V
ARREPENTIDOS DE COLABORAR

ientras los Forner se dirigían hacia la casa-cabaña de Kevin en el coche de éste, Javier, que iba en el asiento del copiloto, miró hacia la parte de atrás donde estaba Kate, que le devolvió la mirada con ojos de complicidad. Stone conducía a la manera propia de aquel que ha ingerido el suficiente alcohol como para no poder mantener todos sus sentidos en alerta. En efecto, una vez que salieron de Collins Ave, y se encaminaron por el camino de tierra hacia el final de la playa, donde Kevin tenía su cabaña, los zigzagueos continuos imprimidos al volante hacían que los pasajeros, y sobre todo Javier que iba delante, fueran constantemente pisando tablilla, sin atreverse siquiera a decir nada al conductor por miedo a distraerle más.

Por fin, después de casi diez minutos, que a los Forner les parecieron horas, por aquel camino junto a la playa, llegaron a la casa del anfitrión que, tras frenar bruscamente ante la puerta del garaje, se bajó del coche para encerrar al poderoso Rottweiler que tenía de guardián. Acto seguido, se bajaron también sus invitados, y los tres pasaron al interior. Vista desde fuera, la casa de Kevin parecía una inmunda cabaña de pescadores, pero, en su interior, unos muebles de estilo, y una decoración impropia de un hombre con la apariencia de Homeless como era el caso de Kevin, llamaban poderosamente la atención a cualquiera que se acercara a ella. Se sentaron todos en una especie de hall-comedor-sala, que había a pocos metros de la entrada, y el anfitrión se fue a buscar al office de su cocina una botella de vino para ofrecer una copa a sus invitados, y él acompañarlos con otra, mientras se calentaba en el microondas el sabroso pescado con el que les iba a obsequiar de cena, que había preparado antes de salir a tomar su ración diaria de alcohol al The Seagull.

—¿Qué me puede decir, Kevin, de su inmersión para rescatar objetos del U-166 que antes nos comentaba había realizado cuando trabajaba para la Shell? —preguntó Javier a su anfitrión, mientras éste terminaba de preparar la mesa para servir la cena.

—La verdad es que resultó muy interesante —respondió Stone un tanto balbuceante, aunque, en principio, su dificultad con el lenguaje era apenas imperceptible, y continuó—: Estuvimos durante más de dos semanas haciendo continuos descensos al interior del casco del submarino y pudimos comprobar cómo la casi totalidad de los cadáveres de los miembros de la tripulación permanecían en los lugares y posturas en las que habían quedado tras el hundimiento. El espectáculo era macabro. También encontramos muchos objetos interesantes como, por ejemplo, el cañón situado delante de la torreta, que, si no fuera por el óxido que lo corroía, nadie hubiera podido pensar que llevaba tantos años sumergido a más de doscientos metros de profundidad. Lo mismo ocurría con la ametralladora antiaérea y con los periscopios. En el interior, aparte del hallazgo macabro que les he contado, pudimos rescatar una maquina de cifrado Enigma con los cinco “discos”, y varios documentos dentro del compartimento o caja fuerte del capitán, que pudimos sacar a la superficie sin apenas daños, como después se comprobó por los especialistas del FBI que llevábamos en el barco que nos servía de base para las inmersiones. Yo tuve el privilegio de abrir la caja fuerte y rescatar, entre otros documentos, el diario de a bordo del capitán antes de entregarlo a los federales que nos acompañaban. Como domino el alemán, pude leer parte del mismo y quedé impresionado.

—¿No le exigieron confidencialidad los federales? —preguntó Javier a Kevin.

—Por supuesto que sí —comenzó Kevin a responder, y continuó—: La semana antes de iniciar las inmersiones para la localización y recuperación de restos del naufragio, yo había recibido una carta de la dirección de la empresa en la que se me comunicaba, con el preaviso reglamentario de quince días, que cesaría como trabajador de la misma. «¿Así que me pagan de esta manera mi dedicación a la compañía durante tantos años?», me dije. «Ahora tengo en mis manos algo, que quizás constituya un secreto oficial, pero que también supone una posibilidad de vengarme por mi parte del despido de que se me hace, simplemente, porque, a veces, me paso con la bebida, eso sí, siempre fuera del trabajo». Pues bien, Mr. Forner. ¡Dicho y hecho! Una vez que hube abierto la caja y extraído el diario del capitán, que se hallaba casi intacto a pesar de la humedad que había tenido que soportar, leí las notas referentes a las últimas fechas antes del hundimiento y decidí apropiármelas. Yo era experto en documentos y sabía cómo cortar las hojas del diario del capitán sin que se notara la sustracción. Me puse manos a la obra, y como trabajaba sólo, alejado de la visión del resto de compañeros y de los miembros del FBI que llevábamos a bordo, lo pude hacer sin problemas. Después, entregué a mi jefe de equipo todo lo que había sacado del submarino, y él, a su vez, entregó al FBI el material rescatado del interior del U-Boot.

Kevin hizo una pausa para tomar aliento antes de proseguir (con la lengua desatada por los efectos de la bebida) con su minucioso relato. Fue Kate la que le avisó de que el microondas había dado el pitido indicando que el pescado ya estaba caliente.

—¡Ah! Ahora lo sirvo —dijo Stone, mientras retiraba la fuente con el pescado y se disponía a servirlo a sus invitados, continuando—: Gracias por avisarme, Sra. Forner. ¿De qué estábamos hablando?

—No estaba contando que se apoderó Vd. de las últimas hojas del diario de a bordo del capitán del U-166, ¿cómo es que pudo hacerlo sin que nadie le viera? —preguntó Javier.

—No sé cómo será el buque que Uds. poseen en su empresa para las expediciones de rastreo submarino, pero en el que tenía la Shell, y supongo que siga teniendo, cuando el buzo subía a la superficie en el pequeño batiscafo de profundidades, éste, y el personal que iba en él, eran izados mediante una grúa y depositados en la cubierta de popa del barco dentro de la cámara de descompresión. Una vez en ella, era abierto el batiscafo, y los tripulantes del mismo eran sometidos a las maniobras de despresurización necesarias. Allí, durante esas operaciones, no podía entrar absolutamente nadie, ni tampoco podían ser observadas desde el exterior por el resto de la tripulación, ni mucho menos por los dos agentes del FBI que llevábamos a bordo, y que se hallaban en el puente con el capitán esperando que termináramos las maniobras emprendidas. Yo, como especialista que era en la apertura de los objetos rescatados, tuve la oportunidad de abrir la caja fuerte, que contenía, entre otros muchos documentos, el diario de a bordo del capitán del U-166, que examiné, y a la vista de lo interesantes que resultaban las anotaciones de las últimas páginas del mismo, procedí a apropiármelas y a ocultarlas entre mi cuerpo y el traje de buzo, del que después me desprendería ya dentro de la intimidad de de mi camarote. Mi dominio del alemán me permitió darme cuenta al instante de la trascendencia de los últimos días del diario. Era alucinante pensar, que después de más de 60 años de haber permanecido en el fondo del mar, las hojas apenas tuvieran humedad. «Los alemanes construían bien las cajas de seguridad» —pensé, al ver que la tinta apenas se había borrado, y se podía leer perfectamente lo allí escrito. Pero, vamos a comer, que se nos enfría mi Swordfish a lo pescador con guarnición, que espero les guste —terminó, de momento, Kevin.

—De acuerdo —dijo Kate, y continuó—: Esto tiene un aspecto excelente.

—Cuando lo haya probado, ya me lo dirá con conocimiento de causa.

Los tres se pusieron a saborear el delicioso pez espada con guarnición de patatas, cebollas y pimientos, especialidad de Kevin al estilo de los viejos pescadores de las costas de Carolina del Sur. Entre bocado y bocado, iban saboreando el delicioso caldo blanco Chardonnay de la baja California con el que Stone les había deleitado aquella noche. Al cabo de unos instantes, fue Javier el primero en hablar.

—Me imagino, Kevin que tendrá Vd. a buen recaudo esos documentos históricos, indebidamente apropiados de las profundidades del mar —dijo Javier.

—Por supuesto. Aunque me registraran de arriba abajo la casa, nadie los encontraría —contestó Stone.

—¿No los tiene Vd. aquí? —inquirió ávido de curiosidad Javier.

—Como si no los tuviera. Nadie, si yo no quiero, podrá dar con ellos.

—¿Podría con ellos chantajear a alguien? —volvió a preguntar Javier.

—¿Por qué creen que los conservo tan a buen recaudo? —repreguntó Stone, y añadió—: Si alguien, algún día, me acusa de haberlos robado, yo siempre me podré defender con ellos aireando la incompetencia de la CIA en los años de la Segunda Guerra Mundial, que no supo detectar a tiempo la amenaza que suponía el personaje que acababa de desembarcar en los EEUU. Por tanto, mi inmunidad, a cambio de mi silencio.

—Después de lo que nos ha contado hasta ahora, ardo en deseos de conocer esos papeles, Kevin —dijo Kate.

—Bueno —comenzó Stone, y continuó—: Yo también les propongo un trato, y es el siguiente: Uds. me contratan para el trabajo que me han indicado que quieren realizar junto a la costa tejana por el precio de 600.000 USD y, además, me dan otros 6.000 USD por los papeles, después de haberme firmado un documento en el que conste que jamás los harán públicos sin mi consentimiento, bajo apercibimiento de que, en caso de incumplimiento de esa cláusula, tendrían que abonarme 1.000.000 USD, y los documentos son suyos.

—Aunque, como arqueólogos, nos interesen mucho esos papeles, no vamos a ser tan idiotas como para aceptar un trato sin ver los documentos en cuestión —contestó Javier.

—Si quieren, esta misma noche los pueden ver. Pero, ahora, tenemos que rematar la velada y hacerme los honores con este ron añejo, que un amigo mío me trae todas las semanas de República Dominicana —dijo Stone.

—Por eso no hay problema —contestó Kate en nombre de su marido, y añadió—: Tanto a Javier como a mí nos encanta el ron dominicano, y más si es añejo como éste.

—Tengo más botellas.

—Creo que, por hoy, con una será suficiente si queremos llegar vivos al hotel—dijo Javier.

—Por eso no se preocupe, patrón, ¿porque va ser mi patrón? —preguntó Stone a Javier con voz gangosa, y añadió—: Tengo dos literas en ese cuarto de ahí atrás para casos de emergencia.

—Gracias, Kevin, por el ofrecimiento, pero espero que no sean necesarias, ya que deseamos ir a dormir a nuestro hotel, porque mañana hemos de madrugar para volver a hacer un poco de turismo por la zona, que hace bastante tiempo que no venimos por ella.

—Como gusten —replicó Stone, y añadió—: Ya saben que se lo digo de todo corazón.

—Así lo hemos entendido, pero —repito— espero que no sea necesario —contestó Javier.

Kate, seguía animadamente la conversación a tres bandas que estaban llevando a cabo el anfitrión junto con su marido y con ella, pero no se resistía a hacer algunas preguntas aclaratorias, porque, en la declaración de Kevin, había ciertas cosas que no le cuadraban muy bien. Armada de valor, se decidió a interrumpir a Stone, que ahora estaba hablando sobre las técnicas más eficaces para la pesca del pez espada, y preguntó:

—¿Qué hizo Vd. con la máquina Enigma que extrajo del pecio?

—Nada más salir de la cámara de descompresión, la saqué del mini sumergible, y esperé a sacar el resto de los hallazgos para entregarlos todos juntos a mi jefe de equipo —contestó Kevin.

—¿Sabe, o notó Vd. alguna desconfianza, por parte de los agentes del FBI cuando su jefe de equipo les hizo entrega de todos los documentos que contenía la cámara acorazada del capitán del U-166, y que, previamente, Vd. le había entregado a éste? —volvió a inquirir Kate.

—Yo no tenía trato directo con ellos, pero mi jefe de equipo me dijo, un par de horas después, que se les notó como contrariados, como si esperaran encontrar algo en el diario de a bordo del capitán que allí no estaba. —contestó Kevin.

—¿Nunca más nadie, después de aquellas fechas, le volvió a hacer alguna pregunta sobre lo que Vd. había sacado aquel día a la superficie y había entregado a su jefe de equipo? —preguntó esta vez Javier.

—No, nunca.

—Verá Kevin. Aun hay una cuestión que me interesaría nos aclarara, y es la siguiente: ¿Por qué cree Vd. que el FBI encargaría la inspección y la recogida de restos del submarino a una empresa que, como la Shell, se dedica preferentemente al análisis geológico del fondo submarino para la detección de posibles yacimientos de hidrocarburos para la posterior explotación de los yacimientos descubiertos? —dijo Javier.

