y escuchado con devoción. Javier abrió la urna y con sus manos comenzó a esparcir las cenizas de su padre mientras en voz baja murmuraba: «¡Que Dios te perdone en su infinita misericordia!», a lo que las mujeres contestaron: «Amén».
No había terminado Forner de arrojar el último puñado de cenizas al mar cuando se oyó una voz masculina a corta distancia que decía: «¡Policía del Condado!, ¡Quietos todos donde están y no se muevan!
Tanto a Javier como a las tres mujeres se les heló la sangre por un momento. «¿De dónde había salido aquel agente de la ley que aparecía de improviso?» —pensaron todos sin decir nada y levantando las manos.
Dos minutos más tarde el policía uniformado estaba ya a su lado y les ordenaba que permanecieran en aquella postura mientras procedía a registrales. Después de hacerlo, y al no encontrar nada que él considerase sospechoso, les pidió uno a uno que se identificaran, cosa que todos hicieron de inmediato.
—Bien. Sr. Forner -comenzó el agente de la ley—, tengo que imponerle una multa de $5.000 por arrojar cenizas al mar en un lugar de la costa donde está absolutamente prohibido el hacerlo. Además he de imponerle otra, por poner música con himnos prohibidos en los EEUU por las leyes federales y las del Estado de Mississippi, por un importe de otros $2.500.
El agente se volvió entonces hacia Kate, Cindy y Gladys y añadió: —A cada una de Uds. Sras., también me veo en la obligación de imponerles una sanción económica de $500, por colaborar con el autor en la comisión de esa falta y delito, porque, por si Uds. lo desconocen, les diré que en este Estado la difusión de Himnos prohibidos por la ley está considerada como delito. Además tendrán que acompañarme en su coche ante el Fiscal del Distrito para que determine si es suficiente con el pago de las sanciones económicas, o, por el contrario, determina su ingreso en prisión.
Los Forner y las dos amigas no se podían acabar de creer lo que les estaba pasando. Subidos en el Polo de alquiler y escoltados por el coche patrulla de la policía del condado de New Orleans, se dirigieron hacia el centro de la ciudad donde en uno de los barrios, aún con señales de la destrucción causada por el Katrina, estaba la oficina del Fiscal del Distrito.
La explicación al District Attorney de los motivos de la comparecencia ante él de aquellas cuatro personas, se limitó a una sucinta narración por parte del policía de lo acaecido.
El Fiscal consultó la base de datos de la policía en primer lugar y, al no hallar rastro de ninguna de las cuatro personas, se conectó con la del FBI. Afortunadamente para los retenidos no había tampoco nada desfavorable para ellos en aquel registro informático, por lo que dijo: —«En vista de la falta de antecedentes policiales en todos y cada uno de Uds., decreto que satisfagan una fianza inmediata por valor de $ 9.000 para que pueda dejarles en libertad sin cargos, siempre y cuando se comprometan por promesa o juramento ante la Constitución de los EEUU a no volver a delinquir en este Estado»
Javier, un poco repuesto del susto, se atrevió a preguntar: — ¿Puedo extender un cheque contra mi cuenta corriente en el Bank of América de Fort Myers, FL.?
—Diré a mi auxiliar que compruebe la firma y la existencia de fondos en la citada cuenta, y, si está todo conforme, pueden Uds. irse cuando quieran, aunque les advierto que esta comparecencia tendrá consecuencias para su ficha policial, por cuanto quedara anotada en el registro de la base de datos del FBI. ¡Es la Ley!
Una vez comprobada la bondad del cheque, y aceptado por el Fiscal del Distrito, Javier, Kate, Cindy y Gladys abandonaron a toda prisa en su Polo alquilado la sede judicial y se encaminaron hacia el aeropuerto a donde llegaron con el tiempo justo para tomar el vuelo de regreso a Fort Myers.
Dos horas y cuarto más tarde, debido a los vientos de morro con los que se había encontrado el avión en su trayecto de regreso a casa, aterrizaban sin novedad en el aeropuerto de destino. Eran entonces las 19:30 horas y ya había anochecido mucho antes de tomar tierra. Desde el aparcamiento, en donde había dejado Javier estacionado su coche a primera hora de la mañana, se encaminaron hacia el norte, en dirección a Venice, para dejar a las dos amigas que les habían acompañado en sus respectivas casas.
