Capítulo 1
La luz del sol se reflejaba en los cristales de las ventanas y por unos momentos la cegó por completo; las losetas del suelo estaban cubiertas por una fina capa de musgo. De pronto, vio que se ladeaban los abetos y desaparecían de su campo de visión; algo la golpeó con fuerza en la parte posterior de la cabeza. Luego, vio una explosión de estrellas de color rojo brillante y sintió que alguien respiraba muy cerca de su cara. Abrió los ojos lentamente y se llevó la mano a la dolorida cabeza. Levantó la mirada y vio unos ojos amarillos, una larga nariz, un pelo negro y unos grandes colmillos.
Miró a aquel horrible monstruo atemorizada y cerró los ojos. Oyó entonces los pasos de un ser humano que se acercaba y se preparó para enfrentarse a Eric, que probablemente se reiría de ella mientras intentaba tranquilizar a los Rottweilers que trataban de soltarse de sus cadenas.
—¡Quieto, Beau! —gritó un hombre. Era una voz distinta a la de Eric.
Volvió a abrir los ojos, aturdida. Otra cara se había unido a la primera; aquella vez los ojos eran grises, no tenía tanto pelo y no tenía colmillos. En cuanto a la nariz, parecía heredada del mismo César. Un momento después sintió que la ayudaban a levantarse. El mundo volvió a girar, pero aquella vez, en lugar de desplomarse sintió que se elevaba. Quienquiera que fuera aquel hombre, era mucho más alto y fuerte que Eric. La cogió en brazos como si fuera una niña.
—Se ha hecho un buen chichón —observó mientras subía unos escalones y cruzaba una puerta que rechinó sobre sus goznes—, y usted es la única culpable. Al menos, por supuesto, que no sepa leer.
Respiró aliviada. ¡Así que el tiempo no le había jugado una mala pasada! Por un momento había tenido la sensación de haber retrocedido unos años.
—Si se refiere al letrero de «Prohibido el paso», pensaba que no se refería a mí.
—Pues estaba equivocada —la llevó a una habitación situada a la izquierda del vestíbulo—. Soy un hombre que aprecia su intimidad por encima de todo, y me desagradan especialmente las personas que se presentan aquí sin haber sido invitadas —la dejó en un sofá—. No se mueva, voy a buscar el maletín de primeros auxilios.
—Estoy bien —le aseguró ella, pero cuando intentó levantarse, se mareó y tuvo que agarrarse al brazo del sillón.
—¡Le he dicho que no se mueva! No quiero que manche de sangre la tapicería
—se detuvo al llegar a la puerta y la miró, con una mezcla de inquietud y exasperación—. Supongo que le sentará bien una taza de té para tranquilizarse.
—Sí —respondió Maggie, un poco molesta por el tono burlón en el que la habló—. Creo que es lo menos que puede hacer por mí, después de lo que ha ocurrido.
—¿Ah, sí? No sé por qué tengo que hacer nada por usted —replicó él, arqueando las cejas y mirándola con frialdad.
—Usted me ha invitado a venir aquí.
—¿Yo…? —preguntó, sorprendido—. ¿Usted es la señorita Jones, la maestra?
—¿Quién creía que era? —preguntó ella. Si era uno de esos hombres anticuados que pensaban que todas las maestras eran viejas solteronas aburridas, aquél era un mal comienzo.
— Beau ha debido confundirla con la cartera —dijo él con un deje de diversión en la voz—. Supongo que es por su forma de vestir.
Maggie se preguntó, indignada, cómo era posible que confundiera un diseño exclusivo con el uniforme de los carteros. El hombre sonrió.
—A decir verdad, no lo digo tanto por su ropa como por el saco que lleva colgado del hombro.
—Es mi bolso —respondió ofendida.
—¡Santo Dios! —exclamó perplejo, y miró hacia el techo—. ¿Cuál es entonces su idea de una maleta?
