X

Hacía tres días que Billy apenas si salía de su oficina. Bob le subía bocadillos y se pasaba las horas inmóvil, sentado en el sillón giratorio con la cabeza echada hacia atrás, fijos los ojos en el techo y con el cerebro completamente vacío.

Firmaba los documentos que le llevaban con ademán de autónoma. Más de un hombre parecía una momia, o tal vez un hombre que acabaran de asestarle un mortal mazazo en la cabeza.

Sus manos caían a lo largo del cuerpo, y cuando los dedos sostenían el cigarrillo, temblaban perceptiblemente. Y cuando Bob le subía los periódicos oliendo a tinta, lanzaba sobre ellos una mirada estúpida y volvía a dirigir los ojos al techo. No había arrugas en su frente, propias del hombre que piensa o medita, sino una gran pesadez, como un vacío insoportable que se transmitía a la boca en un instante de amargura.

Así, a los cuatro días, lo encontró Rhoda.

Spence no la dejaba pasar. Pero Rhoda, segura de sí misma y del poder que ejercía sobre Billy Gibbs, miró a Spence de arriba abajo y desdeñosa exclamó:

—Abra esa puerta, Spence, si no quiere perder el puesto.

—¿Cree usted que aún hizo poco?

Ella sonrió desdeñosamente.

—¿Qué sabe usted de estas cosas, Spence? Métase en lo suyo y déjenos en paz a Billy y a mí.

Y empujando al joven, Rhoda entró en el despacho de Billy, donde éste, rígido y lejano, continuaba sentado en el sillón, con los ojos fijos en la puerta.

—¡Billy, cariño!

El hombre no contestó. La miraba como si la viera por primera vez, en aquel instante. Como si para él, Rhoda fuera una mujer extraña. Y lo curioso del caso es que Billy no daba a sus ojos una expresión premeditada. Billy Gibbs se sentía otro hombre en aquel instante, y Rhoda, asustada, lo comprendió así.

Avanzó hacia la mesa y se situó tras él. Puso las dos manos en los anchos hombros de Billy y ocultó la cabeza en su cuello.

—Billy, mi amor —susurró con voz de gatita mimosa—. Hace cuatro días que no te veo. ¿Por qué no has ido?

Billy pareció despertar de un profundo sueño. Apartó las manos femeninas de sus hombros, y muy lentamente se puso en pie.

Miró a Rhoda desde su altura, y fue tal la expresión de sus ojos, que Rhoda, asustada, dio un paso atrás con la frente fruncida.

—¿Qué..., qué te pasa, Billy?

Y entonces, el periodista empezó a reír a carcajadas. Era su risa fuerte, desconcertante, como la de un loco, que después de jugar a estar serio dos semanas, le causara regocijo su propia risa.

—¡Billy!

—Es... —exclamó Billy, sin dejar de reír— grotesco, absurdo, estúpido.

—¡Billy!

—Estúpido, sí, grotesco, y no me he dado cuenta hasta este instante.

—¡Billy! —se asustó Rhoda, dando un paso hacia atrás—. Billy... ¿Te has vuelto loco? ¿No te das cuenta de que soy yo? ¡Tu Rhoda, Billy, mi vida!

El periodista se dejó caer como un fardo en el sillón giratorio y dejó de reír súbitamente. Pero sus ojos fijos en la mujer tenían algo terrible, acusador.

Rhoda más bien lo intuyó que lo supo; acababa de perder a Billy. Y si perdía a Billy perdía la lucha por el periódico, y lo que es peor, a George. Esta idea la enloqueció y dio un paso al frente, dispuesta a cercar con su coqueteo al hombre que para ella significaba un arma de caza. Sabía el ascendiente que ejercía sobre Billy, y no creía haberlo perdido definitivamente. Sólo era cuestión de agudizar sus encantos. Entornó la mirada e hizo un mohín con la boca. Billy, que conocía aquellos gestos y que por ellos había perdido a su esposa, sus hijos, su hogar y la estimación de sí mismo, sintió asco y rabia, y desprecio hacia su persona, porque comprendía que por aquel falso placer había perdido la bendita intimidad de su casa, la ternura inapreciable de su mujer y el cariño infinito de sus hijos. Pero aquello, sí, que vestía faldas y tenía formas esculturales, pero que, no obstante, carecía de alma.

—Billy, cariño mío...

Y fue a tentarlo.