Ante la puerta de la casa de su padre —que ahora era suya— Forner se dirigió en primer lugar a Cindy y le dijo: —Sra. Black, mi más profundo agradecimiento por cuanto ha hecho Vd. en vida a mi difunto padre, y, también, ¡cómo no! por dignarse a acompañarnos a Kate y a mí a las últimas exequias fúnebres del difunto “Oceransky” como decía llamarse mi padre. Sepa, que, una vez me haga cargo oficialmente de la herencia de mi padre, redactaré un documento de cesión del uso de ésta casa por parte de Vd. mientras viva. Kate y yo vendremos dentro de unos días, cuando todas las formalidades se hayan completado, a ver el contenido de la misma por si hubiera algún documento u objeto que nos pudiera interesar conservar. En cuanto a Vd., Sra. Turner, también expresarle nuestro agradecimiento por haber acompañado a la Sra. Black en unos momentos delicadísimos en los que, sin duda, ella sola quizás se hubiera desmoronado anímicamente. En mi nombre, y en el de Kate, aquí presente, les repito las gracias a ambas y ¡hasta pronto! ¡Que tengan un feliz descanso, pues el día ha sido muy agitado para todos!
En nombre de las dos amigas, fue Cindy la encargada de dar réplica a las palabras de Javier.
—Sr. y Sra. Forner —porque para mí seguirán siendo eso, aunque ya sé que ahora les tendría que decir Sres. Ritter—, en mi nombre, y creo que también en el de la Sra. Turner, les estamos muy agradecidas por permitirnos acompañarles en el último adiós a su progenitor. Gracias también, por lo que a mí respecta, por permitirme hacer uso mientras viva de esta casa en la que pase los cinco últimos años de mi vida cuidando al Sr. Oceransky. No tengan Uds. cuidado que, hasta que no vuelvan por aquí a inspeccionar el contenido, les prometo que no tocaré ninguna de las pertenencias del difunto. ¡Que tengan un feliz viaje de regreso hasta su casa! ¡Ya saben dónde me pueden encontrar si es que me necesitan para cualquier cosa! Bye!
—Bye! —dijeron al alimón Javier y kate mientras se introducían de nuevo en el Cadillac que les llevaría hasta su casa en Sanibel a donde llegarían pasadas las 20:30 horas.
Una sorpresa, sin embargo, aguardaba a los Forner cuando aparcaron frente al porche de la Blue House. Indy se había escapado del jardín de la vecina, donde ésta le tenía confinado, y se hallaba a la puerta de la casa, enroscado sobre sí mismo con cara de tristeza. ¡Echaba de menos a sus amos! Cuando sintió el motor del coche de Javier, y comprobó que era él, se abalanzó hacia el cristal de la ventanilla del conductor dando muestras de una indescriptible alegría. Forner tardó casi un minuto en poder abrir la portezuela y bajarse del auto, porque el perro no atinaba, de puro nerviosismo y contento, a bajar sus patas delanteras de la ventanilla del coche, a pesar de que kate le llamaba desde el asiento de atrás, insistentemente; estaba como loco de felicidad por haber recuperado a sus amos.
Al día siguiente, Gordon no tenía ningún juicio en Tampa ni tampoco en Miami en los que estuviera que estar presente. Por esa razón permanecía en su despacho de Venice cuando su secretaria le indicó que tenía en espera para él una llamada del notario Mr. Morhimer de Tampa. A través de la línea interna que le mantenía en contacto con sus auxiliares de despacho, contestó al aviso diciendo que le pasaran la comunicación.
—¿Gordon? Soy Morthimer. ¿Me puedes atender un momento, o estás muy ocupado?
—Ni más ni menos que en cualquier otro momento, pero, ¿dime, ocurre algo especial?
—Tengo entendido que te has convertido en el abogado del Sr. Ritter Forner. ¿Es cierto?
—Bueno. Formalmente aún no, porque todavía no me ha traído el poder notarial para que actúe como tal, pero me ha preguntado si lo quería ser y yo le he respondido que sí. ¿Es que ha ido por tu despacho para que le redactes ese poder?
—No. No ha venido por aquí para eso. Estuvo el otro día para tratar otros asuntos relacionados con la muerte de su padre. No te llamo por eso, sino para avisarte de que hoy ha estado aquí la policía poniendo mi despacho patas arriba. Venían con una orden de registro del District Attorney de Tampa a ver si encontraban algún documento comprometedor para mí en relación con la muerte y las actividades de Hitler Ritter. Como es lógico, no encontraron nada, pero atando cabos, creo que conocen, al menos en el FBI, mi simpatía por la causa del Tercer Reich. El caso es que, sabiendo, como deben de saber, que tú y yo somos amigos desde hace mucho tiempo, probablemente sospechen también de ti en relación con ese asunto. Te llamo porque, aunque tengan pinchados nuestros teléfonos, que los tendrán sin duda, tienes que saber lo que me ha ocurrido y, lo mismo que me pasó a mí te puede ocurrir a ti en cualquier momento.
