IV

Repantigado en el sillón y con las piernas extendidas sobre la mesa, el pitillo ladeado en la boca y la cabeza un poco echada hacia atrás, Billy Gibbs pasaba ante sus ojos la correspondencia. La clasificaba e iba colocándola sobre la mesa. De pronto se incorporó. Tenía ante los ojos una carta para Rhoda Batt, dirigida a aquella redacción, y procedente de Nueva York, del periódico para el cual trabajaba.

Billy esbozó una tibia sonrisa. Una de aquellas sonrisas un si es no cínica, que le sirvieron para conquistar a Elsie... y a tantas otras chicas que antes de casarse con la madre de sus hijos pasaron por su vida.

Bajó los pies de la mesa, se sentó correctamente, frunció el ceño sin soltar la carta y le dio algunas vueltas entre los dedos.

Eran las siete de la tarde, y Rhoda no había ido por la redacción. Volvió a sonreír, esta vez con sarcasmo, e inmediatamente pulsó un timbre. Al instante apareció un botones.

—Pasa, Bob, y cierra la puerta, que hace un frío condenado. ¿Cuándo diablos encienden la calefacción?

—Para la quincena próxima, señor.

—Vamos a ver, Bob. —Y blandió la carta—. ¿No hay forma de averiguar la dirección de miss Batt?

—La sé, señor.

—¿La sabes?

—Naturalmente, señor —sonrió el chiquillo, triunfal—. Me entregó una tarjeta el día de su llegada. Dijo por si había correspondencia para ella.

—Perfectamente, Bob. Dame la tarjeta.

El botones hurgó en sus bolsillos y extrajo un puñado de tarjetas. Buscó afanosamente y halló lo que buscaba.

—Aquí está, señor.

Billy la tomó entre sus manos y esbozó una sonrisa indefinible.

—Puedes retirarte, Bob. Voy a salir —añadió sin transición—. Si hay alguna novedad, me llamas a este número.

Y se lo anotó en el dorso de una tarjeta personal.

—Sí, señor.

—Puedes marchar.

Bob salió y Billy volvió a repantigarse en el sillón, si bien esta vez no levantó los ojos en dirección al tablero de la mesa.

Contempló la tarjeta con sonrisa diabólica.: «Rhoda Batt. Calle Ciento cincuenta y ocho. Apartamento B».

—Perfectamente —gruñó—. No me dio su dirección, pero se la dio a Bob. Eso es muy significativo.

Se puso en pie, vistió el gabán, cogió el sombrero y salió de su despacho, desechando el ascensor.

Al instante, su viejo «Oldsmobile» se deslizaba por las calles de Chicago, bañadas por el crepúsculo.

Apretó las manos en el volante y pensó: «¿Buscaba una aventura? ¿O simplemente una charla agradable?» No lo sabía. Desde luego, no buscaba una aventura. Le tentaba aquella mujer, le tentaba y le atraía. ¿Por qué razón? Sencillamente, porque aquella mujer tenía unos ojos que llamaban a uno.

«Tal vez una vez la conozca, me canse —pensó—. ¿Amarla? Yo amo a Elsie. Claro que mí esposa...»

Sacudió la cabeza. No quería pensar en su mujer en aquel instante. Ni en sus hijos ni en su hogar. Elsie parecía haber olvidado que él era un hombre. ¿Había dejado Elsie de amarlo? No, no lo creía posible. Elsie era constante y fiel y muy honesta.

Al entrar en la calle Ciento cincuenta y ocho, el «Oldsmobile» aminoró la marcha hasta detenerse frente a un edificio de veinte pisos, de ventanas apaisadas, pintadas de blanco. Aparcó el auto y saltó a la acera.

Atravesó el lujoso portal y se cerró en el elevador. Entonces se miró a sí mismo, un tanto perplejo. ¿Qué iba a buscar allí, en realidad? Alzóse de hombros. Iba a llevar una carta y a ver a una mujer que le resultaba un tanto misteriosa, y a él le tentaba aquel tipo de mujeres.

El elevador se detuvo y Billy salió de él y quedó erguido en el rellano, buscando con los ojos la puerta B. La vio al instante, y sin vacilación alguna se aproximó a ella y pulsó un timbre.

