¿Podríais enamoraros de un hombre más joven que vosotras?

La última pregunta era la de Lola. Desdobló el papel con morosidad y leyó pronunciando claramente, como una maestra en una clase de párvulos. A la luz de la llama su melena era roja como la de una hechicera de cuento. Nina saltó enseguida, impulsiva.

—¡Sí, claro! ¡Lo he hecho varias veces!

—¡Un momento! —Levantó una mano Marta—. ¿Cuánto más joven?

—¿Lo suficiente para que pudiera ser vuestro hijo? —contestó Lola, y bajó la mirada otra vez.

—¡Ay, no! ¡Yo no! ¡Ni pensarlo! —Olga cerraba los ojos y negaba con la cabeza. Se le movía el pelo—. Yo necesito hombres de verdad.

—¿Tus hijos no son hombres de verdad?

Ay, sus hijos. Olga prefería no pensar en ellos.

—Quiero decir, que yo buscaba un marido que tuviera más experiencia que yo, más preparación y una visión de mundo más amplia que la mía, que pudiera aconsejarme en todo y que me guiara en los momentos de extravío.

—Tú no buscabas un marido. Tú buscabas un confesor —soltó Nina.

—No os niego que perder al propio padre tan joven y tan de repente me dejó huella —se justificó Olga—. Pero tenéis que reconocer que acerté. Soy la única de nosotras que ha tenido un matrimonio duradero y normal.

—Eso es verdad, Gordi —dijo Nina—. Hay que reconocerlo.

—Oye, ¿siempre lo tuviste tan claro? —preguntó Lola—. Quiero decir, que querías un hombre mayor que tú.

—¡Siempre! —espetó Olga, con total convicción—. Rechacé varios pretendientes por demasiado jóvenes. En especial uno, pobrecito, que era un amor, aunque también un desgraciado en potencia. —Olga suspiró, recordando no sabía qué—. Me escribió no sé cuántos centenares de poemas. ¿Qué os parece? Me elevó a la categoría de musa.

—Que te pega —consideró Lola.

Nina abría unos ojos enormes, como si no cupiera en su cabeza que pudieran existir razones para rechazar pretendientes. Preguntó:

—¿Y no le diste ni una oportunidad?

Olga negaba con la cabeza y cerraba los ojos.

—No, no. Era demasiado evidente que no era para mí. Me di cuenta enseguida. Tenía demasiados defectos.

—¿Por qué? ¿Cómo era? —se interesó Nina, con gran curiosidad.

—Bah, ahora no sabría deciros. En aquel momento se veía más claro.

—Ya contesto yo, hermanita —saltó Marta, mirando a las demás con los codos apoyados en la mesa y estirando mucho el cuello. Hacía rato que había pasado de estar entonada a estar borracha—. Su principal defecto fue pensar que el duro corazón de mi hermana se conquista con versitos. Era un idealista. Y estaba enamorado de ella hasta las trancas. En realidad, ella solo le utilizó para llegar a su marido. Luego le desechó como a un pañuelito de papel.

—Cállate, Marta. ¿Tú qué sabes? Yo ni deseché ni utilicé a nadie.

—Bueno, él lo ve de otra manera.

—¿Cómo que él lo ve…? —La mirada de Olga se transformó de la sorpresa a la ira—. ¿Tienes alguna relación con Damián?

En ese momento, Lidia empujó la puerta de la cocina y apareció, con dos botellas de agua fría y los ojos rojos de llorar. Dejó las botellas sobre la mesa y se quedó ahí parada, mirando a las gemelas Viñó.

—Somos buenos amigos desde hace años —soltó Marta.

Aquella frase fue para Olga como un derechazo.

—¿Hace… años?

—Desde que tú le rechazaste. Alguien tenía que consolarle.

Olga impostó su tono más patético.

—¿Por qué nunca me lo habías contado?

—¿Cuándo te he contado yo a ti algo, hermana?

El tono de evidencia incontestable resultó aún más doloroso para Olga. Optó por disimular. Se volvió hacia las estupefactas Nina y Lola y les dedicó una sonrisa forzada.

—Perdonadla, por favor. Mi hermana no sabe beber.

Marta lanzó una mirada vidriosa a Lidia y la señaló con la mano.

—Os presento a la nueva novia de Damián.

Olga no supo qué decir.

—No somos novios oficiales —dijo Lidia, incómoda.

—Oficiales, qué antigua —opinó Marta—. Pero salís juntos, ¿no?

—Sí.

—Sois tal para cual. —Marta sonrió—. Los presenté yo. Dos almas solitarias que se necesitaban la una a la otra, ¿no es cierto? —Lidia asintió, cohibida—. Estoy muy orgullosa.