—A mí, aunque me registren de arriba abajo, no me van a encontrar nada comprometedor, sencillamente porque no lo tengo, así que en ese aspecto estoy tranquilo. ¡A propósito! ¿Tienes ya concertada cita con Ritter Forner para entregarle el acta de autentificación que, al parecer, te solicitó?
—Quedó en venir por aquí hoy o mañana con su esposa para ese asunto, pero, de momento, no ha aparecido.
—Por mi despacho tampoco ha aparecido hasta el momento, pero quizás venga esta tarde que sabe que tengo despacho al público.
—Bien, Gordon. Estaremos en contacto.
—Bye! Morthimer.
El Attorney Gordon, quizás por haberse criado en el seno de una familia con filias pro nazis desde que su abuelo materno de origen alemán emigró a EEUU a finales de los años 30 del pasado siglo, había adquirido parte de esos sentimientos, trasmitidos de generación en generación, a través de su madre. Cuando comenzó sus estudios de Derecho en Yale, se encontró con Morthimer que entonces desempeñaba el cargo de Profesor de Derecho Procesal civil en la facultad de Leyes de aquella universidad. Un día, la casualidad quiso que ambos coincidieran en un paseo por el campus, y que comenzaran a hablar de lo divino y de lo humano. Pronto, el profesor Morthimer, activista de la causa del neo nazismo en los EEUU, se dio cuenta de las simpatías que Gordon sentía hacia todo lo relacionado con el Tercer Reich. La amistad entre los dos se fue profundizando a medida que pasaron los años y, ya una vez que el abogado terminó sus estudios en Yale y decidió establecerse por su cuenta como Attorney, Morthimer, que había comenzado a ejercer como notario en Tampa, decidió ayudarle a encontrar un buen bufete del que formar parte. Conseguido ese objetivo, ambos trabajaban tratando de ayudarse mutuamente y, de esta manera, a través de Morthimer, Gordon consiguió tener como cliente a Ritter con el mantenía frecuentes confidencias y compartía opiniones sobre lo que debería de hacerse para, a la vista del deterioro de la sociedad americana, instaurar nuevos valores copiados del nacionalsocialismo alemán.
Luc no había querido esperar a que el Presidente de los EEUU diera luz verde a la solicitud de órdenes de registro a los Fiscales de Distrito y, aquella misma mañana, sin consultar a su Director Mueller, había acudido, por medio de David Adams, a solicitar al Subfiscal de Distrito de Tampa la orden de registro del despacho de Morthimer que se había llevado a cabo de inmediato con resultado negativo. Desanimado, no quiso seguir solicitando órdenes de registro de las pertenencias de Javier hasta no tener el visto bueno de sus superiores, que quizás se llevaran una regañina del Presidente por haber comenzado estas actuaciones sin su luz verde. Prefirió esperar, antes de seguir adelante con lo tratado en el Despacho Oval hacía un par de días.
Javier quería, por su parte, acelerar todo lo relativo a la herencia y papeles de su padre y le propuso a Kate un plan para llevar a cabo aquella misma tarde.
—Kate. Después de lo que nos ha ocurrido ayer en el Delta, no tendría nada de particular que el FBI tratara de hacer un registro en nuestra casa y en el Bank of América en busca de pruebas que me incriminen en el caso de Kevin Stone y de la muerte de mi padre. Por eso, se me ocurre, que esta misma tarde, tú podrías ir hasta el despacho de Gordon en Venice y, después de presentarte, le pidieras que nos acompañara, una vez que tuviéramos cita confirmada con Morthimer, para recoger la aceptación de herencia, la autentificación de documentos de mi padre y el poder notarial para que actúe como mi abogado — ¿para qué lo vamos a hacer con otro notario? — y le entregáramos a él lo que era suyo y nosotros recogiéramos el resto de la documentación.
—¿Y no sería buena idea que antes de hacer eso que me propones, pasara por el banco, hiciera una fotocopia de todos tus papeles en relación con tú padre, se la llevara a Gordon y nosotros nos siguiéramos quedando con el original? Digo esto, porque imagínate que el FBI registra el banco y no encuentra nada porque está todo en mi caja de seguridad. Sigue suponiendo que el notario Morthimer es también registrado en su despacho y que tampoco encuentran nada, pero ¡oh desgracia!, la prensa se entera de la muerte de tu padre y publican, aunque sea un simple suelto, en el que relacionan a anciano de 97 años residente en EEUU que actuó como espía para el Reich y que acaba de morir en un hospital de Tampa de forma un tanto extraña. ¿Tú, si fueras el FBI no supondrías que bien Morthimer —al que seguro tienen fichado— o tú mismo habéis filtrado a la prensa esa noticia?
