VII

—Es vil tu venganza.

Avis no respondió. La tenía en sus brazos y la acariciaba, enredando sus dedos en el pelo, como si el tiempo no hubiese transcurrido. Había rencor en su ademán, pero también una ternura extraña, salida de no sé dónde. El no creyó sentirla y, al tenerla junto a sí, al besar su boca, al tocar su cuerpo, al sentir su perfume, se convertía en un hombre enamorado nada más. Sabía que volvería a odiarla. Que cuando se cerrara aquella puerta tras su propio pecado, sentiría hacia ella el mismo deseo pecador y la misma rabia.

Pero en aquel instante no. No podía. La boca de May no era rebelde. Era la misma boca de antes, la que se casó con él, la que él enseñó a besar. Y sus manos, pequeñas y aladas, tenían un no sé qué de celestial.

—Odio esta atracción que ejerces sobre mí —murmuró, perdiendo su boca en el pecho femenino—, pero no puedo... No puedo odiarte en este instante.

Ella tampoco podía. Miraba ante sí, pero no veía nada. Ni las tenues luces que envolvían la estancia, ni los cojines que se perdían en el suelo, ni los cuadros firmados por Avis, colgados de las paredes, ni la artística decoración, un mucho exótica, que invitaba al descanso y a la voluptuosidad.

Se olvidó de todo. De su hija, de la mujer fácil que esperaba a Avis aquella noche a las once, de los diez años transcurridos, de la tortura de éstos, de las frases hirientes de su marido, de la venganza que silenciosamente llevaba a cabo a espaldas de las dos ancianas, del cariño de su hija que le robaba, de la negación a su maternidad.

No era ella mujer rencorosa para inflamar su vida en aquel instante de rencor y odio. Era, por el contrario, mujer débil, y aquel hombre ante Dios era su marido. Alzó los brazos, incapaz de soportar por más tiempo una pasividad que no sentía y rodeó con su dogal el cuello masculino.

—Avis..., Avis... —susurró.

—Cállate.

—Avis.

—Tu voz me despertará —dijo él fieramente—. No quiero despertar. Déjame pensar que eres mi esposa, que jamás me has abandonado. Que me comprendes y me disculpas.

—Avis...

—Mujer, olvídate de todo.

* * *

Tenía lágrimas en los ojos. Avis estaba de espaldas. Parecía súbitamente envejecido.

—Avis —dijo ella—, todo puede terminar y empezar aquí.

—No.

Dio la vuelta sobre sí mismo. No sonreía. Había en el dibujo sensual de su boca como una mueca indefinible.

—Avis...

El asió el pincel. Dio unos trazos sobre el lienzo.

—Ojalá —dijo fieramente— pudiera olvidar los diez años de soledad.

—Siete, Avis, o ninguno. Estuve a tu lado en todo momento.

—Cállate. Húndete en el diván. Voy a pintarte. Deja los pies al descubierto.

—Me has querido —gritó ella desgarradoramente— hace un instante. Te has olvidado...

—Olvida eso —pidió Avis quedamente.

—Es que no quiero ser una mujer más en tu vida.

—Te prometo que no volverás a serlo.

—Eres un canalla.

—¿Y qué eres tú? Di, ¿qué eres tú? ¿Acaso tuve necesidad de forzarte? ¿No has venido a mí? ¿Ignorabas a lo que venías?

May se agitó y, muy despacio, fue poniéndose en pie. Ciñó la túnica en torno a su cuerpo y giró en redondo, quedando de espaldas a él.

—Yo te quiero —dijo con voz ahogada—. Yo te quiero y tú lo sabes. Lo sabes y por eso abusas de mí.

—Tengo la desgracia —dijo Avis con flema—, de no amar verdaderamente a nadie. Todas las mujeres son iguales para mí. Tú eres... la más bonita de todas.

—¡Dios mío!

—Lo siento, May.

—Soy Emma —gritó agónicamente—. Soy Emma. Tú sabes que lo he sido hace un instante.

