III

—Está bien, Avis, está bien. ¿Cuándo has llegado?

—...

—¿Por qué no vienes a casa en vez de quedarte en tu estudio? Tal vez no pueda encontrar ahora a miss May. Ten presente que suelen salir de paseo a estas horas. ¿No sirve un criado?

—...

—Está bien, está bien. No te alteres de ese modo, hijo. Qué barbaridad, pareces un energúmeno. ¿Vas a estar mucho tiempo en Waterbury? ¿Sí? Mejor. Falta te hace descansar. ¿Cómo? Muy bien. Mejor aún. Siempre te lo dije y tú no me hiciste caso. En la torre nadie te molestará.

—...

—Sí, sí. Te enviaré los planos de la casa ahora mismo. Supongo que no harás mucha reforma, ¿eh? Ya sabes lo mucho que me molestan los albañiles y los arquitectos. Buscaré a miss May y le pediré que te lleve los planos. Sí, ya sé dónde están. En el cajón central de la mesa de tu despacho. Hasta luego, querido. ¿Vendrás a comer?

—...

—Avis, ya no eres un crío. Es hora de que des buen ejemplo a tu hija.

Al otro lado Se oyó una risita burlona, bronca, muy propia de Avis Warren. La dama colgó y, apoyada en su bastón de ébano, salió del salón. Buscó los planos del palacete en la mesa, hallándolos en seguida. Con ellos enrollados en la mano, buscó a un criado.

—Kint, busque usted a miss May.

—Acaba de subir a su habitación, señora.

—Dígale que baje, pues. ¿Y Emily?

—Jugando en el jardín con el hijo del jardinero.

May apareció en el salón minutos después. Vestía falda de grueso paño de un tono oscuro y un suéter blanco, abierto en pico y asomando por éste un pañuelo de colorines muy finos. Calzaba altos zapatos.

—May..., ¿puede hacerme un favor?

—Por supuesto, señora.

—Míster Warren ha regresado de Nueva York y parece ser que se dispone a instalarse en la torre del palacete. En ella abrirá su estudio particular. Por lo visto piensa quedarse entre nosotros todo el verano.

May se estremeció, pero la dama no notó nada.

—Dice que está con él un arquitecto y que necesita los planos del palacete para iniciar las obras. Me pide esos planos. ¿Podría llevárselos usted?

May estuvo a punto de negarse, pero comprendió que no debía hacerlo.

Asintió, pues, con un breve movimiento de cabeza.

—Aquí están. Saque usted el auto del garaje y lléveselos. Parece ser que los necesita inmediatamente —suspiró—. Mi nieto siempre fue así, no admite dilación cuando decide una cosa.

May, automáticamente se hizo cargo de los planos. Un buen observador hubiera notado que le temblaba la mano. Pero Cecilia Warren no era buena observadora, ni siquiera medianamente observadora.

—La espero de regreso dentro de una hora, May.

—Iré en un taxi.

—En modo alguno. Vaya en el auto. Si no puede usted sacarlo del garaje, que lo haga Tomás.

May salió sin responder. Subió a su alcoba, se puso un abrigo, lanzó una breve mirada al espejo y salió sin pronunciar palabra. Tal vez si pidiera a Emily que la acompañase... Pero ello tal vez contrariara a la dama.

* * *

Al empujar la puerta sintió como si dos dedos la agarrotasen, pero firme en su papel de mujer segura de sí misma, entró y cerró tras sí. Miró a un lado y a otro. Una tenue luz portátil, arrinconada en una esquina, derramaba su escasa claridad en torno al estudio. Todo estaba revuelto. Había cuadros por el suelo, otros apoyados en las paredes y algunos colgados de un clavo, clavado éste en la pared.

Vio también, al fondo, saliendo del respaldo de un diván, una espiral de humo y la chispa de un cigarrillo, lo que le hizo suponer que allí tenía tendido al frívolo pintor.

—Buenas noches.

Avis salió del diván restregándose los ojos. Vestía un pantalón de franela gris, una camisa blanca y, sobre ésta, una chaqueta de casa, atada en torno a la cintura con un grueso cordón. Calzaba chinelas y su aspecto negligente le pareció a May infinitamente más masculino que otras veces. No se extrañaba que volviera locas a las mujeres. Aquel hombre tenía algo, como un atractivo irresistible que entorpecía y a la vez encantaba.

