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—¡Escudero Prescott!

Me levanté, quitándome las hojas muertas de mis bombachos húmedos

antes de presentarme ante ella. En sus ojos, atisbé una angustia que ella nunca

admitiría.

—Me dijiste que mi vida estaba en peligro, y parece que tenías razón. ¿Qué

hacemos ahora?

—Irnos de aquí, Alteza, antes de que lord Robert se lo confiese todo a su

padre. Una vez que lo haga, tendrán que apresaros. Ya sabéis demasiado.

—¡Qué extraño! —replicó ella, mientras Kate cogía la capa y se la ponía

alrededor de los hombros delgados—. Teniendo en cuenta que crecisteis juntos,

no lo conoces mucho. Robert nunca irá a decirle algo así a su padre. Le he

infligido una herida que nunca perdonará ni olvidará, pero jamás usará al

duque para vengarse de mí. No, ahora odia a Northumberland incluso más que

yo. Es posible que cumpla su amenaza y arreste a María como trofeo, porque su

orgullo masculino lo exige, pero nunca enviará a los sabuesos de su padre en mi

busca voluntariamente.

—Sea como sea, no podemos esperar a averiguarlo. —Me volví a Kate.

Cualquier otra mujer menos fuerte se habría estremecido por el tono de mi

voz—. ¿Alguna instrucción de Cecil que debiéramos saber?

Kate respondió mirándome a los ojos:

—Alteza, tengo instrucciones de sacaros por la poterna. Nos esperan con

transporte en la carretera. No deberíais estar aquí.

Isabel dijo:

—Me siento abrumada por la preocupación y los esfuerzos que hacéis por

mí, pero no tengo ningún deseo de dejar aquí a mi caballo árabe, Cantila, para

que el duque se quede con él. Es un amigo demasiado valioso. —Sus labios se

curvaron—. Por cierto, ¿no has dicho que tus amigos estaban cerca?

Como respuesta a su pregunta, Peregrine salió de un salto de su escondite.

—¡Yo iré a buscar vuestro caballo, Alteza!

Detrás de él, Barnaby, con tiras de hojas enredadas en el pelo, le hizo una

genuflexión.

—Milady —dijo él, con una calidez propia de años de familiaridad.

—Barnaby Fitzpatrick —dijo ella con un suspiro—. Me alegro de verte. —Se

volvió hacia Peregrine con una sonrisa irónica—. ¿Y tú no trabajas en los

establos de Whitehal? ¿Dónde está mi perro?

Peregrine la miró con una adoración impertérrita.

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Urian está bien. Está aquí, en los establos, con Cantila. Iré a buscarlo

también, si queréis. Será un honor hacer cualquier cosa que necesitéis.

—Lo dice en serio —añadí. Miré a Peregrine—. Mi caballo Cinnabar también

está aquí, por si lo has olvidado. Y mi alforja está debajo de la paja.

Peregrine asintió, nervioso.

—Entonces, todo está arreglado. Nuestro amigo irá a buscar mi perro y los

caballos y se reunirá con nosotros en la puerta. Tengo a una persona fuera de

Greenwich, donde podemos buscar refugio por si acaso el duque envía a sus

tropas a buscarnos. No me parece prudente volver a Hatfield todavía. —Se calló

un momento. Al verla tensa, un escalofrío me recorrió la espalda. Aunque

anticipé sus palabras, me cogieron desprevenido—. Pero, antes de nada, debo ir

a ver a Eduardo.

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Capítulo 18

Un silencio ensordecedor siguió a su afirmación. Me sorprendió que me

impresionara. Al fin y al cabo, no se comportaba de ninguna manera

inesperada. También me pregunté por qué había intentado convencerla de algo

diferente. No obstante, dije:

—Es imposible. No podemos entrar. Y aunque pudiéramos, los aposentos de

Su Majestad están demasiado bien custodiados. Nunca podríamos volver a

salir.

Isabel me miró impasible.

—Quizás, antes de rendirnos deberíamos preguntar al señor Fitzpatrick, que

durmió a los pies de la cama de mi hermano durante muchos años. Él sabrá si

es imposible.

Se volvió a Barnaby.

—¿Hay alguna manera de entrar en las habitaciones de Eduardo sin que nos

pillen?

Para mi incredulidad, Barnaby asintió.

—Hay un pasadizo secreto que lleva al dormitorio. En el pasado, vuestro

padre, Su Majestad el rey, lo usaba. La última vez que lo comprobé, el duque no

había apostado a ningún guardia allí. Pero debo avisaros, la única salida es por

las habitaciones, y están infestadas de sus hombres.

—Me arriesgaré. —Isabel se volvió a mirarme—. No intentes detenerme. Si

quieres ayudarme, hazlo. Si no, puedes reunirte conmigo en la verja. Pero debo

hacerlo. Debo ver a mi hermano antes de que sea demasiado tarde. —Hizo una

pausa—. Te… tengo que decirle adiós.

Sus palabras me llegaron al corazón, y la comprendí. Barnaby dio un paso

adelante.

—Yo acompañaré a Su Alteza. —Me lanzó una mirada—. La acompañaré a

ver a Su Majestad y de vuelta a la puerta fortificada sana y salva.

—Gracias, Barnaby.

No apartó los ojos de mí. Finalmente admití la derrota con un suspiro,

apartando la mirada de ella y desviándola hacia el palacio y las filas de

ventanas resplandecientes. Los fuegos artificiales se habían acabado. Unas

nubes furtivas de tormenta trajeron consigo la sensación de humedad.

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Los festejos llegarían a su clímax pronto, con la corte bebiendo vino a

raudales y bailando con una delicia fervorosa delante de la pareja taciturna

instalada sobre la tarima. El duque se vería obligado a estar muy atento y

vigilar de cerca a los nobles, teniendo en cuenta que el rey no habría hecho su

prometida aparición para bendecir las nupcias. Si había un momento oportuno

para colarse en las estancias reales, era ese. Entonces, ¿por qué me asaltaba un

presentimiento terrible?

—AshKat ha enviado aviso al gran salón para decir que estoy indispuesta —

dijo Isabel, malinterpretando las razones de mi silencio—. Mis diversos

problemas de estómago y dolores de cabeza son tan célebres como mi mal

carácter cuando me molestan. Además, el duque sabe lo que me ha dicho esta

tarde y no deseará tentar su suerte. Naturalmente, no se lo he dicho a Robert,

pero no rechacé totalmente a Northumberland. Solo dije que necesitaba algo de

tiempo para valorar su oferta. —Sonrió con frialdad—. Por supuesto, ese

tiempo se agotará pronto, pero a menos que decidan tirar abajo la puerta de mi

dormitorio, nadie se atreverá a importunarme.

—Oh, no mientras Su Majestad viva —dije—. Cuando se haya ido, no podéis

esperar piedad.

—Nunca lo haría —replicó ella—. No obstante, eres muy audaz

recordándomelo.

Miré a Barnaby.

—¿De verdad creéis que usar ese pasadizo es seguro?

—Siempre y cuando no esté custodiado y alguien se quede vigilando fuera

mientras nosotros entramos, sí. Solo el favorito del rey, Philip Sidney, está con

Eduardo ahora. Y no nos delatará.

—Yo haré guardia. —Kate sacó una daga de la capa.

Reprimí una protesta inmediata. No éramos los suficientes como para poder

desdeñar ninguna ayuda, y realmente necesitábamos a alguien que vigilara.

—Bien. Peregrine vendrá con nosotros. Si todo parece seguro, puede irse a

los establos. Alteza, ¿comprendéis que la visita con vuestro hermano debe ser

breve?

—Sí —dijo poniéndose la capucha.

Con Kate y Peregrine flanqueándola, me puse al lado de Barnaby y pasamos

por delante de la fachada del palacio, una incondicional compañía de cinco,

evitando la luz de las velas que se extendía desde las logias y las ventanas. Unas

carcajadas, desinhibidas y algo frenéticas, llegaron desde los cristales abiertos;

el jolgorio en el gran salón estaba en pleno apogeo.

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Me pregunté si el duque había sido obligado en el último minuto a dejar

entrar en el palacio a más cortesanos de los que le habría gustado. Esperé que

así fuera.

Cuantas más distracciones tuviera, más tiempo tendríamos para entrar y

salir de las habitaciones de Eduardo.

Con toda probabilidad, la ausencia de Isabel no habría pasado

desapercibida; Northumberland quizás incluso habría decidido que debía

agilizar las reflexiones de la princesa con un incentivo y había apostado a

guardias en la puerta en ese mismo momento. Por mucho que me disgustara la

idea, teníamos que estar listos para cualquier eventualidad.

Miré a Barnaby de reojo. Pensé que si alguna vez me metía en una pelea, lo

querría de mi parte.

—Barnaby —dije en voz baja—, ¿puedes hacerme una promesa?

—Depende de lo que sea.

—Si algo sale mal, ¿me prometes que harás todo lo que esté en tu mano para

ponerla a salvo?

Sus dientes relucieron.

—¿Crees que la dejaría a esa manada de lobos? Por supuesto que la

mantendré a salvo. O moriré en el intento. En cualquier caso, nunca le pondrán

las manos encima.

Entramos en un patio de armas que estaba delante del palacio. Una vieja

torre que parecía abandonada se levantaba en un extremo. Olí el aroma del río

cercano.

Barnaby se detuvo.

—La entrada está en esa torre.

Se quedó quieto. Yo también me quedé quieto, conteniendo un juramento en

los labios.

Los otros también hicieron una pausa. En el silencio, oí a Isabel soltar un

brusco susurro entre dientes.

—Centinelas —musitó ella.

Delante de la torre, había dos de ellos sentados en las gradas de Greenwich

como setas venenosas. Los guardias, que compartían un odre de vino y

charlaban, no vigilaban quién se acercaba. Probablemente no esperaban a nadie

en una noche en la que se celebraba la boda del hijo del duque. Eso explicaba

por qué estaban probablemente medio borrachos y por qué se comportaban de

forma tan grosera, repanchingados junto a la pared. Los habían dejado en el frío

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de la noche para vigilar una puerta que pocos conocían, mientras la corte en

plenoengullía un asado de carne y retozaba dentro del palacio.

—Pensaba que decías que era seguro —dije a Barnaby.

—Y normalmente lo es, pero parece que el duque no quiere dejar ni un cabo

suelto. Nunca antes había ordenado vigilar esta entrada.

Miré a Isabel. Debajo de la capucha de su capa, su cara era como un icono

pálido, y en sus ojos todavía se escondían las consecuencias de su cita con

Robert.

—Solo hay dos —dijo en respuesta a la pregunta que todavía no había

hecho. ¿Cómo pude pensar que diría otra cosa? —. Tendremos que encontrar

una manera de distraerlos.

Antes de que pudiera replicar, Kate se acercó a mí. Su fragancia con toques

de manzana me hizo tomar plenamente conciencia de lo mucho que había

empezado a afectarme, aunque quisiera negarlo.

—Tengo una idea. Su Alteza y yo hemos jugado a cosas parecidas antes, si

bien es cierto que con un tipo de caballeros diferente. Pero los hombres siguen

siendo hombres, y estos dos han bebido más de la cuenta. Si a ti y a Barnaby os

parece bien, creo que podemos llevar a cabo esta tarea con un mínimo de

esfuerzo.

La miré sin decir palabra. Barnaby sonrió burlón.

—Bueno, hay una muchacha detrás de mi propio corazón.

Aunque procuré buscar alguna excusa razonable, Isabel se caló más la

capucha sobre la cabeza para ocultarse la cara. La cogí por el brazo.

—¡Alteza! —Ignoré su mirada fulminante—. Por favor, pensad antes de

hacer algo así. —Lancé una mirada a Kate—. Podrían arrestaros a ambas.

—Soy consciente. —Isabel se inclinó y soltó mi mano de su manga—. No he

pensado en nada más desde que llegué a la corte. Ya te lo he dicho, debo

hacerlo. ¿Estás dispuesto a ayudarme o no?

La miré a los ojos y asentí. Kate susurró las instrucciones punto por punto y

se bajó la capucha para dejar a la vista su rostro.

Con un deliberado balanceo de caderas, se paseó por delante de los dos

hombres, que se pasaban el odre de vino entre sí.

—A volar, amigo —dije, y Peregrine desapareció corriendo en la oscuridad.

Cogí la daga, observando con el corazón en un puño cómo Kate e Isabel se

acercaban a los hombres. Los centinelas acudieron a su encuentro, asombrados,

pero sin sospechar nada. La luz perdida que arrojaba la luna menguante y los

reflejos de las velas de las ventanas superiores del palacio bastaban para que los

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guardias vieran que los intrusos eran mujeres que deambulaban por los

jardines. Y las mujeres que merodeaban por los jardines de noche no eran

damas.

El hombre más corpulento de los dos avanzó pesadamente, con una mueca

lasciva en la cara. Kate tomó la iniciativa. Isabel, cuya capa con capucha

realzaba su porte elegante, retrocedió unos pasos. No creía que los centinelas

pudieran notar que la capa estaba confeccionada con un terciopelo muy valioso,

pero si su cara quedaba a la vista por algún error estaba segura de que la

reconocerían. No había ninguna cara como la suya en toda Inglaterra.

—Prepárate —dije a Barnaby, que me respondió con un gruñido.

La voz del guardia resonó en la noche.

—¿Y qué hacen estas bellas damiselas por aquí? —En cuanto acercó una de

sus mugrientas zarpas a Kate, mi puño se cerró instintivamente alrededor de la

empuñadura de la daga. Barnaby murmuró:

—Tranquilo, chico. Dale un momento.

Sin ningún esfuerzo, Kate esquivó la manaza mugrienta. Adoptando una

postura forzada con la cabeza y la cadera, y con una mano oculta entre los

pliegues de su capa, donde yo sabía que ocultaba su propio cuchillo, dijo:

—Milady y yo queríamos salir del ambiente del palacio. Hay tanto ruido y

hace tanto calor ahí dentro. Nos han dicho que hay un pabellón cerca de aquí,

pero me temo que nos hemos perdido.

Hizo una pausa. Aunque no podía verlo, estaba seguro de que estaba

engatusando al hombre con una de sus arteras sonrisas. A pesar del peligro, su

audacia consiguió que la admiración involuntaria que sentía hacia ella no dejara

de aumentar. Tenía el corazón de una leona. Ahora entendía por qué Isabel

confiaba en ella.

—¿Un pabellón?

El guardia miró a su compañero, que estaba de pie, observando con cautela.

Era el menos borracho de los dos y, por tanto, el único que vigilaba.

—¿Has oído eso, Rog? Estas damas buscan un pabellón. ¿Alguna vez has

oído que haya alguno por aquí?

El hombre al que llamó Rog no respondió. Vi que Isabel se puso tensa debajo

de la capa, y que echó los hombros hacia atrás involuntariamente. No fue tanto

el gesto como la manera de hacerlo lo que alertó al hombre. Con ese simple

movimiento, delataba que era una persona importante, que no estaba

acostumbrada a las preguntas. Rog reaccionó. Avanzó hasta Kate decidido y

con el mentón apuntando hacia fuera en el gesto universalmente beligerante de

los hombres que creen que tienen algún poder.

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—No conozco ningún pabellón por aquí. Señoras, debo pediros que me deis

vuestros nombres. No son horas para deambular por aquí. —Miró directamente

a Isabel—. Deberíais regresar al palacio y al gran salón, milady.

Kate se rio.

—Estábamos seguras de que no corríamos ningún peligro, con todas estas

celebraciones en marcha. Pero veo que andábamos equivocadas.

Agradeceríamos que nos escoltarais, si fuerais tan amables.

No era el plan, pero improvisaba sobre la marcha, intentando evitar que les

hicieran más preguntas y asegurándonos la tapadera que necesitábamos. Y

funcionaría, si podía atraerlos hasta el muro detrás del que Barnaby y yo

estábamos acechando. Las espesas sombras que arrojaba la torre nos servirían

casi tan bien como su interior. Sin embargo, Rog no parecía dispuesto a morder

el anzuelo. Seguía sin apartar su mirada suspicaz de Isabel. Justo cuando

percibía que la tensión aumentaba y que Barnaby y yo tendríamos que entrar en

acción, Rog apartó la capucha de la princesa con un manotazo tan veloz como

ineludible.

Se hizo un silencio sepulcral. La piel pálida y el cabello encendido de Isabel

brillaron en la oscuridad. El guardia más alto soltó una exclamación ahogada.

—Por Dios santo, es…

No acabó. Kate se abalanzó sobre él y levantó el cuchillo dibujando un arco.

Barnaby y yo corrimos hacia ellas, raudos como perros de presa.

No había pensado que tendríamos que asesinar a esos dos hombres, pero en

el calor del momento, con mi cuchillo preparado, comprendí que eso era

exactamente lo que nuestra supervivencia exigía.

Llegué junto a Kate mientras forcejeaba con el guarda, que la sujetaba por la

muñeca, esquivando su cuchillo y carcajeándose mientras lo hacía. Cogiéndola

por el hombro, la alejé y, con toda la fuerza de la que fui capaz, pegué un

puñetazo al guardia en la cara. Sentí que mis nudillos tocaban hueso. El guardia

cayó con enorme estruendo sobre los adoquines.

Me di la vuelta y vi a Barnaby esquivando la espada que Rog había

desenvainado. Mientras pensaba que la daga de Barnaby no era rival para la

espada y que solo era cuestión de tiempo que Rog asestara un golpe letal, tuve

una visión borrosa de un algo moviéndose, una capa oscura que se agitaba.

Una larga mano blanca apareció. Oí un golpe húmedo. Rog se quedó

perfectamente quieto. Su espada osciló y cayó con un ruido metálico. Se

tambaleó y se volvió hacia su atacante sin dar crédito. Un delgado chorro de

sangre le resbalaba por la frente. Entonces, se cayó hacia delante. Miré a Isabel a

los ojos. Soltó la roca que sujetaba. Sus dedos largos y estrechos estaban

manchados de sangre. Kate corrió hacia donde estaba la princesa.

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—Alteza, ¿estáis herida?

—No, pero me parece que este tipo se despertará con un dolor de cabeza que

no podrá olvidar en mucho tiempo.

Isabel miraba sin dar crédito al hombre que tenía a sus pies. Levantó la

mirada hacia mí. Cuando me acerqué a ella, Barnaby se inclinó sobre Rog para

comprobar su pulso.

—Está vivo —afirmó Barnaby.

Isabel respiró aliviada.

—Gracias a Dios. Solo cumplía con su obligación.

Kate, con las mejillas sonrosadas, se apartó el pelo despeinado de la frente.

—¡Menudo par de patanes! ¿Northumberland no puede encontrar a nadie

mejor para hacer su trabajo?

—Esperemos que no.

Barnaby cogió a Rog de las muñecas y empezó a arrastrarlo hacia la puerta

de la torre. Hice una señal a Kate.

—Ven, ayúdame.

La urgencia se apoderó de nosotros. Con la ayuda de Kate e Isabel,

arrastramos al guardia más grande a través de la puerta hasta una pequeña

habitación circular, que podía usarse como almacén. Unas escaleras

destartaladas subían en espiral hacia un techo cóncavo.