—Cuando en 2001, en la primera inspección que hizo la Shell en la zona en busca de yacimientos de nuevos pozos submarinos, fue ella quien descubrió la presencia del pecio en el fondo del mar. Me han dicho que, en la segunda inmersión llevada a cabo en aquel mismo año, submarinistas expertos del FBI bajaron a donde estaba el pecio, pero no pudieron llevar a cabo una minuciosa inspección de los restos debido a que sus equipos no soportaban durante mucho tiempo la elevada presión a la que tenían que estar sometidos a más de doscientos metros de profundidad. Para evitar que cualquiera, con equipos más adecuados, en el futuro pudiera volver a la zona, decidieron declarar los restos del submarino como tumba de guerra, y así evitar a los curiosos hasta que, tiempo más tarde, la misma compañía que había realizado el descubrimiento pudiera rastrear la zona con un equipo adecuado. Aunque los mini submarinos robots se desarrollaron en aquellos años a buen ritmo, permitiéndoles alcanzar grandes profundidades, la peculiar naturaleza geológica de la zona requería de unos trajes especiales para los buzos que no estuvieron desarrollados con absoluta seguridad hasta dos años más tarde. Por eso, creo que lo más conveniente era lo que, al fin se hizo, es decir, volver a encargar en 2003 a la empresa Shell, que conocía el lugar y su morfología y ya disponía del equipo necesario, que volviera a hacer la segunda búsqueda. —terminó Kevin, dando muestras, por el momento, de que su capacidad de aguante para los efectos del alcohol era extraordinaria, permitiéndole, después de todo lo que había ingerido aquella noche, hasta el momento, coordinar sus ideas.

La velada siguió con más ron y con más charla sobre otros muchos temas. Kate y Javier hacían como que bebían para no desairar a su anfitrión, que seguía trasegando a pequeños sorbos el magnífico ron traído de la República Dominicana. Sería en torno a la medianoche cuando Javier, que ardía en deseos de echar un vistazo a los papeles hurtados por Kevin del U-166, se decidió a hacer la pregunta clave de la velada.

—¿Podríamos ver como expertos arqueólogos esos documentos que Vd. conserva como su seguro de vida? —preguntó al fin Forner.

—Antes de mostrárselos, tengo que asegurarme de que las condiciones, que razonablemente antes les expuse, las van Uds. a aceptar firmándome el documento en los términos exigidos por mí.

—Bueno, Mr. Stone—comenzó Javier, y continuó—: Piense Vd. que la cantidad que nos exige por el contrato de alquiler de servicios es bastante elevada, y, aunque pueda ser la justa, no todo el mundo dispone en efectivo en un momento determinado de esa cantidad para hacer uso de ella. Quizás, si Vd. acepta un pago fraccionado de la misma, tal vez podamos llegar a un acuerdo. Eso no quiere decir que los 4.000 USD que, por otra parte solicita, no se los podamos entregar de inmediato. Piense, que, aunque estemos de acuerdo en los términos generales del contrato, es conveniente que el pago lo podamos fraccionar en tres cheques de 200.000 USD, a convenir en los tiempos de entrega entre Vd. y nosotros.

Kevin, se había quedado pensativo, no tanto por la propuesta en sí, sino también porque los efectos del alcohol ingerido comenzaban a hacer mella importante en su cuerpo y en su capacidad de reacción. Estuvo como unos tres o cuatro minutos en silencio, y, cuando contestó, su voz balbuceante denotaba ya un grado importante de embriaguez que los Forner tenían que aprovechar a cualquier precio, porque el tiempo jugaba a su favor.

—Bien —dijo Kevin, y continuó—: Espérenme un momento que voy a buscar el documento; mientras tanto, en este portátil que está aquí —y señaló para un Toshiba colocado encima de una mesa auxiliar— vayan preparando el documento que hemos de firmar todos.

—¿Tiene clave para abrirlo?

—No es necesaria si lo abre en modo de “otro usuario” —respondió Kevin.

—De acuerdo. Iré redactándolo. —contestó Forner.

Stone despareció por la puerta que comunicaba la estancia donde se hallaban con el interior de la casa, y los minutos que transcurrieron antes de volver a aparece por la misma al matrimonio Forner le parecieron una eternidad, máxime si se tienen en cuenta las condiciones deplorables en las que se desplazaba el anfitrión, que, aunque trataba de disimularlo, no era capaz de mantener un perfecto equilibrio al andar.

No más de diez minutos tardó en volver Kevin, y, cuando lo hizo, portaba en su mano un mugriento sobre en el que se suponía estaban los documentos que quería enseñar a los Forner.

—Bien —dijo Stone una vez que se hubo sentado de nuevo ante la mesa en la que habían cenado, y continuó después de haber extraído del sobre unas hojas escritas a mano que irradiaban humedad y mugre por los cuatro costados—: Aquí están las hojas que faltan al diario de a bordo del capitán del U-166. ¿Me tienen ya preparado el contrato que les pedí?

—No. Aun, no —contestó Javier, y prosiguió—: Iba a hacerlo, pero me arrepentí, porque pienso que todo comprador debe de examinar antes de pagar el producto, y el documento firmado supondría ya el pago. ¿Me enseña antes los papeles?

—No sé si debo —dijo Kevin, y añadió—: ¿Quién me garantiza a mí que, después de haberlos leído y conocido el contenido, no se vuelven atrás del trato?

—Su postura me parece coherente —comenzó Kate, continuando—: Piense Vd. también que, ¿quién nos garantiza a nosotros que esos papeles nos son de utilidad sin haberlos visto primero?

—Además, —apostilló Javier— debe siempre existir entre dos personas que negocian un principio de confianza mínimo para poder llevar adelante el acuerdo. ¿No le parece Stone?

Kevin, que en el fondo quería a toda costa cerrar el trato, asintió con la cabeza y entregó a Javier las hojas del diario para que éste las examinara.

Las hojas, con el diario de a bordo de Kuhlmann, comenzaban el día 26 de julio de 1942 y seguían de forma correlativa con los siguientes días hasta la última, que era la del 30 de julio. Después de examinarlas, con Kate pegada su lado que también las leía, con cierta calma, Javier decidió que las únicas verdaderamente interesantes eran las de los días 29 y 30 de julio de 1942. Las anteriores, desde el 26 al 28 no revelaban datos de interés ni para él, ni quizás para nadie tampoco, porque sólo se referían a condiciones de navegación, ruta seguida y ausencia total de avistamientos enemigos. En cambio, la del día 29 era francamente interesante.

“Navegamos en círculo durante buena parte del día. No se avistaba a ningún barco ni avión enemigo que pudiera perturbarnos. En superficie, y con los motores diesel, avanzábamos a una velocidad de 18 nudos y medio. El mar estaba tranquilo y la visibilidad era realmente buena. A las 17:14, hora local, se recibió, a través de Enigma, un mensaje cifrado del Almirante Canaris que nos informaba del pasajero Korvettenkapitän Adolf Ritter y de que era lo que debíamos de hacer con él, como muy tarde al día siguiente. Las palabras del almirante eran las siguientes: «Capitán Kuhlmann, antes de proceder a facilitar el desembarco del Kkptit. Ritter, debe Vd. conocer la identidad del mencionado oficial para que obre en consecuencia. Se trata de Adolf Ritter a efectos oficiales, pero en realidad es Adolf Hitler, hijo de nuestro amado Führer que ha sido instruido desde su infancia para llevar a cabo una de las operaciones de mayor calado en la historia del espionaje del Reich. Su misión consiste en suplantar, una vez en tierra, al más importante oficial de escucha que tienen los americanos en la costa oeste de Florida para interceptar todas sus comunicaciones radioeléctricas, y facilitar de esta forma a nuestros submarinos, que operan en el Golfo de México, una importantísima cobertura frente a la marina y aviación de los EEUU. Debe Vd. procurar, de acuerdo con las instrucciones anteriores, dejarle en un lugar de fácil acceso a la costa junto a la desembocadura del Mississippi. Eso es todo, porque no necesita, en aras de la seguridad del propio Reich, conocer más detalles de la operación. Destruya, en cuanto lo haya leído, este mensaje y colabore en todo con el Korvettenkapitän Hitler por el bien de nuestro amado Reich y de nuestro Führer. ¡Heil Hitler!»”

El documento manuscrito del capitán Kuhlmann casi se le cae de las manos a Javier cuando terminó de leerlo.

—¿Has leído lo mismo que yo? —preguntó Kate a su marido.

—Creo que sí —contestó el aludido, mientras Kevin les miraba con curiosidad, queriendo adivinar el motivo del nerviosismo de la pareja, pues, si bien era cierto que el documento era revelador desde el punto de vista histórico, también lo era que, para una persona normal, no tenía su lectura que producir semejante alteración.

—Kate —comenzó Javier, y prosiguió—: No me puedo creer lo que acabo de leer. ¡Resulta que soy nieto biológico de Adolf Hitler! ¡Del mayor criminal conocido hasta la fecha! Porque, no sé para ti, pero, lo que es para mí la cosa está muy clara. Mi pobre y difunta madre Amelia se enamoró perdidamente del hijo de Hitler que me engendró a mí. ¡Claro! Mi pobre madre creyó de buena fe que Adolf Ritter en realidad se llamaba así, y no Adolf Hitler. Hasta creo muy posible que el propio Ritter no supo nunca quien había sido su padre. Su madre, seguramente, se lo ocultó, y le contó alguna mentira para encubrir lo sucedido; le dio su apellido Ritter como si fuera el de su padre, aunque en realidad era el de ella, que como madre soltera, tenía que inscribir a su hijo con su propio apellido. ¿Se enteraría alguna vez Hitler Jr. de que, en verdad, era hijo del Führer? —«Pienso que no» —se dijo a sí mismo Javier.

—Javi. Tienes que calmarte y no obsesionarte con la idea de que por tus venas corre la sangre de un genocida. Si salimos de esta, algún día, averiguaremos quién era tu abuela paterna. No te preocupes, ni te compadezcas, porque yo te ayudaré en todo, como he hacho hasta ahora. Lo importante, en este momento, es leer el diario del último día del Capitán Kuhlmann y después llegar a un trato con Kevin para hacernos con estos reveladores documentos. ¡No me extraña que la CIA, aunque no los hubiera visto nunca, recomendara considerar como clasificados estos papeles y el resto de lo encontrado en el U-166! ¿Con qué cara se puede mostrar el gobierno de los EEUU ante el mundo sabiendo que su principal agencia de inteligencia jamás llegó a sospechar siquiera que “un hijo biológico de Hitler” había operado como uno de los principales espías nazis dentro del territorio de los EEUU?

Kevin, entre tanto, asistía impasible al diálogo de los esposos Forner. No sabía a qué se referían, en concreto cuando Javier hablaba de “mi padre”, o Kate de “tu abuela paterna”. «¿Será la bebida, que está hoy causándome estragos?» —pensaba Stone. «Lo único que deseo es que acaben pronto de leer el diario para que podamos cerrar el trato e irnos a dormir, por lo menos, yo» —seguía, para su capote, Kevin.

Javier, tenía que terminar de leer la última página del diario del capitán Kuhlmann antes de ponerse a pensar en otra cosa. «¿Y si todavía me espera alguna sorpresa más desagradable?» —era la pregunta que le martilleaba la sienes antes de decidirse a abordar aquel último testimonio del capitán del U-166. Por fin, se armó de valor, y comenzó a leer.

“Día 30 de julio de 1942. Después de avistar el convoy de barcos de carga, que se dirigían hacia nosotros, decidí realizar una inmersión para poder actuar contra él desde una posición de privilegio. A Ritter (o Hitler) lo habíamos hecho desembarcar unas horas antes, cuando todavía había luz natural, a bordo de una de las lanchas de goma que porta el submarino, provisto de todo lo necesario, incluida una lata de gasolina y otra de aceite para que sirvieran de aceleradores de la hoguera, que debía realizar para deshacerse de todas sus pertenencias que le pudieran identificar como alemán. Poco después, le perdimos de vista, a través de prismáticos, cuando ya estaba en tierra. Unas dos horas después, fue cuando tuvo lugar el avistamiento del convoy al que conseguimos hundir uno de sus barcos, el Robert E. Lee de 5184 Ton de registro bruto. Cuando ya creíamos que el peligro había pasado, y salimos a la superficie para evaluar los daños causados al enemigo, un patrullero de escolta del convoy, que navegaba en medio del mismo, nos avistó y no nos dio tiempo a sumergirnos. ¡Una andanada nos alcanza de pleno!. ¡¡¡No puedo continuar, porque el U-166 se está yendo a pique!!!”

«Algo más me queda claro con esta última página del diario de Kuhlmann. Hitler Jr. llegó a desembarcar junto al delta del Mississippi, y además el U-166 se hundió el mismo día 30 de julio, y no el 1 de agosto, como muchos habían dado por sentado hasta ahora» —pensaba Javier, cuando la mano suave de Kate le acarició la mejilla en un deseo de quitar a su marido un poco de la tensión que le proporcionaba la lectura de un documento de primera mano tan revelador para todo el mundo, y, en especial, para él.

El impaciente Kevin, se decidió por fin a hablar.

—Bien. Veo que ambos han leído el diario del capitán del U-166. ¿Creen que merece la pena que sigamos con nuestro particular trato?

—Por supuesto, que sí —se animó Kate a contestar, para añadir a continuación—: Aquí en su portátil, no es prudente que redactemos ningún documento, porque, aunque lo hagamos directamente en un lápiz de memoria, el Word tiene por defecto un sistema de backup que guarda en la memoria del disco duro cualquier cosa que se escriba utilizando ese programa, aunque sea en un dispositivo externo. Por tanto, ni a Javier, ni a mí nos parece prudente el hacerlo, como me imagino que a Vd. tampoco le parecerá. Digo esto, porque, si su portátil cayera en manos de las autoridades policiales, por la razón que sea, podrían rastrear su memoria y encontrarse con al backup de nuestro contrato secreto, con lo que, tanto Vd. como nosotros quedaríamos al descubierto. Creemos que, será más prudente esperar a mañana para redactarlo en nuestro computer que tenemos en el hotel, y traérselo, junto con los cheques que acordemos, para que nos haga entrega del diario del capitán. Al fin y al cabo, nosotros no hemos hecho ninguna copia del mismo, y sólo lo hemos leído, lo cual no prueba nada. Si Vd., Kevin no quiere que volvamos por aquí, podemos quedar en algún lugar para hacer el intercambio. ¿Qué le parece? —terminó Kate, siendo asentida en todo por Javier.

