Capítulo 6

—Maggie es una joven encantadora —observó Edith Caverley.

—Estoy de acuerdo —respondió Bennet.

—Es muy buena maestra.

—Mmm —masculló evasivo. En realidad, esa había sido la única razón por la que había permitido que Maggie se inmiscuyera en su vida. Pero pronto vio que Edith Caverley no se desanimaba fácilmente.

—En ella hay algo más de lo que se ve a simple vista; podríamos decir que posee cualidades ocultas.

Aquel era el problema de las mujeres: siempre salía algo a la superficie cuando ya era demasiado tarde para retirarse de la línea de fuego.

—¿Es usted casado, señor Montgomery?

—No.

—Maggie tampoco.

—¿De verdad? —un hombre sensato se preguntaría por qué no. Tenía la edad adecuada, era una mujer brillante, atractiva, interesante. Deseable—. A lo mejor está completamente entregada a su trabajo —respondió Bennet.

—¿Y se contenta con vivir en Sagepointe? —rió Edith—. No lo creo.

Bennet estaba de acuerdo. Sagepointe no era un lugar adecuado para Maggie.

Se habría dejado engañar si no hubiera visto el interior de su casa; todas esas obras de arte, esos muebles bellos y valiosos, revelaban algo más que una relación pasajera con el dinero y la cultura. Maggie le había contado que había asistido a uno de sus conciertos y que había conocido a Francis durante la recepción, y Bennet sabía que aquellas invitaciones no se repartían de manera indiscriminada. Los mecenas eran muy solicitados, tanto por la generosidad de su apoyo financiero como por su aprecio por la buena música. Sin embargo, Maggie llevaba una vida sencilla; vestía elegantemente, pero sin grandes lujos, y en cuanto a las joyas, no la había visto usar nada, excepto una sencilla cadena de oro y un reloj.

—Tal vez no es lo que parece ser —comentó, expresando una esperanza secreta.

—¿Qué quiere decir con eso, Montgomery? —preguntó Edith.

No tenía respuesta para aquella pregunta. Pero si Maggie salía de esa maldita tienda de campaña y lo rescataba de aquella mujer de mirada inquisitiva, intentaría averiguarlo. Necesitaba razones para no continuar obsesionado con ella, para no permanecer despierto hasta la madrugada, imaginándose…

A los treinta y ocho años, debería saber que no debía confundir la realidad con unas fantasías que posiblemente no sobrevivieran bajo la fría luz del día. Las mujeres se dejaban impresionar por el dinero y la fama; si un hombre las cubría de pieles y joyas y aparecía en la primera página de las revistas del corazón, lo miraban con adoración, escuchaban sus palabras como si fueran de inspiración divina. Lo halagaban, lo admiraban, incluso fingían amarlo, pero cuando las cosas se ponían difíciles se iban en busca de pastos más verdes. Pero Maggie no era así.

—¿Decía algo, señor Montgomery?

Temiendo que Edith pudiera adivinar sus pensamientos, Bennet cambió su expresión y sonrió con amabilidad.

—Nada. Qué día tan agradable, ¿no le parece, señora Caverley?

—Hasta ahora —respondió obviamente decepcionada—. Pero se acerca una tormenta.

Tenía razón. Las nubes se acumulaban en el horizonte con un aspecto amenazador. Si no llovía, la puesta de sol iba a ser espectacular.

—Supongo que a los agricultores no les importará —observó Bennet—. Esta región es muy árida.

—Eso lo dice porque todavía no ha conocido nuestros inviernos. Son largos y muy fríos —la señora Caverley se animó al ver que se abría una nueva posibilidad de enterarse de algo más—. ¿Dónde vivía antes de venir aquí, señor Montgomery?

—Aquí y allá —replicó él, mirando hacia la tienda de campaña—. Suelo viajar mucho.

—¿Con su hijo?

Bennet suspiró intentando disimular la exasperación. Empezaba a agotarse su inventiva y sus razones para mantenerse lejos de los habitantes de Sagepointe le parecieron más válidas. Se imaginaba cuánto disfrutaría Edith Caverley si se enteraba de que Chris no era su hijo y de que su padre lo había abandonado. No obstante, cada vez era más obvio que, tarde o temprano, aquellos detalles serían de dominio público. Bennet dio un puntapié en la arena y frunció el ceño. Había sido un estúpido al pensar que encontraría el anonimato en una ciudad pequeña y todavía más al pensar que podría tener una aventura con una de sus residentes, sin saber nada de ella. Deseó encontrarse a miles de kilómetros de allí, lejos de la seductora mujer de ojos azules y pelo rubio que quería hacerle creer de nuevo en la honestidad y la verdad.