Tenía una voz muy agradable, demasiado profunda para confundirla con la voz aguda de Eric. Además, era muy atractivo y tenía un cuerpo perfecto.
—Creo que me sentaría bien una taza de té —declaró la joven—, y después, a lo mejor, podemos empezar a hablar de negocios.
—¡Sí, señorita Jones! A propósito, por si no lo sabe, yo soy Bennet Montgomery.
El perro que antes la había asustado pasó delante de ella moviendo alegremente la cola.
—Antes de que se vaya, señor Montgomery —pidió, tratando de controlar el temblor de su voz—, ¿podría alejar de aquí a su perro?
—¿Por qué? Vive aquí y no la está molestando.
—No me gustan los perros.
—No sea ridícula —replicó él—. A todo el mundo le gustan los perros.
—Pues a mí no.
Volvió al lado de Maggie.
—Entonces tenemos un problema.
—¿Por qué? Creo que mi alumno es un niño, no un perro.
— Beauregarde va siempre con Christopher.
Como si supiera que estaban hablando de él, el perro se sentó al lado de Maggie y ladeó la cabeza. Luego, levantó una pata y la apoyó en su rodilla. Maggie gimió entonces, asustada. Al oírla, Bennet Montgomery la miró fijamente.
—¡Tiene miedo! —exclamó—. ¿Por qué no me lo ha dicho?
—Porque… —balbuceó, avergonzada, pues le daba vergüenza reconocer delante de un extraño que tres años de matrimonio con Eric la habían convertido en una miserable cobarde.
Antes de que hubiera terminado de hablar, Bennet chasqueó los dedos y, obediente, el animal se dirigió a la puerta.
—De momento me lo llevaré, pero tarde o temprano tendrá que vencer su miedo. Como usted sabe, los perros se dan cuenta de todo, y si usted no tiene más confianza en sí misma, nunca conseguirá que la obedezca.
¿Confianza? Maggie estuvo a punto de soltar una carcajada. Hacía tanto tiempo que la había perdido que estaba segura de que no podría volver a adquirirla. Era un lujo que no se había podido permitir durante su matrimonio con Eric.
Bennet salió de la habitación y Maggie se quedó sola. Por la ventana observó que el sol se filtraba entre el follaje de los árboles y que el camino de piedra que llevaba a la casa estaba cubierto por una capa de musgo, ésa era la razón de que se hubiera caído y hubiera hecho una entrada tan dramática en aquella casa. Como su presunto jefe no estaba, miró con curiosidad a su alrededor. Vio un piano de media cola y un clavicordio, había montones de hojas de música dispersas sobre la alfombra que cubría el suelo de madera de roble y de las paredes colgaban manuscritos antiguos.
Maggie sintió curiosidad por saber algo más acerca de ese hombre, cuyo rostro despertaba en ella un vago recuerdo. En la nota que le había enviado Bennet el día anterior no había nada que indicara que se conocieran.
Estimada señorita Jones:
John Keyes, el director de la escuela, me ha recomendado que me ponga en contacto con usted para ver si puede darle clases particulares durante el verano a un niño de cuatro años.
Le suplico que se presente en mi casa el miércoles, a las dos de la tarde, a fin de que podamos discutir a fondo la posibilidad de llegar a un acuerdo.
Sinceramente,
Bennet Montgomery.
Le había parecido una invitación impersonal y autoritaria. Maggie se puso de pie para ver si podía conservar el equilibrio. Aunque se encontraba muy bien, no quería arriesgarse a dar otro espectáculo. No se mareó y, animada, cruzó la habitación para dirigirse hacia el clavicordio.
Deslizó los dedos sobre las teclas de marfil y empezó a tocar una melodía que había aprendido cuando era niña. En aquel entonces odiaba esa pieza, pero el clavicordio transformaba aquel sencillo tema en algo que un trovador medieval habría tocado para su dama.