—De acuerdo. ¿De cuantos cheques estamos hablando para completar el total de 600.000 USD?

—De tres —contestó Javier, añadiendo—: Uno de 200.000 a la entrega del documento; otro de la misma cantidad, el día en que comience a trabajar con nosotros, y un tercero, también de 200.000, cuando termine su trabajo con nuestra empresa. ¿Le parece bien, Mr. Stone?

—De acuerdo. —replicó Kevin, añadiendo—: Prefiero que mañana vuelvan por aquí, ahora que ya saben mi dirección, y hacemos el intercambio en mi casa, y no en un lugar público. ¿OK?

—OK!, Stone. Ahora nos tenemos que ir. —Dijo Javier.

—No creo que a estas horas encuentren Uds. ningún taxi que se atreva a venir a buscarles a esta dirección, así que lo mejor que pueden hacer es acostarse en las literas que tengo en esa habitación, y descansar hasta mañana. Yo me voy a acostar de inmediato en mi cama, porque me parece que he bebido demasiado y las cosas empiezan a darme vueltas. —Dijo Kevin, y agregó—: Tengan la bondad de acompañarme, y les enseño donde pueden pasar la noche.

Los Forner hicieron caso a su anfitrión, que hacía verdaderas maravillas para tenerse en pie, y se dejaron guiar al cuarto con dos literas que les ofrecía. A Stone le vieron, por última vez, en aquel momento. A la mañana siguiente, cuando se despertaran, ya no lo encontrarían vivo.

Después de asearse lo indispensable para poder acostarse en aquellas literas, los Forner se tumbaron directamente sobre ellas, y se quedaron dormidos rápidamente, por los efectos del alcohol ingerido, antes de que hubieran tenido tiempo de intercambiar ningún tipo de impresión sobre lo acaecido aquella tarde-noche.

Stone, mientras tanto, había regresado dando tumbos hasta el comedor-sala para recoger el sobre con los documentos, a fin de llevarlos de nuevo a su escondite, antes de acostarse. Tenía que salir de la pequeña terraza de madera sobre puntales de idéntico material afincados en el fondo de la playa, para poder abrir la compuerta del criadero de ostras, que tenía debajo de aquel porche-terraza sobre el mar, y, una vez abierta, volver a meter el sobre en una caja acorazada que tenía oculta tras el criadero. El infortunado Kevin, no pudo completar todas las operaciones requeridas para poner de nuevo a buen recaudo el sobre con el diario del capitán Kuhlmann. Era de noche cerrada, y, la bombilla que alumbraba la terraza, se había fundido, probablemente, unas horas antes. Con el sobre en la mano, y dando tumbos, avanzó hacia el criadero de ostras, pero un traspiés le hizo perder el equilibrio y darse un tremendo golpe en la cabeza contra uno de los escalones de acceso. Perdió el sentido y se cayó de bruces al mar, que, aunque allí en aquel momento, a causa de la marea baja, no cubría mucho, sin embargo, unas cuatro horas después, con la pleamar, su cuerpo quedaría boca abajo casi totalmente sumergido en las aguas marinas. El sobre con el documento, había salido volando cuando cometió el traspiés y fue a parar a encima de uno de los maderos, que servían de suelo a la terraza sobre el mar. Allí lo encontrarían Javier y Kate a la mañana siguiente, cuando angustiados, recorrían toda la casa y aledaños buscando a Kevin, que no aparecía por ningún lado.

—Kate. Creo que vamos a tener un gravísimo problema —dijo Javier, y prosiguió—: Indudablemente, este hombre está muerto. Nosotros no podemos, en las actuales circunstancias, dar el aviso a nadie de nuestro hallazgo. Sabiendo, como sabemos, que la policía sospecha de nosotros, en el sentido de suponer que estamos haciendo gestiones para localizar algo que ellos desconocen que existe, pero que temen, y que de descubrirlo nosotros, se pueda poner en peligro la credibilidad del gobierno de los EEUU, no podemos permitirnos el lujo, si es que ayer, como creo, logramos despistar a los posibles seguidores de nuestros pasos por Miami, de dar una pista de donde hemos estado, y con quien nos hemos entrevistado. Eso sería equivalente a dar señales al FBI de por donde dirigimos nuestra investigación. Además, ya que, infundadamente, sospechan de nosotros creyendo que estamos boicoteando la investigación, en lugar de darse cuenta de que fuimos tú y yo los que nos ofrecimos a colaborar, no merecen que les mantengamos al corriente de nada en relación con el caso. ¿Te das cuenta, Kate, de cuán inoportuna a veces puede ser una desgracia como la muere accidental de Kevin? Porque, supongo que, con la borrachera que tenía anoche, su fallecimiento no se haya debido a otra causa más que a un accidente fortuito.

—¿Qué sugieres, entonces, que hagamos? A mí no se me ocurre la forma de salir de aquí sin levantar sospechas, porque, aunque no lo creamos, siempre hay algún testigo accidental que, tarde o temprano, aparece para complicarte la vida.

—Está claro que, en el coche del pobre Kevin no podemos regresar al hotel, porque, en el momento en que se descubra su cadáver, la policía comenzará a tomar huellas dactilares por todas partes, y, sin duda, encontrarán las nuestras (las mías o las tuyas, dependiendo de quién conduzca) en el volante del vehículo y las cotejarán, como es previsible, con la base de huellas del FBI. Además, si el muerto es encontrado donde está actualmente, será muy sospechoso que su automóvil aparezca en otro lugar que nos sea en su garaje, o la puerta del mismo, donde ayer lo dejó aparcado su propietario. Se me ocurre, también, otro problema añadido. En todos los lugares de la casa, donde estuvimos desde la noche anterior, habremos dejado, como es lógico, huellas nuestras. Por eso, antes de abandonar el lugar, ¡y ya veremos cómo! necesitamos dar una pasada de bayeta a todo lo que pudimos haber tocado, desde la vajilla hasta el portátil de Kevin, incluyendo también las literas y las llaves de la luz de cuantas estancias hemos pisado. —dijo Javier.

—Creo que te olvidas, también, de algo muy importante, cariño.

—No sé a qué te refieres. —replicó Javier.

—Me estoy refiriendo a los asientos que ayer ocupamos en el coche de Kevin cuando nos trajo hasta aquí.

—Pues pongámonos manos a la obra, antes de que haya amanecido por completo. —respondió Javier.

Hacia, escasamente, media hora que había amanecido, y los Forner estaban ya enfrascados en la minuciosa tarea de borrar todas las posibles huellas dactilares que hubieran podido dejar en el escenario del accidente. Como es lógico, no confiaban, ni mucho menos, en ocultarlas todas, porque eso, a toro pasado, resultaba prácticamente imposible. Una hora después de haberse puesto manos a la obra, dieron por concluida la tarea y se sentaron en la arena de la playa a unos cincuenta metros de donde se hallaba la casa-cabaña de Kevin, y también su cadáver.

Sin embargo, no todo iba a ser mala suerte aquella mañana para los Forner. En efecto, cuando llevaban unos diez minutos en la playa ensimismados en sus pensamientos, vieron acercarse una pareja, con ropa casual, pero elegante como ellos, que venía de la zona de la cabaña de Stone. Cada uno de ellos, tanto la mujer como el hombre, portaban en sus respectivas manos copas de champán. El hombre, además, llevaba una botella del líquido espumoso agarrada por el gollete. Inequívocamente, la noche de aquellos dos había sido de lo más movida. Al llegar a la altura de donde estaban los Forner sentados en la arena, la mujer se dirigió a ellos con estas palabras:

—¿Qué? ¿Habéis disfrutado de una noche de ensueño?

Fue Javier el encargado de responder en aquella ocasión.

—¡Una noche maravillosa con mi gatita! ¿Verdad cariño? —preguntó Forner a su mujer, mientras la atraía hacia si para besarla con pasión.

—¿Nos sentamos un rato con ellos? —Preguntó la mujer a su pareja, que aun daba muestras de una notable embriaguez, y continuó—: Yo ya no puedo seguir por más tiempo descalza sobre la arena. Necesito sentarme un rato.

—¿Por qué, no? —contestó el varón, al tiempo que se sentaba al lado de Javier y atraía hacia sí por el brazo a su pareja, que casi pierde el equilibrio antes de depositarse sobre la arena.

—¿Os importa que nos sentemos un rato a haceros compañía? —preguntó la chica.

—No, en absoluto. ¿Verdad mi gatita? —dijo Javier dirigiendo la pregunta a su esposa.

—No. Podéis sentaros. —Dijo Kate, y añadió—: ¿Me das un trago? Hace un buen rato que hemos agotado nuestra última botella de Moet Chandon. ¡Oh, qué bien! Veo que bebéis lo mismo que nosotros.

—El champán siempre debe de ser el mejor para acompañar las noches de amor intenso. ¿No es verdad, rubia? —dijo el hombre, dirigiéndose a su acompañante.

—Claro que sí, mi vida. Tú de amor y de bebida lo sabes todo. Eres un auténtico maestro —respondió la rubia teñida a su compañero.

—¡Tomad! Acabemos lo poco que queda de la botella entre todos. Lo elegante, para finalizar la fiesta, es acabar la bebida bebiendo por la botella, así que podéis empezar vosotros —dijo el varón dirigiéndose a los Forner.

Javier y Kate tenían que seguir aparentando, ante aquellos providenciales compañeros de noche caribeña que habían surgido de la nada, que eran otra pareja como ellos, que había decidió correr una monumental juerga en aquel paraíso de paisaje y de clima de ensueño. Los Forner, suponían, no exentos de lógica, que aquellos dos no habrían venido desde la ciudad hasta allí caminando y, que, por lo tanto, tenían que tener aparcado su coche en un lugar no muy distante de donde se encontraban ahora. Después de aceptar el trago, fue Kate la que preguntó.

—¿Volvéis a Miami, ahora?

—Creo que sí, ¿verdad, cariño? —dijo la rubia a su acompañante.

—Bueno, ¿si estás cansada? —respondió el varón.

—Cansada, no. ¡Estoy muerta! —Contestó la mujer, y añadió dirigiéndose a los Forner—: ¿No encontráis vuestro coche?

—La verdad es que no. La noche fue tan intensa y tan movida que ninguno de los dos recordamos donde lo dejamos —respondió Javier.

—Eso no es problema —dijo el hombre, y añadió—: ¡Mirad! Aquel Chevrolet blanco que está asomando el capot sobre la duna es el nuestro. Así que, ¡arriba! Os llevamos al centro.

A Javier y a Kate no hizo falta que les volvieran a realizar la invitación, aunque aparentando que todavía no estaban totalmente despejados de la juerga nocturna, se levantaron con cierta parsimonia, como si aun no pudieran mantener del todo el equilibrio.

La pareja, que casualmente habían conocido en la playa, cerca de la casa de Kevin, dejó, unos veinticinco minutos después, a los Forner en mitad de Ocean Drive. Aunque habían insistido mucho para dejarlos frente a su hotel, Javier y Kate pusieron la disculpa de que querían hacer unas compras unos cien números más lejos de donde estaba su alojamiento, para evitar de esta manera que aquellos desconocidos supieran exactamente donde se alojaban. Una vez bajados del Chevrolet blanco de sus providenciales salvadores, se encaminaron a pie hacia el Marriot a donde llegaron en torno a las nueve de la mañana de aquel soleado sábado.

La sorpresa de Javier y de Kate fue mayúscula cuando vieron en el mostrador de recepción a David Adams hablando con el recepcionista. Quisieron esquivarle, pero ya era tarde. El agente del FBI giró la cabeza de pronto, y los vio. En un principio, no sabía cómo disculparse, pues a disculpa sonaban sus palabras a los Forner.

—¡Qué casualidad encontraros aquí en Miami en vuestro hotel! —dijo David, después de estrechar la mano de Javier y de dar un par de besos a Kate, agregando—: Acabo de llegar a Miami con mi esposa, a la que, por cierto, no sé si conocéis (e hizo la presentación de la rubia que estaba a su lado en el mostrador a los Forner), y estaba mirando a ver si tenía habitación disponible en el Marriot, porque, al ser fin de semana, aunque ya avanzado, este hotel suele estar casi siempre lleno. Nosotros nos alojamos siempre en él cuando venimos a Miami, y, la verdad, nos gusta su ubicación y el trato cordial de su personal —terminó David de disculparse.

—Pues nosotros también, siempre que venimos por aquí, nos alojamos en este sitio —respondió Javier.

—Supongo que habréis desayunado ya —dijo David, y agregó—: ¿Salís o entráis?

—Pues, aunque te parezca raro para nosotros, entramos. —respondió Kate, que no quería mentir, porque estaba completamente segura de que Adams habría hecho ya la oportuna indagación a través del recepcionista que, ante la placa del FBI, que sin duda David le habría mostrado, le habría dicho la verdad.

—¡Bueno, bueno, con los Forner! —Dijo Adams, añadiendo—: ¿Así que viviendo una segunda luna de miel y regresando a casa entrada la mañana? ¿Dónde estuvisteis pillines?