—Sí. Me parece lógica tu argumentación, pero no entiendo a donde quieres ir a parar.
—A ver si me explico. Si a Morthimer lo tiene vigilado el FBI y nosotros vamos directamente a verle a su despacho a recoger los documentos que tiene que darnos, nos pueden tender una trampa y detenernos a la salida de la notaría, ¿o no?
—Hasta ahí, de acuerdo.
—Si le llamamos por teléfono para pedirle día y hora, ¿no tendrán controlado su teléfono y el nuestro?
—Creo que sí.
—Por lo que me contaste, tú le dijiste a Gordon que si a ti te ocurría algo no dudara en contactar conmigo para pedirme los documentos de la caja a fin de que él los filtrara a la prensa.
—Así fue.
—De acuerdo con todo lo anterior, ¿no sería más eficaz que yo me acercara hasta su despacho con una fotocopia de los mismos y se la entregara?
—Me parece correcto, pero, ¿qué conseguimos con eso?
—Javier, estás obtuso. ¿No lo ves claro?
—Aún, no, Kate.
—¿De una señora normal y corriente que acude a un despacho de abogado con una peluca con un color de pelo distinto al mío y con gafas de intelectual, quien va a sospechar?
—Nadie, supongo.
—¿No te das cuenta entonces que, lo que yo necesito es acudir disfrazada a ese despacho para llevarle las fotocopias, conseguir que una de sus secretarias hable con el despacho del notario, pida día y hora para una cita para nosotros y se lo digamos a Gordon, para que éste nos acompañe a ver a Morthimer, para recoger los documentos tuyos y suyos que tiene el notario?
—¡Acabáramos! Ahora lo entiendo. Si con ese plan nos descubrieran y me detuvieran, o Morthimer pretendiera jugarnos una mala pasada, siempre estaríamos a cubierto, porque Gordon tiene orden de hacerlos públicos a la menor que a mí me pase. También el notario tiene esa orden, pero de él no me fío en absoluto por muchas razones.
—Entonces, ¿cojo el coche y me voy al banco a hacer las fotocopias?
—No estaría nada mal que fuéramos ganando tiempo.
—No me llames por el celular, porque puede estar pinchada la línea. Cuando regrese te daré las novedades que haga falta.
—De acuerdo, Kate. ¡Ten mucho cuidado!
—Lo tendré. No te preocupes si tardo un poco más de lo habitual. En cualquier caso, creo que esté de vuelta en menos de dos horas.
—Ciao! Un beso.
—Ciao! Otro para ti.
* * *
Entre tanto, en Tampa...
Desde aquella mañana, y a pesar de no contar con el visto bueno del Director Robert Mueller, Luc había dado la orden a la policía del condado de Tampa de que mantuvieran apostado discretamente, junto al despacho profesional del notario Morthimer, un coche patrulla con dos agentes que vigilarían la notaría las veinticuatro horas del día. Luc tenía una corazonada de que aquella medida podía resultar de mucha utilidad. ¡Y no se iba a equivocar!
Los acontecimientos se iban a precipitar aquella tarde de forma inesperada. La edición vespertina del Washington Post publicaba un pequeño suelto en tercera página cuyo titular rezaba de la siguiente manera: «Un anciano de 97 años, residente en las afueras de Venice, FL., presunto espía alemán durante la Segunda Guerra Mundial en los EEUU, fallece de forma accidental en la UCI del hospital St. Joseph de Tampa» En el desarrollo de la noticia, el columnista se hacía preguntas retóricas sobre cómo era posible que el sujeto no hubiera sido detectado por la CIA ni por el FBI.
El Vicepresidente Joe Biden, a quien los Servicios Secretos comunicaron de inmediato el contenido del suelto del Washington Post, trasladó rápidamente al Presidente Obama la noticia.
