LIBRO I

Prefacio: el escenario de las Historias[1]

1. Empezaré mi obra en el año del consulado[2] de Servio Galba por segunda vez[3] y de Tito Vinio[4], pues el período precedente de 820 años desde la fundación de Roma[5] ha contado, en tanto se daba cuenta de la historia de la República[6], con muchos historiadores de estilo elocuente e independencia de criterio. Pero cuando se libró la batalla de Accio[7] y convino en período de paz que todo el poder se concentrara en una sola mano, desaparecieron aquellos grandes talentos[8]. Al mismo tiempo, la verdad también se resintió de diferentes maneras, en primer lugar, por ignorancia de la política, como si no les interesara y, en segundo lugar, por un deseo apasionado de adular o, por el contrario, por odio hacia los gobernantes. Así que, ni unos ni otros autores, desde los hostiles hasta los sumisos, se preocuparon de 2la posteridad. Con todo, es fácil despreciar los halagos de un escritor, mientras que la maledicencia y la envidia encuentran una audiencia de oídos favorables. Y, efectivamente, la adulación acarrea la vergonzosa acusación de servilismo, mientras 3que la malevolencia transmite la falsa impresión de libertad. En lo que a mí respecta, no traté a Galba y a Otón ni para bien ni para mal. No voy a negar que mi carrera política[9] se inició con Vespasiano, fue favorecida por Tito y llegó más lejos con Domiciano. Sin embargo, quienes hacen profesión de una honestidad insobornable deberán hablar de cada cual sin parcialidad y 4sin odio. Si llego a vivir lo suficiente, he reservado para mi vejez el principado del divino Nerva y la carrera imperial de Trajano[10], materia más rica y menos espinosa, pues son extraordinariamente afortunados estos tiempos[11], en los que se puede pensar lo que se quiere y decir lo que se piensa.

Contenido de las historias[12]

2. La obra literaria en la que estoy embarcado es muy rica[13] en desastres, llena de atroces batallas, plagada de luchas civiles, e incluso cruel en la paz. Cuatro emperadores[14] sucumbieron por la espada. Hubo tres guerras civiles[15], más conflictos en el extranjero[16] y a menudo ambos al mismo tiempo[17]. La situación era favorable en Oriente y adversa en Occidente[18]. El Ilírico era un torbellino, las Galias flaqueaban[19] y Britania fue conquistada e inmediatamente abandonada a su suerte[20]. Se levantaron contra nosotros los pueblos sármatas y suevos, el pueblo dacio se distinguió por victorias y derrotas y casi llegó a movilizarse el ejército de los partos gracias a la impostura de un falso Nerón[21]. 2También la misma Italia fue víctima de desastres sin precedentes o por lo menos no habían ocurrido desde hacía muchos siglos. Ciudades se habían incendiado o habían quedado sepultadas en la parte más rica de la costa de Campania[22]. Roma fue devastada por incendios que destruyeron los templos más antiguos, llegando las manos de los ciudadanos a incendiar el mismo Capitolio[23]. Se profanaron ceremonias religiosas y se cometieron adulterios sonados[24]. El mar se pobló de exiliados[25] y sus islas rocosas se mancharon de sangre[26]. La 3crueldad fue más atroz en Roma. La nobleza, las riquezas y los cargos políticos se declinaban o desempeñaban como si fuera un crimen y la recompensa de la virtud era una muerte más que segura[27]. Las ganancias de los delatores eran no menos odiosas que sus crímenes[28], pues unos conseguían sacerdocios y consulados como si se tratara de despojos, mientras otros alcanzaban puestos oficiales y poder en la sombra, tratando y subvirtiendo todo, provocando el odio y el terror. Se sobornaba a los esclavos contra sus señores, a los libertos contra sus patronos, y quienes no tenían enemigos, caían arruinados por sus amigos[29].

3. Sin embargo, esta época no fue tan estéril en virtudes como para no brindar también nobles ejemplos. Hubo madres que acompañaron a sus hijos en su huida, esposas que siguieron a sus maridos al exilio[30]. Hubo parientes valientes, yernos leales y esclavos de fidelidad inquebrantable, incluso a prueba de torturas[31]. Hombres ilustres se vieron en el último trance, trance que sobrellevaron con valentía, y se produjeron desenlaces fatales 2comparables a las muertes ilustres de la antigüedad[32]. Además de las múltiples desgracias entre los hombres, hubo prodigios en el cielo y en la tierra, rayos premonitorios y señales del futuro, favorables u ominosas, dudosas o manifiestas[33]. Y, desde luego, nunca se había comprobado con sufrimientos más crueles del pueblo romano o con pruebas más tajantes que los dioses no se preocupaban de nuestra seguridad, pero sí de nuestro castigo[34].

Diagnosis del imperio[35]

4. Por lo demás, antes de redactar mi proyecto, parece razonable hacer un resumen de la situación de Roma, del sentir del ejército, de la actitud de las provincias y de lo que había sano y enfermo[36] en el mundo entero, con el fin de que se pueda apreciar no solo el curso y consecuencias de los acontecimientos, que están por lo general dictados por la fortuna, sino también su lógica y motivaciones. La muerte de Nerón[37], 2si bien fue acogida inicialmente con alegría en medio de una explosión de entusiasmo, no obstante, había suscitado una variedad de emociones no solo en Roma entre los senadores, el pueblo o la guarnición de la ciudad[38], sino también entre todas las legiones y sus mandos, pues se había divulgado un secreto del imperio: era posible que se eligiera a un emperador en un lugar que no fuera Roma[39]. Pero los senadores estaban contentos 3porque gozaron inmediatamente de una considerable libertad de expresión, como correspondía ante un emperador nuevo y ausente; los líderes de los caballeros[40] andaban cercanos a la alegría de los senadores; la parte del pueblo, la honrada y ligada a las grandes familias, los clientes y libertos de los condenados y desterrados vieron renacer sus esperanzas; las clases bajas, acostumbradas al circo y al teatro, así como la escoria de los esclavos o los que, tras despilfarrar sus bienes, se alimentaban de la infamia de Nerón, se mostraban tristes o ávidos de rumores.

5. La guarnición de Roma[41], que tenía una larga tradición de juramento de lealtad a los Césares, se había inclinado por abandonar a Nerón más por astucia y presión ajenas que por propia iniciativa. Cuando descubrió que no se le daba el donativo prometido[42] en nombre de Galba, que en la paz no existían las mismas oportunidades que en la guerra para alcanzar destacados servicios y recompensas y que se le habían adelantado en el favor de un príncipe elegido por las legiones, se declaró en rebeldía, inclinada como estaba a la revuelta, con el apoyo de las intrigas criminales del prefecto Ninfidio Sabino[43] que tramaba 2hacerse él mismo emperador. Y es verdad que Ninfidio pereció en la misma intentona, pero, aunque se había eliminado la cabeza de la rebelión, quedaba la complicidad en la mayoría de los soldados. Y no faltaban habladurías que echaban en cara la vejez y la avaricia de Galba[44]. La severidad, alabada antes y aplaudida entre los soldados, irritaba a los que despreciaban la disciplina del pasado; Nerón los había acostumbrado durante catorce años de tal manera que amaban los vicios de los emperadores no menos de lo que temían antaño sus virtudes. Para remate se sumaron las palabras de Galba[45], impecables para los intereses del Estado, pero peligrosas para él: «Yo recluto, no compro a mis soldados». Lo cierto era que lo demás no se amoldaba a esa manera de actuar.

6. Tito Vinio y Cornelio Lacón[46], —el uno, el más vicioso de los hombres, y el otro, el más cobarde de todos—, a este débil anciano, ya abrumado con el odio que provocaban los vicios del primero, lo estaban destruyendo también con el desprecio que se sentía hacia la cobardía del segundo[47]. El viaje de Galba fue lento[48] y sangriento, pues se dio muerte a Cingonio Varrón, cónsul electo, y al excónsul Petronio Turpiliano[49]. Uno, por ser cómplice de Ninfidio, y el otro, por ser general de Nerón, murieron sin juicio ni defensa, como si se hubiera condenado a unos inocentes. La entrada en Roma, con la masacre de 2miles de soldados desarmados[50], se produjo bajo sombríos augurios, resultando terrible incluso para quienes la perpetraron. Comoquiera que había entrado la legión de Hispania[51] y se retenía a la que Nerón había reclutado de la flota[52], Roma se llenó de un ejército inusual. Además, había un numeroso contingente procedente de Germania, Britania e Ilírico, que el mismo Nerón había seleccionado y enviado por delante a las Puertas Caspias[53] para la campaña que preparaba contra los albanos[54], pero que había reclamado para aplastar la revuelta de Víndice[55]. Había fuerzas de sobra para un nuevo estallido de violencia, sin que mostraran una clara preferencia por ningún líder, aunque estaban disponibles para el que se atreviera a actuar[56].

7. Sucedió por casualidad que llegaron las noticias de las ejecuciones de Clodio Macro y Fonteyo Capitón[57]. A Macro, que sin duda intentaba sublevarse en África, le dio muerte el agente imperial Trebonio Garuciano[58] por orden de Galba, mientras que a Capitón, que abrigaba idénticos proyectos, lo asesinaron en Germania los comandantes de la legión Cornelio Aquino y Fabio Valente[59] sin esperar instrucciones. Hubo quienes opinaban 2que Capitón, aunque repulsivo y marcado por la avaricia y la lujuria, no había pensado todavía en la rebelión; pero que, cuando sus comandantes de la legión le aconsejaron iniciar una revuelta, sin que lograran empujarle a ella, fueron más lejos y tramaron contra él una falsa acusación; y creían también que Galba por debilidad de carácter o para que no se investigara más a fondo dio su aprobación a aquellos hechos, fueran los que fueran, puesto que ya no se podían cambiar. Por lo demás, ambas ejecuciones fueron recibidas con malos augurios. Y, una vez que el emperador se hizo impopular, las mismas antipatías le acarreaban 3las buenas o las malas acciones. Todo tenía un precio[60], los libertos ejercían demasiada influencia, la mayoría de los esclavos se mostraban deseosos de nuevos cambios y actuaban con impaciencia a la vista de que trataban con un anciano. Los males de la nueva corte eran los mismos, iguales de graves, pero no igual de tolerables. La edad misma de Galba provocaba sonrisas despectivas[61] y desencanto en la gente acostumbrada a la juventud de Nerón y que comparaba, como es usual en la gente, a los dos emperadores por su belleza y atractivo físico.

Situación de las provincias

8. Tal era pues el estado de ánimo en Roma, como era de esperar en una población tan grande. En cuanto a las provincias, en Hispania gobernaba Cluvio Rufo[62], hombre elocuente y hábil para la paz, pero sin experiencia en la guerra. Las Galias estaban vinculadas a Roma, además de por el recuerdo de Víndice, por la concesión reciente de la ciudadanía romana y el alivio de los impuestos para el futuro. Sin embargo, las ciudades galas cercanas[63] a los ejércitos de Germania no habían recibido el mismo trato de favor. Algunas, que incluso habían perdido territorio, medían con igual resentimiento las concesiones hechas a otras y sus propios agravios. Los ejércitos 2de Germania[64], que representaban un gran peligro a la vista de fuerzas tan grandes, estaban inquietos y furiosos entre el orgullo de la reciente victoria y el miedo por las consecuencias de haber apoyado al bando perdedor. Se habían mostrado remisos en abandonar a Nerón y Verginio[65] no se había declarado inmediatamente en favor de Galba. Se dudaba si no había querido ser él mismo el emperador, pero se estaba de acuerdo en que los soldados le habían ofrecido el imperio[66]. De la muerte de Fonteyo Capitón[67] se indignaron incluso quienes no estaban en condiciones de quejarse. Pero les faltaba un líder, pues se había apartado a Verginio[68] so pretexto de amistad. El hecho de que no se le devolviera y que incluso se le considerara un imputado los soldados lo tomaban como si fuera un reproche dirigido contra ellos.

9. El ejército de Germania Superior despreciaba a su comandante en jefe Hordeonio Flaco[69], impedido por la vejez y la podagra, sin personalidad ni prestigio. No era capaz de mantener la disciplina ni siquiera cuando las tropas estaban en calma, y aquellos hombres enfurecidos se inflamaban todavía más ante la debilidad de quien intentaba reprimirlos. Las legiones de Germania Inferior estuvieron largo tiempo sin un gobernador[70], hasta que se presentó, enviado por Galba, Aulo Vitelio[71], hijo de Vitelio, censor y tres veces cónsul: eso parecía suficiente 2acreditación. En el ejército de Britania no se produjo resentimiento alguno. En realidad, a lo largo de todas las perturbaciones de las guerras civiles no hubo otras legiones[72] que se comportaran con más docilidad, ya fuera porque se encontraban lejos y separadas por el Océano o porque aleccionadas por continuas campañas habían reservado más bien el odio para el 3enemigo. Había paz también en el Ilírico, aunque las legiones movilizadas por Nerón[73], mientras estaban a la espera de acontecimientos en Italia, habían abordado a Verginio a través de delegaciones. Pero los ejércitos fueron separados por grandes distancias, que es el método más sensato para asegurar la lealtad de las tropas, de manera que no llegaron a mezclarse ni en fuerzas ni en flaquezas.

10. El Oriente se mantenía todavía en calma. A Siria[74] la mandaba con cuatro legiones Licinio Muciano[75], un hombre notorio tanto por sus éxitos como por sus fracasos. De joven había cultivado para sus propios intereses las amistades de los grandes. Después, tras malgastar su patrimonio y encontrarse en una situación peligrosa, pues incluso se pensó que había provocado las iras de Claudio, se retiró a un lugar recóndito de Asia, donde estuvo tan cerca de ser un desterrado como más tarde de llegar 2a ser emperador. Era una mezcla de dejadez y energía, de cortesía y arrogancia, de buenas y malas cualidades. Disfrutaba de placeres desmedidos[76] en su tiempo libre, pero, cuando se aplicaba al trabajo, estaba dotado de grandes virtudes. Se alababa su vida pública, pero se criticaba su vida privada. Ejercía, sin embargo, una gran influencia entre sus subordinados, allegados y colegas gracias a sus variadas formas de intriga, resultándole 3más práctico entregar el imperio que ser él mismo emperador. Flavio Vespasiano (Nerón lo había nombrado general) ostentaba el mando de la guerra de Judea con tres legiones[77]. Vespasiano no abrigaba el deseo o la animosidad de oponerse a Galba, pues de hecho había enviado a su hijo Tito a mostrarle sus respetos y pleitesía, como recordaremos en su lugar[78]. Solo después de alcanzar el imperio hemos dado crédito a los arcanos del destino y a las señales y oráculos[79] que reservaban el imperio a Vespasiano y sus hijos.

11. Ya desde los tiempos del divino Augusto romanos del orden ecuestre, ocupando el lugar de los faraones, gobernaban Egipto y las tropas[80] para mantener el orden. Así pareció conveniente que la casa imperial mantuviera el control de una provincia de difícil acceso, rica en trigo, díscola y voluble por su fanatismo religioso[81] y su inmoralidad, indiferente a las leyes y desconocedora de las magistraturas[82]. La gobernaba entonces Tiberio Alejandro[83], nativo de Egipto. Tras la ejecución de Clodio 2Macro, África y las legiones que allí estaban[84] se contentaban con cualquier emperador que fuera después de la experiencia con un dirigente de segunda fila. Las dos Mauritanias, Recia, Nórico, Tracia[85] y las demás gobernadas por procuradores[86], según estuvieran cercanas a uno u otro ejército, así se inclinaban al apoyo o a la hostilidad por la influencia de los más 3fuertes que ellas. Las provincias sin legiones[87] y, sobre todo, Italia misma, expuesta a ser esclava de cualquiera, estaban condenadas a ser el precio de la guerra. Éste era el estado del imperio romano cuando los cónsules Servio Galba por segunda vez y Tito Vinio[88] iniciaron el último año para ellos y casi el año final para el Estado.