—David, si vienes habitualmente a esta ciudad, como dices, sabrás, tan bien o mejor que nosotros, que es una urbe en la que puedes salir a dar un paseo y aterrizar en tu casa de madrugada, o, como nos ha ocurrido hoy a nosotros, tropezarte con unos amigos, a los que no habías visto en diez años, y estar de charla y bailando hasta la hora del desayuno —respondió Javier, y agregó dirigiéndose a Adams—: ¿Habéis desayunado ya?, porque, si queréis, nosotros podemos volver a hacerlo acompañándoos. Tan movida fue la noche que, a pesar de haberlo hecho ya una vez, como no tenemos mucha costumbre de beber alcohol en cantidad, el hambre parece que nos acucia de nuevo. ¿No es verdad, Kate?

—Yo no tendría ningún inconveniente en tomarme un buen chocolate con unos bollos que aquí los preparan exquisitos. ¿No es cierto, David? —Dijo Kate.

—Está bien, si vosotros queréis acompañarnos desayunando otra vez, me parece estupendo —respondió Adams, y añadió—: ¡Pasemos, pues, al comedor a tomarnos el buffet! que, como siempre, estará delicioso.

La esposa de David y Kate pasaron un momento al aseo de señoras antes de acompañar a sus respectivos maridos al salón donde estaba instalado el buffet de desayuno. Cuando llegaron las mujeres, los dos maridos se acercaron a recoger lo que ellas les habían pedido, y lo que ellos eligieron sobre la marcha, depositándolo todo en la mesa de cuatro que las señoras habían acotado para realizar el desayuno. Una vez sentados y comenzada la primera colación del día, fue Javier el que tomó la palabra.

—Me imagino, David, que habréis encontrado habitación, porque, en caso contrario, yo os recomiendo el hotel que está aquí al lado. Es de características similares a este y, yo, que he dormido varias veces en él, siempre he quedado satisfecho. —dijo Javier.

—¡No sabes, Javier, los milagros que obra la placa de agente del FBI! En principio, me dijeron que estaba todo completo, pero, en cuanto la vieron, comenzaron a aparecer reservas canceladas por todas partes. ¡Fíjate que hasta conseguí, a estas horas, la misma habitación que Lynn y yo compartimos la noche de bodas! ¡Por cierto! A este buffet invito yo —terminó por decir Adams.

—No lo voy a permitir —respondió Javier, y agregó—: Como más veterano en el hotel, porque llevo aquí un día más que tú, tengo el honor de invitaros yo. Y no se hable más.

—Bien. No vamos a discutir por eso, pero te debo una —dijo David.

—¿A qué hora salisteis de Cape coral? —preguntó Javier, cambiando de tema.

—No muy temprano. Creo que eran las 07:30, ¿verdad Lynn? —contestó David, y añadió—: Ahora, desde que hace unos años, desdoblaron y convirtieron en autopista la carretera que bordea por el norte Everglades, el viaje se hace muy rápidamente, como sabes.

—Sí. Nosotros también vinimos por esa, y el trayecto se nos hizo muy corto —respondió Javier, quien agregó—: ¿Tenéis algún nuevo indicio en el FBI con respecto al caso Oceransky?

—A los agentes de segunda clase, como es mi caso, la cúpula no nos informa de todos los progresos que se van produciendo en la investigación, a no ser que necesiten de nosotros para que confirmemos algo, o profundicemos en ello —respondió David.

—Te lo pregunto, porque a mí hace muchos días que nadie me llama, y, al verte ahora aquí en el hotel, no pensé que estabas de relax de fin de semana, sino, por el contrario, siguiendo alguna nueva pista sobre algún caso como pudiera ser el que nos ocupa a ambos —dijo Javier.

—Esta vez, tu olfato detectivesco te ha fallado. Afortunadamente para Lynn y para mí, sólo estamos disfrutando de un merecido fin de semana en familia, que creo nos tenemos bien ganado —contestó Adams, añadiendo—: Yo suponía que estabais por esta zona, porque, cuando salimos de Cape Coral, pasamos por Fort Myers y, casualmente, nos topamos con Michael que iba hacia su oficina. Él fue quien nos dijo, hablando de todo un poco, que ayer habíais estado a saludarle un momento cuando pasasteis por allí camino de Miami.

—Sí. Es cierto que entramos un momento a saludarle, pero, estaba tan ocupado, que nuestra visita apenas fue un hola y un adiós —replico Forner.

Terminado el desayuno en el salón donde se servía el buffet, ambas parejas se despidieron momentáneamente. Mientras David y Lynn se fueron a su habitación a colocar un poco su escaso equipaje —pues aun no habían tenido tiempo de subir a ella—, los Forner se retiraron a la suya a ducharse y descansar un rato tras la ajetreada noche que habían tenido.

Una vez en su cuarto, Javier y Kate comenzaron a cambiar impresiones sobre el encuentro con David.

—¿No crees que Adams nos está mintiendo, y, en realidad, lo que hace es vigilar nuestros pasos por orden superior? —preguntó Kate a su marido.

—No me cabe la menor duda de ello, porque, si no, ¿a qué viene el pasar por la oficina del Sheriff de Fort Myers antes de emprender viaje de fin de semana con su esposa a Miami? En mi opinión, David nos está mintiendo como un bellaco. Para mí, salió ayer de Cape Coral en cuanto recibió el aviso de Michael de que nosotros habíamos estado allí y nos dirigíamos en primer lugar a Miami. Creo que poco menos que venía pisándonos los talones, y que, si no fuera por nuestra hábil maniobra de distracción de ayer, habría conseguido localizarnos a tiempo y seguirnos hasta nuestro encuentro con Kevin. De hecho te voy a confesar una cosa. Cuando ayer, paseaba tranquilamente por Ocean Drive, haciendo tiempo para encontrarme contigo y con Stone en The Seagull, durante algunos segundos, al mirar hacia atrás, tuve la sensación de que alguien me estaba siguiendo los pasos. Deseché la idea, porque estaba un poco alterado con lo que horas antes nos había dicho Michael, pero, ahora que lo pienso, cada vez estoy más convencido de ello.

—¿Qué vamos a hacer en cuanto descansemos un rato? —preguntó Kate a su marido.

—Pues verás. Creo que, tal y como están las cosas, lo mejor para nosotros es alejarnos cuanto antes de Miami, y de su entorno. No me gustaría que descubrieran el cadáver de Kevin mientras permanezcamos aquí. Por eso, entiendo que lo más práctico es que cojamos el coche y, por la A-1A de la costa, vayamos hacia el norte en plan turistas, como en teoría se supone que actuamos en estos momentos de cara al FBI y a las otros agencias, que, sin duda, estarán informadas también de nuestra escapada de fin de semana —dijo Javier.

—¡Cariño! —Dijo Kate, sobresaltada de pronto, y preguntó—: ¿No habrás olvidado el sobre con las hojas del diario?

—No te preocupes. Lo tengo, aquí, en el bolso de atrás de mi pantalón.

—¿No crees que sería buena idea hacer una fotocopia en el hotel y desprendernos de él lo más rápidamente posible?

—Sí. Me parece una idea excelente, ¿qué hacemos con él y con los documentos que contiene?

—No sé. Habría que pensar en algo.

—¡Tengo una idea! ¿A ver qué te parece? —Respondió Javier, agregando—: De la que vamos de viaje hacia el norte por la costa, podemos depositarlo en la oficina de correos de cualquier población importante que tenga una, y enviárnoslo a nosotros mismos por correo certificado. De esta manera, cuando llegue a nuestra casa el envío postal, como no habrá nadie para recoger el certificado, nos dejarán un aviso en el buzón y, así, cuando nosotros lleguemos de vuelta, lo recogemos en la oficina postal de Sanibel. ¿Qué te parece?

—En principio, me parece bien, pero le encuentro una pega. Verás. Piensa que cuanto más tiempo permanezca el sobre con nosotros, mayor peligro corremos si tenemos algún accidente, o deciden detenernos pos cualquier causa. Por eso creo, que lo mejor que podemos hacer es desprendernos de él de inmediato. Se me ocurre que en el hotel me parece haber visto en recepción un aviso de que se admiten envíos certificados. Podemos preguntar al recepcionista y, según lo que nos diga, actuar de una forma u otra.

—No se hable más, pongámonos manos a la obra —dijo Javier, tomando el teléfono del hotel y marcando el número de recepción.

Ante la llamada de Forner, y la pregunta subsiguiente de éste, el recepcionista informó al cliente que era cierto que se admitían certificados, pero que si pretendía enviar la carta o el paquete y que saliera en el día, tendría que esperar al lunes, que era cuando el empleado postal pasaba a recoger los envíos que se habían hecho durante el sábado y el domingo. El servicio del hotel, concertado con el correo, sólo funcionaba de lunes a viernes.

Decepcionado, Javier colgó el teléfono con el recepcionista, y le comunicó a Kate lo que aquel le había dicho.

—No tenemos otro remedio que esperar al lunes y hacernos el auto-envío desde el lugar en que nos encontremos en esa fecha. En cuanto a la fotocopia, que debemos de conservar hasta que lleguemos a nuestro domicilio, y recojamos en correos el certificado con el original que nos habremos auto enviado, conviene que también la mantengamos en nuestro poder. Después, será el momento de comenzar a poner nerviosos a los chicos del NCIS, del FBI y de la CIA, mandándoles por correo la fotocopia con el nombre de un remitente inventado, desde cualquier población próxima a Fort Myers, ¿o, por qué no?, desde el propio Fort Myers —dijo Javier.

—Javi, ¡eres un genio! —Afirmó Kate, añadiendo—: Creo que equivocaste la profesión. En vez de dedicarte a la docencia de Historia Contemporánea, tenías que haberte hecho investigador criminal, o espía. ¡Uhm, no estaría nada mal esto último! Creo que te pega más —y Kate soltó una carcajada.

—Bueno. Como tomadura de pelo, me parece perfecta, pero ahora creo que debemos dormir un rato, para levantarnos en torno a la hora de comer, arreglarnos, tomar el coche y ponernos en camino. Ya almorzaremos en cualquier sitio por el camino —Dijo Javier, que, tumbado como estaba en la cama, dio media vuelta y se puso a dormir. Otro tanto haría Kate.

* * *

Pasaba una media hora desde el mediodía cuando un amigo de Kevin llegaba a la casa de éste último, para hacerle entrega de un pedido de cebos artificiales que Stone le había hecho el día anterior. La amistad entre los dos venía de dos años atrás, cuando, Kevin, recién llegado a Miami, comenzó a dedicarse a la pesca, antes de instalar en su cabaña la mini empresa de exploraciones subacuáticas. Rara era la semana que Stone no acudía a la tienda de su amigo a hacer algún encargo de cebos. Al cabo de un par de meses como cliente, su amigo se ofreció a llevarle a domicilio los pedidos solicitados. «A mí no me cuesta ningún trabajo llevar a tu cabaña los encargos que me hagas, porque me coge de camino para ir a mi choza, que aun está más lejos que la tuya del centro» —le había dicho al infortunado Kevin, y éste le había tomado la palabra. Los viernes Stone hacía los encargos, y su amigo se los entregaba los sábados a mediodía.

Cuando el dueño de la tienda de artículos de pesca llegó ante la casa de Kevin en su coche, se sorprendió de que el auto de su amigo estuviera aparcado a la puerta del garaje, y no dentro de éste, pero no le dio, de momento, mayor importancia, aunque no era lo habitual en la conducta de Stone. Llamó a la puerta y nadie le contestó. Insistió varias veces en la llamada, pero siempre obtuvo el mismo resultado negativo. «Quizás esté en la terraza posterior, o en su criadero particular» —pensó, y se dirigió a comprobarlo. Al llegar a la zona donde estaba la particular zona de esparcimiento de Kevin, miró, en primer lugar hacia la falsa terraza de madera donde su amigo solía ponerse con la caña a tratar de pescar algún pequeño pez y a comprobar los aparejos, que más tarde sacaría en su lancha para dedicarse a la captura de peces en alta mar. ¡Nada! Ni rastro de Kevin por ninguna parte. Bajó hasta el criadero de ostras, y allí tuvo lugar el macabro hallazgo. En posición decúbito prono estaba el cuerpo de su amigo, con la cabeza sumergida en el agua del mar. Se acercó hasta él y pudo comprobar cómo Stone se hallaba muerto. Una pequeña brecha en la cabeza, probablemente fruto de un golpe antes de morir, dejaba apenas escapar un hilillo de sangre que, en aquel momento, casi estaba totalmente coagulada. «A no ser que estuviera borracho como una cuba, lo cual no era infrecuente en Kevin, no me explico cómo pudo haber tropezado y caído al agua para ahogarse de esta manera, aparentemente, tan tonta» —pensó el dueño de la tienda de artículos para la pesca. «No tengo más remedio que dar aviso al 911 para que vengan a recogerle lo más rápidamente posible, aunque me temo que nada puedan hacer ya por su vida, porque yo no observo ningún síntoma de que sus constantes vitales todavía permitan albergar alguna esperanza» —se dijo a sí mismo el amigo proveedor, y, sin pensarlo más, sacó de su cazadora un celular y marcó el número de emergencias.