Olga se quedó como paralizada, atollada en sus pensamientos. ¿La ayudante de cocina de Marta, novia de su Damián? Qué cosas más raras pasan. Entonces ¿la llamada? ¿No fue el de Lidia el nombre que Damián pronunció cuando…? No pudo evitar escrutarla con la mirada, buscando algo, luchando por comprender. No vio nada esclarecedor.

—Menuda tranca llevas, Marta —disimuló, para no mostrarse afectada delante de la muchacha.

—Pues aún noto que podría ser mayor. —Marta se sirvió un buen chorro de la botella de Chivas—. Y aún tenemos que sacar el champán.

Lidia osó intervenir, con su voz moderada.

—Jefa, te va a sentar mal.

—Tú a lo tuyo, querida. ¿Os apetecen profiteroles?

Todas negaron con la cabeza. Allí nadie podía pensar en más comida. Nina se sentía incómoda por primera vez en toda la noche. Lola también. En cuanto Lidia desapareció tras la puerta de la cocina, Olga se acercó a Marta y susurró:

—¿No es un poco joven para él?

Marta se encogió de hombros para responder.

—Y qué. —Hundió la cabeza entre los brazos y añadió—: Uy, qué curda llevo.

—Bueno, pasemos a la siguiente, ¿os parece? —dijo Lola—. Nina, tú aún no has contestado.

Lidia surgió de nuevo, con la dignidad de una vestal, y comenzó a retirar por etapas las bandejas vacías de los entrantes y los platos de las crêpes. Cada vez que empujaba con el trasero la puerta de la cocina la música de la radio entraba en la reunión. Esta vez una voz masculina interpretaba una balada: «Love of my life, can’t you see? Bring it back, bring it back. Don’t take it away from me because you don’t know what it means to me…».

Olga estaba ausente, concentrada en sus pensamientos. Marta fingía una atención que no estaba en condiciones de prestar. Nina observó el panorama, pareció dudar un instante y al fin dijo:

—Mi respuesta ya la sabéis, compañeras. ¡Sí y rotundamente sí! Yo me enamoro de todo. Los cuerpos jóvenes son irresistibles. A veces me embobo mirando a un jovencito y cuando me dicen su edad pienso: «Nina, te has vuelto una vieja verde y vas a ir al infierno con bolso y todo». Por cierto, que voy a quitar de aquí la foto del niño, porque no me fío un pelo de vosotras y porque, además, ya está pillado. —Guardó el monedero en la bolsa.

—¿Y qué pasaría si lo fuera? —preguntó Lola, sin mirar a nadie.

—¿Cómo?

—¿Si fuera tu hijo?

Nina se echó a reír, nerviosa.

—Mira tú por dónde, esa tecla no la he tocado. ¿Hemos pasado del adulterio al incesto? ¡Fabuloso!

—Hablo en serio, Nina —insistió Lola.

—¿Qué dices? ¿Enamorarme de mi hijo? —Hasta Nina se puso seria esta vez.

—Bueno, casi. De tu hijastro —dijo Lola.

—Ah, no, ¡eso es diferente! ¿Hijastro significa el hijo de tu marido?

—De mi marido muerto —asintió.

—¡Coño, Lola! ¡Eres una cajita de sorpresas! —gritó Nina. Las otras dos habían enmudecido—. ¿De verdad esperas una respuesta?

Lola acercó la copa al centro de la mesa y dijo:

—¿Alguien me pone más vino, por favor? —Marta se la rellenó con el Cariñena.

—Debo de estar loca. ¿De niñas no os gustaba contar secretos en la oscuridad? Yo lo hacía, con Nina, cuando nos quedábamos solas, ¿te acuerdas? Era tan excitante. A oscuras te atreves a hablar de todo. ¡Nos contábamos cada cosa! Las monjas se hubieran muerto del susto. —Hizo una pausa, para dejar fluir los recuerdos, antes de añadir—: Hasta hoy no había vuelto a experimentar aquella sensación.

—Y sin monjas.

—¿Quién ha dicho hace un rato que la vida es un riesgo constante?

—¿Quién va a ser? —Levantó la mano Nina, como una escolar—. ¡Servidora!

