Julia
Julia anduvo hacia la mesa en que charlaban Marcus y su jefe al fondo de la discoteca. Le temblaban las piernas por todo lo que había tenido que correr desde la casa del acantilado hasta coger el taxi. Y encima se había enfriado y se sentía algo febril.
Las dos caras se levantaron hacia ella. Marcus tranquilo y con ojeras de necesitar dormir. El jefe era el típico que tenía muy claro que todo el mundo era como él y que no debía esperar más de lo que él mismo haría, y así parecía que le iba bien. Seguramente en la situación de Julia no se andaría con rodeos ni sutilezas.
—¿Qué has hecho con mi coche? —le dijo Julia a Marcus a bocajarro.
—¿Con tu coche?
Julia notó cómo la sangre iba disparada por las venas y tuvo miedo de marearse.
—El que querías comprar, el que llevé a tu casa, o a la de tus padres, o a la de esas personas que había allí.
—No te comprendo y estoy ocupado, ¿no lo ves?
—A mí no me trates así, no tienes ni idea de lo que estoy pasando.
El jefe se levantó. Ahora era robusto, con el tiempo sería gordo. Su mirada era indiferente.
—Mañana continuamos —dijo el jefe—. Que lo paséis bien.
Marcus también se levantó un poco, pero volvió a sentarse, se le quedó mirando hasta que salió como si se llevara con él palabras y pensamientos cruciales. Tiempo suficiente para que Julia buscara una explicación: como Óscar se marchó antes, podría haberse ido en el coche de Julia. De hecho ella sólo oyó el motor de un coche, y Marcus habría ido y venido del acantilado en uno que Julia no había llegado a ver. El Mercedes aparcado en el cobertizo de la casa pertenecería a sus supuestos padres. Claro que no estaba segura de si al buscar, estas explicaciones estaba buscando la verdad.
Pensaba que ahora Marcus le diría que no sabía de qué coche le hablaba, pero no abrió la boca. Le indicó con la mano que se sentara y permaneció mirando al vacío que había dejado su jefe. No parecía que tuviera intención de volver a hablar jamás en su vida. Se encendió un cigarrillo, que olía ligeramente dulzón, y el silencio se hizo más espeso todavía.
—No entiendo qué ha ocurrido esta noche —dijo Julia como si le hablara a una estatua—. Me dejasteis sola y luego llegó una pareja que parece la verdadera dueña de la casa.
Marcus le echó una ojeada de medio lado, no tenía ganas ni interés por mirarla de frente.
—Yo no te pedí que fueras a esa casa. Cuando llegué estabas allí. Después recordé que tenía algo urgente que hacer y me fui —dijo, y aplastó el cigarrillo en el cenicero.
—Óscar me llevó allí por indicación tuya. Ibas a comprarme el coche, y ahora el coche no está, alguien se lo ha llevado.
—No soy responsable de lo que Óscar y tú habléis. No soy responsable de tu coche ni de ti.
Félix sabría si este Marcus mentía o no, y en caso de mentir sabría deducir la verdad de los pequeños gestos y contracciones involuntarios de la cara y del cuerpo. Era una técnica que había aprendido y que le venía muy bien en su trabajo. Pero ella por mucho que le observase no lograba descubrir nada.
—No me mires así —dijo él— o no podré controlarme.
Se giró hacia ella. Tenía unos ojos preciosos. Grises, asombrados y brillantes, candorosos en cierto modo. ¿Cómo podrían engañarle esos ojos?
—Me habría quedado contigo toda la noche, era lo que más deseaba del mundo, por eso no me despedí, porque no habría podido volver aquí —dijo y la besó antes de que Julia pudiera reaccionar.
La boca de Marcus sabía ligeramente a ginebra. Tenía los labios más bien finos y eran suaves y apetecía morderlos. Julia nada más terminar un beso ya quería otro y otro, y él parecía que también, o por lo menos su boca en esto no parecía mentir. Mientras le besaba pensaba en sus ojos y en su camisa blanca. Le tocaba los hombros y el cuello, también los brazos. Pensó en el cinturón de piel de serpiente alrededor de los vaqueros y puso una de sus zapatillas en una de las botas de él. Pensó que le gustaba su olor y le tocó la cara para sentir los movimientos de su boca mientras la besaba. Pensó que le gustaría desabrocharle el cinturón de serpiente. El le acarició el pecho por encima de la blusa y le dijo con la voz un poco ronca que más al fondo había un cuarto donde se encontrarían más a gusto. Y Julia pensó que no era la primera vez que sentía todo esto.
Anduvieron hacia allí cogidas sus manos sudorosas y sin hablar, manteniendo como podían la magia del momento. Julia no tendría que estar haciendo esto, no estaba entre sus objetivos inmediatos, pero no quería considerarlo siquiera porque al mismo tiempo era algo que debía hacer, no sólo porque lo deseara, sino porque si no lo hacía no podría recordarlo. Era como un recuerdo, era como volver atrás en el tiempo.
En el cuarto había una cama junto a la pared, con muchos cojines simulando que era un sofá, lo que la madre de Julia acostumbraba a llamar cama turca. Marcus tumbó a Julia sobre ella y le quitó la blusa y los pantalones, y luego él se sacó la camisa por la cabeza sin acabar de desabrochársela, y Julia llevó la mano a la hebilla del cinturón de serpiente y mientras la abría se fijó en la hilera de vello que le subía hasta el ombligo cada vez más fina y le pasó el dedo por ella como si fuese algo que no pudiera dejar de hacer y entonces él se quitó una bota con otra, se bajó los pantalones con dos sacudidas de las piernas y colocó a Julia encima cambiando la postura inicial. Ya no había vuelta atrás, a partir de ahora tendría que ocultarle este secreto a Félix, en caso de que llegara a encontrarlo alguna vez.