—Joe. No tengo tiempo de ocuparme personalmente del tema a causa de la coordinación de los asuntos relacionados con la matanza de Newtown. Por esa razón, te ruego que te pongas en contacto de inmediato para, en mi nombre, dar luz verde a Mueller y a los demás a fin de que pongan en ejecución de inmediato el plan que diseñamos anteayer en mi despacho con relación al caso. Diles que reúnan todas las pruebas posibles y que procedan, ¡ya! a efectuar los registros acordados, si es que el Magistrado Juez de Distrito les autoriza a hacerlo con una orden expresa. Creo sinceramente que alguien ha comenzado a ponerse nervioso y, temiendo un registro inminente, ha decidido filtrar a la prensa esa gacetilla para tratar de asustarnos y de paralizar cualquier acción por nuestra parte. A mi entender, el más proclive a hacerlo es, sin duda, el propio Javier Ritter, que ayer mismo fue fichado por el FBI en el Delta del Mississippi, según Mueller me acaba de informar, esparciendo las cenizas de su padre en un lugar prohibido de la costa. Creo, que esta circunstancia es motivo más que suficiente para que Javier se ponga nervioso y tema un registro de sus pertenencias. Quizás pensó que filtrando esa noticia al Washington Post nos detendríamos momentáneamente antes de tomar ninguna otra decisión. Claro que, también cabe la posibilidad de que haya sido el filo nazi Morthimer el autor del filtrado. De esta manera daría a entender al Sr. Ritter Forner que le tenía en sus manos, y que, con las copias de los documentos que estuvieran en su poder, podría hacer lo que quisiera. Su venganza hacia los EEUU seguiría estando controlada por él, aun en el caso de que Javier muriera o desapareciera. A Mueller has de decirle que tampoco se olviden del Attorney de Venice, Mr. Gordon, puesto que no me extrañaría nada que participara de las mismas ideas del fallecido y del notario de Tampa. En fin, que el Director del FBI a través de todos los agentes que intervienen en el caso, mantenga en estrecha vigilancia a todos los implicados.
La orden sería trasmitida de forma inmediata a media tarde a todos los interesados, que se pondrían en el acto a ejecutarla.
* * *
Entre tanto, en Venice...
Kate había llegado a la sucursal de su banco en Fort Myers hacía más de una hora. El Director de la misma, al verla entrar en la oficina, le hizo una seña para que pasara su despacho. Ya en el interior del mismo, el bancario comenzó a hablar.
—Tengo noticias inquietantes para su marido y para Vd. Hará una media hora, varios agentes de la policía del condado y un miembro del FBI estuvieron aquí con una orden judicial revisando todas las cuentas de su marido y suyas, así como la caja de seguridad de Javier. Al parecer, no debieron encontrar lo que buscaban porque abandonaron la sucursal bastante malhumorados. Por lo que respecta a su caja, Sra. Forner, ni me preguntaron siquiera si la tenía. A la vista estaba, de todas formas, que tenían mucha prisa, porque salieron de aquí en sus coches como si fueran a la captura de un terrorista.
—Gracias por informarme, pero no se preocupe Vd. porque ni el banco ni su persona se van a ver involucrados en nada turbio, puesto que ni mi marido ni yo tenemos asuntos de ese tipo. Ahora, si me lo permite, me gustaría hacer una fotocopia de algunos documentos que tengo en mi caja de seguridad y llevármelos.
—A un cliente como Vd. Sra. Forner no le vamos a poner ninguna pega. Puede bajar cuando lo desee al recinto de la cámara acorazada a hacer lo que guste. ¡A propósito! Perdone la indiscreción, pero, ¿ha decidido cambiar su look de pelo por el de una señora morena? —preguntó curioso el director del banco ante la peluca que portaba kate.
—Cosas de mujeres. Después de tantos años haciendo de rubia, me apeteció cambiarme de color de pelo. Y ahora, si me lo permite...
Kate bajó a la cámara acorazada y comenzó a actuar de acuerdo con el plan preconcebido con Javier unas horas antes.
Cuando salió del banco, se despidió con un gesto del director que estaba con otro cliente y, nada más salir a la calle, se subió a su coche y partió en dirección a Venice a donde llegaría treinta minutos después.
Tras identificarse en el video portero del despacho de Gordon, le franquearon la entrada y llegó ante la puerta del despacho del Attorney.
Una vez que hubo entrado en la consulta del abogado, éste le franqueó el acceso a su despacho y, tras tomar asiento, comenzó a exponerle a Gordon los motivos y deseos de su visita.
El abogado comprendió perfectamente el punto de vista de Kate que, al mismo tiempo, era también el de su marido. Gordon pidió a una de sus secretarias que concertara con Morthimer una cita para los Sres. Forner al día siguiente por la mañana y que informara al notario de que, probablemente, aunque llegara un poco más tarde, él también asistiría a la misma. Después de comunicar la hora de la cita a Kate, el abogado cogió un ejemplar del Washington Post vespertino del día, y, sin decir nada, se lo mostró a la Sra. Forner. Ésta, leyó el suelto y, también sin comentario de ningún tipo, sacó sus propias conclusiones. «Morthimer se está curando en salud» —pensó, pero «¡Qué equivocada estaba!», como los hechos le vendrían a demostrar al día siguiente»
¡Por fin! Kate y Javier iban a ser recibidos el día después a las 12 de la mañana en el despacho del notario en Tampa. Se despidió del abogado y quedaron en volver a verse al día siguiente a la hora convenida en el despacho de Mr. Morthimer.
