IV
—Hijo descarriado.
—Mamá, si vengo cuando puedo.
—Me tienes abandonada.
—Lo lamento. No es mi deseo.
La dama caló los impertinentes para verlo mejor.
—¿Sabes, Félix Te encuentro más desmejorado. Y tengo algo grave que decirte. Como comprenderás, yo no puedo abandonar a tus primos. He seguido paso a paso lo que hace la orgullosa de mi sobrina y he sabido que está trabajando en tus oficinas.
Félix dio un salto en la silla y quedó rígido frente a su madre. Nunca nada le dijera ésta que tanta sorpresa le causara. A decir verdad, siempre oyó a su madre como el que oye llover y jamás tuvo en cuenta sus chismes familiares. Pero aquello era demasiado, sorprendente.
—No lo esperabas, ¿verdad?
—¡Por mil demonios que no!
Con nerviosismo encendió un cigarrillo y casi sin haberlo probado lo aplastó en el cenicero a su alcance. María Fuentes, viuda de Guerrero, se sintió satisfecha.
Al menos había algo que despertaba el interés de Félix, lo cual no era fácil.
—Supongo que tendrás más mecanógrafas en tu oficina y por si ignoras el nombre te diré que se llama...
—¡Viky! —dijo, con voz sorda.
—¿Ya lo sabías?
Félix recuperaba su sangre fría, su indiferencia, casi su cinismo.
—Pues, sí, lo sabía —mintió—. De no haberlo sabido no la hubiera admitido.
—No lo sabías, Félix.
Ya nada podría desmontarlo de allí. Volvió a encender otro cigarrillo y esta vez fumó con fruición, como si todo lo demás que tuviera que decirle su madre le tuviera sin cuidado.
—Oye, Félix...
—No puedo detenerme más, mamá. De pronto recordé que tenía una cita en Madrid para mañana a primera hora. He de salir esta noche para allá.
—Pero...
—Lo siento, señora marquesa.
Se encaminaba hacia la puerta.
—Espera, Félix. ¡Te he dicho que esperes!
El joven se detuvo, si bien no dio un paso atrás, lo cual demostraba que estaba firmemente decidido a marchar.
—¿Qué deseas, mamá?
—Nunca me llevé bien con mi hermano y aún hoy que está muerto, no le he perdonado que se casara con una vulgar dependienta. Pero él ha muerto, la dependienta también y me gustaría velar por sus cinco hijos. Ella, la mayor, esa Viky que trabaja para vivir, no admitiría ni un céntimo de mi bolsillo, es demasiado orgullosa. Pero de algún modo tengo que ocuparme de ellos. Tú, que estás más cerca que yo, procura que nadie la importune, y, sobre todo que pueda siempre llevar la cabeza alta.
Félix esbozó una risita enérgica y marchó sin decir palabra.
* * *
A la mañana siguiente era domingo y como no tenía ningún plan determinado ni deseos de buscarlo, decidió que iría a visitar a su prima. Muy curioso el descubrimiento del parentesco. ¿Lo sabría ella? No. Al menos cuando empezó a trabajar no lo sabía.
Eran las seis de la tarde y Félix salió de un café de la Gran Vía, y subió a su «Pegaso» último modelo, una maravilla de automóvil del cual se sentía muy satisfecho pese a las buenas pesetas que dio por él. Conducía y pensaba.
¿Cambiaban sus planes con respecto a Viky después de conocer el parentesco que le unía a ella? En cierto modo, sí, si bien el deseo que tenía de ella era el mismo o quizá más. Por otra parte, no veía en ella una parienta. Nunca la había tratado, excepto como joven empleada y no cabía en su mentalidad que sus planes tuvieran que cambiar rotundamente sólo por el simple hecho de ser la hija de un hermano de su madre.
Llamó a la puerta casi sin darse cuenta de que estaba en el cuarto piso. No sintió ruido en la casa y temió que no estuviera nadie. Volvió a llamar y al cabo de unos minutos la puerta se abrió y apareció el rostro de Germana.
—Hola, Germana.
—Buenas tardes, señor. No esperaba verle por aquí. Pase, pase.
Félix pasó. Disimuló su contrariedad, pues se dio cuenta de que Viky no estaba en casa. Entró en la salita y se quitó el sombrero y lo dejó sobre una silla.
—La señorita ha salido con sus hermanos. Todos los domingos a esta hora van al cementerio. Si llega usted media hora antes...
—He llegado esta mañana de Sevilla y allí me enteré de que Viky es mi prima.