Marcus se había quedado dormido. Dormía con respiración apacible. Así que Julia se encontró libre para revisar el cuarto. Sobre una mesa había un archivador de fuelle y un ordenador portátil. La puerta de un armario chirrió un poco al abrirla. Había pantalones, camisas y botas como las que llevaba Marcus. A veces terminaría tan tarde que no le apetecería irse a casa y tendría aquí ropa para cambiarse. También había una maleta en la balda última del armario. O puede que viviese aquí. ¿Cuál sería la verdadera vida de Marcus?
Se vistió preguntándose qué haría a continuación cuando ya estuviera vestida, cuál sería su próximo objetivo. Iría a hablar con Óscar. Él tendría que explicarle qué había ocurrido con el coche, un coche no desaparece por arte de magia. Tendría que darle el coche o el dinero. El corazón comenzó a latirle con fuerza, ¿y si no le daba nada?, ¿y si negaba que él hubiese cogido el coche? Que te roben en tu propia cara es indignante, pero en la situación de Julia suponía una auténtica catástrofe. No entendía por qué le sucedía esto, por qué era castigada así y por qué la abandonaban los espíritus protectores. Hacía tiempo que no los sentía. No veía sus señales por ningún lado. Ángel Abel, ¿dónde estás? Miró a Marcus tumbado en la cama turca y no parecía precisamente un ángel. Daba la impresión de estar rodeado de una sutil oscuridad. No lo veía bien, lo veía como una ilusión.
Terminó de atarse las zapatillas pensando que tendría que existir una puerta trasera por donde entrar y salir mientras la discoteca permanecía cerrada. Y existía, vio una en el lado opuesto al pequeño cuarto de baño. La abrió tratando de no despertar a Marcus, no porque tuviera algún interés en que descansara, no porque le preocupara su bienestar, sino porque desconfiaba de él. Hay personas que inspiran confianza y otras desconfianza, y Marcus inspiraba desconfianza. Fijó un momento la mirada en el techo para pensar mejor. Tenía la sensación de leerle el pensamiento, de saber lo que pensaba y pensaba que Julia tenía miedo y que era fácil conseguir lo que se quería de ella porque además se aburría y necesitaba emociones. «Las emociones son el oro y los diamantes de la vida, ¿comprendes?», le dijo a Julia con el pensamiento como si estuviera soñando con ella.
Al abrir tuvo que guiñar los ojos. La mañana era de un azul tan y tan denso que llegaba al suelo y lo cubría como un velo. Serían las ocho o las nueve. No se atrevió a cerrar la puerta porque en cuanto cerrase se encontraría sola otra vez. Esta era la parte trasera de la discoteca y daba a un solar de tierra con algunos matorrales. Junto a la fachada se apilaban cajas vacías de cervezas y coca-colas, tónicas, refrescos, y más allá estaban aparcados una furgoneta y dos o tres coches. Un momento, ¿no era ése su Audi? Hizo el gesto instintivo de adelantar la cabeza para verlo mejor. Lo reconocía perfectamente, estaba a unos cincuenta metros y habría salido corriendo a mirarlo de cerca si no temiese que la puerta que tenía sujeta con la mano se le cerrara cuando lo más probable era que las llaves estuvieran dentro del cuarto. Permaneció unos segundos de pie observando el coche. Sin duda era el suyo. Podría haberlo aparcado allí Óscar y que Marcus no lo hubiese visto siquiera, pero ¿por qué iba a aparcarlo allí? Félix en estas circunstancias le habría dicho que no rebuscara suposiciones, sino que se basara en hechos cuanto más objetivos, mejor. Así que entró de nuevo en la habitación, y los hechos eran que el coche se encontraba a unos metros de Marcus. Por fortuna, Marcus no se había despertado, sólo había apretado más los ojos, molesto por algún rayo de luz.
Miró detenidamente sobre la mesilla, en el cenicero que había en una mesa debajo de la ventana, encima de un montón de periódicos. Entró en el baño y escudriñó en las repisas de cristal y en un cestillo con pequeños jabones de hotel. Unas llaves podían no verse con facilidad aunque se tuvieran delante de las narices. Volvió a repasar con la vista de nuevo el cuarto. En una silla estaban doblados, demasiado doblados, los vaqueros de Marcus y el cinturón sobre ellos. En algún momento en que ella fue al baño o en que no reparó en lo que él hacía, Marcus se dedicó a ordenar su ropa. Del respaldo colgaba la camisa y en el suelo estaban muy colocadas las botas, y dentro de las botas los calcetines negros. No comprendía cómo no se asaba de calor.
La primera vez que lo vio, casi se fijó en estas cosas antes que en él mismo. Eran tan Marcus como el que dormía en la cama, y quién le iba a decir a Julia unas horas antes cuando las adoraba que ahora le fueran a producir un rechazo tan desagradable. Los bolsillos del pantalón quedaban junto al asiento así que tuvo que darles la vuelta, y al dársela sonó un pequeño tintineo que la dejó petrificada. Miró a Marcus, por suerte seguía dormido. No se permitió pensar ni un segundo que hacía nada había estado en esa misma cama con ese extraño. Quizá pudiese hacer como que nunca había pasado. Sacó el llavero del pantalón y no le pareció que ninguna llave fuera la del Audi, aunque por si acaso pensaba llevárselo.