«A fe que se verían, pero, ¿en qué circunstancias?» —eso era algo que kate no se podía ni imaginar en aquel momento.
* * *
Una hora más tarde, de nuevo en la Blue House...
Serían las ocho de la tarde pasadas cuando Kate volvió a aparcar su coche a la entrada de su casa en Sanibel. Como acostumbraba a suceder, cuando alguno de los dos moradores regresaba a casa, el fiel y cariñoso Indy fue el primero en salir corriendo a recibirla, colmándola de saltos y piruetas de alegría, así como de lametones, que su dueña trataba de esquivar.
Javier también había salido al porche a recibir a su mujer.
—¿Qué tal te ha ido en Fort Myers y en Venice?
—En el banco he podido comprobar cómo nuestras sospechas sobre las intenciones del FBI se habían materializado. Nada más llegar, el director de la oficina me informó del registro de nuestras cuentas y de tu caja de seguridad que habían llevado a cabo hacía apenas media hora. Según el testimonio del jefe de la sucursal, se fueron bastante enojados por no haber encontrado nada de lo que buscaban. Mi caja, al parecer la ignoraron, bien porque no sospechaban que existía, o bien porque no tenían orden judicial para hacerlo. En cualquier caso, su inactividad en lo que a ella se refiere, nos ha salvado —y tras una pausa, Kate dijo—: Por lo que se refiere al abogado de Venice he logrado lo que nos proponíamos, es decir, que pidiera una cita a Morthimer para mañana. Éste nos espera a los tres a las 12 del mediodía en su despacho. ¡Ah! Gordon me dijo también que al notario le habían registrado su despacho con nulo resultado. He dejado para el final lo que considero más importante. ¡Mira! Aquí te traigo un ejemplar del Washington Post de esta tarde. Observa el suelto de la página tres —terminó Kate.
Después de leerlo con detenimiento, Javier comentó en voz alta.
—Creo que ya empiezo a saber por dónde van los tiros. La filtración, en mi opinión se debe a Morthimer. El desconoce la orden que yo le di a Gordon de filtrar a la prensa todo el dosier si a mí me ocurriera algo. Guiado por esa idea, el notario se quiso adelantar a los acontecimientos y filtró, una pequeña dosis de la noticia que yo le leí de las memorias de mi padre, al Post. De esta manera, él se vengaba a su modo de los EEUU y hacía que todas las sospechas recayesen en mí. Pero, repito, lo que desconoce es que ahora, después de tu visita esta tarde a Gordon, él es el único que tiene una copia completa, tanto de las memorias como de las páginas arrancadas al diario de a bordo del capitán Kuhlmann. Sin embargo, no te creas que eso a mí no me inquieta también. ¿Quién nos puede asegurar que Gordon, tan amigo de Morthimer como parece, no es en el fondo más que un apéndice del mismo y no quiere vengarse también del notario filtrando la totalidad de los documentos al Post y quedando a la vez impune? Creo que lo mejor que podemos hacer antes de acostarnos es llamar al director del periódico de Washington para ponerle sobre aviso de lo que le puede ser ofrecido por parte de Gordon. También habrá que decirle que los documentos auténticos y originales los tenemos nosotros, y que, si quiere airearlos, lo más sensato por su parte sería comunicárnoslo, a no ser que a mí me ocurriera algo.
—Bueno, Javi. No te pongas trágico, que no te va a pasar nada.
—Nunca se sabe.
—Te lo digo yo, que soy tu mujer, y punto.
—Me encanta cuando te pones autoritaria. ¿Sabes por qué? Pues porque no va con tu carácter en absoluto.
—Se nota que, después de los años que llevamos juntos, aún no me has visto enfadada de verdad.
—Puede ser, pero me cuesta trabajo imaginármelo.
—Llama ya, si te parece, a Milton Coleman tu amigo el director del Post.