—¡Ah!
—¿Usted lo sabía?
—Pues, sí. Me di cuenta cuando usted se acercó al cuadro del difunto coronel. Tiene gran parecido con usted. Se lo dije a Viky cuando usted salió y se sorprendió mucho.
—Igualmente me ocurrió a mí.
—¿No se sienta?
—No, gracias. Estoy citado con unos amigos. —Recogió el sombrero y se dirigió a la puerta—. Hasta otro día, Germana. Ahora os visitaré con frecuencia.
Minutos después se dirigía al cementerio. Era tal su necesidad de ver a Viky que la sola idea de dejar una noche por medio, le asustaba. Lo que iba a decir a la joven lo ignoraba, mas era obvio que algo le diría, aunque fuera una mayor insensatez que las ya dichas.
Recorrió parte del cementerio, y al fin la vio ante una tumba junto a sus cuatro hermanos.
«Soy un villano —pensó—, si ahora me acerco a ella a interrumpir sus rezos, desviando la mente femenina hacia lo mucho que deseará olvidar y que no tengo derecho a hacerle recordar ante la tumba de su padre.»
Era la primera vez que el escrúpulo de Félix despertaba y se asombró ante la evidencia. No obstante, encendió un cigarrillo, se apoyó en una columna y esperó que los huérfanos Fuentes dejaran la tumba del caballero militar, su padre.
Lo hicieron al fin. Toñín y Mary caminaban delante, y Viky, tras ellos, dando las dos manos a Martita y Julio. Un cuadro enternecedor, pero no por eso cambiaron los planes de Félix.
Les salió al paso.
—Buenas tardes, Viky.
Ella se detuvo en seco. Félix observó que sus manos apretaban fuertemente los deditos de sus hermanos.
—¿No me esperabas?
—No.
—He llegado hoy de Sevilla. Mi madre, la señora marquesa, me dijo que tú...
—Ya.
Viky echó a andar sin mirarlo. Los niños, discretos y callados, miraban sin volver la cabeza, Félix se acercó a Martita y la cogió de la mano. La niña tuvo un reparo, pero Félix dijo amablemente.
—Soy tu primo, niña.
—¿Es verdad, Viky?
—Sí.
Y siguió caminando.
—Tengo el auto ahí, Viky. Os llevo a casa.
—No te molestes —dijo, tuteándolo—. Estamos habituados a tomar el autobús.
—No te perdonaré que desprecies mi invitación.
Viky sonrió sarcástica.
—Tantas cosas tendría que perdonarte yo a ti y no pienso hacerlo, aunque seas mi primo e hijo de una tía a quien jamás reconocí.
—Eres muy soberbia.
—¿Ves esto? Es lo único que tengo en el mundo y no me escuches como si yo fuera un serial. Digo la verdad. Todo lo que ocurra en torno mío, aparte de esto, me tiene sin cuidado. Si crees que el hecho de que seas hijo de una hermana de mi padre va a cambiar nuestras relaciones, te equivocas. Quién eres tú lo sé muy bien. Quién soy yo, no debes saberlo aún tú.
—Me estoy haciendo cargo, jovencita.
Se detuvieron ante el «Pegaso».
—Subid —invitó, amable.
Martita hizo intención de obedecer, pero Viky la retuvo por el hombro.
—No, Martita —dijo Viky—. Vamos por donde hemos venido. Nuestro primo tendrá a quien recoger en el camino. No es ese «Pegaso» medio de locomoción para nosotros.
—Oye, Viky...
—Adiós, Félix. Y ten en cuenta que si vuelves a importunarme —dijo muy bajo—, iré a ver a tu señora madre la marquesa y se lo contaré todo, y no será ningún plato de gusto para ti que venga dicha señora a Madrid a llamarte la atención.
—Te he dicho que estoy arrepentido de todo. ¿Me entiendes? Pretendo ser un primo amable para vosotros.
Viky se echó a reír sin ninguna gana. Su risa era más bien un gemido.
—Olvidas que siempre hemos vivido sin la amabilidad de los primos y no vamos a necesitarla ahora.
—No vas a perdonarme nunca, ¿verdad?
Viky, sin responder, se dirigió al autobús y ayudó a subir a sus hermanos. Félix se le acercó con más ansia que irritación, si bien no creía en la primera.
—Oye, Viky...
Ella se volvió con un pie en el estribo.
—Se me olvidaba, Félix. Puedes buscar una mecanógrafa. Desde mañana, me dedicaré a buscar otro empleo.