—Hola —saludó al verla—. ¿Me trae los planos?

—Aquí están.

Avis avanzó hacia ella muy despacio. La miraba al tiempo de avanzar. Era su mirada tan indefinida como su persona. Sonreía. Su boca relajada, viciosa, tenía como un rictus burlón. Era un hombre dominador. May lo sabía. Tal vez él no se fijara en ella hasta unos meses antes, pero ella lo había visto desde un principio.

—Tiene usted un perfume característico —indicó Avis inesperadamente, deteniéndose ante ella—. Un perfume que llega a los sentidos de un hombre y lo hiere.

—Míster Warren...

—No se altere. ¿Sabe usted que cuando pronuncia mi nombre resulta usted un poco ridícula? —emitió una risita ahogada—. Es la verdad, May.

—He venido a traerle unos planos. Aquí los tiene.

Los alargaba, pero Avis, no los tomó.

—¿No se sienta a mi lado? Puedo ofrecerle una copa.

—No soy una modelo.

—¿No? —la miró como si la sopesara. De arriba abajo, ladeando un poco la cabeza, empequeñeciendo los ojos. May se sintió humillada y apretó los dientes para evitar que un insulto saliera de ellos—. Pues sepa usted que tiene un rostro..., ¿cómo diré?, fotogénico. Es indudable que si la llevo al lienzo resultará usted conmovedoramente hermosa. Majestuosa, ésa es la palabra.

—Míster Warren...

—No me sea engolada, May. ¿Qué quiere tomar?

Por toda respuesta, May depositó los planos sobre una butaca y giró en redondo. Dio un paso al frente en dirección a la puerta, pero Avis se le puso delante inesperadamente, interceptándole el camino.

—May —dijo desdeñoso—, no sea usted majadera. Hace dos meses que no la veo... Son demasiados meses para un hombre que, como yo, nunca olvida lo que le agrada.

—Me iré de su casa hoy mismo —gritó May, sofocada.

Avis, fríamente, la asió por la cintura. La apretó contra sí.

—Míster...

—Cállese. No se irá de mi casa —dijo rudamente— porque adora usted a mi hija. Yo no soy hombre considerado, y estoy habituado a tomar todo lo que me apetece. No tema. No se trata de una atracción irresistible. Unicamente que sentí el deseo de besar su boca desdeñosa, desde el día que la conocí. Eso es todo.

Muy despacio, como si se gozara en la agitación de ella, fue acercando su rostro, y cuando rozó sus labios, sintió como una sacudida y la besó largamente, como si de súbito su razón de vivir estuviera concentrada en aquella boca de mujer. May dio un paso atrás, pero quedó sujeta en el pecho de Avis.

—No seas majadera —dijo él, fiero—. No estás tratando con un crío. ¿Quién te enseñó a besar?

Ella consiguió huir de su proximidad.

—No permaneceré ni un minuto más en su casa —dijo jadeante.

Tenía los ojos llenos de lágrimas y le temblaba la boca. Avis, indiferente, apoyado en la pared, parecía divertido más que emocionado. Ella sintió como unos locos deseos de saltar sobre él y abofetearle. Pero no lo hizo. Sin dejar de mirarle fue retrocediendo hacia la puerta, y al llegar a ella, masculló:

—Es usted...

—Cuidado con la lengua, joven. Tú... aún no me conoces.

—No me extraña que su mujer le haya abandonado.

Contra lo que esperaba, Avis se echó a reír.

—Una operación estética —dijo inflexible, frío como el hielo—, no consigue más efectos que... los superficiales. Hay algo dentro de un hombre y una mujer que no logra cambiar el bisturí.

May quedó paralizada. En aquel instante iniciaba el descenso, y de súbito cerró de nuevo la puerta y quedó ante él.

—Y sabiéndolo..., te has portado nuevamente como un villano.

—Lo siento, May. Tú misma te has metido en la boca del lobo. Dudo que puedas salir de esa boca como tú deseas. No te será nada fácil. Tu situación actual te la has buscado tú misma. ¿Quieres dejarme? Ya tengo los planos y el sabor de tu boca juvenil en la mía. Por hoy... —la señaló con el dedo enhiesto—. Por hoy..., me conformo. Pero no pienses que esta conformidad dure mucho tiempo. Has sido tan ingenua para reaparecer, como para desaparecer. Te olvidaste de tu perfume. Del color de tus ojos, de tus movimientos característicos...

