—Pensaba que un chico tan listo como tú lo averiguaría. No todos los días
consigues que Isabel Tudor se fije en ti. De hecho, busco a personas con un
talento único como el tuyo.
Asimilé esa última afirmación en silencio. Justo cuando pensaba que las
cosas no podían empeorar, me hacían otra oferta de empleo. Ya no tenía sentido
seguir haciéndome el paleto desconcertado.
—¿De qué habláis exactamente?
—¿En pocas palabras? Me gustaría contratarte. Es una oferta lucrativa, te lo
puedo asegurar. Necesito a alguien fresco, aparentemente ingenuo y que pase
algo desapercibido, al menos para ojos poco avezados, y que sea capaz de
suscitar confianza en personas tan escépticas como la princesa. Te ofreciste a
ayudarla ayer por la noche, ¿verdad? Me lo dijo ella en persona. Si aceptas
trabajar para mí, la estarás ayudando, de muchas más maneras de las que
puedas imaginar.
El nudo de mi estómago me recordaba que no debía demostrar mi repentino
y ardiente interés. Hiciera lo que hiciera, debía andarme con mucho cuidado. Su
oferta podía ser un truco. De hecho, probablemente lo era. ¿Qué otra cosa podía
ser? Por mucho potencial que tuviera, yo no era un espía.
—¿Por qué yo? No tengo ninguna experiencia como… informador.
—No. Pero puedes aprender lo que no sepas hacer. Sin embargo, el instinto
no se puede enseñar. Te lo aseguro. Yo también lo tengo y, créeme, es más
valioso de lo que te imaginas.
—Y, además, desde un punto de vista más práctico, estoy al servicio de
Robert Dudley —dije—, que confía lo suficiente en mí para darme un mensaje
privado para la princesa, ¿verdad?
—Desde luego. Necesito saber qué quiere de ella. Su vida puede depender
de ello.
—¿Su vida?
—Sí. Tengo razones para creer que el duque conspira contra ella, y que lord
Robert, tu señor, es parte de ese plan. No sería la primera vez que fingen estar
enfrentados, mientras trabajan en secreto para derribar a un oponente.
El secreto de los Tudor
C.W. GORTNER
Era un truco. No estaba allí por mis talentos ocultos: estaba allí porque servía
a lord Robert. Isabel no había revelado mi mensaje. Por eso Cecil me había
arrastrado hasta ese lugar con un capuchón en la cabeza. Quería saber mi
mensaje, y, en cuanto lo confesara, me cerrarían la boca.
Para siempre.
—Lamento oír eso —conseguí decir, resistiendo las ansias de empezar a
gritar, pensando que sería mejor morir luchando que aceptar el final que Cecil
me tuviera preparado—. Pero como milord debe saber, un criado que traiciona
a su señor corre el riesgo de acabar con las orejas y la lengua amputadas. —Me
obligué a soltar una risa débil—. Y yo les tengo cariño a las mías.
—Ya lo has traicionado. Solo que no lo sabes.
Era una afirmación enérgica e impersonal. Aunque su forma de comportarse
no había cambiado, de repente percibí en su actitud una taimada amenaza.
—Da igual cómo decidas actuar, tus días como criado de los Dudley están
contados. ¿O crees que te conservarán a su lado una vez que hayan obtenido lo
que buscan? Lord Robert te ha usado como chico de los recados, y a sus padres
no les gustan los cabos sueltos.
Lleva la marca de la rosa.
Vi de nuevo a la duquesa de Suffolk, sus ojos metálicos veían a través de mí
y en mi interior.
—¿Estáis insinuando que me matarán? —pregunté.
—Así es, aunque no tengo ninguna prueba concreta de ello, por supuesto.
—¿Y podéis asegurarme que, si dejo de servirlo a él para serviros a vos,
estaré a salvo?
—No exactamente. —Dobló las manos bajo su barbudo mentón —. ¿Estás
interesado?
Lo miré directamente a los ojos.
—Desde luego, tenéis mi atención.
Inclinó la cabeza.
—Debo empezar diciendo que el duque y su familia están en una situación
precaria. No estaban preparados para que Su Alteza apareciera en la corte.
Aunque ninguno de nosotros lo estaba, en realidad. Y, aun así, se presentó allí,
decidida a ver a su hermano, así que tuvimos que hacernos cargo del asunto.
Tomó precauciones dejando que la noticia de su presencia se filtrara al pueblo.
Eso le proporcionaba algo de protección, al menos a corto plazo. Sin embargo,
comete un grave error suponiendo que el duque no le hará ningún daño. Ahora
está tan indignada por lo que ha visto y porque no la hayan dejado hablar con
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su hermano que insiste en viajar a Greenwich para comprobar el estado de Su
Majestad por sí misma.
Cecil esbozó una sonrisa de pesar, que resultaba inquietante en su cara,
como si nada de lo que hiciera Isabel Tudor pudiera sorprenderlo de verdad.
—No es fácil disuadirla una vez que toma una decisión, y Northumberland
ha sido concienzudo. La ausencia de Eduardo anoche levantó sus sospechas
más profundas y su ira, como el duque había planeado sin duda. Isabel es una
hermana devota. Demasiado devota, dirían algunos. No parará hasta que
averigüe la verdad. Y eso es lo que temo: aunque la busquemos, la verdad es
rara vez lo que esperamos.
Me di cuenta de que estaba sentado en el borde de la silla.
—¿Creéis que el duque…?
No pude decir el resto en voz alta. Mentalmente, vi la mirada inescrutable
de los ojos de Northumberland y oí su extraño susurro, que de repente adoptó
un matiz más siniestro.
No olvidaremos a quienes nos traicionen.
—Ojalá lo supiera —dijo Cecil—. Cuando Eduardo sufrió una recaída, el
duque ordenó que lo aislaran y le prohibió el contacto con cualquier persona.
¿Quién sabe qué habrá ocurrido? Como mínimo, sospecho que está mucho más
enfermo de lo que sabemos. ¿Por qué, si no, Northumberland se iba a tomar
tantas molestias para anunciar su recuperación, mientras enviaba a lord Robert
a controlar las municiones de la Torre y la dotación de toda puerta de entrada y
salida de Londres? Incluso si convenciéramos a Su Alteza de volver a Hatfield,
se encontraría el camino bloqueado. Pero tampoco lo hará. Cree que el duque
está reteniendo a su hermano contra su voluntad. Y si eso es verdad, me temo
que hay muy poco que podamos hacer por el rey. Mi principal preocupación es
que ella no caiga en la misma trampa.
Era la primera vez desde la muerte de la señora Alice que alguien me
hablaba como a un igual, y la confianza que ello implicaba contribuyó en gran
medida a despejar mis dudas. Debía recordar que la duplicidad en la corte era
un mal endémico. Ni siquiera Cecil podía ser inmune.
—¿Le habéis hablado de vuestras preocupaciones? —pregunté, y, mientras
hablaba, recordé sus reprimendas punzantes de la noche anterior.
Claramente, Isabel no se tomaba sus amonestaciones muy a pecho.
Él suspiró.
—Repetidamente y en vano. Dice que tiene que ver a Eduardo, aunque sea
lo último que haga. Por eso te necesito. Debo recabar pruebas irrefutables de
que los Dudley conspiran en su contra.
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Noté que se me tensaban las manos en el regazo. De repente, ya no quería
seguir escuchando. No quería que me obligaran a atravesar un umbral que solo
habría cruzado de voluntad propia la noche anterior en su presencia. El peligro
que describía era mayor del que podía asumir. Si aceptaba correr ese riesgo, me
esperaba una muerte segura.
Sin embargo, mientras me preparaba para defenderme y rechazar su oferta,
había una parte de mí que no podía seguir negando. Sentí que se producía una
transformación que contradecía mis buenos sentimientos. Ya no era un
escudero anónimo, decidido a mejorar su suerte. Quería más, quería formar
parte de algo mayor que mi propio yo. Era inexplicable, desconcertante, incluso
aterrador, pero no veía forma de escapar.
—Su Alteza lo es todo para mí —añadió Cecil. En su voz noté que él también
había percibido su poder—. Y, lo que es más importante, es todo lo que tiene
Inglaterra. Es nuestra última esperanza. Eduardo subió al trono demasiado
joven y ha vivido subyugado a sus supuestos protectores desde entonces.
Ahora, podría estar muriéndose. Si Su Alteza cayera en las garras del duque, él
destruiría todo aquello por lo que hemos luchado quienes amamos Inglaterra:
una nación unida, invencible contra los ataques de Francia y España. El duque
lo sabe; sabe muy bien lo importante que es. Y si quiere sobrevivir, debe tenerla
bajo su control. Pero ¿qué puede ofrecerle para garantizar su participación en lo
que sea que planee?
Hizo una pausa y sus pálidos ojos azules se clavaron en mí.
Me obligué a dejar de llevar la mano a mi jubón. El anillo. Robert me había
dado su anillo y me dijo que tendría lo que me había prometido.
—Es…, es imposible —dije con un susurro—. Lord Robert ya tiene una
esposa.
Cecil sonrió.
—Mi querido muchacho, basta pensar en Enrique VIII para ver lo fácil que
puede ser librarse de una esposa. El matrimonio de lord Robert con Amy
Robsart fue un error que deben de lamentar casi por igual el padre y el hijo.
Robsart es la hija de un terrateniente, y el duque busca recompensas mejores
para sus hijos. Si pudo convencer al consejo para aprobar la unión de Guilford
con Juana Grey, ¿por qué no iba a conseguirlo también con la de Robert y la
princesa? Sería el golpe de gracia, un triunfo para toda la familia Dudley, por
no mencionar que se aseguraría seguir al mando del país. Porque, no te
engañes, el duque gobierna Inglaterra. Lo lleva haciendo desde que consiguió
que decapitaran al lord protector y controlar a Eduardo.
El anillo de mi bolsillo parecía dos veces más pesado. La misma idea me
parecía una locura y, no obstante, encajaba con todo lo que se podía esperar de
los Dudley. ¿Qué había dicho Robert? «Dale esto. Lo entenderá».
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¿Lo había entendido? ¿Por eso se había negado a aceptarlo? ¿Porque sabía
qué significaba? ¿O tal vez, en un lugar secreto de su corazón que no se atrevía
a admitir, lo temía? Había visto su mirada. La princesa había dicho que sabía
reconocer el anhelo.
Albergaba una profunda pasión que nunca nadie había conocido. Quizás
amaba a Robert Dudley tanto como él a ella. Me obligué a respirar. Todo pasaba
muy rápido. Tenía que concentrarme en lo que sabía y en lo que había oído.
—Pero Su Alteza y el rey tienen una media hermana mayor, lady María. Ella
es la heredera al trono. Si la princesa Isabel se casara con lord Robert, no podría
ser reina a menos que…
Mi voz se extinguió hasta quedarme en silencio. Oí el zumbido de una
mosca sobre la bandeja de fruta olvidada del aparador. Apenas podía
comprender dónde me habían llevado mis propias palabras.
—¿Lo entiendes ahora? —dijo Cecil suavemente—. Vas aprendiendo, y muy
rápido. Sí, lady María es la siguiente al trono. Pero también es una católica
confesa, que ha rechazado todos los intentos de conversión, e Inglaterra nunca
aceptará que Roma vuelva a entrometerse en sus asuntos otra vez. Su Alteza, al
contrario, nació y se educó en la fe reformista. También es diecisiete años más
joven que María y tiene más probabilidades de engendrar un heredero varón. El
pueblo preferiría verla a ella en el trono que a su hermana papista. Y eso,
muchacho, es lo que el duque puede ofrecerle: Inglaterra, ni más ni menos. Es
una tentación a la que muy pocos podrían resistirse.
Me llevé la mano al jubón, y di un largo trago a la bebida. Religión. El eterno
caballo de batalla. La gente moría por ella. Había visto las cabezas expuestas en
las puertas de Londres por orden del duque. ¿Sería capaz de hacer lo mismo a
una princesa? Eso era lo que Cecil insinuaba. Para que Isabel heredara, María
debía morir.
No podía estar seguro de comprender cómo pensaba un hombre al que
había visto media docena de veces como mucho y que se regía por unos valores
muy alejados de los míos. ¿Sería capaz de algo así? No creía que se amedrentara
si su supervivencia estaba en juego. No obstante, había algo que me perturbaba,
una suposición que tardé unos segundos en desentrañar y expresar en palabras.
Una vez que lo hice, lo afirmé rotundamente y con convicción.
—Su Alteza nunca lo aceptaría, no si conllevara el asesinato de su propia
hermana.
—No —dijo Cecil, para mi tranquilidad—, ella y María nunca han estado
muy unidas, pero tienes razón. Nunca se habría dejado enredar en la traición, al
menos no voluntariamente. Espero que ese sea el fallo fatal del plan del duque.
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La infravalora. Siempre lo ha hecho. Isabel solo aceptará el trono cuando llegue
su turno, si es que llega.
Una traición. Los Dudley planeaban una traición, contra el rey y sus dos
hermanas. Oí a Isabel como si sus labios me susurraran al oído.
«No me gustaría que me asociaran con su nombre: hay hombres que han
perdido la cabeza por mucho menos» .
Me había avisado. No iba a dejar Londres para volver a su finca del campo,
porque había adivinado lo que pretendía hacer el duque y no quería que nadie
arriesgara su vida por ella. Había acudido a la corte siendo completamente
consciente del riesgo que corría.
Saqué el anillo.
—Robert quería entregarle esto, pero ella no quiso aceptarlo. Él todavía no lo
sabe.
Cecil soltó un largo suspiro.
—Gracias a Dios. —Su sonrisa carecía de toda calidez—. Tu señor se ha
excedido. Estoy bastante seguro de que su padre no habría aprobado un gesto
tan contundente. Supongo que esa debe de ser en parte la razón por la que Su
Alteza ha insistido en quedarse. Ahora que conoce la estrategia de Robert,
intentará explotarla para llegar hasta su hermano. —Me miró—. Me gustaría
que tuvieras más tiempo para considerarlo, pero, como te imaginarás, tiempo es
lo único que no tenemos. Tal vez solo nos queden unos pocos días para salvarla.
Miré a la ventana. Vi a una mujer que entraba en el jardín, llevando a un
niño que cojeaba de la mano. Sonrió cuando el niño señaló en el río algo que yo
no alcanzaba a ver, quizás un barco que pasaba o una bandada de cisnes. Ella se
inclinó para besar al chico en la mejilla, y le metió un rizo suelto debajo del
gorro.
La desolación se apoderó de mí. En ese momento, me acordé de la señora
Alice y, con menos ternura, del señor Shelton. El mayordomo nunca me
perdonaría porque interpretaría mi comportamiento como una traición a la
familia a la que debía la vida. Alice, sin embargo, lo habría entendido. De todas
las lecciones que me había inculcado, la que guardaba más cerca del corazón era
ser fiel a uno mismo.
Sin embargo, nunca había tenido la oportunidad de ejercitar esa verdad. Era
un expósito y probablemente un bastardo, un criado que no tenía nada a su
nombre y que se había pasado la vida luchando por sobrevivir. Nunca había
pensado en nada más que cumplir con las exigencias diarias, excepto a la hora
de estudiar, y eso lo hacía solo para aprender a sobrevivir mejor. No obstante,
no podría negar que ansiaba tener libertad para forjar mi propio destino y
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convertirme en el hombre que quería ser, y no en aquel al que mi nacimiento
me condenaba.
Me volví a mirar a Cecil.
—¿Qué queréis de mí?
Sonrió.
—Quizás la pregunta debería ser qué quieres tú. Supongo que como mínimo
esperarás que te paguen.
Yo sabía lo que quería. Lo que no sabía era si debía confiar en él, pese a que
mi situación me inducía a pensar que no podía confiar en nadie más. La
pregunta que ardía en mi interior y que no había pronunciado exigía una
respuesta que no estaba seguro de querer. ¿Qué había dicho? La verdad es rara
vez lo que esperamos…
Me preguntaba si tenía razón.
—No tienes por qué decidirlo ahora —dijo Cecil—. Por ahora, puedo
prometerte liberarte de trabajos penosos para el resto de tus días, así como un
puesto permanente a mi servicio. —Cogió un libro de contabilidad. A
continuación, nos quedamos un segundo en silencio. Entonces, con una mirada
perturbadora, dijo—: No obstante, según mi experiencia, sé que los hombres
ansían algo más que una contrapartida material. ¿Y tú? ¿Qué ansías?
Levantó la mirada. Me pregunté si podía ver mis dudas. Recordé de nuevo
la conversación entre lady Dudley y la duquesa de Suffolk. Estaba seguro de
que entrañaba una retorcida y espinosa verdad.
Sin embargo, me di cuenta de que no podía hablar de ello. No podía confiar
todos mis secretos a aquel hombre. A fin de cuentas, seguía siendo un extraño
para mí.
Cuando volvió a hablar, su voz era más baja:
—Considero mi obligación estudiar a los que se cruzan en mi camino, y tú
guardas un secreto. Lo escondes a conciencia, pero puedo adivinarlo. Y si yo
puedo, también podrán otros. Procura guardártelo para ti, o el día menos
pensado lo usarán en tu contra. —Hizo una pausa y añadió—: También te aviso
de que mi papel en este asunto debe permanecer oculto. La seguridad de la
princesa es prioritaria sobre cualquier otra cosa. Y supongo que no será
necesario decir que debes seguir mis órdenes al pie de la letra y sin preguntas.
¿Lo comprendes? Cualquier cambio que hicieras podría ponerte a ti en peligro
y, en consecuencia, también nuestro plan. No eres el único que trabaja para
salvarla. Tendrás que aprender a confiar en personas que no te gustarán o a las
que no conocerás.
Respiré hondo.
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—Lo entiendo.
—Bien. Por ahora, seguirás atendiendo a lord Robert. Vigila todo lo que diga
y haga. Te avisaremos de cómo informar de tus averiguaciones cuando llegue el
momento, así como de cualquier cambio de planes. —Sacó una carpeta de su
montón de libros de contabilidad y la abrió delante de mí—. Aquí hay un mapa
a escala de Greenwich. Memorízalo. No estoy seguro de cuándo, pero creo que
en algún momento, durante los festejos de la boda de Guilford y lady Juana, el
duque hará su movimiento. Antes de que lo haga, debemos alejar a la princesa.
Asentí y me incliné para examinar el mapa, mientras Cecil me explicaba mi
tarea.
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Capítulo 11
Salí aturdido de la mansión a orillas del Támesis. Me asaltaron los sonidos e
imágenes de la ciudad, recordándome que llegaba tarde a mi cita con Robert.
Apresuré el paso. Cecil me había asegurado que el palacio no estaba muy lejos.
Incluso me ofreció una escolta, que rechacé educadamente. Cuanto menos
contacto tuviera con Walsingham y sus matones, mejor.
El sol tendía sus dedos de luz caprichosos sobre el río. Una humedad
opresiva reinaba en el aire. Se adivinaba que, una vez que se disipara el frescor
de la mañana, el día sería sofocante. Los mercaderes y vendedores, por su parte,
anunciaban ya sus productos a voz en grito.
Aunque nadie parecía reparar en mi presencia, me calé aún más el gorro
sobre la frente. Era muy consciente de que el blasón de mi manga delataba mi
filiación; de hecho, necesité una gran fuerza de voluntad para no arrancármelo.