Actuaciones de Galba[89]

12. Pocos días después del 1 de enero llegó de Bélgica[90] un despacho del agente imperial Pompeyo Propincuo[91] diciendo que las legiones de Germania Superior[92] habían roto su juramento de lealtad, exigían otro emperador y cedían la decisión de elegirlo al Senado y al pueblo romano, con el fin de que la rebelión se acogiera con una mayor comprensión. Esta noticia aceleró el plan de Galba sobre la adopción 2de un heredero que ya hacía tiempo venía rumiando consigo mismo y con sus más allegados. Y ciertamente en aquellos meses no se había producido tema de conversación más frecuente por la ciudad entera, primero por el placer morboso de hablar de tales asuntos y en segundo lugar por la edad, ya decrépita, de Galba. Pocos romanos mostraban buen juicio o amor 3por el bien público, pero muchos con estúpidas esperanzas, según de quien fueran amigos o clientes, señalaban la candidatura de este o de aquel con rumores interesados, descargando incluso odio contra Tito Vinio, a quien, cuanto más poderoso se hacía de día en día, con la misma fuerza se le detestaba. El hecho era que la misma blandura de Galba despertaba la avidez de sus amigos, que se abría paso con extraordinario éxito, porque ante un hombre débil y crédulo se hacía el mal con menos miedo y mayores ganancias.

13. El poder real del gobierno estaba dividido entre el cónsul Tito Vinio y el prefecto del pretorio Cornelio Lacón[93]. Y de no menos influencia disfrutaba Ícelo[94], liberto de Galba, a quien se le había regalado el anillo de caballero y como tal se le llamaba con el nombre de Marciano. Estos hombres, en desacuerdo, iban cada uno a lo suyo en cuestiones menores, pero en la 2decisión de elegir a un sucesor se dividían en dos bandos: Vinio estaba a favor de Otón[95], Lacón e Ícelo[96], de común acuerdo, no apoyaban tanto a un candidato concreto como a otro diferente. Galba no era ajeno tampoco a la amistad de Otón y Tito Vinio. Además, gente que no mantenía nada en silencio propalaba el rumor de que, al tener Vinio una hija sin casar[97] y estar Otón soltero, los dos estaban destinados a ser suegro y yerno. Y quiero creer que también existía preocupación por el Estado, pues de poco habría valido quitárselo a Nerón, si quedaba en manos 3de Otón. Y es que Otón había vivido una infancia despreocupada y una juventud desenfrenada: se había ganado a Nerón porque imitaba sus lujos. Por eso, Nerón había cedido a Popea Sabina, la amante del emperador, a Otón, cómplice de sus placeres, hasta que pudiera desembarazarse de su esposa Octavia[98]. Luego, al sospechar que se había enamorado de la propia Popea, lo relegó a la provincia de Lusitania[99] so pretexto de que fuera allí su gobernador[100]. Otón administró la provincia con discreción, 4pero fue el primero que se pasó al partido de Galba, actuó con diligencia y, mientras duró la guerra, fue el más brillante de los que apoyaron a Galba. Cada día se aferraba con más fuerza a la esperanza de adopción que había concebido desde el primer momento, pues le apoyaba la mayoría de las tropas y la corte de Nerón se inclinaba hacia uno que se le pareciera.

14. Por otra parte, tras el anuncio de la revuelta de Germania, Galba, aunque todavía no se tenía información segura sobre Vitelio, estaba angustiado por saber hasta dónde se extendería el estallido violento de los ejércitos, pues ni siquiera confiaba en la guarnición de Roma. Así pues, puso en marcha el procedimiento de elección imperial como única solución. Convocó, además de a Vinio y a Lacón, a Mario Celso[101], cónsul electo, y a Ducenio Gémino[102], prefecto de la ciudad, y, tras hablar brevemente de su propia vejez, ordenó que se presentara Pisón Liciniano[103], fuera por propia iniciativa o, como algunos creyeron, a instancias de Lacón, que había cultivado la amistad de Pisón en casa de Rubelio Plauto[104]. Pese a ello, lo apoyaba astutamente como si le fuera desconocido, añadiendo crédito a 2su propuesta la buena reputación de que gozaba Pisón. Como hijo de Marco Craso y Escribonia, Pisón era noble por ambos lados; era de una expresión y porte propios de una época antigua y se le consideraba serio según una estimación ajustada, aunque un tanto tradicional para sus detractores. Ese aspecto de su carácter, del que recelaban más los intrigantes, era lo que tanto agradaba a quien iba a adoptarlo.

15. Así, pues, parece que Galba tomó la mano de Pisón y le habló de esta manera[105]: «Si yo te adoptara como un particular mediante una ley de la Curia ante los pontífices según la costumbre tradicional[106], sería un honor para mí llamar a mi casa a un descendiente de Gneo Pompeyo y Marco Craso y para ti sería un orgullo añadir a tu nobleza las excelencias de los Sulpicios y Lutacios[107]. Ahora, cuando la voluntad unánime de dioses y hombres me ha llamado al poder imperial, tu extraordinario carácter y tu patriotismo me han impulsado a ofrecerte a ti, en tiempos de paz, el principado, por el que nuestros antepasados luchaban con las armas y que yo conseguí con la guerra. He seguido el ejemplo del divino Augusto, quien elevó a una posición próxima a la suya a Marcelo, hijo de su hermana[108], después a su yerno Agripa, más tarde a sus propios nietos y, finalmente, a su hijastro Tiberio Nerón. Pero Augusto buscó un sucesor dentro 2de su familia, yo en el Estado, y no porque no tenga parientes o compañeros de armas. Yo no he aceptado tampoco el imperio por ambición, y la prueba de lo que digo es que he pospuesto no solo a mis parientes sino también a los tuyos. Tienes un hermano de igual nobleza[109], mayor que tú y digno de esta suerte si no fueras tú más valioso. Tienes la edad adecuada, pues ya has 3dejado atrás las pasiones de la juventud y no hay nada en ese pasado de lo que tengas que arrepentirte. Hasta ahora solo has sufrido adversidades. El éxito prueba el carácter de los hombres con aguijones más afilados, porque las desgracias se soportan, 4pero la prosperidad nos corrompe. La lealtad, la libertad y la amistad, principales bienes del alma humana, sin duda tú las mantendrás con la misma firmeza de siempre, pero otros las harán menguar con su servilismo. Irrumpirá la adulación, los halagos y el interés personal, el peor veneno del afecto sincero. Y es cierto que tú y yo hablamos ya hoy entre nosotros con la mayor franqueza, pero los demás preferirán hacerlo más con nuestro cargo que con nosotros, pues convencer a un príncipe de lo que conviene hacer supone una difícil tarea, pero la adulación hacia el príncipe que sea se hace sin molestia alguna.

16. »Si el inmenso cuerpo del imperio[110] se pudiera sostener y mantener en equilibrio sin un gobernante, yo sería la persona adecuada para dar comienzo a una república. Sin embargo hace tiempo que se ha llegado a tal punto de necesidad que ni mi ancianidad puede ofrecer mejor regalo al pueblo romano que un buen sucesor ni tu juventud mayor regalo que un buen emperador. Bajo Tiberio, Gayo y Claudio fuimos como la herencia de una sola familia, de manera que el que se pueda elegir a un sucesor significará libertad. Con el fin de la dinastía de los Julios y Claudios encontraremos a los mejores con el sistema de la 2adopción. Y, en efecto, el ser engendrados y nacer príncipes es una cuestión de suerte y no se valora más allá de eso, pero la adopción requiere un juicio sin condiciones y, si se quiere elegir, el consenso muestra el camino. Pon ante tus ojos a Nerón, al que, ensoberbecido por la larga serie de Césares, apearon de los hombros de Roma, no Víndice con una provincia indefensa o yo con una sola legión[111], sino su propia crueldad y depravación. Y todavía no existía el precedente de la condena de un emperador[112]. Nosotros, que hemos sido promocionados por la 3guerra y por las personas juiciosas, seremos el objeto de envidia aunque seamos intachables. Sin embargo, no vayas a asustarte si dos legiones[113] todavía no se mantienen en calma después de la convulsión que ha sufrido el mundo. Ni siquiera mi ascensión al poder se produjo en paz. Y, una vez que se enteren de tu adopción dejarán de verme como un viejo, que es lo único que se me reprocha ahora. La gente peor siempre echará de menos a Nerón, pero mi tarea y la tuya consistirá en que tampoco lo eche de menos la gente honrada. No es éste el momento de 4darte más consejos, pues todo mi proyecto se ha cumplido si he realizado una buena elección contigo. El criterio más útil y también el más rápido para distinguir el bien del mal es pensar lo que aprobarías o desaprobarías si otro fuera el emperador. Y desde luego aquí no vas a gobernar como se gobierna a pueblos con un sistema monárquico compuesto de una corte fija de señores y el resto de esclavos, sino a hombres que no pueden tolerar ni una total esclavitud ni una total libertad». Galba sin duda decía esto y otras cosas parecidas como si estuviera en el proceso de nombrar a un emperador, pero los demás hablaban con Pisón como si ya se hubiera hecho el nombramiento.

17. Cuentan que Pisón no había mostrado señal alguna de turbación o euforia ni ante los que lo contemplaban en ese momento ni después cuando todas las miradas estaban fijas en él. Se dirigía con respeto a su padre y al emperador y se refirió a él mismo con modestia. No cambió para nada su expresión y compostura, como si pareciera que tenía más la posibilidad que el 2deseo de ser emperador. A continuación se debatió si la proclamación oficial de la adopción tendría lugar en los Rostros[114] o en el Senado o en los cuarteles pretorianos. Se decidió que se procediera en los cuarteles pretorianos, pues este gesto sería un honor para los militares, cuya adhesión, aunque se lograba de mala manera con dádivas y sobornos, no por eso había que despreciarla si se lograba con buenas artes. Mientras tanto, se había congregado alrededor del Palacio[115] un público expectante, impaciente por conocer tan gran secreto. Y quienes intentaban suprimir los rumores que se habían filtrado solo conseguían aumentarlos.

18. El 10 de enero amaneció un día desapacible por la lluvia, con perturbaciones de truenos, relámpagos y amenazas del cielo fuera de lo normal[116]. Desde tiempos inmemoriales esto se había interpretado como señales para cancelar las asambleas políticas, pero no disuadieron a Galba de acudir a los cuarteles pretorianos, pues despreciaba tales sucesos como casuales, o tal vez sucedía que lo que el destino nos depara, aunque se anuncie con señales, 2no se puede evitar. Ante una nutrida formación de soldados proclamó, con la brevedad propia de un general, que adoptaba a Pisón siguiendo el precedente del divino Augusto y de acuerdo con la práctica militar por la que un hombre elige a otro hombre[117]. Y con el fin de que no aumentaran los bulos si no aludía a la revuelta, se adelantó afirmando que las legiones IV y XXII[118], con pocos partidarios de la revuelta, no habían ido más allá de palabras y consignas en alta voz, pero que en breve volverían a la disciplina. A su discurso no añadió ningún halago o soborno alguno. 3Con todo, los tribunos, centuriones y los soldados de las primeras filas respondieron con palabras gratas al oído, pero entre los demás reinó la tristeza y el silencio, pues creían que habían perdido en la guerra la tradicional obligación de conceder un donativo[119] incluso en tiempos de paz. Estaba claro que pudo habérselos ganado con un pequeño gesto de generosidad aquel austero anciano, pero le perjudicó su rigor a la antigua y su excesiva severidad[120], a cuya altura ya no llegamos nosotros.

19. Más tarde, ante el Senado, las palabras de Galba fueron tan sencillas y breves como las pronunciadas ante los soldados. Pisón pronunció un discurso comedido y se ganó el apoyo de los senadores. Muchos lo hicieron con buena voluntad, con más efusión quienes se le habían opuesto y los neutrales, los más, se lanzaron a la adulación, haciendo cábalas sobre sus asuntos privados sin preocuparse del interés público. En los cuatro días siguientes[121], los que mediaron entre su adopción y asesinato, Pisón no dijo ni hizo nada más en público. Como las noticias de 2la revuelta de Germania aumentaban día a día en una ciudad dispuesta a oír y creer todas las novedades si son malas, el Senado acordó que se enviara una embajada al ejército de Germania. Se trató en secreto si también debía marchar Pisón. El efecto sería mayor, pues los delegados representarían la autoridad del Senado y Pisón el prestigio de un César[122]. También se estaba de acuerdo en que se enviara con ellos a Lacón, prefecto del pretorio, pero él vetó la iniciativa. Asimismo se nombraron, se relevaron y se sustituyeron los delegados (pues el Senado había dejado a Galba la elección) en medio de una escandalosa indecisión a causa de las intrigas para quedarse o para ir, según impulsara a cada cual el miedo o la ambición.

20. La siguiente preocupación fue la de las finanzas[123]. Tras sopesar todas las circunstancias pareció que lo más justo sería buscar dinero en el sitio donde se había causado la pobreza. Nerón había despilfarrado 2.200 millones de sestercios[124] en donaciones. Galba ordenó que se las reclamara individualmente a los beneficiarios dejando a cada cual la décima parte de aquella generosa suma. Pero éstos apenas conservaban la décima parte de esa cantidad, pues habían gastado el dinero ajeno con la misma prodigalidad que lo habían hecho con el suyo propio. Y los beneficiarios más despilfarradores y más sin escrúpulos ya no disponían de propiedades o capitales, sino únicamente de 2medios para mantener sus vicios[125]. La recaudación de dinero estuvo a cargo de treinta caballeros romanos. Sus funciones no tenían precedentes, resultando una misión enojosa por las intrigas y el número de implicados. Había por todas partes subastadores y licitadores de las propiedades confiscadas y Roma estuvo agitada a causa de los procesos. Y sin embargo se produjo una gran alegría porque tan pobres quedaban aquellos a quienes Nerón había hecho donaciones como aquellos a los que había robado. Durante aquellos días fueron destituidos algunos tribunos[126]: 3Antonio Tauro y Antonio Nasón de la guardia pretoriana, Emilio Pacense de las cohortes urbanas y Julio Frontón[127] del cuerpo de vigilancia de la ciudad. No se tomaron medidas contra los demás, pero aquello supuso el comienzo del miedo, porque entendían que, si se destituía a unos pocos con artimañas y amedrentamiento, todos se sentirían sospechosos.

Conspiración de Otón[128]

21. Entretanto a Otón, que no tenía esperanza alguna en una situación de normalidad política y todos sus planes pasaban por aprovecharse de la confusión, lo incitaban muchas circunstancias a un tiempo: su tren de vida, gravoso incluso para un emperador, su pobreza, apenas tolerable para un ciudadano particular[129], su resentimiento con Galba y su inquina hacia Pisón. También se inventaba peligros para estimular sus ambiciones, como que había resultado duro con Nerón y no cabía esperar una segunda Lusitania y el honor de un segundo exilio[130]. Los gobernantes siempre odian y sospechan del que es señalado como su sucesor. Eso le había perjudicado tratándose de un emperador anciano y le perjudicaría todavía más ante un joven de un natural cruel y convertido en una 2fiera durante su largo destierro. Cabía la posibilidad de asesinar a Otón. En consecuencia, había que actuar con osadía mientras declinaba la autoridad de Galba y todavía no había cuajado la de Pisón. En los cambios de gobierno se ofrecían grandes oportunidades para proyectos de envergadura y no hay que vacilar cuando la inacción es más peligrosa que la temeridad. La muerte es igual por ley natural para todos, pero la posteridad establece diferencias con el olvido o con la fama. Y, si el mismo final aguarda al culpable y al inocente, es propio de un hombre valiente morir por un ideal.

