Marta

Tras el portazo, Marta aún permaneció algunos minutos inmóvil, deseando algo que no iba a ocurrir, con los ojos fijos en los cristales traslúcidos de la puerta, en la misma postura en que había escuchado, fingiéndose impasible, toda su perorata. Le había dejado terminar sin interrumpirle, como a él le gustaba que todo el mundo hiciera cuando abría la boca, escuchando con suma atención sus argumentos (numerados, nunca más de seis), que conducían de forma lógica a una conclusión premeditada y de máxima relevancia. Esta vez los argumentos fueron los siguientes (y en este mismo orden): 1) Se habían convertido en dos extraños que vivían juntos. 2) ¿Funcionaba su vida íntima? 3) Ambos eran aún lo bastante jóvenes para intentar ser felices. 4) Había conocido a otra mujer. Si Marta hubiera tenido que ordenarlos según su importancia, desde luego no habría elegido ese orden, y lo más probable es que hubiera quitado o añadido algún punto. Pero se limitó a escuchar con impasibilidad de estatua, sin asentir, sin interrumpir, sin aprobar, sin demostrar emoción alguna. Luego él dijo algo así como «Me alegro de que lo entiendas, todo esto me resultaba muy difícil», y echó a andar hacia los cristales traslúcidos de la puerta, tan nueva como todo lo demás. Al ir a salir reparó en que comenzaba a llover y volvió sobre sus pasos, esta vez transformado en un ser humano corriente que está a punto de decir algo corriente, y preguntó:

—¿Me prestas un paraguas? Te lo devolveré.

Ella, claro, se lo prestó. Uno plegable, horroroso, de color negro con lunares rosa que tenía dos varillas rotas. No tenía ni idea de dónde había salido. Debió de olvidárselo alguien, tal vez Lidia o alguno de los operarios de la reforma del local. Luego, sus pasos amortiguados alejándose de nuevo sobre la moqueta, su chaqueta perfectamente adaptada a sus hombros anchos, que siempre le gustaron, un gesto levemente ridículo para abrir el artilugio igualmente grotesco y tres segundos más tarde el portazo, inaugurando un silencio que, le parecía, había de protagonizar el resto de su vida.

De pronto había tanto en lo que pensar que prefirió escoger una idea simple: «Tengo que meter el vino blanco en la nevera». Aunque antes de poder llevarla a cabo su pensamiento ya estaba en otra parte: «Ojalá él cambie de opinión».

Él era Álex Baudet —¿debería plantearse llamarle otra vez Alejandro?—: cuarenta y nueve años, un metro ochenta y cuatro, licenciado en Filosofía y Letras, adorable, editor, el centro de todas las reuniones, parlanchín, brillante, egoísta, infiel por naturaleza, el hombre de su vida y su marido desde hacía casi dos décadas.

Se había sentado a una mesa para dos, al fondo del comedor vacío y en penumbra. Sobre el mantel tenía la agenda —abierta por la página donde había inventado el menú de la noche—, su estilográfica Parker azul, las llaves del coche y un pequeño vaso en un plato encharcado de café frío, sin cuchara y con la huella de los labios de él aún impresa en el borde de cristal. Muy cerca, una mancha como un satélite o como un error. Tendría que lavar el mantel para borrarla. La silla donde Álex se sentó a pronunciar su discurso de despedida estaba ahora levemente ladeada. Indicaba una fuga y al mismo tiempo una presencia. Álex era, acaso, de esas personas que se hacen más presentes cuando se marchan. Quizás el asiento de la silla retenía aún algo del calor de su cuerpo. Cuando se desvaneciera del todo comenzaría otra cosa. No le iba a gustar.

Marta eligió precisamente esa mesa, antes de que él llegara con sus argumentos, porque le proporcionaba una perspectiva completa del restaurante. Dedicó un buen rato, antes de comenzar a repasar los platos del menú, a regodearse en los detalles: el color lavanda de los manteles, las pantallas con flecos de las lámparas, la vitrina de estilo inglés, la moqueta oscura, los dos sofás Bubble de Roche Bobois de la zona de espera, en contraste con la gran araña de cristal. Al anticuario a quien le compró la lámpara no le dijo con qué pensaba combinarla. El resultado no seguía las modas vigentes, pero tampoco las ofendía. Era su gran proyecto, por fin tangible.

Se preguntó si le sentaría bien llorar. Lo descartó. «No es el lugar ni el momento —se dijo—. Mejor más tarde». En lugar de eso, volvió al trabajo y al menú —ensalada de angulas, flan de berenjenas, crêpes de rape, pato con peras y profiteroles de nata con chocolate— y le pareció diseñado para un evento que iba a ocurrir en otro planeta. Como siempre que algo muy trascendental sacudía su vida, Marta lo vivía como si lo estuviera contemplando desde una butaca en platea, lejos, a salvo.

Recogió el plato encharcado y el vaso sucio y los llevó a la cocina. «Nunca más un hombre que derrame el café», se dijo, mientras empujaba con el trasero una de las hojas de la puerta batiente. Sus pensamientos respondieron a toda prisa con una crueldad: «Ni ningún otro». Echó un vistazo dentro del horno. Los profiteroles aguardaban sobre la bandeja, como un ejército a punto de desembarcar. Los había dejado allí para que se secaran, con el electrodoméstico apagado y una cuchara sujetando la puerta, para dejar salir el calor. Ya estaban hechos —y fríos—, así que los sacó y comenzó a partirlos con un cuchillo, tratando de no pensar, de dejarse llevar por la rutina de la acción. Así hasta que llegó al último. Solo entonces, al contemplarlos listos para la fase final, sintió el peso de la realidad cayendo de pronto sobre ella.

Salió con lenta determinación de la cocina y caminó hacia el viejo cubículo del fondo. La mesa estaba bajo una montaña de facturas, todas por pagar. Descolgó el teléfono, que era tan viejo como las paredes de madera. Dudó un momento antes de marcar el número del cerrajero, el mismo que apenas unos días antes se había encargado de las cerraduras del local.

—Necesito un favor urgente —le dijo—. Esta vez se trata de mi casa. ¿Podría ser esta misma tarde? ¿Puede pasar por el restaurante a recoger las llaves y la dirección?

El hombre aceptó el encargo y no puso ningún problema. Estaría ahí en menos de media hora, le aseguró. Quedaría todo resuelto antes de la noche. Por suerte, no hizo preguntas. Todo un profesional.

Nada más colgar Marta marcó el número de su hermana. En cuanto contestó le soltó a bocajarro:

—Olga, llama a las niñas. Se suspende la cena.

Marta detestaba parecer desolada, aunque lo estuviera. No soportaba la compasión ajena. Ahora, recordando la conversación de Álex, se arrepentía de haber dicho algunas cosas. Como la pregunta:

—¿No había otra fecha? ¿Tenía que ser en mi cumpleaños?

Álex saltó en el acto, con un gesto de estar diciendo algo consabido, mil veces dicho.

—Qué importa eso, Marta, por favor. ¿Cuándo fue la última vez que lo celebramos? ¿Y cuándo nos han importado estas cosas? Seamos adultos. Tú ya has organizado una celebración para esta noche.

«Seamos adultos», retumbaban sus palabras. Las palabras de Álex siempre dejaban un eco en sus pensamientos, no lo podía evitar. ¿Cuál era, según él, el modo idóneo de ser adulto? ¿Largarse con una mujer seguramente veinte, veinticinco años más joven? Deseaba y no deseaba saberlo. Él no soltaba prenda.

—¿Es adulta, por lo menos, la mujer por la que me dejas? —se atrevió a preguntar.

—No quiero ser brusco, pero no es de tu incumbencia —zanjó él, y al instante pareció darse cuenta de que, pese a no quererlo, había sido bastante brusco y añadió—: No estaría bien hablarte de ella, como jamás le hablaría a ella de ti, por mucho que preguntéis.

«Por fin ha aprendido algo», se dijo Marta, aunque le molestara estar en el mismo saco que la otra, que las otras, la docena larga de «otras» con quienes lo había compartido desde que se casó con él en una mala tarde de 1962.

—¿Ella te pregunta por mí?

—No voy a contestar a eso, Marta.

—Lo hace. Todas lo hacemos, ¿verdad? Somos así. Curiosas. Destructivas. —Un silencio que pretendía ser balsámico, pero no lo consiguió—. Seguro que a ella le cuentas cosas.

—No seas infantil. Ni siquiera sabe tu nombre.

—Y, del mismo modo, a mí no me vas a decir el suyo. Ni de qué la conoces.

—La conocí por casualidad, estas cosas no se premeditan.

—Siempre me he maravillado de lo bien que aprovechas las oportunidades. Todas.

—No te pongas irónica, por favor.

—Es cierto. Yo no sabría ni por dónde empezar.

—Déjalo.

—De todos modos, me alegra que no sepa nada de mí. Quiero que siga así.

—Así seguirá.

—Me tranquiliza saberlo.

—Lo imaginaba.