—Ya sé que lo que digo es muy grave —prosiguió Lola, y todas callaron—. Puede que incluso sea delito, ¿no? ¿Alguien sabe si es delito? Por supuesto, no premedité nada. Andresito solo era un adolescente cuando murió su madre. Fue entonces cuando comencé a tratarle. Al principio, le compraba regalos cuando venían de visita. Sobre todo, libros y tebeos. Spiderman, 13 Rue del Percebe, Los 7 secretos… También le gustaba el piano, a veces le dejaba tocarlo. Le enseñaba a colocar los dedos, a hacer escalas sencillas. Era un muchacho introvertido, serio, demasiado maduro para su edad. Brillante en los estudios. Jugaba en el equipo de baloncesto del colegio. A veces iba con su padre a verle jugar y me sentía orgullosa de él, como si fuera un poco mi hijo. Después del partido íbamos los tres a cenar a uno de esos restaurantes chinos, tan raros, que acababan de inaugurar en nuestro barrio. A Andresito le encantaban. Apenas estaba dejando atrás la niñez, comenzaba a hablar de chicas, tenía una pelusa oscura en el bigote y un cuerpo raro, en transformación. Os juro que nunca se me ocurrió verle de otro modo: para mí era un niño, nada más que eso, y yo era su madrastra, aunque me consta que me tenía afecto y que había dado su bendición a nuestra boda. Una vez me dijo que me estaba muy agradecido por hacer feliz a su padre, que los dos habían tenido mucha suerte de poder contar conmigo. Así, tan formal, tan comedido. Parecía estar jugando a ser mayor. Le revolví el pelo como respuesta. Le dije que la felicidad de su padre era la mía. Sonrió. Esa era nuestra relación.

»Por lo menos fue así hasta la enfermedad de Andrés. Entonces, todo comenzó a cambiar. O puede que cambiara yo. El dolor cambia a la gente, ¿no? Pasaron unos cuantos meses desde que mi marido decidió no continuar el tratamiento hasta que el final comenzó a presentirse. Nos dijo que quería morir en casa, nos pidió que cuidáramos de él, que no le dejáramos sufrir. En las últimas seis semanas no quiso recibir a nadie. Fue un encierro doloroso, triste. Andresito y yo nos turnábamos junto a su cama, de día y de noche. Le administrábamos los sedantes, avisábamos a los médicos cuando era necesario. Compartimos el sufrimiento, la despedida, la desolación final.

»Ocurrió sin que me diera cuenta. De pronto reparé en que también él había cambiado. Ya no era el niño a quien yo revolvía el pelo. No volvería a serlo nunca. Ahora era un hombre alto, atractivo, con quien era agradable hablar. Algo así como una versión rejuvenecida de su padre. Pasamos juntos las veinticuatro horas del día durante seis semanas, sin salir de casa, mientras Andrés moría lentamente. Perdí la cabeza. Eso debe de ser, no hay más explicación. De pronto, un día descubrí que me había enamorado de mi hijastro. Allí, junto al lecho de muerte de mi marido. Faltaban seis meses para el final. Un día Andrés abrió los ojos, nos miró, sonrió como si no se encontrara mal y nos dijo: “Me voy tranquilo porque sé que os tenéis el uno al otro y que os queréis”. Por las noches no puedo dormir pensando en estas palabras. Me pregunto si soy una mala persona o solo una inconsciente. Día tras día lucho contra lo que siento, intento quitármelo de la cabeza. Pero no lo consigo. Más bien todo lo contrario. Cuanto más quiero dejar de pensar en él, más le quiero. En fin. Ahora ya sabéis cómo soy. Horrible.

—¡No, Lola! —susurró Olga, viendo de pronto una salvación—, ¡lo que te pasa es que sigues enamorada de tu marido! Lo que ves en tu hijastro es la sombra de él, por eso le quieres. Por otra parte, es normal. Es tu hijastro.

Lola negó con la cabeza, segura.

—No es eso. No le quiero de esa manera. Querría que no fuera mi hijastro, ¿comprendes? Por las noches pienso en él, no en su padre. Voy a verle dormir. Me gustaría decirle que le deseo, pero no puedo, y me muero de angustia. —Lola sonreía con mucha serenidad y mucha tristeza.

—¡Válgame Dios! ¡Yo no puedo escuchar esto! ¡Esto no es normal! —Olga se tapó ambas orejas con las palmas de las manos.

—Tampoco es tan raro, hermanita. Mira Fedra (la heroína de Eurípides). Le pasaba más o menos lo mismo que a Lola —apuntó Marta, haciendo gala de sus conocimientos de literatura, por otra parte bastante oxidados.

Pero Olga no estaba para lecciones de tragedia griega.

—¿Llevas seis meses con este sufrimiento? —terció Nina, y Lola asintió—. Pobrecilla. Y a él, ¿se lo has dicho?

Lola negó de nuevo.

—¿Cómo quieres que le diga una cosa así? Me avergüenzo solo de pensarlo.

—¿Qué pasaría si él también estuviera enamorado de ti? —prosiguió Nina.

Lola cambió de tema a toda velocidad y habló con determinación.

—Esta noche he tomado una decisión, justo al venir hacia aquí. Tal vez mañana será la más importante de mi vida, quién sabe.

—No quiero oírlo —dijo Olga, que seguía con las manos sobre las orejas.

—He aceptado una cita. Con un hombre de mi edad. Precisamente hace un rato hablabas de él, Nina.

—¿Sebastiáaaaaan? —adivinó Nina—. ¿No será Sebas? ¡Dime que no es Sebas!

—Lo es.