Tumbamos a los guardias uno junto al otro. Volví a recuperar la espada.

Cuando regresé, Barnaby estaba atando a los hombres con el cinturón por las

muñecas, con las palmas juntas. Cogió el pañuelo que Isabel le dio,

desgarrándolo por la mitad, y metió los trozos de tela en la boca de los

guardias.

—No será mucho estorbo si realmente quieren salir —dijo él—, pero debería

contenerlos un poco.

—Los vigilaré para que no se muevan. —Kate me quitó la espada—. Si se les

ocurre respirar demasiado fuerte, los pincharé como a un cisne de Mayfair.

Isabel se acercó a la escalera. Barnaby la detuvo.

—Por aquí no.

Rodeó las escaleras y se paró delante de un muro aparentemente sólido, y se

agachó para levantar una baldosa. Observé, sorprendido, que presionaba una

palanca oculta con el pie. La pared se abrió hacia fuera, dejando a la vista un

pasadizo abovedado. Más allá, otra escalera estrecha se enrolaba en espiral

hacia una oscuridad llena de telarañas.

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Isabel miró primero a Barnaby y luego a mí.

—Está muy oscuro.

—No podemos arriesgarnos a encender ninguna luz —dijo Barnaby.

Ella asintió y fue a las escaleras.

Empujé a Barnaby para que abriera el paso.

—Iré justo detrás de ti.

Entonces, me volví hacia Kate.

—¿Estás segura de que te quieres quedar aquí?

Procuraba mantener un tono neutral, sin querer admitir la preocupación

personal que sentía por ella, y que tan solo unos minutos antes me había

llevado a enfrentarme al guardia e intentar matarlo. No quería dejarla allí, sola.

Y eso no me gustaba. No quería sentir nada por ella, no en esas circunstancias.

Ella me dedicó una sonrisa cómplice.

—Veo que sigues desconfiando. —Antes de poder responder, me puso un

dedo en los labios—. Calla. Sé que te debo una explicación; por ahora, ya sabes

que sé usar un cuchillo para algo más que pelar manzanas.

No tenía dudas de que pudiera hacerlo, pero daba igual. Por muy bien que

supiera usar un arma, no podría hacer nada si esos dos decidían romper sus

ataduras.

—No luches con ellos —dije mirándola a los ojos—. Son hombres del duque.

El castigo sería severo. Si llega el momento, huye. Busca a Peregrine y reúnete

con nosotros en el camino. Encontraremos otra manera de salir. —Hice una

pausa—. Prométemelo.

—Me conmueve tu compasión —replicó todavía con una sonrisa irónica—,

pero no es el mejor momento para empezar a dudar de tus aliados. Tienes cosas

más importantes de las que preocuparte.

Me di la vuelta y me adentré en la oscuridad sofocante.

El pasillo que contenía la escalera secreta era extremadamente estrecho, el

techo se inclinaba hacia abajo y apenas era lo suficientemente alto para que

pudiera pasar un hombre. Con las rodillas dobladas, los hombros encorvados y

rozando la fría piedra con el pelo, me pregunté cómo habría atravesado aquel

pasillo el enorme Enrique VIII. Una exclamación involuntaria se me escapó

cuando vi que la salida desaparecía detrás de mí.

Kate había vuelto a apretar la palanca para cerrar el falso muro. Era como

moverse por un túnel. Mis ojos fueron ajustándose gradualmente. Las ratas

estaban sobre los escalones, mirándome sin miedo. Isabel y Barnaby subían

delante de mí, en fila india; los perdía de vista en cada giro de la escalera. El

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aire bochornoso me había empapado la frente de sudor. De repente, la escalera

acabó en una puerta de madera. Barnaby hizo una pausa y dijo:

—Alteza, antes de entrar, deberíais saber que Eduardo… no es el mismo que

conocimos. La enfermedad y los tratamientos han hecho estragos en él.

La princesa se acercó más a mí cuando Barnaby golpeó la puerta. En aquel

silencio, la oí soltar un suspiro tembloroso. Barnaby llamó de nuevo. Agarré mi

daga. La puerta se abrió con un crujido. Una rendija de luz se proyectó sobre

nuestros pies.

—¿Quién está ahí? —dijo un hombre en voz baja y asustada.

—Sidney, soy yo —susurró Barnaby—. Rápido. Abre.

La puerta se balanceó hacia dentro. La entrada estaba enmascarada por el

revestimiento de madera de la pared de una pequeña pero bien distribuida

habitación. Lo primero que me llamó la atención fue el calor que hacía. Era

asfixiante y emanaba de unos braseros aromatizados colocados en las esquinas,

de un fuego ardiente en un hogar escondido y desde el trípode de un

candelabro que iluminaba la tapicería escarlata y dorada de las sillas, las

cortinas de la ventana y las colgaduras adamascadas que envolvían una cama

con baldaquino. Un hombre joven con pelo rubio y lacio se plantó delante de

Barnaby.

—¿Qué haces aquí? Su Excelencia te echó. No debes…

Su voz se extinguió y abrió los ojos azules de par en par. Isabel se puso

delante de Barnaby y se quitó la capucha.

Me quedé detrás de ella. Por debajo del calor sofocante, empecé a detectar

otro olor en el ambiente: tenue, pero también fétido, apenas enmascarado por

los vapores de hierbas del brasero.

Isabel también lo notó.

—Por amor de Dios —murmuró ella, mientras Sidney se arrodillaba ante

ella. Lo esquivó—. No hay tiempo para eso —musitó ella, moviéndose hacia la

cama.

Desde una zona oscura, un halcón observaba, con una pata encadenada a su

poste dorado; las llamas de las velas se reflejaban en sus pupilas opacas.

—¿Eduardo? —susurró ella, mientras alargaba la mano hacia las colgaduras

de la cama—. Eduardo, soy yo, Isabel.

Apartó las colgaduras. Dio un grito ahogado y retrocedió. Corrí hacia ella.

Cuando vi lo que la había hecho gritar, me quedé de piedra.

El tufo de la habitación provenía de una figura que yacía consumida y

lánguida en la cama. La carne de las piernas y los brazos se le había

ennegrecido y supuraba.

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Estaba apoyado sobre las almohadas como una marioneta podrida. Solo el

movimiento del pecho, que subía y bajaba, indicaba que el corazón del joven

rey seguía latiendo. No podía creer que nadie en semejante estado pudiera estar

consciente. Recé para que no fuera así.

Entonces, los ojos grises azulados de Eduardo VI se abrieron, y su mirada

angustiada se posó sobre nosotros, demostrando que era totalmente consciente

de su tormento y de la presencia de su hermana. Abrió unos labios resecos y

luchó por pronunciar unas palabras ininteligibles. Sidney corrió a su lado.

—No puede hablar —dijo a Isabel.

La princesa no se había movido. La lividez de su cara resultaba alarmante.

—¿Qué…, qué intenta decir? —susurró ella.

Sidney se acercó mucho a la boca del rey. Eduardo lo agarró por la muñeca

con dedos que parecían garras. Sidney me miró apesadumbrado.

—Os suplica vuestro perdón.

—¿Mi perdón? —Se llevó la mano a la garganta—. Dios bendito, soy yo

quien debe rogarle perdón. No estaba aquí. No estaba aquí para impedir que

cometieran este…, este horror con él.

—Ese tipo de cosas ya no le preocupan, solo necesita que lo perdonéis. No

teníais ningún poder para contradecir al duque. He visto todo lo que ha

ocurrido, desde el día en que Northumberland empezó a envenenarlo.

—¿Envenenarlo? —Su voz se endureció y se volvió gélida. Pensé que nunca

querría ser el causante de una mirada como la que entonces arrojó—. ¿De qué

estás hablando?

—Hablo de la elección, Su Alteza, de la terrible elección que lo obligaron a

hacer. Enfermó con fiebres, escupía sangre. Todo el mundo sabía que no viviría,

él mismo sabía que su final se acercaba y estaba en paz consigo mismo.

También había elegido a su sucesor. Entonces, el duque lo transfirió aquí y

ordenó que echaran a sus médicos. Trajo a la herbolaria, que empezó a tratarlo

con alguna mezcla de arsénico. Le dijeron que lo ayudaría, y así fue durante un

breve tiempo. Pero después empeoró muchísimo.

Sidney miró a Eduardo, que yacía allí con los ojos hinchados y una cara

horrible y esquelética.

—Empezó a pudrirse desde dentro. El dolor se convirtió en un tormento

inacabable. Northumberland estaba con él día y noche, no le daba respiro.

Firmó desesperado porque no podía aguantar más y le prometieron aliviar su

dolor. Se estaba consumiendo en un infierno sin fin.

—¿Le…, le obligaron a firmar… algo? —A Isabel le costaba hablar. Vi que se

le marcaban las venas de las sienes—. ¿Qué era? ¿Qué le obligaron a firmar?

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Sidney desvió la mirada.

—Una declaración en la que nombraba a Juana Grey su heredera. El duque

lo obligó a desposeeros a vos y a lady María de vuestros derechos de sucesión

al trono. Lo obligó —dijo en un susurro— a declararos a ambas ilegítimas.

Isabel se quedó totalmente quieta. La expresión de su rostro se ensombreció.

Entonces, dio media vuelta y avanzó furiosa hacia la puerta principal de la

estancia.

—Alteza —empecé a decir.

—No —me dijo ella—, no lo digas.

—Escuchad.

Me puse delante de ella. El sonido de alguien que se arrastraba se hizo

progresivamente más fuerte y cada vez estaba más cerca.

—Es la herbolaria —dijo Sidney como si se sorprendiera.

Mientras Barnaby se colocaba de un salto junto a la pared de la puerta,

arrastré a Isabel detrás de las cortinas y la protegí con mi cuerpo. La daga que

sujetaba en la mano parecía tan insignificante como un juguete. Cuando la

puerta de la estancia se abrió, la agarré con más fuerza.

Una mujer atrofiada entró cojeando. Tenía los pies torcidos hacia dentro y

cicatrices blanquecinas. Se detuvo en el centro de la habitación.

—Os lo dije, es la herbolaria —dijo Sidney de nuevo.

Barnaby se dejó caer aliviado contra la pared. Agucé la mirada. Y, entonces,

todo mi mundo se vino abajo. Lentamente, salí de mi escondite. Lo supe sin

necesidad de decir nada, como una espina clavada en mi corazón. La sangre

dejó de correr por mis venas. No aprecié ningún gesto de reconocimiento en su

ajada cara, enmarcada por una anticuada toca: su rostro curtido, casi

irreconocible, estaba marcado por el sufrimiento. Mientras permanecía allí

inmóvil, abrumado por una duda horrible, casi esperanzadora, me asaltó el

aroma a romero de mi niñez. Entonces, recordé las palabras de Peregrine: «Esa

vieja enfermera lo cuida… Vino aquí una vez… a recoger uno de los spaniels de

Eduardo».

La miré durante un momento interminable. Sus ojos eran bovinos, ahogados

en resignación. Acerqué una mano temblorosa a su mejilla y posé los dedos

sobre su carne disecada. Me aterrorizaba tocarla, como si fuera un espejismo

que pudiera quedar reducido a polvo. Notaba los latidos del corazón en mis

oídos. Si no hubiera sabido que era verdad, que la estaba viendo allídelante de

mí, nunca habría creído que eso pudiera pasar.

No después de todos los años de angustia y dolor por su pérdida. Detrás de

mí, Isabel dijo:—¿La conoces?

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Y me oí a mí mismo contestar:

—Sí, es la señora Alice. Cuidó de mí cuando era pequeño, pero me dijeron

que había muerto.

Después, todos nos quedamos en silencio. Barnaby cerró la puerta y se puso

delante. No podía apartar los ojos de ella, pero tampoco reconocía en aquella

frágil anciana a la mujer de ingenio vivaz que pervivía en mi memoria. Siempre

había sido dinámica y veloz de palabra y gestos; sus ojos eran perspicaces,

brillantes e inteligentes, no aquellas órbitas hundidas y vacías.

Se había ido de viaje a Stratford, como hacía todos los años. Tardaba unos

días en ir y venir. Al despedirse me dijo: «No te preocupes, mi niño. Estaré de

vuelta antes de que te des cuenta». Pero no volvió. Unos ladrones la asaltaron

en la carretera: eso es lo que Shelton me había dicho. No sollocé, ni tampoco

pedí ver su cuerpo o su sepultura. El dolor era demasiado intenso. No me

importaba nada más aparte de que se había ido para no volver jamás. Eso es lo

que me dijeron y eso es lo que creí. Tenía doce años y me había quedado sin la

única persona del mundo que me había amado. Su pérdida abrió una herida

incurable que oculté en lo más profundo de mi ser.

Ahora una sola pregunta bullía en mi interior con la fuerza de una erupción

volcánica.

«¿Por qué? ¿Por qué me dejaste?».

Pero cuando observé su aspecto, lo entendí. Había visto las mismas

cicatrices de los tobillos de esa mujer en mulas condenadas por amos poco

compasivos a pasar la vida atadas y haciendo girar las ruedas de un molino. Le

acaricié la barbilla como si intentara calmar a una yegua asustada. Y, como

habría hecho un animal, Alice lo entendió. Entonces, abrió los labios. Por

dentro, su boca estaba negra. Profanada.

Le habían cortado la lengua.

En mi garganta se quebró un grito, que tuve que sofocar cuando oí las

palabras que espetó Isabel:

—¿Esta es la mujer que envenenó a mi hermano?

Desde la cama, Sidney respondió:

—Sí, lady Dudley la trajo aquí… Le dio instrucciones para preparar los

tratamientos, pero…

—¿Qué? —espetó Isabel—. ¡Escúpelo!

—La señora Alice es una experta herbolaria —dije—. Me curó de muchas

enfermedades de mi niñez. Nunca habría hecho algo así a propósito.

Isabel señaló a su hermano.

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C.W. GORTNER

—¡Cómo puedes pensar eso después de lo que ha hecho!

La señora Alice me tiró del jubón con su mano deforme. La miré a los ojos, y

el corazón se me deshizo en el pecho. Barnaby comprendió mi mirada de aviso

y me volví hacia Isabel.

—Nunca haría algo así a ningún ser vivo, y mucho menos a un hombre, a

menos que se viera obligada a ello —dije—. La han herido y torturado. Fue el

duque quien ordenó esto.

—¿Por qué? —A Isabel se le quebraba la voz—. Dios bendito, ¿por qué le

harían algo así?

—Para mantenerlo vivo. Para ganar tiempo —le respondí en un tono

lúgubre

Isabel se quedó mirándome.

—No puedo dejarlo aquí. Debemos sacarlo de esta cama.

—Es imposible —dije. Ella me miró en tensión—. Tenemos que irnos. Ahora.

Miró a Barnaby.

—No oigo nada —dijo ella.

—Tampoco yo, pero la señora Alice, sí. ¡Mira! —respondí.

La señora Alice se había arrastrado hasta la puerta secreta y nos hacía gestos

con una inexplicable agitación. Tenía las manos insoportablemente retorcidas,

como las de una bruja centenaria. Sin duda, esas torturas le habían robado años

de vida: aún no había cumplido los cincuenta.

Intentando controlar mi rabia, volví con Isabel, quien me miró desafiante, se

alejó y se acercó a la puerta sin mirar atrás.

Barnaby la siguió. Sidney se acercó a un cofre y levantó la tapa. Sacó una

espada con una empuñadura con joyas incrustadas, envainada en una funda de

cuero, y me la pasó.

—Eduardo ya no la necesita. Está hecha de acero de Toledo, un regalo del

embajador del emperador. Intentaré entretenerlos mientras huis.

En cuanto la toqué, supe inmediatamente que había sido diseñada para

alguien de complexión ligera, como yo. Solo que alguien como yo nunca habría

podido permitirse tener una espada así.

La señora Alice se arrastró con determinación hacia la cama.

—Saca a Su Alteza de aquí sana y salva —pedí a Barnaby, antes de cerrarle

de una patada la puerta en las narices.

Sidney estaba en la puerta principal. Se quedó helado, mirándome con la

boca abierta:—¿Adónde vas? ¡Ya casi están aquí!

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C.W. GORTNER

Me acerqué a la señora Alice, que estaba de pie junto a la mesita de noche,

rebuscando en un baúl de madera, era el mismo baúl de medicinas que

guardaba en las estanterías de la cocina fuera de mi alcance. Sentí un escalofrío:

¿cómo no me había dado cuenta de que faltaba, aunque nunca se lo llevaba

cuando viajaba? Siempre que intentaba fisgonear su contenido, ella me decía:

«No hay nada ahí dentro que pueda interesar a un niño curioso y de ojos

grandes como tú; no esconde ningún secreto que te interese».

Se volvió y me miró como si lo hiciera por primera vez. Se me saltaron las

lágrimas cuando me cogió la mano. Con los dedos nudosos retorcidos, me puso

algo, envuelto en tela, en la palma de la mano, y me dobló los dedos sobre el

objeto. Quedé cautivado por la mirada que puso en ese momento: parecía que,

finalmente, hubiera encontrado la redención.

Entonces, la puerta se abrió y Sidney se vio obligado a retroceder. Con su

regalo en una mano y la espada en la otra, me giré para reencontrarme con mi

pasado.

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Capítulo 19

Llevaba un vestido del color de una armadura. De todos aquellos que

podrían haber entrado por esa puerta, ella era la última persona que esperaba

ver, aunque su presencia allí encajaba perfectamente. Detrás de ella, apareció

Archie Shelton, con gesto impasible en su cara llena de cicatrices. Cuando lo vi,

tuve que contenerme para no abalanzarme sobre él furioso.

Oí voces en la antecámara.

—Espera hasta que te llame —dijo ella mirando por encima del hombro.

El señor Shelton entró y cerró la puerta. Por el rabillo del ojo, comprobé que

Sidney se había retirado. A mi espalda, noté que la señora Alice se quedó

inmóvil.

Extendí un brazo para protegerla, aun a pesar de entender que era un gesto

fútil. Aunque debió de sorprenderse al verme, la expresión de lady Dudley no

se alteró.

—Veo que has quebrantado la regla básica de cualquier sirviente leal —dijo

ella—. No has sabido reconocer tu lugar adecuado. —Miró el panel del

revestimiento de madera que ocultaba la puerta secreta—. Pero reconozco que

tiene mucho mérito encontrar esa entrada. —Su voz se endureció—. ¿Dónde

está ella?

Sabiendo que, en ese mismo momento, Barnaby y Kate debían de estar

llevando a toda prisa a Isabel a la puerta donde Peregrine esperaba con los

caballos, dije:

—Estoy solo. Quería hacer ciertas averiguaciones por mí mismo.

—Qué mal mientes —replicó ella—. Ella nunca conseguirá escapar. No

importa de lo que la creas capaz. Acabará perdiendo esa cabeza de chorlito,

igual que la puta de su madre.

Ignoré su amenaza.

—¿Por qué habéis hecho esto?

Arqueó una de sus finas cejas.

—Me sorprende que todavía no lo sepas. —Se movió—. Apártate de la cama.

Ah, y suelta esa… espada, porque es una espada, ¿no? —Sonrió—. Mi hijo

Henry y nuestros criados están fuera, ansiosos por invertir su tiempo en algo

más interesante que comprobar cómo le va a Guilford entre los muslos de Juana

Grey. Una palabra y te despellejarán vivo.

