Félix
Al verle, no le sorprendió que a Julia le gustase. Probablemente si él fuese mujer también le gustaría. No era alto, mediría uno setenta y poco y no era lo que se podría llamar guapo, tampoco feo, daba la impresión de tener una cara prematuramente envejecida por la vida cuando no debía de pasar de los treinta y ocho años, como mucho de los cuarenta. Los surcos, los pómulos marcados y la barba de dos días le daban una gran profundidad a los ojos grises. Félix se preguntó si todo aquello estaría estudiado. También parecía que no se había reído nunca ni que pensase hacerlo en el futuro. Llevaba el pelo rapado y Félix habría apostado a que tendría un tatuaje en la espalda. Iba limpio pero no atildado, aparentaba despreocupación por su aspecto y al mismo tiempo una gran seguridad en su cuerpo delgado y fuerte y en sus movimientos. Debía de tener más que comprobado que resistía cualquier postura, cualquier clase de pantalones, cualquier camisa. En conjunto resultaba extraño, con magnetismo, de los que se quedan en la retina y en los deseos de la gente.
Se presentó directamente en el apartamento sobre las once de la mañana, al poco de llegar Félix de pasar la noche en el hospital. Angelita, al ver a Marcus, se metió con discreción en el cuarto de dos camas con Tito y no se marchó con Julia como habría sido lo habitual. A decir verdad; sin que Julia dejara de ser el eje de sus vidas, la llegada de Marcus la relegaba a un segundo plano.
Dijo que había dejado la maleta en el Regina, que casualmente era el mejor hotel de la zona, con ascensor directo a una cala que la hacía casi privada. Dijo que contaba con que Félix pagaría la cuenta del hotel y del coche que había alquilado. Ya que estaba aquí se quedaría una semana más o menos. También necesitaría tres mil euros para gastos. Estaba pasando una mala época. Se los devolvería en cuanto encontrase trabajo. Era una manera de fijar un precio. Félix le dijo que le pagaría en cuanto hiciese su trabajo que consistiría en estar hablando con Julia varias horas en el hospital, recordándole los buenos momentos que habían pasado juntos y creándole ilusiones nuevas.
—Yo no estaré presente para que se exprese con total libertad. ¿Puedo confiar en que sabrá ganarse lo que le pago? Es mejor que las cosas queden claras al principio —dijo Félix, que creyó conveniente mantener las distancias y no pasar al tuteo.
Marcus movió imperceptiblemente la cabeza a derecha e izquierda pensando sin duda que Félix era un pardillo, un pardillo morboso quizá.
—A mí no me gustaría dejar a solas a mi mujer con su amante por muy inconsciente que esté ella.
Félix no contestó. Entre ellos sobraba esa clase de explicaciones. En cuanto hay dinero de por medio, uno nada más tiene que preocuparse de pagar, no de hablar.
—Podemos empezar al mediodía, antes o después de la comida, es igual.
—La mitad ahora —dijo Marcus.
Félix fue a la habitación a buscar la cartera. Quién le iba a decir cuando salieron de Madrid camino de la playa hacía ocho días que iba a vivir esta escena. Y quién le iba a decir que existía Marcus, o por lo menos no había querido sospecharlo.
—Ahora sólo tengo doscientos euros. Le iré dando el resto poco a poco.
Cogió el dinero con la mano izquierda, era zurdo. Llevaba unas botas con puntera que iban con su aspecto general. Y un hombre que llevaba esas botas pensaba bien lo que se ponía encima y lo que quería parecer.
Julia era Libra. Había nacido el 18 de octubre y su horóscopo de verano le aconsejaba que no corriera riesgos y que fuera flexible en los asuntos del corazón. En el restaurante de carretera habían comprado unas revistas y en el coche Julia había ido leyendo en voz alta su horóscopo, el de Tito, que era Acuario y el de Félix, que era Capricornio hasta que se quedó dormida. Se rieron porque a Tito le decía que tuviera mucho cuidado al firmar documentos comprometedores. Aún quedaban dos meses para que Julia cumpliera los veintinueve, pero Angelita era de la opinión de que como no pensaba asistir en el hospital al encuentro de Marcus con su hija, se quedaría en el apartamento preparando una tarta de chocolate que a ella le gustaba mucho y que siempre hasta los veinte años había estado presente en su cumpleaños sin faltar uno. Estaba segura de que de ser verdad que Julia era capaz de percibir lo que había a su alrededor la tarta la haría muy feliz.
Félix sintió que se desmoronaba por dentro y no quería que Angelita lo notara. De pronto su plan para despertar a Julia le pareció completamente inútil y lo más sensato sería llevarla a Tucson, y si en Tucson no podían hacer nada, entonces él ya no sabría qué hacer. De todos modos, entre ese momento de desesperanza final y este de desesperanza inicial estaba Tucson. Había que agarrarse a Tucson como a un clavo ardiendo. Le dijo a Angelita que iba a darse un baño y bajó las escaleras de tres en tres. Casi volaba de pura desesperación. No podía más. Necesitaba correr y que el cuerpo no pensara. Que no pensara el corazón, ni el estómago, ni las piernas. Y ojalá que tampoco pensara la cabeza. Corrió como un loco por la playa. Arriba y abajo sin cansarse. No podía cansarse porque la rabia y el miedo eran energía de primera, y si no la gastaba explotaría.