Había tanta soberbia en esas dos palabras —«lo imaginaba»— que Marta sintió ganas de levantarse y abofetearlo. También sintió un cansancio muy grande y muy difícil de sobrellevar. El cansancio de tener que empezar por el principio exactamente el mismo día en que se anuncia otra vez el final.

—¿Ya has hecho la maleta? —le preguntó.

—Sí.

—¿Qué te llevas, esta vez?

—¿Para qué quieres saberlo? Haces preguntas absurdas.

—Trato de adivinar cuánto tiempo piensas estar fuera. ¿Semanas? ¿Meses? ¿Días? Supongo que habrá habido aventuras de horas, pero de esas no me he enterado. ¿Las ha habido?

—Marta…

—Y te juro que me gustaría saber por qué vuelves. ¿Se cansan de ti? ¿Te cansas tú? ¿Echas de menos al gato? ¿Extrañas la cama?

—Marta, basta.

—¿O es solo para que no pueda acusarte de nada? Pasarse la vida entrando y saliendo no es abandonar el hogar, ¿verdad? Seguro que sabes bien lo que haces, que has revisado la ley.

—Ya hablaremos cuando estés más tranquila.

—Típico de ti. Tú decides qué, cuándo y cómo, ¿no? Como cuando decidiste por mí que no iba a ser escritora.

—¿Qué dices? ¡Eres escritora!

—No seas imbécil. Te has creído tus propios trucos.

—Eres una escritora con miles de seguidores. En la Feria del Libro firmaste más que nadie. ¿No recuerdas qué colas tenías? ¡La gente te adora! ¡Se muere por conocerte! Tus libros llevan muchas ediciones. Y están magistralmente escritos. ¡Todo el mundo lo dice!

—¡Lástima que el pollo al horno sea un protagonista un poco plano!

Álex soltó un bufido de rabia, de tedio. Era una conversación que ya habían tenido, una escena que se sabía de memoria. Solo que ahora la repetición tenía un sentido. Estaba a punto de introducir un elemento nuevo que cambiaría mucho las cosas y que resultaba imprevisible. Minutos antes pensaba dejarlo para otro día. De pronto, había resuelto que mejor soltarlo de una vez.

—Te pasas la vida pensando en lo que no has conseguido. Eres una autora de éxito, a muchas les gustaría estar en tu lugar.

—¡Soy autora de libros de cocina! ¡Yo era novelista!

—Eras una mala novelista. Yo te convertí en una buena autora de libros de cocina.

Sonó algo parecido a un trueno lejano, que vino a aportar algo a la conversación. Un par de caras sorprendidas, un momento de inflexión. La pausa necesaria para que él se atreviera por fin a decir lo que le retenía allí:

—Esta vez va a ser distinto, Marta. Hay algo en lo que deberíamos ponernos de acuerdo.

—¿Tiene que ser hoy? —A veces Marta se preguntaba por qué los hombres tienen un sentido tan atrofiado de la oportunidad, dónde se aprende, en qué escuela se lo inculcaron a ella, por qué esas diferencias.

Álex se levantó, se alisó los faldones de la chaqueta. Se compuso la camisa, la corbata, la trincha del pantalón. Pronunció con mucha calma:

—Te lo digo hoy para que puedas pensarlo. Tómate tu tiempo. Quiero que nos divorciemos.

La palabra era tan nueva que cayó en la conversación como un aparato recién comprado del que se desconocen por completo las funciones.

Marta soltó una risita.

—¿Hablas en serio?

—Completamente —contestó Álex.

No supo qué decir. Se había hablado mucho últimamente de la Ley del Divorcio que el Parlamento iba a aprobar. Se temía que fueran cientos de miles los que se lanzaran a por la novedad una vez fuera posible. Ni se le pasó por la cabeza que podía ser uno de ellos. En las iglesias se rezaba por que semejante cataclismo no ocurriera.

—Lo pensaré —atinó a decirle.

Álex le dio un beso en la frente que ella no tuvo tiempo de esquivar y se fue en dirección a la calle. Se iba a pie, sin las llaves del coche porque ella no había consentido en darle nada. El Golf era suyo, no tenía por qué prestárselo ni, mucho menos, regalárselo. Lo eligió ella, lo pagó ella, qué importaba que estuviera a nombre de él. Que se atreviera a reclamárselo en los tribunales, si aún le quedaban fuerzas para luchar por algo después de acostarse con una de veinte.

Entonces él se volvió y pronunció aquella frase poco épica. A veces la vida estropea en dos segundos el mejor de los guiones.

—¿Me prestas un paraguas? Te lo devolveré.

En la súbita oscuridad de la calle, el suelo reflejaba los faros fugaces de los vehículos. Lo que empezó como llovizna arreciaba por momentos y tal vez llevaba trazas de convertirse en una tormenta de verano. «Ojalá diluvie», pensó Marta, porque el bochorno era inaguantable.

Serena, sin disimular su interés, Marta contempló la salida de Álex, armado con el paraguas ridículo. Su lucha por abrirlo ya en la calle, su poca pericia y las varillas rotas afeando la imagen final.

«Quién fuera ese paraguas», pensó.

Sintió lástima de sí misma.

Así que Marta tenía razones de peso para decir:

—Olga, llama a las niñas. Se suspende la cena.

Del mismo modo, Olga también tenía motivos para pensar: «Ah, no. Esto no va a pasar». Sin embargo, supo ser agradable y preguntar:

—¿Por qué? ¿Qué ocurre?

—Nada. Tú solo llámalas antes de que sea más tarde.

La parquedad de palabras y la ausencia de explicaciones era el estilo habitual en las comunicaciones entre las dos hermanas. Eso cuando se hablaban, claro.

—Algo habrá ocurrido —dijo Olga.

No tenía ninguna intención de contarle nada.

—Da igual.

—Ya. Es Álex, ¿no? Otra de las suyas.

Le gustara o no, los devaneos de su marido eran el estribillo de la letra de su vida, y de la de los demás. Álex y el doctor Pardo seguían siendo buenos amigos, además de cuñados. A veces veían juntos el fútbol por la tele. Bebían. Hablaban. Se comprendían.

—Bueno, sí.

—¿Se ha vuelto a marchar?

—Eso parece —le dolía reconocerlo.

—¿Y quién es esta vez? ¿Otra secretaria de la editorial? ¿Una joven aspirante a escritora de veinte años? —Marta dejó que el silencio indicara su malestar y su escaso interés en empezar una tertulia sobre ese asunto. Para su desgracia, había habido varias de cada, y algunas más. La hermana apostilló—: Menudo hijo de su madre.

—Ahórrate las groserías —dijo Marta—. Son impropias de ti.

—Está bien, pero si vas a mantener las formas, mantén también la cena. No creo que le eches de menos.

Marta pensó en lo raro que resultaba tener que darle la razón a su hermana.

—No tengo ganas de recibir a nadie.

—Me lo figuro, pero tienes que hacerlo. Bajo y hablamos.

—Mejor no, Olga. No es un buen momento.

—Siempre es buen momento para hablar.

—Estás muy equivocada.

—Déjame ayudarte. Eres siempre tan arisca… —Olga tenía con ella esa irritante actitud que consiste en recordar siempre las faltas de los demás. O lo que ella consideraba faltas—. No tardo ni tres minutos.

—Olga, no quiero que…

—¡Oye! —la interrumpió la otra, impermeable a cuanto estaba escuchando—. No pienses, no decidas nada, tómate un whisky.

Y colgó.

A Marta solo le pareció útil el último consejo. Se acercó al mueble bar, sacó la botella de Chivas 18 años y sirvió un par de vasos generosos. Conectó la radio. Comenzó a sonar una cantinela estúpida en rimas consonantes: «Juntos, un día entre dos parece mucho más que un día, juntos, amor para dos, amor en buena compañía…». Apagó el aparato. Hay momentos en que para sobrevivir es necesario ignorar la felicidad de los simples. Bebió de un sorbo la mitad de su whisky. Se concentró en la otra puerta, la que comunicaba el local con la escalera de vecinos, por donde Olga efectuaría su llegada de un momento a otro, tal y como acababa de agorar.

Su hermana llegó ávida de novedades. No había pisado el local desde antes de las obras, desde el día que llegaron del notario, tras aceptar la herencia.

—¡Anda! ¿Y esos sofás? ¿Son Roche Bobois?

—¿Conoces la marca?

—¡Por supuesto! Son lo más. A nuestro querido padrastrito le daría un síncope. —Olga alineó correctamente la silla donde se había sentado su cuñado y la ocupó.

—Poca gente los valora —siguió Marta—. Álex, sin ir más lejos, dijo que eran un despilfarro tonto.

—Pues yo creo que has hecho muy bien. A la gente le encanta sentarse sobre cosas que no puede pagar. Lo único que no me acaba de gustar es esta moqueta tan oscura. Lo demás… ¡un diez! De verdad de la buena. ¿Lo has diseñado tú o te ha ayudado alguien?

—Sí, yo todo.