22. El carácter de Otón no era tan blando como su cuerpo[131]. Los libertos y esclavos de su confianza, quienes se comportaban con más libertad de lo esperado en una casa particular, le ponían ante sus ojos, ávidos de tales cosas, la corte de Nerón, su vida lujosa, sus adulterios, matrimonios y demás placeres de reyes. Le hacían ver que esto podría ser suyo si mostraba osadía, pero caerían en las manos de otros si no actuaba. También le acuciaban los astrólogos[132], quienes por la observación de las estrellas anunciaban cambios de gobierno y un año de gloria para Otón. Esa casta de gente, desleal con los poderosos y engañosa con los ambiciosos, siempre estará prohibida y siempre estará presente en nuestra ciudad[133]. La alcoba de Popea había 2acogido a muchos astrólogos que se erigieron en los peores valedores de su matrimonio con el emperador. Uno de éstos, Ptolomeo[134], había acompañado a Otón a Hispania. Al haberle vaticinado que sobreviviría a Nerón y tras ganar crédito por el cumplimiento de su profecía, ya le había convencido de que estaba llamado a ser el emperador a partir de los cálculos y habladurías de quienes comparaban la vejez de Galba con la juventud de Otón. Pero Otón tomaba estas predicciones como 3fruto del conocimiento y de la voz del destino, pues la naturaleza humana es más proclive a creer en lo misterioso. Y no le faltaba el apoyo de Ptolomeo, ya instigador del crimen, al que se llega muy fácilmente a partir de tales aspiraciones.

23. Pero no se sabe a ciencia cierta si la idea del crimen le llegó repentinamente a Otón. Ya hacía tiempo que se había ganado el favor de los soldados por la esperanza de la sucesión o porque preparaba un golpe criminal. Durante el viaje, en las formaciones en marcha o en las acampadas, llamaba por su nombre a los soldados más veteranos y les trataba como «compañeros de fatiga» en recuerdo de cuando escoltaban a Nerón[135]. Reconocía a algunos, preguntaba por otros y les ayudaba con dinero o favores, dejando caer con bastante frecuencia quejas y observaciones ambiguas sobre Galba y todo cuanto podía soliviantar 2a la soldadesca. El cansancio de las marchas, la escasez de las provisiones y la dureza del mando se soportaban peor, dado que, acostumbrados a ir embarcados a los lagos de Campania y a las ciudades de Grecia[136], debido al peso de las armas soportaban mal la travesía de los Pirineos, los Alpes y las rutas interminables.

24. Mevio Pudente, uno de los amigos de Tigelino[137], había arrimado por así decirlo la tea a la moral de los soldados ya de por sí caldeada. Éste se había atraído a los más volubles de carácter o más necesitados de dinero y a los más predispuestos a una revolución. Poco a poco llegó al punto de repartir una propina de cien sestercios[138] por persona de la cohorte que estuviera de guardia, con el pretexto de darles de comer, cada vez que 2Galba cenaba en casa de Otón. Esta especie de largueza pública Otón la aumentaba con recompensas más reservadas a particulares. Era un corruptor tan aplicado que a Coceyo Próculo, guardaespaldas del emperador[139], que pleiteaba con su vecino por una cuestión de lindes, le regaló todo el campo de su vecino comprado de su propio bolsillo, y ello ante la incompetencia del prefecto del pretorio[140], a quien se le escapaban tanto las cuestiones de conocimiento general como las secretas.

25. Pero entonces encargó a Onomasto, uno de sus libertos, el complot del crimen. Éste reclutó a Barbio Próculo, oficial encargado del santo y seña de las guardias, y a Veturio, suboficial del mismo cuerpo[141]. Cuando comprobó a través de diferentes entrevistas que eran astutos y sin escrúpulos, los colmó de sobornos y promesas y les dio dinero para tantear el apoyo de otros muchos. Dos suboficiales se encargaron de que cambiara de manos el imperio del pueblo romano y lo hicieron cambiar. 2Solo a unos pocos se les permitió compartir el secreto del crimen. Provocaron el ánimo indeciso de los demás con diversas artimañas. Trataron a los soldados veteranos como sospechosos por haber recibido favores de Ninfidio, mientras que al resto y a la soldadesca[142] los provocaron con la irritación y la desesperación que producía el aplazamiento reiterado de los donativos. Había a quienes enardecía el recuerdo de Nerón y la nostalgia de la falta de disciplina del pasado. A todos sin excepción asustaba el miedo a un cambio en las condiciones de su destino militar[143].

26. Tal corrupción contagió también los ánimos ya perturbados de las legiones y tropas auxiliares[144], cuando se divulgó que se desmoronaba la lealtad del ejército de Germania. Y hasta tal punto los malvados estaban preparados para la sedición, e incluso los honrados para pasar todo por alto, que el día 14 de enero estuvieron a punto de raptar a Otón cuando regresaba de una cena, pero sintieron miedo por la incertidumbre de la noche, por los controles de soldados distribuidos por toda Roma y porque entre borrachos no es fácil llegar a un consenso. No sentían preocupación por el Estado, al que, sobrios, se disponían a mancillar con la sangre de su emperador, sino que sentían miedo de que en la oscuridad cualquiera que se ofreciera a los soldados del ejército de Panonia o de Germania pudiera pasar por Otón, puesto que la mayoría de la 2gente no lo conocía. Muchos indicios de la incipiente sedición fueron acallados por los cómplices. Unos pocos que llegaron a los oídos de Galba los acalló el prefecto Lacón, quien no estaba al tanto del estado de ánimo de los soldados, se oponía a cualquier plan, por excelente que fuera, que no procediera de él mismo, y mostraba indiferencia tozuda ante la opinión de los expertos.

El comienzo del fin de Galba

27. El 15 de enero[145], cuando Galba ofrecía un sacrificio ante el templo de Apolo[146], el arúspice Umbricio declaró que las entrañas de la víctima eran de mal agüero, que era inminente un complot y que había un enemigo en palacio. Otón, que se encontraba a su lado, lo escuchó y lo interpretó en sentido contrario como favorable y feliz para sus propósitos. Y no mucho después el liberto Onomasto le avisó de que le esperaban el arquitecto y los constructores, que era la contraseña convenida para avisarle de que los soldados ya estaban reunidos y la conjura estaba a punto. Otón, ante las preguntas 2por la razón de su partida, puso como excusa que iba a comprar una finca de valor dudoso por su antigüedad y que por eso había que verla con más detención. Del brazo de su liberto se encaminó por el palacio de Tiberio en dirección al Velabro y desde allí al Miliario Áureo cerca del templo de Saturno[147]. Entonces veintitrés miembros de la guardia personal se lanzaron a saludarle como emperador y a sentarle a toda prisa, asustado como estaba por el escaso número de los que lo aclamaban, en una litera con las espadas desenvainadas. En el camino se le sumaron casi un número igual de soldados, unos por ser cómplices y la mayoría por el espectáculo; algunos entre el clamor de las espadas y otros en silencio iban a acomodar su reacción al curso de los acontecimientos.

28. Al mando de la guardia del cuartel se encontraba el tribuno Julio Marcial[148]. Éste ante las proporciones de la repentina insurrección criminal o porque acaso temiera que la corrupción fuera más profunda en el campamento y, si se oponía, significaría la muerte, dio la impresión a mucha gente de que era cómplice del golpe. También los demás tribunos y centuriones antepusieron las ventajas del momento a un dudoso heroísmo. Y el estado de ánimo fue como sigue: unos pocos se atrevieron a las peores fechorías, los más lo deseaban y todos lo permitieron pasivamente.

29. Entretanto Galba, sin saber lo que ocurría y preocupado con los sacrificios, importunaba a los dioses de un imperio que ya era de otro, cuando le llegan los rumores de que llevaban a toda prisa al campamento a un senador sin identificación, pero luego se supo que era Otón al que llevaban. Y le llegaban los rumores al mismo tiempo de todos los sitios de Roma, según se iba topando la gente con él. Unos los exageraban por miedo y algunos contaban hechos de menor importancia de lo realmente ocurrido, pero sin olvidarse ni siquiera en esos momentos de la adulación. Así que, tras una consulta, decidió sondear la actitud de la cohorte que montaba guardia en el Palacio[149]. No se hizo a través de Galba en persona, porque había que reservar intacto su prestigio para medidas más serias. Pisón se dirigió a los convocados 2delante de las gradas de Palacio y pronunció las siguientes palabras[150]: «Hace cinco días, compañeros de armas[151], que fui elegido César por adopción ignorando el futuro y si hay que desear o temer a este nombre. Y qué destino aguarda a mi familia o al Estado, eso queda en vuestras manos. Y no es que tema un desenlace harto sombrío debido a mi nombre, dado que, experimentado ya en la adversidad, he aprendido especialmente en este momento que ni siquiera el éxito entraña menos peligro. Pero lo siento por mi padre, por el Senado y por el imperio mismo, si hoy tenemos que o morir o matar, lo cual es igualmente lamentable para la gente honrada. En la última revuelta teníamos el consuelo de que no había corrido la sangre por Roma y que se hizo el traslado de poderes sin discordia. Con la adopción parecía que se habían tomado las garantías suficientes para que ni siquiera hubiera lugar a una guerra después de Galba.

30. »No me arrogaré nobleza[152] o mesura, que no hay necesidad de citar mis virtudes en comparación con las de Otón. Sus vicios, de los que únicamente alardea, han arruinado el imperio, incluso actuando como amigo del emperador. ¿Acaso merecería el imperio por su aspecto y porte o por esos atuendos propios de mujer[153]? Se equivocan aquellos a quienes engaña su despilfarro so capa de generosidad: ése sabrá dilapidar, pero no sabrá dar. Ahora piensa para sus adentros en adulterios, juergas y compañía de mujeres. Se imagina que ésas son las recompensas del principado. La lujuria y el placer se quedan para él, el bochorno y la vergüenza para todos. Nadie, en efecto, nadie ha 2ejercido con buenas artes el poder ganado con infamia. Galba fue llamado a ser César por la voz unánime de todo el mundo y yo lo fui por Galba con vuestro consentimiento. Si el Estado, el Senado y el pueblo son palabras vacías, os interesa a vosotros, compañeros de armas, que al emperador no lo nombren los peores ciudadanos. Alguna vez se tuvo noticias de sediciones de legiones contra sus jefes, pero vuestra lealtad y reputación han permanecido intactas hasta hoy. Incluso fue Nerón el que os 3abandonó[154], no vosotros a Nerón. ¿Y menos de treinta renegados y desertores, a quienes nadie tendría en cuenta para elegir a un centurión o a un tribuno, van a adjudicar el imperio? ¿Vais a admitir este precedente y con vuestra pasividad vais a hacer vuestro ese crimen? Este libertinaje se extenderá a las provincias y para nosotros quedarán las consecuencias de los crímenes y para vosotros las de la guerra. Y no se os dará mayor recompensa por el asesinato del emperador que por manteneros inocentes, sino que recibiréis de nosotros por vuestra lealtad lo mismo que los otros por su traición criminal».

31. Una vez que escaparon los guardias de escolta, el resto de la cohorte no hizo oídos sordos a la arenga de Pisón, como sucede en situaciones de confusión, más por miedo y sin ningún plan todavía entre las enseñas que por un disimulo traicionero, como luego se creyó[155]. También se envió a Celso Mario junto 2al ejército del Ilírico destacado en el pórtico de Vipsanio[156] y se dio instrucciones a los legionarios de primer rango Amulio Sereno y Domicio Sabino para que hicieran venir a los soldados de Germania del atrio de la Libertad[157]. Se desconfiaba de la legión naval, pues estaban resentidos por la matanza de compañeros de armas, a quienes Galba había asesinado en los primeros momentos de su entrada en Roma. Además, se dirigieron al cuartel de los pretorianos los tribunos Cetrio Severo, Subrio Dextro y Pompeyo Longino[158] para ver si la sedición, incipiente todavía y poco madura[159], se avendría a mejores consejos. De 3los tribunos los soldados abordaron con amenazas a Subrio y a Cetrio, mientras que a Longino le echaron las manos encima y lo desarmaron, porque la lealtad a su emperador no se debía a su rango militar sino a la amistad con Galba y se hacía por ello particularmente sospechoso entre los rebeldes. La legión naval se unió sin dudarlo un instante a los pretorianos. Los reclutas del ejército de Iliria hicieron huir a Celso a punta de lanza. Los destacamentos de Germania permanecieron indecisos durante largo tiempo, pues todavía no se habían recuperado físicamente y tenían los ánimos tranquilos, porque, tras enviarlos Nerón a Alejandría y regresar de allí debilitados a causa del largo viaje de vuelta[160], Galba los colmaba de atenciones sin reparar en gastos.

32. Ya toda la plebe llenaba el área del Palatino. Estaban mezclados con los esclavos y a gritos desafinados reclamaban la ejecución de Otón y la muerte de los conjurados, como si estuvieran solicitando algún espectáculo en el circo o en el teatro. No había en ellos juicio u opinión sincera, pues el mismo día iban a exigir con igual entusiasmo demandas opuestas, sino que actuaban según la costumbre tradicional de adular al emperador, quienquiera que fuera, con aclamaciones exageradas y 2adhesiones gratuitas. Entretanto Galba dudaba entre dos propuestas[161]. Tito Vinio proponía permanecer dentro de Palacio, valerse de los esclavos como pantalla defensiva, asegurar los accesos y no hacer frente a los exaltados. Daría tiempo para el arrepentimiento de los malvados y lo daría para el acuerdo de los honrados: los crímenes se robustecen con la precipitación, las decisiones honestas con la paciencia. Al fin y al cabo, habría la misma posibilidad más tarde de hacer una salida, si la situación lo pedía, pero el regreso, si se arrepentía de haber salido, quedaría a merced de los otros.

33. Los demás eran de la opinión de que había que darse prisa, antes de que cobrara fuerza la conjuración, todavía débil, de unos pocos. También Otón se echaría a temblar, él que, tras marcharse a escondidas y presentarse junto a extraños, estaba aprendiendo el papel de emperador por las vacilaciones de ahora y la indolencia de quienes malgastan el tiempo. No había que esperar a que, controlados los cuarteles, Otón irrumpiera en el Foro[162] y entrara en el Capitolio ante las narices de Galba, mientras que un bravo emperador y sus valientes amigos[163] bloqueaban el Palacio hasta el umbral de la puerta con la intención evidente de aguantar un asedio. Además, menuda ayuda iban a 2encontrar en los esclavos, cuando se desvaneciera el acuerdo entre tanta gente y la indignación inicial, que es lo que más suele valer. En consecuencia, tal actuación era tan insegura como deshonrosa. Pero incluso si era necesario morir, era preferible enfrentarse al peligro. Resultaría más odioso para Otón y más honroso para ellos mismos. La oposición de Vinio a esta propuesta mereció un ataque amenazador de Lacón, a quien respaldaba Ícelo con su obsesión de vengarse como privado en perjuicio de lo público.

34. Y Galba, sin dudarlo más, se unió a quienes le daban los consejos más brillantes. Con todo, envió de avanzadilla al campamento a Pisón por ser un joven de gran prestigio, recién ascendido y hostil a Titio Vinio, ya porque fuera así en realidad o ya porque los exaltados lo querían así. Pues es mucho más fácil la 2credibilidad en asuntos de odio. Apenas había salido Pisón, cuando se difundió el rumor, al principio vago e impreciso, de que se había asesinado a Otón en el campamento. Después, como sucede en las mentiras descaradas, algunos afirmaban que habían estado presentes y habían sido testigos del asesinato. Tales habladurías las creían quienes se alegraban de ello y los indiferentes. Muchos pensaban que el rumor lo habían inventado[164] y alentado partidarios de Otón ya infiltrados, quienes habían difundido falsamente buenas noticias para hacer salir a Galba de su palacio.

35. Pero entonces no solo el populacho y la plebe ignorante estallaron en aplausos y en un entusiasmo desmedido, sino que muchos caballeros y senadores, sin ninguna precaución ya, una vez pasado el miedo, forzaron las puertas del Palacio y se lanzaron al interior. Se presentaron ante Galba lamentando que se les hubieran adelantado en su venganza. Los más cobardes y, como la situación demostró, los que no darían un paso al frente en los momentos de peligro se mostraban muy habladores y valientes de boquilla[165]. Nadie sabía nada y todos daban sus opiniones, hasta que Galba, abrumado por la ausencia de información verídica y por el coro unánime de aquella gente desorientada, se revistió con la coraza, pero, al no poder oponer resistencia a la presión de la multitud ni por su edad ni por sus 2fuerzas, fue colocado en una litera. Julio Ático, de la guardia personal[166], le salió al encuentro en el Palacio mostrándole una espada ensangrentada y le gritó que él había matado a Otón. Galba le replicó[167]: «¿Quién te dio la orden, camarada?». Galba poseía una extraordinaria determinación para refrenar la indisciplina y se mostraba sin miedo ante las amenazas e íntegro frente a los aduladores.