¿Qué le había comentado Edith para provocar su malhumor?, se preguntó Maggie. Bennet estaba preocupado y molesto, como si lo abrumara un problema de proporciones monumentales. Excepto para responder cuando le preguntaron cómo quería la carne, no dijo una sola palabra hasta que se alejaron de la fila de quienes esperaban que les sirvieran la comida. Llevando su plato y el de Maggie, se abrió paso entre la multitud y Maggie lo siguió con dos vasos de plástico y una botella de vino de Borgoña que Bennet había cogido delante de las narices de la abstemia señora Murphy.

—Por aquí —murmuró, señalando un lugar alejado en la playa.

A Maggie le sorprendió, pues pensaba que ya no quería cenar a solas con ella.

Algo había ocurrido mientras ella se estaba cambiando en la tienda de campaña.

—¿Edith lo ha sometido a un interrogatorio? —le preguntó cuando se sentaron con la espalda apoyada contra un tronco y los platos sobre el regazo.

—Lo ha intentado —contestó de mal humor—. Pero no ha llegado muy lejos.

—Es inofensiva.

—Igual que los mosquitos —le dio un manotazo a uno que trató de picarlo en el muslo—. Pero no hay forma de librarse de ellos —clavó el tenedor en un trozo de carne—. No entiendo cómo puede gustarle a alguien vivir aquí.

Era un comentario extraño, procediendo de una persona que supuestamente había decidido vivir en Sagepointe por su propia voluntad. Maggie lo miró de soslayo.

—Usted ha decidido vivir en este lugar.

—Porque trato de ocultarme —replicó él sin el menor titubeo y la miró detenidamente antes de preguntarle—. ¿Y usted por qué vive aquí?

—Yo… —se interrumpió un momento—. Me gusta Sagepointe. ¿Qué ha querido decir con eso de «ocultarse»?

—Pensé que había llegado el momento de perderme de vista. ¿Por qué le gusta este lugar? —preguntó con irritación, como si tuviera ganas de discutir y la hubiera elegido como su desafortunada adversaria.

—Porque es real —respondió.

—¿Real? —se burló él—. ¿Qué significa eso?

—Que las personas son lo que parecen. Se preocupan por los demás, se aceptan por lo que son y no les importa que nadie sea perfecto. Edith es tan cotilla que puede sacar a cualquiera de sus casillas, pero si por ejemplo se rompiera una pierna, todos los vecinos estarían dispuestos a ayudarla.

—Muy conmovedor, no lo dudo, ¿pero no irá a decirme que usted ha decidido vivir aquí por si acaso se rompe una pierna?

—¡Por supuesto que no! —exclamó Maggie, tratando de no perder la paciencia

—. Lo que quiero decir es que en el fondo a nadie le importa que Edith sea una cotilla, porque no lo hace con malicia y además, nadie tiene nada que ocultar.

—Cualquiera que tenga la edad suficiente para tener un pasado, tiene algún secreto, señorita Jones. Yo tengo mis secretos y la desafío a mirarme a los ojos y a asegurarme que usted no los tiene.

—Bueno, yo…

—Por ejemplo, ¿por qué ha decidido convertirse en una maestra solterona, y educar a los hijos de los demás, cuando casi todas las mujeres de su edad están cuidando a sus propios hijos?

—Porque…

—¿Y por qué finge que la compañía de estas personas le resulta agradable? —

apuntó con el cuchillo hacia un grupo de gente que estaba reunido alrededor de Howard Stills y Walt Murphy—. Aquí no hay un solo hombre menor de cincuenta años con el que se pueda hablar de algo más interesante que el último precio del forraje para el ganado.

—Aquí no hay un solo hombre al que yo… —se interrumpió, había estado a punto de responder algo que no quería decir: «al que yo pueda temer».

—¿Qué iba a decir, Maggie? —insistió él.

—Nada importante.

—Odio esa clase de respuestas —masculló él.

—¿Sabe una cosa? —estalló Maggie dejando el tenedor en el plato—. No me estoy divirtiendo en absoluto y por lo visto usted tampoco. ¿Por qué no se queda sentado aquí, disfrutando de su sofisticada soledad? —recogió su plato y su vaso y se dispuso a ponerse de pie—. Personalmente, prefiero disfrutar de esta puesta de sol con personas normales y corrientes.

Bennet estiró la mano y la retuvo a su lado.

—¿Quiere decir que va a desperdiciar su sarcástico ingenio con esos estúpidos con los que ha estado jugando al voleibol?

—¿Estúpidos? —repitió ella. Bennet la apretaba con fuerza y Maggie no quiso rebajarse tratando de soltarse—. Comparados con usted y sus tácticas, señor Montgomery, se comportan como perfectos caballeros. Suélteme, inmediatamente.

Bennet, avergonzado de su ridícula actitud, la soltó.