Cuando se dejó caer en la arena, se encontraba mejor. Muy bien, estaba Tucson. Tendría que vender el piso para llevarla allí, pero eso no le importaba lo más mínimo, era joven, ya compraría otro. Entonces, ¿por qué prefería este calvario, ir y venir al hospital e intentar mil cosas antes de llevarla a un centro donde sabrían qué hacer con ella? ¿Por qué se hacía el remolón? Tal vez el ser parte tan interesada en este conflicto no le dejaba pensar con claridad ni actuar bien. Se preguntó qué decisión tomaría Torres. Optaría por Tucson porque era lo reglamentario. Pero él no era Torres. Por mucho que Torres hubiese resuelto el caso del incendio, Torres no sentía respeto por la verdad sino por lo legal. El mar enviaba su brisa, su sal, su yodo, sus iones envueltos en una transparencia azulada que barría la playa y que le hacía razonar mejor: el doctor Romano no confiaba en que en Tucson fuesen a hacer gran cosa por ella, por eso Félix retrasaba el viaje.
Era el momento de pensar seriamente en Romano. Romano no le había aportado ningún dato convincente que despejara el camino hacia Tucson y su clínica blanca. Romano tendría que haber llamado ya para informarse sobre la posibilidad del ingreso de Julia por mucho que Félix le hubiese pedido tiempo. Y Romano con algo más que palabras en la mano tendría que haberle convencido. Lo que ocurría es que para el doctor la clínica de Tucson era una posibilidad remota, casi una fantasía, un lugar en la cabeza del que hablar como se habla de la esperanza o de la fe.
Se sentó en la arena. Ni siquiera se había quitado los pantalones para bajar a la playa, no pensaba bañarse. El agua frente a él tenía un gris azulado de una belleza amarga, y pensó con toda la fuerza de que era capaz: Julia.
Angelita dijo que Margaret, la dueña del apartamento debía de ser una consumada repostera. Había moldes, varillas, rodillos y muchos artilugios más made in England e incluso había encontrado entre las novelas un libro de cocina, pero necesitaría un diccionario para descifrarlo. Debía de haber pasado muchas horas en esta minúscula cocina preparando postres para sus hijos. Tal vez ahora ya fuesen mayores y no quisieran venir aquí de vacaciones. Pero quedaba algo de Margaret, aparte de su foto enmarcada. Aunque fuese un apartamento de tantos, con parecidos muebles asomando por las puertas abiertas de las terrazas, tenía algo muy acogedor. Cuando Angelita estaba en la cocina casi podía sentir la presencia de la bondadosa Margaret y un ligero olor a vainilla que emanaba de la encimera de mármol como si hubiese quedado allí impregnado de por vida. Angelita no podía aportar pruebas científicas, pero estaba segura de que de la misma forma que se puede escuchar la voz separada de la persona y que se puede oler el olor que alguien ha dejado en un ascensor había otras cosas que también se podían percibir de otro ser humano a pesar de que no estuviera presente. Y Margaret había dejado mucha paz y amor en este apartamento y aunque las novelas estuvieran en inglés le gustaba cogerlas de vez en cuando y tenerlas abiertas entre las manos. Tenía la clara sensación de que todo lo que hacía aquella mujer, cocinar y leer y sentarse en la terraza a tomar el sol, lo hacía con un espíritu maravilloso, dando mucho de sí misma en todo ello. Y se le ocurría que, de poder respirar Julia este ambiente, mejoraría. Como tal cosa era imposible le haría la mejor tarta de chocolate que había hecho en su vida en la cocina de Margaret, usando la encimera, sus boles, las mangas pasteleras y cucharas de madera tallada.
Angelita le pidió que comprara en el supermercado harina, chocolate, huevos, vainilla, menta, azúcar glas y levadura, de todo lo demás tenían en la cocina.
Mientras Félix buscaba estos ingredientes en las baldas, no quería dejarse llevar por la sospecha de que este pastel, que Julia no podría disfrutar, fuese más un entretenimiento para Angelita que conveniente para su hija. Lo cierto es que algo tenían que hacer. Inventaban sobre la marcha, no se podían estar quietos contemplando cómo Julia estaba quieta, y la verdad es que lo único que Angelita podía hacer por su hija era una tarta que no se iba a comer.
Lo que más le costó encontrar fue el azúcar glas. Una vez en el carro se dirigió a las cajas. No había acción más repetitiva que sacar las cosas de un carro para pagar, daba una gran sensación de normalidad, de que el ciclo no se interrumpía y de que la tierra seguía rotando sobre su eje. Sin embargo, al salir al parking tuvo una sensación impresionante. Del escape de un coche salió un chorro de humo blanco y la roulotte que había detrás se aplanó completamente, como un troquelado que se dobla para de nuevo, ante sus ojos, volver a coger volumen. Félix sacudió la cabeza. Había sido efecto del humo, pero le pareció impresionante, como si el mundo fuera un juguete, una maqueta en manos de alguien. Seguramente también su propio cerebro para relajarle le estaba diciendo que no se tomase nada demasiado en serio, que las cosas son así porque sólo podemos verlas así.
Se lo habría contado a su suegra, pero dicho en voz alta era una tontería. Así que se limitó a depositar sobre el mármol que sólo a ella le olía a vainilla la bolsa del supermercado. Llevaba puesto sobre una falda muy floreada, que le llegaba casi a los pies, un delantal blanco de anchos tirantes, que debió de pertenecer a Margaret. ¡Qué torpe había sido!, ahora comenzaba a comprender y Angelita empezaba a tomar volumen ante sus ojos como la roulotte del parking. Y es que el paulatino e imparable cambio que había ido observando en ella no respondía, como había pensado a la ligera, a la necesidad de sentirse más joven para poder atender a su nieto y a su hija. Lo estaba viendo claro, Angelita quería parecerse a Margaret. Se había teñido de rubio más o menos como ella y su nueva ropa no la había comprado, sino que debía de habérsela encontrado en el baúl debajo de las mantas, por los cajones de los armarios, en alguna caja. Evidentemente la falda floreada no era de su talla, sería de la de Margaret. Angelita no había evolucionado, no había cambiado, se había trasformado en otra persona para poder hacer frente a la situación. Así que, gracias Margaret, quienquiera que fuese.