—¡Por fin algo de sensatez! —opinó Olga, suspirando y devolviendo las manos a su lugar.

—Pero ¿estás loca o qué? ¡Si acabo de decirte que me acosté con él! ¡Y que es un muermo!

—Ya. Han pasado muchos años —dijo Lola—, igual ha cambiado.

—Sí, ahora será un muermo con treinta años de experiencia —dijo Nina.

—Es lo mejor que puedo hacer —sentenció Lola, que aceptaba sus propias palabras como un reo acepta su condena.

—¿Lo mejor para quién?

—Para mí, para Andresito. Andrés. Y también para Sebas.

—¿Sebas te ha pedido una cita?

—Sí.

—¿Después de quince años?

—Dieciséis. Desde el concierto de Los Beatles.

Oh, my God! ¿Y le has dicho que sí?

—Sí.

—Es verdad. Se te va la cabeza, Lola. Ya se te ha ido del todo.

—Dice que lleva todos estos años enamorado de mí. Lo pone aquí, mira. —Lola tomó la carta de la pila de prendas, la abrió, la acercó a la vela venciendo la dificultad de su abultado abdomen y leyó algunas frases escogidas—: «Perdóname por enviarte esta carta… Espero tener esta vez el valor de dejarla en el correo… Fuiste, eres y serás el único amor de mi vida…». Y aquí habla de ti, mira.

—¡Esto es increíble! ¿Pero no se casó?

—Sin dejar de pensar en mí. Eso dice.

—¡Cuidado! ¡Se comporta como un psicópata! ¡Ni se te ocurra! —Nina abalanzaba su cuerpo hacia delante, enfatizando sus palabras.

—Qué poco valor le dais al amor verdadero —Olga, con cara de disgusto.

Y Nina, tajante:

—Sobre todo cuando se confunde con la manía persecutoria.

Marta las miraba alternativamente: Olga-Nina-Lola. Como si contemplara un juego de pelota. Le costaba mantener los ojos abiertos.

—Sea como sea. Ya está decidido —zanjó Lola—. En cuanto Sebas me proponga algo, lo que sea, le diré que sí.

—¿Lo que sea? ¿Noviazgo, concubinato, matrimonio?

—Lo que sea.

—¿Y te casarás con él?

—Si me lo pide, sí.

—Pareces Juana de Arco camino de la hoguera. Pensaba que la edad nos había enseñado algo.

—Exacto. Por ejemplo, cómo hacer lo correcto.

—¿Y qué piensas decirle a tu hijastro?

—Nada. Que me voy a casar. Dejaré el piso. Estará mucho mejor sin mí.

—¿Él te quiere? —preguntó Nina, y al instante se dio cuenta de que había formulado la pregunta menos pertinente.

Lola no dijo nada. Se quedó mirando los cubiertos, tratando de hallar la alineación perfecta. En realidad, lo que trataba de ordenar no estaba sobre la mesa. Nina repitió lo que acababa de decir.

—Lola, ¿Andrés te quiere? Es un detallito importante, ¿no crees?

Lola no pensaba contestar a esa pregunta. Temía la respuesta. Se sentía cada vez peor. Solo dijo:

—Ya está decidido, Nina. He echado la carta en el buzón que hay en la esquina de Balmes con Vía Augusta, justo al venir hacia aquí. Ya solo es cuestión de esperar a que me llame y todo habrá terminado. Por favor, cambiemos de tema.

Pero Olga lo estropeó.

—Nina, qué quieres que haga. ¡Lleva en la tripa al medio hermano de su enamorado! ¡Es horrible pero horrible pero horrible! Yo creo que has hecho muy bien, Lola, ¡te felicito! —Olga subrayó su veredicto con un golpe sobre la mesa, meditó un instante y añadió—: La verdad, la Biblia al lado de esto parece Heidi.

Marta se despabiló de pronto, solo para formular una pregunta que para ella estaba revestida de interés científico. Todas se daban cuenta de que no se encontraba bien.

—Oye, Lola… una curiosidad que se me acaba de venir a la cabeza. Ya que estamos de confidencias. ¿Con ese tripón encima también sientes deseo sexual?

El glasé amarillo crujió otra vez.

—Marta, por favor —suplicó Olga—. Otra vez no.

Pero Lola contestó con una frialdad que daba miedo.

—Sí, igual. O más.

Marta abrió mucho los ojos y frunció los labios en una mueca que significaba: «¡Admirable!».

—Creo que necesito ir al baño —dijo Olga, levantándose entre crujidos del vestido.

—Yo también —añadió Lola—. Definitivamente, me ha sentado fatal comer tanto.

—Te acompaño.

Se armaron con una de las dos velas que había sobre la mesa y se perdieron en las tinieblas del fondo, caminando a pasitos cortos y tambaleantes. Pasitos de embarazada.