—¿Te has vuelto loca? Dijiste que nunca saldrías de mi oficina. Que aceptabas mi desafío.
—Eso era antes de saber que eras mi primo.
Subió y el cobrador cerró la puerta bruscamente.
* * *
Con la ayuda de aquel mismo amigo de su padre, encontró pronto otra colocación, de secretaria, en una casa de seguros muy importante. Ganaba algo menos, pero no necesitaba grandes cantidades para vivir. Al menos allí vivía tranquila, nadie la importunaba, y a las seis de la tarde regresaba a su hogar y ayudaba a sus hermanos en los ejercicios del día.
No volvió a ver a Félix, lo cual fue un consuelo, pues aquel hombre tenía la virtud de exasperarla e inquietar todo cuanto de sereno había en su ser. Era Félix un sensualista de primer orden. Un tipo avezado a la vida fácil, un libertino encanallado, pero, y pese a tanto defecto humano, Viky se daba cuenta de que resultaba además, un hombre atractivo, provocador, que atraía las voluntades femeninas. Un hombre con una acusada personalidad que doblegaba cuantas otras voluntades hallaba a su paso. Un hombre, en resumen, peligroso para una mujer que, como ella, desconocía al hombre y era apasionada y soñaba con el amor, aunque le estuviera vedado. Además, Félix Guerrero tenía un temperamento emocional nada común y le era fácil prender el encanto de la mujer. Ella no era ni más ni menos que como las demás y con ser tan espiritual para unas cosas, era demasiado humana para otras, y junto a Félix se había dado cuenta del peligro tan tremendo que corría.
Así, pues, saberlo alejado de ella era un consuelo y una tranquilidad. Trabajaba con más afán, regresaba feliz del trabajo y no pedía a la vida más que lo que ésta le daba de buena voluntad.
Incluso perdió el contacto con Aurora. Supo por la Prensa que se había ido a San Sebastián, lo cual también de cierto modo le satisfizo. Vivía más feliz lejos de los recuerdos de su infancia y de su vida, cuando era una niña mimada en la Ciudad Condal. Ahora le había tocado el sacrificio y prefería vivir éste lejos de miradas curiosas, aunque una de estas miradas fuera la de su amiga.
Pasó todo el verano. Supo por Ignacio Peña, a quien encontró un día en la calle, que Félix se hallaba en Italia con unos amigos. Viky se imaginó qué clase de amigos eran, y en cierto modo sintió rabia que, como en otra ocasión, no supo a qué atribuir.
Llegó el invierno, los primeros fríos, y Viky se sintió más segura. Toñín había aprobado el sexto, Mary el segundo y los otros adelantaban en casa con la profesora. Al principio de noviembre, la joven volvió a encontrarse con Ignacio, el cual desde hacía algún tiempo se encontraba con ella con relativa frecuencia. Viky se preguntó si era casualidad, pero en los ojos de Ignacio intuyó que no lo era.
Aquella tarde de noviembre, Ignacio se detuvo a su lado. Iba a pie y Viky atravesaba la calle Goya a paso ligero. Regresaba de la oficina y hacía frío, y deseaba llegar a su casa cuanto antes. Le gustaba el hogar y, sobre todo, la charla de sus hermanos, la intimidad, la paz que respiraba en su casa, la cual no hallaba en ninguna otra parte.
—Señorita Viky —llamó Ignacio.
Ella se detuvo. Ignacio se le acercó. Era un hombre de treinta años, alto y delgado. Vestía siempre impecable y resultaba un hombre serio y atractivo. A Viky no le gustaba como hombre simplemente. Como amigo... ¡Bah! El solo hecho de trabajar para Félix le restaba encanto.
—Hace mucho que no la veo —indicó él, caminando a su lado.
—Yo creo, por el contrario, que nos encontramos casi a diario.
—Si bien nunca nos detenemos para charlar. Y hace tiempo, señorita Fuentes, que me acucia el deseo de saber por qué dejó usted nuestra oficina.
—¿No se lo dijo su amigo?
—Félix no se detiene a hablar de él.
—Me lo imagino. Si tanto le interesa saber, le diré que salí de allí casi sin saber por qué. Tal vez se deba a mi parentesco con Félix, el cual ignoré hasta una semana antes de dejar ese trabajo, o puede ser también que nada haya tenido que ver con mi decisión.
—Ignoraba que fuera usted pariente de mi amigo.