—¡Santo Dios, creo que estoy celoso! —murmuró mirándola preocupado.

Era lo último que Maggie esperaba oír. La sinceridad de Bennet la desarmó.

—No puedo imaginarme por qué —respondió—. Sólo son unos muchachos.

—Y usted es una mujer.

Y una mujer que no se parecía nada a las que hasta entonces había conocido. Al principio, cuando la veía al lado de Chris, se decía que la había contratado únicamente por el bien del niño, pero después de las horas que había pasado observándola desde lejos, horas que debía haber pasado ensayando para su próxima sesión de grabación, sabía que eso sólo era cierto en parte. Maggie poseía una capacidad maravillosa para disfrutar de los placeres más sencillos, pero eso no era una razón para que él se comportara como un adolescente enamorado. Su ataque de celos lo había sorprendido, pero era suficientemente sincero para reconocer que se estaba fraguando desde que la había visto retozar en la arena con todos esos desconocidos. ¡Estaba siendo más ridículo que cualquier adolescente!

A lo lejos se oía la melodía de una armónica y un banjo y un coro de voces.

Bennet suspiró, tratando de comprender lo incomprensible.

—¿De verdad disfruta de todo esto? —preguntó con incredulidad.

—Sí —respondió ella sin reservas—. Es todo lo que necesito. Aquí soy completamente feliz.

—¿A pesar de que está sola?

—¿Se refiere a que no tengo ningún compromiso? —se sentía obligada a ser sincera, aunque eso significara abrir viejas heridas—. Ya he estado casada.

De manera que esos eran los recuerdos que a veces ensombrecían su mirada. De pronto Bennet perdió el apetito y apartó su plato. Fuese lo que fuese lo que esperaba descubrir, no era eso.

—¿Así que ha estado casada? —los celos apenas le permitieron articular la palabra.

—Hace casi tres años que me divorcié. Estuve casada más o menos el mismo tiempo.

El tiempo suficiente para haberlo olvidado, quienquiera que fuese él.

—¿Todavía lo ama?

Maggie vaciló. ¿Amar a Eric? Era una sugerencia absurda, sin embargo, cuando era joven e ingenua, había creído amarlo. ¿Cuánto tiempo había sido necesario para que esa adoración se convirtiera en temor? ¿Un año? ¿Dos?

—No —respondió después de un breve titubeo.

—No parece muy segura.

—Oh, estoy segura —murmuró ella con extraña amargura.

—Debió de ser una relación muy tormentosa para que, después de tantos años, su recuerdo todavía la perturbe —comentó él a ver su expresión de dolor.

—Fue un auténtico infierno —respondió ella con un hilo de voz—. No sabía lo que era la maldad hasta que me casé con Eric.

Bennet le cogió la mano y se la estrechó.

—¿Decidió venir a vivir aquí después del divorcio?

—Sí —agachó la cabeza—. Aquí he conseguido superar y olvidarme de aquella época. Supongo que podría decir que volví a encontrarme —el cabello ocultaba su perfil.

No había querido molestarla con sus preguntas.

Sólo quería dos cosas: demostrar que detrás del atractivo de Maggie no había nada especial y convencerse de que ella no era lo que él quería. Pero había calculado mal.

—Entonces no mire atrás —le pidió—. O si lo hace, siéntase agradecida porque nuestro pasado y nuestros sufrimientos individuales nos han convertido en lo que somos hoy, y nos han reunido en este momento y en este lugar. Eso es lo único importante, Maggie.

Maggie comprendía perfectamente el significado de aquella frase, pero tenía que arriesgarse a mirarlo para confirmar la ternura, la promesa de pasión que había percibido en su voz. Debía hacerlo, aunque sabía que en sus ojos se reflejarían sus sentimientos.

—¿Maggie…? —Bennet pronunció su nombre como una invitación y una protesta, como si cientos de dudas muy arraigadas lucharan por defender una fortaleza que nunca había esperado ver sitiada.

Un trueno retumbó a lo lejos. Maggie hizo a un lado las inhibiciones y se inclinó hacia Bennet. Quería aspirar su aroma, saborearlo, tocarlo, besarlo y deseaba que él correspondiera a sus besos. La intensidad de su deseo la desconcertaba.

Empezaron a caer gotas de lluvia. Era como si la naturaleza hubiera decidido salvar su virtud, o su cordura, pensó Maggie y abrió los ojos. La tormenta estalló y el viento azotó la arena mientras los rayos iluminaban el firmamento.

—¡Santo Dios! —gritó Bennet—. ¿Qué es todo esto?

—Creo que ha sido mi ángel de la guarda —respondió Maggie con ironía.

Bennet la ayudó a ponerse de pie con una mano y con la otra recogió su bolsa de playa. Todo el mundo estaba recogiendo rápidamente sus cosas.