—¿No he hablado suficientemente claro, señorita Jones? —le preguntó repentinamente Bennet con una voz que no tenía nada que ver con la de un trovador enamorado—. ¿O también debo poner dentro de mi casa letreros de «Prohibido el paso», para preservar mi intimidad?
Maggie apartó los dedos de las teclas y dio media vuelta. Bennet Montgomery estaba en el umbral de la puerta, con una bandeja en las manos.
—Lo siento —se disculpó—. No he podido resistir la tentación… aunque no sé mucho de música, como usted sin duda ha podido darse cuenta.
—Nunca lo habría adivinado —replicó Bennet secamente—. Bueno, y ahora que ha satisfecho su curiosidad, supongo que no le importará volver al sofá para que yo pueda ver el golpe que tiene en la cabeza. Luego, si quiere mantener las manos ocupadas, le dejaré servir el té mientras yo decido si quiero que permanezca en mi casa durante los dos meses siguientes.
Maggie decidió que había llegado el momento de hablar con claridad. Por muy atractivo que fuera, no tenía derecho a hablarle con aquella arrogancia.
—Dejemos las cosas claras desde el principio, señor Montgomery. En primer lugar, mi cabeza está perfectamente, muchas gracias. El accidente no me ha causado ningún daño cerebral, e incluso aunque así fuera, me molesta su actitud. En segundo lugar, yo estoy aquí para decidir si quiero trabajar para usted durante el verano, de la misma forma que usted tiene que decidir si quiere contratarme o no. Soy una maestra, no una sirvienta, y estoy más acostumbrada a dar órdenes que a recibirlas.
Por lo visto, hacía tiempo que nadie le hablaba con tanta franqueza. Al principio, Bennet se quedó atónito y luego se echó a reír.
—Siento haberla ofendido, señorita Jones. Me temo que estoy convirtiéndome en un gruñón.
Pero también era un hombre encantador, se dijo Maggie.
—Por esta vez lo pasaré por alto —repuso con una sonrisa, intentando aliviar también la tensión que se respiraba en la habitación—. ¿Por qué no me habla del niño y de lo que quiere que haga por él?
—Sólo si me deja ver antes la herida que tiene en la cabeza. Se ha dado un golpe muy fuerte.
Maggie estuvo a punto de decirle que emplearía mejor su tiempo quitando el musgo del camino, pero Bennet le dirigió una sonrisa tan cautivadora, que cedió.
—Incline la cabeza —le ordenó Bennet, mientras se sentaba a su lado. Deslizó una mano alrededor de su cuello, y le quitó un pañuelo con el que llevaba recogido el pelo—. Quiero asegurarme de que no necesita que la pongan puntos.
El roce de su mano era hipnótico y más placentero de lo que requerían las circunstancias y la ocasión.
—Es sólo un chichón —empezó a decir ella—. No creo… ¡oh, ouch!
—Vaya, me lo imaginaba. Se ha hecho una brecha, pero no es nada serio —
limpió suavemente la herida con un desinfectante—. Tiene un pelo muy bonito, señorita Jones. Habría sido una lástima tener que cortarlo, pero creo que cicatrizará bien y dentro de unos días no se notará nada —cogió el pañuelo y trató de volvérselo a poner.
—Permítame… yo lo haré.
Maggie levantó las manos y rozó los dedos de Bennet a la vez que sus miradas se encontraban. A Maggie le parecieron tan maravillosos los ojos de Bennet que se dijo que era imposible que los hubiera visto antes y los hubiera olvidado.
—Hábleme de usted, señorita Jones —le pidió Bennet mientras se sentaba en el otro extremo del sofá y rompiendo el hechizo—. ¿Es usted de por aquí?
—No. Nací en Niagara Falls, Ontario, pero crecí en Montreal y estudié en McGill.
Bennet pareció sorprendido.
—¿Cómo ha llegado entonces a una ciudad tan pequeña como Sagepointe? Está muy lejos de Montreal.
—No me gustan las grandes ciudades —respondió Maggie con cierta frialdad.