Cuando a los quince minutos llegó la ambulancia y un coche patrulla de la policía, los facultativos de aquella sólo pudieron certificar su defunción. Había que llamar al forense y al juez de guardia para que vinieran a levantar el cadáver para su posterior traslado al instituto anatómico forense a fin de practicarle la autopsia. Entre tanto, mientras los agentes del coche policial realizaban esas llamadas, llegó otro radio-patrulla en el que venía el sheriff del condado de Miami Dade, que es a quien correspondía la investigación, por la ubicación del cuerpo del difunto Kevin. Fue el sheriff en persona el encargado de tomar declaración al comerciante amigo del difunto en el propio lugar de los hechos.

El proveedor de Kevin se encontraba asustado por el asedio a preguntas al que estaba siendo sometido por parte del agente de la ley. Desde por qué había ido allí, hasta si aquella era su ruta habitual para regresar a su casa, pasando por el grado de conocimiento y costumbres que él tenía de su difunto amigo. Cuando había terminado el sheriff con una tanda de preguntas, volvía a insistir de nuevo sobre las que ya había contestado para tratar de cogerle en alguna contradicción. Él no tenía nada que esconder, por lo que en principio, tampoco tenía nada que temer, pero, mientras no prestara declaración ante el juez, y no se comprobara que la muerte de su amigo había sido accidental, era el principal sospechoso de un posible crimen. Una vez retirado el cadáver, por orden del juez, y tras el intenso interrogatorio, al que fue sometido el descubridor del cuerpo, por parte del sheriff, éste decidió llevarle a comparecer ante el juez de guardia en los juzgados de Miami.

Diez minutos en presencia del magistrado encargado del caso, y un montón de preguntas por parte de éste, bastaron para que el amigo de Kevin quedara en libertad, pero a disposición judicial hasta que se practicara la autopsia al cadáver de su amigo, y se obtuviera con ella la confirmación de la muerte accidental.

Mientras la policía de Miami Dade, a las órdenes de su sheriff, iniciaba las investigaciones pertinentes para tratar de solucionar el caso de Kevin Stone, David Adams se ponía en contacto con su superior Luc Freeman, en Washington DC, para informarle.

—¿Luc? Soy David —había comenzado Adams, nada más que sintió que descolgaban el teléfono al otro lado de la línea, y prosiguió—: Nuestra pareja de colaboradores, y ahora sospechosos, no pasaron en su hotel la noche anterior. Javier, logró despistarme y, me imagino que, a la postre, terminaría reuniéndose con su mujer para pasar toda la noche fuera de su hotel. Hoy, a las nueve y media de la mañana, estaba yo en recepción del Marriot cuando les vi aparecer por la puerta con aspecto de haber pasado la vigilia de juerga. Todavía olían a alcohol cuando Lynn y yo desayunamos con ellos en el buffet. Puede que estemos en lo cierto, y que traten de reunirse con alguien, pero, es posible también que sólo pretendan pasar unos días de relax por la costa este de la península en una especie de segunda luna de miel. La verdad es que no sé qué pensar.

—Sigo insistiendo David, en que no debes perderlos de vista en ningún momento. Es posible que, el contacto que, a lo mejor tenían pensado hacer, ya lo hicieran la noche anterior, pero, también lo es que estén jugando al despiste con esa maniobra, para hacernos creer que ya no merece la pena que los sigamos, porque, con quien tenían que haberse visto, ya se vieron. ¿Sabes algo de sus planes inmediatos? —preguntó Luc a su subordinado.

—Antes de subir a descansar a su habitación, hace dos horas y media, algo comentaron de que querían seguir dando una vuelta por la A-1A en dirección norte hasta Cabo Cañaveral, para después regresar a su casa a través de Orlando y Tampa, pero también pudieron haberlo dicho para jugar al despiste. Yo, que les conozco, creo que bastante bien, no me parece que sospechen en absoluto que nosotros pensemos que van a verse con alguien. Es mi impresión al respecto, pero, a lo mejor, mi olfato policial comienza a fallarme, o ellos son demasiado listos —terminó David.

—Tú, mantennos informados en todo momento de sus movimientos, y espera órdenes. Mi celular está disponible las 24 horas del día. Espero noticias tuyas sobre el caso —dijo Luc.

Ciao!, Luc.

Ciao!, David.

Los agentes de la policía local del condado de Miami Dade, dirigidos por el propio sheriff, habían vuelto a la casa-cabaña de Stone para terminar de examinar la escena donde había aparecido el cuerpo del infortunado Kevin. En el lugar de los hechos había, a la hora del mediodía, cuando llegaron, algunos curiosos haciendo comentarios entre sí sobre cuál podría ser la causa de la muerte de su vecino. Eran habitantes de casas y cabañas de pescadores distantes no más de 500 metros de conde se hallaba la vivienda de Stone. El sheriff, mientras sus hombres investigaban en el interior de la casa y en el del coche del difunto, que había quedado aparcado de cualquier forma ante la puerta de su garaje, se decidió a preguntar a alguno de los presentes si había visto u oído algo fuera de lo normal la noche anterior. Sólo dos, de los varios curiosos que hacían tertulia ante la casa, parecía que habían detectado algo fuera de lo corriente a la caída de la noche anterior. En efecto, el primero en responder a las preguntas del agente de la ley dijo que “en torno a las ocho y media de la tarde anterior sintió el ruido inconfundible del coche de Kevin que se acercaba hasta allí”. El declarante añadió, además, que desde su posición, sentado en la terraza de madera de su casa, con la caña de pescar tendida esperando que cayera en el cebo algún pez, (que desde el lugar donde estaban podía verse a no más de 200 metros de donde se hallaban) vio llegar el auto de Stone, y también observó como del mismo se bajaba el propio Kevin y otras dos personas más, una de las cuales le pareció que era una mujer. No era la primera vez que el fallecido traía a su casa a clientes a los que invitaba a cenar su plato favorito de la cocina: el asado de pez espada, que según confesaba todo el mundo que lo había probado, resultaba exquisito después de pasar por las manos de Stone en la cocina. Por esa razón, el declarante no le dio más importancia a lo que había visto.

En cuanto al otro sujeto, que también quiso contestar al sheriff, afirmó que él no vio llegar el coche de Kevin, pero que sí sintió el ruido inconfundible de su motor cuando se aproximaba a la cabaña del fallecido. No vio a nadie, pero sí sintió, en torno a la una o dos de la madrugada, desde su cabaña, (situada unos cien metros en el interior de las dunas, y que éstas precisamente tapaban su visión) el ruido que provocaba la conversación en voz alta, que varias personas, sin duda, mantenían en el interior de la casa de Kevin.

El resto de los curiosos, no sabía ni había visto u oído nada en absoluto. Sus casas estaban bastante más distantes, y, si había acudido hasta allí había sido para charlar con sus convecinos, a los que habían visto reunidos donde estaban, desde que los coches patrulla hubieran venido a primera hora de la mañana.

Los agentes que estaban en el interior de la casa, con el equipo de toma de huellas, habían encontrado algunas pisadas en el baño de la cabaña y las habían fotografiado y sacado un molde de las mismas. Lo que se dice de huellas dactilares no habían encontrado ningún resto, aunque advirtieron al sheriff que en la sala-comedor, y en la habitación con dos literas, sí que parecía que alguien se había tomado la molestia de limpiar con un paño húmedo cualquier resto de huellas. En cuanto a los policías que examinaron el interior del coche de Kevin, incluso por dos veces, después que su sheriff hubiera obtenido la declaración del curioso afirmando que vio bajarse del auto a otras dos personas más, aparte de su propietario, habían tenido una suerte distinta. En efecto, del salpicadero del vehículo, en la parte del copiloto, pudieron obtener una huella humana muy difusa, como de alguien que se quisiera apoyar en el mismo.

Con todos los datos y pruebas obtenidas, en la inspección ocular a fondo que habían desarrollado, los agentes de la ley, dirigidos por el sheriff del condado, se retiraron del lugar después de haberlo dejado precintado con la cinta usada habitualmente por la policía para delimitar ese tipo de escenarios. «Lo primero que haremos, nada más llegar a nuestra oficina, será cotejar la huella obtenida en el salpicadero con la base de datos policial, y, si no nos concuerda con ninguna, pasaremos la pelota el FBI. Aún no tenemos constancia del resultado de la autopsia del sujeto, pero, lo que sí está claro es, que, tanto si murió de muerte natural, como si no, hemos de averiguar a quien corresponde esa huella, porque puede aportarnos algo en relación con el fallecimiento. El testimonio de la persona, que viajaba con Kevin unas horas antes de su muerte, puede resultar trascendental en el caso» —pensaba el sheriff, mientras a toda velocidad como si fuera a detener a alguien, se encaminaba por las calles de Miami en dirección a su oficina.

El cotejo de la huella parcial, hallada en el salpicadero del coche del difunto Stone, no había dado ningún resultado positivo en la base de datos de la policía del condado. El sheriff se vería obligado a remitir aquella al FBI, para que en los archivos de la agencia federal hicieran un examen exhaustivo de la misma cotejándola con todas las que existían en su base de datos que abarcaba a todo el país. Por otra parte, hasta última hora de la tarde del sábado, no se conoció el informe de la autopsia del cadáver de Kevin llevada a cabo por el forense. Aquel era concluyente. Stone había muerto como consecuencia de un ahogamiento producido por el agua de mar del lugar adonde había caído. En cuanto a la herida en la cabeza, se la habría producido, sin lugar a dudas (por el trozo de astilla de madera encontrado en el interior de la misma, que era coincidente con la madera de la terraza desde la que había caído) como resultado del tropezón que le habría precipitado al suelo antes de caer en el agua. En suma, una muerte natural debida a un simple accidente. Sin embargo, el concienzudo sheriff no quería dejar ningún cabo suelto. Le interesaba saber quiénes habían sido los pasajeros que Kevin llevó en su coche a cenar a su casa la noche en que murió. Sin pensárselo dos veces, cogió el teléfono y llamó a Washington DC a un número del edificio Hoover. Tenía algún amigo en el FBI y era el momento de aprovechar esos conocimientos.

—¿Freeman? —Preguntó, y continuó—: ¿Te acuerdas de mí, Luc?

—A pesar de que hace ya unos cuantos años que no tenía el placer de escuchar tu voz, ¡claro que me acuerdo de ti, viejo zorro! ¿Sigues tan grueso como antes, o has bajado de peso haciendo deporte? —Dijo Luc, y continuó—: Muy apurado debes de estar con algún caso para que me llames un sábado a última hora de la tarde. La verdad es que me encuentras aquí de verdadera casualidad. ¿De qué se trata, viejo zorro?

—Pues, verás —comenzó el sheriff, y continuó—: Hoy hemos tenido un caso un tanto atípico. Esta mañana se encontró el cadáver de un hombre solitario que vivía en una cabaña en la costa, alejada del centro de Miami. Hasta ahí, la cosa no reviste mayor trascendencia, pero, es el caso que, el sujeto en cuestión, llamado Kevin Stone, era un tipo raro que apenas se relacionaba con nadie. Su fuente de ingresos era desconocida para nosotros, aunque suponíamos que, despedido de la Shell, del grupo de búsqueda subacuática de la compañía petrolera hace unos años, probablemente trabajara esporádicamente de lo mismo, pero de forma no controlada por el Fisco. Era, por otra parte, un hombre aficionado a la bebida, al que era frecuente encontrar por los tugurios de Miami con bastantes copas de más, sobre todo los viernes por la noche. Pues bien. Según nuestro forense murió de muerte accidental ahogándose junto a su casa después de haber sufrido una caída desde su terraza.

El sheriff hizo una pausa, y continuó exponiendo los hechos conocidos a su amigo Freeman.

—Por lo que te llamo, Luc, es porque algunos testigos nos han confirmado que la noche del viernes trajo a dos personas a su casa invitados a cenar. Mis hombres no han encontrado ninguna huella distinta a las suyas en el interior de la casa, pero, en el automóvil de Kevin, ha aparecido una huella en el salpicadero que no coincide con ninguna de las de nuestra base de datos. Pensé que sería buena idea enviarte la huella para que la cotejéis con vuestra base de datos, porque, a lo mejor el titular de la misma nos puede facilitar detalles de la muerte de Stone —terminó el sheriff.

—¿Pero, a estas horas, todavía no has recibido en tu comisaría la orden que mandé cursar a todas las del estado de Florida para que no pierdan de vista a una pareja de sospechosos que, al parecer, pretenden contactar con alguien en Miami? —Preguntó Luc, incomodado por la inefectividad de su orden.

—¿Cuándo dices que la cursaste?

—Ayer a media tarde —respondió Luc.

—Algún problema informático debéis de haber tenido, porque, aquí, no se recibió ninguna orden vuestra en ese sentido —contestó el sheriff, y agregó—: ¿Cómo eran las personas a las personas a las que no teníamos que quitar ojo?

—Un matrimonio maduro. Él de unos sesenta y tantos años, alto, moreno, de complexión robusta y de exquisitos modales: ella también de una edad parecida, aunque muy probablemente más joven que él, con pelo rubio y ojos claros, y síntomas de ajamonamiento. Ambos son ex profesores de Historia contemporánea y súbditos americanos, aunque el varón está nacionalizado, porque en su origen era español. ¿Nadie de tu departamento los habrá visto por ahí?

—Tendría que consultar a los chicos, Luc —respondió el sheriff, y continuó—: ¿Qué tiene que ver con el muerto que te he comentado?

—Probablemente, nada, o a lo mejor, todo —contestó Freeman lacónicamente:

—¿Por qué dices que todo, o nada? No acabo de entenderte, Luc.