Félix elevó a su hijo con las manos a su altura. Tito se rió estirando su preciosa cara de par en par, abriendo los ojos grandes y brillantes. Puede que él y nadie más que él conservara la esencia de lo que todavía era.
Cuando llegó al hospital a eso de las dos y media, Abel lo estaba esperando en la puerta de la 407 algo alterado, lo que le produjo a Félix una punzada en el pecho. Lo cierto era que desde que vivía inmerso en el estado de Julia su cuerpo se había vuelto más ruidoso y sensible. Sentía punzadas, pequeños dolores, hormigueos, notaba cómo le corría la sangre por las palmas de las manos y le palpitaba el corazón, y también sentía el aire caliente casi ardiendo saliéndole por la garganta.
Abel abrió los brazos y las manos huesudas.
—Menos mal que has llegado, no sabía qué hacer. Hay un sujeto ahí dentro con Julia.
—¿Es extranjero?
—Creo que sí, uno de esos que no se sabe bien de dónde son. Dice que tiene tu consentimiento y que no le molestásemos. Por si acaso no pensaba dejarle marchar hasta que llegases —dijo echando una ojeada al guardaespaldas o lo que fuese, que montaba guardia frente a su habitación.
—Es verdad. No sé si he hecho bien o mal, pero lo tiene.
—¿No vas a entrar? —preguntó Abel muy intrigado.
—Aún no —contestó Félix sin poder evitar que todas las facciones de la cara se le reconcentraran en una expresión seguramente lastimosa.
Abel le clavó las falanges en el hombro.
—Venga, hijo, vamos a tomar un café. En cuanto ése salga lo sabremos. No te preocupes —dijo haciéndole un gesto con la cabeza al guardaespaldas.
Félix se dejó conducir al ascensor, con una lentitud exasperante, y del ascensor al pasillo, y por el pasillo a la bulliciosa cafetería, único lugar que recordaba el mundo de fuera.
—Si no fuese porque voy en pijama, nos íbamos a tomar algo por ahí —dijo Abel mirando las palmeras del jardín.
A Félix le habría gustado sonreír, pero no podía.
Abel lo observaba con algo en los ojos que podría ser compasión aunque era difícil saber si hacia Félix o hacia sí mismo.
—Desahógate —dijo—. Lo que me digas me lo llevaré a la tumba literalmente hablando. Tengo los días contados. Soy tu oportunidad de poder descargar en alguien. Y ahora te vas a tomar un buen coñac, aunque aquí sólo tendrán brandy.
Félix se dejó hacer. Hacía tanto que nadie se ocupaba de él. Si lo pensaba bien, se había llegado a acostumbrar a que nadie se preocupara por sus cosas. Y este anciano enfermo tenía razón, a veces dar con alguien que quiera escucharte no es tan fácil. Él mismo sólo escuchaba a la gente por obligación, porque era su trabajo y a veces por hábito de escuchar, pero sin interés. Accedió a ponerle de su copa un chorro de Napoleón en el descafeinado y le contó todo lo de Marcus lo más objetivamente que pudo.
Abel paladeaba cada sorbo de café y de vuelta a los ascensores con un paso más ligero que antes le preguntó.
—¿Quieres de verdad a tu mujer?, ¿la quieres como a un brazo tuyo?, ¿la quieres tanto como a tu hijo?
Félix en un acto reflejo cogió a Abel por el codo para ayudarle a entrar en el ascensor. Era hueso y nada más que hueso.
—Creo que sí —dijo.
—Entonces olvídate de ése. No le des más dinero.
Para él era muy fácil hablar así. Desde el umbral de la muerte las cosas se verían más desnudas, sin los ropajes y fiorituras que inevitablemente les añade el futuro.
Cuando subieron, Marcus se había marchado. La habitación olía a colonia de hombre, más en las proximidades de Julia. Más en la butaca donde debía de haber estado sentado. Félix abrió de par en par la puerta del pasillo para airear el cuarto, puesto que la ventana estaba herméticamente cerrada. El semblante de Julia no era de felicidad. Estaba profundamente disgustada y dormida.
A las seis y media de la tarde, pensó que era la hora de ir a buscar a Angelita, Tito y la tarta que Angelita había estado haciendo toda la mañana.
Julia
Arrancó el coche y se dirigió sin dudar hacia el pueblo. Allí la esperaba el próximo objetivo, el restaurante Los Gavilanes y la mesa que había reservado días atrás para nueve personas a las dos y media, con la intención de que cuando no llegase nadie el encargado llamase al número de Félix, y que Félix comprendiese que era una manera de decirle dónde encontrarla. Confiaba en que los hilos que unirían al encargado con el mundo de Félix no estarían tan rotos como los suyos. Procuraría aparcar cerca y estar vigilando la puerta con los dos boj a los lados a las dos treinta. Pero hasta entonces podría hacer unas cuantas visitas, la primera al hospital. En un semáforo le echó valor y preguntó por la ventanilla a otro conductor si era domingo. El otro afirmó entre extrañado y receloso, ¿cómo podía alguien no saber en qué día de la semana vivía por mucho que se hubiese relajado en vacaciones?