—¡Pues parece obra de una profesional, te lo aseguro! —Miró el whisky con rictus (teatral) de pánico—. Uy, no creo que pueda con un whisky a estas horas.

Marta sabía que, a pesar de los remilgos, su hermana podía de sobra con un whisky (y con dos, y con media docena) a cualquier hora. Olga cruzó las piernas y dejó caer sobre la mesa una mano de manicura esmerada, en cuya muñeca tintineaba una de esas pulseras de oro cargada de medallitas grabadas con los nombres de los hijos. Había elegido para la escena que imaginaba de consuelo un conjunto informal: pantalones negros de pitillo, blusa blanca y turbante a juego. Y manoletinas, por supuesto, para no dar una impresión demasiado seria.

—¡Brindemos! —soltó Olga de pronto, levantando el vaso.

Marta la miró sin podérselo creer.

—¿Y por qué te parece que puedo brindar hoy?

—Por nuestro cumpleaños, claro. No se cumplen cuarenta y cinco todos los días. —Un pensamiento metafísico le congeló la sonrisa—. Qué raro, ¿verdad? Yo no me siento como alguien de cuarenta y cinco. ¿Y tú?

Olga estrelló su cristal de bohemia contra el de su hermana sin convicción.

—Yo me siento como si tuviera noventa.

—¡Uy! ¡Qué negativa estás! Haz el favor de animarte. No pienses más en Álex. Se ha ido, ¿no? Pues ya está. Lo peor ya ha pasado. Vamos a vivir una noche genial. Por cierto, ¿has visto la boda inglesa?

—No.

—Yo tampoco. Qué aburrimiento.

Marta abrió la boca. Iba a decir algo, pero de pronto no supo por dónde empezar. Le pasaba a menudo con Olga: si le decía todo lo que pensaba le faltarían años de vida. Optó por un resumen más o menos rápido:

—A veces tu simpleza me asusta.

—Las cosas suelen ser simples —filosofó Olga.

En efecto, todo aquello rebosaba simpleza: Álex se había marchado, ella seguía allí, tenía una cena con gente a quien no deseaba ver y una hermana que todo lo encontraba facilísimo. «Lo peor ya ha pasado», había dicho. No podía estar más en desacuerdo.

Para Marta, lo peor era la renuncia al futuro. Lo único que le quedaba cuando Álex le amargaba el presente. De un tajo tenía que asumir que no habría vejez plácida. Adiós a la remota posibilidad de unas bodas de oro en algún destino exótico. No llegaría el instante, tantas veces imaginado, en que Álex se arrepentiría de su pasado lleno de mentiras y traiciones y ella le perdonaría. Nunca habría paz, ni amistad, ni compensación. No habría lecho de muerte ni amor sosegado ni últimas palabras redentoras. No habría madrugadas de frases tiernas pronunciadas a media voz. Él jamás podría ser un cómplice, ni siquiera al final. Solo su enemigo para siempre. Eso era lo peor. Renunciar a lo único bueno que le quedaba. Y tener que conformarse con la vejez solitaria que no había previsto. Un rictus raro cada vez que alguien preguntara. Un destino que no había elegido. Una humillación imposible de digerir, concentrada en aquella palabra nueva que estaba en boca de todos: divorcio.

—¿Quieres que Benito hable con él? —ofreció Olga, magnánima.

Marta negó con la cabeza enérgicamente. Dijo, como si se le escaparan los pensamientos:

—Dice que quiere el divorcio.

—Uy, el divorcio. —Olga soltó una carcajada—. Qué moderno, se le ha ido la chaveta. Déjale. Volverá como un corderito, como siempre.

—Nunca vuelve como un corderito.

—Pero vuelve. Es lo importante.

—¿Sí?

—Claro que sí. Voy a servirte un poco más de Chivas. —Olga fue hacia el mueble bar, miró las etiquetas entornando los ojos, eligió una botella más o menos por intuición, sirvió un chorro generoso sobre los cubitos de hielo aún íntegros y regresó, con una sentencia en los labios—: Eso del divorcio es solo para extranjeros, mujer. Ya se le pasará.

—Olga. La ley acaba de aprobarse. —Marta olisqueó el contenido del vaso antes de echar un buen trago—. Gracias por el whisky.

Se abrió de un golpe la puerta de la calle. Entró Lidia, la ayudante de cocina, empapada a pesar del paraguas y con una gran fuente de nata montada en la mano. No llegaba a los veinticinco, tenía esa lozanía que el tópico asocia con el campo y un cuerpo redondeado y rotundo, apto para segar y ordeñar vacas. Marta la quería como a una hija, o eso pensaba, aunque no podía saberlo porque, para bien o para mal, Álex y ella no habían tenido hijos.

—¡Menuda tarde! —comentó la recién llegada, buscando el modo de no mojar el suelo. En el vestíbulo no había paragüero, así que dejó el paraguas en un rincón, junto a la puerta y entró dando zancadas, haciendo equilibrios con la bandeja y hablando sin parar, como solía—. No tenemos paragüero, Marta. Habrá que buscar uno, si es que no está por ahí sin desempaquetar. No se piensa en el mal tiempo cuando luce el sol, ya lo dice mi abuela. Ay, Dios mío, esta nata huele de maravilla, dan ganas de comérsela aquí mismo a cucharadas. La señora de la granja me ha dicho que está recién montada y que hay que meterla en la nevera. Estoy chorreando, voy a secarme un poco. Pero primero dejaré la nata para que no… —Parada en seco, cuatro ojos fijos en ella—. ¡Uy! ¡Perdón! No sabía que estabas acompañada. Buenas tardes. Es un decir.

—Te presento a mi hermana Olga —terció Marta—. Ella es Lidia, mi ayudante.

—Os parecéis un montón —observó Lidia.

—¿En serio? —Olga arqueó las cejas depiladas.

—Somos gemelas —aclaró Marta.

—Ah, con razón.

—Pues fíjate que yo no noto que nos parezcamos tanto —comentó Olga, dando un sorbito al whisky.

—¿Por dónde empiezo, jefa?

A Marta le habría gustado que alguien le dijera también por dónde debía empezar. No precisamente en relación con la cena.

—Deja la nata en la nevera y márchate a casa —ordenó Marta.

—¿Cómo?

—Con la tarde que hace seguro que te apetece echarte en el sofá con el gato en el regazo.

—Sí, pero ¿y la cena?

—Se ha suspendido.

—No le hagas caso, Lidia. Marta está de broma —terció Olga.

—Sí, para bromas estoy hoy. Vete a casa. Hablo en serio.

—A ver, Lidia —voz meliflua e interesada de Olga—, no tienes mucha prisa, ¿verdad? ¿Puedes quedarte un ratito, hasta que Marta se aclare? —Y volviéndose hacia Marta, con la pulsera tintineando—: Así la pobre chica también se seca un poco, y puede que hasta deje de llover. ¿Lo ves? Todo son ventajas.

—No tengo que aclararme. —Marta negó con la cabeza—. La decisión ya está tomada.

Olga se volvió hacia Lidia.

—¿Por qué no metes la nata en la nevera, cariño? Con este bochorno se va a echar a perder.

Lidia buscó la aprobación de Marta.

—Métela —corroboró.

—De acuerdo, jefa —dijo ella, y entró en la cocina con pasos pequeños y rápidos, aliviada de poder irse de allí.

—Te llama jefa, qué mona —dijo Olga.

Marta insistió:

—Avisa a las niñas o será peor.

Retumbó un trueno tan fuerte que hizo oscilar las luces. Lidia compareció de nuevo.

—¿Quieres que vaya rellenando los profiteroles?

—Sí, sí, ¡buena idea! ¡Rellena los profiteroles! —saltó Olga.

Sonó el teléfono al fondo. Marta pensó: «Puede ser Álex», se levantó de un brinco y echó a correr hacia el aparato. Lidia se retiró a la cocina. Olga se quedó a solas, las piernas cruzadas, el cristal de bohemia en volandas, negando con la cabeza y pensando «pobrecilla, está desquiciada», como si ella fuera el paradigma de la serenidad.

Pasaron ochenta segundos en el reloj de pared, que Olga registró como un notario.

Marta regresó del fondo más sosegada, o tal vez con más resignación. Se asomó por una de las puertas batientes de la cocina y dijo:

—Cuando termines con los profiteroles, mételos en la nevera. Ah, y calienta el horno. Enseguida comenzamos con el pato. Gracias por no hacerme caso.

—De nada, jefa.

La ceja arqueada de Olga era una pregunta que demandaba respuesta.

—Era María, la secretaria de Julia. Dice que la señora diputada tiene una reunión esta tarde y que igual llegará con un poco de retraso a la cena. Que su agenda es muy complicada y a veces cuesta cuadrarlo todo.

—Anda, ¿y esta cuándo ha confirmado?

—Hace unos días. Perdona, se me olvidó decírtelo.

—Ya. ¿Y no le has dicho que se ha suspendido?

—No me ha parecido bien.