Se dirigió entonces al sinfonier rojo del rincón, que daba una nota de alegría al cuarto. Abrió un cajón despacio, lo suficiente para meter la mano y palpar. Se concentró en esta operación, que repetiría en el siguiente cajón. Pero cuando iba a sacar la mano, el cajón se cerró y sintió un dolor insoportable. Se oyó gritar dentro de la cabeza, igual que si hubiera gritado sólo por dentro y el sonido no hubiera salido fuera. Se oyó gemir igual que si hubiese otra persona dentro de ella que también sintiera dolor. No lo entendía, ni tampoco era el momento de intentar comprenderlo. Vio la mano de Marcus en el cajón, cerrándolo.
—¿Se puede saber qué buscas?
A pesar del dolor le quedaba un resquicio de lucidez para saber que podría decirle cualquier cosa menos la verdad.
—¿Estás loco? Estoy buscando algo que ponerme.
Marcus soltó el cajón. Julia no tuvo que fingir para mirarle aterrada, pero sí fingió para hablar. Se cogió una mano con la otra y se la llevó a la boca.
—Sólo tengo esta blusa y está sucia. Hay más cosas en el coche, pero no puedo estar así hasta que aparezca.
—¿Has abierto la puerta de la calle?
Sería mejor no mentir del todo.
—Sí, quería saber qué hora era.
—Pues no sé. He visto que hacía sol y he vuelto a cerrar.
—¿Había algún empleado colocando Cajas de bebidas?
—No me he fijado, no me ha dado tiempo —dijo Julia sentándose en el borde de la cama.
—¿No me engañas?
Estaba desnudo, y Julia evitaba mirarle, deseaba olvidar aquel cuerpo lo antes posible.
—No sé qué quieres decir. De verdad que no te entiendo. Tendría que vendarme la mano.
Marcus abrió el cajón completamente, y Julia pudo comprobar que las llaves no estaban dentro. Mejor dicho, la llave porque para no acarrear peso había guardado las llaves del piso de Madrid en la maleta y había dejado sólo una arandela con la llave del coche. En unos días pensaba hacer copia de la llave del apartamento y agregarla también. Fue en medio de estas consideraciones cuando descubrió una caja de conchas mal pegadas sobre el sinfonier rojo. Era el único objeto por allí con aspecto humano e íntimo. Y desde luego lo había hecho un niño. Pero ¿qué niño? ¿Sería el único objeto que Marcus conservaba de su infancia? No era el momento para preguntas de este tipo y además a Julia ya no le importaba, sólo quería recuperar el coche y huir.
—Toma —dijo Marcus extendiéndole un tubo de aspirinas—. Tómate una, te aliviará el dolor. Ahora tengo cosas que hacer. Sal por la puerta principal y no vuelvas hasta la noche.
Se oía ajetreo de limpieza en el local y por debajo de la puerta del cuarto entraba olor a detergente. Julia fue al baño y llenó un vaso de agua lentamente haciendo tiempo para pensar los pasos a seguir. También se tragó la aspirina con toda la parsimonia que pudo. Si salía, le resultaría muy difícil volver a entrar y recuperar la llave.
Él entró en el baño con una toalla en la mano.
—Tengo que ducharme.
—Está bien. Ya me voy —dijo ella bebiendo poco a poco del vaso mientras salía a la salita dormitorio.
Bebía pequeños sorbos para poder ir más despacio. No le daba tiempo a planear, tenía que improvisar. Oyó cómo él se metía en la ducha, pero sin abrirla aún. Julia dejó el vaso en la mesa.
—Adiós —repitió sin recibir respuesta, y abrió la puerta que daba a la discoteca. Luego la cerró desde dentro con un portazo. Los latidos se le dispararon. Sentía un poco de ahogo, Marcus le daba miedo. La ducha por fin se puso en funcionamiento. La mano derecha le dolía tanto que casi no podía usarla para abrir la caja de conchas. La abrió con la izquierda. Cogió la llave, cerró y fue hacia la puerta que daba al solar. Entonces se preguntó qué haría en una situación semejante alguien con menos escrúpulos que ella. Esa persona cogería el vaso y derramaría el agua en la puerta del baño, de forma que al salir de allí, Marcus, con un poco de suerte, se resbalara y se hiciera daño. El sinfonier estaba cerca de la puerta, así que con otro poco de suerte se daría un golpe en la cabeza. Por lo menos se haría una brecha o se quedaría atontado. Así lo hizo. Derramó el agua de manera que fuese imposible que no la pisara, había más de la que creía, apenas había bebido.
Y por fin abrió la puerta trasera y salió al sol y al aire. El corazón se le apaciguó un segundo para volver a saltar con más fuerza. Esta vez sí que cerró y cruzó corriendo en dirección al coche. De haber Marcus oído el ruido ya estaría saltando de la ducha. No podía perder un segundo, las manos le sudaban. No quería pensar que el coche no arrancara. Tuvo que sujetarse la mano dolorida y temblorosa con la otra para poder meter la llave en la cerradura. Pidió al espíritu, a ese ser invisible que hacía tanto tiempo que no estaba con ella, que por favor el depósito tuviera suficiente gasolina para escapar de allí y llegar a una gasolinera.