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Tiré la espada sobre la alfombra que estaba entre nosotros. Ni siquiera me

digné mirar a Shelton. El mayordomo seguía de pie delante de la puerta, en la

misma posición que Barnaby, con sus poderosos brazos doblados sobre la

barriga enorme como un tonel. Bastardo. Lo odiaba como nunca había odiado a

nadie en mi vida, como si hubiera ponzoña en mi sangre. Quería matarlo con

mis propias manos.

Lady Dudley dijo:

—Alice, por favor, prepara la pócima para Su Majestad.

La señora Alice sacó una bolsita del cofre y echó un polvo blanco en una

copa.

Me resultó prácticamente imposible mantener mi postura. Era ella quien

estaba detrás de aquello, de todo. Había mutilado a la señora Alice y la había

obligado a envenenar al rey. Siempre había sido eficiente, tanto para organizar

la casa como para ordenar la matanza de los cerdos en otoño. ¿Por qué iba a ser

diferente entonces? Ahora que sabía lo que me habían ocultado durante todos

esos años, no entendía cómo no me había dado cuenta, cómo no había reparado

en el engaño.

Era lady Dudley quien había tramado el plan para conseguir un heredero

alternativo a las dos princesas. Incansable, había usado todos los recursos que

tenía en su mano para promover a su hijo favorito. Incluso había descubierto el

punto débil en el pasado de la duquesa de Suffolk y había hecho un pacto con el

diablo con un único objetivo: preservar el poder de su familia.

Sin embargo, el duque le había pagado sus desvelos con una puñalada

trapera, tramando sus propios planes e, incluso, intentando quedarse a Isabel

para él solo: pero, de alguna manera, lady Dudley lo había averiguado. Había

descubierto la verdad.

¿Qué más sabía? ¿Qué secretos guardaría aún? Como si pudiera leer mis

pensamientos, sus labios lívidos se curvaron.

—Veinte años, ni más ni menos, han pasado veinte años desde que llegaste a

nuestras vidas. Siempre fuiste inteligente, demasiado incluso. Alice solía decir

que nunca había visto a un niño tan ansioso por descubrir el mundo. Quizás

debería mantenerte con vida un poco más, por si acaso nuestra malhumorada

duquesa se plantea no cumplir su promesa. Piensa que estás muerto, pero

todavía necesito su apoyo hasta que hayamos conseguido que Juana sea

declarada reina. Podrías ser útil todavía.

Sentí el sudor en la frente y en el puño con el que agarraba firmemente el

trozo de tela. Procurando ocultar el miedo creciente que sentía, repliqué:

—Tal vez sería de mayor utilidad si me lo contarais todo, Excelencia.

—¿Todo? —Ella me miró con una nota de alborozo en sus fríos ojos grises.

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—Sí. —Mi pecho se tensó, como si me faltara el aliento—. Me trajisteis aquí

con un propósito, ¿no? En Whitehal, su señoría habló de mi…, mi marca de

nacimiento.

—Ah, entonces, lo entendiste. Me preguntaba si entre tus múltiples talentos

ocultos estaba hablar francés con fluidez. Es fascinante. Desde luego has estado

ocupado.

Gotas de sudor corrían por mi frente, y se juntaban en el hueco de mi

garganta. La sal hacía que me escocieran los golpes de las mejillas.

—Aprendí solo —dije—. Soy listo, sí. Y si supiera quién cree la duquesa que

soy, podría ayudaros. Estoy dispuesto a llegar a un acuerdo beneficioso para

ambos.

Era una mentira patética, nacida de la desesperación. Ella respondió con una

sonora carcajada.

—¿Ah, sí? ¿Eso harías? Entonces no eres tan listo como suponía. ¿Crees que

sería tan estúpida como para confiar en tu palabra ahora que sé que proteges a

esa zorra Bolena? De todos modos, acabas de resolver mi dilema. Shelton,

vigílalo mientras veo cómo está Su Majestad.

Se deslizó hacia la cama. Furtivamente, me guardé el trozo de tela en el

bolsillo de mi jubón y lo empujé hacia abajo contra la costura interna.

Armándome de valor, miré al señor Shelton, que evitó todo contacto ocular y

mantuvo la vista fija al frente; sin embargo, sabía que si hacía cualquier gesto

para escapar, él entraría en acción.

Tenía los reflejos de un soldado, por lo que me sorprendió que pareciera no

ver a Sidney saliendo del hueco de la ventana en el que se había escondido.

Las cortinas se movieron tras Sidney.

Volví a mirar hacia la cama. La señora Alice había acabado de mezclar el

polvo en la copa. Eduardo no se revolvió ni protestó cuando lady Dudley se

agachó para alisar sus cubiertas y recolocarle las almohadas. Con los ojos llenos

de dolor, el rey la observaba mientras cogía la copa de manos de la señora Alice

y lo ayudaba a incorporarse poniéndole una mano debajo de la cabeza.

—Bebe —dijo ella, y Eduardo lo hizo. Ella sonrió—. Ahora, descansa.

Descansa y sueña con los ángeles.

Sus ojos se cerraron y pareció fundirse en las almohadas. Girándose, lady

Dudley puso la copa en la mesa y metió la mano en el baúl de medicinas. Sacó

algo e hizo un movimiento repentino. La hoja de acero se clavó sin hacer

ningún ruido. Un chorro escarlata brotó de la garganta de la señora Alice,

salpicando la alfombra y la cama. Ante mis ojos horrorizados, cayó de rodillas

mirándome directamente y, entonces, se derrumbó sobre el suelo hecha un

ovillo.

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—¡No! —El grito salió de mí como un aullido herido.

Salté hacia delante. El señor Shelton corrió hacia mí, me agarró por el brazo

izquierdo y lo dobló a mi espalda. Mi grito se extinguió en seco cuando el dolor

me abrasó los músculos desgarrados del hombro.

—Te dije que no te entrometieras —me susurró al oído—. Quédate quieto.

No hay nada que puedas hacer.

Jadeando con rabia e impotencia, observé a lady Dudley soltar el cuchillo

ensangrentado y pasar por encima del cuerpo convulso de la señora Alice. La

sangre seguía derramándose por debajo de ella, oscureciendo la alfombra.

—Mátalo —dijo a Shelton.

Con todas mis fuerzas, le asesté una patada con el talón en la espinilla, al

mismo tiempo que le clavaba el codo en el pecho. Era como golpear granito; no

obstante, con un gruñido de sorpresa, Shelton me soltó.

Sidney recogió la espada y me la lanzó mientras yo me precipitaba hacia el

vano de la ventana, donde una corriente de aire movió las cortinas. Oí a lady

Dudley gritar, la puerta que se abría y un griterío furioso; pero no me detuve a

ver cuántos hombres estaban entrando en la habitación para detenerme.

Entonces, hubo un silbido y una explosión. Cuando el proyectil pasó

volando, me agaché y se incrustó en la pared. Alguien, quizás uno de los

hombres de los Dudley que estaban con Henry, tenía un arma de fuego. Ese

tipo de armas eran letales, pero difíciles de manejar a corta distancia. Sabía que

tardaría un minuto largo en volver a cargarla y encender la mecha. Ese era todo

el tiempo que tenía.

Me subí al alféizar de la ventana y me colé por la ventana abierta. Con la

espada en la mano, y el corazón en la garganta, me precipité en la noche.

Caí sobre las losas del piso inferior con un impacto que me hizo temblar los

dientes. La espada voló de mi mano y cayó al patio de más abajo. Allí tumbado,

todo me daba vueltas. El dolor era tan intenso que pensaba que me había roto

las dos piernas, pero comprobé que podía moverme a pesar del dolor. Levanté

la mirada hacia la ventana a través de la cual acababa de saltar. En ese preciso

momento, vi una pistola de cañón largo humeante.

Rodé sobre el suelo y, en el mismo sitio donde había estado tumbado,

impactó un proyectil, que rebotó contra la pared del palacio.

—Maldita sea —oí maldecir a Henry Dudley—. He fallado. Pero no os

preocupéis, lo atraparé.

La pistola desapareció de mi vista porque había que volver a cargarla. Me

obligué a levantarme. Pegándome tanto al muro como pude, miré a ambos

lados con las tripas revueltas. Las losas no eran losas. En lugar de sobre una

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pasarela, había caído en un amplio parapeto con una decorativa balaustrada,

con ninfas de estuco y que corría paralelo a una galería interior. En el otro

extremo, podía ver una ventana con parteluz y las torretas de una puerta de

salida. En cualquier momento, alguno de los hombres que estaban más arriba se

daría cuenta de lo mismo y correría escaleras abajo para acabar conmigo.

No tenía escapatoria.

«Piensa. No te dejes llevar por el pánico. Respira. Olvida todo lo demás.

Olvídate de la señora Alice. Olvídate de su sangre derramada por el suelo».

A la izquierda se levantaba el tejado desvencijado de la torre que albergaba

la escalera secreta. A la izquierda estaba la puerta. Me dirigí hacia allí,

procurando alejarme de la luz quesalía de las ventanas de arriba. No sabía

demasiado sobre armas de fuego, pero el señor Shelton sí, porque había

luchado en las guerras de Escocia. Una vez me explicó que las pistolas eran

armas primitivas, famosas por no encenderse cuando les prendías fuego, por

fallar el objetivo a pesar de apuntar perfectamente o por explotar porque la

pólvora estaba en malas condiciones. Esperar que Henry se volara a sí mismo la

cara era demasiado, y la intuición me decía que debía alejarme de esa ventana

tanto como pudiera.

Mi intuición era correcta. Me quedé congelado cuando la pistola volvió a

abrir fuego. En esa ocasión, Henry demostró que había mejorado

considerablemente su puntería, porque el proyectil estalló justo encima de mi

hombro. Pequeños fragmentos de yeso salieron volando hacia mi cara. Hasta

que noté un cálido hilo de sangre, no me di cuenta de que el proyectil me había

rozado también.

—¡Le has dado!

Henry soltó una carcajada. En esa ocasión, había disparado otra persona.

Seguí avanzando con dificultad. Mi huida debía de haberlo aturdido; me

sorprendió que quienes tuvieran las pistolas no se hubieran dado cuenta de que

podían dispararme con más eficacia desde la galería.

Retiraron la pistola. Aceleré el ritmo y me acerqué al marco de una ventana.

Esperé que no hubiera postigos ni cerrojos que no pudiera forzar. Entre el dolor

que notaba entre las piernas y la punzada de mi hombro, me sentía desfallecer.

Entonces, se produjo otra explosión y un nuevo proyectil pasó cortando el aire

por encima de mi cabeza.

Me esforcé por seguir adelante, pegado al muro. El marco se abrió

balanceándose. Me detuve cuando vi a una figura saltar al pretil con una

agilidad felina. Se quedó quieto. Y otro disparo sonó, haciendo que el yeso

saltara por los aires. Aquella persona se volvió y, con la luz de la luna, pude

verle sus oscuros ojos.

El secreto de los Tudor

C.W. GORTNER

Entonces la figura empezó a moverse hacia mí.

Me quedé paralizado al ver al hombre acercándose a mí sin preocuparse en

absoluto por su propia seguridad, aunque todos mis sentidos me decían que

estaba en peligro.

En esos momentos, dos ideas distintas se me pasaron por la cabeza. En

primer lugar pensé que aquel hombre se movía como si hubiera andado toda su

vida por tejados; y en segundo lugar, intenté dilucidar si venía a acabar el

trabajo de los Dudley o a rescatarme.

Cuando vislumbré la espada curvada que llevaba en la mano enguantada,

me di cuenta de que no debía esperar a averiguarlo. Con suerte, estaría lo

suficientemente cerca de la puerta que daba al río. Si no, probablemente no

podría ni lamentar mi error.

Me impulsé hacia delante con todas las fuerzas que me quedaban. Y salté al

vacío.

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Capítulo 20

Primero metí los pies en el río. Había procurado mantener el cuerpo recto

como la hoja de un cuchillo, sabiendo que si golpeaba la superficie de cualquier

otro modo moriría con toda seguridad. Aun así, había sido como caer sobre

pizarra: el impacto me había dejado sin aire en los pulmones con una terrible

brusquedad. Cogí una bocanada de aire y nadé moviendo los brazos y piernas.

El sabor salobre se mezclaba con el de los desechos, y el barro me taponó la

nariz, la garganta y los oídos.

Tosí para intentar recuperar el control de mi cuerpo, mientras intentaba

mantenerme a flote.

El río fluía a mi alrededor con una fuerte corriente por el influjo de las

mareas. El fondo era negro y estaba cubierto de ramas y hojas. El cadáver

hinchado de algo flotaba cerca de mí, se hundió brevemente y volvió a salir a la

superficie. Atrapados por la corriente, el cadáver y yo éramos como restos

flotantes de un barco naufragado, arrastrados por el río, solo que yo luchaba

por mantenerme a flote.

Sentía el hombro izquierdo abotargado, igual que el brazo. Al volverme a

mirar hacia el palacio, que cada vez parecía más pequeño, me imaginé a mi

frustrado asesino mirando hacia abajo sin creérselo. Entonces, fui consciente del

gran salto que había dado. Era sorprendente que hubiera salido con vida. Y,

ahora, en cualquier caso, iba a ahogarme.

Luché por nadar contra la corriente hacia una acumulación de árboles en

una orilla, huyendo del cadáver putrefacto. Sabía que estaba en una situación

extrema. Me habían disparado, o al menos me había rozado un proyectil, y

debía de estar perdiendo sangre. El frío había empezado a afectarme a los

pulmones y me resultaba difícil respirar y moverme al mismo tiempo. Pese al

clamor de mi corazón y mi cabeza por sobrevivir, en lo más profundo de mi ser,

en ese lugar oscuro donde nada tiene consecuencias, quería parar, quedarme

inmóvil, a la deriva y dejar que todo pasara.

La costa ondulaba como un espejismo del desierto. Atrapado en un capullo

de hielo asfixiante, miré hacia ella mientras se me cerraban los ojos y mis brazos

cesaban sus fútiles movimientos, sin que pudiera evitarlo. En un arrebato de

pánico, empecé a mover las piernas para intentar acelerar mi ritmo sanguíneo.

Nada se movió. O al menos eso me pareció. Volví a patalear con desesperación.

Tenía algo enrolado alrededor de los tobillos.

—No —me oí susurrar a mí mismo—. Así no. Por favor, Dios, no.

El secreto de los Tudor

C.W. GORTNER

Pasó una eternidad. Intenté llegar con las manos entumecidas a las piernas

para liberarlas de lo que me impedía moverlas. Entonces, me sentí mejor. Volví

a sentir una extraña calidez bajo la piel, como si el frío hubiera cesado su

punzante ataque.

Suspiré. Era solo una madeja de algas de río o una vieja cuerda. Eso fue lo

último que pensé antes de que el agua se cerrara sobre mi cabeza.

Lo primero que oí fue la lluvia que sonaba como puñados de grava sobre un

tejado. Ese fue el primer sonido que me dijo que, milagrosamente, estaba vivo.

Abrí con dificultad los ojos cubiertos de arena e intenté levantar la cabeza.

Al notar el martilleo en las sienes y las náuseas, pensé que sería mejor no

moverme.

Cuando la cabeza dejó de darme tantas vueltas, probé a levantar la sábana

que me cubría. Parecía intacto, aunque mi torso estaba lleno de contusiones.

Llevaba ropa interior de lino que no era mía, pero nada me cubría el pecho

lleno de magulladuras. Cuando intenté mover el brazo izquierdo, un dolor

agudo me recorrió el hombro vendado. Miré hacia arriba, pero la habitación no

me resultaba familiar. Dormido sobre los juncos y al lado de la puerta, había un

perro plateado.

—Algún perro guardián —murmuré.

Mientras volvía a dormirme, pensé que el perro se parecía mucho al de

Isabel.

No me desperté hasta días después. Los rayos de la delicada luz del sol se

colaban por toda la habitación. El perro se había ido. También descubrí con

gran alivio que estaba menos tenso y sensible, y que podía sentarme, aunque

con cierta torpeza de movimientos. Desplazando con cuidado la almohada que

tenía debajo de la cabeza, me recliné contra la pared y me toqué el hombro

herido. Estaba sensible al tacto y el vendaje estaba empapado de un bálsamo

aceitoso. Además de atender a mis funciones corporales obvias, alguien se

había tomado la molestia de vestirme y de cuidarme la herida.

Cuando empezó a anochecer, seguía tumbado en la cama mirando

alternativamente la puerta y la ventana medio cerrada. Oí agua gotear de los

canalones. La pendiente del techo me llevó a deducir que estaba alojado en un

desván. Me pregunté cuándo haría acto de presencia la persona que me hubiera

llevado allí. Todavía recordaba caer en un abismo sin aire y estrellarme contra

el agua oscura. Incluso conservaba el débil recuerdo de intentar mantenerme a

flote, nadando durante cierto tiempo contra una fuerte corriente. Después de

eso, nada más. No tenía ni idea de cómo me habían rescatado o de cómo había

acabado allí.

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Me costaba mantener los ojos abiertos, así que parpadeé. No estaba seguro

de qué encontraría al despertar. A pesar de mis esfuerzos, volví a quedarme

dormido y me desperté sobresaltado por el crujido de la puerta. Me erguí con

dificultad. Cuando la vi entrar trayendo una bandeja, la miré incrédulo.

—Me alegra ver que estás despierto.

Arrastró un taburete junto a la cama y puso la bandeja al lado. Llevaba un

vestido rojizo atado por encima de una camisa. Alrededor de la cara, le caían

brillantes tirabuzones. No podía creerme cómo, en mi estado, mi cuerpo podía

seguir reaccionando a su proximidad. Sin embargo, lo hizo.

Descubrió la bandeja, y el olor a pan caliente y sopa inundó la habitación. Se

me hizo la boca agua.

—Dios —dije en una voz ronca que no reconocí—, me muero de hambre.

—No me extraña. —Kate desdobló una servilleta, y se inclinó para atármela

alrededor del cuello—. Llevas aquí tumbado cuatro días. Temíamos que no

llegaras a despertarte.

Cuatro días…

Desvié la mirada, no estaba preparado para recordarlo todo.

—¿Y tú has estado todo ese tiempo aquí cuidándome? —me atreví a decir.

Rompió el pan en trozos encima de la sopa, cogió una cucharada y sopló

para enfriarla antes de levantarla a mis labios.

—Sí, pero no te preocupes. Desnudo eres como cualquier otro hombre.

¿Tenía tantas magulladuras en la cadera que mi marca de nacimiento pasaba

desapercibida? ¿O simplemente intentaba ser amable? La miré con más

atención pero no conseguí averiguar nada, y estaba demasiado nervioso para

preguntar.

—La sopa está deliciosa —dije.

—No cambies de tema —contestó guiñando los ojos—. ¿Cómo se te ocurrió

quedarte en aquella habitación en lugar de salir con la princesa y Barnaby?