—¡Bendita llamada! —Olga levantó las manos, muy teatral, como dando gracias a los dioses de la telefonía. Las medallitas de su pulsera tintinearon, festivas—. Entonces, vamos allá, ¿no? ¿A qué te ayudo?

—¿Tú? ¡Madrecita!

—Cuanto antes empecemos, antes podremos cambiarnos.

—¿Cambiarnos de qué?

—De ropa, claro. Me he hecho un vestido de glasé amarillo a lo Grace Kelly que es una preciosidad, ya lo verás. Me ha costado una fortuna.

—Yo pienso ir así mismo —dijo Marta.

—¿Así? —Mueca de prudente repugnancia de Olga, transformada rápidamente en compasión—: Bueno, todas comprenderán que no estás en tu mejor momento. No pasa nada.

Un dedo índice apuntó directamente hacia Olga.

—Nadie comprenderá nada de nada. Esta es mi condición: ni una referencia a Álex. ¡Ni una! Aunque pregunten. ¿Lo has entendido?

—Sí, sí, tranquila.

—¡Ay! ¡Dios! —Marta, dio un respingo, sobresaltada—. ¡Al final no he metido el Monopole en la nevera!

Se levantó y entró en la cocina como un pistolero en un salón.

Marta sabía que no podía fiarse de Olga desde que una vez, en el internado, la descubrió leyendo su diario. Lo había robado de su caja de madera —había una bajo cada cama— y lo paladeaba al mismo tiempo que se zampaba una tableta de chocolate, sentada sobre el retrete, a la hora en que todas debían estar durmiendo. Para poder disfrutar de ese rato de intimidad ilícita, Olga pretextó tener diarrea. Y Marta, que estaba escamada, le dio un tiempo prudencial y la siguió. La excusa era perfecta: estaba muy preocupada por su hermana, tanto que no podía dormir. Entró sin hacer ruido en los lavabos, se encaramó al retrete vecino y miró por encima del tabique, que no llegaba al altísimo techo. Y allí estaba la ladrona, la fisgona, la mala hermana, disfrutando con sus intimidades. La esperó, iracunda, en un recodo del pasillo y sin dar ni pedir explicaciones le propinó tal bofetón que hizo tambalearse a la mole que por aquel entonces era Olga. Ni las lágrimas de dolor que siguieron, ni las promesas de su hermana asegurando que no volvería a hacerlo sirvieron de nada.

—Nunca más volveré a confiar en ti —le dijo.

Y así fue.

Olga sentía atracción por los secretos ajenos. Le gustaba leer cartas de otros, husmear en los cajones, en los equipajes y, siempre que tenía ocasión, escuchar conversaciones. En el internado buscaba cualquier pretexto para esconderse en el hueco de la escalera que quedaba junto al teléfono y así escuchar qué decía la afortunada que tenía llamada de su casa. El colegio de las paulinas fue, en ese sentido, una magnífica escuela para ella.

Algo después, cuando compartieron habitación en casa del padrastro, Marta redobló las precauciones. Los diarios, que seguía escribiendo, los guardaba bajo llave en un cajón del ropero. La llave la llevaba siempre colgada al cuello con una cadena, como esas institutrices de las películas que tienen terribles secretos que esconder. Nunca pensó que Olga pudiera interesarse por el borrador de su novela, que escribió en letra apretada y a lápiz en hojas de papel que iba robando a su padrastro y que luego cosía.

Una vez terminada, después de varias reescrituras, cuando el original era una madeja de renglones tachados que ni ella misma entendía, se decidió a pasarla a limpio. El padrastro le dio permiso para utilizar la vieja máquina Hispano Olivetti, pero tenía que hacerlo de noche, porque de día el artilugio era necesario en el despacho. Marta comenzó a mecanografiar su gran obra en horas robadas al sueño. No podía trabajar en su cuarto porque el estruendo de la máquina despertaba a Olga. En el salón no existía ese problema, pero era tan frío y estaba tan oscuro que le daba miedo. Cuando más avanzaba eran los fines de semana, aunque entonces tenía que soportar las quejas de su madre, que consideraba todo aquello una gran pérdida de tiempo.

—Lástima que la máquina de escribir no pueda pedirte en matrimonio, porque entonces te casábamos seguro —decía la señora.

A pesar de tantos esfuerzos, el resultado no le gustó. Decidió enterrar el mecanoscrito en el cajón de los secretos hasta ser capaz de decidir cuál era el siguiente paso: si olvidarse de él y, al mismo tiempo, renunciar a su sueño; o si aceptar sus limitaciones luchando a brazo partido por superarlas. Esto es, volver a empezar. Marta era aún demasiado joven para saber que la genialidad suele ser fruto del mucho trabajo. Y que el verdadero genio nunca sabe que lo es.

Aún estaba tratando de decidir algo con respecto a su talento y su futuro cuando recibió la carta de un editor importante en que se la citaba en la editorial para mantener «un intercambio de impresiones» acerca de su original. Tuvo que leer la carta dos veces para saber qué le estaban diciendo y que no se trataba de un error. El título, en efecto, era el de su novela abandonada (un título aún provisional, por supuesto). El nombre que encabezaba la carta era, en efecto, el suyo. El único error era que ella no había enviado nada a ningún editor. Fue a comprobar el cajón donde había decidido sepultar el fruto de tanto esfuerzo y confirmó sus sospechas. Ni siquiera tuvo que ir en busca de Olga. Estaba allí mismo, observándola con una sonrisa socarrona, esperando aquel momento desde hacía varias semanas y, al parecer, muy satisfecha de sí misma.

—¿Esto es obra tuya? —agitó el papel ante sus narices.

—¿A ti qué te parece?

—¿Y por qué? No estaba terminada aún.

—Tonterías. Estaba terminadísima. Aunque tal vez el final sea un poco repentino.

—¡La has leído!

—Toma, pues claro. ¿Cómo iba a recomendarte, si no?

—Yo no quería que me recomendaras.

—Bueno, en realidad, yo no te he recomendado. Ha sido mi prometido.

—¿Él también la ha leído?

—¿Él? —Risita—. No, él no lee novelas. Pero se fía de mí.

—¿Cómo has abierto el cajón? ¿También eres ladrona de llaves?

—Por favor, Marta, ese cajón se abre con una horquilla.

En el cajón estaban también sus diarios, algunas fotos, unas pocas cartas. Todo lo que no quería que cayera en manos de su hermana. Estaba más furiosa y se sentía más vulnerable que nunca.

—Si pudiera, te daría otro bofetón.

—¿Sí? Qué manera más rara de agradecérmelo.

—¿Agradecerte el qué?

—La recomendación. Parece que van a publicarte.

—Yo no quiero publicar.

—¡Qué mentirosa! Todos los escritores queréis publicar. Entonces ¿para qué has escrito una novela? Lo que pasa es que estás aterrorizada. —Hizo una pausa, como si calibrara sus palabras, como si fuera capaz de hacerlo, y añadió—: Como siempre.

—Déjame en paz. No pienso ir a la entrevista. Ya puedes decírselo a tu prometido.

—Eres una mema.

—Y tú una chismosa.

Marta tenía ganas de llorar de rabia, pero pensó que no era el momento de mostrar debilidad y lo dejó para más adelante. Aquello acabó con un duelo de desaires. Durante la comida ninguna de las dos se dirigió la palabra, aunque su actitud no llamó la atención de nadie. En aquella casa, la mayor parte del tiempo permanecían todos en una especie de silencio mayor como el de las clausuras, como si no tuvieran permitido pronunciar sonido alguno a menos que estuvieran en peligro de muerte.

Por la noche Marta seguía sin haber tomado una decisión. Le daba un coraje inmenso tener que dar la razón a su hermana en tantas cosas: deseaba aquella entrevista, a la que por supuesto pensaba acudir, le daba terror lo que tuvieran que decirle y deseaba publicar más que nada en el mundo. Olga no se había equivocado en nada.

Le habría gustado preguntarle qué debía hacer, cómo debía comportarse, qué debía ponerse. Su hermana era siempre tan estilosa, tenía tanta mano eligiendo indumentaria. En cambio ella era de las que se visten por necesidad, sin convicción, despreciando modas y arreglos cosméticos, sintiéndose siempre mal arreglada. Marta encontraba la cosmética y la moda asuntos muy banales, que no merecían su atención. Sin embargo, ahora que quería impresionar le habría gustado saber combinarlos, aunque solo fuera una vez. O dejarse aconsejar por una verdadera entendida, como Olga. No hizo nada de eso. Aún prevalecía la rabia. Esa necesidad de su hermana de ser siempre la protagonista, o la responsable, o la benefactora, o todo al mismo tiempo, la sacaba de quicio.