Golpe de Estado contra Galba[168]

36. En el cuartel ya se habían disipado todas las dudas[169]. Tan grande era el entusiasmo que, no contentos con escoltar a Otón con una columna de tropas en la tribuna, donde poco antes había estado la estatua de oro de Galba, lo pusieron en el centro rodeado de banderas y estandartes[170]. No se permitió acercarse ni a los tribunos ni a los centuriones. Además, los soldados rasos daban órdenes de estar en guardia contra los oficiales[171]. Todos los lugares resonaban con el griterío, 2el tumulto y los ánimos que se daban mutuamente. No lo hacían como en el pueblo y la plebe con voces desafinadas de cobarde adulación, sino que, a medida que avistaban a los soldados que iban llegando, les estrechaban las manos, les rodeaban con sus brazos[172], les ponían cerca de Otón y les tomaban juramento, comprometiéndose una vez el emperador con los 3soldados y a la siguiente los soldados con el emperador. Y Otón no dejaba de hacerle el juego saludando a la soldadesca con las manos, tirándole besos y haciendo toda clase de gestos serviles con tal de llegar al poder. Cuando la legión naval[173] en bloque le prestó juramento, cogió confianza y pensó que era el momento de enardecer colectivamente a quienes ya había incitado uno a uno. Y delante de la empalizada del campamento comenzó a hablar con estas palabras[174]:

37. «No podría decir, camaradas, en qué posición me presento ante vosotros, porque ni me decido a llamarme ciudadano sin más cuando me habéis nombrado emperador ni tampoco emperador mientras otro impere[175]. También estará en el aire vuestra adscripción, mientras se abriguen dudas de si tenéis en el campamento al emperador del pueblo romano o a un enemigo. 2¿No oís cómo se reclama al mismo tiempo mi castigo y vuestra ejecución? Así de claro resulta que solamente juntos moriremos o nos salvaremos. Y quizás, pues así de blando es Galba, ya lo tiene decidido, ya que, sin que nadie se lo pidiera, 3mató a muchos miles de soldados completamente inocentes. Me dan escalofríos cada vez que recuerdo su macabra entrada en Roma, única victoria que ha obtenido, cuando dio órdenes de diezmar ante los ojos de la capital a unos hombres que se habían entregado y él había acogido suplicantes bajo su palabra. Si entró en Roma con estos augurios, ¿qué honor aportó al principado, excepto los asesinatos de Obultronio Sabino y Cornelio Marcelo[176] en Hispania, de Betuo Cilón en la Galia, de Fonteyo Capitón en Germania, de Clodio Macro en África, de Cingonio en el camino a Roma, de Turpiliano en Roma y de Ninfidio[177] en el campamento? ¿Qué provincia hay en el mundo, qué campamentos 4hay que no estén manchados de sangre o, como él se encarga de proclamar, depurados y disciplinados? Y es que lo que otros llaman crímenes, éste los llama remedios, pues pervirtiendo el lenguaje[178] llama severidad a lo que es crueldad, frugalidad a lo que es avaricia, y disciplina a los castigos e insultos que vosotros habéis sufrido. Han pasado siete meses desde 5la muerte de Nerón, e Ícelo ha robado ya más dinero de lo que despilfarraron los Políclitos, Vatinios y Egíalos[179]. Incluso Tito Vinio se habría comportado con menor avaricia y libertinaje, si hubiera sido emperador. Ahora también nos tiene sometidos, como si fuésemos de su propiedad, y nos considera cosa de poco valor, como si perteneciéramos a otro. Lo que vale la casa de Galba bastaría para daros el donativo que nunca se os concede y a diario se os echa en cara.

38. »Y para que no abrigáramos esperanza alguna ni siquiera en el sucesor de Galba, ha mandado llamar del exilio a quien por su severidad y avaricia creía que se le parecía más a él. Habéis observado, compañeros de armas, que incluso los dioses, por medio de una impresionante tormenta, han dado la espalda a esa infausta adopción[180]. Lo mismo piensa el Senado, lo mismo el pueblo romano. Se está a la espera de vuestro valor, en el que reside toda la fuerza para los proyectos honrosos y sin el que esos proyectos quedan en nada por muy excelentes que 2sean. No os llamo a la guerra ni a poneros en peligro. Las armas de todos los soldados están de nuestro lado[181]. Y la única cohorte civil[182] no está protegiendo ahora a Galba, sino que lo tiene detenido. Cuando esta unidad os vea y reciba una señal mía, solo rivalizarán a ver quién hace más méritos ante mí. No ha lugar vacilación alguna en una empresa que solo se puede aprobar 3cuando se culmina[183]». Después ordenó abrir el arsenal. Se apoderaron inmediatamente de las armas sin seguir la tradición y la jerarquía militar, de manera que se pudiera distinguir por sus insignias al pretoriano del legionario; se mezclaron con los cascos y escudos de los auxiliares[184] sin que ningún tribuno o centurión los arengara. Cada cual se erigía en jefe e instigador de sí mismo. Y el principal estímulo de los peores se apoyaba en el hecho de la baja moral de la gente de bien.

39. En este momento Pisón, alarmado por el estrépito de la sedición que iba en aumento y por las voces que retumbaban hasta la misma Roma, se unió a Galba, que entretanto había salido y se aproximaba al Foro. Mario Celso ya había regresado con malas noticias[185], y entonces algunos sugerían regresar al Palacio, otros dirigirse al Capitolio, la mayoría pensaba que había que ocupar los Rostros[186], mientras muchos simplemente se limitaban a contradecir las opiniones de los demás. Y, como suele ocurrir en las ocasiones aciagas, les parecía lo mejor lo que ya era tarde para hacerse. Se cuenta que Lacón, sin saberlo 2Galba, había planeado matar a Tito Vinio, ya fuera para aplacar los ánimos de los soldados con su castigo, ya fuera porque lo creía cómplice de Otón o porque en último término lo odiaba. Sus dudas se debieron a la ocasión y al lugar, pues, una vez que se inicia la matanza, es difícil ponerle coto. El plan lo desbarataron las noticias alarmantes que llegaban y la desbandada de su gente más cercana, al languidecer el apoyo de todos los que al principio habían mostrado entusiasmados su lealtad y coraje.

40. Galba iba de un lado hacia otro según el impulso cambiante de las oleadas[187] de la turba, que llenaba por todas partes basílicas y templos en un panorama desolador[188]. No se oía ninguna voz del pueblo o la chusma, sino que sus rostros estaban atónitos y sus oídos atentos a todo lo que sucedía. No había alboroto, no había calma[189]: era el silencio propio de un gran miedo y de una gran rabia[190]. Con todo, se informó a Otón de que se estaba armando a la plebe. Ordenó a sus hombres que se movieran 2rápidamente y controlaran los lugares peligrosos. Así pues, tropas romanas, como si fueran a deponer a Vologeso o a Pacoro del trono ancestral de los Arsácidas[191] y no a degollar a su propio emperador indefenso y anciano, tras dispersar a la plebe y pisotear al Senado, irrumpieron en el Foro amenazando con sus armas y a galope tendido[192]. Y ni la contemplación del Capitolio y la santidad de los templos aledaños ni los emperadores pasados y futuros les disuadieron de cometer un crimen que su sucesor, fuera quien fuera, vengaría en su momento[193].

41. Cuando vio de cerca a una columna de hombres armados, el abanderado de la cohorte de la guardia de Galba (dicen que fue Atilio Vercilión[194]) arrancó la efigie de Galba del estandarte y la estrelló contra el suelo. A esta señal se manifestaron los ánimos de todas las tropas en favor de Otón, quedó desierto el Foro ante la desbandada del pueblo y se desenvainaron las espadas contra los indecisos. Junto al lago Curcio[195] y debido al pánico de los 2porteadores, Galba cayó de la litera y acabó rodando por los suelos. De sus últimas palabras se nos han transmitido diferentes versiones dependiendo del odio o admiración que cada cual sentía hacia él. Unos cuentan que había preguntado humildemente qué había hecho para merecer esta desgracia y suplicaba unos pocos días para pagar el donativo. Los más relatan que ofreció voluntariamente la garganta a los asesinos, diciéndoles que actuaran y le asestaran el golpe si eso les parecía que era lo mejor para el Estado[196]. A los asesinos nada importó lo que decía. No 3hay constancia suficiente de la identidad del verdugo[197]. Unos señalan al veterano Terencio, otros a Lecanio, pero la versión más extendida cuenta que Camurio, soldado de la legión XV[198], hincando la espada le vació la garganta. Los demás le mutilaron espantosamente brazos y piernas, pues tenía protegido su pecho. La mayoría de las heridas se las infligieron con fiereza y saña a un cuerpo ya degollado.

42. A continuación, se lanzaron contra Tito Vinio, de quien también hay dudas de si enmudeció preso del miedo que lo atenazaba o si gritó que Otón no había ordenado que lo mataran[199]. Si esto lo fingió por miedo o fue una confesión de que era cómplice de la conjura, su vida y reputación me inclinan más bien a pensar que él era cómplice de un crimen del que era causante. Cayó delante del templo del divino Julio[200] con una primera herida en la corva y luego el legionario Julio Caro le atravesó el pecho de parte a parte.

43. Nuestra época pudo contemplar a Sempronio Denso, héroe aquel día[201]. Este centurión de la cohorte pretoriana a quien Galba había destinado a la escolta de Pisón se enfrentó puñal en mano a aquellos hombres armados, reprochándoles su crimen. Y, atrayendo hacia él a los asesinos ya con la mano, ya a voces, 2permitió la huida de Pisón pese a encontrarse herido. Huyó al templo de Vesta[202], donde fue acogido por la misericordia de un esclavo público que lo escondió en su cubil. Aplazaba su muerte inminente, no gracias al respeto debido a la religión, sino gracias a su escondrijo. Entonces llegaron por encargo expreso de Otón, que ansiaba su muerte[203], Sulpicio Floro de las cohortes de Britania, a quien Galba le había concedido hacía poco la ciudadanía, y Estayo Murco[204] de la escolta personal. Éstos arrastraron fuera a Pisón y lo degollaron a la puerta del templo.

El escenario de Otón[205]

44. Cuentan que ninguna muerte produjo mayor alegría a Otón y que no había examinado ninguna cabeza con ojos tan insaciables, tal vez porque entonces por primera vez su espíritu, aliviado de toda clase de preocupaciones, empezaba a encontrar la alegría, o tal vez porque, aunque el recuerdo de la majestad en el caso de Galba o la amistad en el caso de Tito Vinio había confundido su ánimo despiadado con su triste imagen[206], estaba convencido de que era justo y lícito alegrarse del asesinato de Pisón, en cuanto que era enemigo 2y rival. Pasearon las cabezas ensartadas en picas[207] entre las enseñas de las cohortes junto al águila de la legión[208], rivalizando por mostrar sus manos ensangrentadas los que lo habían matado y los que simplemente habían sido testigos, pues, fuera verdad o mentira, se ufanaban de la fechoría como de una acción hermosa y memorable. Más de ciento veinte solicitudes de recompensa por algún servicio especial durante aquel día se encontró después Vitelio, quien ordenó arrestar a todos y matarlos, no por rendir homenaje a Galba, sino por la costumbre tradicional de los emperadores de procurarse protección para el presente y venganza para el futuro.

45. Cualquiera diría que era otro el Senado y otro el pueblo: todos se precipitaron hacia los cuarteles, adelantaban a los que tenían al lado, competían con quienes iban corriendo por delante, maldecían a Galba, aplaudían la decisión de los soldados, besaban la mano de Otón; en fin, cuanto más falsas eran sus demostraciones de adhesión, más las prodigaban. Otón no hacía ascos a acogerlos de uno en uno, mientras con palabras y miradas procuraba tranquilizar el ánimo codicioso y amenazante 2de los soldados. Exigían la ejecución de Mario Celso[209], cónsul electo, amigo y leal a Galba hasta el final, pues se sentían ofendidos por su capacidad de trabajo y honradez, como si se tratara de cualidades negativas. Estaba claro que andaban buscando el comienzo de la matanza, el saqueo y la ruina de la gente más decente. Pero Otón todavía no tenía autoridad para impedir los crímenes, aunque ya podía ordenarlos. Así, simulando enfado, ordenó que se encadenara a Celso[210] y, con el compromiso de que pagaría un castigo mayor, lo salvó de una muerte inmediata.

46. Después de eso, todo se llevó a cabo según la voluntad de los soldados. Ellos eligieron a sus propios prefectos del pretorio: a Plocio Firmo[211], un antiguo soldado raso, entonces al mando del cuerpo de vigilantes y que había seguido el partido de Otón cuando Galba estaba todavía vivo; se le une como asociado Licinio Próculo[212], que por la íntima amistad que tenía con Otón se supuso que había apoyado sus planes. Nombraron prefecto de Roma a Flavio Sabino[213] siguiendo el criterio de Nerón, a cuyas órdenes había desempeñado el mismo cargo. Muchos veían en él a su hermano Vespasiano. Se exigió que se suprimieran los 2pagos a los centuriones por las exenciones de servicios, pues los soldados rasos pagaban una especie de tributo anual[214]. Una cuarta parte de las compañías se dispersaba de permiso o quedaba holgazaneando en los mismos cuarteles, mientras pagara una cantidad al centurión. A nadie le importaba ni el coste de tales exenciones ni la manera de conseguir tales fondos: compraban su tiempo libre de servicio con el dinero de robos, atracos o tomando trabajos de esclavos. Junto a esto, los soldados más ricos 3se veían abrumados de servicios y malos tratos hasta que compraban la disminución de servicios. Cuando arruinados por los gastos languidecían además por la indolencia, regresaban a filas empobrecidos en lugar de ricos y vagos en lugar de vigorosos. Y unos tras otros, corrompidos por misma pobreza e indisciplina, se veían abocados a las sediciones, discordias y, en último término, 4a las guerras civiles. Sin embargo, Otón, para no perder el favor de los centuriones con su generosidad hacia la tropa, prometió que se pagarían las rebajas de servicios anuales del presupuesto imperial[215]. Fue una medida sin duda útil y ratificada después por los buenos emperadores como norma permanente 5en la disciplina militar. Al prefecto Lacón se le dio a entender que se le iba a relegar a una isla, y murió a manos de un veterano, al que Otón había despachado para asesinarlo. A Marciano Ícelo se le ejecutó públicamente como correspondía a un liberto.

47. Transcurrido el día entre crímenes, el último horror supuso una cierta alegría. El pretor de Roma[216] convocó al Senado, rivalizaron en adulaciones los demás magistrados, acudieron corriendo los senadores. Se aprueba para Otón la potestad tribunicia, el título de Augusto y todas las prerrogativas imperiales[217]. Todos hacían esfuerzos por borrar los ultrajes e insultos, que, lanzados indiscriminadamente, nadie notó que habían quedado grabados en la mente de Otón. Si se desentendió de las ofensas o las dejó para más tarde, quedó en el aire por la brevedad de su imperio. Se llevó a Otón desde el Foro, todavía ensangrentado, 2a través de los montones de cuerpos allí tirados, hasta el Capitolio y desde allí al Palatino. Permitió que los cuerpos fueran sepultados o incinerados. Pisón fue enterrado por su esposa Verania[218] y su hermano Escriboniano, Tito Vinio por su hija Crispina, después de que buscaran y compraran las cabezas[219] que sus asesinos habían guardado para venderlas.