Gracias, dijo a los seres invisibles, mientras arrancaba y se internaba por el primer camino que tuvo a mano. Echó una ojeada por el retrovisor. La puerta no se abría y el solar poco a poco iba quedando atrás. Se tranquilizó, casi sintió ganas de llorar de alegría. Había recuperado el coche. Y la aguja del depósito estaba casi por la mitad, por lo menos esto había ganado. Apenas podía apoyar la mano en el volante. Iría a una farmacia y pediría que se la vendasen. Ése sería su siguiente objetivo, una farmacia, pero una farmacia lo más alejada posible de La Felicidad. No sabía cómo podría reaccionar Marcus al ver que se había llevado el coche. Lo más probable es que se enfureciera y empezara a buscarla. Y era muy probable que en tales circunstancias Julia se sintiera aterrorizada. Debería ir contando ya con esta amenaza, y con que ese extraño con el que se había acostado y con el que había sentido un gran placer la persiguiera. Podía notar ya en la espalda esta sensación.
También tendría que evitar a Óscar y buscar otro supermercado donde alimentarse y proveerse de lo que necesitara. Hacía nada estaba lo que se dice sola y ahora tenía enemigos, y no sabía lo que era peor, indudablemente tener enemigos, pero que nadie, absolutamente nadie sepa que existes tampoco era lo que más le gustase. Vio a lo lejos Las Adelfas III, pero prefería separarse de la carretera lo más posible. En cuanto pudo se internó en el pueblo. Aparcó en la zona menos turística, donde la gente no estaba ni siquiera morena y además iban vestidos de una manera más formal que los que estaban de veraneo. La farmacia se encontraba entre una panadería y un local de lotería. Le pusieron una venda advirtiéndole que era provisional y que debía ir al médico, pero ella ni siquiera les oía porque de pronto se dio cuenta de algo, de pronto se dio cuenta de que le faltaba algo y que tal vez por eso el espíritu o ángel protector había desaparecido. No llevaba el anillo luminoso.
Se quedó paralizada. La farmacéutica le preguntó si se sentía mal, si le había apretado mucho el vendaje. Julia empezó a repasar los sitios donde había estado desde la última vez que recordó haber llevado el anillo. La farmacéutica cogió de las estanterías un gel espumoso que debía aplicarse por la mañana y por la noche. Costaba seis euros y Julia le preguntó si no tendría algo más barato que surtiera más o menos el mismo efecto. La farmacéutica le aconsejó que fuera al ambulatorio mientras buscaba algo más barato en las estanterías. Encontró un tubo de pomada que sólo costaba dos euros por lo que en total Julia tuvo que pagar cuatro. No podía perder de vista su subsistencia mientras pensaba en el anillo.
Félix
Romano sin duda era un sabio, un hombre de ciencia, pero se parecía mucho a su compañero Torres, que se atenía a un protocolo de actuación bastante estricto, no por pereza, sino porque creía en él y le daba seguridad. Ahora ante la puerta de la 407 tuvo la impresión de que el despacho de Romano quedaba en la otra punta del mundo. Se acercó a Julia y le cogió la mano. Le dio varias vueltas al anillo del dedo corazón. Cada vez le estaba más grande, así que intentó sacárselo para ajustárselo con un poco de papel higiénico, pero ella trató de resistirse cerrando la mano ligeramente, con el gesto más que nada. Aun así se lo quitó, le puso un poco de papel en el aro y volvió a colocárselo. Así no se te caerá, le dijo al oído. Julia suspiró, y Félix se quedó pensando que no estaba imaginando nada, que ésta era una prueba contundente.
Esta reacción podía significar que Julia era consciente de que llevaba el anillo y que alguien intentaba quitárselo o que lo había extraviado, por eso había sentido tanto alivio al comprobar que lo tenía puesto de nuevo. Aunque era imposible averiguar en qué lugar se encontraba con el anillo y qué estaba haciendo allí, era evidente que si protegía el anillo era porque lo necesitaba. Probablemente la unía con este mundo y le hacía recordar cosas vividas. Pero ¿de qué recuerdos se trataba?, ¿qué recuerdos saldrían a flote en un océano repleto de recuerdos? Según el propio Romano, al menos en teoría, con los recuerdos y con la información que la memoria maneja sin que lo sepamos, la mente construye la realidad que necesita para seguir viviendo, y en este sentido la diferencia entre sueño y realidad no era tanta.
Observó a Julia con toda la concentración que podía. Tenía la boca algo tensa, la frente, la raíz del pelo. Ahora estaba en la fase de sueño REM porque las niñas de los ojos se movían con rapidez bajo los párpados y también respiraba fuerte, como cuando mentía.
No mentía a menudo, pero si lo hacía se notaba bastante bien. Se diría que alguna parte de ella quería dejar claro que lo que estaba diciendo no era verdad. En esos momentos debía de entablarse una desagradable lucha en su cabeza y, lejos de Félix, el pretender agravarla más. ¿Qué más daba que mintiese? Félix había comprobado que todo el mundo mentía mucho más de lo imaginable. Y en todos los casos, aunque de forma casi imperceptible, la propia persona emitía alguna señal de que estaba mintiendo. El problema consistía en que al no conocer en profundidad la personalidad del sujeto en cuestión no era fácil detectarla. Los había que sostenían perfectamente la mirada, pero que movían un poco una pierna o tosían ligeramente, o se pasaban los dedos por el pelo, o no hacían absolutamente nada, lo que también podía ser un síntoma. Había que estar muy habituado a los gestos de alguien para apreciar la diferencia. Ni siquiera el mismo individuo podía controlarlos porque ni siquiera sería consciente de que hay pequeños músculos que se contraen cuando actúa esa parte del cerebro en que se produce la mentira o el engaño. Es un registro que no se puede dominar por completo porque está unido a la intención. Se escapa sin que el sujeto se entere y entonces ahí está el sabueso para cazarlo al vuelo.
¿A quién le estaría mintiendo Julia en su sueño?