Tendría que aprender a ocultar la repulsión que sentía hacia los Dudley para
convencer a Robert de mi total devoción.
Era un espía. Iba a espiar para el señor Cecil, para ayudar a la princesa
Isabel. No era un papel que hubiera podido haber imaginado para mí, ni
siquiera en mis momentos de mayor osadía. Había llegado a Londres a caballo
el día anterior, un muchacho inexperto que cavilaba cómo adaptarse mejor a su
nuevo puesto. Un día después, volvía junto a mi señor con la traición en el
corazón. Me resultaba difícil distinguir mis sentimientos de mi propia
hipocresía, hasta que pensé en esa joven asustada, sola y de pie en un pasillo
con manchas de vino en el vestido.
¿Qué quieres de mí, galante escudero?
Había cruzado ya varias manzanas abarrotadas y ruidosas cuando me di
cuenta de que me seguían. Una o dos veces, alcancé a ver brevemente una
sombra detrás de mí y tuve que resistir el impulso de girarme para plantarle
cara. Llevé la mano al puñal, que ahora llevaba en la cintura. Con una sonrisa
tensa, seguí adelante, evitando la densa maleza y la vegetación de los cotos de
caza. Al doblar la esquina en King Street, que pasaba bajo una puerta a través
de Whitehal, me detuve para ajustarme el gorro. Cuando noté que la sombra
estaba cerca, dije:
—Un loco está buscando un cuchillo en el estómago. —Se hizo un silencio
tenso. Miré por encima de mi hombro—. ¿Por qué me sigues? —pregunté.
Me respondió un Peregrine ruborizado:
—Es que… necesitabas mi protección.
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—Entiendo. Así que viste el ataque. —Me agarré el cinturón con las manos—
. Podrías haber pedido ayuda. O mejor todavía, ir a buscarla. ¿O no te pagué lo
bastante?
—Iba a hacerlo —dijo precipitadamente—, pero decidí seguirte por si acaso
te golpeaban la cabeza y te tiraban al río. Solía ganarme un buen dinero
pescando cadáveres. Además, has tenido suerte de que lo hiciera, porque no
estaba solo.
—¿Cómo? —Levanté los ojos para examinar los alrededores—. ¿Alguien
pescaba cadáveres contigo?
—No —me dijo sigilosamente, bajando la voz hasta un susurro urgente—.
Alguien te estaba siguiendo. Lo vi salir de entre los árboles del parque después
de que se te llevaran. Se movía lentamente alrededor de la casa mientras estabas
dentro e intentaba ver algo a hurtadillas por las ventanas y… ¡Ay!
Peregrine se quejó cuando lo cogí del jubón para arrastrarlo hacia un callejón
lateral. Él forcejeó, pero yo le tapé la boca con la mano.
—Quédate quieto, mequetrefe. Sea quien sea la persona que viste antes,
podría estar observándonos en este mismo momento. ¿Quieres que acabemos
los dos en el río?
Abrió los ojos de par en par. Apartando la mano, y sin dejar de vigilar la
entrada del callejón, dije:
—¿Sabes quién es?
Asintió y se sacó de dentro del jubón una navaja pequeña. Tuve que sonreír.
Tenía una igual de niño. Era perfecta para pellar manzanas y cazar ardillas.
—¿Y él te conoce?
—No. O, al menos, no por mi nombre. Vino a los establos hace unos días,
pero no me ocupé de atenderlo. Dejó dos caballos en los establos. Hoy lleva
capucha y capa, pero lo he reconocido igual. Cuando salió de los establos, dio
una patada a uno de los chuchos del patio. El animal solo estaba moviendo la
cola, esperando a que lo acariciaran, y él le pegó una patada. —Peregrine hizo
una mueca—: Odio a cualquiera que dé una patada a un perro.
—Yo también.
Me quité el gorro y me sequé el sudor frío de la frente. Nuestro hombre
misterioso no se había acercado a nosotros, aunque aquel lugar, un
serpenteante callejón sin salida y cubierto de desechos, era el sitio ideal para
una emboscada. O bien no quería revelar su presencia o bien no estaba todavía
preparado para enfrentarse a nosotros. Ninguna de las dos opciones me parecía
un consuelo.
Abrí la bolsa y eché unas monedas en la palma de Peregrine.
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—Escúchame bien. Ahora mismo no puedo andarme con juegos, por mucho
que quisiera. Asumo que tu trabajo puede esperar, ya que me has seguido hasta
aquí. ¿Crees que podrías averiguar adónde va sin meterte en problemas?
—He estado siguiéndolo sin que me viera toda la mañana. Averiguaré todo
lo que necesitas saber. Confía en mí. Cuando me lo propongo, puedo ser astuto
como una serpiente.
—No me cabe ninguna duda. Mira, esto es lo que haremos.
Se lo expliqué rápidamente, le di una palmadita en el hombro y volví a
enviarlo a la calle con un empujón.
—¡Y no quiero volver a pillarte! ¡La próxima vez, te daré de comer a los
cerdos, bellaco ladrón!
Peregrine se escabulló. Varios transeúntes se detuvieron y menearon la
cabeza en un gesto de reprobación, al comprobar la picaresca que prosperaba
entre ellos.
Revisé mi jubón ostensiblemente enfadado, me puse el gorro con una
palmada y seguí caminando, con el ceño fruncido como un hombre que acababa
de evitar por los pelos que le robaran el sueldo ganado tan duramente.
Al llegar a Whitehal, me sentí aliviado. El patio principal estaba lleno de
criados y chambelanes; discretamente, pregunté cómo se iba a los aposentos de
los Dudley.
A pesar de mi determinación de ayudar a la princesa y de la confianza
explícita de Cecil, no estaba convencido de poder mirar a lord Robert a la cara
sin confesárselo todo. Una cosa era despreciarlo por usarme, y otra muy
distinta, plantarle cara para impedirle conseguir sus objetivos.
Además, enterarme de que me seguían añadió miedo a mi nerviosismo
extremo. Estaba totalmente seguro de que aquella persona, quienquiera que
fuese, no perseguía nada bueno espiando mi reunión con Cecil. No solo estaban
en juego la felicidad de Isabel y la de su hermana, la princesa María, sino que
mi propia vida dependía de mi capacidad para cumplir con esa tarea. Me
repetía una y otra vez que, por el momento, todo lo que debía hacer era
persuadir a Robert de que su causa no estaba perdida, sino que solo se retrasaba
por el capricho femenino. Y pensé que sería mejor no pensar en lo que pudiera
pasar después, teniendo en cuenta los últimos acontecimientos.
Tras respirar hondo, abrí la puerta de la habitación con una excusa
preparada en los labios.
La habitación estaba vacía. Solo seguían allí la base de la cama desnuda y la
mesa central llena de marcas. Sobre ella, seguían tiradas mi alforja y mi capa.
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—Por fin —dijo una voz detrás de mí.
Me giré y vi a lord Robert Dudley, que entró con aire arrogante en la
habitación. Estaba resplandeciente con un brocado escarlata, los bombachos a
tiras cortos que dejaban a la vista unos muslos fornidos y realzaban el
esplendor protuberante de su bragueta ondulada y estampada.
Le hice una profunda reverencia.
—Milord, disculpad mi tardanza. Me he perdido…
—No, déjalo. —Agitó la mano, perfumando el aire con un distintivo aroma
de almizcle—. Era tu primera noche en la corte, con todo ese vino y comida
gratis, alguna muchacha o dos… ¿Cómo ibas a resistirte?
Su sonrisa era descarada y dejaba a la vista unos dientes fuertes. No era una
sonrisa agradable, pero resultaba atractiva. Por mucho que odiara admitirlo,
entendía la respuesta de las mujeres. Con gran alivio, pensé que la sonrisa
indicaba que no intentaría humillarme.
Arqueó una ceja.
—De todos modos, te has perdido el momento de hacer el equipaje, por no
hablar de mis buenas noticias.
—¿Noticias, milord?
Ahora entendía su aire petulante. Tenía noticias. Sus ojos oscuros brillaban.
—Sí. Mi padre me ha avisado de que Su Alteza la princesa Isabel ha
decidido quedarse para celebrar las nupcias de Guilford. Parece que no puede
resistirse a mis encantos. Y te lo debo todo a ti. —Soltó una carcajada, mientras
me pasaba un brazo alrededor de los hombros—. ¡Quién habría dicho que
tenías una lengua tan zalamera! Deberíamos considerar enviarte al extranjero
como embajador.
Me obligué a sonreír.
—Desde luego, milord. Quizá tengáis que estar atento para saber cómo
cortejar a una dama.
—¡Bah! —Me dio una palmadita en la espalda—. Sabes espabilarte, eso te lo
concedo, pero todavía te queda mucho por aprender antes de seducir a una
mujer que no sea una puta de taberna. Yo, sin embargo, pronto estaré
cortejando a una princesa de sangre real.
Naturalmente, asumía que la princesa iba a Greenwich porque estaba
interesada en él: pero, al menos, ahora, ya tenía algo de lo que informar a Cecil.
El propio Robert había confirmado sus intenciones. Apenas podía mirarle a la
cara, consciente de que, bajo esa envidiable fachada, se escondía el alma de un
villano.
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—¿Piensa milord que ella…? —No acabé mi insinuación.
—¿Que se plegará a mis deseos? —Jugaba con los flecos de su guante—.
¿Cómo no iba a hacerlo? Por muy princesa que sea, sigue siendo hija de «Nan»
Bolena. Y Nan siempre tuvo buen ojo para los caballeros. Ahora bien, como su
madre, se hará de rogar. Es el estilo Bolena. Tendré que suplicarle hasta que me
considere digno, igual que Nan hizo con Enrique. Pero da igual, así tendremos
todos más tiempo para poner el cebo en la trampa.
En ese instante, lo detesté y sentí un impulso urgente de borrar esa insufrible
superioridad de su cara. En lugar de eso, sentí un placer considerable en sacar
el anillo del jubón. Se lo acerqué.
—Ciertamente eso espero, milord, porque no quiso aceptar esto.
Su expresión autocomplaciente se congeló y se quedó mirando fijamente el
anillo de mi palma.
—¿Dijo por qué? —me preguntó en una voz monótona.
—Dijo que os teníais en demasiada consideración. O que la teníais a ella en
demasiado poca.
Me di cuenta de que no debería haberlo dicho. Se suponía que debía alentar
sus ilusiones, no aplastarlas. Pero no pude evitarlo, lord Robert Dudley merecía
que le bajaran los humos.
Apretó la mandíbula. Durante un momento, pensé que me apartaría la mano
de un golpe. Entonces, soltó una risa seca.
—Bien, bien. Así que rechazó mi pequeño obsequio. Claro, cómo no. La
virgen real, siempre presumiendo de su castidad. Es el papel que más le gusta
interpretar. Pues dejemos que se divierta por ahora.
El júbilo glacial de su tono hizo que me recorriera la espalda un escalofrío.
Entonces, empezó a hacer gestos magnánimos, todo encanto y tranquilidad una
vez más.
—Quédate el anillo. Ya le pondré uno todavía mejor en el dedo.
Dándome una palmadita en el hombro, salió andando tranquilamente por la
puerta.
—Recoge tus cosas. Nos vamos a Greenwich, pero no en barco. El río es para
alfeñiques y mujeres. Cabalgaremos con nuestros corceles sobre un buen suelo
inglés, como camaradas y amigos.
Amigos. Ahora decía que éramos amigos, cómplices en un sórdido juego de
engaño. Me incliné y me giré hacia la mesa.
—Milord —dije en voz baja.
Él se rio.
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—Ah, claro, me olvidaba. Te dejaré para que te cambies, pero no te
entretengas. —Hizo una pausa y dijo—: Ahora que lo pienso, siempre has sido
tan pudoroso como una doncella a la hora de desvestirte. —Al oír su reflexión,
el corazón me dio un vuelco—. Al fin y al cabo, no tienes nada que no haya
visto antes.
Salió con paso decidido cerrando la puerta tras él. Hasta que no estuve
seguro de que no volvería, no me quité el jubón nuevo arrugado y mis zapatos
buenos.
Me quedé en camisa y calzas. Tenía que mirar. Agarrándome la calza con la
mano, me la bajé hasta la ingle. La gran mancha granate se extendía en mi
cadera izquierda, sus bordes parecían pétalos ajados. Había nacido con ella. A
pesar de ser frecuentes, los ignorantes y supersticiosos las apodaban
«mordiscos de demonio» o «huellas de Lucifer». Por eso, aprendí pronto a
ocultarla de los ojos curiosos, particularmente de los ojos de los chicos Dudley,
que la habrían considerado un motivo para atormentarme mucho más.
Ninguno de ellos me había visto jamás desnudo.
La señora Alice me decía que era una rosa que había dejado un ángel con un
beso, mientras todavía estaba en el útero, un cuento extravagante que casi
llegué a creerme. No obstante, cuando maduré, el contacto con una mujer real,
la doncella del castillo, me introdujo en el placer y disminuyó su estigma,
enseñándome que no todo el mundo era tan sensible a su significado como lo
era yo.
La marca de la rosa.
Me estremecí, mientras me subía las calzas y cogía el jubón de cuero. Enrolé
los demás jubones y los guardé en la alforja. No se lo había dicho a Cecil,
todavía no, pero lo haría. Tan pronto como cumpliera con mis obligaciones, le
pediría que me ayudara a descubrir la verdad de mi nacimiento, fuera cual
fuera el precio. Por el momento, ser el nuevo amigo de Robert Dudley era un
buen comienzo. En un amigo confías, te apoyas en él y le cuentas secretos: es
alguien a quien recurrir en momentos de necesidad. Y adondequiera que Robert
fuera, allí estaría su nuevo amigo, como una sombra. No me cabía duda alguna
de que la sombra que me seguía la pista no andaría muy lejos.
El secreto de los Tudor
C.W. GORTNER
Capítulo 12
Greenwich
Greenwich Palace apareció en el horizonte con su multitud de torretas y
tejados puntiagudos de pizarra azul, delante de la franja sureste del Támesis.
Desde la ladera en la que Robert y yo nos detuvimos para que nuestras
monturas descansaran, pensé que tenía un aspecto más elegante que la
extensión colosal de Whitehal: era un palacio apartado enclavado entre
bosques, lejos del polvo y el caos de Londres. Resultaba difícil concebir que allí
acechara peligro alguno. Sin embargo, Cecil creía que el duque tenía retenido al
rey en Greenwich, y que allí movería su siguiente ficha contra Isabel.
—Ella nació en Greenwich —dijo Robert, irrumpiendo en mis
pensamientos—. El 7 de septiembre de 1533. —Soltó una risa—. Fue todo un
acontecimiento: el rey Enrique se paseó durante meses machacando cabezas y
cortando otras cuantas, le decía a todo aquel que quisiera escucharle que su
amada reina le daría un hijo; sin embargo, cuando Ana Bolena se puso de parto,
lo único que trajo al mundo entre lloriqueos fue, en palabras del propio
Enrique, «una hija sin valor».
Lo miré.
—Es un bonito sitio donde nacer, milord. A la princesa debe de gustarle
mucho.
—Así es. De niña, tenía incluso sus propios aposentos, gracias a la
insistencia de la reina Ana, quien quería a su hija cerca de ella, sin importar
cómo se sintiera Enrique. —Robert se irguió en la montura—. Me pregunto si
habrá llegado ya. Sería muy propio de ella hacernos esperar.
Deseé que así fuera. Cuanto más se retrasara, más tiempo tendría para
valorar la situación. Cecil me había dicho que era más que probable que
Eduardo estuviera alojado en el propio palacio, quizá en sus aposentos secretos,
que consistían en una serie de habitaciones vigiladas, conectadas a una larga
galería, diseñadas para garantizar la privacidad del monarca y su aislamiento.
Cuanto más supiera del paradero de Eduardo, más fácil lo tendría Cecil para
discernir los planes inminentes del duque. Además, debía reunirme con
Peregrine y descubrir quién me seguía y por qué.
—Pongámonos en marcha —gritó Robert—. ¡El último en llegar da de comer
a los caballos!
El secreto de los Tudor
C.W. GORTNER
Con una sonrisa enérgica, clavó las espuelas a su caballo. Cinnabar reaccionó
al golpe ligero que le di, deleitándose en la oportunidad de demostrar sus
habilidades.
Habituado a dar largas carreras diarias por los alrededores del castillo de
Dudley, mi caballo no estaba demasiado acostumbrado a pasar muchas horas
en el establo. Con el viento de cara, y los flancos de Cinnabar lanzándome hacia
delante, me rendí al momento, mientras recordaba los días de mi infancia en los
que montaba a pelo por los campos, olvidándome por un breve momento de
todas las preocupaciones.
El palacio apareció ante mí y contemplé la fachada cubierta de ladrillos
rojos, plagada de figuras grotescas de yeso, las chimeneas octagonales que
expulsaban el humo de los asados, y los jardines geométricos, que desprendían
una mezcla de perfumes de hierbas y las plantas perennes. Agitando la mano
con fuerza y usando su caballo como cuña, Robert se abrió paso a través de los
cortesanos que se amontonaban en el exterior de la puerta principal. Pasamos
por un patio de armas y llegamos a otro patio de adoquines, alrededor del cual
se levantaban edificios pintados de verde y blanco, los colores de los Tudor.
Los mozos de cuadra condujeron a los caballos sudorosos a los establos,
mientras los nobles, con capas de cuero, se quitaban los guantes al entrar en el
palacio.
Robert desmontó del caballo y, mientras descolgaba sus alforjas, dijo:
—He ganado la apuesta. Vigila a los caballos. Tengo una habitación junto al
patio principal. Espérame allí. Tengo que informar a mi padre.
Se alejó con paso decidido y me dejó con los caballos jadeantes, sin
imaginarse que había tenido que controlar a Cinnabar para quedarme rezagado
deliberadamente.
Llevé a los caballos al establo. Los mozos estaban ajetreados acomodando a
ruanos, caballos castrados y palafrenes; liberándolos de sus sillas de montar;
cepillándolos y acomodándolos en sus casillas con abundante avena fresca y
heno.
Ninguno se fijó en que se les había sumado otro criado. Reconocí al elegante
caballo berberisco del duque en una casilla alejada, apartada de las demás,
junto a una salida con vistas a un gran coto de caza. Llevé los caballos hasta allí.
Como su hijo, Northumberland no había querido viajar por el río. No les
culpaba, tampoco a mí me encantaban las grandes masas de agua corriente.
Nunca había superado por completo el miedo que les tenía desde pequeño.
Chasqué la lengua al berberisco, que tensó las orejas mientras acomodaba al
caballo de Robert y a Cinnabar a su lado.
El secreto de los Tudor
C.W. GORTNER
—Disfruta de la estancia —dije a Cinnabar—. Quién sabe dónde tendremos
que alojarnos después.
Me acarició con el hocico, agradecido por la carrera.
Un mozo de uniforme se me acercó.
—¿Necesitará comida?
Asentí, mientras metía la mano en el jubón para coger una moneda.
—Sí, por favor, y… —Me detuve. Lo miré perplejo—. Por amor de Dios, ¿de
dónde has sacado esa chaqueta verde? ¿O, más bien, de dónde la has robado?