48. Pisón iba a cumplir 31 años de edad y tuvo una reputación mayor que su buena suerte[220]. En cuanto a sus hermanos, Claudio había matado a Magno y Nerón a Craso[221]. Él estuvo en el exilio largo tiempo y fue César durante cuatro días. En su precipitada adopción se le prefirió a su hermano mayor con la única ventaja de que lo matarían antes. Tito Vinio vivió 47 años 2con una conducta variable[222]. Su padre era de familia de pretores y su abuelo materno había sido víctima de las proscripciones. Los primeros tiempos de servicio militar fueron deshonrosos. Había tenido de comandante a Calvisio Sabino[223], cuya esposa sintió un deseo malsano de ir a visitar el emplazamiento del campamento. Entró una noche con uniforme de soldado. Después de merodear con el mismo descaro por las guardias y demás dependencias militares, se atrevió a cometer adulterio en la plana mayor. Y se acusaba a Tito Vinio como reo de tal delito. 3Así que por orden de Gayo César[224] se le cargó de cadenas, pero fue liberado después con el cambio de los tiempos[225]. Siguió una carrera política sin obstáculos y después de la pretura se le puso al frente de una legión donde probó su valía. Más tarde, se vio salpicado por un escándalo propio de esclavos, pues al parecer había robado una copa de oro en un banquete ofrecido por Claudio. Y al día siguiente Claudio dio órdenes de que únicamente a Vinio de entre todos los presentes se le sirviera 4en vajilla de barro[226]. Pese a todo, Vinio en su proconsulado administró la Galia Narbonense[227] con rigor y honestidad. Después, su amistad con Galba lo arrastró al abismo. Era osado, astuto, eficiente y, según fuera su estado de ánimo, vicioso o virtuoso con la misma energía. El testamento de Tito Vinio quedó en papel mojado a causa de sus muchas riquezas[228], en cambio la pobreza garantizó el respeto a los últimos deseos de Pisón.

49. El cuerpo de Galba permaneció largo tiempo abandonado y sufrió por reiterados ultrajes al amparo de la oscuridad. Su administrador Argio[229], uno de sus esclavos más antiguos, le dio humilde sepultura en sus jardines privados. Su cabeza[230], ensartada y mutilada por cantineros y sirvientes del ejército, fue encontrada al fin al día siguiente delante de la tumba de Patrobio, un liberto de Nerón sentenciado a muerte por Galba, y restituida al cuerpo que ya había sido incinerado. 2Este fue el final de Servio Galba[231], quien a lo largo de 73 años había sobrevivido con éxito a cinco emperadores y fue más feliz bajo el imperio de otro que en el suyo propio. Había en su familia antigua nobleza y grandes riquezas. Era de una personalidad mediocre, destacando más por no tener vicios que por estar dotado de cualidades. No despreció ni compró su 3reputación; no codició el dinero ajeno, fue parco con el suyo y avaro con el público[232]. Era irreprochablemente tolerante con amigos y libertos, si resultaban gente honesta; si resultaban malvados, los ignoraba hasta llegar a ser él también culpable. Sin embargo, su cuna ilustre y el miedo que había en aquella época sirvieron de pretexto para llamar sabiduría a lo 4que en realidad era desidia. Mientras estaba en la flor de la vida consiguió en las provincias de Germania gloria militar[233]; como procónsul gobernó África con moderación[234] y ya en sus últimos años llevó el control de Hispania Citerior con el mismo sentido de la justicia[235]. Mientras fue un particular pareció superior a un particular y todos por unanimidad le hacían capaz de ser emperador, con la condición de que nunca hubiera llegado a serlo[236].

50. Mientras[237] Roma se encontraba inquieta y aterrorizada tanto por la atrocidad del crimen recientemente cometido como por los viejos hábitos de Otón, nuevas noticias sobre Vitelio vinieron a incrementar el terror. Tales noticias se habían acallado antes del asesinato de Galba, con el fin de que se creyera que solamente se había sublevado el ejército de Germania Superior. Entonces, no solo el Senado y los caballeros, que tenían alguna participación y responsabilidad en el gobierno del Estado, sino también el populacho[238] dieron muestras públicas de tristeza, porque el destino había elegido para arruinar, por así decirlo, el imperio a dos hombres[239], los peores de todos por su desvergüenza, cobardía y vida desenfrenada. Y ya no se recordaban 2los ejemplos recientes de la crueldad en tiempos de paz, sino que, rememorando las guerras civiles, hablaban de Roma tomada una y otra vez por sus propios ejércitos, de las devastaciones de Italia, del saqueo de las provincias, de Farsalia, Filipos, Perusia y Mútina[240], nombres asociados a desastres públicos. 3Casi quedó destruido el mundo cuando rivalizaron por el poder contendientes honrados, pero se preservó el imperio con la victoria de Gayo Julio, se preservó con la de César Augusto, y se habría preservado la república con Pompeyo y Bruto. Ahora irían a los templos a rezar por Otón o por Vitelio: serían impías las dos súplicas, serían sacrílegas las dos ofrendas por dos hombres de cuyo enfrentamiento solamente se podría saber que el vencedor sería el peor de los dos. Había quienes presagiaban 4una intervención de Vespasiano y las fuerzas de Oriente, y en la medida en que Vespasiano era superior a Otón y Vitelio, por eso sentían horror de otra guerra y otros desastres. Además, se tenían dudas sobre la reputación de Vespasiano[241], pero fue el único de todos los emperadores que le precedieron que cambió para mejor.

La rebelión de Vitelio: las causas

51. Ahora voy a exponer los orígenes y las causas de la rebelión de Vitelio. Después de destruir a Julio Víndice[242] con todas sus fuerzas, el ejército, arrogante por el botín y la gloria conseguidos, pues sin fatigas ni peligros había obtenido una victoria en una guerra muy provechosa, prefería las expediciones con combate y las recompensas a la paga 2regular. Durante mucho tiempo los soldados habían soportado una milicia poco rentable por las condiciones del lugar y el clima, así como por la estricta disciplina militar, que, siendo dura en tiempos de paz, suele relajarse con las discordias civiles, cuando en uno y otro bando andan prestos los corruptores y la traición queda sin castigo. Sobraban hombres, armas y monturas 3tanto para usarlas como para exhibirlas[243]. Pero antes de la guerra contra Víndice los soldados solo conocían sus propias centurias y escuadrones, pues los ejércitos estaban separados por las fronteras de las provincias. Pero entonces las legiones[244] se concentraron contra Víndice, se familiarizaron con las legiones de las Galias y entre ellas mismas, y andaban buscando de nuevo conflictos bélicos y nuevas discordias. Y ya no llamaban a aquella gente aliados, sino enemigos o vencidos. Y les apoyaba la parte de la Galia que está al borde del Rin, pues había seguido el mismo partido y era entonces la más feroz instigadora contra los Galbianos[245] (le habían, en efecto, puesto este nombre por haberse ya hartado del nombre de Víndice). Así pues, 4llenos de odio primero contra los sécuanos y eduos[246], y después contra las ciudades en proporción a sus riquezas[247], planificaron en su imaginación el asalto de ciudades, la devastación de campos y el saqueo de sus hogares. Además de la avaricia y la arrogancia, defectos principales de los más fuertes, les exasperaba la provocación de los galos, quienes para ignominia del ejército se jactaban de que Galba les había condonado la cuarta parte de los impuestos y les había obsequiado con un regalo de territorio público. A esto se añadió el rumor, astutamente divulgado 5y temerariamente creído, de que las legiones estaban siendo diezmadas y de que se estaban licenciando a los centuriones más activos. De todas partes llegaban noticias espantosas informes siniestros de Roma. La colonia de Lugduno[248] se declaró enemiga y su persistente lealtad a Nerón[249] suscitó numerosos rumores. Con todo, el mayor apoyo para la imaginación o la credulidad se encontraba en los mismos campamentos a causa del odio, del miedo y también de la confianza, cuando tomaban conciencia de sus propias fuerzas.

52. Poco antes del primero de diciembre del año anterior Aulo Vitelio había entrado en la Germania Inferior y había girado una visita de inspección a los cuarteles de invierno de las legiones[250]. La mayoría recuperó su empleo anterior, se perdonaron las degradaciones y se redujeron las sanciones. Muchas medidas se hacían para ganar favores y algunas con buen juicio. Entre estas, cambiar por completo la avaricia sórdida de Fonteyo 2Capitón[251] para conferir o quitar empleos militares. Y esto no se miraba como medidas normales de un legado consular, sino que a todo se le daba una importancia mayor de la que tenía. Las personas severas tildaban a Vitelio de rastrero y sus partidarios llamaban buen carácter y bondad al hecho de que regalara sin medida ni juicio lo suyo y despilfarrara lo ajeno. Desde luego, en su avidez por controlar todo[252] sus partidarios 3interpretaban como cualidades lo que solo eran defectos. En los dos ejércitos había soldados tanto prudentes y pacíficos como malvados y agitadores. Pero por sus ambiciones sin límites y su notable falta de escrúpulos destacaban los legados de las legiones Alieno Cécina[253] y Fabio Valente. De estos Valente, hostil a Galba, pues el emperador se había mostrado desagradecido hacia los titubeos que él había descubierto en Verginio[254] y los planes abortados de Capitón, soliviantaba a Vitelio haciéndole alardes del entusiasmo de los soldados. Le decía que gozaba en todas partes de una buena estima y que no encontraría reparo alguno en Flaco Hordeonio[255]. Britania estaría a su lado y le seguirían las tropas auxiliares de Germania. Las provincias mantenían una lealtad débil, el imperio de un anciano era precario y cambiaría de manos en breve tiempo. Solo tendría que abrir los brazos y se encontraría con la Fortuna que venía a su encuentro. Con razón había dudado Verginio, de familia ecuestre 4y de padre desconocido. No habría estado a la altura, si hubiera recibido el imperio y estaría a salvo, si lo rechazaba. En cambio, los tres consulados de su padre, la censura y haber sido colega del César[256] hacía tiempo que conferían a Vitelio la dignidad de emperador y le quitaban la seguridad de un ciudadano privado. Con estas consideraciones golpeaba sobre el carácter débil de Vitelio, para que ambicionara más de lo que realmente esperaba conseguir.

53. Pero en Germania Superior Cécina, atractivo por su juventud, de físico corpulento[257], de ambición desmedida, de palabra rápida y aire decidido, se había ganado el favor de los soldados. A este joven, cuestor en la Bética[258], Galba, cuando se pasó sin vacilar a su partido, lo puso al frente de una legión. Más tarde, cuando se descubrió que había desviado dinero público, ordenó 2que se le llevara a juicio por malversación de fondos públicos. Cécina lo llevó mal y decidió revolverlo todo y restañar sus heridas privadas con las desgracias del Estado. Y no faltaban en el ejército simientes de discordia, porque todas las fuerzas que habían participado también en la guerra contra Víndice[259] no se habían pasado al bando de Galba sino tras el asesinato de Nerón, y en el acto mismo del juramento se les habían adelantado 3las unidades de Germania Inferior[260]. Además, los tréviros y lingones[261] y demás ciudades, a las que había castigado con edictos severos o pérdida de territorios, mantuvieron un contacto más estrecho con los campamentos de invierno de las legiones. De ahí surgieron conversaciones sediciosas, una tropa más corrompida al tratar con paisanos y la probabilidad de que el apoyo dado a Verginio lo pudiera aprovechar en el futuro cualquier otro.

54. La comunidad de los lingones había enviado a las legiones de regalo unas diestras de metal, símbolo de hospitalidad[262]. Sus emisarios con aspecto compungido y triste encendían los ánimos quejándose por los puestos de mando y las tiendas de las afrentas recibidas y de las recompensas otorgadas a la ciudades vecinas y, si encontraban oídos dispuestos a escuchar entre la tropa, de los peligros y vejaciones del propio ejército. 2Estaba a punto de producirse una rebelión, cuando Hordeonio Flaco[263] ordenó que se marcharan los emisarios y salieran del campamento de noche[264] para que su partida llamara menos la atención. De ahí surgió el siniestro rumor, mantenido por la mayoría, de que habían matado a los emisarios y de que, si ellos no miraban por sí mismos, sucedería que los soldados más decididos y los que habían denunciado la situación presente morirían al amparo de la oscuridad y sin que los demás se enteraran. 3Las legiones se comprometieron con un pacto secreto a actuar juntas, se hizo partícipe a las tropas auxiliares[265], al principio con sospechas porque se pensaba que se preparaba un ataque contra las legiones tras producirse un movimiento envolvente de cohortes y escuadrones de caballería, pero después se involucraron en los mismos planes con más decisión, pues el acuerdo entre malvados es más fácil para hacer la guerra que para preservar la armonía en tiempos de paz.

La rebelión de Vitelio: los comienzos

55. Sin embargo, las legiones de la Germania Inferior[266] se vieron obligadas a prestar solemne juramento de lealtad a Galba el 1 de enero entre muchas dudas y voces esporádicas de las primeras filas, mientras los demás en silencio esperaban la iniciativa de los más cercanos, pues es innato en la naturaleza humana secundar con rapidez lo que no 2gusta emprender. Pero en las mismas legiones las posturas estaban divididas: los de la I y V[267] estaban tan descontrolados que algunos llegaron a arrojar piedras contra las efigies de Galba; las legiones XV y XVI[268], no atreviéndose a pasar de amenazas entre dientes, contemplaban a su alrededor el comienzo del estallido. 3Sin embargo, en el ejército de la Germania Superior las legiones IV y XXII[269], alojadas en el mismo campamento de invierno[270], el mismo primero de enero destrozaron las efigies de Galba, con más decisión la IV, un poco dubitativa la XXII, pero 4después las dos a una. Y, para que no pareciera que faltaban al respeto al imperio, invocaban en su juramento los nombres ya en desuso del «Senado y el pueblo romano[271]», sin que ningún legado o tribuno apoyara a Galba y mientras algunos, aprovechándose de la confusión, se hacían notar como alborotadores. Sin embargo, no habló nadie desde la tribuna[272], pues no había todavía ningún emperador al que se le pudiera dar crédito[273].

56. El legado consular Hordeonio Flaco asistía como espectador de tal infamia, sin atreverse a reprimir a los alborotadores ni a ganarse a los dubitativos ni a dar ánimos a los leales, sino que se mostraba indeciso, atemorizado e inocuo por su incapacidad para actuar. Cuatro centuriones de la legión XXII[274], Nonio Recepto, Donacio Valente, Romilio Marcelo y Calpurnio Repentino[275], al intentar proteger las efigies de Galba, fueron apresados y esposados por los soldados que se lanzaron sobre ellos. Y ya nadie mantenía la lealtad o el recuerdo del juramento anterior, sino que, como sucede en las sediciones, todos se pusieron del lado de la mayoría. En la noche que siguió al 1 2de enero el abanderado de la legión IV anuncia en la colonia Agripinense[276] a Vitelio, que entonces estaba cenando[277], que las legiones IV y XXII, después de derribar las efigies de Galba, habían jurado lealtad al Senado y al pueblo romano. Tal juramento le pareció que no tenía valor alguno y decidió adelantarse a la Fortuna vacilante y ofrecerse como emperador. 3Vitelio envió a legiones y legados mensajeros con el anuncio de que el ejército de Germania Superior se había levantado contra Galba. En consecuencia, tendrían que luchar contra los rebeldes o, si preferían la paz y la concordia, debían nombrar a un emperador. Añadía que era menos peligroso aceptar a un emperador de entre ellos que ir a buscarlo fuera.