El viernes por la mañana, después de que Julia desayunara de la forma habitual y después de que la lavasen y le cambiasen la ropa y él la peinara y le cubriese con la sábana los brazos para que no se le viese el anillo salió todo lo deprisa que pudo del hospital camino de los apartamentos. Esperaba que una vez más no entrase en la habitación ningún desaprensivo, le quitara el anillo y entonces ella se encontrara perdida o vulnerable dondequiera que imaginase que estaba. No soportaba la sensación de que la abandonaba y que ella no lo sabía. Por el pasillo se tropezó con un hombre sospechoso que asomaba la cabeza en todas las habitaciones. Cualquiera podía fingir que venía a visitar a un paciente e introducirse en una habitación como la de Julia. Sólo por evitar sorpresas desagradables soportaba la presencia de Abel. Le dijo a una enfermera que se encontró por el camino que dejaba un momento sola a su mujer, pero ni le oyó, tenían mucho trabajo, muchas medicinas que repartir, muchas pruebas que hacer. Tendría que tratar de contratar a alguien para que le hiciese compañía en estos pequeños intervalos. Pasó despacio por la habitación de Abel. En la puerta, en lugar del tipo de la otra noche, estaba la mujer del blusón floreado que ya había visto una vez, sólo que ahora llevaba otro blusón con motivo étnicos y sandalias de tiras, lo que no sería muy práctico a la hora de tener que correr o darle una patada a alguien. Seguramente hacían turnos ante la puerta. Félix asomó la cabeza por ella y la mujer fue detrás de él.
—¿Busca a alguien?
—A Abel. Soy Félix, de la cuatro cero siete.
—Ahora está el médico dentro. Espere aquí —dijo con enorme autoridad.
Era una mujer ancha y fuerte, que muy bien podría saber manejar un arma y hacer una llave y pegar un puñetazo, una mujer calmada que dominaba el entorno sin estridencias. Era una mujer bajo cuya protección él se pondría con gusto.
—Dice que se vaya tranquilo, que en cinco minutos estará con ella —dijo al salir.
No estaba bien que para marcharse tranquilo pusiera a Julia en manos de alguien a quien no conocía y de quien, para ser sinceros, recelaba. La mujer también llevaba unas finas cadenas de oro al cuello y del hombro le colgaba un pequeño bolso, que decía a gritos, aquí hay una pistola. ¿Quién podía ser tan peligroso o tan odiado como para necesitar guardaespaldas?
En los apartamentos todo marchaba según lo previsto. Los aspersores alrededor de la piscina funcionaban con un susurro continuo y las plantas estiraban el cuello hacia el sol. La normalidad lo sofocaba todo. También se había vuelto normal que Angelita, nada más entrar él, colocara una rebanada de pan de molde en el tostador y cortara unas naranjas.
—Anda, hijo, dúchate, mientras te preparo los huevos.
Día a día Félix iba observando cosas nuevas. Un mantel floreado, dos grandes tazas en verde y rojo (parecía que ella se había decidido a usar la verde porque a él siempre le ponía la roja), un cuenco de cerámica blanca para las papillas de Tito. No entendía de dónde sacaba esas cosas puesto que por allí no había tiendas, al menos a la vista, a no ser que a la salida del hospital se marchase de compras al pueblo, lo que no creía posible dado el tiempo que le llevaría. Pero qué más daba, ni siquiera se le pasaba por la cabeza preguntárselo. Se trataba de consideraciones de retaguardia, esas que están en segunda o tercera fila de los detalles importantes. Y, sin embargo, era un alivio fijarse en ellas, que revolotearan alrededor, seguirlas con la vista. Angelita ahora llevaba unos pantalones de algodón muy anchos que tampoco le había visto antes.
Esta vez Félix prefirió desayunar antes de ducharse. Veía a su suegra ir y venir flotando en los nebulosos pantalones mientras sentía sueño. ¿Sentiría también sueño Julia dentro del sueño? Pero incluso somnoliento el instinto que había desarrollado en su profesión no lo dejaba tranquilo. Casi podía decir que en estos momentos de relajación o medio letargo la intuición se le desarrollaba más que nunca. Podía decir que era entonces cuando en más de un caso se le habían armado los datos en la cabeza hasta llegar a un estado de casi clarividencia. Y ahora que se encontraba exactamente en ese punto consideró que su nueva imagen de pelo corto y rubio, la alegre ropa, la agilidad adquirida de la noche a la mañana de su suegra eran señales que estaban diciendo algo. Su transformación suponía una llamada de atención del mismo calibre que cuando un semáforo cambia de rojo o verde. Y esta transformación no iba a detenerse hasta que alguien recibiera el mensaje. No era descabellado pensar que hubiese estado mintiendo durante los veintiocho años que tenía Julia.
Dio un sorbo al café y le costó estirar las piernas al levantarse para ir a echar un vistazo a Tito mientras Angelita les daba el toque final a los huevos. Tito dormía con un conjunto de pantalón y camiseta rojos que no había visto nunca, así que se temió que también hubiera comenzado la transformación de su hijo. Volvió a su sitio y valoró la posibilidad de preguntarle llana y directamente si Julia era adoptada. Pero lo desestimó en cinco segundos, en cuanto la vio coger el bolso de paja, las gafas de sol y salir a toda pastilla hacia el hospital. La necesitaba con toda la energía posible, viniera de donde viniera esa energía.