Aunque intuía que la visita al hospital iba a ser inútil, no quería descartar ninguna posibilidad antes de empezar a gritar de desesperación. Para llegar había que circular por el interior entre bloques de casas y comercios menos turísticos, que hacían pensar en una vida auténtica. Otra vez las palmeras y las batas blancas, las camillas y la recepcionista del micrófono inalámbrico, que no entendía lo que Julia quería decirle. ¿Cómo iba nadie a preguntar por un paciente que no existía? Aquello no era un hotel y no tomaban recados para nadie. Bastante tenían con lo que tenían.
En el tablón no había ninguna nota de Félix. Tras revisarlo varias veces se quedó unos minutos apurando el estar allí sin saber qué más podía intentar, hasta que la situación llegó a ser completamente absurda y salió. Regresó a territorio más conocido por la carretera del puerto. Al ser domingo se encontraba saturada de coches y tardó más de la cuenta en poder aparcar en la explanada acostumbrada, cerca de la comisaría.
Mira por dónde podría subir y preguntar una vez más, pero después de lo que le había ocurrido a Marcus, después de su muerte, le parecía que entrar allí sería tentar la suerte porque todo el mundo notaría lo culpable que se sentía, y pasó de largo. Pero al volver la cabeza y mirar el edificio sintió que no estaba completo, que faltaba algo. Tuvo la misma impresión que con esos pasatiempos en que dos dibujos son iguales y en uno de ellos hay que descubrir siete errores.
Faltaba el grupo de africanos y Monique, lo que le daba bastante aire de soledad al edificio. Se habrían marchado a la playa a tumbarse al sol como lagartos. También faltaba el barco que hacía el trayecto a Ibiza y las redes tendidas al sol. Iba andando hacia Los Gavilanes. Sólo eran las dos. Tenía la impresión de que le había cundido mucho el tiempo. Hoy sólo olía a pescado vivo y lejano, el que traía la brisa del mar. Había desaparecido el denso y concentrado de la lonja. Por cierto, no veía la lonja, puede que la hubiese dejado atrás. Iría distraída. Se volvió a mirar. Era el este y la luz intensamente blanca del sol se le clavó en los ojos. Volvió a acordarse de las gafas de sol. Por un segundo pensó que se había quedado ciega. Se colocó la mano de visera, pero continuaba sin distinguir la lonja. De espaldas al sol tampoco la vio. Estaría confundida, y la lonja se encontraría mucho más adelante o mucho más atrás. No era la primera vez que pensaba que algo estaba en un sitio y luego estaba en otro, o que un lugar estaba en una dirección y luego estaba en otra. Los africanos podían no haber acudido hoy y el barco de Ibiza haberse marchado a Ibiza, en cambio la lonja no podía moverse del sitio, así que sería cuestión de buscarla, pero no ahora. Ahora no tenía ganas de buscar la lonja, porque no la necesitaba para nada. Lo que necesitaba era beber algo. Llevaba sin beber desde que desayunó y notaba que los jugos se le iban secando en el pecho y en la garganta. Si hubiese tenido que hablar con alguien no habría podido.
Subió por el paseo central hacia arriba, hacia la sucursal bancaria. Tanto la sucursal como el supermercado estaban en la misma dirección. Como el banco estaría cerrado, iría al supermercado, entraría en el baño y bebería agua aunque fuese del grifo. Lo increíble era que tenía la sensación de que en este paseo había palmeras, palmeras que sombreaban los bancos de piedra. Evidentemente sería una jugarreta de la imaginación, del deseo de ver palmeras aquí, porque en este momento no había ninguna. El sol caía de plano y se colaba entre los puntos grises y negros del cemento.
La presencia del banco con la oferta del depósito pegada en el cristal le confirmó que no se había equivocado de trayecto. Hoy no había mercadillo. Miró hacia arriba en busca del cartel del supermercado, que siempre había visto desde aquí, menos en este momento. En este instante no lo veía. Quizá se había caído o lo habían descolgado para repararlo. Siguió adelante y adelante. No daba con el súper y ya tendría que haber llegado. Tuvo miedo de deshidratarse. Algo le estaba pasando. Se desorientaba y no localizaba lugares donde había estado antes, como si desaparecieran del mundo o como si el mundo fuera desapareciendo poco a poco. Sí vio por pura casualidad, sin ser consciente de qué calles había cruzado ni cuánto se había desviado del punto donde debía estar el supermercado y no estaba, el bar de pescado frito en que había entrado una vez.
Pidió una botella de agua bien fría y preguntó dónde estaba el supermercado, no daba con él. El camarero se encogió de hombros. Era extranjero, acababa de llegar y no se había fijado en ningún supermercado. Bueno, qué más daba, de todos modos no era conveniente volver a ver a Óscar. Puede que le hubiera contado algo a la policía y que estuvieran esperándola. El agua le pasaba por la garganta maravillosamente fresca.
Si esto ocurre, ocurrirá por algo, ¿verdad?, preguntó a los seres invisibles. Gracias a ellos mantenía la esperanza. Su presencia significaba que había muchas cosas que no entendía y entre ellas estaba la desaparición de Félix y Tito. También podría ser que aquellas voces y aquellas manos que la tocaban de vez en cuando salieran de su propia cabeza. Tal vez el lunes si todo seguía igual debería acercarse al hospital y contarles que no sabía quién era ni dónde estaba, que al salir del apartamento la primera noche de su llegada a Las Marinas se desorientó completamente y que no sabía volver y que además había sufrido un episodio en que le parecía que algunas cosas desaparecían, se evaporaban, como si sólo se las hubiera imaginado, y que aunque ella pensaba correctamente y no encontraba nada raro en su forma de actuar y de discurrir, sabía que lo que le sucedía no era normal y por tanto algo fallaba, ella o el mundo, y para ser sensatos lo más probable era que fallase ella. Sólo había una objeción, y era que sí sabía quién era y dónde estaba. Sabía todo de su vida.