Peregrine se rio.
—La he tomado prestada. Es muy fácil sobornar a los mozos de cuadra de
Greenwich. Se quedarían desnudos por el simple destello del oro.
—¿Ah, sí? —Volví junto a los caballos y bajé la voz—. ¿Diste con él?
Siguiendo mi ejemplo, Peregrine empezó a lanzar heno al suelo.
—Sí. Está aquí.
Hice una pausa.
—¿En el palacio?
—Sí. Después de que nos separáramos, lo seguí a una taberna donde dejó
atado a su caballo. Ni siquiera se paró a beber algo. Se dirigió al camino y lo
recogieron en el transporte de criados quesalía de Whitehal. Tuve tiempo de
saltar a un carro. Iba a nuestro lado, pero se mantenía apartado, como si oliera
mejor, aunque hubiera cervezas y canciones en abundancia. Cuando llegó, fue
directamente a los apartamentos de la reina. Los guardias no comprobaron sus
papeles en la entrada.
Debe de tener alguna distinción.
—¿Los apartamentos de la reina? —Fruncí el ceño—. Su Majestad no está
casado.
Peregrine sacudió la cabeza, como si yo no tuviera remedio.
—Así los llaman. Las mujeres del viejo Enrique solían residir allí. ¿Adivinas
quién se aloja ahora en ellos? Juana Grey y su madre, la duquesa de Suffolk:
creo que nuestro hombre es un asalariado de los Suffolk.
Contuve mi inquietud. ¿Había la duquesa ordenado a alguno de sus
hombres que me siguiera? Si era así, probablemente ahora se estaría enterando
de la visita forzada a la mansión de Cecil.
—¿Qué aspecto tiene? ¿Es grande o pequeño? ¿Alto o bajo?
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C.W. GORTNER
—Es más alto que tú —dijo Peregrine—, pero no mucho. Tiene la cara
puntiaguda, como un hurón.
—Un hurón —le dije, sonriendo con ironía—. Procuraré recordarlo. Un
trabajo excelente, Peregrine. Siento no poder devolverte las monedas que usaste
para comprar esa chaqueta, pero quizás pueda hacerlo después, ¿te parece
bien?
Le alboroté el cabello y estaba a punto de dar media vuelta para salir de allí
cuando le oí decir en un tono burlón:
—No quiero tu dinero. Puedo ganar unas monedas extra cuando quiera.
Hay muchos caballeros y damas dispuestos a pagar a cambio de información.
Lo que quiero es trabajar para ti. Ya estoy harto de limpiar establos. Y tengo la
sensación de que serías un buen señor.
Me quedé desconcertado, aunque debería haberlo visto venir. El chico se
había pegado a mí como una almeja desde que nos conocimos. Al margen de
cómo viera yo mi situación, a él debía de impresionarle: era el escudero
personal del hijo del duque, estaba en deuda con él por salvarme de un
acosador potencialmente letal y con dinero para allanarse el camino.
Entonces, se me ocurrió otra posibilidad. Sonriendo, le dije:
—Me halagas, pero no puedo permitirme tus servicios.
—¿Por qué no? No cuesto mucho, y tú debes de ganar un salario decente. El
secretario Cecil siempre paga bien a sus hombres, y… ¡eh, para!
Le pellizqué la oreja y se apartó. Miré a mi alrededor en los establos. Los
mozos de cuadra estaban demasiado ocupados para prestarnos atención
alguna, y las casillas nos ocultaban parcialmente en cualquier caso. Aun así,
podía haber alguien cerca, escuchando.
Acerqué a Peregrine.
—No creo haberte dicho quién me pagaba —susurré.
Él retrocedió.
—¿Ah, no? He…, he debido de pensar… —Se mordió el labio inferior.
Prácticamente podía ver cómo su ágil mente fabricaba historias de la nada—. Te
llevaron a su casa.
Se detuvo. No sonaba convincente y lo sabía. Lo miré sin ninguna reacción
evidente. Desvió la mirada a la puerta de los establos. Un segundo antes de que
se echara a correr, vi su cara de pánico. Con un movimiento brusco, lo agarré
por el cuello. Era más fuerte de lo que parecía, teniendo en cuenta que era poco
más que cartílago y hueso, pero lo sujetaba con la fuerza suficiente para
levantarlo del suelo, como si fuera un cachorro travieso.
—Me parece que ya es hora de que me digas para quién trabajas —dije.
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C.W. GORTNER
—¡Para nadie!
Lo agarré con más fuerza y moví la mano ostensiblemente para coger el
puñal. Entonces, empezó a gritar con una voz aguda:
—¡No puedo decírtelo! Dijo que me mataría si lo hacía.
Eso sonaba mejor. Aflojé un poco la fuerza con que lo agarraba y esperé un
momento antes de soltarlo. Hay que reconocerle que no aprovechó para salir
huyendo.
—Me has decepcionado. Pensaba que eras mi amigo.
—Soy tu amigo —replicó él con una indignación impresionante, teniendo en
cuenta la situación—. ¿Acaso no te he ayudado? Te avisé de que te seguían, y
seguí a ese hombre de Suffolk hasta aquí. Nadie me pagó para que lo hiciera.
—¿Ah, no? Si no me falla la memoria, creo que te pagué. Cuatro veces, de
hecho.
—Ya, bueno, y yo puse en riesgo mi vida. —Sacó pecho—. ¿Y para qué?
Quizás me equivoco y no serías tan buen señor al final.
Sonreí fríamente.
—Fue Walsingham, ¿no? Te dijo que me guiaras hasta ese camino para que
pudieran asaltarme. No viste mi secuestro por casualidad. Lo sabías con
antelación. ¿También te dijo que te aseguraras de que te pillara robándome, o
eso se te ocurrió a ti solo? La verdad es que fue un acierto: un gesto cautivador
que, a la vez, te permitía establecer contacto y una relación.
Peregrine arrastró los pies sobre el heno y bajó los ojos: era la imagen de la
más absoluta miseria. No me lo tragué ni por un segundo.
—Entonces, me seguiste —proseguí—, y según tus palabras, te topaste por
casualidad con ese hombre de Suffolk que nos seguía. Dime: ¿existe de verdad?
¿O Walsingham planea tenderme alguna otra trampa?
Eso captó su atención, porque levantó la cabeza, furioso.
—¡Por supuesto que existe! ¿Y por qué iba a querer Walsingham tenderte
una trampa? Los dos trabajáis para Cecil.
—Quizás, pero tampoco se me habría ocurrido que tú me la jugarías.
—¡Y no lo he hecho! —Su protesta resonó en los establos, provocando que
los caballos golpearan el suelo con sus cascos y que los mozos levantaran la
cabeza.
Avergonzado, bajó la voz—. No te la jugué —repitió—. No soy el lacayo de
Walsingham. Pero es verdad que vino a verme y me ordenó que te indicara ese
camino.Sabía que estabas durmiendo en esa pila de heno. No me preguntes
cómo. Pero no trabajo para él, y no me pagó. Me dijo que más me valía hacer lo
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que me decía, o de lo contrario… Me imaginé que estabas en serios problemas
cuando sus hombres te atraparon, así que decidí seguirte, por si acaso.
—¿Por si acaso qué? ¿Por si podías pescar mi cadáver del río y robarme la
bolsa?
Me miró enfurecido.
—Por si acaso me necesitabas. Me… Me caes bien.
Su confesión me pareció verosímil. Si hubiera estado en su lugar, habría
hecho lo mismo. Sabía cómo era estar asustado y no tener opciones. Además,
Walsingham no era de los que aceptaban un no por respuesta, y menos de
algún golfillo al que le daba igual mirar que pegar una patada.
—Bueno, pongamos que te creo —dije por fin—, sigo sin poder pagarte. No
tengo ningún tesoro al que recurrir, y ¿quién sabe qué ocurrirá la próxima vez
que alguien te ofrezca unas monedas?
—Entonces trabajaré gratis para demostrarte cómo soy. No tengo miedo de
nada. Iré a donde quieras que vaya, descubriré cualquier cosa que necesites
saber. Solo tienes que decírmelo.
Suavicé el tono.
—Lo siento, pero la respuesta sigue siendo no. La tarea que me han
confiado… podría ser muy peligrosa. No quiero ponerte en peligro.
—He estado en peligro toda mi vida. Sé cuidar de mí mismo.
—Eso lo entiendo, pero no puedo permitirlo.
—¿Por qué no? Obviamente necesitas a alguien que te ayude. No puedes
esperar salvar a la princesa sin…
Atragantándose con sus propias palabras, Peregrine se alejó de un salto
hacia la grupa de Cinnabar. Tenía suerte de que mi caballo fuera un animal
apacible, que no daba coces a menos que lo provocaran. Me volví hacia él.
—¿Cómo sabes eso? Y no te atrevas a mentirme esta vez, o lamentarás el día
que nos conocimos.
—Lo oí a escondidas. En la casa de Cecil. La ventana… estaba entreabierta.
—¿Y estuviste ahí todo el rato escuchando?
—Sí. Nuestro hombre casi me vio. Se acercó sigilosamente hasta el seto en el
que me escondía. Si hubiera extendido el brazo, habría podido cogerle la capa.
Guardé un momento silencio.
—¿Y él también lo oyó? ¿Todo?
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—No lo sé. No creo, o al menos no creo que todo. No estuvo allí el tiempo
suficiente. Cuando la mujer y el hijo de Cecil aparecieron en el jardín, salió
huyendo.
—¿La mujer y el hijo de Cecil? —Casi puse los ojos en blanco—. ¿Sabías
quiénes eran? Estás hecho toda una serpiente, ¿eh?
Soltó una risa nerviosa.
—¡Sí! ¡Exactamente! ¿Ves? Esta serpiente te puede ser muy útil.
—No vayas tan rápido. ¿Qué más sabes? Es mejor que me lo digas ahora.
Odio las sorpresas.
—Nada. Lo juro por el alma de mi madre, que en paz descanse, quienquiera
que fuese.
Quienquiera que fuese…
Me detuve un momento. Debía ordenarle que volviera a Whitehal, a su vida
de anonimato y oportunismo. Sería más seguro que cualquier cosa que pudiera
encontrar allí.
Pero supe que no lo haría. Vi retratado en él al niño que había sido. Merecía
una oportunidad. Solo esperaba que ninguno de nosotros acabara
lamentándolo.
—Espero que te ganes tu manutención —dije—. Y que me obedezcas
siempre, pase lo que pase.
Esbozó una torpe reverencia.
—No digáis nada más, señor. Haré cualquier cosa que me pidáis.
No pude evitar sonreír.
—Y no me llames eso. Mi nombre es suficiente.
La sonrisa de Peregrine era tan efusiva que calentó mi corazón. Ciertamente,
era una extraña manera de hacer un amigo, pero, al fin y al cabo, lo había
hecho.
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C.W. GORTNER
Capítulo 13
Descubrí que mi nuevo amigo también estaba extraordinariamente bien
enterado de la distribución de Greenwich, porque había estado allí en varias
ocasiones realizando diversos trabajos, incluido el de pinche. Había
transportado barcas con animales desde Londres, había llevado las criaturas a
sus diversos dueños y, por tanto, fue capaz de responder a mis diversas
preguntas sobre el palacio, incluido el hecho de que Greenwich, como la
mayoría de las moradas embellecidas por los Tudor, se había construido sobre
los restos de un viejo edificio medieval. Le pregunté sobre los aposentos
secretos y cómo podía acceder a ellos.
—Los caballeros de la cámara privada vigilan esas habitaciones —explicó
Peregrine mientras entrábamos en un patio interior—. Se encargan de vigilar la
galería que lleva a las estancias reales y de impedir que entre alguien. Por
supuesto, puedes darles esquinazo, pero es arriesgado. Un caballero de la
cámara privada que traiciona la confianza del rey puede perder su puesto y su
cabeza, si Su Majestad se enfada lo suficiente.
—¿Conoces a alguno de esos caballeros de Eduardo?
—Tú, sí. Lord Robert es uno de ellos.
—Me refiero a uno en el que podamos confiar.
Se tomó unos minutos para pensar.
—Quizás Barnaby Fitzpatrick. Es un amigo de la infancia del rey. A veces
acompañaba a Eduardo a los establos. Nunca hablaba mucho, solo se quedaba
allí de pie mirando a Eduardo, fornido como un toro. Aunque no sé si está aquí.
Oí que echaron a la mayoría de los miembros del séquito de Eduardo cuando
cayó enfermo.Decían que no había que exponer a Su Majestad al contagio,
aunque yo lo veía bien hasta que el duque empezó a controlarlo.
—Peregrine, eres una auténtica mina de información. —Me puse el gorro—.
Si alguna vez decides traicionarme, no tendré ni una oportunidad.
Me echó una mirada amarga.
—¿Quieres que vaya a buscar a Barnaby? Tal vez sepa cómo entrar en los
aposentos secretos, si eso es lo que quieres.
Eché una mirada de reojo por encima del hombro. Mientras lo hacía, me di
cuenta de que vigilar los alrededores se estaba convirtiendo en mi segunda
naturaleza.
El secreto de los Tudor
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—No hables tan alto. Sí, puede sernos útil. Búscalo, pero no le digas nada.
No sé dónde estaré, pero…
—Te encontraré. Ya lo he hecho antes. Greenwich no es tan grande.
Asentí.
—Buena suerte, entonces. Hagas lo que hagas, por favor, no te metas en
problemas.
Ataviado con sus ropas de mozo de establo, después de quitarse la chaqueta
de mozo de cuadra, Peregrine cruzó la sala disparado y subió por una escalera.
Tras susurrar una plegaria por su seguridad, me fui por el lado contrario, hacia
el ala en la que se alojaba la nobleza. Decidí dejar mi bolsa escondida en el heno
cerca de Cinnabar, donde nadie podría robarla sin recibir una coz en las tripas.
Mi caballo era tolerante, pero difícilmente aceptaría que unos extraños
rebuscaran en su casilla.
Solo saqué la daga y me la guardé en la bota. Así, podía moverme
fácilmente, sin ninguna carga visible.
Los pasillos estaban tranquilos. Me encontré ante un pasillo con puertas
idénticas alineadas, algunas cerradas, otras entreabiertas, todas ellas
indistinguibles. Mientras empezaba a probar cerraduras y a asomarme a las
habitaciones, pensé que debería haber preguntado a Robert cuál era su
habitación exactamente. Su decoración era similar, pues contenían una cortina
de piel o de tela desgastada que separaba una pequeña habitación de un
dormitorio mucho mayor, algunos de los cuales tenían retretes primitivos.
Como en Whitehal, las paredes blancas encaladas eran uniformes y los suelos
de madera estaban desnudos. Los pocos muebles que tenían las habitaciones
(un taburete blanco, una mesa, una cama maltrecha o un camastro con las patas
desvencijadas) eran estrictamente utilitarios. No eran lujosos para los
parámetros de la corte, pero, al menos, parecían libres de moscas, de roedores y
de los omnipresentes juncos apestosos.
Tras varios intentos, localicé la habitación de Robert en el extremo más
alejado: podías reconocerla por las alforjas tiradas al lado de un cofre de piel
traído de Whitehal. Su capa de montar, con salpicaduras de barro, estaba tirada
sobre una silla, como si se la hubiera quitado a toda prisa.
Se había ido, presumiblemente a informar a su padre. Pensé qué podía hacer
ahora. Quizás podía aprovechar ese tiempo libre para buscar alguna pista en
sus bolsas.
Me quedé helado en el sitio. Unos pasos se acercaban. Crucé la cortina y
entré en la alcoba; conteniendo la respiración, me agaché y encontré un agujero
de polilla en el tejido deshilachado. Esperé. Una figura envuelta en una capa
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apareció en el umbral. Durante un segundo aterrador temí que mi sombra me
hubiera encontrado.
Me obligué a mirar, y sentí un alivio abrumador al comprobar que, a pesar
de la capa con capucha y las botas raspadas, aquella persona era más bajita que
yo, y de complexión más débil. A menos que Peregrine hubiera cometido un
error, no podía ser nuestro hombre misterioso.
La figura miró alrededor de la habitación. Entonces, se sacó un pergamino
doblado de debajo de la túnica y lo dejó en la mesa, moviendo de sitio los
candelabros de estaño para llamar la atención de quien entrara. Después no se
entretuvo y desapareció tan rápido como había llegado. Conté hasta diez
mentalmente antes de salir de mi escondite. El pergamino era fino y su textura
indicaba que era caro. Pero lo que llamó mi atención fue el sello. Esa «I» de cera
afiligranada y rodeada de zarcillos no podía pertenecer a nadie más. Tuve que
controlar mi impulso de rasgarlo y abrirlo. Quizás se dijera en él algo que
debiera saber, algo que afectara al curso de mi investigación, pero no podía
romper el sello de una carta de la princesa dirigida a Robert. A menos que…
Rasgué el borde del sello con la uña. Todavía estaba pegajoso y se levantaba
con facilidad. Con el corazón latiéndome en los oídos, desdoblé el pergamino.
Habían escrito dos breves líneas con una letra aristocrática, seguidas por una
inconfundible inicial.
Milord, parece que hay un asunto bastante urgente que debemos discutir. Si
estáis de acuerdo, ruego respuesta por los cauces establecidos. Nos
reuniremosesta noche, después de que den las doce, en el pabellón.
I.
Me quedé de pie, sin aliento. Casi no oí las pisadas entrecortadas que
sonaban en el pasillo, fuera de la habitación, hasta que llegaron delante de la
puerta y tuve que volver corriendo a mi escondite.
Entonces, Robert entró a grandes zancadas todavía vestido con la ropa de
montar y con la cara desencajada.
—¿Por qué tengo que ser siempre el que haga el trabajo sucio? —Se arrancó
los guantes y los tiró a un lado.
Tras él, segura e inmaculada, apareció su madre, lady Dudley.
Sentí un nudo en la garganta, mientras volvía a cerrar los dedos alrededor
de la nota. Ella cerró la puerta.
—Robert, ya basta. No eres ningún niño. No pienso aguantar una rabieta. Tu
padre te pide obediencia, pero yo te la exijo.
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—¡Y la tenéis! Siempre la habéis tenido. Incluso me casé con esa estúpida
Robsart porque vos y padre pensabais que era lo mejor. He hecho todo lo que
me habéis pedido.
—Nadie ha dicho que no seas un hijo ejemplar.
Él se rio con dureza.
—Disculpadme, pero lamento discrepar. Según mi experiencia, no se envía a
los hijos ejemplares a encargarse de estupideces.
Había algo inquietante en el tono insípido de la voz de lady Dudley.
—Al contrario, te encargamos esta misión porque tenemos una gran
confianza en tus capacidades.
—¿Capacidad para qué? ¿Para salir corriendo a arrestar a una solterona?
Cualquier idiota con la mitad de mi escolta podría hacerlo. Esa mujer no va a
plantar cara.Apuesto a que no tiene más de una docena de criados con ella,
como mucho.
—Desde luego. —Me sentí aliviado al oír que la voz de lady Dudley volvía a
su fría gravedad habitual—. Pero esa solterona podría ser nuestra perdición. —
Clavó los ojos en él—. María ha exigido un informe completo de la salud de su
hermano el rey. Si no se lo damos, amenaza con coger ella misma las riendas del
asunto. No necesito decirte que eso solo puede significar que alguien de la corte
le suministra información.