Abordar el tema sólo serviría para que Angelita se desmoronase. Estaba harto de ver cómo los sospechosos después de confesar, después de que se les enseñasen las evidencias del fraude, cuando se les ponía ante las narices la verdad se quedaban sin fuerza y había que ayudarles a levantarse. Había que darles un vaso de agua porque también se les secaba la boca. Había incluso que recordarles su propio nombre porque tras el esfuerzo de memoria que suponía mantener todos los detalles de la historia que se acababa de venir abajo se quedaban en blanco. A su edad, a Angelita le costaría mucho recuperarse y ante todo la necesitaba. Necesitaba saber más sobre Julia. Habría preferido ir descubriéndola a lo largo de su vida juntos, pero eso fue antes del cataclismo, antes del diluvio, antes del presente.
El apartamento fue atravesado por un rayo de silencio. Nada más se oía el chupete de Tito de cuando en cuando y tras las ventanas una vida lejana que lo envolvía todo.
Angelita estaría junto a su hija como mucho en media hora, lo que le tranquilizaba bastante. Entraba una maravillosa brisa por las ventanas, las cortinas se hinchaban parsimoniosamente formando globos de luz. Angelita era además de él la persona que más la quería, que más la cuidaba y con ella Julia estaba segura. Se tumbó en la cama y se quitó un zapato con el otro, que salieron disparados al centro de la habitación. Luego se desabrochó los pantalones y los empujó a los pies de la cama. Saber que Julia estaría bajo la vigilancia de su madre le sosegaba mucho. En algún momento había puesto una de las novelas de Margaret en la mesilla de mimbre azulón y cristal y empezó a hojearla hasta que consideró que debería dormir porque enseguida llegaba la noche y el hospital. Y además debería dormir para soñar. Nunca se había fijado en estas cosas, no les había dado importancia. Su día a día consistía en estar lo más despierto posible y procuraba dormir lo suficiente para mantener los cinco sentidos alerta, no para soñar. Soñar era una actividad cerebral sin incidencia en la vida práctica, salvo que uno se sugestionase. Soñar era algo que el cuerpo hacía por su cuenta, como orinar. El sueño era un residuo que había que expulsar de la mente. Y jamás se había tomado en serio que los sueños tuviesen alguna importancia por mucho que Freud se hubiese hecho famoso con eso. Así que le resultaba difícil saber con qué soñaba él. Su mirada estaba centrada en un punto fijo de la habitación. ¿Con qué soñaba?
Alguna vez había leído en una revista que era muy recomendable tener a mano papel y lápiz para describir en cuanto se abriesen los ojos, y antes de que los detalles se evaporaran, lo soñado. Recordaba con mucha vaguedad pesadillas que probablemente tendrían que ver con su trabajo. Eran esas veces en que se despertaba con la angustiosa sensación de que le perseguían, de que huía, lo que quizá fuera un recurso creado por él mismo para ponerse en el pellejo de los que trataban de ocultarle lo que él se empeñaba en descubrir. En otros sueños era él quien iba detrás de alguien con ansias de cazador, lo que también podría ser una manera de advertirse a sí mismo que tan peligroso acababa siendo ser cazado como cazar. A estas alturas ya sabía que la persecución y la huida eran sueños tan normales que se los podría considerar arquetípicos. Por lo que era muy posible que Julia los tuviera y que por eso necesitara el anillo.
Con el anillo se sentiría protegida y segura. ¿Y por qué no? Puede que la ayudara a superar obstáculos de un modo casi sobrenatural. Al fin y al cabo era un sueño. Si él pudiera intervenir en ese mundo soñado y crearle la necesidad de buscar una salida dondequiera que estuviese, de huir de ese lugar hacia la salida para que al cruzarla despertase. Tendría que encontrar la manera de darle valor y confianza. Pero Félix también corría el riesgo de meter la pata como le advirtió Romano. Él no estaba en sus sueños, no los veía, no sabía qué ocurría en ellos y no podría saber si al influirle desde fuera no entorpecería el curso natural que le conduciría a abrir los ojos. Julia tenía un hijo. Era imposible que se conformase con una realidad falsa. En alguna parte dentro de ella tenía que saber que había dejado algo muy valioso a este lado y que debía venir a buscarlo. La cuestión era que no disponían de todo el tiempo del mundo, de unos días más si podía convencer al doctor Romano de que no la trasladase aún a Tucson. ¿Con qué soñaría Tito?
Julia
Permaneció sentada unos minutos en el coche antes de arrancar. La aspirina que le dio Marcus le había venido bien, se encontraba más despejada, aunque necesitaría desayunar algo. Pero ¿a quién podía importarle ahora algo así? Desayunar formaba parte de la rutina. La rutina de comer, de intentar hablar por teléfono con Félix. Incluso la búsqueda desesperada de su marido y su hijo estaba cayendo en la rutina. De pronto, de su blusa abierta subió un olor que no era el suyo, era el de Marcus. No se había duchado después de estar en la cama con él y ahora tenía que soportar llevarlo de alguna forma pegado a la piel.
Hasta ahora, desde que salió de la habitación no había sido muy consciente de ello porque tenía que huir y curarse la mano, pero a partir de este momento uno de sus objetivos principales sería acercarse a la playa y bañarse, borrar cualquier huella de aquel ser odioso en su cuerpo y a ser posible en su vida. Y pensar que habría podido enamorarse de él. Y pensar que casi lo había estado y que se le había pasado por la cabeza olvidarse de Félix. Cuántas cosas increíbles se hacen con el pensamiento, menos mal que no salen de ahí. Pero antes de la playa y la purificación le esperaba algo mucho más importante: encontrar el anillo. Esta era ahora la prioridad.