Ahora mientras iba bebiendo poco a poco de la botella se daba cuenta de que había estado a punto de desvanecerse por el calor. Comenzaba a sentir la cabeza más clara y por tanto ahora vería la calle como realmente era. Tiró hacia el puerto por el paseo. ¡Mierda! ¡Esta sí que era buena! Antes no había palmeras y ahora no había bancos de piedra. Recordaba que había permanecido sentada en uno durante bastante rato frente a la sucursal. Puede que los hubiesen retirado por algún motivo y que al pasar por ellos hacía un momento nada más hubiese creído que los veía. En realidad se había fijado en que ya no había palmeras, pero no en que hubiese bancos. A los lados del paseo había una vía de subida y otra de bajada por la que ahora circulaban pocos coches. Era mediodía, la hora de comer. Ya eran las tres menos cuarto. Apretó el paso. Al llegar a la carretera del puerto, el tráfico había disminuido y perfectamente habría podido aparcar cerca del restaurante, lo que no pensaba hacer, no quería arriesgarse a llegar tarde y perder la que consideraba una gran oportunidad. En todo este extraño tiempo nunca había tenido un objetivo tan bueno, tan lleno de posibilidades.
Al pasar por la ventana de Los Gavilanes, vio la gran mesa redonda vacía y se apostó enfrente observando los movimientos de los camareros y el maître que había anotado su pedido. Había gente esperando junto a una pequeña barra de madera. A las tres menos diez el maître miró el reloj y se dirigió al libro de citas. Anotó algo y a continuación sentó a unos clientes en la mesa. Los clientes se miraron sorprendidos, habían tenido suerte, pero jamás sabrían por qué. Julia se quedó mirando el puerto. Apenas quedaban embarcaciones, era como si todo el mundo se hubiera lanzado a navegar. El sol era un hueco transparente, brillante y perfectamente redondo en el cielo. Respiró hondo. Una pareja que había estado leyendo con parsimonia la carta de platos expuesta en una hornacina en la pared se decidió a entrar y abrió la puerta.
Fue entonces cuando del interior llegó aquel olor.
Olor a chocolate con vainilla y menta.
El encargado pidió a la pareja que esperase junto a la pequeña barra en penumbra y luego miró a Julia tratando de recordar.
—Tengo una mesa reservada a nombre de Félix.
El encargado se puso en guardia.
—Lo siento, pero está ocupada, han tardado ustedes demasiado. He esperado media hora.
Mentía, no había llegado a la media hora, pero para el caso daba igual.
—¿Por qué no llamó al número que le di antes de ocuparla?
—¿Quién ha dicho que no he llamado? Llamé —dijo el encargado con severidad—, pero no contestó nadie, y usted comprenderá que en estas fechas…
Mentía, no había llamado, pero ese detalle ahora no importaba mucho porque Julia hacía tiempo que había llegado a la conclusión inconsciente de que no era por el teléfono como se iba a comunicar con Félix. Comenzaba a comprender que, bien porque ella no estuviera en sus cabales o porque no lo estaba el mundo, el caso es que las cosas ya no funcionaban como antes y éste había sido su gran error, intentar seguir las pautas de la vida que había perdido.
El olor se hacía más y más intenso. Era maravilloso, le creaba una profunda emoción. Recordó con toda claridad la cocina de grandes baldosas blancas y muebles de madera donde su madre le hacía un pastel que olía exactamente igual y que jamás había vuelto a encontrarse en otro lugar. Su madre decía que usaba un ingrediente secreto que le daba aquel matiz un poco picante y también decía que las medidas eran fundamentales para que oliese así. Se le llenaron los ojos de lágrimas, no podía más, tenía que hacer un último esfuerzo y no sabía cuál era.
—No se preocupe, lo entiendo perfectamente —le dijo el encargado.
El encargado miraba por encima de la cabeza de Julia cómo entraba más gente.
—Disculpe —dijo yendo hacia la puerta—. Estamos a tope.
Julia aprovechó para adentrarse en el pasillo que seguramente conducía a la cocina. El olor era cada vez más intenso. Un camarero con una bandeja en la mano le dijo que el baño se encontraba en el otro pasillo. Julia le dio las gracias y siguió adelante. Empujó unas puertas abatibles y tres cocineros con delantales blancos se la quedaron mirando unos segundos.
Al final de una larga encimera de mármol había una mujer también con delantal y gorro blancos. Alisaba con una espátula el chocolate de una fabulosa tarta. La mujer levantó la cara hacia ella. No le resultaba desconocida esta mujer. Tendría sesenta años y enseguida se notaba que era extranjera. Cara rellena y afable, por el gorro se le escapaban rizos estropajosos. Sobre el mármol estaban dispuestos en fila muchos cacharros de repostería que Julia no sabía para qué servirían y que resultaba muy agradable ver.
Acababa de comprender por qué razón había elegido este restaurante hacía unos días. El verdadero motivo era la tarta.
—Perdone —dijo Julia—. He olido su maravilloso pastel desde fuera. Me trae muchos recuerdos. Es exactamente igual que el que me hacía mi madre cuando era pequeña. ¿Cómo conoce esta receta?
La cocinera hablaba con acento inglés.
—Éste es un pastel de cumpleaños. Ahora pondré «Muchas felicidades» y un nombre. Es una receta más complicada de lo que parece porque hay que medir muy bien los ingredientes.
—Sí, pero ¿cómo la sabe?
—Me la dio la señora que lo encargó. Es fantástica esta receta. Ahora tengo que terminarla. A las cinco hay que llevárselo y se tiene que enfriar.
—A las cinco. Lo comprendo. Perdone. ¿Recuerda el nombre que tiene que poner?