Entonces, el hombre la apartó de un manotazo y gritó fuera de sí:

—¡Márchate, Rhoda! ¡Márchate muy lejos!

Su voz sonaba enronquecida, extraña en los oídos de Rhoda. Pero ésta aún no se dio por vencida. Se mantuvo firme delante de él y susurró:

—No puedes hacer eso, cariño. Ya sabes que somos formados el uno para el otro.

Brusca e inesperadamente, Billy se puso en pie, y asió a la mujer por un brazo. La agitó cual si fuera presa de súbita locura, y entonces, sí, Rhoda supo que lo había perdido todo.

*  *  *

Nunca creyó perder a Billy de aquel modo inesperado y absurdo. Ella confiaba en su poder personal y jamás se le ocurrió pensar que fuera Bill, y no ella, quien pusiera fin a sus sucias relaciones. Por eso, aun a riesgo de parecer absurdo, lo miraba incrédula, mientras su cuerpo se agitaba sacudido por la mano vigorosa de Billy.

—¡Formados el uno para el otro...! —gritó Billy fuera de sí, dándole un empujón y tirándola hacia la pared—. ¿Tú y yo formados el uno para el otro? ¿Aún no te has dado cuenta de que te desprecio, Rhoda Batt? Pero no es eso lo peor —añadió con energía—. Lo lamentable es que me desprecio a mí mismo como si fuera, y lo soy, el peor miserable de este mundo. ¡Tú y yo formados el uno para el otro! Quita, mujer, vete muy lejos, olvida tu colaboración en este periódico, y olvida que un hombre estuvo loco a tu lado.

—Me amas...

Billy retrocedió un poco y cayó de nuevo sobre el sillón. Pasóse los dedos por la frente y se movió cual si lo agitaran. En aquel instante parecía un hombre muerto de frío, desesperación y pesar.

—¡Amarte...! —repitió como un eco—. Los hombres deseamos a las mujeres. Pero sólo amamos verdaderamente a una. Lo que me extraña es que yo no pensara en ello hasta ahora.

Hablaba como si se hallara solo, y Rhoda aún creyó poder arrancar al hombre de su infinita apatía. Por eso, dando un paso al frente, susurró:

—Billy, amor mío...

—¡Cállate! —gritó Billy como si de pronto recuperara su perdido vigor—. Cállate. Tus frases me ofenden.

—Dijiste que me amabas.

—Y el cielo me castiga por tan vil mentira. ¿No te das cuenta? ¿Aún no sabes que estoy solo, espantosamente solo? ¿Todavía no sabes que ella, mi mujer, la madre de mis hijos, la que llenó de felicidad las horas de todos mis días, a excepción de las que pasé a tu lado perdido en el pecado de mis deseos, me abandonó? ¿Es que no sabes que soy un hombre destrozado? —y fieramente, añadió—: Márchate, Rhoda, porque no quiero hacerte responsable de mi desdicha, y si continúas aquí... Si continúas aquí...

Y como loco se puso en pie y fue hacia ella. Rhoda dio un salto hacia atrás y alcanzó la puerta.

—¡Vete! Y olvida o... no olvides, pero vete muy lejos de mí. Porque verte, es despertar en mí un desprecio infinito hacia ti, y lo que es peor, hacia mí mismo.

—¡Billy!

—¡Vete!

Fue tan ronco aquel grito, que Rhoda, asustada, comprendió que aquel era el fin. Abrió la puerta y salió despavorida. Entonces, Billy se derrumbó de nuevo en el sillón, ocultó la cara entre las manos y gimió con voz ahogada:

—¡Elsie, Elsie, nunca debiste abandonarme! ¡Oh, Elsie, Elsie, Elsie, cuando más te necesitaba...! ¡Cuando más te necesitaba...!

E incapaz de soportar el dolor, dejó la cabeza apoyada en la mesa y los brazos caídos a lo largo del cuerpo.

*  *  *

—Debes ir... —dijo un compañero.

Spence tiró con rabia el cigarrillo y lo pisó por tres veces.

—Yo creo, Spence, que...

—Sí, sí —cortó Spence—, que es lo que crees más conveniente.

—Cielos, esto se eterniza. Lleva seis días sin salir de la oficina, a base de café, bocadillos y cigarrillos. Eso agota a cualquier hombre.

—Escucha, Tom. Hace cosa de dos meses entré en la oficina de Billy y le hablé. Tú sabes el resultado.

—Era distinto.