—Sí, está claro. María no es ninguna idiota. Y todavía hay bastantes papistas
que la apoyan.
—Sí —replicó ella—, y lo último que necesitamos es que alguno de esos
papistas la ayude a salir del país para buscar el apoyo de su primo el
emperador. Hay que capturar y silenciar a María. Y tú eres el único al que nos
atrevemos a enviar. Ninguno de tus hermanos tiene tu entrenamiento. Estás
bregado en la batalla, sabes cómo dirigir a tus hombres para que cumplan tu
voluntad. Los soldados no cuestionarán tus órdenes cuando llegue el momento
de apresarla.
Apreté los dientes. Hablaban de la princesa María, la hermana mayor del
rey. Recordé lo que Cecil había dicho sobre ella, sobre su acérrimo catolicismo y
sobre la amenaza que suponía para el duque. Me acerqué más a la cortina y me
guardé la carta dentro del jubón. No me pasó por alto que, en ese momento, y
por segunda vez, estaba cayendo en el mismo rito de paso de la corte que Cecil
había mencionado. Solo que, si me cogían, podía olvidarme de salir de allí con
vida.
—Todo eso lo entiendo. —Cuando Robert se pasó una mano por el pelo
enmarañado, pareció un joven inseguro, atrapado entre sus propios deseos
compulsivos y la voluntad de hierro de sus padres—. Sé lo mucho que
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podemos perder. Pero padre y yo habíamos llegado a la conclusión de que, por
el momento, María no supone una amenaza inmediata. No tiene ejército, ni
nobles dispuestos a apoyarla, ni dinero. Es posible que sospeche algo, pero no
está en posición de hacer nada al respecto.Isabel, por otro lado, está aquí, en
Greenwich. Y, por encima de todo, es una superviviente. Sé que sabrá reconocer
las ventajas de nuestra propuesta. Cuando haya aceptado mi proposición, ya
habrá tiempo de atrapar a su entrometida hermana.
No moví un músculo. Apenas respiré mientras esperaba la respuesta de lady
Dudley.
—Hijo mío —dijo ella, con un sutil temblor en su voz, como si intentara
reprimir una emoción que parecía superarla—, tu padre ya no confía en mí,
pero sé que se enfrenta a tremendos obstáculos. Lleva las riendas del reino
desde que el lord protector Seymour murió en el patíbulo, y eso no ha mejorado
su popularidad. Si antes lo consideraban como la mano derecha del lord
protector, ahora lo consideran la mano que le cortó la cabeza. Aunque estoy de
acuerdo en que tu proposición es firme, seguimos teniendo que lidiar con los
Suffolk y el consejo. Por ahora, solo hacen preguntas, pero pronto exigirán
respuestas.
—Una vez que tengamos a Isabel, podremos dárselas. Eso es lo que
intentaba decir a padre, pero no ha querido escucharme. Ella es la clave de todo.
Conseguirá todo lo que necesitemos.
—Eres impaciente —le reprochó ella—. Sin la aprobación del consejo, tu
matrimonio con Amy Robsart no se anulará. Y hasta que te libres de ella, no
podemos esperar nada más que amistad de Isabel Tudor.
La cara de Robert se quedó lívida.
—Padre me lo prometió —dijo con un murmullo furioso—. Me prometió
que ni los Suffolk ni el consejo se pondrían en mi camino. Dijo que la anulación
no sería un problema, que los obligaría a firmar a punta de espada si era
necesario.
—Las circunstancias cambian. —Ella suspiró—. En la coyuntura actual, tu
padre no puede obligarlos a más concesiones. Hay demasiado en juego. Isabel
no debería haber venido a Londres. Al hacerlo, nos ha puesto contra la pared. Si
se le mete en la cabeza pedir al consejo ver a su hermano o, Dios no lo quiera,
nos los pide en público… —Lady Dudley hizo una pausa que permitía
sobreentender las consecuencias de esa terrible posibilidad. Entonces,
continuó—: Tu padre necesita tiempo, Robert; si ha decidido que es mejor no
acercarse a ella todavía, debemos confiar en su juicio. Todo lo que hace tiene
una razón.
Mientras hablaba, vi que levantaba la mirada durante una fracción de
segundo y que la desviaba de Robert a la cortina. Se me heló la sangre en las
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venas cuando atisbé la malicia que se escondía en su mirada. Me trajo a la
memoria cómo me miraba cuando me llevó ante la duquesa de Suffolk, y supe
en ese instante que mentía.
Estaba engañando a su propio hijo.
—No pienses que tu padre te ha abandonado —continuó, más
suavemente—. Simplemente cree que es más prudente ocuparse primero de
María. Al fin y al cabo, ¿quién puede predecir qué va a hacer? Dices que no
tiene ni dinero ni apoyo, pero es obvio que alguien de la corte le proporciona
información, y el embajador de España tiene dinero, si lo necesita. La situación
es demasiado precaria. Hay que librarse de ella, antes de que nos cause algún
daño irreparable.
Noté un nudo en el estómago. ¿Por qué mezclaba mentiras con verdades?
¿Por qué querría enviar a Robert lejos de allí, lejos de Isabel? ¿Qué beneficio
pensaba obtener alejando a su hijo más capaz, al que tenía una relación íntima
con la princesa, en un momento tan peligroso para la familia?
Robert miraba estupefacto a su madre, como si la viera por primera vez. Era
evidente que él también notaba el engaño, pero no sabía cómo descifrarlo. Su
vacilación era tan hiriente como el filo de una cuchilla. Entonces, soltó una de
sus risitas burlonas.
—El único daño que María puede hacer es comportarse como una estúpida.
Debería haberse casado hace años, y, por supuesto, con un luterano que
infundiera un poco de sentido común en esa obstinada cabezota católica suya.
—Sea como sea —continuó lady Dudley—, tienes que admitir que no es más
que un estorbo. Y puede deambular en libertad por el campo y ganarse sus
simpatías.A la plebe le encantan las causas perdidas. Yo, desde luego, dormiría
más tranquila si supiera que está encerrada en la Torre. Un día o dos de dura
cabalgata, unas cuantas horas de incomodidad, y habrás cumplido. Después
podrás volver a la corte con Isabel. No se echará a perder mientras tanto.
Observé las emociones contradictorias que se reflejaban en la cara Robert
mientras escuchaba a su madre. Cuando su hijo acabó aceptando a
regañadientes, su madre no se sorprendió.
—Por supuesto que no —murmuró Robert—. Es tan terca como una mula,
igual que su hermana. Se quedará hasta obtener respuesta a todas sus
preguntas.Supongo que si tengo que ver a María en la prisión para que ese
estúpido consejo entre en razón, tendré que hacerlo. La traeré encadenada a
Londres.
Lady Dudley inclinó la cabeza.
—Es un alivio oír eso. Iré a decírselo a tu padre. Está deliberando con lord
Arundel. Querrán enviar a unos cuantos hombres de confianza contigo,
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naturalmente.Cuando esté todo preparado, te informarán. ¿Por qué no
descansas hasta entonces? Pareces cansado. —La mano que le puso en la mejilla
debería haber sido un gesto tierno, pero no lo fue. —Eres nuestro hijo más
capaz —murmuró ella—, sé paciente, tu momento llegará.
Entonces se volvió y, con un crujido de la falda, salió de la habitación.
Tan pronto como la puerta se cerró, Robert cogió el candelabro y lo arrojó
contra la pared, haciendo saltar el yeso. En el silencio de la habitación, sus
jadeos recordaban a los de una bestia arrinconada. Luchando contra el
desasosiego del estómago, me pasé la mano rápidamente por el pelo para
alborotármelo, me deshice los lazos del jubón y salí parpadeando de detrás de
la cortina.
Él se giró.
—¡Tú! ¿Estabas aquí? ¿Lo…, lo has oído todo?
—Dada la situación —dije—, pensé que sería mejor seguir escondido, señor.
Entrecerró los ojos.
—Que te jodan, maldito perro fisgón.
Bajé la mirada al suelo.
—Disculpadme, señor, pero estaba muy cansado. Todo ese vino gratis de
anoche, la cabalgata hasta aquí… Me quedé dormido en vuestra cama. Os pido
perdón.No volverá a pasar.
Me miró. Entonces, avanzó hasta mí, me golpeó con fuerza en la cara e hizo
que me tambaleara hacia atrás. Se quedó mirándome durante un buen rato y,
entonces, dijo lacónicamente:
—¿Dices que estabas dormido? Pues más te vale aprender a aguantar mejor
el vino. O a beber menos.
Volvió a quedarse en silencio. Yo aguanté la respiración, mientras sentía que
la cara me escocía. Era una excusa plausible, aunque no demasiado convincente,
pero ciertamente le ahorraba un problema, y quizás fuera lo suficientemente
arrogante como para asumir que no habría comprendido su conversación.
Después de todo, nunca había valorado demasiado mi inteligencia, y yo nunca
había demostrado ninguna ambición más allá de servir a su familia. Pero existía
la posibilidad de que decidiera que yo era un obstáculo y acabara matándome.
Solo podía rezar para que realmente me considerara un perro que nunca
mordería la mano que lo alimentaba.
Fue un alivio ver a Robert apartar el candelabro de una patada y acercarse
con calma a la mesa.
—Al diablo con mi padre. Justo ahora que lo tenía todo controlado. Empiezo
a pensar que quiere desbaratar mis planes deliberadamente. Primero me envía a
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la Torre para hacer algún estúpido recado mientras ella está en la corte, y ahora,
vuelve a buscarse una excusa para incumplir su promesa.
Hice un sonido para mostrarle mi comprensión, mientras intentaba ordenar
lo que había averiguado. En primer lugar, la tan pregonada unidad familiar de
los Dudley parecía estar derrumbándose. Lady Dudley había dicho que su
marido ya no confiaba en ella, aunque siempre había sido su sostén, el hierro
detrás de su seda. Fueran cuales fueran los planes que tenía el duque en la
recámara para Isabel, ahora excluían a Robert, a pesar de la promesa que
parecía haberle hecho. No me costó imaginar en qué consistía.
Además, lady Dudley había mencionado a los Suffolk, la nueva familia
política de los Dudley. ¿Era posible que, como parientes del rey, se opusieran a
ese matrimonio de Guilford con un miembro de la realeza? Juana Grey era
sobrina de Enrique VIII, así que por sus venas corría sangre Tudor, la sangre de
la hija de la hermana menor del rey Enrique. Eso podría explicar por qué el
duque había decidido enviar a Robert tras María. Encerrar a la heredera al trono
en la Torre podía ser una buena manera de vencer las objeciones de los Suffolk.
¿O tendrían esas maquinaciones algún motivo más siniestro? Quería
profundizar más, sobre todo en lo relacionado con los Suffolk. Estaba seguro de
que tenían un papel importante, pero, sobre todo, necesitaba descubrir las
intenciones de la duquesa. La seguridad de Isabel y la mía propia podían
depender de ello. No obstante, un criado que no había oído nada que no le
incumbiera no podía ir haciendo preguntas reveladoras.
Finalmente, me atreví a decir:
—Deberían apreciar una iniciativa como la vuestra, milord.
Fue un intento poco entusiasta, pero, como la mayoría de las personas con
una herida que vengar, Robert se agarró a él.
—Sí, así debería ser, pero al parecer mi padre piensa de otro modo. Además,
sé muy bien que a mi madre solo le importa Guilford. ¡Maldita sea! Le daría
igual que muriéramos todos si tuviera que decidir entre su vida y la nuestra.
Esperé un momento antes de replicar:
—Pero yo había oído decir que las madres aman a sus hijos por igual.
—¿Sí? —replicó él—. ¿Te quería la tuya cuando te dejó para que murieras en
aquella casita en nuestra finca? —La pregunta era retórica; no esperaba una
respuesta. Así que me quedé en silencio mientras él continuaba—. No le
importo un comino. Guilford siempre ha sido su favorito porque es el único al
que puede controlar. Lo persuadió para que se casara con Juana Grey. Padre
dijo que incluso se enfrentó a la madre de Juana cuando la duquesa se negaba a
considerarlo porque decía que por las venas de su hija corría sangre de reyes,
mientras que nosotros solo éramos unos advenedizos que han usado el favor
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del rey para medrar. De algún modo, consiguió que la duquesa cambiara de
opinión. Conociendo a mi madre, probablemente le puso un cuchillo en el
cuello a esa vieja zorra.
Sus palabras me pusieron los nervios de punta. Un cuchillo en el cuello de la
duquesa. De repente, me sentí como si estuviera atrapado en una oscura tela de
araña de la que no tenía ninguna oportunidad de escapar. Robert se desabrochó
el jubón y lo tiró encima del banco.
—¡Bueno, pues mi madre se puede ir al diablo! ¡Al diablo con todos ellos!
Ahora tengo mis propios planes y no voy a renunciar solo porque diga que
debo hacerlo. Que vaya ella misma a buscar a María si cree que esa papista es
una amenaza. No soy un lacayo al que pueda dar órdenes a su antojo. —
Registró la habitación—. ¿No hay nada que beber en este maldito agujero?
—Iré a buscar vino, milord.
Fui inmediatamente a la puerta. No tenía ni idea de dónde encontrarlo, pero
al menos tendría algo de tiempo para ordenar mis confusos pensamientos.
Robert me detuvo.
—No, olvídate del vino. Ayúdame a desvestirme. Ahora no puedo
atontarme. Debo buscar una manera de ver a Isabel, tanto si mi padre lo
aprueba como si no. La veré y conseguiré que me acepte, y, una vez que lo
haga, tendrá que dar su consentimiento. No tendrá más opción.
Ayudé a Robert a quitarse los bombachos, la camisa y las botas. De su bolsa
saqué un trapo y sequé el sudor de su torso.
—Ni siquiera lo verá venir —explicó él—. Y mucho menos Guilford y mi
madre: estoy impaciente por ver las caras que pondrán cuando les dé la noticia.
—Soltó una risotada y extendió las piernas para desatarse las agujetas y
quitarse las calzas—. ¿Y bien? ¿No tienes nada que decir?
Mientras doblaba su ropa interior y la guardaba en el cofre, dije:
—Estaré contento de servir a milord como mejor considere.
Él se rio.
—Valor y descaro, Prescott, eso es lo que se necesita para sobrevivir en este
pozo negro que llamamos vida. Aunque, claro, tú no puedes entenderlo. —Se
volvió desnudo hacia la alcoba—. Haz lo que quieras esta tarde. Solo asegúrate
de volver a tiempo para vestirme esta noche. Y no te pierdas esta vez. Necesito
tener el mejor aspecto posible.
—Mi señor —en un impulso repentino, metí la mano en el jubón. La suerte
estaba echada. No podía esperar a que el mensajero de Isabel volviera a
preguntar por qué lord Robert no había respondido—, encontré esto en la mesa
cuando entré. —Le tendí el papel—. Disculpadme. Olvidé que lo tenía.
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Robert me lo arrancó de los dedos.
—Chico listo. No era conveniente que mi madre lo viera. Esa siesta fue muy
oportuna. —Rasgó el sobre de la carta. Y el triunfo se reflejó en su rostro—.
¿Qué te dije? ¡No puede resistirse a mí! Dice que me verá esta noche, y en el
viejo pabellón ni más ni menos. Tiene un macabro sentido del humor, nuestra
Bess. Se dice que su madre pasó su última noche de libertad en ese pabellón,
esperando en vano a que Enrique fuera a buscarla.
—¿Entonces, son buenas noticias? —Noté un sabor repugnante en la boca.
—¿Buenas noticias? Son las mejores jodidas noticias que he tenido nunca.
No te quedes ahí como un bobalicón. Coge tinta y papel de mi bolsa. Tengo que
enviar una respuesta antes de que cambie de opinión.
Garabateó su respuesta, la secó y selló el papel.
—Ve a levárselo. Llegó hace horas, exigiendo habitaciones con vistas al
jardín. Ve por el pasillo que lleva al patio de armas, cruza hasta las escaleras y
súbelas hasta llegar a la galería. No la verás en persona. Tiene cierta afición a
dormir siesta por la tarde. Alguna de sus damas tendrá que estar allí, incluida
esa morsa de Kate Stafford, en la que tanto confía. —Soltó una carcajada—. Eso
sí, bajo ninguna circunstancia se la des al dragón Ashley. Me odia como si yo
fuera la encarnación de Lucifer.
Me guardé el papel en el jubón.
—Haré lo que pueda, milord.
Con una sonrisa cruel, me respondió:
—Procura que así sea, porque, si todo va según lo planeado, muy pronto
podrías ser el escudero del próximo rey de Inglaterra.
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Capítulo 14
En cuanto salí de la habitación, me eché a correr por el pasillo, doblé una
esquina y me detuve a examinar el sello de la respuesta de lord Robert. Solté
una maldición.
La cera todavía no se había secado. Si intentaba abrirlo, rompería el papel.
Pensando que podría entretenerme hasta que se secara lo suficiente, entré en el
patio de armas.
Me recordé que no debía actuar precipitadamente. Cualquier cosa que
hiciera podía volverse en mi contra. Sin embargo, no podía entregar la
respuesta de Robert y limitarme a esperar lo que pasara después. La caza había
empezado. Si estaba en lo cierto, Isabel sería la primera de las dos hermanas
reales que acabaría en la Torre, especialmente cuando Robert se enterara de que
nunca consentiría una conspiración que provocara la muerte de sus dos
hermanos. Quería ver a Cecil desesperadamente, pero no tenía ni idea de cómo
ponerme en contacto con el secretario, y él tampoco se había ofrecido, lo que no
decía mucho de mis incipientes habilidades como espía.
Tendría que avisar a Isabel yo mismo cuando le entregara la carta. Lo que
significaba que tenía que encontrar la manera de verla en persona. Crucé el
patio y entré en un corto pasillo que llevaba a las escaleras que Robert había
mencionado. Volví a centrar mi atención en el sello, estaba a punto de tirar un
poco de él cuando un movimiento repentino llamó mi atención. No pude
moverme durante un segundo. Después, me agaché para sacar la daga que
llevaba en la bota de su funda. Corrí hacia una puerta cercana. La puerta estaba
entreabierta. Había visto una figura colarse en su interior. Avancé lentamente
con la daga en la mano. Procuraba hacer respiraciones cortas y contenidas por
la nariz, pero incluso así me parecían demasiado ruidosas. Quien me estuviera
esperando podía llevar algún arma más letal que el cuchillo que yo blandía, y
estar preparándose para abrirme el cráneo en cuanto cruzara el umbral. O
quizás no buscaba mi muerte. Me había seguido por las calles de Londres y no
me había cogido cuando había tenido la oportunidad. Probablemente me había
seguido hasta Greenwich. En ese momento, me acechaba en esa habitación.
Me detuve. Tenía la frente perlada de sudor frío; con una gota resbalándome
por la sien, descubrí con horror que no podía dar el paso final para entrar. No
podía estirar el brazo, abrir la puerta del todo y anunciar mi presencia.
Cobarde. Entra ahí. Enfréntate al bastardo y acaba con él.