—No me interesa —gritó May, como si el grito de agonía le saliera del fondo del alma—. Sólo me interesa mi hija.

Avis, duro como un peñasco, se echó a reír con desenfado.

—No te será nada fácil lograr tu deseo, May... ¿Qué apellido buscaste para tu máscara? No me interesa. Lo que me pregunto es cómo pude vivir junto a ti sin percatarme de tu personalidad verdadera. ¿Quieres que te diga cuándo te reconocí?

—No... me interesa —dijo ahogadamente.

Avis avanzó inesperadamente hacia ella, la asió por una muñeca y de un empellón la obligó a cruzar el estudio. La sentó en el diván. La miró desde su altura.

—Hemos de hablar —dijo—. O si te parece lo dejamos para mañana —una risita sibilante afloró a sus labios—. No es nada lucida tu situación, May. Lo lamento por ti. No permitiré bajo ningún concepto que mis dos pobres abuelas te reconozcan. No lo hicieron durante el largo período de tres años, no creo que ahora lo hagan, a menos que tú misma se lo digas, y eso es, precisamente, lo que te prohíbo desde este instante.

* * *

Emma Welmar quedó clavada en el diván como si la afincaran allí con pegamento. Miró a su marido como si éste fuera un fantasma, pero Avis Warren ni estaba bromeando ni era un fantasma, era un hombre de carne y hueso y estaba hablando muy pausadamente, como si cada una de sus frases fueran una sentencia.

Se había sentado frente a ella. Repantigado en el sofá, con una pierna cruzada sobre otra, fumaba un cigarrillo que de vez en cuando quitaba de la boca y contemplaba filosóficamente.

—Tú te casaste conmigo siendo una niña, pensando como una niña y actuando como una niña. Cierto que quizá te hice mujer un poco bruscamente, pero ten presente que yo no soy un ser visionario, sino un hombre real y consciente. Te amaba. Puede que te rías y no lo creas, pero lo cierto, lo lamentable, lo absurdo, es que te amaba. No como amé a una mujer con la cual se tiene una aventura —dijo con aplastante crudeza—, sino como la mujer con quien se convive diariamente. Puede que tú, niña estúpida al fin y al cabo, no sepas apreciar esa diferencia. Pues existe sin duda y grande, May...

—Ya sabes que soy Emma.

—Ni en la intimidad te recordaré como tal —dijo implacable—. Como te estaba diciendo, existe una gran diferencia entre una modelo y una esposa. Yo sí sabía diferenciar, aunque como hombre de grandes inquietudes sexuales, haya cometido la ligereza de piropear a alguna mujer que no fueras tú. No has sabido mantenerte en tu sitio. Debiste, ante todo, saber ser una esposa, y jamás, bajo ningún concepto, abandonar a tu hija. No ya a tu esposo. Después de todo, yo sólo era un hombre para ti. Pero Emily —añadió duramente— no tenía la culpa ni de tu juventud y exclusividad, ni de mis devaneos.

Se puso en pie como si diera por terminada la conversación.

—Avis, no estoy dispuesta a mantener esta situación durante más tiempo.

—¿Después de haberla mantenido diez años? —rió cachazudo—. Temo, amiga May, que te equivoques. Desde el momento que abras la boca para decir quién eres, ten la plena certidumbre de que pido la separación y te aparto para siempre de tu hija.

—No..., no puedes hacerlo.

—¡Oh, sí! Te he llorado —dijo fieramente—. Te he llorado. No como un niño llora a su madre, sino como un hombre llora a la mujer de su vida, elegida entre todas. No has sabido esperar, no has sabido conquistarme, no has sabido ser la esposa de un hombre demasiado mimado por la fama y las mujeres. Tú eras para mí el dulce remanso de mi vida y mis inquietudes. Al llegar a casa, tú lo suponías todo para mí. Tal vez como todo hombre que vive en sociedad, entre gentes bohemias y geniales, me dejé llevar un poco por el espejismo y traté de buscar el desquite a tu incomprensión y exclusividad, en la mujer fácil que resulta sencilla para el hombre cansado de crear. Mis liviandades no fueron más que juegos de niño. Desquite a tantas inquietudes. Pero tú eras algo diferente. Algo que tenía erigido en mi corazón, como la única meta verdadera de mi vida.