Debes saber que arriesgamos nuestras vidas esperándote en la puerta. Su Alteza

se negaba a irse. No dejaba de decir que llegarías en cualquier momento, que

conocías a la mujer que atendía a Su Majestad y que te habías quedado porque

querías hacerle unas preguntas. Solo aceptó irse cuando oímos los disparos y

vimos a los hombres del duque aparecer por todas las puertas. Aunque no creas

que lo hizo de buena gana. Dijo que éramos unos cobardes dejándote allí.

—¿Pero se fue? ¿Está ya a salvo en su mansión?

Kate volvió a llenar la cuchara.

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—Bueno, eso es relativo. Se ha anunciado que está en Hatfield y que debe

guardar cama aquejada de fiebre. En tiempos como estos, la enfermedad puede

ser una útil arma disuasoria, y ella lo sabe. Por supuesto, los sótanos de las

numerosas casas vecinas en las inmediaciones de Hatfield también son una

ayuda. Cualquiera de sus dueños estaría encantado a dar cobijo a la princesa si

vieran a los hombres del duque en la carretera.

—¿Y tú? —pregunté—. ¿Por qué no estás con ella?

—Me quedé con Peregrine, por supuesto. Insistió en que te buscáramos.

—¿Fue Peregrine quien me encontró?

—Sí, en la orilla del río. Nos dijo que solía pescar cadáveres en el Támesis. —

Hizo una pausa. Y percibí un ligero temblor en su voz—. Insistía en que

teníamos que seguir buscando, porque al final todo acababa saliendo. Y tenía

razón. La marea te arrastró río arriba y volviste a aparecer cerca de los

meandros del río. Estabas completamente empapado, herido y delirando, pero

vivo al fin y al cabo.

—Y con tus cuidados me he recuperado. —Noté que mis palabras de

agradecimiento sonaban ariscas. Dudar incluso de mi buena suerte se había

convertido en mi segunda naturaleza—. ¿Por qué? Me mentiste cuando me

aseguraste que no trabajabas para Cecil. ¿Qué podía importarte si vivía o moría

mientras cumplieras las órdenes de tu señor?

Dejó la cuchara y me limpió la boca y la barbilla con la servilleta. Cuando

por fin habló, su voz sonaba serena.

—Me disculpo por no haber sido totalmente sincera contigo, pero nunca

quise ponerte en peligro. Siempre he sido leal a la princesa, aunque ella también

puede ser muy terca y a menudo necesita que la protejan de sí misma, aunque

no quiera admitirlo. Cuando Walsingham me dijo que Cecil creía que debíamos

alejarla de Greenwich, quise ayudarla. Si no te lo dije fue porque me avisó de

que tenías tus propias órdenes que cumplir. Dijo que te había contratado y

pagado. —Hizo una pausa—. No te esperaba. Pero me alegro, me…, me alegro

de que estés aquí.

Observando su cara, me di cuenta de que sus palabras eran sinceras. No

obstante, conforme ordenaba los acontecimientos de los últimos días, el miedo

y la ira crecían en mi interior. No quería ni complicaciones ni flaquezas ni penas

de amor. Y si llegaba a desarrollar algún sentimiento hacia ella, tendría que

enfrentarme a todas esas cosas.

—Walsingham me dio instrucciones, sí —repliqué yo—, y me pagó; pero

también comprendí que dejar que la princesa siguiera adelante con sus planes

de reunirse con lord Robert sería un peligro mayor del que ya la amenazaba.

Me sorprendía que nadie compartiera mi preocupación.

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C.W. GORTNER

—¿Qué querías que hiciéramos? —Si había notado la aspereza de mi tono,

no lo demostraba—. Insistió en preguntar a Robert sobre su hermano y no

quería ni oír nuestras advertencias. Ninguno de nosotros podría haber sabido

que el duque pretendía cortejarla él mismo o poner a Juana Grey en el trono si

ella lo rechazaba.

Lo que me decía tenía sentido. Debía abandonar mis sospechas, al menos

respecto a Kate. No estaba involucrada en ningún complot contra Isabel.

Como si hubiera leído mis pensamientos, sonrió educadamente. Sabía qué

cuerda tocar en mí, como una mano experta pulsa un laúd. En mi torpe intento

de ocultar mi incomodidad, dije lo primero que se me ocurrió:

—No es justo poner a prueba a un hombre sin ropa.

—Te las has arreglado bastante bien hasta ahora —dijo ella riéndose.

Me habría echado a llorar. De algún modo inexplicable, me recordaba a la

señora Alice, a la chica honesta de mejillas granates que debió de ser en su

juventud. Y mientras pensaba eso, vi de nuevo la mirada triunfante en los ojos

de la señora Alice cuando se volvió hacia mí desde la cama del rey. Había

intentado decirme algo, pero ahora nunca lo sabría.

Miré a Kate a los ojos.

—Pensé que iba a morir… —balbuceé.

El conflicto volvió a surgir en mi interior, sin ningún aviso, inundándome en

oscuridad.

—¿Dónde estamos? —pregunté en un susurro tenso.

—En una finca no lejos de la ciudad de Greenwich. ¿Por qué?

—¿De quién es la finca? ¿Quién está aquí con nosotros?

Ella frunció el ceño.

—Su Alteza es la dueña de la propiedad, en secreto; está arrendada a un

amigo. Además de Peregrine, tú y yo, Walsingham viene y va. Estuvo aquí

antes, de hecho, quería saber… ¿Brendan, qué pasa? ¿Qué ocurre?

No me había dado cuenta de que había retrocedido, hasta que vi la alarma

en su cara.

—Ese era el hombre que vi en el tejado. Walsingham. Tenía una daga. Por

eso salté, ahora lo recuerdo. Cecil arregló la huida de Su Alteza, pero me quería

muerto. Envió a Walsingham a matarme.

—No —dijo ella tranquilamente—, te equivocas. Walsingham estaba allí

para ayudarte. Nunca habríamos sabido dónde buscar si él no nos hubiera

dicho que saltaste al río. Incluso recogió tu espada del patio.

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C.W. GORTNER

—¿Y si no tuvo otra opción? La espada era una prueba de que había estado

en presencia de Eduardo. Podía haber sobrevivido al salto, como de hecho pasó.

—Pero, aun así, no te habríamos encontrado, no con esa corriente. Tenías un

hombro herido. Tenías las piernas enredadas con cuerda y algas. Con toda

seguridad, te habrías ahogado. —Hizo una pausa—. Cecil confió a Walsingham

tu protección. Te ha estado vigilando todo el tiempo. Por eso estaba en los

tejados. Cuando no nos presentamos en la poterna, siguió nuestro rastro.

Solté una risita áspera.

—Me pregunto dónde estaba cuando la duquesa de Suffolk y su esbirro me

encerraron en una celda subterránea y me dejaron allí para que me ahogara.

Mientras hablaba, pensé en mi jubón, que había dejado junto al pabellón y

que inexplicablemente se había materializado cerca de la entrada del claustro en

ruinas, donde Peregrine lo encontró. ¿Qué había dicho el chico?

Si no hubiéramos encontrado por casualidad tu jubón, nunca se nos habría ocurrido

mirar…

—Peregrine nos habló de ello —dijo Kate—. Cuando te atraparon,

Walsingham estaba preparando los caballos que nunca llegamos a coger. ¿No

puedes confiar en él?

—No, y menos teniendo en cuenta que todo el mundo al que he conocido en

la corte, o más bien todo el mundo al que he conocido desde la niñez, me ha

engañado —repuse yo.

En cuanto esas palabras salieron de mi boca, lamenté haberlas dicho. Kate se

mordió el labio.

—Lo siento —murmuró. Se puso de pie y le cogí la mano.

—No, soy yo quien debe disculparse. No…, no quería decir eso.

Ella bajó la mirada a nuestras manos cogidas y volvió a levantarla para

mirarme.

—Sí, sí que querías. —Se soltó los dedos—. Lo comprendo. Esa mujer…

Barnaby dijo que era una herbolaria traída por los Dudley para envenenar a Su

Majestad. Dijo que la conocías, que te habían mentido sobre su muerte. ¿Cómo

no ibas a estar enfadado?

Se me hizo un nudo en la garganta. Miré a lo lejos, mientras notaba que las

lágrimas me ardían en los ojos. No vi a Kate meter la mano en el bolsillo, solo

noté que me ponía algo en la mano. Cuando vi qué era, me quedé inmóvil.

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C.W. GORTNER

—Encontré esto en el bolsillo de tu jubón. Me tomé la libertad de limpiarlo.

Es un poco extraño, pero bonito. —Cogió la bandeja y se fue hacia la puerta—.

Volveré dentro de unas horas con tu cena. Intenta descansar un poco.

La puerta se cerró.

Miré el regalo que la señora Alice me había dado. Era un delicado pétalo de

oro, cuyo borde dentado indicaba que había formado parte en otra época de

una joya más grande. En una punta, como una perfecta gota de rocío, había un

rubí. Nunca había visto nada como eso, y era la última cosa que habría

esperado que tuviera.

Me lo guardé en la mano mientras el atardecer se convertía en noche.

Cuando la pena finalmente me asaltó, no me resistí.

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Capítulo 21

Kate volvió con un montón de ropa y la bandeja cargada de carne sobre un

tajadero y verduras en salsa. Peregrine llegó con ella, sonriendo. Traía una mesa

plegable.

Después de montarla, volvió con mi alforja y, para mi sorpresa, también con

la espada enfundada del rey. No la veía desde que se me había caído en

Greenwich. Abrí la alforja y revisé sus contenidos desordenados. Respiré

aliviado cuando encontré el libro de salmos robado, todavía envuelto en su

funda protectora.

Volví con Kate. Se había puesto un vestido de terciopelo rosa que realzaba el

color de oro mate de su pelo. Mientras se apresuraba a encender velas por toda

la habitación, sentí el deseo de cogerla entre mis brazos y disipar toda mi

desconfianza.

Sin embargo, Peregrine exigía mi atención, bailando alrededor como un

diablillo precoz, con el perro gris de Isabel a sus talones.

—Pareces bastante satisfecho contigo mismo —dije mientras me ayudaba a

levantarme y a ponerme una bata—. ¿No es ese el perro de la princesa? ¿Has

estado robando otra vez?

—Desde luego que no —replicó—. Su Alteza dejó a Urian aquí con nosotros,

para que pudiéramos usarlo para rastrearte. Dijo que era el mejor rastreador de

su perrera. Conoce a sus animales. Fue el primero que te olió a la orilla del río.

—Hizo una pausa y arrugó la nariz—. ¿Qué problema tienes con el agua? No

has hecho nada más que mojarte desde que nos encontramos.

Estallé en una carcajada. Me sentía maravillosamente. Le cogí la mano a

Peregrine, y me abrí paso lentamente, pero con seguridad, hacia la mesa.

— Incorregible como siempre —dije acomodándome en una silla—. Me

alegro por ti, amigo mío. —Miré a Kate—. Y por ti. Y doy gracias a Dios por

vosotros dos. Salvasteis mi vida. Es una deuda que nunca podré saldar.

Vi un brillo en los ojos de Kate que podían ser lágrimas. Se las apartó con la

mano y Peregrine se inclinó junto mí, mientras ella empezaba a servir la

comida.

—No estoy inválido —dije mientras Peregrine me entregaba el plato—.

Puedo comer solo.

Kate agitó el dedo.

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C.W. GORTNER

—No está aquí para darte de comer. Ya has tenido suficientes mimos.

Peregrine, o le dices a ese perro que saque las patas de la mesa u os vais los dos

a comer a la cocina.

Entre risas y a la luz de las velas, cenamos y hablamos de asuntos banales.

Solo después de rebañar hasta el último resto de la salsa con el pan y de que

Peregrine acabara de contar por centésima vez cómo él y Barnaby habían usado

el olfato de Urian para rastrearme, decidí estropear el buen ambiente de

camaradería. Apoyando la espalda en la silla, dije tan inocentemente como

pude:

—¿Y dónde está Fitzpatrick?

Kate rompió el silencio con el crujido de sus faldas al levantarse. Empezó a

apilar los platos vacíos. Peregrine se agachó para acariciar a Urian.

—El rey ha muerto, ¿verdad? —dije yo.

Kate hizo una pausa. Peregrine asintió con tristeza.

—No se ha anunciado oficialmente, pero el señor Walsingham nos dijo que

murió ayer. Barnaby volvió a la corte tan pronto como te encontramos, para

estar a su lado. Se dice que, en el momento de la muerte de Eduardo, el cielo

lloró.

La lluvia. Recordaba haberla oído.

Cuando el recuerdo del muchacho pudriéndose en aquella habitación tóxica

asomó en mi memoria, desvié la mirada a la espada que estaba sobre la cama.

Mi voz se tensó:

—¿Y la herbolaria? ¿Walsingham dijo algo sobre ella?

Kate respondió rápidamente:

—Brendan, por favor, déjalo estar. Es demasiado pronto. Aún estás débil.

—No, quiero saber. Necesito saber.

—Entonces, te lo diré. —Se sentó a mi lado—. Está muerta. Sidney se lo dijo

a Walsingham. Alguien se llevó el cuerpo, pero nadie sabe adónde. Los Dudley

amenazaban con matar a Sidney por ayudarte, pero para entonces se había

difundido el rumor de que Isabel había escapado y había un gran alboroto en el

palacio. Brendan, no. Siéntate. No puedes…

Me levanté. Resistiendo el mareo que me sobrevino, caminé hacia la ventana

para escrutar la noche. Mi fiel señora Alice estaba muerta. Ahora ya se había ido

para siempre. Lady Dudley le había cortado la garganta como si fuera un

animal de corral, y la dejaron sangrar hasta la muerte. No podía pensar en ello.

No podía. Iba a volverme loco.

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—¿Y qué hay de Juana Grey? —pregunté mostrando calma—. ¿Ya la han

nombrado reina?

—Todavía no. Pero el duque se la ha llevado a ella y a Guilford a Londres. Y

hay rumores de que enviarán a unos hombres a buscar a lady María.

—Pensaba que ya lo habían hecho. Creía que había enviado a lord Robert a

apresarla.

—Parece que tuvo que retrasarlo. Creemos que después de descubrir que

Isabel se había escapado de Greenwich, primero quería llevar a lady Juana a

algún sitio seguro. Ahora es todo lo que tiene.

Asentí y repuse:

—Peregrine, ¿puedes dejarnos solos, por favor?

El chico se levantó y se fue, con Urian pisándole los talones y caminando

sobre sus almohadillas. Kate y yo nos miramos desde extremos contrarios de la

habitación.

Entonces, se levantó y se volvió a recoger la bandeja.

—Podemos hablar mañana.

Me acerqué.

—Estoy de acuerdo, pero… no te vayas. —Mi voz se quebró—. Por favor.

Vino donde yo estaba de pie indefenso y puso su mano sobre mi barbilla

cubierta de barba.

—Es tan roja —dijo ella—, y gruesa. No habría imaginado que tuvieras una

barba tan gruesa.

—Y yo nunca pensé que te importara —susurré.

Me miró fijamente.

—Tampoco yo, pero ya ves.

La atraje donde yo estaba y la apreté junto a mí, como si fuera a unirla a mí

para siempre.

—Nunca he hecho algo así antes —dije.

—¿Nunca? —Levantó las cejas en un gesto de genuina sorpresa.

—No —dije—, solo he amado a una mujer. —Me pegué a su mejilla—. ¿Y

tú?

—He tenido pretendientes suplicando mi mano desde que era un bebé, por

supuesto —contestó sonriendo.

—Pues añade mi nombre a la lista.

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C.W. GORTNER

Sus palabras no me desconcertaron tanto como suponía. Nunca había estado

enamorado antes, pero en ese momento me parecía lo más natural del mundo.

—¿Tenemos que esperar tanto? —me dijo mirándome a los ojos.

Me cogió las manos, y las guio hasta su corpiño. Deshice los lazos. El

corpiño se le cayó sobre los hombros. Momentos después, se libró de su falda,

se quitó la camisa y se quedó totalmente desnuda; la luz de las velas y los rayos

de la luna arrojaban sombras sobre su cuerpo, deseable como ninguna otra

mujer que hubiera visto.

La acerqué y enterré mi cara entre sus pechos. Ella jadeó involuntariamente

mientras la llevaba hasta la cama, donde se tumbó y me miró mientras me

quitaba la ropa; después se sentó sobre las rodillas para ayudarme a quitarme la

saya por encima de la cabeza. Me dolió el hombro. Ella frunció el ceño al ver las

manchas frescas de sangre en las vendas.

—Debería cambiarte eso —dijo ella.

—Puede esperar —repliqué contra sus labios.

Cuando me aparté, su mirada bajó por mi torso, y se detuvo un momento

sobre la mancha rosa de mi cadera. Entonces, bajó más su mirada.

Me tumbé a su lado. Su aspecto experimentado no me engañó. Bajo mi

mano, noté que su pulso se aceleraba, y supe que, por mucho que hubiera

explorado los placeres de la carne hasta cierto punto, al final, como muchas

chicas de buena cuna, no había llegado a consumar.

Sin embargo, pronto descubrí que yo también era inocente, en todos los

modos posibles que un hombre puede serlo. Mientras la apretaba junto a mí y

nos probábamos con fervor, me di cuenta de que aquel lujo era incomparable a

mis ajetreados encuentros con las doncellas del castillo y las damiselas de las

ferias. La veneré como si estuviera en un templo, hasta que el deseo en los ojos

de Kate se convirtió en una llama y empezó a estremecerse debajo de mí,

alzándose para encontrar mi fervor. Solo gritó una vez, pero suavemente.

Cuando nos quedamos agotados y ella se acurrucó en mis brazos, susurré:

—¿Te he hecho daño?

Ella se rio nerviosa.

—Si eso era dolor, no quiero conocer otra cosa. —Extendió sus manos por

encima de mi pecho, descansando sus dedos sobre mi corazón—. Todo lo que

quiero está aquí.

Sonreí.

—De todos modos, te convertiré en una mujer honesta.

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—Para tu información —dijo ella—, tengo dieciocho años. Puedo tomar mis

propias decisiones. Y no estoy segura de querer ser ya una mujer honesta.

Le respondí con una risita.

—Muy bien, cuando tú decidas, házmelo saber. Al menos debería pedir la

bendición de Su Alteza; eres su dama. Y a tu madre, estoy seguro de que

también querrá que se la pida.

Ella suspiró.

—Mi madre está muerta, pero creo que le habrías gustado.

Detecté un viejo dolor en su voz.

—Lo siento. ¿Cuándo falleció?

—Cuando yo tenía cinco años. —Ella sonrió—. Me alumbró muy joven: solo

tenía catorce años.

—¿Y tu padre… también era tan joven?

— Soy una bastarda —dijo mirándome con curiosidad—, y no, no era tan

joven como ella.

—Entiendo. —No aparté la mirada—. ¿Y no vas a contármelo?

Se quedó en silencio un momento. Entonces, dijo:

—No fue una historia de amor. Mi madre era hija de criados que servían en

la casa Carey; murieron del brote de sudor inglés que mató al primer marido de

María Bolena. Cuando esta volvió a casarse y se convirtió en la señora Stafford,

mi madre entró a su servicio. La señora Stafford no era rica; su nuevo marido,

Wil Stafford, era un soldado raso, pero tenía dos hijos de su primer matrimonio,

un estipendio, y su difunto marido le había dejado una casa. Como, además, mi

madre le gustaba, le ofreció trabajar como doncella.