—Sí. Es lo que voy a hacer —dijo Javier y buscó en su agenda telefónica el número que buscaba. Tras encontrarlo, llamó a su amigo del diario y le puso al corriente de todos cuanto le preocupaba. Al final de la conversación terminó diciéndole: «Es muy posible que un abogado de Venice, Mr. Gordon, te envíe por fax unas fotocopias de documentos de un asunto escandaloso que puede hacer temblar a las Agencias estatales y al Gobierno, pero, no puedo garantizar que no estén manipuladas. Por eso, te ruego, que, a no ser que a mí me suceda algo irreparable en las próximas horas o días, no los publiques sin antes cotejarlos con los originales. No te puedo decir ahora donde se hallan éstos, porque es muy probable que tengas pinchado el teléfono, por eso, te repito una vez más que, si me sucede algo, contactes con mi esposa Kate, cuyo número tienes en la tarjeta de visita que hace tiempo te di»
Tras esta perorata, Milton comentó a Javier: «Tu advertencia me llega en un momento muy oportuno, porque a través de uno de mis redactores jefes, he tenido conocimiento de la fotocopia de esos documentos que envió un amigo suyo, abogado de Venice, llamado Gordon» «Como es lógico, porque se te menciona en los papeles, pensaba llamarte para contrastarlo, pero tú te adelantaste. Quedamos entonces en lo dicho ahora. ¡Qué pases en paz lo que queda de día!»
* * *
Dies Irae, en Tampa...
Durante toda la noche, y lo que se llevaba de mañana, el coche policial con los dos agentes del Condado de Tampa no se había separado ni un milímetro del lugar donde, desde hacía tres días, llevaba aparcado en la acera de enfrente del 1521 de Harbor Boulevard de la ciudad capital del Condado. Por turnos, los dos agentes, salían del vehículo para hacer sus necesidades fisiológicas y para comer algo. Cada doce horas eran relevados por otra patrulla idéntica que se dedicaba a vigilar el portal de la notaría de Morthimer y a controlar, con un sofisticado sistema radioeléctrico, las llamadas telefónicas entrantes y salientes del despacho del notario.
Gordon, que la tarde anterior había enviado por fax, a un amigo del Post, las fotocopias de los documentos que le había proporcionado Kate, estaba muy nervioso, aún cuando sólo eran las diez y media de la mañana. «Falta más de hora y media» —pensaba mientras daba órdenes a su legión de secretarias y auxiliares para que, a partir de las 10:45 no le pasaran ninguna llamada puesto que se iba a ausentar fuera de Venice. «Necesitaré, con tráfico normal, unos cuarenta minutos para llegar a la notaria después de haber aparcado, y, además, quiero entrar un cuarto de hora antes de la cita en el portal para poder esperar que lleguen los Forner desde el rellano del piso superior a la oficina del notario» —seguía maquinando, mientras rebuscaba en el cajón superior derecho de su mesa de trabajo tratando de encontrar una P-38 Parabellum cargada con un peine de 8 balas.
Tan pronto se hizo con el arma, la metió —después de haber comprobado su funcionamiento y la munición— entre el cinturón de su pantalón y su camisa. A continuación, se vistió con la americana con la que habitualmente solía salir a la calle y, tras ajustarse la corbata, salió a la antesala de su despacho en donde dijo adiós a sus secretarias, y les recalcó que no le pasaran ninguna llamada al móvil. Diez minutos más tarde estaba en plena I-75 camino de Tampa.
En la Blue House, Javier y Kate se habían levantado a las ocho y desayunado de forma frugal. Parecía como si, en aquel día que ambos esperaban ajetreado, no tuvieran mucho apetito. Forner aprovechó, mientras su esposa se preparaba para el viaje a Tampa, a dar un corto paseo de una media hora por la playa con Indy, jugando como siempre con éste a hacerle correr tras un palo o una de las pequeñas pelotas con las que solía salir con el perro. ¡Qué poco pensaba Javier que, tal vez, aquella fuera la última vez que tendría oportunidad de disfrutar de su Golden! Acabado el paseo por la playa, volvió a casa con el can y se dispuso a ducharse y a prepararse también para la visita a la notaría de Morthimer.
A las diez y cuarto el matrimonio Forner ya estaba en carretera con rumbo a Tampa a donde llegarían una hora y media más tarde. En la capital del Condado, dejaron el Cadillac en un aparcamiento vigilado y se encaminaron a pie hasta la notaría. Cuando llegaron ante el portal del 1521 de Horbor Boulevard y llamaron al timbre del despacho notarial para que les abriesen la puerta, eran las 11:40 de la mañana. No repararon en el coche patrulla que estaba aparcado en la acera de enfrente, pero los ocupantes de éste sí que se fijaron en ellos y llamaron por radio a la central para avisar de que los Forner habían llegado a la cita.
Javier y kate tomaron el ascensor que les depositó ante la puerta de la notaría, y esperaron a que les abriesen la puerta. Una de las secretarias del notario fue la encargada de franquearles el paso y de decirles, sin que aún la puerta de la calle se hubiera cerrado del todo que deberían de esperar unos cinco minutos a que el Sr. notario acabara con otros clientes con los que estaba en despacho. Esto fue oído perfectamente por Gordon que, desde el descansillo del piso superior, llevaba diez minutos esperando la llegada de los Forner, y que había entrado en el portal llamando a otro piso haciéndose pasar por un empleado de la compañía de ascensores que venía a revisar el elevador del edificio.