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Estiré el brazo, con todos los dedos en tensión. Arañé la madera. Levantando
a la vez el cuchillo y empujando salvajemente la puerta, salté en la habitación
con una mueca de angustia.
Un hombre esquelético estaba ahí de pie, vestido de negro. Solté un grito de
furia.
—Santo Dios, podría haberos matado.
Walsingham me devolvió la mirada.
—Eso lo dudo. Cierra la puerta, sería mejor que no nos viera nadie.
Cerré la puerta con un golpe de talón. Era la última persona a la que
esperaba ver.
La mueca ligeramente ladeada de sus labios podría haber parecido una
sonrisa.
—Estoy aquí para que me des tu informe.
—¿Informe? ¿Qué informe?
—El informe para nuestro patrón, por supuesto. A menos que vuelvas a ser
leal a esa panda de traidores intrigantes que te criaron.
Le devolví la mirada.
—No respondo ante vos.
—¿Eso crees? Pues a mí me parece que sí. De hecho nuestro patrón me ha
encargado que me ocupe de supervisarte. Por tanto, recibirás instrucciones de
mí. —Hizo una pausa con una intención marcada—. Eso significa que cuando
tengas algo de lo que informar, me informarás directamente a mí.
En aquella austera habitación, parecía más alto y tenía un aspecto tan
demacrado que la luz parecía atravesarle la piel sin apenas rozar los ángulos de
su cara cadavérica. Tenía los ojos hundidos, negros y apagados como rescoldos.
Eran los ojos de un hombre que había visto y hecho cosas que yo no podía ni
imaginar.
Me obligué a guardar la daga, aunque no confiaba en él. Lo rodeaba un aire
de inmoralidad, una corrupción que era como su segunda piel. Probablemente
era capaz de hacer cualquier cosa que encajara con su propósito, sin pensarlo
dos veces. No obstante, todavía tenía que responder a Cecil y, en mi actual
situación, debía obedecerle. Al menos, hasta cierto punto.
Con la otra mano todavía cerrada en torno a la nota de Robert, dije:
—Acabo de llegar. No tengo nada de lo que informar.
—Estás mintiendo. —Me miró aburrido—. No me interesan las travesuras
de críos inmaduros, y tampoco estoy a favor de darles trabajo. Pero, por ahora,
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estoy dispuesto a aceptar la desacertada confianza que nuestro patrón tiene en
ti. Así que te lo preguntaré una vez más. ¿Qué novedades tienes?
Lo consideré un poco más, prolongando el momento hasta que vi que
desplazaba la barbilla hacia delante. Entonces, con una reticencia intencionada,
abrí la mano y le enseñé la carta arrugada.
—Bueno, está esto.
Me la quitó. Tenía unas manos peculiarmente femeninas, suaves, blancas y
heladas al tacto. Deslizó una larga uña por debajo del sello. Con la precisión de
un experto, lo despegó del papel. Después de leer la carta, volvió a doblarla y
volvió a pegar el sello húmedo en su lugar.
—Un sitio ideal para una cita —dijo entregándome el papel—. Apartado,
poco frecuentado, pero cerca de una poterna. Su Alteza juega bien sus cartas.
La nota de fría admiración en su voz habitualmente desapasionada me
sorprendió.
—¿Lo aprobáis? Pero yo pensaba…
Hice una pausa porque, en realidad, no sabía lo que pensaba. Me habían
ordenado conservar la confianza de Robert, para escuchar e informar, y facilitar,
si se me ordenaba, la huida de la princesa. De repente me di cuenta de que
nadie me había contratado para pensar, y me sentí exactamente lo que me había
llamado: un tonto inmaduro cuyas cuerdas manejaba algún titiritero invisible.
Walsingham me miró.
—¿Pensabas que tendríamos días para perfeccionar un plan? Esa es prueba
suficiente de lo inútil que eres. En asuntos como este, el éxito depende de la
iniciativa. Es algo que un espía experimentado comprendería.
—Escuchad —repliqué sin reprimir un exasperante temblor en mi voz—, yo
no pedí meterme en esto. Vos y Cecil me obligasteis, ¿recordáis? Ninguno de
los dos me dio la posibilidad de elegir. Si no me prestaba a colaborar, no hay
duda de que a estas horas estaría en el fondo del río.
—Siempre se puede elegir. Tú simplemente elegiste la opción que te pareció
más beneficiosa, como haría cualquier hombre. ¿Hay algo más de lo que quieras
quejarte?
De nuevo, me cogió con la guardia baja. No se me ocurría ninguna otra
persona a la que me apeteciera menos hacer confidencias. Pero ocultar
información no ayudaría a Isabel.
—Pude oír a escondidas una conversación entre lady Dudley y lord Robert.
—Mantuve un tono impersonal—. Su Excelencia piensa enviar a lord Robert a
apresar a lady María. También rechazó la petición de Robert de ver a Su Alteza
para presentarle lo que mi señor llama su «proposición». Deberíais avisar a
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Cecil de que el duque podría tener algún otro plan en mente para ella, diferente
al que pensamos.
Hice una pausa. Walsingham no reaccionó.
—Parece lógico que sea algo que no quiera que su hijo sepa —añadí—. ¿Por
qué si no mandaría a Robert a una misión lejos de aquí? —Walsingham no dijo
nada
—¿Me habéis oído? Sean cuales sean los planes del duque, no serán buenos
para la princesa. Acabáis de decir que el éxito depende de la iniciativa. Es
nuestra oportunidad. Deberíamos llevar a Su Alteza tan lejos de aquí y de los
Dudley como podamos.
Si no hubiera sabido lo contrario, habría pensado que todo ese asunto no
podía importarle menos. Entonces, detecté un brillo furtivo en sus ojos de
párpados caídos y una tensión casi indiscernible en la boca. La información que
le había dado era importante, pero él no quería que lo supiera.
—Transmitiré tus preocupaciones —dijo al fin—. Mientras tanto, hay que
entregar esta nota, no sea que tu señor sospeche de nuestra interferencia.
Cuando lo hayas hecho, vuelve con lord Robert. Si necesitamos de nuevo tus
servicios, te avisaremos.
Lo miré.
—¿Y qué hay de Su Alteza? ¿No vais a avisarla?
—Eso no es de tu incumbencia. Solo estás aquí para seguir órdenes.
Sin poder creerlo, vi que se volvía hacia la puerta. Entonces estallé: —Si vos
no la avisáis, lo haré yo.
Hizo una pausa y me miró.
—¿Me estás amenazando? Si es así, déjame recordarte que los escuderos que
informan de sus señores no son difíciles de reemplazar.
Lo miré a los ojos durante un largo momento, antes de volver a guardarme
la nota en el jubón. Entonces, oí un ruido sordo a mis pies.
—Por tus servicios —dijo él—. Te sugiero que lo gastes con prudencia. Los
criados ansiosos por alardear de una riqueza conseguida de malos modos
acaban en el fondo del río casi con tanta frecuencia como los escuderos
desleales.
Sin decir otra palabra más, salió decidido de la habitación. No quería tocar la
bolsita que había tirado al suelo, pero lo hice de todos modos y me la guardé sin
mirar el contenido.
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Volví a salir al pasillo. No había ni rastro de Walsingham. Me di la vuelta, y
me dirigí a las escaleras. Aunque antes todavía tenía alguna duda, ahora estaba
decidido.
Debía poner sobre aviso a la princesa. Robert no era de fiar, y empezaba a
pensar que nadie lo era. La bolsita que llevaba en la mano podía ser pequeña,
pero seguramente contenía lo suficiente para comprar mi silencio. Walsingham
era el esbirro de Cecil, y yo no tenía ni idea de cuál sería el objetivo último del
secretario.
Sospechaba que ese asunto era más complejo de lo que me habían hecho
creer. Me resultaba difícil pensar que Cecil pudiera hacer daño a la princesa,
pero quizás el propio Walsingham llevaba un juego oculto. Desde luego, lo veía
capaz. Tampoco tenía ni idea de si estaría dispuesta a verme, pero, si yo me
negaba a moverme, tendría que hacerlo. No le dejaría más opción.
Subí las escaleras con resolución.
Una galería se extendía ante mí. Conducía a un par de puertas imponentes
con un querubín talado en el dintel. A la derecha, había unas troneras
abocinadas con vistas a un jardín, y las hojas abiertas para que entrara la brisa
de la tarde.
De pie, a mitad de camino entre las puertas lejanas y yo, había tres hombres
vestidos de terciopelo. No los conocía. Tampoco tuve mucho tiempo para mirar,
porque cuando empecé a retroceder, oí una voz desde detrás de mí:
—Por Dios todopoderoso, ¿adónde crees que vas? —Me giré y una figura
familiar se acercó hasta mí para agitar un dedo delante de mi cara. Era la dama
de Isabel, a la que había seguido en Whitehal, Kate Stafford—. ¿No te había
dicho ya que las cocinas no están en esta ala, patán? —gritó ella.
De cerca, sus ojos curiosos con un matiz amarillorevelaban una inteligencia
vivaz que su aspecto despreocupado ocultaba. Desprendía un aroma
embriagador, como a manzanas crujientes y alhelíes. No sabía si reírme o salir
huyendo, hasta que, cuando nuestras miradas se cruzaron, comprendí que
intentaba avisarme.
—Mi… milady, disculpadme —farfullé—. He vuelto a perderme.
—¿Te has perdido? —Se giró de espaldas a mí, con un torbellino de faldas
marrones hacia un hombre que se acercaba—. Los caballos pueden perderse,
pero solo las mulas volverán una y otra vez al mismo establo vacío. ¿No está de
acuerdo, señor Stokes?
—Desde luego que sí.
El señor Stokes era de mediana altura, delgado, con la cara demasiado
taimada como para poder ser considerado apuesto, con elegantes pómulos
resaltados por el pelo castaño claro recogido hacia atrás desde la frente. Me
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llamaron la atención los diversos anillos con piedras engarzadas que llevaba en
las manos, y el rubí reluciente que llevaba en la oreja izquierda. Nunca había
visto a un hombre con un pendiente antes, aunque más tarde me enteraría de
que estaba más de moda en el extranjero que en Inglaterra.
—Por cierto, señora, ¿os está molestando este sirviente? —Su voz sonaba
lánguida—. ¿Queréis que le enseñe a no molestar a las preciosas damiselas
como vos, señora Stafford?
Mientras hablaba, bajó la mirada al escote con insolencia.
Ella agitó la mano, y una risa parecida a un gorjeo salió de sus labios.
—¿Molestarme? Difícilmente podría. Es solo un nuevo criado en la corte,
que parece pensar que guardamos las cocinas debajo del edredón de Su Alteza.
La risa con la que respondió a su broma era también muy aguda, casi
afeminada.
—Si eso le curara las jaquecas —dijo él—. Y respecto a nuestra mula… —
Alzó la mirada por encima de la cabeza de la dama para clavarla en mí—.
Quizás pueda mandarlo a paseo.
La señora Stafford se volvió hacia él. Aunque me daba la espalda, podía
imaginarme la mirada provocativa con la que lo tentaba.
—¿Por qué malgastar vuestro tiempo con criados? Dejadme que lleve al
chico de vuelta a las escaleras, ¿de acuerdo? Será un momento.
—Lo tomo como una promesa —dijo Stokes.
Sin ninguna razón perceptible, el dedo con el que se acarició su garganta
desnuda me horrorizó. Dio media vuelta con sus elegantes botas y volvió donde
estaban de pie los otros hombres sonrientes. Enlazando su brazo con el mío,
Kate Stafford me llevó de vuelta al pasillo. Cuando estuvimos fuera de la vista
de aquel hombre, me llevó hacia el vano de una ventana. Desapareció todo
rastro de coquetería frívola.
—¿Qué crees que estás haciendo?
Al ver que había dejado de fingir, no vi ninguna razón para no hacer lo
mismo.
—Venía a ver a Su Alteza. Traigo importantes noticias que debe conocer
enseguida.
Extendió la mano.
—Dame la carta, quienquiera que seas.
—Sabéis quién soy. —Hice una pausa—. Y no he dicho que trajera ninguna
carta.
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Se acercó más, su aroma a flor de manzana me embelesaba.
—He asumido que era así. Al fin y al cabo, eres el escudero de lord Robert.
—Así que me recordáis. —Me acerqué mucho a ella, de manera que nuestras
narices casi se tocaron—. Además, supongo que estaréis esperando la respuesta
a la misiva que acabáis de entregar.
Ella se echó hacia atrás.
—No estoy segura de entenderte.
—¿Ah no? ¿Entonces no erais vos la persona que ha entrado hace un rato en
los aposentos de mi señor? ¿Hay alguna otra dama en la corte que lleve botas
debajo del vestido?
Se quedó inmóvil. Sonreí cuando la vi ocultar los zapatos delatores debajo
de su dobladillo.
—Estaba detrás de la cortina —le expliqué—. Ahora debo entregar la
respuesta de milord. —Empecé a volverme, pero ella volvió a cogerme del
brazo con una fuerza que resultaba sorprendente para lo menuda que era.
—¿Estás loco? —susurró ella—. No pueden verte en ningún sitio cerca de
ella: eres el sirviente de lord Dudley. Se supone que su encuentro debe ser
secreto. —Miró de reojo a la entrada a la galería antes de seguir—. Dame la
respuesta. Procuraré que la lea, no temas.
Fingí considerarlo y saqué el papel de mi jubón. Cuando hizo ademán de ir a
cogerlo, me puse la mano en la espalda.
—Debo decir que ha sido muy conveniente que estuvierais aquí justo
cuando he llegado.
Sus dedos se cerraron en el aire y levantó el mentón.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Bueno, en primer lugar, que os vi en Whitehal.
—Sí, ¿y…?
—No parecíais muy preocupada por vuestra señora cuando salió del gran
salón, aunque claramente estaba disgustada. De hecho, os vi hablar con el señor
Walsingham. Así que antes de entregar el mensaje de mi señor, creo que
necesito algunas respuestas.
Sacudió la cabeza.
—No tengo tiempo para esto. Quédate con la respuesta de tu señor. Conozco
la respuesta. —Intentó esquivarme, pero le bloqueé el camino.
—Me temo que debo insistir.
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—Podría gritar —dijo ella—. Soy la dama de la princesa. Esos caballeros
tardarían unos segundos en llegar hasta aquí y no creo que salieras bien parado.
—Podríais hacerlo, pero no lo haréis. No queréis que vuelva vuestro
admirador y que se entere de que estáis haciendo algo más que enseñarme el
camino a las cocinas. —Me enderecé todo lo que pude—. Bien, ¿quién os dijo
que iba a venir? ¿Walsingham? ¿Sois su furcia? Porque no creo que a Su Alteza
le guste averiguar que su propia dama de compañía, a la que confía su
correspondencia personal, recibe dinero por espiarla.
Ellaestalló en una carcajada y se tapó la boca con la mano.
—Realmente estás muy verde en estas historias —dijo en voz baja—. Debería
librarme de ti y no decirte nada, pero, para ahorrar tiempo, no, no soy la furcia
de Walsingham. Simplemente lo conozco por la relación de Su Alteza con el
señor Cecil. O más bien, conozco cosas de él. Es un espía profesional, y, si los
rumores son ciertos, fue entrenado en Italia como asesino.
—De ahí sus maneras galantes.
Sonrió de forma sardónica.
—Exacto. Simplemente estaba cerca de mí por casualidad cuando Su Alteza
abandonó el gran salón. Te aseguro que solo intercambiamos las palabras de
cordialidad imprescindibles.
—Y supongo que tampoco estabais escuchando sus conversaciones —dije
secamente.
—No, eso era precisamente lo que hacía. Su Alteza me considera sus oídos.
Soy la razón por la que no necesita recurrir a los cotilleos, que no serían nada
adecuados para alguien de su rango. Y antes de que lo preguntes, intenté oír tu
conversación con la duquesa de Suffolk. Pensé que Su Alteza querría saber por
qué te presentaron a su prima.
Se calló y escrutó la expresión de mi cara. De repente, su expresión se
suavizó y me sorprendió la sinceridad que mostraba su mirada de
comprensión.
—Entiendo que no tienes motivos para confiar en mí, pero yo nunca la
traicionaría. Su tía, María Bolena, la hermana de su madre, la reina Ana,
protegía a mi madre. Aunque no estamos emparentadas, no podría quererla
más que si compartiéramos sangre.
—Los parientes no siempre se quieren unos a otros —dije, aunque ya no
sospechaba de ella—. De hecho, muy a menudo suele ocurrir lo contrario. —Se
me quebró la voz. Y, mortificado, vi que, de repente, no podía controlarme—.
Que Dios me ayude, ya no sé en quién confiar.
Ella guardó silencio. Entonces, dijo:
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—Puedes confiar en Su Alteza. Por eso estás aquí, ¿no? Me dijo que le habías
ofrecido tu ayuda, y que ella se había negado. ¿Sabes por qué?
Asentí.
—Sí. Porque no quería que me pasara nada por su culpa.
Dudé un momento más antes de entregarle la carta. Se la guardó en el
corpiño. Unos pasos se acercaron hacia nosotros. Ella se quedó inmóvil. No
había ni tiempo ni lugar para esconderse. Sin previo aviso, se abalanzó sobre
mí, cogió mi cara atónita entre sus manos y apretó sus labios contra los míos.
Mientras lo hacía, conseguí ver de reojo a la figura que pasó junto a nosotros,
seguido por los tres hombres, ninguno de los cuales se detuvo a comentar lo
que estábamos haciendo.
Durante un momento me quedé paralizado. Debí habérmelo imaginado.
Kate Stafford se pegó contra mí y me susurró:
—No te muevas.
Y no lo hice. Solo cuando los ecos de las pisadas de botas se extinguieron, se
apartó.
—Por fin la ha dejado en paz. Debo irme. —Se detuvo. La expresión de su
cara era sombría—. No debes decir ni una palabra a nadie. Ni siquiera a Cecil.
Si lo haces, podrías ponerla en peligro más de lo que ya lo está.
No se me había ocurrido.
—¿Por qué estaba el duque con ella? ¿Qué quería?
—No lo sé. Llegó antes que tú y exigió que lo recibiera. Ella estaba en la
cama, descansando. Lo hizo pasar a su sala de audiencias y nos pidió que
saliéramos.
No me gustó cómo sonaba nada de todo aquello.
—Tengo que hablar con ella.
—No, no es seguro. El duque podría volver, o alguien podría verte. Y no
podemos correr ese riesgo. No podemos dejar que nos descubran. Si alguien
llegara a saber…
—¿Saber? —susurré, sin poder contenerme—. ¿Saber, qué? ¿Qué demonios
está pasando?
—Lo sabrás todo a su tiempo. Ahora debo irme.
Ella se volvió. La seguí hasta la puerta de la galería. Cuando me hizo entrar,
le toqué el hombro.
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C.W. GORTNER
—Decidle esto de mi parte. Decidle que hay una conspiración para arrestar a
su hermana. Y que no debe reunirse con mi señor. Tiene que irse ahora, antes de
que sea demasiado tarde.
Desde la galería se oyó una campanilla.
—¿Kate? Kate, ¿estás ahí?
La voz nos dejó paralizados. Kate me apartó de la entrada, pero conseguí
atisbar la silueta de Isabel recortándose contra esas magníficas puertas lejanas,
agarrándose el cuello del vestido carmesí y con el pelo suelto.