Por otra parte, ¿y si la novela no les había gustado? ¿Y si solo la citaban por cortesía hacia su padrino, el doble doctor, para decirle que era lo peor que habían leído jamás? Entonces, mejor ir desaliñada que dar la impresión de haberse vestido para una gran ocasión. En el fondo, pensaba, estaría de acuerdo si le dijeran que la novela era horrible, pero no podría soportarlo. Pero ¿y si le decían que era buena solo por agradar al profesor Pardo? Tampoco soportaba la idea de tener padrinos en lugar de talento. Sí, Olga tenía razón: era una mema. La mayor mema de la historia de la literatura occidental. Esa fue la única conclusión a la que fue capaz de llegar la madrugada que precedió a su cita editorial. No era gran cosa, la verdad.

Al fin llegó el día. La recibió un joven que se presentó como «Alejandro Baudet, el hijo del dueño y sin embargo un trabajador más» y que desde el principio de la reunión le dejó claro que estaban interesados en publicar su novela.

—Siempre y cuando lleguemos a un acuerdo económico, por supuesto. ¿Ha hablado de este asunto con su padre?

—La verdad es que no.

No era muy normal que una mujer acudiera sola a una cita como aquella. Claro que tampoco era normal para una mujer tener una cita con un editor. Ni siquiera eran normales las escritoras, solo una especie recién nacida que comenzaba a asomar la cabeza, ante la estupefacción general y de ellas mismas.

—¿Su padre estará de acuerdo en reunirse conmigo para hablar de los detalles?

—Mi padrastro.

—Oh, disculpe. Su padrastro. ¿Estará de acuerdo?

—Preferiría no publicarla. Aún.

El joven editor se reclinó en la confortable butaca de piel. No era, desde luego, la butaca de un trabajador común, como tampoco lo era el despacho donde se encontraban, decorado con la sobriedad de quien puede darse el capricho de ser sobrio. Un enorme ventanal enmarcaba la figura estilizada del hombre, elegante, apuesto, seguro de sí mismo, sonriente, por supuesto vestido con traje de chaqueta y corbata. Sobre la mesa, una Underwood antigua en perfecto funcionamiento, varias plumas estilográficas buenas y muchas pilas de papeles dispuestas en lo que parecía un pulcro desorden. El editor sonrió con incredulidad. Estaba poco hecho a las resistencias.

—¿Aún?

—Me gustaría trabajar el borrador un poco más. Creo que puedo mejorarla.

—¿Y puedo preguntarle por qué nos la ha enviado si no la considera terminada?

—Lamento haberles hecho perder el tiempo. —Sonrió Marta, amable pero firme—: Pero no fui yo quien la envió.

—Oh. —Álex meneaba la cabeza, sin comprender—. ¿Quiere decir que otra persona nos la remitió sin su consentimiento?

—Así es. Mi hermana.

—¿Y usted no sabía nada?

—No, señor.

—Parece que su hermana la quiere mucho. Y tiene mucha fe en usted.

—Bueno.

—Imagino la sorpresa que se llevó al recibir nuestra carta.

—Y aún ha sido mayor la de saber que quieren publicarme. No lo esperaba en absoluto. Se lo agradezco mucho.

—Muchos escritores noveles querrían estar en su lugar.

—Ya lo supongo —dijo y bajó la mirada, incómoda.

—Dígame, ¿está dispuesta a reconsiderar su negativa?

—No es una negativa. Solo un aplazamiento.

—Permítame advertirle que en el mundo editorial las oportunidades no duran mucho.

—Pero los libros sí. No quiero que mi aportación a la posteridad sea mediocre.

El editor soltó una carcajada.

—¿La posteridad?

—O lo que sea.

—Estoy comenzando a admirar su carácter. ¿Calcula para cuándo tendrá terminada esa aportación a la posteridad?

—No puedo. —Marta fingió no reparar en el tono de guasa—. Es un proceso demasiado largo.

—¿Le importará, al menos, mantenerme informado durante el proceso?

—Si usted quiere…

—Permítame darle un consejo. No deje que su obsesión por ser perfecta ahogue su obsesión por ser escritora. A veces, la autoexigencia es una forma de parálisis.

Aquella seguridad tan de hijo del dueño la incomodaba. Asintió con timidez.

—Tendré muy en cuenta el consejo, gracias.

—Una última pregunta. ¿Aceptaría usted algún encargo mientras tanto, si no le distrae demasiado?

—¿Qué tipo de encargo?

—Correcciones, redacción de pequeños textos, alguna que otra traducción… ¿lee usted francés?

—Sí, señor. Mi padre era francés.

—Sería estupendo que fuera una de nuestras colaboradoras. Podría trabajar en casa, las horas que estimara oportunas.

Marta lo ponderó durante un instante. Ganar algún dinero le vendría bien. Por lo menos mientras no tuviera planes concretos.

—Lo consultaré con mi padrastro.

—Qué alivio. —Sonrió él, derrochando encanto—. Ya temía que se negara también. ¿Y podemos aventurar cuál será la respuesta de su padrastro?

—Supongo que lo verá con buenos ojos. —Ahora sonreía, ¡sonreía!, ¡por fin! Álex no daba crédito—. Suele confiar en mi criterio. Y si es desde casa…

—Bien. —El editor se levantó, se alisó los faldones de la chaqueta (Marta adivinó que ese era un gesto casi reflejo en él, producto de su coquetería)—. No sabe cuánto me alegro de haber llegado con usted a un acuerdo. Comprenda que no podía dejarla escapar, sin más. Nunca me lo habría perdonado.

—¿Piropea usted a todos los escritores que le envían sus originales?

—No. Solo a los que son como usted.

—¿Mujeres?

—Buenos.

Marta bajó la mirada, de nuevo incómoda. El editor le estrechó la mano con firmeza y le dijo:

—Espero no haberla decepcionado.

—No, no… todo lo contrario.

Marta ya salía cuando desanduvo sus pasos y, con una solemnidad un poco teatral, se detuvo en el umbral de la puerta para decir:

—Sé que no soy muy expresiva. Solo quiero dejar claro que me siento muy halagada por su proposición y que trataré de hacerlo lo mejor que sepa. Buenos días.

—Me alegro —contestó el editor, estupefacto ante el arrebato.

Durante el resto de su vida, Álex recordaría aquella imagen de Marta enmarcada por la puerta de su despacho, con los pies juntos, las manos como garras sobre el bolso, la falda por debajo de las rodillas y la rebeca de lana de angora blanca, pronunciando con evidente esfuerzo aquellas palabras, tal vez las más sinceras que había dicho jamás a un desconocido.

Durante el resto de su vida, esa sería para Álex la imagen de la candidez y la honestidad perfectas, y se dedicaría a buscarlas en cuantas jovencitas llamaran a aquella misma puerta, y también a las puertas sucesivas que fueron franqueando sus futuros despachos. Nunca se lo confesó a Marta, porque estaba seguro de que no iba a creerle, pero había algo en ella, más allá de la inseguridad y la timidez, que le atrajo desde el primer instante como un imán. La rotundidad de sus opiniones, errores incluidos, aquel modo poco grato de ser distinta. Le recordaba al gato de su madre: aunque lo primero que percibías en ellos era la desconfianza y los bufidos, terminaban por demostrarte cariño si les dabas un poco de tiempo y libertad para elegir ellos el momento.

Cuando aquel día su padre le preguntó qué tal la recomendada del doctor Pardo, Álex contestó:

—Aún la estoy estudiando.

Si Álex hubiera seguido a Marta aquella mañana, habría podido descubrir algo aún más insólito. La joven salió de la editorial mareada y caminó tartaleando por la acera hasta que no pudo más y se refugió en un portal, el primero que encontró, a llorar un poco. Allí estuvo exactamente tres minutos, desahogándose y enjugándose las lágrimas, sonándose la nariz, hasta que consideró que ya era suficiente y se dio permiso para seguir su camino. No solía permitirse las lágrimas, pero tanta tensión concentrada en una sola mañana bien justificaba una excepción.

Como era de esperar, Olga se puso hecha un basilisco al conocer las nuevas.

—¿Cómo que le has dicho que no? ¡Pues en menudo lugar dejas a mi prometido, que ha puesto la mano en el fuego por ti!

Pero Marta no se dejó ablandar.

—No debió hacerlo. Yo no se lo pedí.

—Claro, ¡se lo pedí yo!

—Tú tampoco debiste hacerlo.

Olga estaba cada vez más histérica.

—¡Eres una ingrata! No esperes que te ayudemos nunca más.

—Nunca lo he esperado.

La entrevista no terminó como Olga habría deseado, pero de todos modos cambió el destino de Marta. Solo tres días después una secretaria la llamó para preguntarle dónde podían enviarle —por deseo del señor Baudet— unos originales. Comenzó haciendo corrección ortotipográfica, dos o tres libros al mes. Sus comunicaciones con la editorial eran siempre por teléfono, con la secretaria de Álex, pero junto a los originales venía siempre una nota manuscrita de él, que nunca olvidaba los halagos ni los «saludos a su padrastro». Al tiempo comenzó con pequeños trabajos de redacción. El señor Baudet encontraba su estilo «sobrio y conciso» y la alababa por ello. Procuraba dejarle claro a menudo lo muy satisfecho que estaba de sus colaboraciones.