—¿Esa María Stafford —dije— es la hermana de Ana Bolena?

—Sí, pero no tenía nada del orgullo de su hermana. Que Dios la tenga en su

gloria. Cuando mi madre se quedó embarazada, los vómitos matutinos la

delataron. Estaba aterrorizada, pero la señora Stafford no le hizo ni un

reproche. Sabía todos los apuros por los que pueden pasar las mujeres, así que

protegió a mi madre y la envió a vivir bajo el cuidado de lady Mildred Cecil. Yo

nací en la mansión de los Cecil.

Así se explicaba la conexión de Kate y Cecil. Había vivido bajo su techo.

—¿Y la señora Stafford sabía quién era tu padre? —pregunté.

—Debió de sospecharlo. Mi madre nunca dijo su nombre en voz alta, pero

no había muchos hombres en edad de merecer en la casa que se hubieran

tomado semejante libertad. Supongo que la hirió profundamente. María

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llevabacasada con él menos de un año, se arriesgó a disgustar a su familia y a

aceptar el exilio de la corte para estar con él. —Kate se sentó, apartándose el

pelo a un lado—. Sigue vivo. Lo vi en el funeral de la señora Stafford. Tenemos

los mismos ojos.

Guardé silencio, conmovido por las similitudes, y diferencias cruciales, entre

nosotros.

—Por supuesto, la señora Stafford lo habría entendido —añadió ella—.

Después de todo, ella misma había sido la amante de Enrique VIII antes de que

él se fijara en su hermana Ana. Sabía que la fidelidad no es el punto fuerte de

los hombres, y que ninguna mujer llama a la desgracia voluntariamente. Así

que dejó que mi madre se quedara conmigo en secreto y me criara ella misma,

sin interferencias. También nos dejó con los Cecil. Creo que quería mantener a

mi madre a salvo y lejos de su marido. —Hizo una pausa—. Se lo debo todo.

Gracias a su bondad, mi madre no se convirtió en una mendiga. Vivimos bien,

tuve una buena infancia. Recibí una educación. Lady Mildred veló porque así

fuera, puesto que ella misma era una mujer educada. Yo soy una de las pocas

damas al servicio de Su Alteza que sabe leer y escribir. Por eso confía en mí. Si

hay que destruir un mensaje, puedo memorizarlo.

—Entiendo por qué confía en ti —dije—. ¿Cómo murió tu madre?

—Cogió una fiebre. Fue rápido y sin dolor. Vi a la señora Stafford unas

cuantas veces después de que mi madre falleciera; siempre fue amable. Murió

tres años después.

—¿Y el hombre que crees que es tu padre…? —me atreví a preguntar.

—Ha vuelto a casarse. Tiene hijos. No lo culpo. Creo que tomó a mi madre

como lo hacen los hombres, en un momento de lujuria, sin pensar en las

consecuencias. Si sabe de mi existencia, nunca lo ha demostrado. He vivido

toda mi vida sin él. Pero uso su apellido. Es lo menos que puede hacer —dijo

ella, con una sonrisa maliciosa—. Además, tampoco hay cientos de personas

que se lamen Stafford en Inglaterra. —Me dio unos golpecitos en el pecho con el

dedo—. Tu turno. Quiero convertirte en un hombre honesto.

Lo dijo antes de darse cuenta de lo que estaba diciendo. Me miró a la cara y

se estremeció.

—Perdóname. A veces hablo sin pensar. Si no quieres hablar, lo comprendo.

Le cogí la barbilla entre los dedos.

—No, no quiero secretos entre nosotros. —Hice una pausa—. La verdad es

que no sé quién es mi madre. Me abandonaron siendo un bebé. La señora Alice

me crio.

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—¿Te abandonaron? —repitió. Yo asentí y esperé a que ordenara sus

pensamientos—. ¿Entonces, la señora Alice… era la mujer de la habitación del

rey?

—Sí. Ella me salvó. —Mientras pronunciaba estas palabras, sentí una

necesidad abrumadora de decírselo a alguien, para que el recuerdo perteneciera

a alguien más aparte de a mí mismo, y así no se olvidara—. Me dejaron en la

casita del sacerdote cerca del castillo de Dudley, supongo que esperaban que

muriera. Después me he enterado de que pasa más de lo que parece: hay

personas que dejan a sus bebés en los umbrales de casas nobles, con la

esperanza de que los ricos se apiaden y se ocupen de lo que el pobre no puede

permitirse. Aunque conmigo no tuvieron ninguna piedad. Según la señora

Alice, hice tanto ruido que habría despertado a un muerto. Me oyó berreando

durante todo el camino desde el pozo de desperdicios al que había ido a tirar

unos restos, así que fue a investigar.

Mi voz se quebró, pero procuré calmarme centrándome en los ojos de Kate

para coger fuerza.

—Era como la madre que nunca conocí. Cuando murió (o, más bien, cuando

me dijeron que había muerto), no podía perdonarla por dejarme sin despedirse.

—Por eso aceptaste ayudar a la princesa. Sabías que necesitaba despedirse.

—Sí, no podía permitir que sufriera lo mismo que yo. Sé cómo es perder a

alguien inesperadamente. Creía que la señora Alice estaba muerta. Peregrine

mencionó a una mujer que cuidaba del rey la primera vez que lo conocí, y por

un segundo pensé… Pero, en realidad, jamás llegué a creer que pudiera ser ella.

No pude. Incluso cuando la vi… —Hice otra pausa. Mi voz temblaba—. Le

cortaron la lengua y le hicieron algo en las piernas para impedirle andar bien. El

señor Shelton, el mayordomo, al que siempre había admirado, la persona que

me dijo que había muerto…, se quedó allí y no hizo nada cuando lady Dudley

la apuñaló. Sangró hasta la muerte, y él no hizo nada.

El recuerdo fue como un puñetazo en el estómago. Había sido un tonto al

pensar por un momento que Shelton me elegiría por encima de la obligación.

No era más que un criado fiel, con todo lo que ello implicaba. Lo habría

compadecido por su vida apática y sin sentido si no hubiera tenido tantas

ansias de venganza.

Se hizo un largo silencio. El pelo de Kate caía como una cortina a su

alrededor. Cuando levantó la cara, vi que sus ojos estaban llenos de lágrimas.

—Discúlpame por cómo hablé de su muerte. Fui egoísta. No…, no quería

hacerte daño.

La besé.

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C.W. GORTNER

—Mi valiente Kate, no podrías haber evitado mi dolor. Pasó mucho antes de

que nos conociéramos. Perdí a la señora Alice el día que me la arrebataron. La

mujer a la que me encontré en la habitación del rey no era la mujer a la que

conocí. Ahora sé la verdad. Sé que no me abandonó. Lady Dudley debió de

ordenar que la atraparan en la carretera y Shelton fue su cómplice.

—Pero ¿por qué harían algo tan terrible? Pasó mucho tiempo antes de que el

rey cayera enfermo, ¿no? ¿Por qué querrían que creyeras que estaba muerta?

—Me he preguntado lo mismo. Creo que es por lo que sabía. De hecho, estoy

seguro de ello. La señora Alice sabía quién soy —respondí forzando una

sonrisa.

Ella me miró de hito en hito.

—¿Tiene algo que ver con esa joya?

Como respuesta, me levanté de la cama y fui descalzo a buscar mi camisa

arrugada. Saqué la joya del bolsillo. El rubí brilló con la luz de la luna que se

filtraba a través de la ventana cuando se lo di.

—Creo que es la llave a mi pasado —dije. Un estremecimiento me recorrió—

. La señora Alice me lo dio cuando me reconoció. No creo que antes supiera

quién era yo, había sufrido demasiado. Pero tuvo que conservar ese pétalo de

oro por alguna razón. Debe de tener algún significado. Estoy seguro.

Kate lo miró.

—Sí, pero ¿cuál?

Volví a cogerle la joya y recorrí la frágil pieza de oro con la punta de un

dedo.

—La señora Alice nunca mostró mucho interés por nada aparte de sus

hierbas. No codiciaba cosas materiales. Solía decir que las cosas ocupaban

demasiado espacio. Y, sin embargo, guardó este objeto oculto en su baúl de

medicinas Dios sabe durante cuántos años. Yo solía fisgar en su maletín a

menudo, y ella siempre me regañaba diciéndome que me intoxicaría con alguna

hierba. Pero nunca lo encontré. Debía de esconderlo en algún compartimiento.

Probablemente, tuvo que hacerlo. Intuyo que ni siquiera lady Dudley sabía que

lo tenía. —Desvié la mirada desde ella hacia la ventana—. Lady Dudley es la

clave de todo esto. Me usó para obligar a la duquesa a aceptar el matrimonio de

Juana Grey con Guilford. Lo admitió la propia duquesa cuando me encerró en

esa celda. Sea cual sea el significado de ese pétalo, tiene que ser lo

suficientemente poderoso para matarme por ello. Tal vez incluso sea el arma

que necesitamos para detener a los Dudley, de una vez por todas.

Cruzó los brazos sobre los pechos, como si tuviera frío.

—Piensas vengarte por lo que hicieron.

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C.W. GORTNER

Le devolví la mirada.

—¿Cómo no iba a hacerlo? Ella era todo lo que tenía en el mundo, y la

destruyeron. Sí, quiero venganza. Pero más que eso, busco la verdad. —Me

incliné hacia ella—. Kate, necesito saber quién soy.

—Lo sé, pero tengo miedo por ti. Por nosotros. Si la duquesa de Suffolk

quiere matarte para que ese secreto no salga a la luz, no puede tratarse de nada

bueno. Y si los Dudley lo usaron contra ella, deben de saber de qué se trata.

—No todos los Dudley. Solo lady Dudley lo sabe. No creo que llegara a

decírselo al duque. Debió de sospechar que la traicionaría. Por tanto, no debió

de estar dispuesta a confiarle la única arma que tenía: su capacidad de

coaccionar a la duquesa. Sin esa coacción, sin ese secreto, creo que la duquesa

nunca habría aceptado dar la mano de su hija a…

—Al plebeyo Dudley —concluyó Kate, mirándome pensativa—. ¿Por qué no

hablas de esto con el señor Cecil? Conoce a gente importante. Tal vez podría

ayudarte.

—No. —Le cogí las manos—. Prométeme que no dirás ni una palabra de

esto a nadie, ni siquiera a la princesa, o, más bien, que sobre todo no se lo dirás

a la princesa. Northumberland sigue siendo poderoso, quizás ahora más que

nunca, y puede que ella necesite todavía nuestra ayuda. Es mejor que, por el

momento, cargue yo solo con todo esto.

En silencio, pedí disculpas por mi mentira. No podía arriesgarme a

exponerla a ese odio helado que había visto en los ojos de lady Dudley, y

tampoco quería que Stokes, el matón de la duquesa de Suffolk, la hostigara. Si

descubrían que estaba vivo, volverían a intentar atraparme. Pasara lo que

pasara, Kate debía estar a salvo.

Aun así, lo que iba a tener que pedirle le dolería.

—Necesito que hagas algo por mí. Necesito que me prometas que volverás a

Hatfield.

Ella se mordió el labio.

—¿Y si me niego?

—Entonces, tendré que recordarte que Isabel aún te necesita. Ninguno de

sus criados tiene tus habilidades, y es posible que las necesite en los próximos

días. Lo sabes tan bien como yo. Igual que sabes, aunque no lo hayas dicho, que

Cecil tiene planes para mí. Por eso Walsingham ha venido a preguntar por mi

salud. No es tan solícito.

—No me importa —susurró ella, antes de pegar un puñetazo en el colchón—

. Que busque a otro. Ya has arriesgado suficiente. Ni siquiera la princesa te

pediría nada más.

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—Aun así, estaría dispuesto a hacer más. Igual que tú. ¿Cómo no ibas a

hacerlo? La quieres.

—¿Y tú? —preguntó ella, vacilante—. ¿La…, la quieres?

La acerqué hacia mí.

—Solo como a mi princesa. Creo que se lo merece.

Envuelta en mis brazos, Kate murmuró:

—Se dice que su madre estaba maldita. A veces me pregunto si Isabel lo

lleva también en la sangre. Robert Dudley se arrojó a sus pies, igual que hizo su

padre. Y cuando los rechazó, reaccionaron como lobos. Quizás su embrujo

pueda hacer que los hombres la amen y la odien con la misma facilidad.

—Por su bien, espero que no sea así. —Guardó silencio un momento—. ¿Te

vas a ir?

Ella suspiró, me cogió y tiró de mí hacia ella.

—Ahora no.

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Capítulo 22

A la mañana siguiente, me desperté en una cama vacía. Me quedé atónito.

No pude evitar sonreír mientras me pasaba una mano por el pelo alborotado.

Habían desmontado la mesa plegable, los asientos estaban en fila junto a la

pared. Dobladas en un montón junto a la cama, estaban las prendas de ropa que

ella me había traído. En definitiva, era como si Kate no hubiera estado allí en

absoluto.

Empezaba a salir de la cama cuando la puerta se abrió. Kate apareció con

una toalla, una palangana y un pequeño cofre; una vez más llevaba su vestido

rojizo y el pelo trenzado, arreglada como si hubiera pasado una noche

tranquila. La abracé mientras dejaba las cosas, ahogando sus fingidos mohines

con la boca. Se aferró a mí durante un momento, y luego me apartó.

—Ya basta. —Fue a retirar la bandeja—. Walsingham está abajo. Quiere

verte en cuanto desayunes.

—Eso es lo que intentaba hacer. —Alargué la mano para cogerla de nuevo.

Se alejó de un salto, huidiza como las semillas de un diente de león.

—Tendrás que contentarte con lo de anoche, porque eso es todo lo que

pienso darte hasta que pongas un techo sobre mi cabeza. —Me lanzó la toalla, y

yo me reí.

—Eso lo dice la licenciosa que me aseguró que ayer por la noche tenía todo

lo que quería.

—Una chica siempre puede cambiar de opinión. Ahora, más te vale

comportarte mientras te lavo.

Fingí rectificar, aunque tuve que hacer un esfuerzo de concentración

mientras me lavaba de la cabeza a los pies, enjabonándome y aclarándome sin

discriminación.

Solo cuando me deshizo el vendaje para cambiármelo, se me escapó un gesto

de dolor.

—¿Te duele? —preguntó.

—Un poco. —Eché un vistazo a la herida. Era tan fea como esperaba—. ¿Se

ha infectado?

—Lo hizo, pero tienes suerte. El proyectil se hizo trizas y se llevó unas

cuantas capas de piel, nada más.

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Sacó del cofre un tarro y procedió a limpiarme el hombro con salvia verde.

Me quede inmóvil. Como Alice, era una herbolaria.

—Es un remedio francés —explicó ella—: romero, trementina y aceite de

rosa. Acelera la curación. —Con dedos expertos, me preparó una venda limpia

y me la puso debajo de la axila—. Tendrá que bastar. Es incómodo, pero asumo

que no te planteas quedarte unos días más en la cama.

Le besé la punta de la nariz.

—Me conoces demasiado bien.

Me ayudó a ponerme la ropa: una camisa, un jubón nuevo de cuero,

bombachos y un cinturón con una bolsa. Me sorprendió cuando sacó unas botas

blandas de chico, casi de mi tala exacta.

—Peregrine las compró en el mercado local. También se compró para él un

gorro y una capa. Dice que será tu criado cuando te hagas rico.

—Pues tendrá que armarse de paciencia.—Me volví—. ¿Estoy presentable?

—Como un príncipe.

Me sirvió pan con queso y cerveza negra, que consumimos en un silencio

agradable, aunque podía notar su ansiedad.

—¿Malas noticias? —dije finalmente.

—Normalmente, con Walsingham, siempre lo son. Pero no tengo ni idea de

lo que quiere. Solo me ha dicho que viniera a buscarte. —Hizo una mueca—.

Ahora que ya no me necesita, vuelve a considerarme otra mujer ignorante. Da

igual que sea tan capaz como cualquier vándalo al que pueda contratar, o que

pueda abrir cerraduras con ganzúa e intrigar como el mejor de ellos.

—Por no mencionar que eres todo un carácter. Si fuera él, me andaría con

cuidado.

—Tú eres el que se tiene que andar con cuidado. —Kate se volvió hacia mí

como aquella tarde (parecía que hubieran pasado años) en la galería en

Greenwich—. No sé qué querrá de ti, pero puedes tener la certeza de que no

será seguro.

—Pensaba que había ayudado a salvar mi vida —le recordé.

—Y así fue, pero eso no significa que debas confiársela. Es una serpiente que

solo piensa en sus propios intereses. No creo que ni siquiera Cecil pueda

controlarlo.

—Y con voz temblorosa añadió—: Prométeme que no aceptarás nada

peligroso. Dije que me iría a Hatfield y lo haré, pero no quiero pasarme todo el

tiempo muerta de preocupación por ti.

Asentí solemnemente.

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C.W. GORTNER

—Lo prometo. Ahora, llévame con él.

Señaló hacia la puerta.

—Baja por las escaleras y a la derecha. Está en el estudio que hay al salir del

salón. —Se volvió—. Estaré en el jardín, tendiendo sábanas.

Esa imagen me hizo sonreír mientras bajaba por las escaleras al piso inferior

y recorría la casa de campo escasamente amueblada, lo que suponía un cambio

refrescante después de la opulencia extrema de la corte. Al salir del salón, me

detuve un momento ante la puerta y respiré hondo.

La empujé y la abrí. Como a Kate, Walsingham me recordaba a una

serpiente. Su supuesta contribución a mi supervivencia no me había hecho

cambiar de opinión.

Más bien, me ponía nervioso saber que ese hombre me había estado

siguiendo desde Whitehal, observando sin interferir, hasta la noche que nos

encontramos en el parapeto. No estaba seguro de sus motivos, pero procuré

ocultar mi disgusto al ver su silueta demacrada sentada en el escritorio, y a

Urian apoyando la cabeza en su muslo.

—Escudero Prescott. —Con la mano delgada y oscura, acariciaba a Urian con

una cadencia hipnótica—. Veo que te has recuperado rápidamente. El vigor de

la juventud y los cuidados de una mujer hacen maravillas.

Su tono indicaba que sabía más de esos cuidados de lo que me habría

gustado. Tuve que obligarme a no ordenar a Urian que se fuera, consternado

por la falta de criterio del perro.

—¿Me dijeron que queríais verme?

—Siempre al grano. —Sus labios lívidos se movieron—. ¿Para qué malgastar

tiempo en cosas superficiales?

—Supongo que no esperaríais una charla amistosa.

—Nunca espero nada. —Dejó de acariciar las orejas al perro—. Eso es lo que

hace la vida tan interesante. La gente nunca deja de sorprenderte. —Señaló un

taburete delante del suyo—. Por favor, siéntate. Solo pido tu atención.

Como empezaba a dolerme el hombro, acepté. Tuve esa vaga sensación de

desasosiego que ahora reconocía. Parecía que Cecil y sus hombres la emanaban

como una enfermedad.

—Se han llevado a Juana Grey y Guilford Dudley a la Torre —dijo sin avisar.