—¡Kate! —volvió a gritar.
En esa ocasión noté el miedo de su voz.
—¡Estoy aquí, Alteza! Ya voy —contestó Kate—. Ahora mismo voy.
—Date prisa —dijo la princesa con voz trémula—. Te necesito.
Se movió hacia delante. Aunque en ese momento tenía la oportunidad
perfecta para hablar con Isabel, algo me retuvo.
—Se lo diréis.
—No me escuchará. —Kate me miró a los ojos—. Ella lo ama. Siempre lo ha
hecho. Nada de lo que podamos decir o hacer la detendrá.
Me sonrió.
—Galante escudero, si de verdad quieres ayudarla, procura estar esta noche
en el pabellón con tu señor.
Se fue y me dejó allí de pie, incrédulo.
No quería creérmelo, aunque tenía mucho sentido. Ese era el motivo por el
que se había quedado en la corte a pesar de cualquier posible amenaza a su
seguridad.
Ella lo amaba. Isabel amaba a Robert Dudley.
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C.W. GORTNER
Capítulo 15
Necesitaba tiempo para aclarar mi confusión antes de poder volver con lord
Robert. El palacio estaba inquietantemente tranquilo. Solo veía a gente poco
importante ocupada en sus asuntos, y nadie me devolvió mi lánguido saludo,
mientras merodeaba por el laberinto de pasillos de Greenwich con el que no
estaba familiarizado. Al parecer, todos los cortesanos se habían retirado a sus
respectivas habitaciones o se habían ido a pasear por los jardines clásicos.
Andaba a la deriva por un mundo sombrío.
La melancolía se había apoderado de mí. Procuré decirme que, a pesar de
ser la hermana de un rey, Isabel seguía siendo de carne y hueso. Era imperfecta.
Además, no conocía a Robert como yo, no había visto la profundidad de la
avaricia y la ambición ciega que guiaban su corazón. Ella misma lo había
admitido ante mí. La misma noche anterior, en Whitehal, había dicho que
nunca había tenido motivos para desconfiar de él.
Y, no obstante, cualquier cosa que no fuera la verdad sería su perdición.
Llegué a una gran sala, donde los criados se ocupaban de dejarlo todo listo para
los festejos extendiendo alfombras, preparando mesas y colgando guirnaldas de
seda. Los pocos que repararon en mi presencia me miraron una vez y se
volvieron. Yo me quedé un momento inmóvil: ya sabía qué hacer.
Poco después, salí a un camino bordeado por árboles, que llevaba a los
jardines clásicos que se extendían hasta una colina de arena y arcilla.
La luz del día se apagaba en el cielo, tiñendo las nubes de color escarlata.
Parecía como si la lluvia estuviera de camino. Cogí el mapa en miniatura de
Cecil que llevaba en el bolsillo, para asegurarme de dónde estaba. Con
decepción vi que el mapa no daba detales de los jardines, y no tenía mucho
tiempo más antes de volver.
No obstante, como la mayoría de los jardines de los palacios, debían seguir
un patrón establecido. Espaciosos, pero diseñados para que la corte pudiera
pasear y disfrutar sin perderse por amplias avenidas bordeadas con plantas
ornamentales que serpenteaban entre zonas de hierba y macizos de flores, antes
de dividirse en varias direcciones.
Cogí uno de los senderos más estrechos.
Un trueno rugió sobre mi cabeza. Empezó a lloviznar. Me guardé el mapa en
el bolsillo, me calé más la gorra sobre la frente mientras miraba a mi alrededor.
A lo lejos, vislumbré lo que parecía ser un lago artificial que rodeaba una
estructura de piedra. El corazón me dio un brinco. Eso tenía que ser el pabellón.
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Estaba más lejos de lo que parecía. Sin pensarlo, crucé una zona forestal hasta
llegar a una zona verde con algunos árboles extrañamente evocadores.
Al echar un vistazo por encima del hombro, descubrí velas recién
encendidas en las ventanas del palacio. Me pregunté si la propia Isabel estaría
mirando por una de ellas en ese momento, mientras reflexionaba sobre su
encuentro con el duque. ¿O estaría pensando solo en esa noche y en lo que le
depararía su cita con Robert?
Aunque nunca había estado enamorado, por lo que sabía, los enamorados se
añoraban el uno al otro cuando estaban separados.
¿Sería lo que le pasaba a Isabel? ¿Anhelaría a Robert Dudley?
Lamenté no haber aprovechado la oportunidad de decirle lo que sabía. Tal
vez no me habría entusiasmado la destrucción deliberada de sus ideas
románticas, pero al menos llegaría a su cita de esa noche sabiendo cuáles eran
las aspiraciones de mi señor. La lluvia se hizo más fuerte. Le di la espalda al
palacio y apreté el paso.
El lago rodeaba el pabellón por tres lados. Una serie de escalones que se
caían a pedazos llevaban hasta él desde el descuidado sendero en el que estaba
yo. Debió de ser un lugar bonito una vez, ideal para escarceos, antes de que
años de abandono lo convirtieran en un paraje cubierto de liquen y
prácticamente olvidado.
Explorando el área de alrededor, localicé, tal y como había dicho
Walsingham, una vieja poterna en un muro cubierto de hiedra que llevaba a un
camino de tierra y a las colinas en pendiente de Kent. Eso me hizo dudar. Allí se
podían amarrar unos caballos y nadie los vería ni oiría, si tenían bien puesto el
bozal y los cascos cubiertos de tela. ¿Habría escogido la princesa ese lugar no
por su ironía, sino porque era consciente de que era un buen punto de huida?
Me alegré al pensarlo, pero entonces se me ocurrió una posibilidad menos
atractiva.
¿Y si todo formaba parte del plan de Cecil? Quizás había decidido
aprovechar su propósito de llevar a Robert hasta allí, un lugar del que podrían
llevársela rápidamente y por la fuerza. Fueran cuales fueran los planes del
secretario, no podían incluir que Isabel cayera en las garras de los Dudley.
Como él mismo había dicho, era la última esperanza del reino.
Hice una pausa para reflexionar. Ahora que estaba solo, fuera del palacio y
con el suficiente espacio a mi alrededor como para sentir que podía respirar de
verdad, me di cuenta de que me había guiado como el hombre ciego del
proverbio, por la nariz. Había aceptado la propuesta de Cecil, había entregado
la respuesta de mi señor y había informado a Walsingham. Pero, en realidad, no
conocía a ninguno de esos hombres. ¿Me habría convertido en otro peón al que
poder sacrificar? ¿Y si en ese plan elaborado había algo más de lo que se veía a
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primera vista, más mentiras retorcidas dentro de otras mentiras? Me sentí
obligado a recordar cada palabra que habíamos cruzado Cecil y yo, para buscar
alguna pista en nuestra verborrea. En alguna parte de nuestra conversación se
escondía la respuesta al enigma. Y más me valía descubrirla.
Me quedé congelado.
Sentí la punta de una daga en la espalda, justo debajo de las costillas. Una
voz nasal dijo:
—Yo en tu lugar no me resistiría. Quítate el jubón.
Me quité la prenda lentamente, pensando en el mapa que llevaba doblado en
el bolsillo, mientras lo dejaba caer a mis pies. Sobre mi fina camisa, el cuchillo
de mi asaltante parecía muy afilado.
—Ahora, la daga que llevas en la bota. Con cuidado.
La cogí por la empuñadura y saqué el cuchillo de su funda. Extendió una
mano enguantada para cogerlo. Entonces la voz, que ahora había reconocido,
dijo:
—Gírate.
Llevaba una capa con capucha que ocultaba su cara.
—Me habéis cogido a traición —dije yo—, no podría llamarlo juego limpio.
Con una risa afectada, se quitó la capucha. Tenía una cara demasiado
maliciosa para ser apuesto, con pómulos prominentes y un rubí en uno de los
lóbulos. Sus ojos endrinos me atravesaron. ¿Cómo no había caído en que era el
hombre que Peregrine me había descrito?
Es más alto que tú, pero no mucho. Tiene una cara puntiaguda, como un hurón.
—Volvemos a encontrarnos —dije, justo antes de que un esbirro fornido
emergiera de las sombras y me diera un puñetazo en la cara.
Apenas podía ver el camino que tenía delante de mis narices, porque tenía el
ojo izquierdo hinchado y la mandíbula dolorida por el golpe, mientras me
obligaban a avanzar con los brazos retorcidos a mi espalda, pasando junto a
estructuras abolladas y a través de un claustro en ruinas hasta entrar en un
pasillo frío y húmedo.
Puertas de hierro oxidadas colgaban como hombros descoyuntadas de las
entradas. Bajamos por una escalera empinada hasta llegar a otro pasillo, y
volvieron a bajar todavía más. Entramos, entonces, en un pasillo tan estrecho
que dos hombres no podían pasar uno junto a otro.
Una solitaria antorcha de brea chisporroteaba en un soporte desconchado de
la pared. El aire olía a fermentación. Tuve que respirar hondo y recordarme que
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no podía dejarme ganar por el pánico. Debía concentrarme, observar y
escuchar, buscar algún modo de prolongar mi supervivencia.
Llegamos ante una gruesa puerta.
—Espero que encuentres tus habitaciones agradables —dijo Stokes mientras
descorría el cerrojo. La puerta se abrió hacia fuera—. Queremos lo mejor para ti.
Dentro había una pequeña celda circular.
Su rufián me empujó dentro. El suelo desigual de baldosas estaba cubierto
de limo. Las botas me hicieron patinar y, con las manos abiertas ante mí, resbalé
contra la pared más alejada. Allí dentro apestaba. Se me pegó una sustancia
pegajosa y en estado de descomposición que cubría la pared, semejante a
vísceras trituradas.
Stokes se rio. Permanecía de pie debajo de la luz titilante de la antorcha, con
la capa retirada dejando a la vista su vestimenta elegante. Vi que llevaba un
stiletto con piedras preciosas incrustadas en una delgada cadena de plata que
llevaba alrededor de la cintura. Nunca había visto a nadie con esa arma italiana
antes. Imaginé que, al contrario que el pendiente, no era un adorno.
Chascó la lengua.
—No creo que ahora te reconociera nadie, escudero Prescott.
Al mismo tiempo que sentía el dolor del golpe contra la pared en el hombro,
noté que la furia se apoderaba de mí. Me enderecé, sorprendido de poder
mantener el tipo.
—Sabéis mi nombre. De nuevo, no es juego limpio. ¿Quién sois? ¿Qué
queréis de mí?
—Qué cotilla eres. Ahora entiendo por qué le gustas a Cecil.
Confié en que mi tono de voz no revelara el miedo que sentía.
—No conozco a ningún Cecil.
—Desde luego que lo conoces. Y te has ganado su interés en un tiempo
récord. Que yo sepa, no le gusta acostarse con chicos. Aunque no pondría la
mano en el fuego por Walsingham.
Me abalancé contra él. Stokes levantó el brazo, desenfundó el stiletto y me
apuntó al pecho con él en un único y elegante movimiento.
—Si yo fallo —dijo con una risa vibrante—, lo que es altamente improbable,
el hombre que tengo fuera te destripará como a un ternero.
Con la respiración agitada, retrocedí. ¿Qué bicho me había picado? Yo sabía
manejarme mejor.
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—No os mostraríais tan confiado si estuviéramos en igualdad de
condiciones —le dije.
La expresión de su rostro se oscureció.
—Nunca estaremos en igualdad de condiciones, miserable impostor.
Impostor. ¿Quería decir que era un espía? Me quedé helado. Estaba seguro
de que él era el mercenario de Suffolk, mi misterioso acosador. ¿Cuánto habría
escuchado a escondidas de mi encuentro con Cecil? Si había averiguado lo
suficiente para desenmascarar al secretario, cualquier cosa que Cecil planeara
hacer podía estar en peligro y fracasar.
—Soy el escudero de Robert Dudley —probé a decir—. No tengo ni idea de
por qué creéis que conozco a ese tal Cecil o por qué iba a pretender ser
cualquier otra cosa.
—Vaya, espero que no planees hacerte el inocente cuando ellallegue. Te
aseguró que no te servirá de nada. En absoluto. La falsa modestia nunca
impresionó a Su Excelencia. Sabe muy bien por qué te trajeron a la corte y por
qué Cecil muestra tanto interés en ti. Y no está contenta. Al fin y al cabo, tiene el
carácter de los Tudor. Pero eso lo descubrirás muy pronto.
Con una pose teatral, agitó la mano ante mí.
—No te vayas a ninguna parte.
Cerró la puerta de un empujón. Al otro lado, corrió el cerrojo. La celda
quedó sumida en una total oscuridad. No había estado tan asustado en toda mi
vida.
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Capítulo 16
Cerré los ojos y procuré respirar poco a poco. Esperé a que mis ojos se
acostumbraran a la penumbra. Gradualmente, la oscuridad empezó a disiparse
y percibí matices en las sombras. A juzgar por el frío, determiné que estaba bajo
tierra. También podía discernir el murmullo cercano del agua. ¿Habría algún
río en las proximidades?
Me arrastré por la celda. No me gustó lo que encontré. A pesar de las algas
húmedas del suelo y las paredes, y lo desagradable que era el sitio en su
conjunto, no había excrementos ni ningún otro signo de roedores, aunque
Greenwich debía de estar infestado de ratas como cualquier otro sitio en el que
se pudiera encontrar comida. Había una amplia rejilla con barrotes en la base de
una pared, junto al suelo; cuando me agaché a mirar qué había más allá de ese
agujero negro, descubrí una fétida podredumbre y oí claramente el borboteo del
agua. También comprobé que era sólido, aunque podía arrancar trozos de
argamasa de las grietas.
Tenía que estar en las ruinas de un viejo palacio medieval, quizás en una
antigua mazmorra. Pero nos habíamos alejado bastante del lago, y no había
llovido suficiente para explicar esa humedad palpable. Greenwich se había
construido después de la época de la guerra feudal. No tenía murallas ni fosos
defensivos, puesto que los señores de mentalidad independiente con ejércitos
de vasallos ya no se consideraban una amenaza. Aun así, el suelo viscoso y el
ambiente de putrefacción indicaban que esa celda se había inundado
recientemente. Nada de eso disminuyó mi ansiedad.
Después de recorrer dos veces la celda, pensé que ahora sabía cómo se sentía
un león enjaulado. Tras patalear contra el suelo para volver a activar la sangre
de mis piernas, volví a agacharme junto a la rejilla. Confirmé que no podía
cavar ni arrancarla de la pared. Aunque pudiera sacar la argamasa que la
rodeaba, y soltar o romper después la rejilla, no tenía ninguna posibilidad de
hacerlo sin un pico de algún tipo.
Mientras yo estaba allí atrapado, los festejos por la boda de Juana Grey y
Guilford Dudley empezarían pronto en el gran salón, y la hora del encuentro de
Robert e Isabel estaba cerca.
Me derrumbé sobre el suelo. Perdí la noción del tiempo esperando allí
sentado. En algún momento, caí en un sueño exhausto y me desperté, jadeando,
pensando que me ahogaba en un mar viscoso. Solo entonces me di cuenta de
que mi piel olía a agua de río y que un rumor apagado se acercaba.
Me puse de pie rígidamente. Una voz irritada afirmó:
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—Por Dios, Stokes, ¿no había ningún otro sitio en el que encerrar a ese pobre
diablo?
—Su Excelencia —dijo Stokes, mientras descorría el cerrojo—, os aseguro
que este es el único sitio que pude encontrar en tan poco tiempo y que se
adecuara a nuestras necesidades.
La puerta se abrió. La luz de la antorcha inundó la celda y me cegó. Viendo
solo sombras en el umbral, levanté una mano para protegerme los ojos. Una
mole entró, agitando un bastón alrededor. Entonces, se quedó quieta, mirando
con detenimiento.
—¡Trae esa antorcha!
Stokes se apretujó detrás de la mole. La antorcha que llevaba iluminó lo que
primero me pareció un mastín envuelto en cornalina, con un tocado lujoso
salpicado de perlas en su enorme cabeza.
Parpadeé repetidamente para obligar a mis ojos a enfocar, pero tenía
totalmente cerrado el que se me había hinchado.
Frances Brandon, duquesa de Suffolk, me devolvió la mirada.
—Parece más pequeño. ¿Estás seguro de que es él? Podría ser cualquier otra
persona. Cecil es artero. Cambiaría a su propia madre si eso sirviera a sus fines.
—Su Excelencia —dijo Stokes—, es él. Dejad que mi hombre se ocupe de
esto. No es seguro.
—¡No! No soy ninguna niña cobarde. Si se atreve ni siquiera a mirarme mal,
le reventaré el cráneo y acabaré con él. ¡Tú! Acércate —bramó ella, agitando su
robusto bastón con empuñadura de plata.
Me acerqué con tanta calma como fui capaz, asegurándome de detenerme lo
suficientemente lejos para esquivar un golpe a traición a mi cabeza.
—Su Excelencia —empecé a decir—, me temo que ha habido un error. Os
aseguro que no tengo ni idea de qué falta he cometido.
Intentó pincharme con el final del bastón, y pude esquivarlo por los pelos.
Ella se carcajeó.
—Bien, bien. No tiene ni idea. ¿Has oído eso, Stokes? No tiene ni idea de qué
falta ha cometido.
—Sí, Excelencia —se apresuró a decir Stokes—, desde luego, no tiene
madera de actor.
Lanzó violentamente el bastón.
—¡Ya basta!
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Avanzó pesadamente hacia mí, y tuve que obligarme a parar de temblar. La
noche que deambulé por Whitehal después de que Isabel se fuera, me topé con
un retrato de Enrique VIII, con las enormes manos llenas de anillos sobre las
caderas y con las protuberantes piernas separadas. Ahora que me encontraba
cara a cara con la sobrina del difunto rey, descubrí un parecido desalentador.
—¿Quién eres? —preguntó ella.
Busqué su malvada mirada.
—Excelencia, os ruego que me disculpéis, pero creo que nos presentaron.
Soy Brendan Prescott, escudero de Robert Dudley.
Me atraganté con un grito. Con precisión salvaje, su bastón me golpeó en la
entrepierna. Yo me doblé mientras un dolor incandescente me dejaba sin
aliento. Otro golpe me dejó jadeando de rodillas, mientras mi ingle vibraba en
agonía.
Ella se plantó delante de mí.
—Eso está mejor. Te arrodillarás cuando me dirija a ti. Estás delante de una
Tudor, de la hija de María, la amada hermana de Enrique VIII, antigua duquesa
de Suffolk y reina viuda de Francia. Mostrarás respeto a la sangre real que corre
por mis venas. —Me golpeó los hombros cóncavos con el bastón—. Volveré a
preguntártelo, ¿quién eres?
Alcé la mirada hacia su rostro retorcido en una mueca. Tenía la boca metida
hacia dentro, como una flor ponzoñosa.
—Cógelo.
El esbirro de Stokes, que era tan ancho como una pared y el doble de alto
que yo, entró en la celda y me levantó sujetándome los brazos. No tenía fuerza
para resistirme y seguía inerte por el dolor del golpe que me había asestado en
los genitales.
Stokes preguntó:
—¿Empezamos con las patadas en las costillas? Eso suele ayudar a que se les
suelte la lengua.