—Porque, si tu muerto es quien piensa el FBI, lo más seguro es que nuestro matrimonio tratara de contactar con él, si es que no lo hizo ya —contestó Freeman, y agregó—: Te voy a colgar porque me urge ponerme a identificar esa huella que has mandado. No te preocupes, que estaremos en contacto. Bye!, viejo zorro.

Bye!, Luc.

«¡Mira por dónde, el borracho de Kevin con su muerte me ha dado la oportunidad de trabajar en un caso de interés federal! ¡Hasta es posible que salga en la prensa nacional, si el caso se resuelve bien!» — pensaba el sheriff de Miami, mientras en su simplicidad se imaginaba ya en los titulares, con foto incluida, del New York Times a tres columnas: “El sheriff de Miami Dade logra desarticular y capturar a un matrimonio de súbditos americanos implicados en una trama contra la seguridad nacional”. «Me veo firmando autógrafos y recibiendo una mención especial del Congreso» —seguía pensando el propio sheriff con su infantil idea, propia de aquél que jamás ha destacado por nada brillante en su carrera, por lo que su perfil de hombre gris no le habría permitido escalar puestos más importantes dentro de la policía.

Javier y Kate, entre tanto, habían decidido salir aquella misma noche después de cenar en dirección a Fort Lauderdale. La Sra. Forner tenía un gran interés en volver a recorrer por la noche la A-1A desde Miami hasta la interesante ciudad situada no mucho más al norte en la propia costa. Así se lo hizo saber a su marido, y le insistió bastante para que se animara, puesto que Javier no era partidario de conducir de noche.

—No te preocupes, que conduzco yo. Ya sé que tienes aversión a la conducción nocturna desde hace un par de años, pero no pases cuidado que a mí me gusta mucho, además disfruto con ello —dijo Kate a su marido, y continuó—: Creo que nos conviene salir cuanto antes de Miami y poner en práctica el plan que antes hemos diseñado, porque pienso que, a estas horas, ya habrán descubierto el cuerpo de Kevin y las pesquisas policiales en torno a su muerte estarán en todo su apogeo.

—Bien. Tú ganas —respondió Javier, añadiendo—: Ahora mismo voy a reservar habitación en un hotel de Fort Lauderdale, porque si esperamos a llegar, quizás no encontremos ninguna plaza hotelera aceptable que esté disponible. ¿Tienes predilección por algún hotel? Yo ya no recuerdo cómo se llamaba el último en el que estuvimos, que nos encantó.

—Era el The Ritz-Carlton Fort Lauderdale, pero quizás sea demasiado caro en estas fechas. Llama y pregunta disponibilidades y precios.

—Recuerdo que era un cinco estrellas. Quizás sea algo caro, pero merece la pena —contestó Javier.

Después de varios intentos, Forner logró hablar con la recepción del hotel que su esposa le había recordado y consiguió la única suite disponible para aquella noche a un precio de oferta de 300 USD que no le pareció excesivo dada la categoría del hotel y el magnífico servicio que ofrecía. Además, estaba en el Downtown de Fort Lauderdale, como quien dice, en pleno centro.

—kate. Ya tenemos habitación en tu hotel preferido, y, además no me pareció excesivamente cara. Para no complicarnos la vida, podemos bajar a cenar al comedor de aquí, una vez que hayamos hecho el equipaje, y salir nada más que terminemos la cena, calculo que podríamos estar en ruta en torno a las 21:30 —dijo Javier.

—Me parece perfecto —contestó Kate, y añadió—: ¿Dónde llevas el sobre con los documentos?

—Lo tengo aquí, en el bolsillo interior de la americana con la que pienso viajar, porque, aunque hace una temperatura ideal, quizás más tarde no me sobre, sobre todo teniendo en cuenta que vamos a viajar permanentemente al lado del mar —respondió Javier.

—Bien pensado —contestó Kate, añadiendo—: Yo llevo la fotocopia que hice antes junto a recepción del hotel en este bolso, que es el que voy a llevar conmigo.

Una hora más tarde, en torno a las 19:00, los Forner bajaron al comedor del hotel y ocuparon una mesa para dos que había junto a la cristalera sobre la piscina climatizada. Entre que les sirvieron la cena y cenaron pasó cerca de hora y media. No quisieron tomar cafés ni ninguna copa de licor ya que tenían que conducir. Cuando se levantaron de la mesa, se fueron directamente a recepción para abonar la factura de la estancia, que Javier, por teléfono desde la habitación había solicitado antes de bajar al comedor. Estaba Forner pagando con una tarjeta de crédito cuando uno de los recepcionistas se acercó a él para decirle: Mr. Adams desea hablar con Vd. ¿Se lo paso?

—Pásemelo, por favor —contestó Javier, al tiempo que sujetaba el teléfono que le entregaba el recepcionista.

—¿Ocurre algo, David? —preguntó Javier nada más que estuvo dispuesto para hablar.

—Verás. Me acaba de llamar Luc desde Washington, y me pregunta que si te he visto por Miami. Yo le contesté que sí, que estuvimos charlando esta misma mañana, y que andabas con Kate por aquí en viaje de placer. Algo me quiso decir sobre un cadáver de un antiguo buzo de la Shell que esta mañana la policía del condado había encontrado en su casa junto a la playa. Yo le dije que no acertaba a entender que podía tener relación contigo ese asunto. Entonces, fue cuando me respondió que en el coche del infortunado ex buzo había aparecido una huella dactilar, que pendiente de una ulterior y definitiva comparación, coincidía con una tuya que el FBI tiene en su base de datos nacional. La verdad es que me dejó muy preocupado, pues aunque el tal Stone murió de muerte accidental, el hecho de encontrar una huella tuya allí, en su coche, hizo que se dispararan las alarmas en la central. ¿Por qué habías ido en su coche en calidad de copiloto? ¿Conocías previamente a Mr. Stone? ¿Os invitó a cenar? ¿Tenías algún trato con él? No te extrañe el número elevado de interrogantes que tiene el Agente Especial Freeman, porque en el FBI se sabe que el muerto fue uno de los buzos que participó en la recuperación de objetos y documentos del U-166. Teniendo esto en cuenta, ¿Para qué querías hablar con él, o él contigo? En cualquier caso, me voy a ver en la obligación de seguirte a donde quiera que vayas. Si, como espero, no estás mezclado con nada ilegal, no tienes nada que temer. Y, ahora, dime, ¿qué pensáis hacer esta noche?

—David, en primer lugar, quiero decirte que tu jefe me parece que tiene más imaginación que Salgari. En segundo lugar, yo no tenía pensado para nada hablar con ese Stone al que ni siquiera conozco, y, en tercer lugar, Kate y yo nos vamos a subir dentro de cinco minutos a nuestro coche y vamos a emprender ruta hacia al oeste. Por la carretera que cruza Everglades, pretendemos llegar esta noche al primer lugar habitado dentro del Parque Nacional, en donde pensamos pasar la velada rememorando la que hicimos de viaje de Luna de Miel hace ya bastantes años. Nos encanta volver a pasar otra noche en plena selva y en pleno pantano, a pesar de los mosquitos y otros bichos más molestos. Te lo digo, para que, si quieres, te dé tiempo a subirte a tu coche para así poder seguirnos discretamente, ¿o nos crees tan peligrosos que sería mejor que el seguimiento lo hiciera un coche patrulla de la policía del condado? —preguntó Javier, molesto a todas luces.

—No lo tomes así, Javier. Ya sabes que cumplo órdenes, y que también soy tu amigo. Por eso te he llamado, para ponerte en antecedentes —dijo David disculpándose.

—Está bien, amigo sabueso. Dentro de cinco minutos Kate y yo estaremos en ruta, así que te deseo un espléndido seguimiento —dijo Javier, y colgó el teléfono.

—¡Vamos, Kate! —apuró Javier a su esposa con una mueca de enojo por lo que acababa de hablar con David.

—¿Qué pasa, Javier? —preguntó la Sra. Forner a su marido ante el gesto airado de éste, y las prisas en tomar el equipaje y dirigirse en el ascensor hacia el garaje donde estaba aparcado el coche.

—Pues nada, querida, —comenzó a decir Javier— que hay gente que debe de creer que uno es tonto, o que no conoce sus derechos constitucionales. ¡Vamos a ver! Yo creo que es de sentido común que si la policía tiene alguna sospecha sobre una persona y piensa que puede estar involucrada en algo delictivo, lo que tiene que hacer es detenerla y someterla a un interrogatorio. Pero, vamos a pensar que el agente de la ley y el sospechoso son amigos. ¿Qué sería lo lógico? Entiendo que hablar directamente con la persona de la que sospechamos y hacerle las preguntas que consideremos oportunas para esclarecer la verdad. Si después de las preguntas todavía nos queda la duda de que nuestro amigo nos haya mentido, entonces, y sólo entonces, procederíamos a su detención. Lo que me parece un cuento de extraterrestres es que la policía avise a su amigo sospechoso de que le va a seguir para ver si le pilla en algo delictivo. ¡Demencial!, pienso yo.

—Javier, en este país, a veces suceden las cosas más inverosímiles. ¿Tú le has mentido en algo a David? A mi juicio, no porque él te preguntó que si conocías a Stone, no que si conocías a Kevin (porque tú no tenías por qué saber que se apellidaba Stone). Además si, como dice Luc, apareció una huella tuya en el salpicadero del coche del muerto (accidentalmente muerto, creo recordar) ello no quiere decir nada más que tú, en algún momento, le acompañaste como copiloto en su coche. Por eso te digo, que si Luc quiere interrogarte que lo haga de forma correcta. Tú y yo, de momento, no tenemos más que decir, y además no vamos a desaprovechar la noche que teníamos programada en Fort Lauderdale. Si David nos quiere seguir, que nos siga. No hay problema. Lo que no vamos a hacer es desaprovechar la reserva que tenemos en una de los hoteles más lujosos de esa ciudad, porque un poli faldero se empeñe en seguir a rajatabla las instrucciones de su jefe. Además, éste sabe donde estamos, y, si tiene interés en hablar con nosotros urgentemente, que venga a vernos allá donde estemos, porque yo no pienso modificar nuestra hoja de ruta para despistar a ningún poli, sencillamente porque no tengo que hacerlo, ya que no he cometido ningún delito de homicidio ni de nada —dijo Kate llena de rabia, y añadió—: ¿Por dónde salimos hacia Fort Lauderdale?

—Primero dirígete hacia el S hacia la calle 8.después toma la 1ª a la derecha hasta la 8 y después la 2º a la izquierda hacia Collins Ave. Gira después a la derecha hacia la 5ª; a continuación continúa por el MacArthur Causeway y desde allí, por la salida I B, te encaminas hacia la I-95 N. Cuando llegues a ese punto, ya te volveré a indicar lo que debes de hacer para salir a la A-1A y seguir por la costa —contestó Javier.

—¡Marido! Pareces la guía Michelin —dijo Kate entre carcajadas por la minuciosa descripción de la ruta que le había hecho Javier.

Nada más de salir del garaje del hotel, Forner observó por el retrovisor derecho del coche que otro vehículo encendía las luces y arrancaba despacio como con intención de seguirlos, y así se lo comunico a su esposa, que era la conductora.

—Ya me di cuenta de que ese coche oscuro arrancó inmediatamente nada más que nosotros salimos del garaje del hotel y comenzó a seguirnos. ¿Crees que será David? —dijo Kate.

—Es muy posible que sea ese idiota. Seguro que fingió que nos llamaba al hotel desde su casa cuando, probablemente estuviera en otra cabina de teléfono de recepción observándonos. De esta manera, no tuvo más que salir a la calle y subirse a su coche, que lo tendría aparcado en la acera del hotel unos metros más atrás de la puerta principal del mismo, aunque con suficiente visión para controlar la salida del garaje del Marriot. Ya verás cuando lleguemos al MacArthur Causeway y nos desviemos hacia el N, el susto que se lleva pensando que jamás le mentiríamos e iríamos a Everglades, tal y como yo le había dicho. ¡Valiente idiota e ingenuo! ¿Se piensa él que voy a cambiar mis planes sin tener por qué? ¡Está muy equivocado el chico! Yo, ante todo, soy español, y no un borrego que no sabe ir más que por el carril, como un tanto por ciento elevado de ciudadanos americanos sureños. Y no quiero seguir hablando más sobre el tema —terminó Javier.

Kate, completamente de acuerdo con los razonamientos de su marido, ni siquiera le contestó. Se limitó a conducir con sumo cuidado, dado el intenso tráfico a aquellas primeras horas de la noche en dirección hacia el norte. Al poco de rebasar el nudo distribuidor de la I-195, donde las corrientes de vehículos se bifurcan hacia el interior y hacia la costa en dirección a la A-1A, comenzó a quedar más sosegada contemplando el paisaje nocturno iluminado por cientos de luminarias de autopista que permitían ver, casi con todos los detalles, las construcciones de aquella parte turística de la costa este de Florida en las proximidades de Fort Lauderdale. Javier, mientras tanto, permanecía mudo en su asiento absorto en sus pensamientos, y mirando, de vez en cuando, el maravilloso paisaje que se le ofrecía desde el coche.

Por fin, tras casi tres cuartos de hora de viaje, llegaron al Downtown de Fort Lauderdale, donde no les costó ningún trabajo encontrar el formidable hotel-spa en el que tenían reservada habitación. Mientras tanto, David, su supuesto sabueso, les siguió a una prudente distancia hasta que, por fin, aparcaron en el garaje del Ritz-Carlton.