La cocinera la miró y aunque no entendía su curiosidad pareció apiadarse de ella. Se limpió las manos con un paño e hizo el intento de buscar en los bolsillos del delantal, hasta que una voz detrás de ellas, la llamó.
—Margaret, al teléfono.
Era el encargado, que miraba a Julia con cara de malhumor.
—Por favor, señora. Estamos trabajando.
Julia se encontraba muy alterada cuando salió. ¿Qué día era hoy? No, no era el cumpleaños de Tito. Tito nació en invierno. Y además sería demasiada casualidad que fuese para él. Llevaba la botella de agua en la mano. Bebió un poco más, esta vez por hacer algo. Quizá tuviese hambre, no estaba segura. Quizá el que todo el mundo coma más o menos a las mismas horas sirva como recordatorio de que hay que comer. Ya no le quedaba dinero, como mucho para otra botella, lo que le advertía que debería racionarse el agua. Esperaría a la tarde para comer. Prefería comprarse otra botella de agua y esperar. Tenía un plan.
Anduvo ligera hacia el coche. Y de pronto se dio cuenta de que la cabeza le había estado doliendo todo el tiempo porque en este instante había dejado de dolerle y era como si hubiese perdido veinte kilos de peso cerebral de golpe. Lanzó la mirada al frente, y al lanzarla echó de menos algo. Le pareció que la comisaría no estaba. No era posible que la comisaría no estuviera en su sitio. Sería un efecto del calor. El calor ablanda y mueve las imágenes. Por eso probablemente tampoco veía la lonja. Con toda seguridad esta situación absurda y la mala alimentación le estaban afectando. Por fortuna, el coche relucía bajo una capa de polvo. Lo abrió y esperó un poco a que saliera una fuerte bocanada de calor. Juraría que lo había dejado debajo de un árbol, pero ya no estaba. Fuera el árbol, le daba igual el árbol. Ahora había que concentrarse en la tarta y en Margaret.
La tarta y Margaret.
Sólo quedaba su coche en la carretera del puerto. La gente estaría comiendo y echando la siesta. Y no tuvo problema para aparcar delante del restaurante. No quería perderlo de vista, no quería no poder verlo como le había pasado con el supermercado, la lonja, las palmeras. Repasó bien la fachada. En el piso superior había dos balcones y desde abajo se veían las cabezas de los clientes inclinarse hacia los platos. Ahora se daba cuenta de que tenía dos pisos, por eso había tanto jaleo en la cocina. ¿Y si tenía dos entradas? Estuvo tentada de ir a la calle de atrás para comprobarlo, quizá allí hubiese aparcada una furgoneta de reparto del restaurante. Pero desistió. No se atrevió a abandonar este puesto de observación y aventurarse por calles que no conocía y que podrían obligarla a ver el restaurante y la situación de otra manera. Y no quería verlo de otra manera, quería verlo exactamente así.
Ni siquiera cuando Tito vino al mundo la espera fue tan angustiosa. Estaba a punto de desmoralizarse y de pensar que jamás vería a alguien con la tarta saliendo de Los Gavilanes y metiéndose en un coche para llevarla dondequiera que la hubiesen pedido. Y también sabía que debía mantener el deseo, fuera cual fuera, para que algo sucediera. Tal vez fuera una estupidez centrar todas sus esperanzas en la tarta, pero era lo que la hacía no desfallecer y seguir deseando encontrar el camino de Félix y Tito. A estas alturas no se le ocurría qué más habría por ahí que pudiera crearle un sentimiento tan fuerte.
Por nada del mundo iba a cerrar los ojos, ni a perder de vista la puerta con los boj a los lados y la hornacina con la carta. No iba a permitir que desapareciera. Se oía a las gaviotas. Las gaviotas aún seguían con ella.
Félix
El hotel Regina dominaba toda la cala y a ciertas horas proyectaba su silueta en las aguas de allá abajo. Databa de los años veinte y desde su posición de dominio había que reconocer que daba señorío al entorno. Sin embargo, Félix se encontraba más cómodo en un vulgar apartamento como los miles que se escondían entre las paredes y sombras de otros apartamentos a lo largo de la costa. Un apartamento era más independiente y más grande que una habitación de hotel y sobre todo más barato. Al hotel no le veía ninguna ventaja, a no ser que uno quisiera ir tropezándose a cada instante con gente. Y también Julia, al trabajar en un hotel, prefería alejarse de ellos en vacaciones. Sin embargo, Marcus allí estaba, gastándose los ahorros de Julia y Félix. Cuando llegó, subió a su habitación directamente. Se había cogido una suite.
Al abrir la puerta y verle, le miró con insolencia. Acababa de ducharse y estaba con el albornoz y las zapatillas del hotel, quería disfrutar de todas las comodidades que le ofrecían.
—Imaginaba que eras tú. ¿Quieres tomar algo? ¿Quieres sentarte? —dijo señalando la terraza, en que el cielo y el mar se juntaban, el mar un poco más oscuro que el cielo.
Félix como respuesta se limitó a apoyarse en un escritorio de época, tan pequeño que como mucho se podría escribir en él una carta.
—He cumplido mi parte. Le he hablado. La he besado. No puedo hacer más.
Félix se desplazó del escritorio a la chimenea. Marcus se sirvió una copa de vino tinto. Parecía la imagen de la buena vida.
—Siento que esté así —dijo—. Me ha impresionado y si crees que sirve de algo puedo volver mañana otro rato, por el mismo precio.