Tardaron en abrir. Sintió pasos lentos y un débil carraspeo. Después, la puerta se abrió.

La mujer que vio Billy era rubia como el oro, tenía los ojos muy grises y una boca tentadora. Vestía pantaloncitos cortos y jersey descotado, y entre los labios lucía un aromático cigarrillo.

—¿Usted, míster Gibbs? —exclamó Rhoda.

Y con la mayor naturalidad, Billy penetró en el apartamento quitándose el sombrero, y dijo:

—Sí, yo.

*  *  *

—¿Qué va a tomar?

—Martini.

—Siéntese, por favor.

Billy, despojado del gabán, se dejó caer en el muelle sofá y contempló curiosamente el lugar donde se hallaba. Era una salita triangular, cubierto el suelo por una gruesa alfombra, moderna decoración y un cierto aspecto de cámara pagana. Como ella, pensó: «¡Me habré equivocado?» Billy se equivocaba pocas veces juzgando a las mujeres.

Miró a Rhoda. Vestida de aquel modo estaba muy atractiva, doblemente atractiva, y no parecía ruborizada por su presencia. Era sin duda, pensó Billy, una mujer habituada a recibir hombres.

Sin mucho escrúpulo contempló las perfectas piernas de la periodista, sus caderas redondas y el busto erguido, de túrgidos senos. Ciertamente, tentadora.

—Le traigo una carta.

—¡Oh, se lo agradezco!

—Aquí la tiene. —Y con brevedad—: ¿Por qué no me llamó por teléfono?

—¿Y para qué?

—Usted lo sabe.

—Se equivoca, Billy.

—¿Me equivoco?

—Seguramente. Beba.

Y le entregó el martini. Billy lo apuró de un trago y se quedó con el vaso entre las manos. Inclinado un poco hacia adelante, con las manos apoyadas entre las rodillas, sin dejar de jugar con el vaso, la miró fijamente.

—¿Vengo a bunscarla para comer conmigo?

—Tiene usted esposa e hijos —dijo ella, suspicaz.

Billy se impacientó. No era hombre que gustara de preámbulos ni juegos de palabras.

—¿Vengo?

—Escuche, Billy....

—Retóricas no, ¿eh, Rhoda? Vamos a quitarnos las caretas.

—Es usted demasiado temerario. Puede que yo no la tenga.

Billy esbozó una de sus sarcásticas sonrisas.

—Rhoda, admita, hágame usted ese favor, que no habla con un imberbe.

—Usted tampoco debe olvidar qué clase de mujer soy.

—Por eso mismo —sonrió afable—. ¿A qué hora?

—Creo que a ninguna.

—¿A qué hora, Rhoda?

—Le he dicho...

—Los dos sabemos que las excusas sobran.

—Repito que es usted demasiado temerario.

—Es que no me ahogo en un vaso de agua. Suelo necesitar una piscina.

Ella estalló en una carcajada. Billy dominó el deseo de aprisionarla entre sus brazos y hacerla callar de modo violento. La estaba molestando aquel tanteo de frases sin sentido.

—A las nueve. ¿Le parece bien, Rhoda?

—¿Y su esposa?

—Por favor, olvídese usted de ella.

—Elsie...

—No me gusta que la nombre —dijo, frío—. ¿Quién le dijo su nombre?

—¡Oh! Es usted muy conocido en el mundo intelectual de Chicago.

—Si bien, nunca inaluyo mi vida privada en ese mundo.

—De todos modos, prefiero que cene con su esposa y sus hijos, Billy.

—Y yo prefiero cenar con usted.

Se puso en pie y fue hacia ella. Rhoda no retrocedió. Valientemente soportó la viva mirada de Billy y escuchó inmutable sus breves frases.

—A las diez vendré por usted.

—¿Y si no voy?

Billy la miraba analítico.

—Si no viene —dijo, rotundo—, tanto peor para usted.

—¿No es mucha presunción por su parte?

—No soy presumido.

—Ya lo veo. Es usted un tipo campanudo, que está habituado a conseguir cuanto desea.