Bennet tenía derecho a hacer preguntas sobre sus méritos profesionales, pero no sobre su intimidad—. Por suerte, encontré un trabajo aquí el año pasado.
—¿Y no echa de menos los teatros, los restaurantes, la vida nocturna…?
—No —respondió ella—. ¿Cómo toma el té, señor Montgomery?
—Con un terrón de azúcar —aceptó la taza que ella le ofreció y le dio las gracias
—. El señor Keyes me ha hablado muy bien de usted. Me ha dicho que sabe tratar a los niños y que estará a cargo de un grupo en el jardín de infancia el próximo mes de septiembre, y ése es el motivo por el que me interesa contratarla como maestra particular de Christopher hasta entonces. Christopher cumplirá cinco años en noviembre y es un niño brillante, pero tiene… algunos problemas.
Maggie se puso en estado de alerta al oír el tono de Bennet. Al principio, su petición le había parecido un tanto insólita, pues los niños de cuatro y cinco años rara vez necesitaban un maestro particular, pero por la forma en la que Bennet había elegido sus palabras, era obvio que reconocía que su hijo era un niño un tanto especial.
—¿Qué clase de problemas?
—Creo que será mejor que lo juzgue usted misma —respondió Bennet—.
Termine el té y, mientras lo hace, permítame decirle lo que espero de usted a cambio del generoso salario que estoy dispuesto a pagarle.
—Si yo acepto el trabajo —le recordó ella.
Maggie se dijo que era un hombre desconcertante, encantador un minuto y casi insultante al siguiente. Le había pedido que juzgara por sí misma, lo que equivalía a decirle que podía averiguar cuál era el problema del niño sin que él se lo explicara.
Su comentario sobre el dinero le había molestado; era el tipo de comentario que había tenido que soportar constantemente cuando estaba casada con Eric. ¿Pensarían todos los hombres que las mujeres estaban en venta?
—No quiero que Christopher tenga la sensación de estar en clase durante el verano —continuó Bennet, por lo visto nada desanimado por las reservas de Maggie
—. No ha tenido una vida muy divertida y eso es algo que quiero cambiar. Por otra parte, creo que usted estará de acuerdo en que necesita ayuda, de manera que he calculado su salario sobre la base de cinco días completos a la semana. Por supuesto, le proporcionarán las comidas; de hecho, si quiere, puede vivir aquí de lunes a viernes —Maggie abrió la boca para protestar, pero él se lo impidió al mencionar un salario increíblemente alto. Luego trató de hacer más atractiva la oferta al añadir—: Y
si le preocupa su reputación, señorita Jones, mi ama de llaves vive aquí, en el piso de arriba.
—Prefiero darle clases en mi casa —repuso Maggie con firmeza. La idea de estar todo el día cerca de Bennet la inquietaba—. Allí tengo los recursos necesarios para…
—Me temo que eso está fuera de discusión. No quiero exhibir a Christopher por la ciudad para que todos… —se interrumpió un momento—. Señorita Jones, aquí nadie me conoce y comprendo que en un lugar como éste, los recién llegados despiertan la curiosidad de todos. Supongo que es inevitable cierta cantidad de rumores, pero no me gusta ser el centro de atención de mis vecinos. Usted es mucho más joven de lo que esperaba; confío en que sea discreta y respete mis deseos, aunque no comprenda mis motivos. Puede llamarme insociable, si quiere, pero quiero que entienda desde un principio que lo que ocurra dentro de esta casa no es algo de lo que deba hablar fuera de ella.
—¡Santo Dios! —exclamó Maggie sin disimular su ironía y dejó la taza en el plato—. ¡Qué anticuado!
Bennet la miró desconcertado.