Mientras los Forner se acomodaban en el hotel, David Adams no perdía la ocasión para informar a su jefe Luc Freeman, a través del celular, de los movimientos de la pareja.

—¿Luc? Soy Adams. Los Forner en estos momentos están en Fort Lauderdale, y no en Everglades a donde me habían comunicado que irían. Creo que han adoptado una actitud responsable. Saben que no tenemos ninguna prueba contra ellos y no se dejan intimidar por nuestras sospechas. En mi opinión, si queremos que nos cuenten algo, tendremos que esperar a que lo hagan por su propia voluntad, a no ser que los acontecimientos se precipiten y aparezca alguna prueba que los incrimine de verdad.

—Creo que tienes razón, Adams —dijo Luc, y continuó—: Que tengamos la sospecha de que han ido a entrevistarse con alguien, para lo cual han puesto un anuncio en la prensa, no significa nada. Tampoco quiere decir gran cosa que hayamos encontrado una huella de Javier en el salpicadero del coche de un muerto de muerte accidental. Sólo sabemos que Mr. Forner viajó en ese coche, pero no sabemos cuándo, ni por qué razón. Sí que es casualidad que Mr. Stone hubiera trabajado de buzo para la Shell, y que hubiera, a su vez, participado en las tareas de rescate del U-166, como también lo es que los Forner hayan puesto un anuncio en la prensa de Miami buscando a un buzo profesional —terminó Freeman.

—¿Qué se supone que pudo haber descubierto Mr. Stone en el U-166 que tanto inquieta a nuestros compañeros de la CIA y al Secretario de Marina? —preguntó David.

—En mi opinión —comenzó Luc, y continuó—: La falta de las hojas del diario del capitán Kuhlmann correspondientes a los últimos días de navegación del U-166, pueden ser un indicio de que quien las descubrió (en este caso, Stone) se las apropió, y pueden contener importantísimos datos que, al no ser tenidos en cuenta por nuestros compañeros de la CIA, harían que la eficacia de nuestra agencia hermana quedara en entredicho, y con ella el prestigio del gobierno de los EEUU. Si tenemos en cuenta que una máquina codificadora Enigma con cinco discos fue encontrada en el interior del U-166, y la CIA siempre pensó que la citada máquina de cifrado jamás tuvo más de cuatro. Ello, ya de por sí, pone en entredicho la capacidad de la Agencia Central de Inteligencia, y, de rechazo la nuestra. No me extraña, por tanto, que el Secretario de Marina solicitara desde el primer momento al Congreso que todo lo referente a ese U-Boot fuera declarado materia clasificada.

—¿Qué pueden contener las últimas hojas del diario de a bordo de Kuhlmann? —preguntó David a su jefe.

—No tengo ni idea, pero de lo que sí estoy seguro es de que, desde el Presidente hacia abajo, todo el mundo sospecha que en ellos puede haber datos de alguien verdaderamente clave en el desarrollo de las operaciones de espionaje alemán en nuestro suelo —respondió Luc.

—Por otra parte, ¿hay sospechas fundadas de que esas hojas, con los datos que contienen, pueden ser un instrumento de chantaje contra el Gobierno de los EEUU? —Preguntó David a su jefe, y continuó—: Dando por sentado que lo que falta del diario de Kuhlmann lo robó Stone, ¿qué nos hace pensar que siga en su poder, y que no lo haya vendido a alguien? Yo creo que ese documento, como tal, aunque no contenga nada extraordinario, ya vale de por sí más de un millón de USD.

—A mí lo que me preocupa, porque todavía no he logrado entender, es saber cómo Javier sabía que alguien había robado parte del diario de a bordo del U-166, y, sobre todo, cómo contactó con el ladrón, porque pienso que, aunque no haya tenido nada que ver con la muerte de Stone, sin embargo, sí que estuvo con él, porque sabía que nuestro muerto de Miami había tenido relación con esos documentos. «¿Quién se lo dijo a Javier?» —terminó preguntándose a sí mismo como una pregunta retórica, Luc.

—¡Luc! Yo no soy tan experto como tú, pero creo, que esta vez, Javier, en su ánimo de ayudar en la investigación, ha sido más eficaz que nosotros. Si tenía pensado entrevistarse con Stone en Miami, creo que lo ha conseguido, y me parece una pérdida de tiempo y de dinero del contribuyente, que ahora sigamos sus pasos. Si quería descubrir algo, ya lo ha hecho, y por mucho que le sigamos no vamos a obtener nada hasta que él se decida a dar el paso y contarnos lo que pasó. Como, por otra parte, no le podemos acusar formalmente de nada, por el momento, opino que lo mejor será dejar transcurrir normalmente el curso de los acontecimientos y armarnos de paciencia. ¡Ya terminará por venir a contarnos algo que nos ponga en aprietos! —dijo David, a modo de colofón.

—Por esta vez, pero sin que sirva de precedente, voy a tener que darte la razón, Adams. Deja ya de seguirle, y no perdamos más el tiempo. Lo que sea, sonará, más pronto o más tarde. Yo creo que pronto, tal vez en cuanto haya regresado, de ese viaje de placer que ha emprendido con su esposa, a su domicilio en Sanibel —contestó Luc, y añadió—: Es muy tarde ya, así que vayámonos a descansar y a esperar noticias. Bye! Adams.

Bye! —Respondió David, y apagó el celular.

Entre tanto, los Forner se disponían a pasar la primera noche fuera de Miami en aquel lujoso hotel de Fort Lauderdale. Al día siguiente, en principio, tenían previsto recorrer el Downtown y hacer algunas compras de recuerdos en el mismo. Así lo hicieron. El tiempo era magnífico y no parecía que estuvieran a finales de noviembre. El sol lucía en el cielo y calentaba en las horas centrales del día. Parejas de recién casados y de gente de mediana edad, recorrían los innumerables puestos callejeros que se encontraban en el aquella especie de mercado ambulante. La verdad era que no daban ganas de volver al hotel. Las sombras que habían perturbado sus mentes el día y la noche anterior, parecían haberse disipado, aunque no sabían que David, por orden de Luc, había dejado de seguirles.

Tras pasar todo el día en la ciudad y en la playa, regresaron a su hotel y se dispusieron a cenar para, a continuación, irse a la disco del complejo hotelero a recordar otros tiempos. A diferencia de lo que normalmente ocurre en las salas de fiesta de los hoteles, donde los pinchadiscos sólo saben poner dos tipos de música: la de rabiosa actualidad, o la de las baladas románticas, el encargado de la música en aquella macro discoteca tenía una cierta sensibilidad en atención al variopinto mosaico de clientes y pinchaba un poco de todo. Tanto Javier como Kate, lo pasaron muy bien, y, sobre todo, según comentario de la Sra. Forner a la finalización de la fiesta, habían hecho en tres horas todo el ejercicio que normalmente hacían en una semana de vida normal. Agotados como quedaron después de la disco, subieron a su habitación y apenas les quedaban ganas de hacer el amor más de una vez.

Al día siguiente, por la mañana, domingo, se dirigieron hacia el norte por la A-1A y, después de pasar por West Palm Beach y Melbourne, siguieron viaje hacia Orlando donde pernoctaron. Al lunes siguiente, permanecieron la mayor parte del tiempo recorriendo la ciudad para, al atardecer, volver a disfrutar como niños del espectáculo de Disneyland hasta las dos de la madrugada. Pero los años no perdonan, y el martes a primera hora decidieron que era el momento de regresar poco a poco a su Blue House de Sanibel.

Tomaron la autopista en dirección oeste, y, hora y media más tarde, llegaban a Tampa. En este momento, era ya perentorio realizar el envío certificado a su propia dirección del sobre con los documentos comprometedores. Por eso, se dirigieron a la primera oficina de correos que encontraron e hicieron el envío a su propio nombre y dirección en Sanibel. Calculaban que, al día siguiente, el certificado ya estaría en destino y, que por tanto, podrían personalmente recogerlo cuando el cartero llegara a su casa. En cuanto a la fotocopia que Kate guardaba en su bolso, Javier pensó que lo mejor era enviarla también por correo certificado a Luc Freeman a su despacho oficial en el edificio Hoover del FBI en Washington DC. Así lo hizo y, en el remite, puso un nombre falso, el primero que se le ocurrió. Él era consciente que el Agente Especial del FBI no era tonto y, en consecuencia, se daría cuenta que quien lo enviaba no era otro que Javier Forner.

«Si Luc sospecha que he sido yo, como no dudo que hará, se dará cuenta de inmediato que he podido reunirme con alguien, ¿el del anuncio de empleo en el Miami Herald, pensará? que tenía el original de este precioso documento. También puede sospechar, a buen seguro, si es que conoce la existencia de Kevin Stone, que este personajillo se ha puesto en contacto conmigo y me ha vendido el documento, que, por cierto, el FBI sospechaba que existía en poder de alguien, aunque no sabía de quién hasta este momento. Cabe también una tercera posibilidad, y es que Luc piense, y, lo más terrible, que lo piensen sus jefes, que yo pretendo hacer chantaje con el mismo al Gobierno. En ese caso, la cosa se complicará extraordinariamente, porque, entre otras circunstancias, tendré que explicar cómo es que apareció mi huella dactilar en el salpicadero del coche del difunto Stone» —pensaba Javier mientras Kate le observaba sin decir una sola palabra.

Al cabo de unos cinco minutos de silencio, tras haber realizado los envíos por correo en la oficina postal, fue la Sra. Forner la encargada de de romper aquel tenso mutismo por parte de su marido.

—Javier. Creo que mañana, a primera hora de la mañana, debemos iniciar el viaje a casa sin más dilación. Tenemos que tomar la autopista en dirección sur, y aun nos quedan bastantes millas antes de llegar a Sanibel. No he mirado el mapa, pero, así a bote pronto, te recuerdo que tenemos que pasar por St. Pete, Sarasota, Cape Coral y Fort Myers antes de dirigirnos hacia nuestra preciosa isla de Sanibel. Son en total más de 140 millas, lo que supone unas dos horas y media largas. Te lo recuerdo porque sabes que el cartero llega a casa en torno a mediodía y deberíamos estar ya en nuestro domicilio para poder firmar y recoger el certificado del sobre —dijo Kate.

—Ya había pensado yo en eso, aunque te parezca que estoy totalmente abstraído. Opino que más tarde de las 08:30 no debemos de salir del hotel de aquí para poder obviar imprevistos. ¿No crees?

—Sí. Me parece lo más prudente —respondió Kate, y agregó—: ¿Has notado si alguien nos seguía desde que salimos de Fort Lauderdale?

—No he visto a nadie —respondió Javier, y peguntó—: ¿Y tú?

—Yo tampoco —contestó Kate, y añadió—: Quizás, por una vez en su vida, el FBI actuó con lógica, y pensó que si íbamos a reunirnos con alguien en Miami ya lo habríamos hecho y, que por tanto, resultaba estúpido y caro para el contribuyente mantener a agentes en misión de seguimiento. ¿No te parece?

—Sí. Es lo que yo opino también.

Después del viaje de regreso a casa, para efectuar el cual los Forner habían madrugado relativamente al día siguiente, el matrimonio se hallaba expectante ante la llegada del cartero. Kate no hacía más que consultar su reloj cada cinco minutos como si temiera que, por cualquier causa, el empleado de la oficina postal no fuera a venir. Serían algo más de las doce treinta del mediodía cuando el cartero, después de parar la furgoneta de reparto ante la Blue House, llamó a la puerta de la vivienda. Javier, que en aquel momento era el que más próximo estaba a la entrada, fue el encargado de abrir ésta. Saludó al empleado de la oficina postal, que le entregó un sobre a su nombre y le mandó firmar el recibido en la hoja correspondiente de la tablilla al efecto. El resto de correspondencia ordinaria atrasada ya lo habían recogido del buzón nada más que llegaron a casa. Una vez abierto el sobre certificado, que él mismo se había enviado desde Tampa el día anterior, y tras comprobar que, en su interior, todo estaba en orden, cerró la puerta y llamó a su mujer.

—¡Kate! Acaba de llegar el certificado que estábamos esperando —dijo Javier en voz alta para que Kate le escuchara.

—¡Estupendo! —Respondió la interpelada, y añadió—: Una preocupación menos. Ahora lo que tenemos que hacer es llevarlo a una de nuestras respectivas cajas de seguridad del banco.

—Sí. Es lo conviene que hagamos de la manera más pronta posible —contestó Javier, quien añadió—: Yo estaba pensando acercarme esta tarde después de las cuatro hasta Sanibel para depositarlo en la mía del Bank of América, si te parece.

—A mí, me da igual en qué caja se deposite. Lo importante es que se haga, y cuanto primero, mejor. —contestó Kate.

—Bien. Entonces, yo me acerco esta tarde a llevarlo. —dijo Javier.

Apenas había terminado de hablar, cuando el sonido rítmico del avisador de llamadas de su celular comenzó a sonar. Forner, observó el número que indicaba la llamada entrante y comprobó, por tenerlo metido en agenda, que era el de Luc Freeman. «¡Sí que se da prisa éste en contactar conmigo!» —pensó Javier antes de atender la llamada.