El reloj del coche indicaba las once menos diez. Desde que no llevaba puesto el anillo, desde que no lo sentía, había ido de cabeza y no había vuelto a notar con fuerza a los espíritus. Tal vez el anillo luminoso fuera algo así como una puerta al mundo invisible o simplemente le daba confianza y seguridad. Fuese como fuese, debía recuperarlo. Recordaba que la noche anterior se lo había quitado en los lavabos de La Felicidad pero se lo volvió a poner. Fue cuando encontró a Monique, la africana de la comisaría. Sabía que Monique le dijo algo. Algo que le impresionó, pero que ahora no era capaz de recordar. La siguiente vez que se lo quitó fue en la casa del acantilado para ducharse. ¿Volvió a ponérselo? Puede que se lo pusiera y se lo quitara de nuevo para dormir en la habitación malva. O que se le cayera al saltar la valla.
Estaba circulando por el puerto en dirección a la carretera del faro. Si había algo que recordaba bien era que la casa estaba pasando el faro. Por la ventanilla entró olor a flores recién regadas. Miraba a izquierda y derecha y parecía que los jardines de las casas flotasen por encima de ellas inundándolo todo. Lo más probable era que hubiese olvidado el anillo en la encimera de mármol rosáceo del baño. Sintió que el aroma de las plantas le aclaraba la memoria y que podía repasar lo que hizo: subió por las escaleras, abrió la puerta de algunos cuartos y miró dentro, hasta que dio con el dormitorio grande y pensó que sería el de Marcus, por eso se desnudó, colocó la ropa en la cama y pasó al baño, donde le sorprendió que hubiese tantos detalles femeninos. A continuación se quitó el anillo y lo dejó junto al lavabo. Después de la ducha, se enrolló la cabeza con una toalla, se secó el cuerpo, se dio unas cremas guardadas bajo el lavabo y se dedicó a deambular por la habitación mientras la piel las absorbía. Como también se impregnó las manos de crema no se puso el anillo. Miró en los armarios y cogió aquel bonito pañuelo de seda blanco y negro que luego le dio al taxista como pago de la carrera.
El olor a flores que entraba por la ventanilla era cada vez más fuerte y sus recuerdos más frescos que el mismo olor: tras colocarse el pañuelo alrededor del pecho dejando que un pico le cayese hasta el ombligo, se arregló el pelo y se puso los pantalones. Al llegar al hueco de la escalera no llevaba el anillo. Ahora lo veía claro y más o menos creía saber dónde estaba. En su subconsciente había supuesto que no era el momento de ponérselo cuando ni siquiera iba calzada y sólo semivestida, cuando lo más seguro era que llegado el instante en que intimaran ella y Marcus tendría que quitárselo y dejarlo en cualquier parte. Inconscientemente supuso que el anillo estaría mejor en el cuarto de baño. Pero al descubrir que en lugar de Marcus estaba aquella pareja, que hablaba de Óscar como de un empleado sin derecho a entrar en la casa y que no mencionaba a Marcus para nada, se sintió obligada a hacer frente a la situación a gran velocidad. Algo que no entendía estaba ocurriendo y el instinto le dijo que debía protegerse y no dejarse ver. En este caso el instinto se guió por un rastro de señales que apuntaban a la pareja como propietaria de la casa. No había visto ni oído absolutamente nada que confirmara que Marcus vivía allí. Después de tomar la decisión de hacerse invisible y desaparecer en cuanto pudiera, fue a la habitación y recogió sus cosas para encerrarse en el cuarto malva, donde creía improbable que entraran: estaban cansados del viaje y encima la mujer había nadado en la piscina y se habría agotado aún más; tomarían cualquier cosa en la cocina y subirían derechos a meterse en la cama.
Julia entrecerró los ojos para ver mejor en su interior sin dejar de ver la carretera: no se quitó nada para tumbarse en la cama de la habitación malva, se enrolló en la colcha. No recordaba haberse quitado el anillo allí, pero tampoco su contacto, luego ya no lo llevaba puesto. La colcha y toda la habitación olía un poco a humedad aunque nada estuviera húmedo. Anduvo dándole vueltas a la cabeza sobre el giro que había dado la situación mientras esperaba oír los pasos de los dueños dirigiéndose a su suntuoso dormitorio, pero tardaron más de lo supuesto y con la oscuridad y el cansancio se durmió. Al despertarse y huir de allí como buenamente pudo, en ningún momento, sobre todo al trepar el muro, tuvo la sensación de que el anillo le molestase ni rozara con nada. Y una sensación era un dato a tener en cuenta, porque estaba comprobando que lo que mejor recordaba eran las sensaciones. Todo lo que no dejaba alguna sensación es que no había ocurrido.
Félix
Lo despertó con sus lloros alrededor de dos horas después. No necesitaba mirar el reloj para calcular cuánto había dormido, lo sabía por el grado de atontamiento al abrir los ojos. Tito estaría harto de estar despierto y de no oír ningún ruido. Tendría sed y puede que hambre. Félix se había dado la vuelta boca arriba y contemplaba el techo, se le acababa de olvidar lo que había soñado. Lo tenía ahí, en la punta de la lengua, pero se le escapaba como una sombra entre sombras, lo que era muy irritante. De nuevo la imagen se estaba evaporando, igual que si estuviera reflejada en el agua y un poco de aire pudiera deshacerla, y era inútil intentar atraparla.