—¿Sí, verdad? —extendió las manos en un gesto de impotencia—. Lo siento, no pretendo parecerle misterioso, pero soy una persona muy reservada. Le aseguro que no hay fantasmas en el desván, ni esqueletos en los armarios, sólo un pequeño que requiere mucha atención y un hogar estable. En su corta vida ha andado de un lado a otro y dudo de que sepa lo que es una familia; es una de las razones por las cuales quiero que permanezca a mi lado hasta que empiece a ir a la escuela en septiembre.
Quiero que sepa que éste es su hogar.
A Maggie le pareció muy extraño aquel comentario.
—Sagepointe es una ciudad en la que se valora a la familia, señor Montgomery.
Cualesquiera que sean los problemas de Christopher, creo que descubrirá que la gente reaccionará con simpatía, y que su intimidad no corre ningún riesgo. Y si quiere que ingrese en el jardín de infancia en septiembre, tarde o temprano tendrá que «exhibirlo por toda la ciudad».
—Lo sé, y no pretendo menospreciar a nadie. Estoy seguro de que aquí todos son individuos decentes y respetables. Sin embargo, si yo decido no provocar comentarios, evitando que conozcan, de momento, a Christopher, entonces debo insistir en que usted me apoye y anteponga los intereses del niño a los suyos, por lo menos durante el verano. No creo que sea mucho pedir, ¿no le parece? ¿Qué me dice, acepta el trabajo?
¿Qué podía perder? No tenía planes para el verano y debía reconocer que se sentía intrigada. Pensaba que la circunspección de Bennet incitaría la clase de curiosidad que parecía tan ansioso de evitar, pero como él acababa de señalar, la forma en la que educara a su hijo no era asunto de ella… hasta cierto punto.
—Si acepto el trabajo —respondió—, usted tendrá que prometerme que podré hacer lo que crea conveniente. Él puede ser su hijo, señor Montgomery, pero yo soy la maestra.
—Él no es mi hijo, es mi sobrino.
—¿Sí? —preguntó, sorprendida—. ¿Y dónde están sus padres?
Bennet la miró con recelo.
—No están aquí —le dijo con frialdad—. Y eso es lo único que usted necesita saber por el momento. Creo que debería conocer a Christopher antes de continuar esta conversación. Quizá cuando la vea con él, decida que usted no es la persona adecuada. O quizá sea usted la que decida rechazar el trabajo.
Era muy probable, pensó Maggie, si el niño era tan antipático como su tío.
—Muy bien —aceptó.
Lo siguió por el pasillo hacia la parte posterior de la casa. Beau, el perro, estaba echado en el suelo, con la cabeza entre las patas y los ojos fijos en el niño que jugaba a su lado con una colección de aviones.
Como cualquier niño de cuatro años, los hacía volar y los arrastraba, absorto en un mundo de intrincados patrones de vuelo; pero a diferencia de cualquier niño de su edad, los ruidos que hacía tenían una extraña nota discordante. Cerca de las puertas que daban al jardín, estaba sentada una mujer de pelo canoso. Estaba tejiendo, pero cuando vio entrar a Bennet con una visita, suspendió su labor, se puso de pie y los dejó solos con el niño y el perro.
—Es la señora Marshall, mi ama de llaves —le explicó Bennet—. Hace años trabajó con mi familia y tuve la suerte de encontrarla y persuadirla de que trabajara para mí. Éste es Christopher. Chris, quiero que conozcas a alguien.
El niño ni siquiera los miró. Bennet se acercó a su sobrino y trató de quitarle los juguetes.
—Chris, ven a saludar a la señorita Jones.
Cuanto más insistía en que la saludara, el chico más se negaba a prestarle atención. Tenía el cuerpo rígido y tenso, y Maggie estuvo a punto de pedirle a Bennet que no lo obligara.
—¡Ya basta, Christopher! —ordenó Bennet.
Aquello provocó el estallido que Maggie esperaba, y un segundo después uno de los aviones salió volando y fue a estrellarse contra una ventana. Satisfecho, Chris se volvió a mirarla.