—Son frases —dijo Emma intensamente—. Frases literarias que carecen de humanidad.

—Tu modo de pensar sobre el particular nos ha conducido a los dos a esta situación.

—No pienses —gritó ella sofocada— que pretendo vivir contigo nuevamente.

—Es que no lo conseguirías, May. Ya no lo conseguirías. Nunca podré olvidar las noches en blanco, la angustia de la espera, la ansiedad de mis largos días durante estos años. No eres tú mujer lo bastante amante e inteligente para borrar de mi mente y mi corazón, los meses y los años de angustia. Confieso que la he pasado. Con mi sonrisa en los labios, con mi frase fácil a la mujer fácil, con mi mundología y mi fama, en la intimidad de mí mismo me consideré un fracasado, un pobre diablo. Ni siquiera tu juventud te disculpa. Nadie será capaz de hacerme olvidar esos diez años, y la laguna de incertidumbres y ansiedades que sufrí durante ellos. Me has humillado públicamente. Me has pisado como si fuera un gusano. Estuve a punto de verme desmoronado, esparcido por el mundo como si fuera una miseria humana. Pude sobreponerme, y cuando sentí tu perfume en mi nariz aquel día... Tal vez tú no recuerdes el día. Cuando más tarde quise saber quién usaba el mismo perfume, el que usabas cuando me casé contigo, subí a tu alcoba en tu ausencia y busqué un indicio. Fue fácil hallar en tu tocador tus característicos frasquitos de esencia, tu laca para las uñas, tus ropas interiores...

—Has profanado mi alcoba.

—En este instante —rió Avis cachazudo— sólo busqué la alcoba de mi esposa. Y vi tus objetos personales. Un cirujano puede cambiar la nariz de una mujer, advirtiéndote —la señaló con el dedo enhiesto— que era más graciosa tu nariz respingona, pero jamás cambiar su personalidad humana. Vi allí, en el santuario de tu alcoba, todo aquello que me hablaba de mi mujer. Ya ves si te quise. Supe desde el primer instante la clase de perfume que usabas, la laca para las uñas, tus lápices de tocador, tus ropas interiores...

Emma se puso en pie. Estaba muy pálida.

—Termino ya, May. Puedes volver a casa. Pero ten presente que si dices una sola palabra en aclaración de tu personalidad verdadera, ya sabes lo que haré. No sentiré ningún remordimiento de conciencia. Tampoco intentes decir a tu hija que eres su madre, porque sólo lograrás el desprecio de Emily. Hasta ahora nunca nada le dije con referencia a su madre, pero si tú intentas recobrar tu personalidad, la llevaré a un pensionado y le diré... que cuando aún no tenía dos meses de vida, tú, su madre, la abandonaste sin piedad alguna.

—Pensaba volver...

—Has vuelto, sí, después de siete años.

—Estuve siempre cerca. Viví aquí, espiando cada movimiento de ella. Siempre tuve miedo —gritó— a que tú me reconocieras, y el día que me decidí...

—No seas majadera. Nada te disculpa. No intentes hacerlo, porque con respecto a mí nada conseguirás —de súbito se quitó la chaqueta—. Te llevo a casa. Esta noche voy a comer con mi abuela.

* * *

El auto corría. Lo conducía May. A su lado, un Avis indiferente fumaba y expelía el humo por boca y nariz.

—Me iré otra vez y ésta para siempre —dijo de pronto May.

—Tampoco permitiré eso. Ya te dije que te has metido en la boca del lobo y dudo que puedas salir de ella. No sé qué haré ni lo que te obligaré a hacer. No me interesas. Como mujer, no me interesas. Como institutriz de mi hija, sí. Estoy seguro —rió sarcástico— que no hallaré otra mejor.

—No puedes obligarme...

—¡Oh, sí! Sé que antes prefieres morir a que tu hija sepa algún día que la abandonaste. Será lo primero que diré a Emily, si sales de la casa de mi abuela.

—Márchate tú —pidió ella vencida—. Márchate. Olvídate...

—Pienso instalarme en la torre todo el verano. Será muy divertido verte actuar junto a tu hija, junto a tu esposo... Estoy seguro de que cuando me veas con otra mujer, y yo soy hombre de mujeres, te atormentarán los celos. Al menos, May...