—Sigues siendo la niña apasionada de siempre —dijo Avis despiadado, no sintiendo lo que decía, pues era difícil de precisar—. Ciertamente, te he reconocido en mis brazos. La muchacha mimosa que me enloquecía. Pero ya no tienes ese poder sobre mí. Lo has. matado tú misma. No me reproches, pues.

—Si deliberadamente pretendías hacerme daño, lo estás logrando, Avis. Me has desgarrado.

—No me gustan las frases extremistas, May. ¿Te acomodas? Voy a pintarte. Será mi mejor obra.

Ella ciñó la túnica. Fue hacia él y, temblando, se le quedó mirando muy de cerca.

—Avis..., soy tu mujer y la madre de tu hija.

El pintor dejó caer la mirada sobre el bonito rostro femenino, pero ni un brillo de amor o de deseo acudió a sus ojos. Se diría que todo, un momento antes, había muerto para él.

—No te humilles, May.

—¡Soy Emma!

—No te humilles, May —gritó—. ¿No es eso suficiente? Cállate ya, y marcha si te parece.

—¡Oh, Avis!

—Vete, May. Vete antes de que me arrepienta.

—Un día —dijo ella, rota la voz por las lágrimas—, te haré daño. Mucho más daño que te hice antes. No sé cómo. Pero sentiré gozo en hacerte daño.

* * *

Puso el pretexto de una jaqueca y aquella noche no bajó. De bruces en el lecho, lloró durante horas. Sintió todas las que tocaba el reloj, desde las nueve hasta las once. Entonces se puso en pie de un salto y se pegó al ventanal. Lo vio salir. De etiqueta, elegante, decidido, como si horas antes no fuera un hombre vencido por el amor en sus brazos, dinámico, desenvuelto. Subió al auto sin mirar hacia atrás. El auto se alejó. May, fue retrocediendo poco a poco, se hundió de nuevo en la cama y estuvo allí unos minutos.

—Miss May —llamó la voz de Emily desde el pasillo.

Fue como si a May le arrancaran las entrañas de cuajo. La voz de su hija produjo en ella un extraño sobresalto. ¿Por qué pensaba en el hombre, si su razón de vivir era su hija? ¿Por qué se había sentido mujer, si ella sólo podía sentirse madre?

—Voy, Emy —susurró—. Voy.

Abrió la puerta y Emily, en camisón, se precipitó dentro.

—Miss May —sollozó—. Miss May.

La tomó en sus brazos. Nunca como en aquel instante la apretó entre ellos con tanta ternura y cubrió de besos su semblante. En aquel momento podía hacerlo, nadie la espiaba, nadie podría prohibirle mimar y besar a su hija.

—Tengo miedo. No ha ido a dormirme.

—Cariño, mi cariño.

—Quiero..., quiero dormir con usted, miss May.

¡Dormir con ella! Dios de los cielos. Como si aún tuviera dos meses y la apretara contra sí, temiendo que algo o alguien pudiera llevársela.

—Sí —dijo—. Sí, pero... no se lo digas a nadie, Emy. Ni siquiera a tu padre.

—No —susurró la niña mimosa—. No. Te quiero mucho, May.

—¡Vida mía!

—Estás..., estás llorando.

—No, no. Es que... me pican los ojos.

—¿Y por qué lloras?

—Emy, hijita mía.

—Si fueras mi mamá si yo tuviera una mamá como tú... Pero... ¿Por qué lloras así?

May ocultó el rostro en el cuello de la niña.

* * *

Avis se cuadró en la puerta y miró en torno suyo con indolencia. Creta, al verle, corrió hacia él.

—Avis, cariño, creí que ya no venías.