—Su prima. Hijos de hermanos, si bien nunca nos hemos tratado. Imagínese, ni él ni yo lo sabíamos.
—¿La acompaño?
Ella le miró, burlona.
—¿Qué es lo que está usted haciendo, amigo Ignacio? Sepa que vivo aquí.
—¿Puedo acompañarla alguna vez?
—¿Y para qué? —preguntó, deteniéndose en su portal.
—Para conocernos más. No tiene usted amigos. Siempre la veo sola.
Viky se echó a reír. Sabía la forma de espantar a Ignacio e iba a espantarlo.
—Tengo cuatro hermanos, el mayor de dieciséis años, los ha cumplido el mes pasado —rió—. La menor, de cuatro. ¿No le parece delicioso?
—Me parece que tiene usted buen sentido del humor y eso me encanta.
—¿No le asustan mis cuatro hermanos?
—Viky —dijo Ignacio, muy serio—, sepa usted que cuando me hablaron para colocarla, además de decirme que era usted una muchacha admirable, añadieron que era huérfana y tenía a su cargo cuatro hermanitos. También sé que es usted huérfana de un coronel y que tiene una criada llamada Germana.
—Mucho sabe usted de mí.
—Cuando interesa una persona se sabe de ella cuanto se desea.
—Ya. Hasta mañana, Ignacio.
—¿Puedo esperarla a la salida de la oficina? Me gustaría ser su mejor amigo, a ser posible el único amigo.
El hecho de que Ignacio supiera que tenía cuatro hermanos y continuara haciéndole el amor, agradó a la joven, hasta el extremo de no parecerle tan amigo de Félix. Alargó la mano y dijo deliciosamente, con aquella su gentileza tan femenina:
—Puede esperarme a la salida de la oficina. También a mí me agrada tener un buen amigo. Hasta mañana, Ignacio.
—Hasta mañana, Viky.
Se vieron al día siguiente y al otro y todos los días que siguieron de aquel mes. Viky no se enamoró de él, pero estaba segura del amor que Ignacio le profesaba. Una de aquellas tardes se encontró en la calle al amigo de su difunto padre. Era un teniente coronel de Infantería, y en vida de su padre iba mucho a su casa a jugar la partida con el coronel. Estimaba a Viky, y aunque ésta no lo supiera, velaba por ella y sus hermanos tanto como por su familia. Sin duda alguna, aquel encuentro no fue casual, pero Viky nunca llegó a imaginarlo.
—Me vuelvo contigo, pequeña —dijo, pasándole un brazo por los hombros—. ¿Sabes que has crecido?
—No creo que a los veinte años se siga creciendo —sonrió Viky.
—Pues tú has crecido. Dime, pequeña, ¿qué hay entre Ignacio Peña y tú?
—Amistad —dijo algo asombrada—. ¿Por qué?
—Desde el club te veo cruzar la acera todos los días. Un hombre y una mujer que van siempre juntos, algo tienen que sentir uno por el otro. Ignacio es un buen muchacho, no tiene más familia que su madre y es un hijo excelente. El hombre que es buen hijo es buen marido. ¿No, Viky?
—Por ese lado no, señor Arroyo. No haré nunca a un hombre cargar con cuatro huérfanos, además de una esposa.
—Ignacio sabe que tienes hermanos.
—Si bien yo nunca renunciaré a ellos por el amor de un hombre.
¿Le amaba? No lo amaba y lo dijo con su habitual sinceridad.
—Entonces, ¿por qué te dejas acompañar? A una mujer que siempre se le ve con el mismo hombre, no le salen maridos tan fácilmente.
—No deseo un marido, señor Arroyo.
El militar sonrió, sarcástico.
—Cuando ames de veras, mi querida pequeña, lo desearás y temo que para entonces a tu hombre no le interesen tus hermanos.
—Renunciaré.
—Si supieras qué difícil es renunciar cuando el corazón se ha interesado. La vida te dirá algo de eso. Yo no podría hacértelo comprender. Hay cosas que nadie comprende hasta que las vive y eso te ocurrirá a ti. Pero, recuerda, pequeña, que fui el mejor amigo de tu padre y vosotros, sus hijos, sois de gran interés para mí. Si algún día necesitas un consejo, ve a verme o buscarme en el club o en casa. Siempre estaré dispuesto a orientarte y darte un consejo si lo necesitas, porque aunque creas lo contrario, eres vulnerable como todo ser humano.
—Gracias.
El caballero le tocó la mejilla y dijo:
—Hasta otro día, pequeña.