—Escribir es, como todo, cosa de buen gusto —solía pontificar él—, y el buen gusto no se aprende: se tiene o no se tiene.

Álex no tardó en proponerle que se uniera al equipo de la editorial. Tendría su propia mesa en la oficina y se verían a diario. Recalcó este último detalle. Antes de aceptar, Marta le habló del trabajo a su padrastro, quien no encontró inconveniente en conocer al editor y firmar el contrato en nombre de Marta.

—Trabajar está bien mientras aún seas soltera —opinó la madre—. Aunque a este paso, hija mía, te vas a casar con un diccionario.

El trabajo diario en la editorial representó el primer gran cambio de su vida. Tenía una mesa al fondo, con las otras chicas, con vistas al despacho de Alejandro Baudet. Por supuesto, la ubicación había sido elegida por él a propósito, y para salirse con la suya echó de su sitio a una de las secretarias del departamento contable. El joven editor sonreía a Marta cada vez que entraba o salía de sus reuniones, a veces mientras atendía a los mejores autores de la casa, que quedaban siempre de espaldas a ella y estaban tan aislados en las crisálidas de sus egos que no reparaban en que su editor sufría un extraño tic en el ojo. Marta no daba crédito a que Álex fuera tan desvergonzado. Se ruborizaba, a veces se reía sola, bajaba la mirada y trataba de concentrarse en el original que estaba leyendo. Era un juego entre los dos que dejaba al margen al resto de la humanidad.

Poco a poco la teoría del gato se iba confirmando. Marta ya no era tan arisca. Aunque seguía siendo muy diferente al resto de las chicas de la editorial, y del mundo. Llevaban varios meses de juegos a través del cristal cuando llegó otra propuesta: ¿Se atrevería a encargarse de las relaciones con la prensa? Tendría que viajar de vez en cuando, acompañar a los autores, entretener a sus santas esposas mientras ellos se sometían a las obligadas sesiones de firmas, organizar comidas y convertirse, de algún modo, en la mano derecha de su jefe. Marta aceptó, esta vez sin vacilaciones ni consultas familiares ni tiempo para pensarlo. Resultó ser el trabajo de su vida, el principio de su época más feliz. Se le daba bien organizar cenas y almuerzos, los periodistas celebraban su sinceridad y su economía emocional y a los autores les trataba como a reyes, siempre atenta a todo, siempre manteniendo las distancias justas, siempre pendiente de que no se aburrieran las consortes. Era perfecta.

Álex se había vuelto completamente dependiente. No consentía en organizar nada ni ir a ninguna parte sin Marta. Se lo consultaba todo. Solía decir que nadie le conocía como ella (lo cual comenzaba a ser verdad). A veces incluso le daban extrañas pataletas de celos cuando ella se dedicaba demasiado a un autor o extremaba las atenciones con un editor extranjero. Fue una época próspera para los negocios, que en parte se debió al buen tándem que formaban Álex y su eficaz ayudante, y que terminó de cuajo la mañana en que, después de una sesión de firmas interminable con el autor más vendido de la editorial, una cena larguísima en un restaurante de lujo y un peregrinaje por tres bares de copas distintos, Marta despertó desnuda en una cama del Hotel Palace de Madrid al lado de su jefe.

Fue solo un desliz, uno solo, y lo recordaba como uno de esos sueños que se tienen al principio de la noche. Por la mañana tenía una resaca horrible y un aspecto peor aún, pero le quedó lucidez para obrar como debía: presentó su dimisión allí mismo, sin ni siquiera vestirse. Álex no estaba mucho mejor que ella, pero fue rápido de reflejos al responder, mientras luchaba por abrir los ojos:

—¿Y si te hago una oferta que no puedas rechazar?

—Ninguna puede interesarme después de caer tan bajo —respondió ella, digna como María Antonieta ante la guillotina.

—Cásate conmigo.

Había que reconocerlo: Álex era todo un campeón olímpico de la negociación in extremis.

La boda se fijó para ocho meses más tarde, pero no pudo celebrarse a causa de la desgraciada muerte de la madre del novio, repentina y dolorosa. Una vez más el destino desoía los deseos de Marta. El noviazgo terminó prolongándose casi dos años más de lo previsto, que ella invirtió en cambiar otra vez de vida. Preparó a su sustituta en la editorial, una jovencita de muy buena presencia, recién salida de la universidad, que hablaba cuatro idiomas. Paulatinamente fue volviendo a sus labores de corrección y redacción, de nuevo desde casa.

También regresó a su olvidada novela, que releída tanto tiempo más tarde ya no le parecía suya, ni buena, ni publicable, ni siquiera una novela, de modo que decidió volver a escribirla desde el capítulo primero. Las circunstancias eran ahora mejores: tenía su propia máquina de escribir, comprada con su salario, ya nadie le discutía los horarios ni la vocación, y la boda de Olga la había convertido en la única ocupante del cuarto, así que podía trabajar a sus anchas. Solo que cuantas más vueltas le daba a las palabras de su historia, más brillo perdían, como si a cada lectura se gastaran un poco más. Había días en que escribir solo era luchar contra sus limitaciones y su frustración. Otros, le parecía que los personajes tenían una vida más allá de la que ella estaba pergeñando y que tomaban decisiones por su cuenta. Como si se hubieran apropiado de la historia y la estuvieran escribiendo sin contar con su opinión.

A pesar de todo, logró terminar la novela solo unos días antes de la boda. Quería ofrecérsela a su prometido, como un regalo de especial significado entre los dos, y para conseguirlo en las últimas semanas trabajó a destajo. De día, en las colaboraciones editoriales. De noche, en la maldita novela. La boda era la menor de sus ocupaciones, porque la familia de Álex se ocupaba de todo, y semanalmente informaban de las novedades a su madre y su padrastro, que siempre estaban de acuerdo.

Las únicas decisiones que tomó tuvieron que ver con el vestido. Su madre le había regalado una pieza de encaje de guipur y la modista quería emular con ella el traje que había llevado la princesa Sofía en su boda con Juan Carlos, celebrada unos meses antes. Pararle los pies a la modista y mantener alejada a su madre requería determinación y constancia. Resultaba demasiado agotador para perder el tiempo. Se casó ataviada con una mala copia del vestido principesco. Al banquete asistieron cuantos invitados deseó su familia política. Y así, todo avanzó hacia delante, como si no hubiera otro camino.

Hasta que.

En los «hasta que» es donde está lo mejor de la vida, los giros de timón que trazan toda existencia.

Un par de días antes de la boda un Álex compungido que sonaba sincero le confesó que había cometido «un error imperdonable». Ella, que era novata también en estos menesteres, tardó un rato en comprender que el error tenía nombre de mujer —el de su joven y políglota sustituta— y que era cuantificable en dinero: la suma que su futuro suegro había pagado para alejar a la chica de la editorial y de la deseable vida feliz de su hijo. Entendería, le dijo Álex, que, «dadas las circunstancias», ya no deseara casarse con él. Aceptaría humildemente reconocer su culpa ante su madre y su padrastro, si así le evitaba la vergüenza de las explicaciones. Todo con tal de no hacerla todavía más infeliz, le dijo. Y si a pesar de su vergonzoso comportamiento decidía darle una oportunidad, le prometía por lo más sagrado que su arrepentimiento era sincero y que había aprendido la lección. Para siempre, dijo. Y lo repitió un par de veces, como si él mismo necesitara creérselo.

Marta solo interrumpió aquel discurso del arrepentimiento para formular con profunda voz nasal una única pregunta:

—¿Tú me sigues queriendo?

A lo que Álex contestó con un sobreactuado:

—Más que nunca.

De modo que Marta le escuchó, le compadeció, le consoló, le creyó, le hizo sufrir durante veinticuatro horas (hubiera preferido un plazo más largo pero la fecha de la boda apremiaba), disfrutó con la imposición de la penitencia y, al fin, le perdonó, de todo corazón y también para siempre (eso creía ella), atendiendo al consejo que le dio su madre.

—Si no eres capaz de perdonarle, no te cases con él. Pero si le perdonas, que sea de verdad.

El día de la boda transcurrió como si nada hubiera ocurrido, con un par de salvedades: su suegro le agradeció con lágrimas en los ojos «lo increíblemente generosa» que había sido y el mismo Álex se comportó con ella como el niño travieso que quiere disimular lo que trama.

Durante el vals con que los novios inauguraron el baile, Álex trastabilló sin querer y le propinó a Marta un tremendo pisotón. Tuvo que atenderla un médico que estaba entre los invitados.

Como suele ocurrir, las bases de lo que iba a ser su matrimonio estaban ya perfectamente sentadas el mismo día de la boda.

La novela de Marta nunca llegó a publicarse. Álex la leyó, o la dio a leer a alguien, quién sabe. A los varios meses sentenció:

—Me gustaba más la primera versión.