—No nos necesitan —dijo Bennet y, sin soltarla de la mano, corrió hacia la carretera—. ¿Ha traído su coche?

—No —respondió Maggie.

—Yo tampoco, así que tendremos que correr.

A pesar de que la casa de Maggie no estaba muy lejos, llegaron empapados.

—Creo que ha llegado el momento de decir buenas noches para que pueda entrar a cambiarse —dijo Bennet con voz ronca.

—Sí —musitó Maggie.

Pero Bennet, en vez de soltarle la mano, le cogió la otra.

—Tiene el pelo empapado. Séqueselo bien, no quiero que coja un resfriado.

Maggie se dijo que con el extraño calor que estaba sintiendo en ese momento, era imposible.

—Buenas noches —se despidió Bennet.

Deslizó las manos a lo largo de los brazos de Maggie hasta llegar a sus hombros. En la penumbra, Maggie no podía distinguir su rostro.

«Vete y déjame vivir mi vida en paz», clamó una voz en el interior de Maggie,

«o quédate y cámbiala para siempre». Como si hubiera leído sus pensamientos, Bennet salvó la distancia que los separaba y la estrechó con fuerza entre sus brazos.

Maggie echó la cabeza ligeramente hacia atrás. Un rayo atravesó el denso follaje de un arce e iluminó brevemente su rostro, convirtiendo sus ojos y su boca en preciosas joyas. Bennet comprendió en ese momento que no podía irse de allí sin besarla.

En cuanto Bennet posó sus labios en la boca de Maggie, ésta entreabrió los labios. Y aquel beso despertó en ella una pasión que ella ni siquiera se había atrevido a imaginar en sus más absurdos sueños.

Bennet sabía que debía detenerse… que estaba corriendo un grave peligro. Pero Maggie parecía cobrar vida bajo su contacto y el fuego los unía en un abrazo inseparable. Casi sin darse cuenta, entraron en la casa y se olvidaron del resto del mundo.

El dormitorio estaba iluminado por la pálida luz del crepúsculo. Maggie se sentía arrastrada por la pasión y Bennet tampoco fue capaz de dominarlo. Secó con la lengua una gota de agua que descansaba en el hombro de Maggie y le rodeó la cintura con las manos, sabiendo que una vez conquistado aquel istmo, los senos y las caderas serían suyos. Ansiaba acariciar cada centímetro de la piel de Maggie, pero sabía que no debía precipitarse.

Pero no contaba con que el deseo había convertido las manos de Maggie en instrumentos de tortura tan exquisitos que ningún hombre podría resistirse a ellos.

Bennet no pretendía comprender los sentimientos que acechaban en los rincones más remotos de su corazón. Los sentimientos que aquella mujer despertaba en él, lo que pensaba de Maggie no tenía sentido. Era una desconocida, un enigma, y sin embargo, en ese momento no había nada más importante para él.

Deslizó las manos por la sedosa piel de Maggie; olía a flores y a sol, a lluvia y a viento. La miró a la cara y, más que oírla, la vio murmurar su nombre. Entonces cobró vida una violenta fuerza en su interior. Maggie se movió, le rodeó el cuello con los brazos y lo atrajo hacia ella. Bennet no pudo resistir aquella invitación.

Maggie era una mujer divorciada que había respetado sus promesas matrimoniales y sabía que el deber a veces no era agradable. Se había convertido en una experta en controlar su mente, en soportar con serenidad todo lo que un esposo tenía derecho a exigir, sin permitirse expresar sus derechos. No obstante, en aquella ocasión se olvidó de todo. Bennet había arrancado todos los celos tras los que se escondía y ya no tenía ningún sentido fingir.

De pronto sintió que se precipitaba hacia un nuevo horizonte. Aterrorizada, trató de vencer la corriente, pero su cuerpo la traicionó, arrojándola a aquel nuevo mundo de sensaciones. Durante unos segundos de agonía luchó contra la corriente, pero pronto se dio cuenta de que había fracasado.

Vencidas sus reservas, se encontró al lado de Bennet, sabiendo que sus corazones latían al unísono. Bennet la estrechó en sus brazos e hicieron el amor como Maggie nunca lo había hecho. Las lágrimas rodaban por sus mejillas y Bennet las borró con besos.

Bennet la abrazaba como si temiera que pudiera romperse; Maggie se sentía completa, frágil, amada. Se sentía como una virgen a la que un hombre no le había entregado nada acabara de ofrecerle el don inapreciable del descubrimiento de sí misma. Miró a Bennet con un inmenso amor.

—No —le pidió él—. Es demasiado pronto y… —suspiró y se apartó dé ella—, demasiado bueno para ser verdad. No quiero echar a perder este momento con promesas o declaraciones que posiblemente ninguno de los dos podamos cumplir mañana.