57. El campamento de invierno más cercano era el de la legión I[278] y Fabio Valente era el comandante más decidido. Al día siguiente[279], entró en la colonia de Agripina con la caballería de la legión y de las tropas auxiliares y saludó a Vitelio como emperador. Le siguieron con gran entusiasmo las legiones de la misma provincia. Y el ejército de la Germania Superior dejó a un lado los nombres vistosos de «Senado y pueblo de Roma» para unirse a Vitelio el día 3 de enero. Desde luego se comprobaba que durante los dos días anteriores el ejército no había estado en poder 2de un gobierno republicano. Los ciudadanos de la colonia Agripinense, los tréviros y lingones igualaban el entusiasmo del ejército con sus ofrecimientos de refuerzos, caballos, armas y dinero, cada cual de acuerdo con su capacidad física, patrimonio o inteligencia. Y no solo prestaban ayuda los líderes de las colonias y campamentos, quienes disponían de recursos en abundancia y abrigaban esperanzas de ganancias si conseguían la victoria, sino también la tropa y los soldados rasos entregaban sus propios ahorros o, en lugar de dinero, tahalíes, medallas y las insignias de sus armas decoradas con plata. Lo hacían llevados de sus impulsos, de su entusiasmo o de su avaricia.

58. Así pues, Vitelio, tras agradecer el respaldo entusiasta de los soldados, dispuso que los cargos del principado que solían ser desempeñados por los libertos se asignaran a los caballeros[280], pagó del fisco a los centuriones la dispensa de servicios, sancionó las más de las veces la crueldad de los soldados que exigían la pena de muerte para muchos y solo raramente podía engañarlos simulando encarcelarlos. Pompeyo Propincuo[281], el representante imperial en Bélgica, fue ejecutado inmediatamente, mientras que pudo quitar de en medio astutamente a Julio Burdón, comandante de la escuadra de Germania[282]. El 2ejército había montado en cólera contra él, porque pensaba que había urdido una falsa acusación y luego trampas contra Fonteyo Capitón[283]. Se tenía un recuerdo agradable de Capitón, pero entre gente enfurecida se podía matar abiertamente, mas no se podía perdonar si no era engañando. Así fue puesto bajo vigilancia y después de la victoria, cuando ya se había saciado el odio[284] de los soldados, fue puesto al fin en libertad. Entretanto, se les presentó como chivo expiatorio al centurión Crispino. Se había manchado con la sangre de Capitón y por ello era un objetivo más claro para los que exigían su muerte y una víctima sin valor alguno para el responsable de castigarlo.

59. Después, se libró de peligros a Julio Civil[285], muy influyente entre los batavos, a fin de no provocar con su ejecución a un pueblo tan fiero. Y de hecho, en la ciudad de los lingones[286] estaban estacionadas ocho cohortes de batavos, que formaban las tropas auxiliares de la legión XIV[287], pero por entonces en estos tiempos de discordias separadas de la legión: su amistad u hostilidad, según a qué lado se inclinaran, sería de una gran importancia. Ordenó la ejecución de los centuriones Nonio, Donacio, Romilio y Calpurnio, mencionados más arriba[288], condenados bajo la acusación de deslealtad, el cargo más grave para los sediciosos. 2Se unieron a su bando Valerio Asiático[289], gobernador de la provincia de Bélgica, al que Vitelio hizo después su yerno, y Junio Bleso[290], gobernador de la Galia Lugdunense, junto con la legión Itálica[291] y el Ala Tauriana, acantonados en Lyon. Las tropas de Recia no tardaron en adherirse con prontitud.

60. Ni siquiera en Britania hubo dudas. Su gobernador era Trebelio Máximo[292], despreciado y odiado en el ejército por su avaricia y mezquindad. Atizaba el odio hacia él Roscio Celio, legado de la legión XX[293], en desacuerdo con él desde hacía tiempo, aunque con ocasión de las guerras civiles, sus enfrentamientos habían estallado con más virulencia. Trebelio echaba en cara a Celio la sedición y la falta de respeto a la cadena de mando, y Celio a Trebelio que había expoliado y empobrecido a las legiones. Entretanto, con las escandalosas disputas de los comandantes se perjudicó la disciplina del ejército y se llegó a tal punto de enfrentamiento que Trebelio, confundido por los insultos incluso de las tropas auxiliares y solo, porque las cohortes y regimientos de caballería se unían a Celio, tuvo que refugiarse junto a Vitelio. La paz se mantuvo en la provincia pese al alejamiento del excónsul. La dirigían los comandantes de las legiones, iguales por ley, aunque Celio los dominaba por su osadía.

61. Con la adhesión del ejército de Britania[294] Vitelio contó con fuerzas y recursos imponentes y asignó para la guerra a dos generales y dos itinerarios. A Fabio Valente se le ordenó que atrajera a las provincias de la Galia o, si se negaban, que las arrasara y se lanzara hacia Italia por los Alpes Cotianos[295], mientras que a Cécina se le encargó que bajara por las cumbres 2de los Apeninos siguiendo una ruta más corta. A Valente se le entregaron tropas escogidas del ejército de Germania Inferior más el águila de la legión V[296], cohortes y regimientos de caballería hasta 40.000 hombres armados[297]; Cécina dirigía 30.000 hombres de Germania Superior, cuya fuerza principal la constituía la legión XXI[298]. A los dos se añadieron unidades auxiliares de germanos, con las que Vitelio también completó sus propias fuerzas. Éste les seguiría con todo el grueso del ejército.

62. Era sorprendente el contraste entre el ejército y el emperador. Los soldados apremiaban, exigían armas, mientras las provincias de la Galia estaban nerviosas y mientras las de Hispania se mostraban indecisas. Mantenían que el invierno no era un obstáculo ni tampoco lo era la demora de una paz cobarde. Había que invadir Italia y apoderarse de Roma. No había nada más seguro que la rapidez en medio de las discordias civiles, donde se 2necesitaba más de la acción que de la deliberación. Vitelio persistía en su pereza y disfrutaba antes de tiempo de los privilegios del imperio en medio de indolentes placeres y suntuosos banquetes, borracho a mediodía y pesado de tanto comer[299], si bien la fuerza entusiasta de los soldados reemplazaba de sobra las responsabilidades de su jefe, igual que si estuviera allí el emperador infundiendo esperanza o miedo a los valientes o cobardes. Formados y atentos exigían la señal de partida. Inmediatamente pusieron a Vitelio el nombre de Germánico, pero prohibió que le llamaran 3César incluso después de la victoria. Se produjo un feliz augurio[300] para Valente y para el ejército que él conducía a la guerra. El día mismo de la partida[301] un águila, planeando suavemente, según avanzaban las columnas, iba volando como la guía de la marcha. Durante un gran trecho tal fue el clamor de alegría de los soldados, tal la calma de aquella ave sin miedo, que el augurio se interpretó como señal segura de grandes y exitosas empresas.

La marcha de los vitelianos: Valente y Cécina[302]

63. El ejército se acercó al territorio de los tréviros[303] con total despreocupación, porque los consideraban aliados. Pero en Divoduro, una ciudad de los mediomátricos[304], pese a que les habían recibido con total simpatía, al ejército le sobrevino un pánico repentino. Los soldados tomaron de pronto las armas para matar a una población inocente, no para obtener botín o por ansia de saqueo, sino por un ataque de locura y por razones desconocidas y, por ello mismo, de más difícil remedio, hasta que, aplacados por las súplicas de su comandante, se refrenaron y no exterminaron a los pobladores. No obstante, fueron asesinados 2cuatro mil hombres[305]. Y tal miedo se apoderó de las Galias que en adelante, cuando llegaba una columna romana, todas las ciudades le salían al encuentro con los magistrados suplicando piedad, mientras mujeres y niños se postraban por las calles y ofrecían todo tipo de concesiones para aplacar la ira del enemigo, no por estar en guerra, sino para favorecer la paz.

64. Fabio Valente[306] recibió la noticia del asesinato de Galba y de la subida al poder de Otón en la capital de los leucos[307]. Pero el ánimo de los soldados no se conmovió ni con alegría ni con miedo: en su mente les rondaba la guerra. Se terminaron las dudas de los galos: odiaban por igual a Otón y a Vitelio, pero a 2Vitelio le tenían, además, miedo. Próxima estaba la ciudad de los lingones[308], leal a la causa de Vitelio. Los soldados romanos recibieron una cordial bienvenida y correspondieron con corrección, pero la alegría duró poco por la indisciplina de las cohortes que, como recordamos más arriba[309], Fabio Valente había incorporado a su ejército procedentes de la legión XIV[310]. Primero surgieron insultos y después riñas entre los batavos y los legionarios. Y cuando el apoyo de los soldados se inclinaba a unos o a otros, estuvieron a punto de enzarzarse en una batalla, si no es porque Valente con el castigo de unos pocos no hubiera recordado a los batavos su autoridad, que ya habían olvidado. En vano se buscó un motivo de guerra contra los 3eduos[311]. Cuando se les ordenó que llevaran dinero y armas, ofrecieron además provisiones gratuitas. Lo que los eduos hicieron por miedo, los habitantes de Lugduno[312] lo hicieron con gusto. Sin embargo, se sacó de la ciudad la legión Itálica y el Ala Tauriana[313], aunque se decidió dejar en Lugduno a la cohorte XVIII[314] en sus habituales cuarteles de invierno. Manlio Valente[315], 4el comandante de la legión Itálica, aunque había hecho méritos suficientes para la causa, no gozó de ningún crédito ante Vitelio. Fabio lo había difamado a sus espaldas con secretas acusaciones, al tiempo que lo alababa en público para cogerlo más desprevenido.

65. La guerra reciente había avivado la vieja enemistad entre los habitantes de Lugduno y Vienne[316]. Se habían hecho muchas matanzas unos y otros con más frecuencia y encono que si se tratara de luchar únicamente por la causa de Nerón o Galba. Además, Galba había confiscado en un arranque de ira los ingresos de los lioneses, mientras que dispensó grandes honores a los vieneses: de ahí la rivalidad, la envidia y el odio que unía a ciudades 2separadas solo por un río[317]. Así pues, los lioneses empezaron a soliviantar uno a uno a los soldados y a lanzarlos a destruir a los vieneses. Les recordaban que habían sitiado a su propia colonia, que habían ayudado a la intentona de Víndice y que recientemente habían reclutado legiones para proteger a Galba[318]. Y, después de exponer sus razones para odiarlos, les mostraban la enormidad del botín. Y ya no se trataba de arengas privadas, sino de públicos llamamientos, para que fueran sus vengadores y destruyeran el baluarte de la rebelión de los galos. En Vienne, decían, todo era extraño y hostil, mientras que ellos eran una colonia romana[319], una parte del ejército y aliados suyos tanto en la prosperidad como en la adversidad. Y, en caso de que la fortuna les fuera contraria, no debían dejarlos a merced de aquella gente enojada.

66. Con estas arengas y otras del mismo tenor los habían soliviantado de tal manera que ni siquiera los comandantes y jefes del partido de Vitelio creían que pudieran sofocar la iras del ejército. Entonces los vieneses, conscientes de lo peligroso de su situación, portando velos y cintas sagradas y sujetando las armas, las rodillas y los pies de los soldados cuando las tropas avanzaban contra ellos, lograron doblegar sus corazones. Valente añadió trescientos sestercios[320] para cada soldado. Entonces sí pudo influir la antigüedad y la nobleza de la colonia y se acogieron con oídos ecuánimes las palabras de Fabio reclamando la salvación e integridad de los vieneses. Con todo, se les penalizó con la confiscación de sus armas y tuvieron que ayudar a los soldados con toda clase de provisiones. Sin embargo, 2se corrió un rumor persistente de que se compró al mismo Valente por una suma considerable de dinero. Éste, pobre durante mucho tiempo y rico de repente, ocultaba mal el cambio de fortuna: era desmedido en sus apetitos avivados por una prolongada pobreza, y de una juventud sin recursos pasó a ser un viejo despilfarrador[321]. Después, el ejército pasó a marcha lenta por 3el territorio de los alóbroges y los voconcios. Su jefe Valente negociaba el trayecto de los recorridos y el cambio de las acampadas haciendo tratos vergonzosos con los propietarios de las tierras y los magistrados de las ciudades. Actuaba con tales amenazas que en Luco[322], un pueblo del territorio de los voconcios, acercó las teas incendiarias hasta que lo aplacaron con dinero. Y cuantas veces no había dinero disponible, se dejaba sobornar con violaciones y adulterios. Así llegaron a los Alpes[323].

67. Cécina engulló incluso más botín y sangre[324]. Habían irritado su carácter pendenciero los helvecios, un pueblo galo famoso en otro tiempo[325] por su fuerza con las armas y después por el recuerdo de su reputación, que ignoraban el asesinato de Galba y se resistían a reconocer a Vitelio como emperador. La guerra se desencadenó por la precipitada avaricia de la legión XXI[326], cuyos soldados robaron el dinero enviado para la paga de una guarnición que los helvecios mantenían desde el pasado con sus propios 2soldados y a sus expensas. Los helvecios lo llevaron a mal, interceptaron el correo que se remitía a las legiones de Panonia[327] en nombre del ejército de Germania y retuvieron bajo custodia al centurión y algunos soldados. Cécina, ávido de guerra, se lanzaba a vengar cualquier falta al momento sin dar tiempo al arrepentimiento. Levantó rápidamente el campamento, arrasó la comarca y saqueó un lugar que tras prolongada paz se había convertido en una especie de ciudad, llena de gente que disfrutaba con placer de sus aguas medicinales[328]. Se enviaron mensajes a las tropas auxiliares réticas para que atacaran a los helvecios por la retaguardia cuando se volvieran contra la legión.

68. Los helvecios, fieros antes del combate, se mostraron cobardes a la hora del peligro. Aunque a la primera alarma eligieron jefe a Claudio Severo[329], desconocían el manejo de las armas, no mantenían las filas ni actuaban a una. Una batalla contra veteranos sería fatal para ellos, mientras que un asedio sería inseguro, pues sus murallas estaban deterioradas por su antigüedad[330]. Por un lado estaba Cécina con un ejército poderoso y por otro la caballería y cohortes réticas y la misma juventud de los retos, habituada a las armas y entrenada en la práctica militar. Por todas partes se produjo devastación y matanza. Los helvecios, sin rumbo en medio de ellos, arrojaron las armas. La mayoría, heridos y en desbandada, huyeron al monte Vocecio[331]. Rápidamente una cohorte de tracios[332] se lanzó contra 2ellos y fueron desalojados. Les siguieron los germanos y retos y fueron degollados a lo largo de los bosques y en sus mismos escondrijos. Murieron muchos miles de hombres y otros muchos miles fueron subastados como esclavos. Y cuando, destruido todo, marcharon con fuerzas hostiles contra Avéntico[333], la capital de aquel pueblo, enviaron emisarios para que se rindiera la ciudad y se aceptó la rendición. Cécina castigó ejemplarmente a Julio Alpino[334], de los notables de la ciudad, como instigador de la guerra. Dejó a los demás a merced del perdón o de la crueldad de Vitelio.

69. No es fácil decir si los delegados de los helvecios encontraron menos clemente[335] al emperador o a sus soldados. Éstos exigieron la destrucción de la ciudad[336] y dirigieron sus armas y manos contra el rostro de los delegados. Ni siquiera Vitelio se moderaba en sus palabras amenazadoras cuando Claudio Coso[337], uno de los delegados, de notable elocuencia, pero, ocultando su arte oratoria con un nerviosismo oportuno y por ello de mayor efecto, calmó los ánimos de los soldados. Como es costumbre, la masa era voluble[338] ante lo inesperado y se mostraba tan inclinada a la misericordia como desmedida en la crueldad. Derramando lágrimas y pidiendo con insistencia el mejor tratamiento, consiguieron la impunidad y salvación de la ciudad.