—Soy Emma.

—Para mí no. Y ten presente que ni para mí ni para nadie volverás a ser Emma Welmar. Tú te has buscado solita tu propia personalidad. Al menos, como te decía, sin intentar vengar el daño que me hiciste, sentirás el peso de su inconsciencia.

—Si todo ocurriera hoy —dijo roncamente— volvería a actuar como lo hice entonces.

—Ya veo que la vida no te enseñó nada. Pudiste abandonarme a mí, pero jamás a tu hija.

—Le diré a mi abuela...

—No. Sabes que no abrirás la boca al respecto, y siempre serás en tu propia casa, una vulgar institutriz.

—¿No has pensado que de igual modo que abandoné a mi hija recién nacida, puedo abandonarla ahora que tiene nueve años?

—No temo eso. Aunque tú estés convencida de lo contrario, a los diecisiete años no supiste medir la enorme responsabilidad de la que huías. Hoy conoces esa responsabilidad, y, si bien no te importa fracasar como mujer, lamentarías fracasar como madre.

La conocía demasiado. Se sintió muy pequeña a su lado. Apretó los labios y guardó silencio.

Avis Warren fumó despacio durante un buen rato. Después, con acento humorista, indicó:

—La verdad, nunca pensé que me estuviera reservado este cómico pasatiempo.

—Nunca seré un pasatiempo.

—Ten presente, May, que es una situación divertida, y absurda, el hecho de que estés de institutriz de tu propia hija, expuesta a la mala intención de tu propio marido, que puede convertirse en un fácil galanteador.

—No me humillarás hasta ese extremo.

—Posiblemente no. Pero también, ¿por qué no?, posiblemente me divierta pensar que puedo devolver humillación por humillación.

* * *

El auto se detuvo y ambos saltaron al suelo, uno por cada portezuela. Una vez ambos de pie en el parque, se miraron como si fueran dos enemigos. Fue él, más seguro de sí mismo, quien sonrió sarcástico.

—Muchas gracias por haberme traído, miss May.

Ella no respondió.

Giró en redondo, justamente cuando Emily llegaba corriendo, junto a ellos. Pasó ante ella, le sonrió, pero fue a estrecharse en los brazos de su padre.

—Papá, papá... Dice la abuelita que te vas a quedar con nosotros.

—Así es, mi vida.

—Soy tan feliz.

—¿Tanto me quieres?

Emily era impulsiva. Tanto como su madre, cuando ésta se casó con Avis. Se colgó del cuello de su padre, cubriéndole el rostro de besos. Los ojos de Avis, fijos en May, parecían decir: «¿Te das cuenta? ¿Te la das? La has perdido. Tú misma la has perdido. Eres una simple institutriz. Cuando yo no estoy, tal vez representes algo para Emily, pero estando yo presente que soy su padre..., no existe nada mejor para tu hija.»

Con las lágrimas afluyendo a sus ojos, May giró en redondo. Echó a andar en dirección a la casa, muy despacio, como si le pesaran los pies. Nunca creyó posible que Avis la reconociera. Ni tampoco que la sometiera vengativamente a aquella tortura.

—Miss May —gritó Emily tras ella, sin soltar la mano de su padre—, no corra usted tanto.

—Cierto, miss May —rió Avis de modo indefinible—, parece que la persiguen.

¿Iba a poder soportar aquella burla durante el resto de su vida? Se vio a sí misma viejecita. A Avis junto a ella como un juez. A Emily, casándose con un hombre apuesto. A ella, contemplando el cortejo como una criada distinguida, muy lejos de los seres queridos...

Horrorizada se tapó el rostro con las manos. Emily, tiernamente, ya junto a ella, le preguntó:

—¿Le duele algo, miss May?

La miró como si fuera un ser del otro mundo.

—No —dijo ahogadamente—. No.

—Es que miss May recuerda a su familia, querida Emy —dijo Avis despiadadamente—. La ha perdido en la última guerra.

—¡Oh! —se lamentó la niña—. ¿Es posible, querida miss May?

La institutriz no respondió. Sentía un nudo en la garganta.

«He sido injusta, sí —pensó con desaliento—. Nunca debí abandonar a mi hija. A mi pobre Emily recién nacida...»