—Creo que no será necesario —dijo Félix mientras sopesaba la posibilidad de pegarle dos hostias. ¿Y si le empujaba contra la chimenea de mármol? Podría golpearse tan fuerte en la cabeza que se matase. No sería tan difícil, Félix se consideraba más fuerte que él y sobre todo tenía más ira dentro y odio y desprecio. Félix tenía en sus manos un arma poderosa, el deseo de matarle, de hacerle desaparecer. Pero lo cogerían, así que abrió la cartera y le pagó. Un trato era un trato.
Julia
Sintió unas manos recorriéndole las piernas y los brazos. Sintió aliento en el oído. Sintió que le removían el pelo. No hizo nada, permaneció quieta sintiéndolo. Los espíritus habían vuelto con gran fuerza. A continuación por la ventanilla entró una ráfaga de viento caliente. Vendría del desierto.
No sabía qué hora sería cuando vio salir por la puerta del restaurante a la que habían llamado Margaret llevando con mimo la que debía de ser la tarta empaquetada en una caja de cartón. Iba en dirección contraria a donde estaba apostada Julia. Así que buscó nerviosa una manera de dar la vuelta con el coche. Cuando lo logró, Margaret continuaba allí con la caja de confitería abriendo un coche y colocándola cuidadosamente en la parte de atrás. Arrancó, y Julia sin ningún tipo de disimulo empezó a seguirla a unos metros de distancia. Margaret en un momento determinado la observó por el retrovisor. Sin embargo, no intentó despistarla, cuando se desviaba lo hacía suavemente, no le importaba que la siguiera. Y cuando esperaba en un stop, aflojaba la marcha para que Julia no la perdiese. Si era una broma del destino, el destino se había molestado mucho con ella.
Por unos caminos que Julia no conocía llegaron a la carretera de la playa. Dejaron atrás La Felicidad. Miró de reojo deseando que este odioso local hubiese desaparecido, pero ahí estaba enrojecido por el sol. Pasaron de largo La Trompeta Azul y lugares que había visto una y otra vez, una y otra vez. Hasta que torció por un camino angosto y desembocaron en la calle que le pareció la de Las Dunas. Era demasiado difícil estar segura de algo. Aparcó detrás de Margaret. Margaret pulsó un timbre. La puerta de hierro se abrió y entró. Julia la siguió. Margaret no le dijo nada, ni ella a Margaret, no quería estropear nada. Si llegado el momento Margaret le preguntaba por qué iba detrás de ella, Julia le contestaría la verdad con toda sencillez, hasta entonces permanecería callada, como un duende, como los espíritus que ella probablemente había creado en su imaginación.
Pasaron junto a la piscina. Tom, el del mechón amarillo, regaba el césped y le lanzó un beso con la mano a Margaret. Julia le iba a dar las gracias por el desayuno, pero dudó que algo así fuese prudente en este momento e hizo como si no lo conociera. Del agua de la piscina se desprendió un aire pegajoso. Enormes monedas aceitosas temblaban sobre ella. Margaret se metió por un pasadizo que Julia ya no recordaba si había explorado o no. Luego pasaron por otro y subieron escaleras. Ella era la sombra de Margaret. Margaret tenía unas pantorrillas potentes de haber montado mucho en bicicleta o de haber corrido maratones, pero le costaba respirar. Oía la respiración fatigada de Margaret casi como si fuese la suya. Le daba la impresión de que respiraba a través de los pulmones de Margaret y que tosía. Al llegar al final del todo, Margaret se detuvo ante la puerta azul y respiró hondo, muy hondo. Se volvió a mirar a Julia. Julia notó que le entraba una bocanada de aire en los pulmones.
Margaret llamó al timbre. Se oía ruido que venía de dentro, palabras sueltas. La puerta se abrió con suma lentitud. Entonces sorprendentemente Margaret se volvió hacia ella y le dijo, Lista. Y se apartó para que Julia pasara. No se veía a la persona que había abierto porque el vestíbulo estaba en penumbra. Olía al pastel de Margaret y de su madre. Los ruidos de un instante antes cesaron. La gente que había dentro de la casa se calló.
Al principio no los distinguía, pero poco a poco empezó a entrar la luz. Cerró los ojos y los abrió con el riesgo de que las caras que la miraban desaparecieran. Eran los rostros de Tito, su madre, Félix y otras personas que no conocía. Sobre ella, en una bandeja con patas, había una tarta cubierta de brillante chocolate. Julia estaba tumbada. Estaba en una cama. ¿Qué hacía en una cama?
—Bienvenida al mundo real —le dijo una mujer de gafas y pelo canoso.
Le costó darse cuenta de que era una enfermera. Le quitaron la tarta de encima y le colocaron a Tito. Pesaba mucho y no tenía fuerza en los brazos para cogerle. Le llenó la cara de babas. Parecía real, pero ¿cómo podía estar segura? Tenía la misma sensación que cuando despertaba de un sueño muy profundo y durante unos segundos se encontraba confusa, igual que si acabase de pasar de un mundo a otro, de una vida a otra. El calor y el olor de Tito eran estremecedores, grandiosos. Eran auténticos.
—¿Os he encontrado de verdad? —preguntó con el pensamiento.
Félix
Félix se quedó paralizado, no habló, ni movió un músculo. Le aterraba que cualquier mínimo movimiento pudiera asustar a Julia y volviera a cerrar los ojos. Angelita pareció pensar lo mismo. Se limitaba a mirarla angustiada. No querían cometer el error de la vez en que abrió los ojos y todos se precipitaron a ella y seguramente la alarmaron con las voces y gritos de alegría. Aunque no lo comentasen, siempre les quedó el remordimiento de por no controlarse haber arruinado aquella maravillosa posibilidad. Tito estaba medio dormido sobre el hombro de su padre. Félix lo había estado paseando por el cuarto mientras Angelita la aseaba, peinaba y le ponía el camisón de seda color melocotón. Quería celebrar aquella pequeña fiesta lo mejor posible. A Félix le daba igual, eran gestos que hacía por hacer algo, para mantener en pie la ilusión, pero que en el fondo desanimaban. Cuando todo estuvo preparado, llamaron a Abel. Y Abel dijo que si se había bebido un lingotazo de coñac también podría tomarse un trozo de aquella magnífica tarta, cuyo aroma inundaba la habitación, el pasillo y la entrada de los ascensores.