Pegué un respingo en la silla.

—¿Arrestados?

—No. Es tradición que un soberano se aloje allí antes de la coronación. —Me

miró.

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—Entiendo. —Mi voz se puso tensa—. Entonces, van a hacerlo. Van a poner

la corona a la fuerza en la cabeza de esa chica inocente, cueste lo que cueste.

—Esa chica inocente, como tú la llamas, es una traidora. Usurpa el trono de

otra mujer y ahora espera su coronación con todos los dignatarios de la corte a

su lado. Hasta ahora, el único reparo que ha mostrado es su continuo rechazo a

permitir que su marido sea coronado junto a ella, lo que ha hecho que todos los

Dudley monten en cólera.

Contuve mi repugnancia. Por supuesto, Walsingham tacharía a Juana Grey

de traidora. Siempre era más fácil ver el mundo según su conveniencia.

—Supongo que cuando habláis de «otra mujer», os referís a lady María.

—Por supuesto. Cualquier cambio en la sucesión requeriría la sanción del

Parlamento. Dudo de que nuestro orgulloso duque haya llegado tan lejos como

para pedir la aprobación oficial de su traición. Así que por ley, y según la

voluntad de sucesión de Enrique VIII, lady María es nuestra reina de pleno

derecho.

Me paré a reflexionar.

—¿Pero el consejo ha aceptado apoyar la subida al trono de Juana?

¿Northumberland no actúa solo? —Pensaba en la duquesa, en sus amenazas de

acabar con los Dudley. Si protestaba por la usurpación de sus derechos, podría

dar a las princesas el tiempo que necesitaban.

De nuevo, clavó sus ojos en mí, sin parpadear.

—¿Qué estás preguntando exactamente, escudero?

—Nada. Solo quiero aclarar la situación.

Dobló las manos bajo su barbilla. Privado de sus caricias, Urian yacía en el

suelo soltando algún gemido de tristeza.

—Los miembros del consejo aceptarían lo que fuera para salvar el pellejo —

prosiguió Walsingham—. El duque ha estado amenazándolos con que tiene

suficiente munición en la Torre para aplastar cualquier revuelta en nombre de

María. También acuarteló los castillos circundantes. No obstante, según

nuestras fuentes, un número considerable de sus supuestos aliados estarían

encantados de verlo colgado en lugar de darle más poder sobre Inglaterra. Ha

hecho más enemigos de lo que es seguro para ningún hombre. Pronto también

se enfrentará a una oposición significativa de la propia lady María.

Fue el discurso más largo que le había oído nunca, e incluía unas cuantas

sorpresas inesperadas.

—¿Significativa? —dije cuidadosamente—. Pensaba que su catolicismo y su

legitimidad dudosa no la dejaban en buena posición.

—Sería más prudente no desacreditarla todavía.

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—Entiendo. ¿Qué queréis de mí?

—El duque no ha anunciado todavía oficialmente la muerte de Eduardo; no

obstante, con Juana Grey en la Torre esperando la coronación, no puede tardar

mucho en hacerlo. María ha hecho saber que está en su mansión de Hoddesdon,

desde donde sigue exigiendo información. Sospechamos que alguien en la corte

la ha avisado de que se mantuviera alejada. Sin embargo, no tiene recursos y

muy pocos se arriesgarán por una princesa cuyos padre y hermano declararon

bastarda y cuya fe está enfrentada a la suya propia. Cabe la posibilidad de que

huya del país, pero creemos que es más probable que se dirija a la frontera norte

y a sus feudos de nobles católicos.

Como si fuera la situación más normal entre nosotros, Walsingham se sacó

un sobre de la manga.

—Queremos que entregues esto.

No lo cogí.

—Asumo que no es un salvoconducto a España.

—Su contenido —replicó él— no te incumbe.

Me puse de pie.

—Lamento disentir. Su contenido podría suponer mi muerte, a juzgar por

los acontecimientos del pasado. Soy tan leal como el que más, pero incluso yo

tengo mis límites. Necesito saber qué dice antes de aceptar ninguna misión. Y si

no estáis autorizado a decírmelo —añadí deliberadamente—, os sugiero que

aviséis a Cecil para que venga en vuestro lugar.

Se tomó un momento para reflexionar.

—Muy bien. —Inclinó ligeramente la cabeza—. La firman unos cuantos lores

del consejo. Le explican el aprieto en el que se encuentran, si me permitís

decirlo así. Además, ofrecen su apoyo a María si decide luchar por el trono.

Preferirían que no abandonara Inglaterra, una reina ausente es incluso peor que

una ilegal.

—Se están cubriendo las espaldas, ¿no? Parece que lady María es cada vez

más importante.

—Acepta el trabajo o recházalo. A mí me da igual. Tengo a una docena de

correos disponibles.

Cecil estaba detrás de aquello, naturalmente. Había adivinado el curso de los

acontecimientos. No era tan iluso como para preguntarme si quería a la nuera

del duque o a la heredera católica en el trono y, por eso, me tomé mi tiempo,

sonriendo, dándome palmaditas en la rodilla y tentando a Urian para que

viniera a mi lado.

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Los ojos negros de Walsingham se volvieron de piedra. Después de que

hubiera pasado el tiempo suficiente para dejar claro que no estaba bajo su

poder, dije:

—Desde nuestro último trato, mi tarifa ha subido.

Me alegró ver que parecía aliviado tras introducir el tema del dinero. Así nos

metíamos de lleno en su terreno, donde todo estaba abierto a la negociación.

Sacó una bolsita de piel del jubón.

—Estamos dispuestos a doblar tu tarifa, la mitad por adelantado. Si no

entregas la carta, o María es capturada, perderás la segunda mitad. ¿Quieres

que lo ponga por escrito?

Cogí la bolsita y la carta.

—No será necesario. Siempre puedo ocuparme de cualquier malentendido la

próxima vez que vea a Cecil. —Me acerqué a la puerta y me detuve—. ¿Algo

más?

Él clavó sus ojos en mí.

—Sí. Como debes de saber, el tiempo es esencial. Tienes que llegar hasta ella

antes que los hombres del duque. Tampoco creemos que sea prudente usar tu

nombre real. Ahora eres Daniel Beecham, hijo de la pequeña nobleza de

Lincolnshire. El personaje es totalmente real; Cecil fue el protector de la familia

antes de que todos murieran. La madre de Daniel murió en el parto, su padre

murió en Escocia. El propio chico estuvo al cuidado de Cecil hasta su muerte

hace dos años. Tu barba debería ayudarte con el personaje, así que no te la

afeites. El señor Beecham sería dos años mayor que tú si siguiera vivo.

—Así que finalmente soy hombre muerto. Mis enemigos estarán encantados.

—Es por tu propia seguridad —dijo sin una pizca de humor.

Sonreí.

—Sí, ya me han dicho lo protector que sois. Y me han contado vuestra

incursión intempestiva en los establos mientras yo estaba ocupado en otra cosa,

y la fracasada intervención en el parapeto. No puedo evitar pensar en la vez

que estuve atrapado en esa celda subterránea. Fuisteis vos quien encontró mi

jubón junto al lago, ¿no? Lo dejasteis en la entrada para alertar a Peregrine y a

Barnaby. Una iniciativa algo pasiva, pero supongo que no puedo quejarme. —

Alargué el brazo para abrir la puerta, resistiendo el pinchazo de mi hombro—.

¿Puedo irme?

—Dentro de un minuto. —Walsingham desvió la mirada hacia Urian, que

permanecía a mi lado atento a todo—. Henry Dudley no disparó el tiro que te

hirió. —No me moví—. El mayordomo Shelton empuñaba la pistola. Lo vi

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apuntar desde la ventana. Pensé que deberías saberlo. Según creo, es alguien en

quien confías.

—Ya no —dije y salí con paso decidido.

En la sala principal, una criada limpiaba las cenizas del hogar. Con una

sonrisa tímida me señaló el camino hacia el jardín, que estaba cercado por

muros y azotado por un viento que traía consigo el aroma de la lavanda.

Kate estaba haciendo lo que me había dicho: tender sábanas en una cuerda.

Me acerqué sigilosamente a ella por detrás y la rodeé por la cintura con los

brazos.

—¿Las has lavado tú misma? —le susurré al oído.

Con una exclamación, dejó que se la cayera una funda de almohada de las

manos. Urian ladró de alegría y saltó a cogerla en el aire. Se fue trotando con su

trofeo y la cola en alto.

Kate se volvió hacia mí.

—Que sepas que la ropa de Holanda no es nada barata. A menos que de

verdad planees hacerte rico, tenemos que ahorrar para una casa.

—Te compraré un centenar de fundas de almohada de seda egipcia, si

quieres.

Le puse la bolsita en la mano. Cuando notó su peso, se le abrieron los ojos

como platos. Buscó mi cara. Antes de que pudiera pronunciar la pregunta

suspendida entre nosotros, la atraje hacia mí. En mis brazos, susurró:

—¿Cuándo?

Repliqué suavemente:

—En cuanto pueda soltarte.

Esa noche, mientras acababa de preparar mi alforja para el viaje, llamaron a

mi puerta. Antes de responder, ya sospechaba quién era; ni Kate ni Peregrine

habrían llamado antes de entrar, y Walsingham nunca subiría las escaleras para

ver a un asalariado.

Ella estaba de pie en el pasillo, con una capa de terciopelo negro que le

cubría de la cabeza a los pies. Kate permanecía inmóvil en el descansillo de la

escalera que había tras ella, con una vela titilante en la mano. Cuando me miró a

los ojos, asentí. Ella se volvió, pero no pude atisbar su cara de preocupación.

Me aparté. Cuando Isabel entró en la habitación, sentí esa atracción

magnética que parecía emanar de ella como un perfume. Se bajó la capucha,

que se plegó en suaves arrugas a lo largo de su garganta. No llevaba joyas, y el

pelo encendido iba recogido en una redecilla. Observé que había círculos

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oscuros alrededor de sus ojos expresivos, como si hubiera pasado la noche en

vela.

Le hice una profunda reverencia.

—Su Alteza, qué honor más inesperado.

Asintió distraídamente, mirando a su alrededor.

—¿Así que aquí es donde te has recuperado? Confío en que te cuidaran bien.

En su voz no había ningún énfasis escondido, ni señal alguna de que

estuviera al tanto de mi relación con Kate. Decidí que sería mejor dejarlo así, al

menos por el momento. Kate se lo diría a Isabel a su tiempo.

—Sí, me han cuidado muy bien —repliqué—. Creo que os debo mi gratitud.

—¿Ah, sí? —dijo arqueando una de sus delgadas cejas.

—Sí, esta es vuestra casa, ¿no?

Agitó la mano con displicencia.

—Eso apenas puede ser una razón para estar agradecido. Solo es una casa, al

fin y al cabo. Tengo varias, la mayoría de ellas vacías. —Hizo una pausa y me

miró a los ojos—. En realidad, soy yo, señor Prescott, quien debería darte las

gracias. Nunca olvidaré lo que hiciste por mí en Greenwich.

—Teníais que saber la verdad. Y eso puedo entenderlo.

—Sí, eso parece. Mejor que la mayoría. —Sonrió temblorosa.

Resultaba extraño estar a solas con ella en aquella habitación, donde había

sudado mi delirio febril, había averiguado el terrible destino final de la señora

Alice y donde también había descubierto mi amor por Kate. Había olvidado la

poderosa presencia de Isabel, lo única que resultaba en su propio entorno. No

pertenecía a aquella habitación rústica porque su esencia era demasiado grande

para un espacio tan reducido.

No me pasó por alto que había asumido un riesgo considerable al acudir allí.

Como si leyera mis pensamientos, dijo:

—No te preocupes, Cecil sabe que estoy aquí. Insistí en venir, y envió a

algunos hombres para escoltarme. Están abajo, esperando. Me acompañarán de

vuelta a Hatfield mañana. —Sus labios se curvaron con desdén—. Parece que,

de ahora en adelante, tendré que acostumbrarme a soportar a esos hombres a

mi alrededor siempre que me aleje de mi casa de Hatfield, al menos hasta que

derroten a Northumberland.

Ahí estaba, por fin hablaba alto y claro.

—¿Esos son los planes de Cecil? —dije tranquilamente.

Me echó una mirada curiosa.

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—Por supuesto. ¿Por qué, si no, te enviaría con mi hermana María? Si

abandona el país, dejará vía libre al duque para apoderarse de Inglaterra. ¿Y

quién sabe qué será de nosotros entonces? Prefieren que suba al trono una

católica solterona que un miembro de la familia Dudley. Mi pobre hermana. —

Soltó una risa áspera—. A María siempre la han temido o desdeñado. Su papel

nunca ha sido fácil. Ahora se enfrenta a la batalla más importante de su vida. Si

los esbirros del duque la encuentran primero…

—No lo harán. —Me acerqué a ella—. No se lo permitiré.

Me miró en silencio. De cerca, vi de nuevo las motas ámbar de sus iris, que

me habían hipnotizado la primera noche, en la puerta de Whitehal junto al

Támesis.

Reconocí una vez más el poder que latía en las profundidades de su mirada

y que, como comprendí entonces, muy pocos eran capaces de resistir. Había

estado dispuesto a arrojarme a sus pies esa noche, a hacer casi cualquier cosa

para asegurarme su favor. Comprobé con asombro que, si bien seguía notando

su atracción, ya no me sentía esclavizado por ella. Lo prefería así: me gustaba

ser capaz de mirar a la princesa a los ojos y reconocer la humanidad que

compartíamos.

—Sí —murmuró ella—, te creo. Cecil tiene razón: harás lo que sea para

evitar que los Dudley se salgan con la suya. Pero puedes elegir. En lo que a mí

respecta, has pagado tus deudas. Aunque decidieras no cumplir este encargo,

tendrías un puesto a mi servicio.

Incliné mi cabeza con una sonrisa y me obligué a dar un pequeño paso atrás.

—¿Qué? —dijo ella—. ¿No te ha gustado la opción? Si no recuerdo mal me

lo pediste una vez, en Whitehal: dijiste que querías servirme. ¿Te ha hecho Cecil

una oferta mejor, quizás?

—En absoluto. —Alcé la mirada hacia ella—. Me siento honrado y

agradecido. Pero esa no es la razón por la que habéis venido hasta aquí, Alteza.

Ya sabéis que os serviré, pase lo que pase.

Se quedó en silencio un momento y, por fin, dijo:

—¿Tan obvia soy?

—Solo para aquellos que se toman la molestia de mirar.

Sentí que se abría un hueco en mi interior, mientras consideraba todo lo que

era, todo lo que representaba y todo lo que podría perder si alguna vez cedía a

su conflictivo corazón, ese magnífico corazón que la había impulsado hasta mí

esa noche, a pesar del peligro que corría su integridad.

—No…, no quiero que sufra ningún daño —dijo vacilante—. Robert no tiene

la culpa…, hizo lo que le ordenaron, y él… intentó avisarme. Lo conozco desde

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que éramos niños y sé que hay mucha bondad en él. Solo que, como a muchos

de los que nacimos en este mundo, nunca nos enseñaron el valor de la verdad.

Pero puede redimirse. Incluso él puede expiar sus pecados.

Permanecí en silencio tras su confesión. No quería denigrarla con mis

propias opiniones ni comprometerla con una promesa que ambos sabíamos que

quizás yo no sería capaz de mantener.

Se mordió el labio inferior; dio unos golpecitos en su vestido con los dedos,

extraordinarios sin necesidad de adornos, y entonces, bruscamente, dijo:

—¿Tendrás la decencia de tener cuidado por el bien de Kate?

Asentí. Así que lo sabía. También teníamos eso en común. Se volvió hacia la

puerta y se detuvo con la mano en el cierre.

—Ten cuidado con María —dijo ella—. Quiero a mi hermana, pero no es una

mujer confiada. La vida la ha hecho así. Siempre ha pensado lo peor de la gente,

nunca lo mejor. Algunos dicen que son sus raíces españolas, pero yo creo que es

la herencia de nuestro padre.

Le devolví la mirada que me echaba por encima del hombro.

—¿Os llevaré a Kate con vos? —dije—. Quiero que esté segura, o al menos

tan segura como pueda estar en semejantes circunstancias.

—Tienes mi palabra. —Empujó la puerta para abrirla—. Guárdate de los

dragones, Brendan Prescott —añadió ella con una nota de júbilo en su voz—. Y

hagas lo que hagas, mantente lejos del agua. Está claro que no es tu elemento.

Me quedé escuchando las pisadas que se extinguían escaleras abajo. Supe

que no la vería por la mañana, porque debía partir antes del amanecer.

En el vacío que dejó tras marcharse, comprendí finalmente por qué Robert

Dudley habría traicionado a su propia familia por su amor.

Si le daban la oportunidad, quizás Isabel haría lo mismo por él.

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Capítulo 23

—¿Cuándo dijiste que llegaría? —dijo Peregrine por enésima vez.

—No lo he dicho. —Contuve mi propia impaciencia mientras miraba por

entre la abertura irregular de los arbustos, donde estaba agazapado con un

calambre en la espalda y las piernas dormidas por debajo de la rodilla. En el

cielo sembrado de estrellas, brillaba una luna en forma de hoz. Una brisa

soplaba entre los árboles que había detrás de nosotros, donde habíamos atado a

los caballos con el bozal.

—Salió de su finca en algún momento de ayer. Con toda seguridad, no se

dirigió a Londres, porque habría sido arrestada ya. Así que solo podemos

esperar que tomara esta carretera, pero podría estar en cualquier parte.

A mi lado, asfixiándose bajo una pesada capa de lana azul, igual que la que

me había traído a mí, Peregrine ponía mala cara.

—Vale, grítame, pero solo estaba preguntando. Si hubiera sabido que ibas a

ser tan gruñón, habría ido a Hatfield con la señora Stafford y Urian.

Me obligué a sonreír.

—Lo siento. Acampar en una zanja junto a la carretera tampoco es mi idea

de diversión. Yo también preferiría estar con Kate y Urian.

—Ya me imagino. He visto cómo la miras. La amas, ¿no?

La mezcla discordante de envidia y ansia de su voz me dio que pensar.

Hasta ese momento, había demostrado ser tan ingenioso como tenaz.

En ese momento sabía que, mientras nosotros conseguíamos llegar

furtivamente a la habitación de Eduardo, Peregrine había tenido que esquivar a

diversos guardias para llegar a los establos, donde también consiguió evitar a

los vigilantes nocturnos para ensillar, embridar y guiar a tres caballos

somnolientos hasta la puerta. Allí se había quedado a la espera, alimentando a

los animales con trocitos de esas manzanas silvestres que parecía cultivar en los

bolsillos y procurando mantenerlos tranquilos hasta que Isabel, Kate y Barnaby

llegaron. Según Kate, cuando oyeron la pistola y vieron a los hombres del

duque corriendo, Barnaby tuvo que subir a Peregrine sobre Cinnabar. En cuanto

llegaron a la casa de campo de la princesa, el chico exigió que volvieran a

buscarme. Se habría marchado en ese mismo momento, pero temían que el

duque hubiera enviado tropas tras ellos. Así las cosas, Peregrine no dejó de

andar de un lado a otro por la habitación en la que se escondían. Cuando la

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señora Ashley y los hombres enviados por Cecil llegaron para poner a salvo a la

princesa, Peregrine había exclamado con alivio que podría ir a buscarme al fin.