Era el niño más guapo que Maggie había visto en su vida, y también el más frágil. Tenía el pelo rubio, los ojos tan azules que parecían de color violeta y una tez blanca como la leche, parecía un ángel sacado de la pared de una capilla italiana, pero el ruido que hacía era infernal. Bennet se volvió hacia Maggie, con gesto avergonzado. ¡Se lo tenía merecido! Era un hombre demasiado inteligente para no conocer la diferencia entre un problema y un impedimento físico.
—¿Por qué no me lo ha dicho antes?
—Porque a lo mejor no habría aceptado la entrevista. Y tiene delante de sus ojos a un hombre desesperado, señorita Jones.
La frustración del niño llegaba a proporciones ensordecedoras, no era posible sostener una conversación normal. Maggie se acercó al niño, se arrodilló a su lado y le miró a los ojos, con la esperanza de que su expresión transmitiera el mismo mensaje que sus palabras.
—Deja de gritar inmediatamente, Christopher —le pidió con firmeza—, de lo contrario tú y yo tendremos un altercado muy serio.
Por un breve momento, Christopher le sostuvo la mirada, pero luego siguió gritando. Al ver que eso no parecía impresionarla, la atacó por sorpresa, golpeándola en la boca con el puño cerrado. Maggie lo sujetó por un brazo y lo sentó en la mecedora. No soportaba la violencia, aunque procediera de un niño, y no estaba dispuesta a tolerar los abusos. Había tenido mucha experiencia con las rabietas durante los años que había estado casada con Eric.
—Puedes gritar todo lo que quieras —le aseguró al niño—, pero no esperes que nos quedemos aquí a aplaudirte.
Giró sobre sus talones, decidida a salir de la habitación y llevarse a Bennet Montgomery, pero se encontró cara a cara con el perro.
—En cuanto a ti —estalló—, por lo que a mí respecta, puedes quedarte aquí y aullar con él.
Bennet parecía dispuesto a intervenir, pero ella no se lo permitió. Cruzó la puerta que daba al jardín y se dirigió a un columpio instalado debajo de la sombra de un manzano.
—¡Vaya! —murmuró él, sentándose a su lado—. Estoy impresionado.
Maggie exclamó:
—¿Por qué ha desperdiciado su tiempo y el mío con esta farsa?
—¿Farsa, señorita Jones? —la miró fijamente—. No estoy muy seguro de comprenderla.
—Entonces es más estúpido de lo que pensaba —respondió con desdén.
—Normalmente no es así —se apresuró a explicarle Bennet—. Sólo se porta así con los desconocidos, pero en cuanto se calma…
—Christopher no necesita una maestra particular, señor Montgomery —le aseguró mirándole con determinación—. Necesita un terapeuta.
—Le está atendiendo un logopeda. Puedo darle toda clase de indicaciones sobre la forma de ayudarlo. Estoy seguro de que si lo intenta, su trabajo con Christopher será muy satisfactorio. Piense en ello como si fuese un reto… algo diferente.
Maggie movió la cabeza y miró hacia otro lado, tratando de ignorar los gritos del niño.
—Usted y yo sabemos que no estoy preparada para aceptar este trabajo —dijo al fin.
Como Bennet no respondió inmediatamente, pensó que no la había oído, o peor todavía, que no la comprendía. Pero cuando se volvió a mirarlo, supo que lo había juzgado mal. Estaba desolado.
—¿A quién me recomienda entonces, señorita Jones? —preguntó en voz baja.
Impotente, Maggie se encogió de hombros. Sagepointe era una ciudad muy pequeña. En ella no podría encontrar a nadie capacitado para atender a un niño como Christopher.
—No hay nadie —informó Maggie—. Por lo menos, aquí.
Bennet la recorrió lentamente con la mirada, se detuvo un momento en su boca y al final la miró a los ojos. Incluso antes de que Bennet hablara, Maggie sintió que la trampa se cerraba, atrapándola en su interior.
—Está usted —dijo Bennet con voz suplicante.