—No. —No apartó los ojos de mí—. Tiene mucho que perder, y sin duda
Cecil le ha pagado bien por su silencio. No necesito que diga nada. Tengo ojos
para mirar. Algunas cosas no pueden falsificarse. —Me golpeó con la mano—.
Desnúdalo.
Stokes le entregó la antorcha y me desgarró la camisa.
—Tiene una piel muy blanca —susurró él.
—Apártate. —Empujó a Stokes a un lado y me acercó la antorcha. Intenté
retroceder, pero el esbirro me sujetaba por las muñecas. Revisó mi cuerpo—.
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Nada — dijo ella—. Ni una marca. No es él. Lo sabía. Lady Dudley me la ha
jugado. Esa zorra me obligó a renunciar a mis derechos sucesorios por nada.
Juro por Dios que me las pagará. ¿Cómo se atreve a intentar poner al borracho
de su hijo y a la mosquita muerta de mi hija por encima de mí?
Se me heló la sangre.
—Quizás deberíamos ser más concienzudos —sugirió Stokes, antes de
ordenar a su hombre—: Dale la vuelta.
El esbirro empezó a darme la vuelta. Mientras lo hacía, noté horrorizado que
los bombachos se me bajaban un poco, sobre la cadera.
Se hizo un silencio. Entonces, a la mujer se le escapó un susurro.
—Para.
Volvió a acercarme la antorcha. Tuve que esforzarme por ahogar un grito
cuando la llama me chamuscó la piel.
—¿Dónde te hiciste eso? —dijo ella, con voz entrecortada, como si no
pudiera creer lo que veían sus ojos. Yo vacilé. Sentí un pinchazo de dolor entre
los hombros y por todo el pecho cuando el esbirro me tiró más de los brazos.
—Su Excelencia te ha hecho una pregunta —dijo Stokes—. Yo, en tu lugar,
respondería.
—Na… Nací con él —susurré.
—¿Naciste con él? —Me acercó tanto la cara que podía ver unas pequeñas
venas rotas en su nariz bajo el maquillaje—. ¿Dices que naciste con él?
Asentí, indefenso.
—No te creo —dijo mirándome a los ojos.
Stokes miró detenidamente.
—Su Excelencia, realmente parece que…
—Sí, estoy segura. No es él. No puede serlo. —Entregó la antorcha a Stokes y
volvió a coger el bastón—. Si quieres salvar esa bonita piel blanca —dijo ella,
apretando la empuñadura de plata—, será mejor que me digas la verdad.
¿Quién eres y para qué te ha pagado Cecil?
Sentí náuseas. No tenía ni idea de qué decir. ¿Debía escupir la verdad, tal y
como la sabía, o era mejor fingir saber algo que desconocía? ¿Qué posibilidad
me daba más opciones de sobrevivir?
—Soy un expósito… —dije—, me criaron en el hogar de los Dudley, y me
trajeron aquí para servir a lord Robert. Eso es todo.
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Sonaba como si mintiera: oí en mi propia voz la justificación aterrada de un
hombre pillado cometiendo un acto ilícito. Por supuesto, ella lo sabía. Por eso
estaba allí.
Además, la posibilidad de que fuera quien ella creía la había asustado lo
suficiente para hacer que me siguieran, me raptaran y me mataran, a menos que
encontrara alguna manera de poner fin a esa pesadilla pronto. Sin embargo,
conseguí captar su atención.
—¿Un expósito? —repitió ella—. Dime una cosa, ¿de verdad te dejaron en la
casita de un pastor cerca del castillo de Dudley?
Sin apartar mi mirada de la suya, asentí con un nudo en la garganta.
—¿Y sabes quién te dejo allí? ¿Sabes quién te encontró?
Tragué saliva, un rugido sordo llenaba mi cabeza, como si tuviera un océano
en el cerebro. Me oí a mí mismo decir desde muy lejos:
—No lo sé… La señora Alice, el ama de llaves de los Dudley y herbolaria,
e… ella fue quien me encontró. Y se hizo cargo de mí.
Vislumbré algo en sus ojos.
—¿Una herbolaria? —Su mirada era un instrumento médico, un artefacto
con que sondear mis nervios—. ¿Una mujer pequeña con una risa alegre?
Me eché a temblar. La conocía. Conocía a la señora Alice.
—Sí —susurré.
La duquesa de Suffolk dio un brusco paso atrás.
—No puede ser… Eres un impostor controlado por Cecil y pagado por los
Dudley. —Sus siguientes palabras salieron como un torrente hirviendo—. Por
tu culpa, me obligaron a conceder la mano de mi hija al alfeñique de su hijo. Por
tu culpa, me han privado del derecho que Dios me otorgó. —Hizo una pausa, y
su voz adoptó determinación aterradora—. Pero a mí no se me engaña tan
fácilmente. Antes dejaré que este reino se derrumbe que dejar que esa Dudley y
su mocoso consentido se salgan con la suya a mi costa.
De repente, allí colgado de los brazos, lo entendí todo claramente.
Stokes dijo en tono alegre:
—Su Excelencia, yo creo que dice la verdad. Me parece que no tiene ni idea
de lo que están haciendo con él. No sabe quién es.
—Eso está por ver —espetó ella. Levantó el bastón a la altura de la cara e
hizo un clic en el mango; una cuchilla salió de la punta, una hoja oculta, lo
suficientemente delgada para sacar el ojo a alguien—. ¿Has visto lo fina que es?
Puedo deslizarla entre dos fajos de papel sin dejar una marca, y también cortar
el cuero endurecido.
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Bajó el bastón hasta que me rozó la ingle. Oí a Stokes reírse, como una mujer.
Solo me quedaba una oportunidad. Tal vez la ignorancia me salvara.
—No sé de qué habláis, Excelencia. Os lo juro.
Por un momento, su cara mostró confusión. Entonces, su astucia malvada
reapareció, y supe que se había acabado.
—Te han enseñado bien. Interpretas al inocente a la perfección. O quizás
seas lo que dices ser: un pobre infeliz al que han traído para usar contra mí.
Cecil pudo contar la historia a lady Dudley y convencerla de que le daría el
arma que necesitaba. —La risa de la duquesa vibró en su pecho—. Es capaz de
eso y de mucho más. Los dos viven inmersos en sus propios juegos taimados,
cada uno con su propio objetivo. Y por eso morirán cuando acabe con ellos.
Lamentarán haberse cruzado en mi camino e intentar engañarme.
Ella se quedó inmóvil. La expresión de su cara era diferente a cualquier cosa
que hubiera visto: una máscara oscura desprovista de cualquier empatía o
compasión.
—Y en cuanto a ti, no importa quién seas. —Se volvió bruscamente hacia
Stokes—. Ya he malgastado tiempo suficiente. ¿Cuándo estará listo?
—En cuanto suba la marea. La corte estará en la galería viendo los fuegos
artificiales. —Se rio por lo bajo—. Aunque daría igual. Nadie ha estado aquí
abajo en años. Apesta a vicio papista.
Entonces lo vi claramente y todas las piezas encajaron. Mientras los festejos
para celebrar el matrimonio de Guilford y Juana Grey distraían a la corte,
Robert, a quien su padre no permitía tener una novia real (aunque él lo
consideraba su derecho), se encontraría con Isabel. Engañado y confundido,
cegado por su abrumadora ambición, solo tenía palabras vacías que ofrecerle.
El duque no tenía intención de dejar que se casara con la princesa. Juana
Grey era ahora su arma perfecta, un títere de sangre Tudor, novia de su
maleable hijo menor. Dos infelices adolescentes serían los siguientes soberanos
de Inglaterra, mientras que Isabel y su hermana María tenían muchas
posibilidades de acabar en el patíbulo.
El esbirro balanceó el brazo, soltando un golpe que me dejó tumbado en el
suelo.
—No le pegues más —dijo la duquesa—. Debe parecer que ha acabado aquí
por sí solo. Ni heridas ni golpes que no puedan justificarse por su muerte. No
quiero ninguna señal de juego sucio.
—Sí, Su Excelencia —dijo Stokes mientras yo me alejaba de ellos gateando.
El secreto de los Tudor
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Tenía un corte en la mejilla y la sangre mesalía a chorros sobre la cara
magullada. Con la visión borrosa, pude distinguir a la duquesa dándose la
vuelta bruscamente y avanzando hacia la puerta.
—Su Excelencia —grité, consiguiendo que se detuviera—. Me… me gustaría
conocer la razón de mi muerte.
Me miró.
—Nunca debiste nacer. Eres una abominación.
Salió caminando con dificultad, seguida por el esbirro. Stokes tropezó con la
puerta y, antes de cerrarla, dijo:
—No aguantes la respiración. Morirás mucho más rápido. O eso me han
dicho.
Cerró la puerta de un portazo. Oí el ruido del cerrojo metálico.
Solo en la oscuridad, empecé a gritar.
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Capítulo 17
Grité hasta quedarme sin voz. No podía creer que fuera a acabar así. Era
impensable. Quería reducir los muros a escombros rugiendo, excavar una salida
con las manos desnudas, ahora que sabía cómo se sentía un animal en el
matadero, esperando su ejecución.
Sin darme cuenta de lo que hacía, empecé a caminar. Era asombroso cómo
todas las piezas encajaban, asombroso y atroz. Mi llegada a la corte debía de
haber sido premeditada y orquestada por lady Dudley para forzar a la duquesa
a renunciar a su derecho al trono. Y si eso era cierto, lady Dudley tenía que
saber algo sobre mí. Y por eso había aceptado tenerme en su casa. La mujer que
me había desdeñado y humillado, que me había puesto a limpiar establos, que
había ordenado que me azotaran cuando intentaba leer, tenía la llave para
desvelar el secreto de mi pasado.
«Il porte la marque de la rose…».
Me sentí abrumado por la desesperación. Luchaba por no rendirme,
recordándome que todo podía ser una ilusión, una manipulación.
Superado por la ira y el dolor, mientras intentaba buscarle un sentido a ese
absurdo, no presté atención a los cambios sutiles del aire que me rodeaba, ni al
borboteo creciente que señalaba el principio del fin, hasta que oí el agua que se
filtraba por la roca y sentí su tacto frío arremolinarse alrededor de mis pies.
Cuando me di la vuelta, vi un torrente negro que brotaba de la rejilla de la
pared.
Me quedé petrificado. El flujo se hizo más fuerte, más rápido. Con un olor a
podredumbre y mar,salía a borbotones con una fuerza imparable mientras la
marea creciente entraba a través de conductos subterráneos en la celda
minúscula. En cuestión de minutos, todo el suelo estaba inundado.
Volví a la puerta. No había ni pestillo ni ojo de cerradura; unas cuantas
patadas furiosas me confirmaron que tirarla abajo no era una opción.
Sentía en el pecho la opresión del miedo. El agua desbordada del río seguiría
entrando por la rejilla hasta llenar la habitación hasta el techo.
Acabaría ahogándome a menos que descubriera una salida. Durante un
instante, mi cuerpo se negó a moverse. Entonces, me lancé hacia delante y me
zambullí en la trampa mortal y desaparecí rápidamente bajo el líquido. Actuaba
por instinto. Me agaché hasta la rejilla, moviéndome con dificultad a través del
torrente. Haciendo acopio de todas mis fuerzas, la agarré y tiré de ella,
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ignorando el dolor ardiente de los músculos y el hecho de que estaba de rodillas
en el agua que me llegaba ya a la cintura.
Tiré. Nada. Volví a tirar con más fuerza. Unos cuantos pedazos oxidados se
escaparon de entre mis dedos.
—Muévete —susurré—. Muévete. ¡Vamos, muévete!
Con un crujido, la reja cedió. Levanté los brazos para protegerme la cabeza
mientras me zambullía en la piscina. Jadeando y escupiendo una bocanada de
ese líquido viscoso, conseguí ponerme en pie de nuevo. La rejilla se había
retorcido hacia fuera y se había convertido en unas fauces dentadas. No había
ninguna forma de huir.
Y el agua seguía subiendo.
Seguía sin poder creer que fuera a morir.
Las escenas de mi breve estancia en la corte pasaron por mi cabeza. Volví a
ver el desorden y la confusión de Londres, el laberinto de Whitehal, las caras de
aquellos a los que había conocido, que se habían convertido en arquitectos de
mi desgracia.
Pensé en Peregrine: era el único de todos ellos que, tal vez, llorara mi
muerte. Entonces, cuando ya no podía aguantar más, recordé la cara de Kate
Stafford cuando me besó. Y pude ver los ojos de Isabel, como dos soles gemelos.
Isabel.
La sangre circulaba a duras penas por mis extremidades. Sentía trepar el
agua, como una implacable presencia cuyos dedos se arremolinaban alrededor
de mi pecho. Mientras imaginaba el sabor de la muerte y el cieno leñando mis
pulmones, me giré y empecé a aporrear la parte superior de la puerta, todavía a
la vista, con todas mis fuerzas. De mi interior salían gritos que parecían los
aullidos de una fiera. Tal vez nadie me oyera, pero me negaba a ahogarme en
silencio.
Como desde el fondo de un abismo, oí un débil grito:
—¡Brendaaan!
Me calé y me pegué a la puerta aguzando el oído.
—¡Brendan! Brendan, ¿estás ahí?
—¡Estoy aquí! ¡Aquí! —Volví a golpear la puerta, hasta dejarme los nudillos
en carne viva—. ¡Aquí! ¡Estoy aquí!
Las rodillas empezaron a fallarme cuando las débiles pisadas sobre el agua
empezaron a hacerse más fuertes y a sonar más cerca.
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—¡Abre la puerta! ¡Ábrela! —Unas manos que no veía cogieron el cerrojo y
lo descorrieron—. Ten cuidado —grité—, la habitación está inundada. Apártate
antes de…
Caí derrumbado. Una ola me propulsó hacia fuera, me di de bruces contra la
pared de enfrente y caí al suelo como un trapo empapado sin huesos.
En el silencio, una voz asustada preguntó:
—¿Estás vivo?
—Si no lo estoy, entonces tú debes de estar muerto —murmuré.
Unos brazos como bloques de mármol me levantaron. Ante mí, había dos
personas: una de ellas era Peregrine. La otra era un desconocido enorme,
pelirrojo, con la mandíbula cuadrada y la cara llena de granos.
Peregrine dijo:
—¿Qué te ha pasado? Tienes una pinta horrible.
—Tú también la tendrías si te hubieran usado de cebo para osos. —Miré al
desconocido—. Gracias.
Él asintió. Las enormes manos pecosas le colgaban a ambos lados como
hogazas de pan. Entonces, me dirigí a Peregrine:
—¿Cómo me habéis encontrado?
—Por esto. —Levantó mi jubón arrugado—. Lo encontramos junto a la
entrada. Estábamos empezando a buscarte cuando Barnaby vio a un hombre
huyendo.
—Estos viejos claustros y celdas —añadió Barnaby— pertenecían a los
Greyfriars hasta que el rey Enrique los echó. Llevan años abandonados. Nadie
entra aquí con buenas intenciones. En cuanto vi a ese hombre, supe que algo iba
mal.
Me puse el jubón, dando las gracias porque estuviera seco. Estaba calado
hasta los huesos.
—No conseguimos verlo bien —dijo Peregrine con una nota de emoción en
la voz, consciente ahora de que me había salvado la vida—. Estaba demasiado
oscuro e iba vestido de negro, pero captó la atención de Barnaby (tiene ojos de
halcón, ¿sabes?). Tienes suerte de que lo hiciera. Si no hubiéramos encontrado el
jubón por casualidad, nunca se nos habría ocurrido venir a mirar aquí abajo. —
Hizo una pausa y me miró con un nuevo temor—. Hay alguien que te quiere
ver muerto.
—Desde luego. ¿Y no había nadie más con ese hombre? —pregunté, aunque
no necesitaba ningún dato más. Sabía quién era el hombre de negro.
Barnaby sacudió la cabeza.
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—Estaba solo. Es raro, parecía que quisiera que lo viéramos. Podría haberse
puesto en muchos sitios donde no lo habríamos visto.
Aquello me dio un respiro. Me pasé la mano por el pelo, que estaba cubierto
de cieno, e hice una reverencia al joven musculoso.
—Debéis de ser el señor Fitzpatrick, el amigo del rey Eduardo. Permitidme
que me presente. Soy Brendan Prescott. Os debo la vida.
No podía tener más de dieciocho años. No era un hombre desdeñable: alto y
robusto como una barbacana, apuesto a pesar de su cutis imperfecto, y con un
mechón de pelo rojo y rizado que lesalía por debajo de la gorra. A juzgar por el
tamaño de esas manos y su jubón empapado, debía de haber sido él quien había
descorrido el cerrojo y abierto la puerta de la celda.
Barnaby dijo con naturalidad:
—Peregrine me ha dicho que eres un criado de los Dudley. Según me ha
dicho, también eres amigo de Su Alteza la princesa Isabel. Ella es como una
hermana para mí, y por eso he accedido a ayudarte. Pero si intentas hacerle
algún daño —dijo agitando su enorme puño—, no te gustarán las
consecuencias.
Asentí.
—Podéis confiar en mí. No quiero que sufra ningún daño. Os lo explicaría
mejor, si tuviéramos tiempo. Por desgracia, debemos apresurarnos. La princesa
está en peligro.
Extendí la mano para recoger del soporte la antorcha que chisporroteaba.
Peregrine intervino:
—Su Majestad está aquí, en los aposentos secretos. Barnaby dice que lleva
aquí semanas. ¿Ves? Te dije que averiguaría lo que me pidieras.
Miré a Barnaby por encima de la llama embreada y humeante. Su mirada
transmitía una resolución adusta. Empezamos a bajar por el pasadizo,
chapoteando en charcos que nos llegaban hasta los tobillos, hacia la escalera
empinada. Me aventuré a decir:
—¿Está Su Majestad muy enfermo, señor Fitzpatrick?
Barnaby respondió compungido.
—Eduardo se está muriendo.
Me quedé en silencio. Entonces, dije:
—Lamento oírlo. No solo por él, sino porque Su Alteza esperaba poder verlo
de nuevo, pero me temo que no será posible. Ahora solo ruego que me haga
caso.
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—A mí seguro que me hará caso —dijo Barnaby, con una seguridad que me
pareció reconfortante en extremo—. Su Alteza, Su Majestad y yo crecimos
juntos. Compartimos clases con Eduardo. De hecho, enseñamos a Eduardo a
cabalgar. —Sonrió brevemente—. El viejo rey Enrique siempre soltaba una
sonora carcajada cuando los tutores de Eduardo acudían a él para que nos
castigara por poner a Su Alteza en peligro. —Desvió su mirada azul oscuro
hacia mí. Su sonrisa se convirtió en una mueca tensa—. Ella sabe que nunca me
apartaría de Eduardo a menos que me viera obligado a hacerlo. Y sabe que,
incluso en el exilio, encontraría una manera de cuidar de él. Me hará caso, sobre
todo cuando le cuente lo que sé del duque.
Llegamos a los jardines. Jamás en mi vida he agradecido tanto el aire fresco.
Sobre el palacio, cohetes encendidos y ruedas surcaban el cielo a toda velocidad
y explotaban, arrojando un resplandor multicolor sobre las personas
embelesadas que se apiñaban en los balcones de las ventanas del gran salón.