Sólo dio tiempo a desempaquetar los platos y las cucharas de plástico, porque de pronto Angelita comenzó a mover angustiosamente los brazos como si se ahogara en una película muda. Félix y Abel entendieron que algo ocurría y miraron hacia Julia. Se inmovilizaron, se convirtieron en estatuas. No querían que el momento se rompiera por ningún lado. De nuevo Julia tenía los ojos abiertos y los observaba asombrada.
Duró un segundo, pero ¿qué es un segundo? Puede que toda la formación del universo durara un segundo, el mismo que Julia tardó en cerrar otra vez los ojos. Sin embargo, no les dio tiempo de apenarse porque enseguida volvió a abrirlos. Angelita se levantó y se situó junto a Félix. Julia volvió a mirarlos y también el resto de la habitación. Parecía un poco asustada o desconcertada. Fijó los ojos en la tarta que le habían puesto encima con la intención de que le llegara el olor y tuviera la sensación de que la comía. Movió la cabeza y un poco las manos y las piernas. Daba la impresión de estar muy cansada. Les dijo algo con los ojos que no entendieron. Angelita salió al pasillo y volvió con Hortensia.
Hortensia le hizo unas cuantas preguntas sólo por ver cómo reaccionaba y le quitó la tarta de encima.
—Bienvenida al mundo real —le dijo.
Félix le colocó a Tito, que estaba concentrado en su chupete y en dormirse, al lado y le cogió a Julia una mano. Julia se la apretó.
—Aún está entre dos mares, como si dijéramos —dijo Hortensia disimulando una pequeña alegría interior—. Ha llegado el momento de llamar al doctor.
—Ya estás aquí —le dijo Félix a Julia—. Estás con Tito, conmigo y con tu madre.
Julia miró a su madre. Seguramente al verla con este pelo amarillo y así vestida le parecería que estaba soñando. Llevaba puestos una camiseta negra de tirantes que dejaba al descubierto sus flacos brazos abrumadoramente pecosos y una falda larga de algodón rizado. En la muñeca se había puesto unas finas tiras de cuero que le había comprado a unos hippies. A Félix le asustó que esta visión pudiera confundir a Julia y que pensara que era ahora cuando estaba dormida y que tratara por todos los medios de despertar, lo que equivaldría a volver a sumirse en el sueño. Qué difícil era explicar que la realidad era real. Él mismo, si tomaba en cuenta su propia experiencia, tenía que admitir que mientras soñaba nunca se cuestionaba que el sueño fuera real. Simplemente le ocurrían cosas y él sentía que le ocurrían y las emociones eran tan fuertes o más que estando despierto. Y si comparaba los sueños con la realidad, lo que de verdad los diferenciaba en su mente era que cuando estaba despierto podía recordar sueños, pero dormido no pensaba en la realidad porque creía que todo era realidad. La verdad era que basándose en hechos objetivos, nada era objetivo.
—Este sol brilla más —dijo Julia—. Creía que el sol era brillante, que era como un cristal, pero ahora que veo éste, el otro no era tan brillante.
Se encontraban tan excitados que Angelita no se marchó con Tito al apartamento. Hortensia le recomendó a Julia descansar porque el esfuerzo que había hecho para poder despertar seguramente habría sido agotador. Pero Julia dijo separando mucho una palabra de otra que mientras pudiera estaría despierta y que le aterraba la idea de dormirse de nuevo.
El personal sanitario estuvo haciéndole distintas pruebas hasta que por la noche Félix pudo contarle que había tenido un accidente y una conmoción cerebral sin gran importancia y que ya tendrían tiempo de hablar de eso. Increíblemente, Julia permaneció más tiempo despierta que antes del accidente, en que siempre estaba cansada y el sueño la rendía en cualquier parte.
Cuando el doctor Romano llegó a primera hora de la mañana ya sabía cómo iba la cosa. Dijo que había ocurrido lo que tenía que ocurrir.
—¿Y si hubiese sucedido lo contrario, si no hubiera despertado? —preguntó Félix.
—Pues lo mismo. Habría ocurrido lo que tenía que ocurrir. Julia ha hecho lo que podía hacer. Si no hubiese podido, no lo habría hecho. El cerebro busca caminos e inventa recursos para ayudarse a sí mismo, para responder a sus deseos. Y el deseo de Julia era volver con vosotros.
—¿El deseo puede hacer tanto?
—Necesitamos desear, amar y tener proyectos para ser recompensados. Se encuentra dentro de los mecanismos de supervivencia.
Sí, quizá Julia habría necesitado el amor por su hijo para sobrevivir y despertar. No le cabía duda de que Tito había tirado de ella, y también consideraba muy probable que hubiese tirado Marcus, precisamente por lo que el doctor decía del amor. Félix sonrió para sí, ahora volvían a ser importantes cosas irrelevantes hacía un momento, como lo que pudiera sentir Félix por la relación de Julia con el tal Marcus. Hacía un rato cualquier asunto, cualquier novedad se medía por la capacidad que tuviera de inducir a Julia a encontrar la manera de volver. Y tanto Marcus como la tarta de Angelita habían tenido en este sentido un valor científico. Ahora ya no.