—¡Hola Luc! —Dijo Forner, una vez que hubo oprimido la tecla para responder a la llamada, y agregó—: ¿Tienes miedo de que me abduzcan los extraterrestres, que casi no me das tiempo de poner los pies en casa de regreso de mi viaje?

—No se trata de miedo —contestó Freeman, y añadió—: Simplemente quería saber si ya podía darte las gracias de viva voz.

—¿Por qué dices eso?

—¿Y aun lo preguntas? —Respondió Luc con otra pregunta, añadiendo—: Bien. Ahora ya no me cabe la menor duda de que alguien te ha dado el chivatazo de la existencia de un documento que nosotros sospechábamos que existía, pero no sabíamos dónde encontrarlo, ni, por supuesto, cuál era su contenido exacto. Ahora, gracias a la fotocopia que me enviaste, y que acabo de recibir, ya tengo confirmadas mis sospechas y completado el puzle, en el que nunca sospeché que tú ibas a estar involucrado. Que Ritter era un protegido de alguien muy importante del Reich, lo pensábamos todos en el Gobierno de los EEUU, pero, ¡que fuera un hijo natural del propio Hitler! es una cosa que jamás se nos había pasado por la cabeza. En cuanto a mí, ¿qué quieres que te diga? Nunca se me hubiera ocurrido imaginar que mi amigo el Prof. Javier Fornel fuera el hijo natural del espía y asesino Adolf Ritter, o Adolf Hitler Jr., si prefieres.

—Yo quedé tan sorprendido, o más que tú, cuando leí el documento por primera vez. Mi madre Amelia, jamás me dijo quién había sido mi padre, y estoy por asegurar que la pobre nunca supo quien fue en realidad su amante ocasional, del que llegó a estar verdaderamente enamorada. Si lo hubiese sabido, es muy probable que hubiera abortado cuando supo que estaba embarazada de aquel oficial alemán de modales tan exquisitos con el que había tenido una aventura. Créeme, Luc, lo que te estoy diciendo, porque este descubrimiento es para mí una pesadilla. —respondió Javier.

—Lamento profundamente lo que estarás pasando con el descubrimiento, pero vas a tener que responder oficialmente de unas cuantas preguntas ante un juez. ¿Vas a estar esta tarde en casa a partir de las 19:00?

—No tengo pensado moverme de casa.

—Entonces, te iré a hacer una visita en el avión que llega a Fort Myers a las 19:00. Yo calculo que una hora más tarde pueda estar en tu casa, así que nos vemos esta tarde. Bye! Javier.

Bye!, Luc. —contestó Forner, y apagó el celular.

Javier sintió que se acercaba para él y para Kate un mal momento. Pronto se encontraría en un estado de ánimo como aquel que está pasando la crujía. Los problemas se le iban a ir acumulando, ¡y todo por haberse ofrecido a colaborar! «En estos momentos entiendo perfectamente a los delincuentes cuando se niegan por todos los medios a colaborar con la policía, aunque ésta les ofrezca el oro y el moro» —pensó Javier nada más apagar su móvil.

Forner, nada más terminar de comer, se dispuso a marchar a Sanibel ciudad para llevar a su caja de seguridad bancaria el sobre con el documento que había recogido en la casa de Kevin. Se decidió a actuar de esa manera porque se dio cuenta de que, a partir de septiembre, los bancos permanecían con horario ininterrumpido de ocho a diecisiete horas. «Cuanto primero vaya, más a cubierto de llegadas anticipadas de gente como Luc me voy a encontrar» —pensó, y así se lo dijo a Kate, que se mostró totalmente de acuerdo con su decisión.

Tras entrar en la sucursal del Bank of América, se dirigió inmediatamente hacia las cajas de seguridad, que estaban en la planta inferior a la principal. Una vez verificada su personalidad, ante el empleado que estaba al cargo de aquel departamento, con su llave de la caja 522 y la copia idéntica que introdujo el empleado en la cerradura de la misma, ésta se abrió y el custodio de las cajas se alejó para dejar a Javier manipular a gusto sin sentir la mirada del vigilante. Introdujo el sobre en la misma, y procedió a cerrarla. Después avisó al empleado para que comprobara con su llave que la caja quedaba bien cerrada. Volvió a firmar, y salió del banco para dirigirse a su coche, que tenía aparcado en la misma calle, dos números más arriba del edificio de la entidad bancaria.

Las horas, desde que Javier había regresado del banco, comenzaban a hacerse eternas para los Forner, ansiosos como estaban de pasar cuanto antes el trago que les esperaba con la llegada del agente Freeman del FBI.

Un minuto pasaría de las 20:15 cuando llamaron a la puerta de los Forner. Fue Javier el encargado de abrirla, y se encontró, como esperaba, con Luc. Después de los saludos protocolarios entre Freeman y los Forner, fue el Agente Especial del FBI el que tomó la palabra, una vez que todos estuvieron acomodados en el tresillo del salón.

—Bueno, pareja —comenzó Luc, y agregó de inmediato—: Me parece que vais a tener que explicarme cómo, por lo menos Javier, estuvo en el coche del difunto Kevin Stone en Miami. ¿Cómo disteis con ese sujeto?

—No voy a negar que estuve en el coche de Kevin Stone, pero eso no significa que yo tuviera nada que ver con su muerte, ni Kate tampoco —dijo Javier.

—¡Vamos a ver, Forner! Creo que te estás apresurando en tus conclusiones y eso, en lugar de beneficiarte, te perjudica, porque si actúas así ante cualquier juez, éste creerá que te sientes implicado de alguna forma con la muerte de alguien, y yo no te he dicho que te relacionara para nada con el fallecimiento de Stone —contestó Luc.

—Mira, Freeman —intervino Kate— Javier y yo siempre sospechamos, que, tanto el FBI como el resto de las agencias federales, temían que, como consecuencia de las exploraciones realizadas al lugar donde está el pecio del U-166, alguien se hubiera apoderado de algún documento que dejara al descubierto las fisuras de la CIA, que sin duda se produjeron, entre otros supuestos, cuando no detectó a tiempo la existencia del quinto disco de la Enigma, lo cual permitió a los nazis seguir operando a sus anchas durante toda la primera mitad de 1942. En consecuencia, pensamos, creo que con lógica, que algún buzo despechado, que hubiera trabajado para la Shell, y fuera despedido de la compañía o se hubiera marchado de la misma por propia voluntad, podría haberse quedado con algo, no sabíamos qué cosa, que vosotros creíais, o intuíais que faltaba. Para resolver el misterio, se nos ocurrió poner el anuncio en la prensa de Miami, al cual contestó el hoy fallecido dándonos unas señas y un nombre para contactar con él. —Kate hizo una pequeña pausa, y añadió—: Nos trasladamos el viernes pasado a Miami y logramos contactar con él. Enseguida nos dimos cuenta de su adicción al alcohol y Javier decidió aprovechar la coyuntura, para lo cual le hicimos una oferta de trabajo y decidimos tirarle de la lengua. Nos invitó a cenar a su casa y nos llevó en su coche hasta la misma. Cenamos y seguimos hablando, aunque él cada vez estaba más borracho. Nos contó muchas cosas, entre las cuales estaba su inmersión para la Shell en el 2003 en busca de objetos del U-166 y nos hizo una contraoferta a cambio de enseñarnos una fotocopia de un documento, que, por despecho, había decidió apropiarse.

Javier, entonces, tomó la palabra continuando con el relato.

—Quisimos ver la fotocopia antes de ofrecerle algo por ella si, al fin, nos interesaba. Nos la trajo, al cabo de un rato y la analizamos. Era interesantísima, aunque tremendamente traumatizante para mí, como habrás podido comprobar. Como yo no llevaba la chequera encima, ni Kate tampoco, quedamos en que, al día siguiente haríamos el negocio, siempre y cuando él se comprometiera a mostrarnos el original y a trabajar para nosotros. Nos fuimos a la cama que nos ofreció, porque era ya muy tarde y no teníamos ninguna seguridad de encontrar un taxi que nos devolviera a Miami, ni él estaba en condiciones de conducir para acercarnos en su propio vehículo. Desconocemos lo que pasó después, pero a la mañana siguiente, después de levantarnos, le buscamos por toda la casa y alrededores hasta que le encontramos muerto junto a su criadero de ostras. Tuvimos miedo de vernos implicados en el asunto y nos sentamos en la playa a pensar cómo haríamos para regresar al hotel. Una pareja de borrachos, que habían pasado la noche completa de juerga por las inmediaciones, se ofreció a traernos a casa, lo cual aceptamos. Ni sabemos sus nombres, ni ellos conocen los nuestros. Bien. Seguimos viaje como teníamos previsto, y desde Tampa te remitimos la fotocopia. Ahora, pienso que deberíamos habernos quedado con ella, pero es igual. Tú ya sabes lo que tenías que saber, y yo, como puedes observar, tengo una gran depresión al pensar que, sin haberlo sabido nunca, casi al término de mi vida, me entero de que soy nieto de uno de los mayores criminales que han existido en el mundo. Eso es todo lo que te puedo decir, Luc. —terminó Javier de hablar, mientras se hacía un silencio impenetrable en el salón de los Forner.

Al cabo de unos dos minutos, Freeman tomó la palabra.

—En principio, me parece que sois absolutamente sinceros, y que me habéis contado la verdad de lo que sucedió con Kevin Stone. Sin embargo, tendréis que comprender que ni la policía ni el FBI pueden dar por concluida una investigación sin haber analizado antes todos los datos y pruebas. Es cierto que la muerte del ex buzo de la Shell se produjo de forma accidental, pero, aun así, nos queda, a la vista de lo que Javier ahora me dice, verificar si en casa del infortunado, o en otro lugar, se encuentra el original del diario del capitán Kuhlmann, que Stone sustrajo y que resulta tan revelador, no sólo para nosotros, sino también para el pobre Javier, que no sé cómo podrá superar el descubrimiento que en el documento acaba de hacer. —Dijo Luc, añadiendo—: Poco antes de tomar el avión en Dulles para venir aquí, recibí una llamada de nuestros expertos arqueólogos en la que me informaban de que la cazadora de cuero, que se encontró en la playa de aquí al lado, relativamente cerca de donde Indy encontró la P-38, pertenece a un miembro de la tripulación del U-166.

—¿Cómo es posible eso? —Interrumpió Javier, y continuó—: Es cierto que las prendas de vestir flotan, pero, ¿cómo es posible que una cazadora de marino, que se supone está dentro del casco de un sumergible, haya salido a la superficie y “navegado” hasta aquí?

—En un principio, —comenzó Luc— tampoco yo me lo podía creer, hasta que el experto del NCIS, al que llamé de inmediato tras conocer la noticia, me lo explicó.

—¿Nos puedes contar la explicación que te dieron? —dijo Javier.

—Bueno. Es más sencilla de lo que, a priori, pudiera parecer —comenzó Freeman, continuando—: Vosotros conocéis perfectamente, y no necesito explicároslo porque sois especialistas en la materia, que el artillero de torre de un U-Boot, cuando éste navega en superficie, está al pie de la ametralladora que lleva el submarino en la torreta, pero, cuando navega en inmersión, se halla situado en el interior del puente de mando, junto al capitán, el primer oficial, el contramaestre y el timonel. La razón de su ubicación en el puente, cuando está sumergido, no es otra que la de subir a la torreta a ocuparse de la ametralladora nada más que se abra la escotilla una vez emergido el U-Boot. Quiero recordaros, que, cuando el U-166 es atacado por el escolta del convoy al que acababa de hundir una unidad con un torpedo, todavía estaba en superficie, y es de suponer, que para eludir el ataque iniciara una urgente maniobra de inmersión. Pues bien. Los buzos que bajaron a donde está el pecio en 2003, en su informe detallaban como un brazo de un artillero de torre había sido seccionado por la escotilla de la torreta al cerrarse de manera apresurada sin que al suboficial en cuestión le diera tiempo a descender del todo. De este modo, su brazo y su cazadora de cuero de la Kriegsmarine habrían quedado atrapados por la escotilla.

—¿Quieres decirnos que, desde julio de 1942, estuvo esa cazadora “pendiente de un hilo”, por decirlo así? —dijo Javier.

—El análisis de fósiles y de microorganismos encontrados en la cazadora, demuestran que no se llegó a depositar en la playa de Sanibel hasta hace tres años aproximadamente. Eso explicaría que, desde la fecha, en que fue descubierto el macabro hallazgo, hasta hoy, han pasado ocho o nueve años, tiempo más que suficiente para que, por la corriente del Golfo, pudiera ser arrastrada la prenda de vestir hasta aquí al lado. Además, que era la prenda en cuestión la del artillero de torre del U-166, es algo que no admite duda, ya que en una de las mangas lleva cosido el escudo de esa especialidad, como sabéis consistente en un óvalo vertical con fondo azul sobre el que se encuentra un cañón rojo disparando, con una T en su cuerpo. Debajo del cañón aparecen dos uves finas rojas sobre el color del fondo del citado óvalo. —terminó Luc.

Tras aquellas preguntas y aclaraciones, se impuso una cena frugal a la que, muy a regañadientes, Luc aceptó a quedarse. Después, Freeman rechazaría la invitación a pernoctar que le hicieron los Forner, y regreso al aeropuerto de Fort Myers para tomar el último avión de la noche con destino a Dulles, en Washington DC

¡No se debe ser cobarde ante los propios actos!; ¡no se les debe desestimar a posteriori! El remor- dimiento es indecente.

Friedrich NIETZSCHE.