Mientras tanto, Marta había ingresado con méritos en la vida literaria barcelonesa, en su papel de consorte. Era una anfitriona perfecta tanto para recibir autores como colegas extranjeros. A veces reservaban en algún restaurante, pero a Álex le encantaba recibir en casa. Así que Marta comenzó a cocinar. Era un poco raro que se le diera tan bien, porque en realidad nunca había tenido ocasión de preparar una receta por sí misma. Su habilidad era fruto de muchas horas de observación. De niña le gustaba ver trabajar a las cocineras de su madre, se pasaba las horas muertas en la cocina, donde siempre era bien recibida. Aunque también tenía algo de talento, que le encantó descubrir y cultivar.

—En el fondo, cocinar es como escribir —comenzó a decir—. Todo es cuestión de buen gusto.

Algunos de los invitados a aquellas cenas bromeaban diciendo que las recetas eran obra de algún profesional que los Baudet tenían escondido en la cocina. A veces tomaron a la joven ayudante —imprescindible si los comensales eran numerosos— por la auténtica autora de la cena. Solo unos pocos habituales admiradores del talento de Marta se atrevían a hacerle encargos. Entre ellos, el más constante era el editor italiano Mario Spagnol, que dos semanas antes de salir de Milán escribía haciendo uso de una confianza y amistad que no precisaban de disimulos y pedía croquetas, pastel de cabracho o zarzuela de marisco. Fue Spagnol, precisamente, quien durante la sobremesa de una de aquellas veladas, mientras apuraban los cafés, sorbían buen coñac y trataban de adivinar cuál sería el próximo superventas de ambos, se atrevió a decir:

—¡Tú lo que tienes que publicar son las recetas de tu mujer! ¡Ascoltami, amigo! So bene di cosa sto parlando.

Mario Spagnol sabía bien de lo que hablaba porque él mismo lo había experimentado al publicar las maravillosas y prácticas recetas de Elena, su mujer, que tuvieron un éxito inmediato. Guiado por el ejemplo y los consejos del amigo, Álex decidió probar suerte. Por aquel entonces, comenzaba a relevar a su padre en la toma de decisiones y necesitaba encontrar el modo de demostrar que podía hacerlo.

Publicar el primer libro de Marta Viñó, por supuesto ocultando que era su esposa, fue una de sus primeras y más acertadas jugadas. Se titulaba ¿Qué hay para comer? Era un libro de cocina concebido como un manual fácil para amas de casa sin experiencia. Platos tradicionales, sin exotismos ni complicaciones, con un ligerísimo toque de modernidad y una pizca de pedagogía, en los que la principal novedad consistía en la utilización de los electrodomésticos recién llegados: minipimer, batidora, picadora… ¡cuánta sofisticación! Se anunció como «El libro de las recetas que nunca fallan» y salió al mercado un poco antes de la Feria del Libro de Madrid de 1966. Fue un éxito inmediato. Se reeditó en menos de dos semanas y solo un año después se habían hecho veinte ediciones. Marta, tan enemiga de focos, se convirtió de pronto en una especie de celebridad nacional. No había ama de casa que no tuviera su libro o que no siguiera sus consejos al pie de la letra. Incluso doña Carmen Polo de Franco adquirió varios ejemplares para regalárselos a los tres guardias civiles que cocinaban para su familia en el palacio de El Pardo, a ver si aprendían algo y el Generalísimo lograba comer algo más que pan con queso. Debió de funcionar, porque al poco tiempo los Franco quisieron invitar a Marta a almorzar, deseosos de «conocer a la autora a quien tanto admiraban», decía la carta con membrete oficial. Marta declinó la invitación enseguida por una razón: detestaba ser la autora de un libro de recetas, por muy exitoso que fuera. De haber sido invitada como novelista (algo del todo imposible), sin duda habría aceptado. Aunque tenía que reconocer que era mucho más realista imaginar a Franco hablando de sofritos que de literatura.

A pesar de todo, Marta seguía cocinando para sus invitados, como antes, solo que ahora Álex se pavoneaba más.

—Yo buscando por medio mundo la gallina de los huevos de oro y resulta que la tenía en casa.

El segundo libro le dio más trabajo. Ella no era una profesional, sus únicos méritos eran la meticulosidad y las ganas de aprender, no conocía tantas recetas infalibles. Álex tranquilizó a su mujer contratando a un par de profesores de la escuela de hostelería de Madrid para que la ayudaran con la selección y confección de los platos. Se publicó a los pocos meses y se tituló ¿Qué más hay para comer? El nuevo libro de las recetas que nunca fallan. Como era de esperar, tuvo tanto éxito como el primero. Marta comenzó a visitar ferias del libro para firmar ejemplares. En todas partes la esperaban largas colas de mujeres que querían conocerla, que le agradecían la claridad de sus recetas, los trucos para utilizar las sobras o el modo en que les había hecho perder su miedo a los aparatos eléctricos. Muchas venían acompañadas por maridos sonrientes que le contaban lo bien que comían gracias a ella. Sus libros agotaban existencias en todas partes donde iba. Algo así no ocurría desde que la marquesa de Parabere publicó, unos cuantos años antes de la guerra, La cocina completa.

Para su tercer éxito —¿Qué hay de postre? Recetas de repostería que nunca fallan— Marta contó con la ayuda de un par de pasteleros de gran renombre (que cobraron por permanecer en el anonimato). Solo que esta vez apenas pudo participar en su redacción porque estaba muy ocupada impartiendo conferencias y haciendo presentaciones. El libro arrasó, como se esperaba, nada más salir.

Mientras Marta se iba convirtiendo, como suele ocurrir, en aquello que todos pensaban que era y los medios de comunicación comenzaban a llamar a su puerta, un equipo de cocineros escribía sus futuros superventas, cada vez más alejados del espíritu original, de los que algún crítico aficionado a la hipérbole llegó a decir que «habían salvado los hogares españoles del potaje diario». En esa época, comenzó a colaborar con la revista Lecturas, donde publicaba una receta semanal, y con Radio Barcelona, donde fundó y dirigió el «Consultorio de Marta Viñó: el primer consultorio gastronómico de la radiodifusión española».

Las colaboraciones radiofónicas supusieron para Marta una vuelta a sí misma. Era ella y no otra persona quien elegía y redactaba los consejos, en respuesta a las consultas de las oyentes. Semanalmente la emisora le hacía llegar las cartas recibidas —centenares— y ella escogía siete, las que mejor podía resolver, para su espacio. Mujeres desesperadas porque no les salían los huevos fritos, o porque se les despanzurraban las croquetas o no le encontraban el punto de sal al bacalao. Redactaba las soluciones dando mucha importancia a todos los problemas y a las oyentes mismas: «Querida amiga: El huevo siempre hay que salarlo después de freírlo, porque la sal en el aceite salpica y podríamos quemarnos. Además, si la echamos después, controlamos mejor el salero y no se nos va la mano. Aunque lo más importante es no angustiarse. Tengo la certeza de que muy pronto le saldrá un huevo frito perfecto, con el borde crujiente, la clara cuajada y la yema líquida, que merecerá los elogios de quien lo vea y lo cate». Todo con profesionalidad, respeto hacia su público y una benevolencia de tintes maternales. Las cartas que no podían radiarse también eran contestadas. Había dos redactoras dedicadas a ello a tiempo completo, y ella las asesoraba caso por caso.

Así que podríamos concluir que, en este aspecto, Marta Viñó fue una invención de Álex. Fue él quien la convirtió en autora de libros de cocina y no en novelista. Y no en una autora cualquiera, sino en una auténtica estrella, que sentaba cátedra cada vez que opinaba de sofritos, gazpachos o picadillos. Un personaje del que no había vuelta atrás. Y Marta, que era práctica, decidió resignarse y aprovechar la ocasión para aprender. Detestaba la idea de ser una impostora, por mucho que a su marido no pareciera importarle. Quería obtener las cosas por méritos propios. Así que hizo algún cursillo con los mejores del momento —el propio Álex la llevó a Lausanne y a la escuela Cordon Bleu de París, en lo que consideraba una inversión con vistas al futuro—, se matriculó en el primer curso que ofreció la recién creada escuela de Hostelería de Girona y se carteó con los mismísimos hermanos Troisgros, con el gran Paul Bocuse o con algunos compañeros de generación dispuestos a revolucionarlo todo desde sus fogones, como Juan María Arzak. También trató más a Elena Spagnol, con quien compartió anécdotas, trucos y, sobre todo, una amistad auténtica. En suma, aprendió cuanto pudo, trabajó mucho y le sacó buen rendimiento a ambas cosas.

De todo lo que ocurrió después de convertirse en cocinera famosa, lo más importante para ella fue la relación con sus oyentes. Resultó ser un acicate insospechado, que le insufló una seguridad que nunca tuvo. El modo en que la veían y confiaban en ella cambió poco a poco la visión de sí misma. Como si ser útil para otros le confiriera un inesperado valor. Un buen día descubrió que tenía el arrojo suficiente para dar un paso más, uno que Álex no había organizado ni previsto, que ni siquiera aprobaba. Quería abrir un restaurante. Estaba dispuesta a intentarlo, a trabajar duro. Si naufragaba, pediría ayuda o reconocería su error. Si no, tendría por fin un proyecto que le pertenecería en exclusiva, como el de su pobre novela difunta. Esta vez estaba dispuesta a llegar hasta el final sin rendirse. Solo faltaba encontrar la oportunidad y el momento. No podía sospechar entonces que no tardarían en llegar, en forma de herencia. Ni que el sucio taller que de niña no se atrevía a pisar sería el escenario donde se volvería realidad su sueño.

