Capítulo 21

Llevaba dos meses en el castillo Forterque cuando despertó con unos intensos dolores en los riñones. Según la doctora Weitz, todo marchaba bien, y Robert nacería en febrero según lo previsto, pero en cuanto Ellie despertó con ese latigazo de dolor pinchándole el final de la espalda, supo que el niño se adelantaría. A duras penas, logró enderezarse en su enorme cama matrimonial y llamar a Ambrose con el timbre de la mesilla. Quince minutos después, de pie en el cuarto de baño, vio, aterrada, como rompía bolsa e inundaba el lugar.

Ambrose y una de las doncellas la llevaron hasta el hospital más cercano al castillo, en Windsor, donde la atendieron y la calmaron mientras la llevaban en volandas al quirófano. Estaba con trabajo de parto, las contracciones se sucedían cada cinco minutos y ella, una primeriza de veinticuatro años, estaba a punto de alumbrar a su hijo sin previo aviso y con un dolor indescriptible. Hubiese matado a William… lo estaba haciendo sola, maldito William, pensó, reclamando la anestesia epidural a gritos.

Robert William Forterque-Hamilton vino al mundo el veintidós de diciembre, a las cuatro de la madrugada, en el hospital Hartford de Windsor. Ellie dio a luz sola, sin una mano a la que sujetarse ni nadie que la consolara en medio de aquel miedo atroz que la asaltó en el último momento.

El bebé era prematuro, siete meses, y todo el mundo cuchicheaba sin hablar con ella. A pesar de las continuas preguntas a los médicos y sus ruegos a las enfermeras, todos sonreían sin hacerle demasiado caso, por supuesto. Ambrose no intervenía en lo más mínimo y Elizabeth se sentía impotente, inmóvil en la cama, aguantando estoicamente las contracciones, sin poder levantarse para exigir respuestas.

Finalmente se la habían llevado a la sala de partos y Robert había nacido rápidamente. Cuando se lo entregaron y lo tuvo sobre su pecho, Ellie sollozaba de alegría y cansancio: aquel pequeño bebé aún sucio y cubierto de sangre era lo más hermoso que había visto en su vida y besó su cabecita, diciendo su nombre, hasta que el pediatra se lo quitó suavemente para llevarlo hasta la incubadora. Pesaba tres kilos y medía cuarenta y siete centímetros: muy grande para un sietemesino y además era sano, fuerte y con carácter, según le informó el médico, tres cualidades que a la orgullosa madre la hicieron sonreír.

Pocas horas estuvo Robert en la incubadora, casi inmediatamente se lo entregaron a Ellie, que ya se recuperaba del trance con bastante optimismo, y el pediatra aseguraba que el pequeño estaba perfecto. Así pues, tres días después del parto, Ellie y su familia celebraron la Navidad en el castillo Forterque, con el pequeño lord durmiendo como un bendito en brazos de su orgullosa bisabuela Remedios, que juraba que el chiquitín era igual que su padre.

- Es una pena que ese guapo marido tuyo esté perdiéndose este momento, cariño -su abuela le hablaba mientras Ellie descansaba tras darle el pecho al niño-, estos momentos son irrepetibles.

- Él es quien más lo lamenta en este momento, yaya -contestó Ellie con los ojos llenos de lágrimas-, te aseguro que él está sufriendo por no poder estar aquí.

- ¿Y cuándo vuelve? -La abuela llevaba meses resistiéndose para no agobiar a su nieta, pero ya no podía más, era evidente que Elizabeth necesitaba a ese hombre a su lado-. Perdóname, cielo, pero es que todo esto me parece muy raro.

- Volverá pronto, no te preocupes. -Ya estaba llorando otra vez-. Vendrá antes de lo que pensamos, estará como loco por ver a Robert. Tú tranquila, abuelita. Todo irá bien.

Pero William no venía. El tiempo seguía avanzando y tras el invierno, cuando su hijo cumplió sus primeros cuatro meses de vida, Elizabeth ya no sabía si debía seguir esperando o si debía aceptar su realidad tal cual era. Estaba sola, con un hijo y una vida por delante, debía asumir la dura realidad. Habían pasado más de seis meses desde su llegada, y seguramente las cosas para la familia Forterque-Hamilton no habían mejorado.

Seis meses en la vida del siglo xvi no era demasiado tiempo. William tenía mucho trabajo que hacer, y muchas puertas que tocar en medio de aquella singular y salvaje guerra que Marian había declarado contra ellos. Al menos su pequeño Robert estaba a salvo y eso reconfortaba a una Elizabeth cada día más desolada.

Por la noche, mientras amamantaba al bebé, se embelesaba observando las pequeñas facciones de los Forterque-Hamilton impresas en él. Era muy parecido a su padre, rubio como James y como Mary, y tenía unos grandes ojos azules que la miraban con devoción. Ellie comprendió que jamás podría sentir más amor que el que experimentaba cuando miraba a su hijo y se convencía, día tras día, de que ese amor y esa entrega la ayudarían a organizar una vida plácida y tranquila sin William.

Su figura se había recuperado muy rápidamente; estaba más delgada y angulosa, pero sus formas estaban intactas y gozaba de una energía recuperada que empezó a emplear en el estudio de los Forterque-Hamilton. Mientras Robert dormía, ella estudiaba e investigaba y cuando el pequeño estaba despierto le dedicaba el ciento por ciento de sus mimos y cuidados.

Rob, así lo llamaba, porque Robert le parecía un nombre muy grande para él, era despierto y sonriente, observaba todo con curiosidad y le encantaban los caballos. Cada mañana lo llevaba de paseo a las cuadras para que observara a los animales, y el pequeñín aplaudía cuando lo acercaba hasta ellos.

- Entiende a los caballos -decía Ambrose cada vez que veía la reacción del bebé-. Es la genética, señora. Robert montará antes de aprender a caminar.