Billy no se inmutó. Pero pensó en Elsie. ¿Habituado a conseguir cuanto desea? No, por mil demonios. Claro que no. Pero, ¿qué le importaba aquella mujer? El buscaba un desquite a su ansiedad masculina. Había muchas otras mujeres en Chicago, pero tenía que ser aquella. Era como una necesidad material... Espiritual, no; él era un hombre honrado y no le gustaba mezclar el espíritu en cosas sucias. La asió por los brazos y con brusquedad la apretó contra sí. La besó valientemente, sin que ella pusiera resistencia, y cuando la soltó se sintió menos ansioso. Se alegró por ello.

—A las diez —dijo girando hacia la puerta.

Rhoda le miraba fijamente. No contestó, pero supo que cenaría con él.

*  *  *

—Mamá, tengo hambre.

—Espera, Don.

—Tengo hambre.

—¿Por qué no le das de cenar, Elsie?

—Porque espero por Billy.

En aquel instante sonó el teléfono. Mistress Dawer, madre de Elsie, asió el auricular.

—Diga.

—¿Quién es?

—Lucía Dawer.

—Hola, mamá. Soy Billy.

—Ya te reconocí por la voz.

—¿Hay alguna novedad, mamá, que estás ahí?

—No, hijo, no. He salido de compras y vine a ver a mi hija.

—¿Te quedas a cenar?

—Puede que sí. Luego vendrá John a buscarme.

—Cuánto lo siento, mamá Yo no puedo acompañaros. Tengo aquí mucho trabajo. Como ya sabes, míster Blattle se fue a Escocia y me dejó al tanto de todo.

—No, no lo sabía.

Hubo una vacilación al otro lado del hilo.

—¿No te lo dijo Elsie?

—No.

—¡Qué extraño! Bueno, mamá, hasta otro día.

—Buenas noches, Billy.

La dama colgó y miró a su hija.

—Era Billy.

—Ya.

—No viene a cenar.

—Desde hace un mes, apenas si cena en casa. —Dice que ocupa el puesto de mister Blattle. ¿Por qué no me lo has dicho? Eso es muy importante para el porvenir de Billy.

Elsie abrió mucho los ojos.

—No... No lo sabía.

Mistress Dawer se sentó de golpe.

—¿Que no lo sabías? ¿No te dijo nada Billy?

—No, creo que no.

—Elsie, ¿qué ocurre?

Elsie quedó desconcertada. Hasta aquel instante no se dio cuenta que, en efecto, podía ocurrir algo. De todos modos no admitió que pudiera ocurrir nada.

—¿Qué va a ocurrir? A Billy se le olvidó decírmelo.

—¡Qué extraño! Una cosa tan importante y que se haya olvidado... Además, dijo que suponía que me lo habías dicho tú.

—¿Ves? Creyó que me lo había dicho.

La dama titubeó antes de decir:

—¿No vives un poco al margen de los asuntos de tu marido?

—Mamá, por Dios. Tengo tanto en qué pensar... Don y Jane me dan mucho que hacer.

—Sí, sí. Yo también luché con vosotros, pero no por eso dejé de atender a mi marido. ¿Son frecuentes estas cenas fuera de casa, de Billy?

—Pues antes, no. Pero ahora, desde hace un mes...

—¿Sí?

—Sí.

—Mamá —chilló Don—, tengo hambre.

—¡Oh! Es cierto. Voy a daros de comer.

—Elsie...

—Háblame, mamá, mientras preparo la mesa. Te escucho.

—Temo que no me escuches, hija. Estás demasiado, ¿cómo dirá?, consagrada a los hijos, al hogar..., a todos estos pequeños detalles que alejan a un hombre de su casa.

—Mamá, por favor...

—Bueno, ya sabes que no me gusta machacar sobre estas cosas. Pero yo, en tu lugar, viviría más cerca de Billy. Al fin y al cabo, los hombres son hombres, ¿no?

—Eso creo.

—Pues hay que tratarles como lo que son. Recuerdo que hace años, cuando tú empezabas a caminar, tuviste la escarlatina complicada con pulmonía. Estuviste a dos pasos de la muerte. Yo te consagré mis noches y mis días. Quedaste tan mimosa, que incluso ya convaleciente hube de ocuparme de ti como si acabaras de nacer. Y cuando me percaté, tu padre se pasaba los días y las noches en el club.

—Billy no es así.

—Billy —saltó la dama— no es un virtuoso.

—Bueno, no lo es; pero tampoco es mal marido.

—Bien, ya cambiarás de modo de pensar.