Marta acababa de meter las tres botellas de Monopole en la nevera cuando sonó un trueno que hizo temblar la bóveda del mundo. La luz artificial osciló durante un par de segundos.

—¿Tenemos velas? —preguntó Lidia, que estaba terminando de alinear los profiteroles, ya rellenos, en una fuente.

—Espero no tener que usarlas —respondió Marta, mientras supervisaba los patos, dos, socarrados, amarrados, salpimentados, untados con manteca de cerdo y listos para entrar en el horno—. Cuando puedas, pela las peras y ponlas a hervir con agua y limón. Solo cinco minutos, que no se ablanden mucho.

—Sí, jefa.

Un segundo trueno retumbó. Las luces amenazaron de nuevo con dejarlo todo a oscuras, pero se recuperaron. Eran cerca de las siete.

A Olga no le gustaban las tormentas. Su cabecita de peluquería perfecta apareció por la puerta de la cocina.

—¿Cómo ayudo?

—¿Sabes pelar peras?

—Claro.

—Pues ven aquí. —Marta le entregó las frutas y un cuchillo—. Ten cuidado, está afilado.

Olga tomó la primera pera y comenzó a mondarla con más habilidad de la que nadie esperaba. Las medallitas de su pulsera tintineaban. Ella fruncía el ceño y sacaba un poco la lengua.

—¡Qué emoción! ¡Estoy cocinando! —Estalló otro trueno, Olga dio un respingo y enseguida dijo—: ¡Virgen santísima!

Marta la miró sin creérselo del todo: era como estar viendo otra vez a su madre. El mismo pelo ondulado de color castaño oscuro, el mismo porte de aristocracia rancia, que siempre las hacía parecer fuera de lugar en los lugares donde se trabajaba. Ninguna de las dos había nacido para ensuciarse, ni para estropearse la manicura. Marta, congelada frente a su hermana, con la intención de pelar las peras restantes, sintió de pronto que llevaba toda su historia a cuestas.

Su padre medio artista y medio loco, del que estaba prohibido hablar. El piso de Pérez Galdós al que nunca volvieron. Las reuniones secretas de los amigos afines —todos montañeros, todos de izquierdas— en las que se hablaba en francés, se bebía mucho vino en porrón, se bendecía a la República, se maldecía a Franco y se tramaban conspiraciones. Marta guardaba buena memoria de aquellos encuentros. Su madre reía con las otras mujeres, no había diferencias entre ellas, se llevaban muy bien. Hablaban de Rusia, de arte, de música. Decían cosas que nadie se atrevía a decir y que habrían negado dos segundos después. Eran felices.

Luego, el accidente. Una cordada mal hecha, una escalada como tantas pero muy distinta, porque esta acaba en tragedia. Tres hombres en la flor de la vida, tres viudas, cinco criaturas sin padres. El grupo que se desintegra y que de pronto ya no tiene nada que celebrar y menos que decirse. Los sueños, las luchas, las conspiraciones se han disuelto en el vacío. Son los años más negros de la dictadura. No hay nada que hacer, nadie a quien acudir. Para las gemelas Viñó fue también el principio de un camino oscuro. Tenían doce años, su madre solo treinta y cuatro y ninguna vocación de viuda. Era una mujer práctica, sin talento para sobrevivir por sí misma. Los vestidos viejos, los zapatos rotos, el hambre. Las promesas a la luz de las velas.

—Os sacaré de esta, hijas. Volveremos a llevar vestidos bonitos y tendremos otra vez cocinera, os lo prometo.

Su madre cambió de amigos, de barrio, de ideas, de piel. Dónde conoció al padrastro nunca se lo preguntaron. No eran una generación acostumbrada a hacer preguntas. Las cosas sucedían, sin más, sin necesidad de explicaciones. A veces sin sentido, o contra la lógica, pero daba lo mismo.

De pronto, las ausencias de su madre, los veranos en el internado, aquellos viajes a los que no fueron invitadas y la aparición de aquel hombre calvo y gris, que hablaba poco y las trataba como si no vivieran en su casa.

Cada vez que alguien llamaba a la puerta, su madre daba un respingo idéntico al que acababa de reconocer en Olga. Luego, estaba intranquila hasta que la doncella traía alguna información: un cobrador, el cartero que venía a pedir el aguinaldo, el portero a recoger la basura… Una vez dijo:

—Un señor que se equivocaba de puerta.

Su madre la interrogó: ¿adónde iba?, ¿cómo era?, ¿qué dijo?, ¿cómo habían sido, exactamente, sus palabras? Estuvo inquieta todo el día y apenas probó bocado.

Un día un vecino le preguntó, en presencia de sus hijas:

—¿Ustedes desde cuándo son falangistas?

Y su madre repuso al instante, a la defensiva:

—¿Yo? Desde siempre…

El padrastro era falangista, militar, héroe de guerra, cojo, feo, calvo y rico. Hombre de poco hablar y de no mucho escuchar. Mirar, sí. Observaba mucho. Al fin y al cabo, no había nada que decir, eran tiempos en que todo estaba muy claro. Las ideas no le importaban a nadie. Lo que importaba era comer todos los días y darse un capricho de vez en cuando. De pronto, todos se preguntaban contra quién demonios habían luchado los que ganaron la guerra. Si no quedaban rojos. Si eran cuatro gatos.

Una vez, vieron por la calle a la viuda de otro de los montañeros muertos en aquel infausto accidente que las dejó huérfanas. Su madre dijo:

—Crucemos a la otra acera, niñas.

Pero ella las vio y las llamó por su nombre. Su madre apuró el paso, fingió no conocerla.

—No le digáis nada de esto a vuestro padrastro —les suplicó, con voz temblorosa—. Prometédmelo.

De la boda de su madre y el señor calvo había solo una fotografía, donde se les veía muy serios: ella con chaqueta blanca y él con uniforme militar. No hubo invitados, ni celebración, y Marta siempre sospechó que tampoco noche de bodas. Se trataba de un matrimonio de conveniencia para ambos, sin amor, sin deseo, sin cariño, sin cama común, sin palabras, sin nada. De la convivencia solo les importaba la parte práctica. Ella gobernaba la casa, él las protegía. Ella era buena administradora, él tenía dinero. Un tándem perfecto para una vida triste.

Marta detestaba hablar de esa época. También de su padrastro. Pero disimulaba. Ambas hermanas se comportaban como si no les doliera nada en la memoria. Mejor así, mucho más práctico. De qué sirve recordar si hay que vivir. Ambas habían aprendido eso de su madre, y era tranquilizador. Por lo menos su hermana y ella se ponían de acuerdo en algo.

Cayó un relámpago. Lidia calculó los segundos que tardaba en oírse el trueno y observó, refiriéndose a la tormenta:

—Todavía se está acercando.

—Voy a ver qué mesa ponemos —dijo Marta, saliendo de la cocina y también de sus recuerdos.

Incluso ahora, a punto de la inauguración oficial, el restaurante le seguía pareciendo un sueño. Cuando miraba el moderno salón, las mesas dispuestas, los sofás… experimentaba una desconocida y placentera sensación: se creía afortunada. Allí todo le pertenecía: desde el mínimo detalle de una carta que mezclaba lo casero con lo sofisticado hasta la última de las cucharitas de postre de la cubertería. Por primera vez tenía la certeza de que iba a ser muy feliz en alguna parte.

Se sobresaltó al encontrar a una mujer detenida en mitad del comedor. Estaba visiblemente embarazada, tenía la tripa tan abultada como si tuviera que parir aquella misma tarde. Una melena pelirroja exuberante. Llevaba una falda larga y estampada, un pañuelo en la mano, una gabardina en la otra, un bolso enorme colgado del hombro. Sudaba y parecía necesitar un sitio donde sentarse.

—He dejado el paraguas en la entrada. No he encontrado ningún paragüero —informó la recién llegada.

Marta iba a decir que el restaurante estaba cerrado cuando la mujer añadió:

—Ya sé que llego un poco pronto.

Marta comprendió. O aún no del todo. La imagen no cuadraba con sus recuerdos, ni con sus expectativas.

La otra se dio cuenta de su desconcierto y le aclaró:

—Marta, soy Lola, ¿no me reconoces? Bueno, entonces aún era Lolita. Fuimos compañeras de cuarto en el internado de las paulinas.

Marta cayó de pronto. «¡Pues claro, tiene la misma mirada!», pensó. Lo primero que se le ocurrió decir fue:

—¡Cómo iba a conocerte! ¡Si eres pelirroja!