Por esa misma férrea devoción, había insistido en venir conmigo a mi última

misión. Había argumentado, no sin razón, que, dada mi tendencia a sufrir

accidentes, sería mejor que un amigo me acompañara. Sin embargo, había

cometido un error: tratarlo como él quería que lo hiciera, es decir, olvidándome

de que seguía siendo un crío. Entonces, viendo la inquietud en sus ojos, dije:

—Sí, la amo, pero siempre tendrás un sitio con nosotros. Te lo prometo.

Peregrine manoseó su capa.

—¿Lo prometes?

—Lo prometo.

Alargué el brazo para alborotarle el pelo cuando oí que un estruendo se

acercaba hacia nosotros. Nos quedamos helados. Desenvainé mi nueva daga,

puesto que había entregado la espada a Kate para no perderla de nuevo.

Peregrine sacó el cuchillo.

El estruendo de cascos herrados golpeando el camino se convirtió en un

trueno sordo.

—Recuerda que debemos asegurarnos de que es ella antes de revelar que

estamos aquí. El duque podría haber enviado centenares de señuelos para

eliminar a los partidarios de María.

Sus ojos se abrieron como platos. Sonaba como si la infantería se echara

sobre nosotros, pero, cuando miré al camino, solo vi una pequeña compañía de

hombres a caballo, cuyas monturas sudorosas levantaban una nube de polvo a

su paso. Las capas de los jinetes se hinchaban a su alrededor. No llevaban

antorchas, pero cuando pasaron al galope por delante de nosotros, su líder se

volvió a mirar a los arbustos donde nos escondíamos. Reconocí su rostro bajo el

gorro negro sin adornos.

El corazón me dio un vuelco. En cierto modo, esperaba que diera el alto y se

abalanzara sobre nosotros. Cuando el contingente pasó de largo y siguió

camino abajo, me desplomé.

—El que ha pasado era lord Robert.

Peregrine me miró boquiabierto.

—¿Tu lord Robert?

—El mismo. —Me puse de pie—. ¡Vamos!

Corrimos hacia los árboles. Cinnabar y el caballo de Peregrine (que tenía el

extraño nombre de Deacon) resoplaron cuando saltamos sobre las sillas y

tiramos de ellos.

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—Cabalgaremos en paralelo al camino —dije—. Con un poco de suerte,

encontraremos una ruta más rápida.

La noche llegaba a su fin. Aunque todavía faltaban unas cuantas horas, el

amanecer se acercaba. Avanzamos a medio galope por el lindero del bosque,

aprovechando los árboles para ocultarnos, y esquivando o saltando los troncos

caídos que podrían partir la pata a un caballo. Agradecí que casi no hubiera

luna.

Aunque no podíamos ver lo que teníamos delante, y eso era un problema,

lord Robert y sus hombres tampoco podrían vernos a nosotros. Y sabía que, si

nos localizaban, sería difícil huir.

¿Cómo podía Robert haber encontrado el rastro tan rápido? Esperábamos

que el duque lo enviara a por María, pero su casa estaba a millas de allí. De

algún modo, Robert se había enterado de que la princesa viajaba hacia el norte

y estaba decidido a dar con ella aunque tuviera que remover cielo y tierra,

demostrando la misma implacable determinación con la que había perseguido a

Isabel. Con la diferencia de que, en esa ocasión, llevaba una orden de arresto, en

lugar de un anillo. Peregrine interrumpió mis pensamientos.

—Se están parando.

Aminoré la marcha de Cinnabar y agucé la vista para distinguir una

encrucijada en el camino.

—Sigue adelante —dije— y espérame allí. Si las cosas se tuercen, no te hagas

el héroe. Vuelve a Hatfield. Lo digo en serio.

Empecé a avanzar hacia el grupo. Cinnabar caminaba con ligereza, pero eso

no evitaba que alguna ramita crujiera en el suelo o que hiciera ruido al sacudir

el arnés.

Con cada sonido, por muy sutil que fuera, me encogía. Había cazado con los

Dudley en nuestra juventud, antes de que la crueldad de ese deporte me

revolviera el estómago. Había sido testigo del placer que sentía Robert al dar

caza a su presa. Así que no quería ni imaginarme cuánto más disfrutaría

cazando al escudero que había traicionado su confianza.

Sin embargo, nadie me oyó, probablemente porque estaban demasiado

absortos en un debate a voz en grito. Resbalándome de mi silla, seguí a pie,

acercándome lo suficiente para oír a escondidas, pero no tanto como para no

tener ni una sola oportunidad de lucha si me veían.

Conté a nueve hombres. Entre el rumor de voces, la de Robert sobresalía.

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—¡Porque lo digo yo! Por Dios santo, ¿es que habéis olvidado quién manda

aquí? ¿O acaso no será mi cabeza la que ruede si no conseguimos capturar a esa

bruja papista?

—Os ruego que me perdonéis —repuso una voz áspera—, pero todos

tenemos mucho que perder, milord. Ninguno de nosotros quiere a una reina

católica que nos eche encima a la Inquisición. Y por eso no deberíamos haber

dejado a los soldados atrás, esperándonos. ¿Y si tiene más partidarios de los que

creíamos?

—¿No recordáis a su mayordomo en Hoddesdon? —dijo Robert

burlándose—. Como mucho, viaja con seis hombres: su tesorero, su secretario,

su chambelán y tres matronas. No necesitamos una hueste de soldados para

atraparla. Solo nos retrasarían.

Tuve que sonreír. En aquel camino, en medio de ninguna parte, no les

llegaba la camisa al cuello por temor a lo que pudiera hacer una solterona

asediada. Era bueno saber que, como su hermana menor, María Tudor tenía

una reputación. Entonces, me quedé helado de la cabeza a los pies cuando oí

una voz arrastrar las palabras:

—Quizás deberíamos llegar a un acuerdo, caballeros, antes de que se

embarque hacia Flandes y regrese a la cabeza de un ejército imperial. Si eso

llega a pasar, necesitaremos algo más que soldados, os lo puedo asegurar.

Stokes estaba allí. Era uno de los hombres de Robert.

—Sí, no podemos permitirnos perder más tiempo —reconoció Robert—.

Huyó a Hoddesdon y ha seguido cabalgando sin pausa. Todas las señales

indican que está de camino a Yarmouth. Tendrá que buscar cobijo en alguna

parte, aunque solo sea para que los caballos descansen. Y con toda probabilidad

lo hará en casa de alguno de sus partidarios. Decidme, ¿tan difícil es atrapar a

una mujer ya mayor que viaja con sus criados hacia Norfolk?

—Teniendo en cuenta que ni les hemos visto el pelo —dijo la voz áspera—,

yo diría que es una tarea ardua. Sigo diciendo que deberíamos ir hacia el este.

Allí también hay muchos simpatizantes papistas.

—¡Ya estoy harto de vuestras malditas discrepancias! —Robert se golpeó el

muslo con el puño. Pero lo conocía bien y detecté un temor involuntario en su

voz. Mi antiguo señor estaba asustado, y eso me dio esperanzas—. No habéis

dejado de dar la murga desde el principio —gritó él—, y ahora empiezo a

preguntarme cuál será vuestro propósito. ¿Estáis con nosotros o contra

nosotros, señor Durot?

Observé al tal Durot balanceándose sobre el caballo. Era un hombre

corpulento y musculoso, iba vestido con un jubón acolchado y un gorro

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excesivamente grande, y llevaba una espada, un arco corto y un carcaj de

flechas.

—Si dudáis de mi lealtad —dijo él—y, por tanto, también de la de mi señor

lord Arundel, siempre puedo volver a Londres para informar de vuestros

progresos. No siento ninguna necesidad apremiante por seguir participando en

esta búsqueda infructuosa.

Robert lo fulminó con la mirada.

—Tal vez vos no, pero vuestro señor el conde sí que siente una gran

necesidad. Ha amasado una fortuna saqueando abadías. No creo que le gustara

tener que dar explicaciones a la reina María y a sus frailes —añadió

sarcásticamente—. Por tanto, os sugiero que sigáis mis órdenes, a menos que

prefiráis ver a vuestro señor colgado en la horca. —Durot no respondió. Robert

se volvió bruscamente hacia los otros—. ¿Alguien tiene más motivos de queja?

Si es así, será mejor que lo diga ahora. Después no lo toleraré. —Cuando nadie

habló, dijo—: Iremos al este. Esta área está infectada de terratenientes católicos.

Cualquiera de ellos podría darle cobijo. Si tenemos que buscar casa por casa, lo

haremos. —Escupió las palabras siguientes para que Durot se diera por

enterado—. Y no olvidemos que no tiene la inteligencia para engañarnos, por

mucho que lo intente.

Nadie discutió su argumentación. Clavando las espuelas en los ijares de los

caballos, salieron volando. Volví a subirme sigilosamente a Cinnabar y me reuní

con Peregrine, que me esperaba en la cima.

—A Suffolk —le dije.

Cabalgamos incansables. Las horas pasaron sin que nos diéramos cuenta

hasta que el amanecer tiñó el cielo de malva. Aunque confiaba en mi instinto,

cuando la noche se levantó en el campo y dejó a la vista un plácido paisaje

ondulado de vales y colinas, empecé a preguntarme si no habría prestado

demasiada atención a mi instinto y no la suficiente a la cruda realidad.

¿De verdad lady María podía haber llegado tan lejos? ¿O estaría algún

Dudley sacándola en ese mismo momento de su escondite a punta de espada y

atándola para llevarla a la Torre? En lugar de ir tras ella, ¿no sería mejor correr

a Hatfield para avisar a Isabel y a mi amada Kate, y salir corriendo al puerto

más cercano antes de que el duque nos arrestara a todos?

Me pasé una mano por la barbilla. Me picaba la barba. Me quité el gorro,

dejando que el cabello enmarañado me cayera sobre los hombros, y miré a

Peregrine por encima de ellos. El chico dormitaba sobre el sillín. Pronto

tendríamos que parar. Aunque los caballos aguantaran, nosotros no podríamos

hacerlo.

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Una media hora después vi una casa solariega delante de mí, rodeada de

huertos. Un velo de humo azulado se cernía sobre la chimenea y el patio. Desde

la distancia, casi parecía desierto.

—Peregrine, despierta. Creo que la hemos encontrado.

El chico pegó un respingo y levantó los ojos desconcertado.

—¿Cómo lo sabes?

—Mira el patio. Hay caballos amarrados allí, siete, para ser exactos.

Cabalgamos hasta el patio con las capas retiradas sobre los hombros para

que se vieran las espadas envainadas que levábamos en los cinturones, con las

manos libres y la cabeza sin tapar. Di instrucciones a Peregrine para que

recordara mi nuevo nombre y procurara no mostrar preocupación, mientras yo,

por mi parte, adoptaba una calma fingida que no sentía, mientras que los

criados que estaban preparando las monturas se quedaron helados con los

estribos a medio abrochar. Uno de los tres hombres que supervisaban la

operación levantó un arma. Los otros dos avanzaron. Ambos eran de mediana

edad, iban vestidos con uniforme de alabardero y sus caras barbudas parecían

demacradas.

El mayor de los dos, que se erguía con la dignidad de un mayordomo a

pesar de su intento de parecer un hombre ordinario, ladró:

—¿Quiénes sois? ¿Qué hacéis aquí?

—Da igual quiénes seamos —dije—. Vengo a entregar un mensaje a la reina.

—¿Reina? ¿Qué reina? —dijo el hombre con una carcajada—. No veo a

ninguna reina por aquí.

—Su Majestad la reina María. Traigo un mensaje del consejo.

Los hombres cruzaron una mirada tensa.

—Busca a lord Huddleston —ordenó el hombre de más edad al otro, que

salió corriendo—. Jerningham, no dejes de apuntar con el mosquete —dijo al

hombre con el arma de fuego.

Los criados no movieron ni un dedo.

—Bajad —ordenó el hombre.

Peregrine y yo obedecimos. Un momento después, llegó corriendo un

caballero que asumí que era el antes mencionado Huddleston.

—Le he aconsejado que no lo hiciera, señor Rochester —dijo en un tono

preocupado—, pero insiste en que va a recibirlos en la sala principal, siempre y

cuando no vayan armados.

El tal Rochester nos miró con severidad.

El secreto de los Tudor

C.W. GORTNER

—El chico se queda aquí.

Al percibir el fuerte olor a asado cuando me escoltaban al interior del

edificio, mi estómago gruñó. Rochester andaba a mi lado, Jerningham iba detrás

de mí con su arma, y Huddleston, delante. Al llegar a la entrada, Jerningham

volvió a ocultarse en la oscuridad, desde donde, con toda certeza, seguía

apuntándome con su arma.

Rochester y Huddleston me guiaron hacia delante.

Una delgada figura, ataviada con un vestido bucólico, estaba de pie ante una

mesa. Los hombres le hicieron una reverencia. Arrodillado sobre una pierna,

atisbé un mapa en la mesa, junto a pluma y papel, jarra y copa.

Con una voz sorprendentemente brusca, dijo:

—Levantaos.

Estaba ante María Tudor.

No se parecía en absoluto a Isabel, sino que recordaba más a su prima, Juana

Grey. Era bajita y demasiado delgada, y llevaba el pelo canoso, con un toque de

rubio rojizo, recogido bajo una cofia. Al contrario que Juana, María llevaba la

edad y los sufrimientos escritos en la cara, y grabados en los surcos de su frente,

en las arrugas que le rodeaban los labios y la flacidez de su barbilla. Se agarraba

las manos sobre el estómago y llevabaanillos en todos los largos dedos. Solo en

los ojos se vislumbraba la indomable fuerza de los Tudor. Esos enérgicos ojos

de un azul grisáceo bordeados de sombra se clavaron en los míos con una

franqueza que revelaban su superioridad.

Recordé las palabras de Isabel: « Siempre ha pensado lo peor de la gente,

nunca lo mejor. Algunos dicen que son sus raíces españolas, pero yo que creo

que es la herencia de nuestro padre».

Su voz resonó con una fuerza estridente.

—Me han dicho que traéis una carta. —Tendió la mano—. Quiero verla.

Saqué el sobre del bolsillo interior. Volviéndose a la luz, lo rasgó para abrirlo

y lo miró detenidamente.

Frunció el ceño todavía más. Se volvió a mirarme.

—¿Es esto cierto?

—Eso creo, Majestad.

—¿Eso crees? ¿Lo has leído entonces?

—No sería un buen mensajero si no memorizara una misiva tan importante.

Si ese tipo de cartas cayeran en las manos equivocadas, podrían resultar

peligrosas.

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C.W. GORTNER

Me repasó con la mirada. Entonces se movió hasta la mesa con pasos ligeros.

—Esta carta peligrosa —declaró ella con una nota de aspereza— la firman

nada más y nada menos que los lores de Arundel, Paget, Sussex y Pembroke,

todos ellos servidores de mi hermano; ahora afirman que, pese a no querer

verme desposeída de mi trono, tienen las manos atadas. Al parecer, el dominio

del duque es demasiado poderoso para resistirse. Temen tener que apoyar la

reivindicación de mi prima, aunque Juana no ha expresado ningún deseo de

gobernar. —Hizo una pausa—. ¿Qué piensas tú?

Su pregunta me cogió desprevenido. Aunque lo ocultaba bien, noté su

temor. Era el centro de atención después de pasar años de oscuridad, obligada a

huir de su propio reino. Lady María ya había sido perseguida antes,

demasiadas veces, de hecho, como para confiar en las promesas que le hicieran,

fueran o no por escrito.

No había oído nada positivo sobre ella de nadie; de hecho, la mera

posibilidad de que subiera al trono provocaba tumultos. Sin embargo, en ese

momento solo sentía empatía por ella. Tenía una edad en la que la mayoría de

las mujeres estaban casadas, habían alumbrado a algún hijo y tenían encarrilada

su vida para bien o para mal. En lugar de eso, ella tenía que estar en una casa

ajena, era una fugitiva y la acechaba la muerte.

—¿Y bien? —dijo ella—. ¿No piensas responder? Te contrataron ellos, ¿no?

—Su Majestad, disculpad mi insolencia, pero preferiría responder en

privado.

—De eso nada —dijo Rochester—. La reina no entretiene a extranjeros.

Tienes suerte de que no te hayamos lanzado a un calabozo por conspirar con

sus enemigos.

—¿Un calabozo? —repetí sin poder contenerme—. ¿Aquí?

Se hizo un silencio de asombro antes de que la risa áspera de María

resonara.

—¡Al menos, no se anda con rodeos! —Dio unas palmadas con las manos—.

¡Déjanos!

Rochester se alejó hacia donde acechaba el hombre misterioso del arma,

seguido de Huddleston. María se acercó a la jarra.

—Debes de tener sed. Has recorrido un largo camino desde Londres.

—Gracias, Su Majestad —dije. Su sonrisa seca dejaba a la vista una mala

dentadura.

No ha tenido muchas oportunidades de sonreír en su vida, pensé mientras daba

un abundante trago de cerveza tibia.

Mientras tanto, ella esperaba.

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C.W. GORTNER

—Su Majestad, mi compañero… es solo un crío. ¿Puedo confiar en que no

sufrirá ningún daño?

—Por supuesto que no. —Ahora me miraba sin ningún temor—. Dime algo

con sinceridad: ¿mi hermano, el rey Eduardo, ha muerto?

La miré y vi fidelidad en sus ojos.

—Sí.

Estaba tranquila, como si lo tuviera asumido. Entonces, dijo:

—Y esta carta del consejo: ¿es un truco o puedo confiar en lo que dicen estos

lores?

Medí mi respuesta.

—No he estado mucho tiempo en la corte, pero diría que no, que no

deberíais confiar en ellos. —Su cara se tensó, y añadí—: Sin embargo, podéis

creer su carta. Lady Juana Grey es la marioneta del duque. No habría aceptado

vuestro trono si le hubieran dado opción.

Ella resopló.

—Me cuesta creerlo. Al fin y al cabo, se casó con el mocoso de

Northumberland.

—Su Majestad puede creer en su inocencia, aunque no crea en nada más. El

duque ha concebido esta situación para asegurar su propio poder. Él es el

responsable. Él…

—Habría que arrastrarlo y descuartizarlo, y clavar su cabeza en una pica —

bramó ella—. ¡Cómo se atreve a intentar arrebatarme el reino, que es mío por

derecho divino! Pronto averiguará que conmigo no se juega, él y cualquier otro

lord que se atreva a apoyar a mi prima en mi contra.

El fervor de su declaración la animaba. Tal vez no poseyera el carisma de su

hermana, pero seguía siendo la hija de Enrique VIII.

—Deduzco que Su Majestad piensa luchar por su corona —dije.

—Hasta la muerte, si es necesario. Mi abuela Isabel de Castila encabezó

ejércitos contra los infieles para unir su reino. No deberían esperar menos de

mí.

—Majestad, habéis respondido vos misma a la pregunta. La oferta de apoyo

del consejo solo es de fiar si vos hacéis que sea así. Si disculpáis sus

transgresiones, tendréis su lealtad.