—¿Distinto?

—Naturalmente. Elsie lo abandonó. El repudió a Rhoda... ¿No es eso significativo?

—Lo es, pero para la cuestión del periódico nada es significativo, salvo este papel.

Y lo golpeó fieramente.

—Pues debes decírselo. Viene dirigido a ti, lo que demuestra las dotes intuitivas de míster Blattle.

—Y es lo que me descompone —gritó Spence, furioso—. Yo no soy de los que suben a costa de la caída de un compañero. ¿Te enteras, Tom? Coge tú el telegrama y ve si quieres. Yo no.

—Pero es que sería meterme en cosas que no me incumbe. Tu deber es advertir a Billy que míster Blattle llega esta tarde.

—¡Yo no! —exclamó rotundo.

—Y cuando llegue, Billy estará desprevenido, y tú, que no quieres ver su caída, lo habrás hundido definitivamente.

Spence se quedó desconcertado. Lo que Tom aprovechó para insistir:

—Tu deber de compañero es decirle la verdad. Tal vez ni siquiera te pregunte a quién va dirigido este telegrama.

—Es que yo no soy ningún traidor —exclamó de nuevo Spence con violencia—. Y tendré que decirlo.

—Pues dilo.

—Y Billy se considerará despedido.

Spence movió su rubia cabeza con energía.

—No, Tom. Todos los hombres estamos expuestos a perder de vez en cuando la cabeza. Yo la he perdido antes, tú la puedes perder algún día. Billy le perdió en el momento menos indicado de su vida. Tenía una gran oportunidad para demostrar lo que era y lo que sabía, y no pudo hacerlo. ¿Que tuvo él la culpa? Somos hombres y a veces nos comportamos como niños.

—No voy a discutir eso, Spence. Tengo mujer e hijos, y sólo pienso en el bien de mi hogar. Ninguna Rhoda me hubiera deslumbrado.

—¡Qué sabes tú!

—Además, no estamos discutiendo eso. Por lo que parece la locura de Billy ya no existe, pero está sobre la mesa la gran pepeleta de su porvenir, y creo que es tremendo para Billy. No creo que míster Blattle venga desde Escocia sólo a saludarnos. El periódico está materialmente hundido, y se necesitarán meses, o tal vez años, para darle de nuevo el prestigio perdido. ¿Quién es responsable de esta aparatosa caída? Billy Gibbs. Y no fue precisamente porque tú y yo no se lo hubiéramos advertido. A míster Blattle ha de importarle un bledo que Billy Gibss quiera jugar a vivir una aventura sentimental.

—Bueno —se impacientó Spence—, concretemos qué es lo que deseas.

—Que vayas a su despacho y le digas lo que ocurre. Estimo que es tu deber.

Spence apretó los labios, asió el telegrama que estaba sobre la mesa, y se levantó con súbita decisión.

Minutos después estaba ante un Billy indiferente y lejano.

—Billy...

Lo miró ausente.

—Billy...

—¿Sí?

—Parece que no me oyes.

—Sí, sí... Te oigo.

—Puedo... ayudarte en algo?

Billy movió la cabeza de un lado a otro, denegando.

—Billy... Tus cosas no se solucionan así. Tienes que variar.

—¡Ah!

—Pero... amigo mío...

Y asustado se inclinó sobre la mesa. Billy parpadeó bajo los fijos ojos de Spence.

—Compañero...

—Déjame solo, Spence.

—Elsie...

Todo el cuerpo de Billy se crispó. Llevóse la mano a la cara y la apretó en ella con violencia.

—No... nombres a Elsie —dijo muy bajo.

—Ve a buscarla. Yo sabía que no podías vivir sin ella.

Billy esbozó una tibia sonrisa.

—Elsie no volverá. Tú no conoces el orgullo de Elsie dijo como si se diera una razón a sí mismo—. Elsie es de las mujeres que soportan mucho, pero cuando... cuando se... cuando se cansan...

Y desesperadamente volvió a apretar los dedos en la cara.

—Billy, míster Blattle llega esta tarde.

—¡Ah!

—¿No... te inquieta?

Con gran asombro de Spence, Billy alzóse de hombros.

—Sólo me inquieta mi soledad —dijo—. Mi vida íntima, llena, completa, perdida por un sucio deseo... Eso es lo único que me inquieta. Déjame solo. Tengo que... tengo que... —apretó de nuevo los dedos en la cara— que habituarme.