El pintor esbozó una sonrisa. Laura, Creta, Eileen, Rosalía... Todas eran iguales. Apenas si se diferenciaban. El siempre se encontró a gusto entre ellas. Rara vez asistía a una fiesta social decente. Por compromiso, por deber social, por un amigo, alguna vez figuraba en una reunión elegante. Tampoco allí encontraba diferencia. Las mujeres más bellas, mejor arregladas, más bien vestidas, pero, moralmente, todo era tan mezquino como en aquel cuarto de hotel barato, donde se bebía mal whisky, olía a perfume vulgar y lucían collares de fantasía. Una fiesta social se revestía de elegancia, pero en el fondo todo era basura. Tal vez él lo viera así por su modo de vivir, su desengaño y asco a la vida. Quizá sólo él tenía la culpa de ver pecado en la aparente pureza, miseria en la moral más limpia, basura en la frase que posiblemente fuera sincera.

—Avis —dijo Creta—, se diría que nos analizas.

Era así realmente. Si algún día se detuvo, como en aquel instante, a analizar cuanto le rodeaba, se evadía con brusquedad de aquel análisis o de las consecuencias del mismo. Aquella noche no. Tal vez pretendió evadirse, pero no pudo. Se dio cuenta, con pesar, de que la única verdad vivida desde hacía diez años, acababa de vivirla junto a May.

Sintió asco de sí mismo, de su debilidad. Sintió también el brazo de Creta en el suyo y se dejó llevar como un autómata.

—Lo vamos a pasar bien, Avis —dijo Creta.

No. El ya no podría pasarlo bien junto a ellas. «Tal vez —pensó—, me haya cansado de vivir y gozar falsamente. O quizá tuvo la culpa la boca pura de May. O quizá mi... propia claudicación momentánea. He pretendido envilecerla, y, estúpido de mí, sólo he sabido amarla. Amarla como un loco, para sentir después un odio mortal hacia mí mismo y hacia ella, que me hizo caer de nuevo en la tentación de su amor.»

—Avis..., ¿en qué piensas? Tienes una expresión feroz.

Esbozó una mueca que pretendió ser Una sonrisa.

—En ti.

—¿Con esa cara?

Se alzó de hombros. Le cansaba Creta. En otra ocasión cualquiera se hubiera reunido al grupo general y hubiera besado a cada una de aquellas mujeres que vendían su amor a tanto la hora. Muy pocos centavos se necesitaban para comprarlas. En aquel instante todo era distinto, o al menos para él tenía un colorido diferente.

—Avis —gritó Rosalía—, te estamos esperando. Vamos a ir a un cabaret.

El no iría. No se movería de allí.

—Me quedo con la que quiera acompañarme.

—No seas majadero —dijo un banquero amigo suyo vividor también de la vida nocturna—. Te esperábamos para marchar.

Creta se oprimió contra él melosamente.

—Me quedo contigo, cariño.

Protestaron las demás. Avis miraba a los hombres, que, como él, durante el día se les consideraban personas respetables, y por las noches se convertían en murciélagos indecentes. Sonrió desdeñoso.

—Os he dicho que me quedo.

—Avis, pareces apagado.

Avis fumaba un cigarrillo repantigado en la butaca. Tenía una pierna cruzada sobre otra y balanceaba un pie rítmicamente.

—Avis...

—Te escucho, Creta.

—No pareces el mismo.

«No lo soy. Estoy seguro de que no lo soy.»

—¿Por qué?

—No sé. Tienes algo.

—Jaqueca.

Pensó en May. May... Emma. Era la misma jovencita impulsiva y mimosa. La misma mujer apasionada, de boca de fuego Nunca, jamás en toda su vida de hombre galanteador, halló una mujer como la suya.

Creta debió darse cuenta de que algo raro le ocurría porque, acercándosele melosamente, pretendió endulzarle aquellos segundos.

—Avis, mi amor.

No sintió asco hacia ella. Sintió pena. Una pena hasta entonces desconocida.

La apartó blandamente y se puso en pie.

—Creta —dijo roncamente—, tendrás que excusarme esta noche.

—¿Cómo?

—No puedo quedarme aquí. Me ahogan estas paredes.