70. Cécina se detuvo unos pocos días entre los helvecios, mientras se informaba sobre los planes de Vitelio[339], al tiempo que preparaba el paso de los Alpes. Entonces recibió desde Italia la grata noticia de que el regimiento de caballería Siliana[340], que operaba en el valle del Po[341], se había sumado al juramento de fidelidad a Vitelio. Los silianos habían tenido a Vitelio de procónsul en África[342]. Después fueron movilizados por Nerón para enviarlos de avanzadilla a Egipto, pero se les reclamó para la guerra de Víndice y por eso permanecían entonces en Italia. Por instigación de los decuriones[343], quienes, desconociendo a Otón y estando ligados a Vitelio, exageraban la fuerza de las legiones que se acercaban y la reputación del ejército de Germania, se pasaron al bando de Vitelio. Y como si se tratara de un regalo a su nuevo emperador, le entregaron los municipios más fuertes de la región Transpadana: Mediolano y Novaria, así como Eporedia y Vercelas[344]. Cécina se enteró de este hecho 2por ellos mismos. Y, dado que no se podía defender la región más extensa de Italia con las fuerzas de un solo escuadrón, envió por delante cohortes[345] de galos, lusitanos y britanos, así como a las banderas de germanos con el Ala Petriana[346]. Cécina dudó un poco sobre si desviarse por las montañas de Recia hacia el Nórico[347] para enfrentarse al procurador Petronio Úrbico[348], quien se tenía por leal a Otón al haberse reforzado con 3tropas auxiliares y haber cortado los puentes sobre los ríos[349]. Pero tuvo miedo de perder las cohortes y escuadrones que ya había enviado por delante; pensó también una y otra vez que se conseguiría más gloria si conservaba Italia y que, por dondequiera que se luchara, el Nórico se contaría entre los premios de una victoria segura. Así que decidió trasladar por la ruta de los Alpes Peninos a los infantes y las pesadas columnas de las legiones, cuando todavía era invierno en los Alpes[350].

Otón, emperador en Roma[351]

71. Entretanto, Otón, para sorpresa de todos, no se entregó a los placeres ni a la desidia. Aplazó las diversiones, disimuló su desenfreno, dispuso todo según el decoro del imperio, y por ello infundían más miedo esas falsas virtudes y los vicios que un día regresarían. Ordenó comparecer en el Capitolio a Mario Celso[352], cónsul electo, a quien había salvado de la crueldad de los soldados con el pretexto de encarcelarlo. Otón pretendía ganarse la reputación de clemencia en el tratamiento de un hombre famoso y enemigo político. Celso, que reconoció con firmeza la acusación de haber 2mantenido su lealtad hacia Galba, llegó a ponerse además de ejemplo. Otón no se reconcilió como si le perdonara, sino que, para no tener que temer a Celso como si fuera su enemigo, lo trató conciliadoramente[353], lo tuvo inmediatamente como amigo íntimo y lo eligió después como uno de los generales en la guerra. A cambio, Celso, como si fuera su destino, también mantuvo con Otón una lealtad insobornable y desgraciada. El perdón de Celso, saludado con alegría por los notables 3de la ciudad y celebrado por la gente en general, no desagradó siquiera a los soldados que solían admirar las mismas virtudes que antes odiaban.

72. Luego siguió un entusiasmo semejante, aunque por causas distintas, cuando se logró la perdición de Tigelino[354]. Ofonio Tigelino, de padres humildes, tuvo una juventud viciosa y una madurez desvergonzada[355]. Alcanzó gracias a sus vicios, porque era el camino más rápido, la comandancia de los vigilantes[356] y la del pretorio y otros cargos con los que se premia las cualidades gracias a los vicios. Practicó luego la crueldad y después la codicia, inmoralidades viriles. Tras corromper a Nerón con toda clase de maldades[357], se atrevió a algunas sin su conocimiento para al final abandonarle y traicionarle. De ahí que para nadie se reclamó con más insistencia el castigo por diferentes motivos, tanto por parte de los que odiaban a Nerón 2como por los que lo añoraban. Con Galba le amparó la influencia de Tito Vinio, quien alegaba que le había salvado a su hija[358]. Sin duda la había salvado, no por clemencia (a la vista de tantos como mató), sino para tener un camino de escape en el futuro, pues los criminales que temen los cambios porque desconfían del presente se atraen la gratitud de los particulares como protección contra el odio general. De ahí que no le importara en absoluto la inocencia de nadie, sino el intercambio de impunidades. 3Estos hechos lo hacían más odioso al pueblo, pues al antiguo odio hacia Tigelino se sumaba el resentimiento reciente contra Tito Vinio. Acudieron corriendo desde toda la ciudad hacia el Palatino y los foros y, ocupando circos y teatros, donde la masa gozaba de la mayor licencia, lanzaron griteríos sediciosos, hasta que Tigelino recibió en el balneario de Sinuesa[359] la noticia de que había llegado su última hora. En medio de liviandades con prostitutas, besos de despedida y aplazamientos vergonzosos y de demoras vergonzantes se cortó la garganta con una navaja de afeitar manchando su vida infame también con un final diferido y deshonroso[360].

73. Por aquel mismo tiempo se pidió la ejecución de Calvia Crispinila[361], pero se salvó del trance por diversas maniobras de Otón y con comentarios adversos hacia un príncipe que miraba hacia otro lado. Maestra de los vicios de Nerón, Crispinila había pasado a África para incitar al levantamiento armado a Clodio Macro[362], maquinando sin tapujos provocar hambruna en el pueblo de Roma[363]. Después se ganó el favor de toda la ciudad gracias a su matrimonio con un excónsul. Bajo Galba, Otón y Vitelio salió indemne. Luego disfrutó de una gran influencia por su dinero y falta de herederos[364], situación que lo mismo vale en los buenos como en los malos tiempos.

74. Entretanto, Otón enviaba a Vitelio cartas frecuentes y plagadas de halagos propios de mujeres, ofreciéndole dinero, influencia y el lugar de asueto que quisiera para una vida regalada[365]. Iguales ofrecimientos le enviaba Vitelio, primero con delicadeza, los dos con una hipocresía estúpida y degradante; luego, como si estuvieran a la greña, se echaron en cara mutuamente estupros e infamias, sin que ninguno de los dos estuviera 2mintiendo. Otón mandó llamar a los delegados enviados por Galba y despachó otra delegación[366] como si fuera en nombre del Senado hacia los dos ejércitos de Germania, la legión Itálica[367] y las tropas que estaban de misión en Lugduno. Los delegados permanecieron junto a Vitelio con demasiado entusiasmo como para parecer que estaban retenidos. Los pretorianos, que Otón había puesto a los delegados simulando que eran una guardia de honor, fueron devueltos a Roma antes de mezclarse 3con las legiones. Fabio Valente les dio una carta en nombre del ejército de Germania dirigida a las cohortes pretorianas y de la ciudad. En ella exageraba las fuerzas de su bando y ofrecía un entendimiento entre ellos. Además, les echaba en cara que hubieran traspasado a Otón el imperio entregado tanto tiempo antes[368] a Vitelio.

75. Así tanteaba a los pretorianos tanto con promesas como con amenazas, haciéndoles ver que, desiguales en la guerra, no perderían nada en la paz. Con todo, no cambió la lealtad de los pretorianos. Pese a ello, Otón envió asesinos a Germania y Vitelio a Roma. Unos y otros fracasaron en su intento. Los agentes de Vitelio quedaron impunes al pasar desapercibidos por desconocimiento mutuo entre una multitud tan grande de gente, mientras que los de Otón fueron traicionados por sus caras 2extrañas, pues allí todos se conocían entre sí. Vitelio escribió una carta a Ticiano[369], hermano de Otón, amenazándole de muerte a él y a su hijo, si su madre e hijos[370] recibían algún daño. Las dos familias siguieron enteras bajo el imperio de Otón, no se sabe si por miedo; Vitelio, como vencedor, se llevó el título de clemente.

76. La primera noticia que dio confianza a Otón fue la procedente del Ilírico con el anuncio de que le habían prestado juramento de lealtad las legiones de Dalmacia, Panonia y Mesia[371]. Lo mismo se informó de Hispania y se felicitó a Cluvio Rufo[372] por medio de un edicto. Pero inmediatamente se conoció que Hispania se había pasado a Vitelio. Ni siquiera Aquitania[373], pese a que Julio Cordo[374] la comprometió a jurar en favor de Otón, permaneció fiel. En ninguna parte existía la lealtad o el afecto. En todos sitios se cambiaba de bando por miedo o a la fuerza. También el terror hizo cambiar a la provincia Narbonense y ponerse al lado de Vitelio, pues era fácil pasarse a los 2cercanos y más fuertes. Las provincias lejanas y todas las fuerzas separadas por mares permanecieron al lado de Otón, no por entusiasmo hacia su causa, sino porque pesaba mucho el nombre de Roma y el prestigio del Senado. Además, el emperador del que primero se había oído hablar se había ganado el apoyo. Vespasiano había obligado al ejército de Judea a jurar en favor de Otón, y Muciano a las legiones de Siria[375]. Al mismo tiempo, Egipto y todas las provincias de Oriente le expresaron apoyo 3expreso. Idéntica lealtad se produjo en África a iniciativa de Cartago[376] y sin esperar a la autoridad del procónsul Vipstano Aproniano[377]. Crescente[378], liberto de Nerón (pues en los malos tiempos también estos toman parte en la política) había ofrecido un banquete público[379] a la plebe para celebrar la alegría por la reciente ascensión al imperio, y el pueblo se apresuró a aceptar lo demás sin restricción alguna. Las demás ciudades siguieron el ejemplo de Cartago.

77. Divididos así los ejércitos y las provincias, Vitelio necesitaba la guerra para apoderarse del principado, mientras que Otón desempeñaba las funciones de emperador como si estuviera en una época de mucha paz, mostrando en algunas cuestiones sentido de Estado; pero en la mayoría de los asuntos actuaba contra el decoro y con precipitación según la conveniencia del momento presente. Se hizo nombrar cónsul[380] hasta el 21 de marzo con su hermano Ticiano, dejando a Verginio[381] para los meses sucesivos a fin de ablandar de alguna manera al ejército de Germania. A Verginio se le unió Pompeyo Vopisco[382] con el pretexto de su antigua amistad, aunque la mayoría lo interpretaba como que se había hecho un cumplido a la ciudad de Vienne. Los demás consulados permanecieron según los nombramientos de Nerón o Galba: Celio y Flavio Sabino[383] hasta julio, Arrio sAntonino[384] y Mario Celso hasta septiembre. Ni siquiera Vitelio vetó tales honores tras su victoria. Pero Otón 3añadió pontificados y augurados como colofón de los cargos ya ejercidos por ancianos que ya habían disfrutado de una larga carrera política, o a jóvenes nobles que habían regresado recientemente del destierro los recompensó a modo de consuelo con sacerdocios que habían ocupado sus padres y abuelos. Se devolvió su escaño en el Senado a Cadio Rufo, a Pedio Bleso y a Escevino Propincuo[385]. Habían caído bajo Claudio y Nerón condenados por concusión. Al perdonarlos los senadores decidieron, cambiando los nombres, que lo que había sido avaricia pareciera alta traición, una acusación que provocaba entonces tal repugnancia que incluso las buenas leyes se convertían por ello en papel mojado.

78. Otón tanteó con la misma largueza también los ánimos de ciudades y provincias. A las colonias de Hispalis y Emérita concedió como regalo familias adicionales de colonos[386], la ciudadanía romana a todos los lingones y a la provincia de la Bética ciudades en Mauritania[387]. A Capadocia y a África otorgó 2nuevos privilegios ostentosos más que duraderos. Ni siquiera en medio de estas decisiones, excusables por la urgencia del momento presente y las preocupaciones acuciantes, se olvidó de sus amores, e hizo reponer las estatuas de Popea por un decreto del Senado. Se creyó que incluso había contemplado la idea de honrar la memoria de Nerón con la esperanza de atraerse a la plebe. De hecho hubo quienes exhibieron imágenes de Nerón. Incluso en ocasiones especiales el pueblo y las tropas, como si realzaran su nobleza y decoro, aclamaron a Otón como Nerón Otón[388]. Éste se mantuvo indeciso por miedo a prohibirlo o vergüenza de reconocerlo.

79. Con la atención puesta en la guerra civil no existía preocupación alguna por los asuntos del exterior. Por ello, los rojolanos[389], pueblo sármata, tras haber aniquilado a dos cohortes el invierno anterior, osaron invadir Mesia[390] con grandes esperanzas. Unos nueve mil jinetes, arrastrados más por su fiereza y éxitos en el saqueo que por sus victorias militares. Así que, la legión III[391] con refuerzos de tropas auxiliares se lanzó de improviso sobre ellos, que se encontraban dispersos y confiados. Entre los romanos todo estaba dispuesto para el combate; 2los sármatas, desperdigados por el ansia de botín o cargados con pesados despojos, sin contar con la velocidad de sus caballos por lo resbaladizo de los caminos, caían abatidos como si estuvieran maniatados. Así pues, es sorprendente observar cómo todo el valor de los sármatas reside, por así decirlo, en factores externos a ellos mismos. Nadie hay tan cobarde para la lucha a pie, pero cuando cargan en escuadrones apenas hay formación que se le resista. Pero en aquella ocasión, con un día 3húmedo y el deshielo, a causa de los resbalones de los caballos y el peso de sus cotas de mallas de hierro[392], no les sirvieron de nada ni sus lanzas ni sus largas espadas que manejan con las dos manos. Tal protección es la que llevan los príncipes y los más notables. Está formada de láminas de hierro y cuero endurecido. Resulta tan impenetrable a los golpes como engorrosa para levantarse de nuevo cuando el portador cae en un ataque enemigo. Además, los sármatas se hundían en la nieve espesa y 4blanda. Los soldados romanos se movían fácilmente con sus lorigas atacando con las jabalinas o las lanzas y, cuando la ocasión lo requería, con sus ligeras espadas herían de cerca a los sármatas inermes, que ni siquiera tenían la costumbre de defenderse con escudos, hasta que los pocos supervivientes de la batalla se refugiaron en unas ciénagas. Allí sucumbieron a la severidad 5del invierno o a las heridas. Cuando esto se supo en Roma, se concedió a Marco Aponio[393], que gobernaba en Mesia, una estatua triunfal[394] y a los comandantes de las legiones Fulvo Aurelio, Juliano Tecio y a Numisio Lupo[395] distintivos consulares[396]. Otón se mostraba encantado, atribuyéndose la victoria como si hubiera sido él el afortunado en la guerra y hubiera engrandecido al Estado con sus propios generales y sus propios ejércitos.

Motín de los pretorianos[397]

80. Entretanto, se produjo un motín que casi arruinó a Roma, aunque se había iniciado a raíz de un hecho sin importancia del que no se temía peligro alguno. Otón había ordenado a la cohorte XVII trasladarse a Roma desde la colonia de Ostia[398]. Se había encargado la responsabilidad de armarla a Vario Crispino[399], tribuno de los pretorianos. Éste, para cumplir las órdenes con más libertad mientras el campamento estaba en calma, ordenó abrir el arsenal y cargar al anochecer los carruajes de la cohorte. La hora levantó sospechas, el motivo dio lugar a acusaciones, la pretensión de tranquilidad desembocó en una revuelta. Al ver las armas unos soldados bebidos sintieron el deseo de tomarlas. Los soldados empezaron a 2murmurar y acusaron a los tribunos y centuriones de traición, pues pensaban que estaban armando a la servidumbre de los senadores para asesinar a Otón. Algunos de los pretorianos, cargados de vino, no sabían lo que pasaba, la mayoría quería aprovechar una oportunidad de saqueo y la masa, como es usual, estaba deseosa de cualquier cambio. La noche abolía la disciplina de los mejores. Degollaron a los tribunos que se oponían al motín y a los centuriones más severos[400]. Se apoderaron de las armas, desenvainaron las espadas y, montando a caballo, se dirigieron a Roma y al Palacio.

81. Otón celebraba un banquete muy concurrido con hombres y mujeres de la alta sociedad[401]. Los invitados se preguntaban temblorosos si sería una locura transitoria de los soldados o una trampa del emperador o si sería más peligroso permanecer allí y ser arrestados o huir y dispersarse. Unas veces simulaban entereza, otras delataban su miedo, al tiempo que se fijaban en la expresión de Otón. Y, como sucede con las mentes inclinadas a la sospecha, cuando Otón sentía miedo, también lo inspiraba 2a los demás. Con todo, en su preocupación tanto por el peligro que corría el Senado como por el suyo propio, envió inmediatamente a los comandantes de la guardia pretoriana[402] a calmar la ira de los soldados y ordenó a todos que se marcharan rápidamente del banquete. Entonces sin orden ni concierto los magistrados arrojaron lejos sus distintivos[403] y se deshicieron de su séquito de acompañantes y esclavos. Los ancianos y las mujeres tomaron direcciones distintas amparándose en la oscuridad. Los menos se dirigieron a sus casas, los más a las de sus amigos y a escondrijos sórdidos de los clientes más humildes que pudieran tener.