Pegué un respingo al verlos.
—¡Los fuegos artificiales! Rápido, ¿por dónde se va al pabellón?
Peregrine se precipitó hacia la izquierda. Después de cruzar un matorral
frondoso de setos y plantas ornamentales, vi el pabellóndelante de mí. La
quietud del agua del lago reflejaba el espectáculo artificial y parecía bañado en
un fuego resplandeciente. Conforme nos acercábamos, descubrí una figura
negra en la balaustrada. Otra figura estaba de pie a cierta distancia, mirando
hacia el jardín.
—Dejadme que hable un momento con ella —dije a Barnaby—. No quiero
abrumarla de entrada.
Asintió, y él y Peregrine se agacharon, mientras yo avanzaba hacia el
resplandor de la luz de la luna y el falso fuego.
La figura de negro se volvió hacia mí. Me planté delante de ella y le hice una
reverencia. A su lado, Kate soltó una exclamación de asombro. No me había
parado a considerar que, además de llevar la ropa considerablemente sucia,
debía de estar hecho un desastre por los golpes, los cortes y la sangre seca de la
cara.
Agradecí que Isabel no hiciera ningún comentario, aunque su preocupación
era evidente.
—Escudero Prescott, ponte de pie. —Guardó un momento de silencio—. ¿No
te parece un poco tarde para nadar?
Sonreí.
—Un accidente, Su Alteza. Parece peor de lo que es.
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—Doy gracias a Dios por ello. — Sus ojos brillaron. Tenía el pelo sembrado
de perlas y un moño bajo sobre la nuca.
Su aspecto juvenil resultaba cautivador, y la severidad de su vestido negro,
con una gorguera unida y puños de encaje, resaltaba su esbelta figura. Solo las
manos la delataban: no dejaba de retorcer un pañuelo entre sus dedos
exquisitos llenos de anillos.
—¿Y bien? —dijo ella—. ¿Vas a hablar? ¿Algún accidente retiene a tu señor?
—Su Alteza, me temo que traigo noticias de Su Majestad, vuestro hermano.
Y de vuestra prima, lady Juana.
Hice una pausa para humedecerme los labios resecos. En ese momento, me
di cuenta de lo increíble, e incluso absurda, que sonaría mi historia cuando la
contara allí solo y sin ninguna prueba. También tuve la inquietante sensación
de que sabía exactamente lo que iba a decir.
—Te escucho —repuso ella.
—Su Majestad el rey se muere —dije poco a poco—. El duque mantiene su
enfermedad en secreto, puesto que pretende que lady Juana y su hijo Guilford
ocupen el trono. Planea capturaros a vos y a vuestra hermana, lady María, y
encerraros en la Torre. Si os quedáis en Greenwich, nadie podrá garantizar
vuestra seguridad.
Me quedé en silencio. Sin apartar los ojos de mí, Isabel dijo:
—Kate, ¿es eso cierto?
Kate Stafford se acercó a nosotros.
—Me temo que sí.
—¿Y tú lo sabías? ¿Cecil… lo sabía?
—No todo. —Kate no esquivó mi mirada, aunque acababa de confirmar que
había informado a Cecil—. Pero no dudo de la palabra del escudero Prescott.
Me imagino que tendrá buenas razones para decir algo semejante.
Isabel asintió.
—No lo dudo, ni por un segundo. He sospechado que pasaba algo así desde
el momento en que Northumberland rechazó mi petición de visitar a Eduardo.
Supongo que debería sentirme afortunada porque no me hayan arrestado
todavía. —Hizo una pausa, deteniendo su mirada en mí—. ¿Sabes por qué no
me han arrestado todavía?
—Creo que Su Excelencia no quiere arriesgarse —repliqué yo—. Si vuestra
hermana llegara a tener la menor noticia, se apresuraría a abandonar el país. Y
por eso ordenó a lord Robert que fuera a apresarla. Según dicen, alguien de la
corte ha estado proporcionándole información.
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—Estoy segura de que es así —dijo Isabel—. Al fin y al cabo estamos
hablando de John Dudley. A estas alturas, se ha ganado ya más enemigos de los
que María podría ganarse nunca.
—Entonces, no podemos seguir arriesgando vuestra suerte. Tengo amigos
cerca que nos ayudarán a sacaros de aquí. Incluso el buen amigo de Su
Majestad, el señor Fitzpatrick, está…
—No.
Durante un momento, el último de los fuegos artificiales que explotaban a lo
lejos pareció detenerse.
—¿No? —repetí, pensando que no lo había oído bien.
—No —confirmó con decisión—. No pienso irme de Greenwich. Aún no.
Kate repuso enseguida:
—Alteza, no podéis ni pensar en quedaros después de lo que acabamos de
oír. Sería una locura. Prometimos al señor Cecil que…
—Sé lo que prometimos. Dije que tendría en cuenta sus consejos. Que los
tendría en cuenta, Kate, no que los acatara. Y ahora debo aclarar este asunto. No
me lo perdonaría si no lo hiciera.
—Milady —empecé a decir, antes de sentir toda la fuerza de su mirada—, os
ruego que lo reconsideréis. No podéis cambiar los planes del duque, hagáis lo
que hagáis, ni tampoco podéis esperar salvar a Su Majestad. En estas
circunstancias, debéis poneros a salvo, por Inglaterra.
Frunció la boca.
—Hablas como Cecil, y no me gusta. Sé tú mismo, Prescott. Te prefiero como
eres: desvergonzado, imprudente y decidido a hacer lo que sea necesario.
Habría sonreído si no nos hubiésemos estado enfrentando a una situación
tan seria.
—Entonces, por desvergonzado que sea, debo subrayar lo peligroso que
sería mantener vuestra cita con mi señor. Lord Robert aspira a mucho más de lo
que os imagináis. Os traicionaría de cualquier modo que pudiera. Se negó a ir a
apresar a vuestra hermana solo porque cree que aceptaréis su propuesta de
matrimonio.
La expresión de su cara cambió ligeramente. Fue casi imperceptible, pero vi
que la piel de alrededor de su boca se tensaba y un destello de furia le brillaba
en los ojos.
—Y yo —dijo ella suavemente— sé perfectamente cómo tratar con él. —
Levantó la barbilla—. Además, es demasiado tarde. Ahí viene ya.
Me giré. Kate me agarró y tiró de mí hacia atrás.
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—Vete —susurró ella—. ¡Escóndete!
Subí por la balaustrada gateando y caí con un estruendo ensordecedor sobre
unos arbustos espinosos.
—Qué agilidad —murmuró Peregrine.
Él y Barnaby habían trepado sin que nadie los oyera, ambos armados con
dagas. Peregrine me entregó una a mí. Recordé la vieja daga, la que me había
dado Shelton. Stokes me las pagaría, aunque solo fuera por robarme el cuchillo.
Y en cuanto a mi gorra, parecía que la había perdido definitivamente.
A través de las hojas, observé a lord Robert acercarse arrogante por el
sendero. Me había pedido que volviera a ayudarlo a vestirse para la noche,
pero, a pesar de mi ausencia, lo había hecho bastante bien. Estaba
resplandeciente con un jubón de brocado de oro con ópalos engarzados que
debía de costar una fortuna. Se detuvo para quitarse el sombrero con plumas y
subió las escaleras que conducían hasta el pabellón, con las piernas enfundadas
en las botas cordobesas con espuelas de oro, que le llegaban hasta los muslos.
Se arrodilló sobre una pierna ante Isabel.
—Me abruma la felicidad por veros a salvo y con buena salud, Alteza.
Incluso en el pabellón, que estaba al aire libre, su perfume de almizcle era
mareante, como el aliento de una bestia espléndida en su plenitud.
No le tendió la mano ni le dio permiso para levantarse. Guardándose el
pañuelo en el puño, dijo:
—No puedo quejarme de mi salud. Respecto a mi seguridad, todavía está
por ver. La corte nunca fue un lugar de refugio para mí.
Él levantó la mirada. Isabel había hablado sin miramientos, de forma casi
descortés. Aunque era imposible que Robert no se hubiera dado cuenta, actuó
como si así hubiera sido, y replicó con voz ronca:
—Si me lo permitierais, convertiría esta corte y el reino entero en lugares de
refugio para vos.
—Sí. —Ella sonrió—. ¿Eso harías por mí, mi dulce Robin? Desde niños,
siempre me has prometido el sol y las estrellas.
—Y todavía lo hago. Podéis tener aquello que deseéis. Pedidlo y será
vuestro.
—Muy bien. —Ella lo miró fijamente—. Deseo ver a mi hermano antes de
que muera, sin temer por mi vida.
Robert se puso en tensión. Todavía de rodillas, tardó más de lo esperado en
contestar. Por fin, dijo:
—No… No me atrevería a hablar de eso. Y tampoco deberíais vos.
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—¿Ah, no? —Ladeó la cabeza—. ¿Por qué? Los amigos no tienen nada que
esconderse, ¿verdad?
—Así es —dijo él—, pero especular con un asunto semejante es traición,
como bien sabréis.
La risa de Isabel resonó.
—Me alegra oír que alguien de tu familia todavía tiene conciencia. Y que,
aparentemente, mi hermano sigue vivo. Porque si hubiera muerto, ya no sería
traición especular. —Hizo una pausa—. Pensaba que habías dicho que me
darías lo que deseara. ¿Vas a fallarme ahora que te necesito?
—Estáis
jugando
conmigo.
—Se
levantó
de
golpe.
Resultaba
abrumadoramente robusto frente a la delgadez de la princesa—. Y no he venido
a jugar, sino a avisaros de que vuestro derecho al trono está en peligro.
—No tengo ningún derecho —repuso veloz, pero detecté que su voz
flaqueaba ligeramente, y que cedía levemente—. La heredera es mi hermana
María, no yo. Por tanto, es a ella a quien debes avisar.
Robert la cogió de la mano.
—Vamos, Alteza, ya no somos niños. No tenemos por qué competir para ver
quién es el más listo de los dos. Sabéis tan bien como yo que la gente no querrá
a vuestra hermana como reina. Representa a Roma y el pasado, todo lo que
hemos llegado a detestar.
—Aun así, es su legítima, y única, heredera —dijo Isabel, apartando la
mano—. Además, ¿quién sabe? María podría cambiar su fe, como hace mucha
gente en estos tiempos. Es una Tudor, a fin de cuentas, y nuestra familia nunca
ha permitido que la religión se interponga en su camino.
Robert la miró con una familiaridad desconcertante. Me di cuenta entonces
de cuánta historia puede acumularse en tan solo veinte años, y hasta qué punto
dos niñas que crecen rodeadas de intrigas y engaños pueden llegar a apoyarse
mutuamente.
—¿Me tomáis por tonto? —dijo él—. María defendería su fe hasta la tumba,
si fuera necesario. Vos lo sabéis, el consejo lo sabe, vuestro hermano el rey lo
sabe, y…
—Y tu padre es quien mejor lo sabe —dijo Isabel—. Casi se podría decir que
lo anticipa. —Lo miraba con una intimidad calculada que le hacía parecer un
aficionado—. ¿Por eso querías verme? ¿Llevamos los dos últimos días
persiguiéndonos el uno al otro para que acabes diciéndome que mi hermana no
debe subir al trono porque profesa la fe en la que fue criada?
—¡Por Dios bendito! He venido a deciros que, para el pueblo, vos y solo vos
tenéis derecho a ser reina. Vos sois la princesa a la que veneran, a la que
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esperan. Se levantarían en armas para apoyaros, si lo pidierais. Morirían por
defenderos.
—¿Ah, sí? —Su voz era una caricia cruel—. Hubo un tiempo en el que
habrían hecho lo mismo por la madre de María. En ese momento, Catalina de
Aragón era la reina legítima y mi madre, la odiada usurpadora. ¿Quieres que
ocupe el lugar de una mujer muerta?
El aire entre ellos estaba cargado, la tensión era tan palpable que me ponía
los pelos de punta. Desde luego, había mucha historia entre ellos, y mucha más
emoción.
Era la primera vez que veía una pasión tan profunda, volátil y desatada que
podría destruir todo lo que se cruzara en su camino.
—¿Por qué siempre tenéis que atacarme? —La voz de Robert tembló—.
Teméis que María suba al trono tanto como yo. Sabéis que eso significaría el
final de la Iglesia que vuestro padre construyó para poder casarse con vuestra
madre: la ruina de cualquier esperanza de paz o prosperidad. Nos echará
encima la Inquisición en menos de un año. Pero vos no. Vos no tenéis ningún
deseo de iniciar persecuciones. Por eso tenéis al pueblo de vuestro lado, y a la
mayor parte de los nobles. Y a mí. Cualquiera que se atreva a cuestionar vuestro
derecho tendrá que vérselas con mi espada.
Lo miró en silencio. Desde mi escondite, podía ver sus dudas, su miedo al
comprender cuánto había en juego y todo lo que podría ganar con ello. Mis
piernas se tensaron como las de un animal a punto de saltar, cuando imaginé la
lucha de Isabel por justificar un pasado manchado por la sangre derramada de
su madre. Entonces, dijo:
—¿Mi derecho dices? ¿De verdad es mi derecho? ¿O, en realidad, quieres
decir nuestro?
—Es uno y el mismo —dijo rápidamente—. Vivo para serviros.
—Unas palabras inspiradoras. Quizás me conmoverían, si no hubiera oído
antes cosas parecidas. —Fue la primera vez en mi vida que vi a Robert Dudley
sin palabras—. ¿Quieres saber a quién se las oí? —Isabel añadió—. A tu padre.
Sí, mi dulce Robin, tu padre me ha ofrecido más o menos lo mismo esta tarde.
Incluso ha usado los mismos argumentos, y el mismo incentivo. —Robert se
quedó de piedra—. Puedes preguntar a la señora Stafford si no me crees —dijo
Isabel—. Lo vio salir de mis habitaciones, donde había entrado a la fuerza,
mientras yo estaba acostada, para decirme que me convertiría en reina si me
casaba con él. Prometió librarse de su mujer, tu madre, por mí, o más bien por
mi corona. Porque, por supuesto, tendría que hacerlo rey. No rey consorte, sino
rey de propio derecho, de manera que si yo muriera antes que él, en el parto
por ejemplo, como ocurre en muchos casos, él seguiría en el trono y la corona
pasaría a sus herederos, tanto si son descendientes míos como si no lo son. —
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Ella sonrió, digna e implacable—. Así que debes disculparme si no reacciono
con el entusiasmo que esperabas. No puedo entusiasmarme con nada que tenga
que ver con los Dudley.
Su actuación fue cautivadora. No había dicho ni una palabra sobre ello,
aunque explicaba por qué Northumberland había elegido poner a Juana Grey
en el trono.
Como cortesano experimentado, tenía un plan de emergencias por si nosalía
bien su primera opción. Su declaración en Whitehal la noche de la llegada de
Isabel había sido su forma de avisar de que estaba dispuesto a acabar con ella si
se ponía en su camino. Y la princesa había hecho precisamente eso al rechazarlo
a él y todo lo que le ofrecía. Había lanzado su propia declaración de guerra.
Tal y como Cecil decía, el duque la subestimaba.
Robert palideció por la incredulidad, y su piel bronceada por el sol se volvió
de un tono calcáreo. Incluso sentí pena por él cuando dijo con voz vacilante:
—¿Mi padre… os ha pedido que os caséis con él?
—Pareces sorprendido. No veo por qué. De tal palo tal astilla, o eso dicen.
Fue hacia ella con tanta furia que, sin pensar, hice ademán de lanzarme al
ataque, pero Barnaby me detuvo cogiéndome con fuerza por el hombro; al
mismo tiempo, Kate, inmóvil por lo demás, me dirigía una mirada de aviso.
Cerré la mano alrededor del mango de mi daga. Mientras lo hacía, vi a Kate
meter una mano dentro de la capa en busca de algo que, sin duda, era igual de
afilado. Me tranquilizó ver que, al menos en ese sentido, demostraba su lealtad.
Robert agarró a Isabel del brazo con tanta brutalidad que se le soltó el moño
y el pelo le cayó en cascada como una llama por encima de los hombros, y las
perlas se esparcieron por el suelo del pabellón.
—¡Mentís! ¡Mentís y jugáis conmigo, como una zorra en celo y, aun así, Dios
me ayude, os quiero!
Apretó su boca contra la de ella y la princesa retrocedió. Con una réplica
hiriente que resonó en el aire, levantó la mano y le dio una bofetada. Sus anillos
rasgaron la piel de lord Robert, lacerándole el labio.
—Suéltame ahora mismo —dijo ella— o por Dios que no dejaré que vuelvas
a acercarte nunca más.
Sus palabras eran más devastadoras que su golpe. Robert se quedó
pasmado, con el corte del labio sangrando, y después retrocedió. Estaban uno
frente a otro como luchadores, su respiración era sonora, pesada. Entonces, la
agresividad se borró de su cara y la miró con algo parecido al dolor.
—¿No estaréis considerándolo? ¿No pensaréis casaros con él en lugar de
conmigo?
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—Si crees eso, estás más equivocado que él —dijo ella, pero con voz
temblorosa, como si se resistiera a la inseguridad que amenazaba con
quebrarla—. Es ridículo pensar que yo, que nací princesa y me crié como tal,
fuera jamás a permitir que algún plebeyo, como lo son todos los Dudley, se
encelara en mi cama. Antes, la muerte.
Él se estremeció. Su cara se endureció como una roca. Era un momento
terrible: esas palabras suponían la muerte de la confianza forjada durante años
de niñez.
Ninguna mujer había humillado jamás a Robert Dudley. Había poseído a
todas las que había querido. Pero a pesar de toda su astucia, toda su vanidad y
pretensiones, solo deseaba a una mujer, y esa mujer acababa de rechazarlo con
una resolución cruel que se había clavado como una lanza en su corazón.
Se enderezó.
—¿Es vuestra última palabra?
—Así es. No seré la víctima de ningún hombre, ni rey ni plebeyo.
—¿Y si ese hombre os declarara su amor?
Soltó una carcajada.
—Si el amor de un hombre es así, ruego a Dios que me libre de él para
siempre jamás.
Él explotó.
—¡Pues que así sea! ¡Lo perderéis todo, el país, la corona: todo! Os lo
quitarán todo y lo único que os quedará es vuestro orgullo infernal. Os amo.
Siempre os he amado, pero dado que parece que no os importa en absoluto, no
me dejáis más opción que cumplir las órdenes de mi padre. Apresaré a vuestra
hermana y la llevaré a la Torre. Y bien sabe Dios, Isabel, que la próxima vez que
mi padre me envíe al frente de un pelotón de soldados tal vez sea para llamar a
vuestra puerta en Hatfield.
Ella levantó la barbilla.
—Si eso llegara a pasar, entonces, agradeceré ver un rostro familiar.
Robert se inclinó colérico y bajó los escalones furioso en dirección al palacio.
La noche lo engulló. En cuanto se fue, Isabel se tambaleó. Kate se precipitó a
ayudarla.
—Que Dios me ayude —la oí susurrar—. ¿Qué he hecho?
—Lo que debíais hacer —dijo Kate—. Lo que exigía vuestra dignidad,
Alteza.
Isabel la miró y se le escapó una risa temblorosa.