—Cariño, estoy a tu lado.

Otra vez salía aquella piedad roedora hacia la pobre mujer desamparada. «Yo no soy un sentimental, pero soy un hombre de corazón. Debo ser un hombre de corazón, aunque hasta ahora no lo haya sabido.»

—Lo siento. Creta. Tengo que marchar.

—Pero...

Le hizo una caricia piadosa. La mujer se irguió como si la ofendieran.

—Me has prometido...

—Sí, Creta, sí. Pero no puedo quedarme a tu lado. No me preguntes por qué. Tal vez —añadió sincero— no supiera decírtelo.

—Estás jugando conmigo.

—No lo pretendo.

—Avis...

—Soy hombre que no juega con mujeres como tú —prosiguió él. Y despiadado—: Las tomo, les pago y en paz. Las olvido rápidamente.

—Eres cruel.

—¿No crees que también lo soy conmigo mismo?

Creta se desplomó en una butaca. Le miró desde allí analíticamente.

—Nunca te has comportado así —dijo reprobadora—. Es la primera vez que no te asocio al pintor.

—Pero me asocias al hombre. A un hombre honrado que nunca fui.

—¿Puritanismo?

—Escrúpulos, aunque no los concibas en mí.

—¿Hacia mí? —rió ella, burlona.

—Hacia mí mismo —apuntó Avis secamente.

—Me asombras, Avis, cariño. Nunca te consideré un hombre escrupuloso.

—No lo fui, y si he de serte sincero, en este instante me siento asqueado de mí mismo por no haberlo sido.

—Que me degüellen si te comprendo, Avis.

Por toda respuesta, Avis extrajo del bolsillo un puñado de billetes y se los metió entre los dedos.

—Cómprate mañana una chuchería. Estoy seguro de que te hará más ilusión que mi compañía.

Creta se echó a reír.

—Eres un buen granuja. Apuesto a que tienes una cita más importante.

Avis se limitó a esbozar una tenue sonrisa.

* * *

Si la puerta cedía, entraría en la alcoba de su esposa, aunque sólo fuera para gozarse en su muda contemplación.

La puerta cedió. Avis dio un paso al frente y otro y otro. Una tenue luz, cuyos destellos partían de una lámpara diminuta colocada en la mesita de noche, iluminaba los dos rostros dormidos. El de Emy apretada en los brazos de May y el de ésta ladeado en la almohada.

Avis dio un paso atrás, desconcertado. Su hija allí. Allí... Como si fuera un ladrón salió de la alcoba y cerró la puerta sin ruido. May se había burlado de él. Por lo visto, en su ausencia se ganaba el cariño de su hija. ¿Tenía derecho a prohibírselo? Lo tenía. Lo tenía por encima de todo. No habría razonamiento humano que le obligara a pensar lo contrario.

Subió precipitadamente las escaleras. No se detuvo en su cuarto. Siguió hasta el estudio, donde horas antes estuvo con ella. Cada detalle, cada beso, cada caricia y cada frase se encendían en todos los rincones del estudio. Era como una maldición aquel amor. Como una maldición para maldecirlo a él y maldecirla a ella.

Se derrumbó en el canapé donde la tuvo en sus brazos. Olía a ella. A su perfume delator. Apretó la boca contra la colcha y gimió como un pobre desamparado. En aquel instante no era el famoso pintor, ni el hombre despreocupado, ni siquiera el hombre galante que dejó en los dedos de Creta un puñado de billetes. Era sólo un hombre, desprovisto de odio, de rencor y de venganza. Un hombre que sabía que a dos pasos de él dormían su esposa y su hija, y jamás diría que aquella mujer era, en efecto, la madre de Emily. No era venganza. Era algo más profundo, como si su subconsciente le obligara a sellar la boca. Como si la llaga que llevaba en su corazón se reprodujera de pronto y lo maltratara, y aquella pena le destrozara la vida.