82. Ni siquiera las puertas del Palacio impidieron que las tropas irrumpieran en el banquete con la exigencia de que le mostraran a Otón. Habían herido al tribuno Julio Marcial[404] y a Vitelio Saturnino, comandante de la legión, en su intento de oponerse a los asaltantes. Todo se llenó de armas y amenazas, primero contra los centuriones y tribunos y después contra el Senado en pleno. Con sus mentes enloquecidas por un pánico ciego y al no poder encontrar un único objetivo de su ira, clamaban tener libertad para ir contra todos, hasta que Otón se encaramó sobre un diván sin guardar la dignidad imperial y a duras penas los contuvo entre súplicas y lágrimas. Regresaron al campamento a regañadientes, pero no sin haber causado daños. Al día siguiente, las casas permanecían cerradas como en 2una ciudad tomada, se veía poca gente por las calles y la plebe se mostraba abatida. Las miradas cabizbajas de los soldados mostraban más disgusto que arrepentimiento. Formados por compañías les hablaron los prefectos Licinio Próculo y Plocio Firmo[405], cada uno con más delicadeza o más rudeza según el carácter de cada cual. El final de sus charlas fue que a cada 3soldado se le asignarían cinco mil sestercios[406]. Solo entonces se atrevió Otón a entrar en el campamento. Los tribunos y centuriones lo rodearon, se quitaron sus distintivos militares[407] y le solicitaron el retiro con el perdón de sus vidas. Los soldados fueron conscientes del reproche sufrido, volvieron a la obediencia y además pidieron la ejecución de los responsables del motín.

83. Otón, aunque la situación andaba revuelta y la opinión de los soldados dividida —pues los mejores exigían una solución a la indisciplina del momento, mientras que la masa, es decir, la mayoría, encantada con las sediciones y un poder ansioso de popularidad, se dejaba arrastrar con más facilidad a la guerra civil en medio de revueltas y saqueos—, reflexionaba también sobre el hecho de que un principado que se había obtenido con crímenes no se podía mantener mediante una repentina moderación y una severidad trasnochada. Con todo le angustiaba la situación crítica de Roma y el peligro que corría el 2Senado. Finalmente, pronunció el siguiente discurso[408]: «No he venido, compañeros de armas, para encender vuestros corazones de afecto hacia mí ni para incitar a vuestro espíritu hacia el valor (pues de sobra tenéis ambas virtudes), sino para pediros que mantengáis vuestro valor bajo control y moderéis vuestro amor hacia mí. El inicio del reciente alboroto no se ha debido a codicia u odio, cosas que han llevado a muchos ejércitos a la discordia, y ni siquiera lo ha provocado el rechazo o el miedo a los peligros: lo ha suscitado vuestra excesiva lealtad que ha actuado con más violencia que cautela. Que a menudo honestas intenciones, no respaldadas por un buen juicio, tienen consecuencias perniciosas. Vamos a la guerra. ¿Es que la naturaleza 3de los hechos o la urgencia de las situaciones hacen posible que se tengan que oír en público a todos los emisarios y se tengan que discutir todos los planes en presencia de todos? Tan necesario es que los soldados desconozcan ciertos asuntos como que conozcan otros. La autoridad de los jefes y el rigor de la disciplina son tales que incluso conviene transmitir frecuentemente órdenes solo a centuriones y tribunos. Si se permite que cada cual pregunte la razón de las órdenes, al desaparecer la obediencia se destruirá también el mando. ¿También en la guerra 4se robarán armas en mitad de la noche? ¿Y un par de gamberros borrachos (pues no puedo creer que fueran más los que enloquecieran en el asunto de la pasada noche) se mancharán las manos con la sangre de un centurión y un tribuno e irrumpirán en la tienda de su general?

84. »Ciertamente vosotros actuasteis así por mí. Pero en medio de carreras, de la oscuridad y la confusión general se puede proporcionar incluso la ocasión para actuar contra mí. Si a Vitelio y a su banda se les da la posibilidad de elegir, ¿qué estado de ánimo, qué actitud querrían en nosotros? ¿Qué otra cosa desearán sino la sedición y la discordia, y que los soldados no obedezcan a los centuriones ni los centuriones a los tribunos[409], para que en plena confusión de la infantería y caballería nos precipitemos a la ruina? La milicia se basa en la obediencia, 2compañeros de armas, no cuestionando las órdenes de los jefes, y el ejército más valeroso a la hora del peligro es el que se comporta con más tranquilidad antes de dicho peligro. Las armas y el valor sea cosa vuestra, dejadme a mí la estrategia y la dirección de vuestra valentía. Los culpables fueron pocos, dos serán castigados. Los demás borrad de vuestra memoria esta vergonzosa 3noche. Y que ningún ejército en ningún sitio tenga que oír las palabras que lanzasteis contra el Senado. Contra la cabeza del imperio y el orgullo de todas las provincias ni siquiera, por Hércules, se atreverían a reclamar un castigo aquellos germanos que Vitelio ahora precisamente está empujando contra nosotros. ¿Acaso algún hijo de Italia y la auténtica juventud de Roma puede exigir la muerte sangrienta de un estamento con cuyo esplendor y gloria eclipsamos la siniestra oscuridad del bando viteliano? Vitelio ha ocupado algunas naciones y tiene una cierta apariencia de ejército. Pero el Senado está de nuestra parte. Así que en este lado está el Estado y en el otro se han situado 4los enemigos del Estado. Pues bien, ¿vosotros creéis que esta ciudad está en pie por sus mansiones, casas y el amontonamiento de piedras? Esas cosas, mudas y sin vida, pueden sin distinción destruirse y restaurarse, pero la eternidad del Estado, la paz entre los pueblos y mi vida junto con la vuestra se garantizan con la integridad del Senado[410]. El orden senatorial fue instituido por el padre y fundador de nuestra ciudad[411] con buenos augurios, ha sobrevivido inmortal y sin interrupción desde el período real hasta el principado. Como lo hemos recibido de nuestros antepasados, entreguémoslo a la posteridad, pues al igual que de vosotros nacen los senadores, de la misma manera de los senadores nacen los príncipes».

85. El discurso, calculado para reprimir y halagar los ánimos de los soldados, y aquella mesurada severidad, pues se había ordenado castigar solo a dos y no a la mayoría, fueron bien recibidos, y de momento se avinieron al orden aquellos incontrolables. Con todo, la tranquilidad no había vuelto a la capital: se escuchaban ruidos de armas y se veía la imagen de la guerra. Es verdad que los soldados no provocaban juntos desorden alguno, pero iban acá y allá por las mansiones ocultando el uniforme y con malsano celo[412] acosaban a todos los que por su nobleza, sus riquezas o alguna otra especial distinción estaban expuestos a los rumores. Además muchos creían que soldados 2de Vitelio habían entrado en Roma para sondear el apoyo a su causa. De ahí que todo se llenara de sospechas y apenas había seguridad en la intimidad de las casas. Con todo, el miedo era generalizado en lugares públicos. La gente componía la actitud y el gesto según los rumores traían las últimas noticias, a fin de que no pareciera que desesperaban con las malas noticias y se alegraban poco de las buenas. Pero cuando el Senado se reunió 3en la Curia[413], era difícil tratar con mesura todos los asuntos, no fuera a ser que el silencio pudiera sonar a rebeldía y la libre expresión pareciera sospechosa. Además Otón, que había sido un particular hasta hacía poco y que usaba el mismo lenguaje que ellos, conocía bien la adulación. Así pues, daban vueltas a sus discursos y los retorcían hacia un lado y hacia otro llamando a Vitelio enemigo y parricida, los más prudentes con reproches corrientes, algunos lanzando afrentas auténticas, aunque lo hacían en medio del griterío y cuando eran muchas las voces, entre el ruido ensordecedor de sus propias palabras.

Prodigios y presagios[414]

86. También infundían terror prodigios divulgados por fuentes diversas. En el vestíbulo del Capitolio[415], se decía, se habían soltado las riendas del carro en el que estaba subida la Victoria[416]; de la capilla de Juno[417] había salido una figura de apariencia sobrehumana; la estatua del divino Julio en la isla del río Tíber, en un día soleado y sin viento, se había vuelto del oeste al este[418]; en Etruria había hablado un buey; se producían partos de animales monstruosos[419] y ocurrían muchas otras señales que en los siglos primitivos se atendían incluso en tiempos de paz, pero que 2ahora solo se oyen en momentos de miedo. Pero el mayor pánico, pues no solo se temía ya por la destrucción presente sino también por la del futuro, se produjo por el repentino desbordamiento del Tíber[420]. Una inmensa crecida causó el hundimiento del puente Sublicio[421]. El río, que quedó obstruido por la masa de escombros, inundó no solo las partes bajas y llanas de la capital, sino también las zonas a salvo de desastres de este tipo. La mayoría de la gente fue arrastrada a lo largo de las vías públicas, los más quedaron atrapados en tiendas y habitaciones. La falta de recursos y la escasez de alimentos trajeron el hambre a la clase más pobre. Las aguas estancadas minaron los cimientos de los bloques de viviendas[422], que cedieron cuando el río volvió a su cauce. Y tan pronto como los ánimos se recobraron 3del peligro, el mero hecho de que el Campo de Marte y la vía Flaminia[423], la ruta para ir al frente, hubieran quedado obstruidos, ya fuera por causas fortuitas o naturales, cuando Otón preparaba la campaña, se interpretaba como una señal del cielo y augurio de desastres inminentes.

Planes de guerra[424]

87. Otón, purificada la ciudad[425] y sopesados los planes para la guerra, dado que los ejércitos de Vitelio[426] cortaban los Alpes Peninos y Cotios[427], así como las demás entradas de las Galias, decidió invadir la Galia Narbonense[428] con una escuadra poderosa y leal a su causa. La razón era que Otón había encuadrado en las unidades de una legión a los supervivientes del puente Milvio[429], mientras que a los demás se les dio esperanzas de un servicio militar honroso en el futuro[430]. Reforzó la flota[431] con cohortes urbanas y numerosos pretorianos, como fuerza y nervio del 2ejército, y a la vez como asesores y vigilantes de jefes. El mando supremo de la expedición se confió a Antonio Novelo y Suedio Clemente[432], centuriones de mayor rango, y a Emilio Pacense[433], a quien Otón le devolvió el tribunado del que le había desposeído Galba. El liberto Mosco conservaba la responsabilidad de las naves[434] y permanecía en el puesto para controlar la lealtad de quienes eran más nobles que él. A Suetonio Paulino, Mario Celso y Annio Galo[435] se les encargó el mando de las tropas de infantería y caballería, pero el puesto de máxima confianza se confió a Licinio Próculo[436], comandante de la guardia pretoriana. Éste, curtido en la milicia urbana, carecía de experiencia en la guerra, pero con sus críticas, lo más fácil del mundo, a la reputación de Paulino, a la energía de Celso y a la madurez de Galo, que ésas eran sus cualidades respectivas, este hombre depravado y astuto pasaba por delante de estos hombres buenos y moderados.

88. Por aquellas fechas Cornelio Dolabela[437] fue deportado a la colonia de Aquino. No estaba sometido a una vigilancia ni estrecha ni discreta. Y todo esto no se debió a ninguna acusación, sino porque le señalaban por su antiguo apellido y su parentesco con Galba. Otón dio instrucciones para que muchos magistrados y un gran número de excónsules se incorporaran a la expedición, no como miembros activos o ayudantes en la guerra, sino como una especie de séquito suyo. Entre ellos se incluyó incluso a Lucio Vitelio[438] con el mismo realce que los demás y no el de hermano 2de un emperador ni como el de hermano de un enemigo. Así que se produjo una oleada de preocupación en Roma, pues ningún estamento estaba libre de miedo o peligro. Los líderes del Senado estaban incapacitados por la edad e inactivos por la larga duración de la paz, la nobleza se mostraba indolente y olvidada de las guerras, los caballeros desconocían la milicia, y cuanto más se esforzaban todos éstos en ocultar y esconder su terror, 3más claramente se mostraban aterrados. Y, por el contrario, no faltaban quienes con estúpidas pretensiones se compraban armas llamativas, magníficos caballos y algunos lujosas vajillas para banquetes y medios para excitar los apetitos libidinosos[439], como si fueran armas de guerra. Las personas con seso estaban preocupadas por la paz y el Estado, los más ligeros y despreocupados por el futuro se engreían con falsas esperanzas y muchos que habían arruinado su crédito en la paz se encontraban eufóricos en este estado de confusión y muy seguros en la incertidumbre[440].

89. Pero la masa y el pueblo en general, que no tomaba parte en los asuntos políticos debido a su excesiva complejidad[441], comenzaron a sentir poco a poco los males de la guerra al ponerse todo el dinero a disposición de la milicia y elevarse los precios de los alimentos[442]. Estos efectos no habían empobrecido tanto a la plebe en la revuelta de Víndice, pues la capital estuvo entonces segura y la guerra se desarrollaba en las provincias, además de que se consideró un hecho externo que se ventilaba entre las legiones y las Galias. Y en efecto, 2desde que el divino Augusto organizó el poder de los Césares, el pueblo romano había guerreado lejos y había causado preocupación o proporcionado gloria a uno solo. Bajo Tiberio y Gayo solo afectaron a la república las adversidades de la paz[443]. La rebelión de Escriboniano[444] contra Claudio fue aplastada tan pronto como se oyó hablar de él. Nerón fue derrocado más por medio de mensajes y rumores que por las armas. En cambio ahora las legiones y las flotas, las tropas pretorianas y urbanas desplazadas al frente (cosa que ocurrió en pocas ocasiones), Oriente y Occidente y todas las guerras que quedan en retaguardia, habrían dado lugar, si se hubiera luchado con otros jefes, a una guerra prolongada. Hubo quienes 3ante la marcha de Otón intentaban retrasarla por el escrúpulo religioso de no haberse colocado todavía en su lugar los Escudos[445]. Él rechazó todo tipo de dilaciones, pues otras parecidas habían sido también ruinosas para Nerón. También le espoleaba el hecho de que Cécina hubiera atravesado ya los Alpes.

90. El 14 de marzo Otón encargó al Senado la administración del Estado y concedió a los que habían regresado del destierro el remanente de las confiscaciones hechas por Nerón y que todavía no habían ingresado en el fisco[446]. Fue un regalo muy apropiado y magnífico en apariencia, pero inútil pues ya 2hacía tiempo que se habían celebrado las subastas a toda prisa. Luego, convocó una asamblea, en la que exaltó el prestigio de Roma y el apoyo unánime del Senado y el pueblo. Habló con moderación contra el partido viteliano, censurando a las legiones más por su ignorancia que por su arrogancia, pero sin hacer mención alguna de Vitelio, debido a su propia mesura o a que el redactor del discurso se abstuvo de insultar a Vitelio temiendo por su propia suerte, pues se creía que, así como tenía como asesores militares a Suetonio Paulino y Mario Celso, en los asuntos de Roma Otón se valía del talento de Galerio Tracalo[447]. Y había quienes reconocían el estilo mismo del orador, familiar por sus frecuentes apariciones en el Foro: ampuloso y sonoro para satisfacer los oídos del pueblo. El griterío y las voces de la 3muchedumbre seguían el modelo habitual de la falsa y exagerada adulación. Como si se estuvieran despidiendo del dictador César o del emperador Augusto, rivalizaban en entusiasmo y buenos deseos, no por miedo o afecto, sino por el gusto de servir, como sucede entre los esclavos domésticos, que buscan el interés particular de cada cual y para quienes el decoro público ya no significaba nada. Otón, al partir[448], encomendó la tranquilidad de la capital y las responsabilidades del imperio a su hermano Salvio Ticiano[449].