Los minutos pasaban con una lentitud exasperante para Mr. Gordon mientras esperaba que la puerta del despacho del notario se volviera a abrir dejando salir a los clientes a los que estaba atendiendo en aquel momento.
Uno, dos, tres,...siete, ocho, nueve, diez minutos. Al fin la puerta de la notaría se abrió y Gordon escuchó como la secretaria del notario despedía en la puerta a los anteriores clientes, y luego la cerraba. «Es el momento» —se dijo a sí mismo el Attorney, y tras comprobar por enésima vez que la P-38 estaba a la mano en su cintura y montada, comenzó a bajar las escaleras hasta el piso inferior. Frente a la puerta de la notaría respiró hondo y llamó al timbre. Un minuto después una secretaria le abrió. Gordon le dijo que el Sr. notario, que estaba seguramente con un matrimonio, le había citado a él también a la vez, y que le estaría esperando. La secretaria tomo el intercomunicador y dijo: —Mr. Morthimer está aquí Mr. Gordon. ¿Le hago pasar a su despacho? Debió de recibir una orden afirmativa porque colgó el aparato e hizo un gesto al Attorney para que le siguiera. Ante la puerta del despacho, la empleada llamó con los nudillos, y al escuchar un ¡Adelante! desde el interior, franqueó la puerta a Gordon.
El abogado se había quedado clavado en la puerta mirando a Morthimer —que estaba sentado en su mesa de despacho— y los Forner que también lo estaban en los butacones conocidos como confidentes. Nadie pronunció ni la más mínima palabra. Un gesto rápido de la mano derecha de Gordon permitió a éste sacar su P-38 y vaciar el cargador de la misma contra los tres ocupantes del despacho. Los gritos del personal auxiliar de la notaría, así como las detonaciones de los disparos, pudieron escucharse perfectamente en la calle. El Attorney seguía, mientras tanto, apuntando con su arma al resto de los empleados del despacho. «Aunque me cueste la vida, que será lo más probable, los EEUU demostrarán ante el mundo sus enormes carencias en lo que a seguridad se refiere. Cuando, hoy a la tarde, el Washington Post publique la noticia de esta ejecución que acabo de hacer y un titular basado en la fotocopia de las memorias de Ritter, que envié a uno de sus redactores jefes, la sociedad americana comenzará a cuestionarse la eficacia de la CIA y el FBI» «Si yo no intervengo como justiciero, ni Ritter ni Forner lo habrían hecho nunca, y la supremacía del Reich y las carencias de los EEUU nunca serían puestas de manifiesto» —pensó Gordon mientras aguardaba una casi segura muerte de manos de los policías que vigilaban en el coche policial aparcado en la otra acera.
Los patrulleros policiales, que estaban apostados frente a la casa, no lo dudaron y desenfundaron sus armas reglamentarias. Corrieron hacia el portal de la notaría y, sin pensárselo dos veces, descerrajaron un tiro a la cerradura de la puerta del portal que les permitió acceder al edificio y correr escaleras arriba hacia el despacho del notario. Un hombre, armado con una pistola, salía en aquel momento, caminando hacia atrás por la puerta de la sede notarial. Al verlo, ambos policías le ordenaron tirar el arma y mantener los brazos en alto, pero Gordon no hizo caso; se volvió hacía ellos con una agilidad felina y disparó el último cartucho que le quedaba en el cargador de su P-38. Los agentes respondieron a la agresión y le cosieron literalmente a balazos con sus revólveres Mágnum 45.
La tragedia se había consumado. Varias ambulancias del 911 que acudieron a la llamada de la policía sólo pudieron certificar la muerte instantánea de Morthimer, Gordon y Javier. Milagrosamente, Kate sólo tenía una herida superficial en el hombro izquierdo producida por el rebote de un proyectil. Mientras era trasladada en ambulancia al hospital más cercano —casualmente el de St. Joseph— los médicos y la policía tuvieron que esperar la llegada del District Attorney para que ordenara el levantamiento de los cadáveres y su posterior traslado al Instituto anatómico Forense donde les sería practicada la autopsia. Mientras, la calle se llenaba de curiosos, cámaras de TV y periodistas de todo tipo que alertados por alguien —nunca se sabe quién en estos casos— se habían acercado hasta el lugar de los hechos como moscas atraídas por un panal de miel.
Esperar es siempre temer.
Jacinto BENAVENTE