Con furia se puso en pie y empezó a tirar al suelo cuanto encontró a su paso. De súbito su fiereza se detuvo. Miró como hipnotizado ante sí y sonrió desdeñoso. Volvía a ser el hombre displicente que se fue de viaje durante dos meses para pensar en lo que haría con la institutriz.

Pausadamente recogió cuanto tiró al suelo, lo colocó en su sitio y se tendió después en el canapé. Cerró los ojos. Necesitaba dormir. Dormir y pensar...

* * *

Cecilia y May se hallaban en la terraza. Eran las once de la mañana. Emily jugaba en torno a ellas. Había dado clase de francés unos minutos antes y descansaban para empezar con el alemán.

De súbito, Avis Warren apareció en la terraza. Miró a May. Sus ojos no expresaban nada. May, muy pálida, sintió que dos rosas rojas teñían sus mejillas. Cada beso, cada frase, cada caricia, las sintió nuevamente, como si las estuviera recibiendo en aquel mismo instante, y sintió a la vez una indescriptible vergüenza.

Avis, indiferente, avanzó hacia ellas. Vestía un pantalón de franela gris y una camisa verde oscura por fuera del pantalón. En torno al cuello un pañuelo de tonos armoniosos. Le pareció a May más señor que nunca y a la vez más lejano. Infinitamente, lejano.

—Emy —dijo Avis—, ve a jugar con el hijo de Tomás. Te está esperando.

—Tengo pendiente la clase de alemán, papá.

—La darás después.

La niña echó a correr, saltando los escalones. Entonces, Avis giró en redondo y miró fijamente a May. La quietud y frialdad de sus ojos era escalofriante.

—Le he dicho, miss May —dijo con voz ronca—, que no dé familiaridades a mi hija.

May se estremeció. Fue poniéndose en pie poco a poco. Vestía una batita de hilo de un tono azul pastel. Calzaba zapatos bajos. Una fina chaqueta blanca cubría sus hombros desnudos. Estaba guapísima. Parecía una colegiala. Al verla así nadie diría que aquella muchacha sabía amar como ninguna otra. Avis desvió los ojos y los clavó en su asombrada abuela.

—Sin familiaridades no hay cariño, Avis —opinó—. Y una discípula necesita tomar cariño a su profesora.

—No hasta el extremo de dormir con ella —dijo Avis, despiadado.

May abrió la boca y la cerró de nuevo. Sentía angustia vital, no creía posible que pudiera soportar aquello. De un momento a otro iba a gritar, a decirle que era su madre. A postrarse ante su abuela y hundiendo la cabeza en su regazo, pedirle una y mil veces perdón. Pero los ojos de Avis, fijos, quietos en los suyos, le indicaron que no lo hiciera, que se exponía a perderlo todo.

—Señor —dijo con un hilo de voz—, Emy tenía miedo ayer noche.

—Una muchacha de nueve años no debe tener miedo. Ya le dije en otra ocasión que no deseo hacer de mi hija una sensiblera absurda. Hay mil formas de desvanecer el miedo, sin que una extraña duerma con mi hija.

—No tiene derecho...

—Ya lo sabe. Que no vuelva a ocurrir.

May no podía más. Era cruel. Cruel, después de haberla querido tanto la tarde anterior, después de gozar y de despreciarla al mismo tiempo. Era inhumano.

Súbitamente echó a correr y desapareció. Abuela Cecilia la siguió con los ojos.

—Avis —dijo censora—, has estado muy duro. Ella ama a la niña.

—No consentiré que la ame más allá de lo previsto entre una institutriz y una alumna.

Dicho lo cual, giró en redondo y se dirigió a la biblioteca. La vio allí, de pie ante el ventanal, fijos los ausentes ojos en la fina silueta de Emy que jugaba en el jardín junto al hijo del jardinero.

Percibió sus pasos, pero no se volvió. De súbito, ella sentía un gran vacío. Un horrible vacío dentro de sí misma.