Sus ojos se volvieron fríos.

—Veo que has llegado a dominar el arte de hablar con ambigüedades.

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Sentí una punzada de miedo en el estómago. Tenía la cara demacrada,

desolada.

Isabel me había avisado de que fuera con cuidado. Intentaba dilucidar la

respuesta correcta cuando Rochester entró.

—¡Su Majestad, hemos encontrado a este perro fisgando fuera! —Se apartó y

vimos a otros tres hombres que arrastraban a otro hombre entre ellos. Cuando

lo tiraron de bruces contra el suelo, se le cayó el gorro de la cabeza. María lo

empujó con el pie.

—Tu nombre.

No pude contener mi alivio cuando el hombre levantó la cara.

—Algunos me llaman Durot, Majestad, pero quizás me conozcáis como

Fitzpatrick.

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Capítulo 24

—¿Barnaby Fitzpatrick, el criado de mi hermano? —dijo María.

Desde detrás de ella, intervine:

—Su Majestad, ha estado intentando alejar al hijo del duque, lord Robert, de

vos. Seguro que trae noticias importantes.

Barnaby se puso de pie. Mechones de su color de pelo natural se veían entre

su mata de color nuez. Cuando María le dio pie, dijo:

—Robert Dudley y sus hombres se acercan rápidamente. Me enviaron de

avanzadilla para reconocer el terreno, porque un pastor de ovejas local jura que

os vio cabalgando en esta dirección. Majestad, tenéis menos de una hora para

escapar.

—¿Y qué pruebas tenéis? —dijo Rochester.

—Milord —dijo María, antes de que Barnaby pudiera replicar—, el señor

Fitzpatrick sirvió a mi difunto hermano con lealtad durante muchos años. A

menudo, se llevaba los azotes por las travesuras de Eduardo. No necesito más

pruebas.

Volvió a la mesa, con Huddleston pisándole los talones. Recogió el mapa y

los papeles y se los lanzó.

—Nos vamos al castillo de Framlingham. Es una residencia de los Howard,

y veneran la verdadera fe. Si Dios quiere, allí congregaré a mis partidarios.

Además, no está lejos de la costa. Milord Huddleston, debéis venir con

nosotros. Vuestra casa ya no es segura para vos.

Pálido como los papeles que recogía, Huddleston se precipitó tras Rochester

y los otros hombres, que salieron disparados del gran salón gritando órdenes.

Mientras en la casa se organizaba un gran alboroto, María gritó:

—¡Clarencieux, Finch! —Y dos mujeres salieron de una esquina del gran

salón, llevando una capa y una pequeña maleta—. Estas son mis fieles criadas

—dijo María, mientras las mujeres la envolvían con la capa—. Debéis

defenderlas con la vida.

No nos preguntó qué nos parecía esa obligación. Se sentía ya coronada, así

que simplemente asumió que obedeceríamos.

La seguimos al patio principal, donde sus criados llenaban las alforjas con

artículos de último minuto. Peregrine sujetaba a nuestros caballos.

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Sus ojos se abrieron como platos al ver a Barnaby correr por el lateral de la

casa y volver junto a su caballo de raza cob. Mientras Rochester ayudaba a la

reina y a sus damas a subir a sus monturas, Huddleston y los demás hombres al

servicio de María saltaron sobre los suyos.

Barnaby masculló para que lo oyéramos Peregrine y yo:

—Quizás necesitemos ayuda para defendernos antes de acabar el día.

—O quizás no —dije—. Lord Robert no parecía demasiado fresco la última

vez que lo vi.

Barnaby se rio.

—Pensaba que había oído a una rata entre los arbustos. Por cierto, esa barba

te queda bien.

—Es una precaución de mi nuevo trabajo. Si alguien pregunta, me llamo

Daniel Beecham de Lincolnshire. —Le di una palmadita en la espalda—.

Menuda voz que ponías, Durot. Y ese color de pelo es todo un logro. ¿Cómo

conseguiste entrar en la compañía de Dudley?

—Digamos simplemente que cierto conde me ofreció la oportunidad de

vengar a mi rey. El resto fue fácil. Me convertí en la pesadilla de Robert desde el

principio. Si hubiera dicho que ella estaba en Francia, Robert habría ido a

buscarla a Bruselas. Le encantó la idea de mandarme de avanzadilla.

Probablemente esperaba que algún papista al acecho lo librara de mí para

siempre.

—Desde luego, eres audaz. Y ya me has salvado la vida dos veces. No lo

olvidaré.

—Reza para que no necesites que lo haga por tercera vez. —La expresión del

rostro de Barnaby se volvió sombría cuando alzó la vista y, en voz alta, dijo—:

Majestad, el tiempo se acaba.

Cuando me giré sobre la silla, sentí un desagradable estremecimiento.

Unos jinetes cabalgaban en una colina lejana y venían directamente hacia

nosotros.

—Por aquí —gritó Barnaby.

Flanqueada por sus sirvientes, María galopaba por el camino, esforzándose

por seguir a Barnaby, que nos llevaba hacia la cresta de una colina. Robert

Dudley y sus hombres estaban todavía demasiado lejos como para ser una

amenaza inmediata, pero mientras subíamos por el camino de uno en uno, con

la frente sudorosa por el sol, descubrimos que no nos movíamos con la

suficiente rapidez.

Una exclamación se escapó de la mujer. Detrás de nosotros, se elevaba una

gruesa columna de humo negro. La casa que habíamos dejado estaba en llamas.

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Huddleston, que estaba junto a María, se quedó blanco.

—Deja que se queme —le dijo ella—. Te construiré una casa mejor. Tienes mi

palabra como tu reina.

La mirada desmayada de Huddleston indicaba que no se tomaba su

promesa muy en serio.

Me acerqué a Barnaby.

—Somos un objetivo demasiado evidente. Debemos obligarlos a dividirse.

Barnaby asintió.

—¿Qué sugieres?

—Tú sigue adelante con Su Majestad y tres miembros de su séquito y,

mientras tanto, que Peregrine se lleve a los demás por un camino diferente. De

ese modo, Robert y sus hombres tendrán que separarse. Cuantos menos la

persigan, mayores serán nuestras oportunidades de llegar a Framlingham.

—Un buen plan —dijo antes de marcar una pausa—. ¿Y tú qué vas a hacer?

Lo miré con una sonrisa fría.

—Tengo una cita pendiente. Necesitaré tu arco.

Peregrine montó un escándalo antes de que lo convenciéramos de la

necesidad de sacrificar su preferencia personal para servir a su reina. Para mi

sorpresa, Rochester apoyaba mi propuesta. María también aceptó, pero insistió

en que volviera con ella una vez que hubiera explorado el terreno, que fue la

razón que di para quedarme atrás. Los dos grupos salieron al galope en

direcciones opuestas: la escolta de la reina siguió hacia las colinas, mientras que

el grupo de Peregrine giró hacia Essex.

Mientras trepaba por una pendiente y soltaba a Cinnabar para que pastara,

recé por la seguridad de todos ellos, pero especialmente por la de la reina, a la

que me di cuenta que admiraba más de lo que habría gustado a mi patrón.

Localicé un montón de rocas detrás del que podía esconderme, volví a

centrar mi atención en el camino serpenteante y puse una flecha en el arco.

No tuve que esperar mucho. Cuando unas nubes se deslizaron hasta cubrir

el sol, cuatro hombres aparecieron por el camino, con hollín en la cara y

empapados en sudor. Robert no estaba entre ellos. Enseguida descubrí por qué.

Los hombres se apearon del caballo a un tiro de piedra de mi escondite,

descolgaron unos odres de vino de sus sillas y retomaron una discusión que

evidentemente se remontaba a tiempo atrás.

—Tiene el mismo orgullo endiablado que su padre —se quejó uno de los

hombres—. Estoy harto de que esos presuntuosos Dudley nos traten con tanta

prepotencia. ¿No os preguntáis por qué no envió a alguien a por los soldados?

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La respuesta es simple: no quiere mancharse las manos por si María sale

vencedora y se encuentra a su merced. De hecho, yo creo que deberían darle la

corona. Papista o no, bastarda o ilegítima, sigue siendo nuestra reina por

derecho, diga lo que diga Northumberland. Recordad, el viejo Enrique ordenó

que cortaran la cabeza al padre del duque por traidor. Así que lleva la traición

en la sangre.

Los otros dos mostraron su acuerdo con un gruñido, mientras miraban a la

estilizada figura que se mantenía alejada de ellos, olisqueando el aire como si

por el olor pudieran saber por dónde se había ido María.

—¿Y vos qué decís, Stokes? —preguntó uno de ellos.

El hombre de la duquesa se volvió y su capa de terciopelo giró, dejando a la

vista por un momento su forro escarlata.

—Creo que debemos actuar según nos dicte nuestra conciencia, señor

Hengate, pero apostaría a que no sois el primero en estos días que cuestiona la

autoridad de los Dudley.

Escondido detrás de las rocas, tuve que sonreír. Era muy propio de él

asegurar la neutralidad de su señora. La duquesa era la prima paterna de

María, y su hija estaba a punto de usurpar la corona de María. Lady Suffolk

tenía mucho que perder si María triunfaba, incluida la cabeza.

Hengate miró a Stokes.

—¿Y vos? ¿Qué haríais si decidiéramos volver a nuestras casas y esperar allí

hasta ver cómo acaba todo esto?

Stokes se encogió de hombros.

—Me iría a casa yo mismo a informar a milady de que el duque necesita un

nuevo sabueso. El que ha enviado obviamente ha perdido su habilidad.

Los hombres soltaron una carcajada. Hengate dudó antes de volver a su

caballo y subirse a su silla. Se giró bruscamente hacia Stokes.

—Por si pensáis en traicionarnos, sabed que lord Pembroke tiene recursos

que ni os imagináis. No importa bajo qué faldas os escondáis: dará con vos.

—No soy un informador —repuso Stokes—. Y no tengo ningún interés en lo

que les pase a los Dudley. Y tampoco milady, os lo puedo asegurar.

—Bien —dijo Hengate, mientras sus cómplices montaban—. En tiempos

como estos, quien sobrevive es quien sabe adaptarse. —Clavando los talones a

los caballos, él y los demás se marcharon con estruendo; Stokes se quedó allí,

agitando con afectación la mano enguantada delante de la nariz, como si

quisiera disipar un olor fétido.

Empezaba a moverse hacia su propio corcel parado cuando mi flecha pasó

silbando por encima de su cabeza. Se giró y se quedó congelado, mirando hacia

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las rocas con más arrogancia de la que habría esperado de un hombre en su

posición.

Salí de mi escondite, saqué otra flecha del carcaj que llevaba colgado a la

espalda y la encajé en el arco. Era casi la primera vez en mi vida que tenía la

oportunidad de poner en práctica los años de aprendizaje del manejo de las

armas. Me gustó ver a Stokes retroceder con cautela.

—¿Qué quieres? —dijo él—. ¿Dinero? —Soltó una bolsa de su cinturón y la

lanzó al camino que había entre nosotros—. Eso debería bastar.

Me quité el gorro.

—¿No me reconoces? No ha pasado tanto.

Se me quedó mirando de hito en hito.

—No…, no es posible.

Ajusté el arco y apunté la flecha a su entrepierna.

—Estoy pensando que, si te disparo ahí, tardarás unas horas en morir. —

Subí el arco—. O bien podría dispararte entre los ojos. O, si no, puedes empezar

a hablar. Tú eliges.

Gruñó y sacó su espada de la funda que llevaba en la cintura. Disparé la

flecha e hirió a Stokes en el muslo. El hombre cayó aullando de rodillas. Agarró

la vara que sobresalía, pálido por la impresión. Apenas le salía sangre. Caminé

hasta donde estaba y volví a tensar la cuerda del arco, ignorando la punzada de

dolor de mi hombro herido.

Mientras apuntaba, la cara de Stokes se retorció en una mueca maligna.

—¡Hijo de puta! ¡Piensas matar a un hombre indefenso a sangre fría!

Me detuve.

—¡Bueno! Es un principio. ¿Eso es lo que soy? ¿Un hijo de puta?

—Eres un asesino. ¡Voy a desangrarme hasta morir!

—No, si no te sacas la flecha. Necesitas que te la extraiga un cirujano con

experiencia; la punta lleva lengüeta. Sin los cuidados adecuados, la herida se

infectará. Aun así, tienes más posibilidades de sobrevivir que las que me diste a

mí. —Bajé el arco—. Pero volvamos a mi pregunta: ¿mi madre era una puta?

—No lo sé —repuso él, temblando.

—Creo que sí lo sabes. —Me puse en cuclillasdelante de él—. La duquesa

parecía saberlo. Vio la marca de nacimiento de mi cadera y estaba deseando

matarme. ¿Por qué me quiere muerto? ¿Quién cree que soy exactamente?

—¿Exactamente? —dijo él, y se abalanzó sobre mí sin avisar, empujándome

hacia atrás de modo que aplasté el carcaj de flechas al caer. Me golpeé la cabeza

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contra el camino. Durante un segundo, el mundo se esfumó. Le clavé con fuerza

las rodillas en las costillas, agarrando la varilla de la flecha. Su grito y la sangre

que empezó a brotar fueron suficientes. Rodé y me quité a Stokes de encima.

Me levanté y di una patada al arco para alejarlo. Desenvainando mi cuchillo,

salté sobre la espalda de Stokes y lo inmovilicé sobre el suelo. Presioné mi

cuchillo contra su garganta, aplastándole la cara de lado sobre la tierra.

—¿Quieres que lo haga? —susurré—. ¿Te rajo aquí y ahora y dejo que te

desangres hasta la muerte? ¿O piensas decirme lo que necesito saber?

—¡No! ¡No! ¡Por favor!

Lo solté. Stokes jadeaba, mientras la sangre brotaba de su pierna lisiada. Le

di la vuelta y lo puse boca arriba. Poniendo la daga en el sitio por donde

sobresalía la flecha, dije:

—Te prometo que esto te va a doler. Cuando empiece a cortarte esa varilla,

te dolerá más de lo que puedes imaginar. Pero quizás te duela menos si no

aguantas larespiración.

Subrayé cada palabra con una sonrisa helada. Una rabia oscura estalló en mi

corazón, una repentina sed de venganza incontrolable. En mi cabeza, volví a ver

una hoja de acero y a una figura mutilada arrastrándose de forma terrible; me

puse de pie rápidamente y fui a recuperar el arco.

Stokes me miraba con horror cuando encontré una flecha intacta, la coloqué

y me di la vuelta. Disparé con precisión. La flecha silbó por el aire y se clavó en

la capa arrugada sobre la cabeza. No se le clavó en la oreja por muy poco.

Se retorció de dolor y tiró de la capa, intentando librarse de la flecha que lo

sujetaba.

—¡Tú ganas! —chilló él—. Te diré lo que quieras. ¡Pero suéltame, maldita

sea!

—Responde a mi pregunta.

De repente, soltó una risa salvaje.

—¡Pobre imbécil! ¿No tienes ni idea, verdad? Íbamos a ahogarte, a tirar tu

cuerpo al río y nunca habrías sabido por qué.

Apreté la mandíbula.

—Vas a decírmelo. Ahora.

—Muy bien. —En sus ojos de color endrino brilló un destello de pura

malicia—. Eres el último hijo que tuvo María de Suffolk, la hermana más joven

de Enrique VIII, también conocida dentro de su familia como la Rosa Tudor. Su

bebé heredó la misma marca que tienes tú y que también tenía ella. Solo lo

sabrían las personas que pertenecieran al círculo más íntimo de la duquesa.

El secreto de los Tudor

C.W. GORTNER

Empecé a resollar y jadear. Un rugido ahogó todos los sonidos que me

rodeaban. Miré fijamente al hombre que tenía delante e hice un repaso mental

escalofriante a todos los sucesos que me habían conducido hasta ese momento

impensable. Noté el sabor de la bilis en la garganta.

—¿Estás diciendo que la duquesa cree que…? —Balbuceé, incapaz de

pronunciar las palabras.

Stokes sonreía despectivo.

—Te he dicho lo que querías. Ahora suéltame.

Sintiendo que caía en un vacío infinito, me llevé los dedos a los labios y

silbé. Cinnabar bajó trotando por la colina. De mi alforja, saqué el bálsamo de

Kate y las vendas que me había guardado para el hombro. Rasgué sus

bombachos ensangrentados, corté la flecha por la empuñadura, apliqué el

ungüento y le limpié la herida.

Entonces, arranqué la segunda flecha de la capa. Al mirarlo a la cara, vi que

estaba lívido.

—Seguirás necesitando a un cirujano para que te extraiga la punta. Procura

acudir a uno lo antes posible. Si no, la herida se infectará. —Le tendí la mano—.

Ven. Te ayudaré a subir al caballo.

Se quedó boquiabierto.

—¿Me tiendes una emboscada, me disparas flechas y ahora quieres

ayudarme a subir al caballo? Tiene que ser verdad. Tienes que ser uno de ellos.

Estás tan chalado como lo estaba el viejo Enrique.

—Calla. No quiero oír ni una palabra más.

Lo agarré y tiré de él para levantarlo. Aulló cuando le aguanté el estribo y lo

alcé sobre la silla. Cogió las riendas y tiró de la cabeza del caballo para

levantarla. Se volvió. Yo le devolví la mirada maliciosa, sabiendo que se

preparaba a infligirme una herida mucho más profunda de la que podría causar

ninguna de mis flechas.

—Tu madre —dijo él, con innegable alborozo—, su madre, te parió en

secreto y murió por las fiebres del parto. Nunca se lo dijo a nadie, pero confió a

su hija mayor que estaba embarazada. Estaba loca de terror; le suplicó a su hija

que guardara el secreto. Ocultó su embarazo a todo el mundo, incluso a su

marido, que en aquel momento se había distanciado de ella y vivía casi todo el

tiempo en la corte. Pero algo ocurrió en esas últimas horas; María de Suffolk

debió de confiarle algo a la partera, tuvo que decirle algo que la hiciera

desconfiar, porque a milady le dijeron que naciste muerto. Ella estaba en la

corte en ese momento, así que ordenó que se ocuparan de tu cadáver y que se

encubriera tu nacimiento. Si hubiera sabido que habías sobrevivido, habría

abandonado Whitehal esa misma noche y te habría estrangulado con sus

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propias manos. Al fin y al cabo, podrías arrebatárselo todo: las propiedades y el

título, su sitio en la corte y su lugar en la línea de sucesión. Eres el hijo que

Charles Brandon anheló, el heredero del condado de Suffolk. Piensa en eso la

próxima vez que limpies un establo.

En mi respuesta, no demostré ninguna emoción.

—La próxima vez no tendré clemencia.

—Yo tampoco —replicó él—. Si fuera tú, me aseguraría de que no hubiera

próxima vez. Porque si ella averiguara que sigues vivo, será mucho peor para ti

que para mí.

Se dio media vuelta y se alejó al galope.

Cuando me quedé a solas en aquel camino salpicado de sangre, me

desplomé de rodillas.

El secreto de los Tudor

El Secreto De Los Tudor/ the Tudor Secret: The Elizabeth I Spymaster Chronicles
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