Si quería entender el nuevo mundo de Julia, el espacio y el tiempo de su imaginación en que ella creería que vivía, no estaría de más aprender el mecanismo de los sueños y qué se siente cuando se sueña. Y debía aprender a observar esos detalles de los sueños que probablemente serían los enlaces con la vida real. Su entrenamiento en la vida real o consciente tal vez le serviría. En el fondo, si echaba la vista atrás, tenía la sensación de que su vida anterior había consistido en unas prácticas de observación y análisis para poder afrontar esta situación. Tenía la sensación de estar siendo manipulado por una fuerza superior y que todas sus acciones tenían un objetivo y una intencionalidad que él desconocía y que por tanto era incapaz de comprender el lugar que ocupaba el accidente de Julia en este gran plan ni su repercusión a gran escala. Era imposible rebelarse.
Por su trabajo estaba acostumbrado a retener muchos detalles en poco tiempo y conversaciones enteras. Si iba a una tienda a comprar algo, salía de allí con una buena fotografía en la cabeza del dependiente. Corte de pelo, color de ojos, zapatos, estatura. Si entraba en una casa cinco minutos, podía describir al salir desde el color de las sillas al tipo de molduras del techo. Se llevaba todos estos datos banales sin proponérselo y sin ningún esfuerzo, le entraban solos. Por lo general la gente cree que tiene buena memoria y que recuerda bastante bien, hasta que se le pregunta si había o no un cenicero en el salón, si los muebles de la cocina llegaban al techo, si el dueño de la casa llevaba zapatos o botas, cómo tenía la nariz. La mayoría tampoco era capaz de describirse a sí mismo fielmente. Entonces la gente se daba cuenta de que lo que se le había quedado en la cabeza en realidad era muy poco y con ese poco creen saberlo todo.
Siempre, siempre, le había aburrido que le contaran los sueños. No entendía cómo alguien podía regodearse en esa absurda irrealidad. Un sueño no era un hecho, ni un pensamiento, ni una fantasía, los sueños eran la basura del cerebro. Una vez salió con una chica que decía con demasiada frecuencia eso de «anoche soñé…». Cuanto más se entusiasmaba ella, más tedioso le parecía a él, hasta que consiguió continuar pensando en lo suyo mientras ella contaba unas historietas que no le habían ocurrido a nadie. Quién iba a decirle que ahora precisamente esas historietas absurdas podrían ser la salvación de Julia. Y además ya no las consideraba tan absurdas o al menos no de la misma manera que antes, porque serían absurdas si se pudieran contrastar con la vigilia, pero para quien duerme el sueño es la única realidad que conoce. Recordaba haber llorado alguna vez en sueños y que el sentimiento amargo de llorar era el mismo que cuando lo hacía conscientemente.
Levantó a Tito en brazos y le sonrió haciendo un gran esfuerzo. Estiró la sonrisa todo lo que pudo. Quería que su hijo viese a su alrededor la mayor alegría posible. Quería que fuese una persona optimista. Con los años no recordaría este espacio de tiempo, sería como si no hubiese existido, y sin embargo toda esta información discurriría por su cabeza formando una experiencia que siempre estaría detrás de la experiencia reconocible. Le calentó la papilla y se la puso en el nuevo tazón de cerámica.
—¿Tienes hambre, briboncete?
Le anudó un babero alrededor del cuello y comenzó a darle la papilla.
—Si tu madre te viera, estaría muy contenta. Seguro que sueña contigo.
Le besó en la cabeza. Parecía que por la raíz de sus débiles pelos rubios salía una concentración de vida y colonia inocente. Qué pequeño era y sin embargo tenía lo mismo que un cuerpo grande. Tenía corazón, pulmones, dedos, uñas, orejas, lengua. ¿Para qué había que crecer tanto? ¿Y por qué se le ocurrían estas ideas raras desde que Julia estaba en el hospital? Parecía que la fórmula de la vida no estuviese aún perfeccionada y que por eso durase tan poco y que además en el camino pudiera fallar como le había sucedido a ella. Hizo eructar a su hijo y lo llevó a la cama. Tras cambiarle el pañal, le colocó bien las almohadas a los lados. Tito lo miró con el chupete puesto y los ojos muy abiertos. Desde su posición, tumbado boca arriba en la cama, debía de ver a su padre enorme, más grande aún de lo que era. Debía de ver su descomunal tronco, de donde salían descomunales brazos y una descomunal cabeza inclinados sobre él y que unas manos gigantescas se aproximaban a su pequeño ser para taparle con la sábana. El brillo de los ojos azul oscuro de Tito comenzó a volverse vidrioso con síntomas de que se le iban a cerrar de un instante a otro. Félix puso de nuevo cara alegre. Soltó una risa que su hijo no podía saber que era fingida y sin embargo sincera.
Tito sólo hacía lo que deseaba. Todavía no había pisado el planeta de la simulación. ¿Permanecería fluyendo hasta la muerte por los circuitos neuronales, igual que los recuerdos que luego ya no recordamos, esta pequeña inocencia?
Mamá te quiere mucho, le dijo porque le pareció que debía hablarle de su madre para que no se olvidara de ella. Después, Félix fue a la cocina y abrió el pequeño frigorífico empotrado debajo del fregadero. Apenas cabían el tetrabrick de leche, la botella de agua, unos huevos y la fruta, pero Angelita se las había ingeniado para meter además tarros de puré para el niño y platos preparados para ellos envueltos en plástico transparente. Ante la posibilidad de descolocarlos, Félix optó por no tocar nada y se fue otra vez a la cama.
¡Qué desastre! Necesitaría dormir diez horas de un tirón para pensar con lucidez. Entonces quizá llegaría a la conclusión de que Tucson era la mejor opción. Era deprimente estar a estas horas en la cama, pero era viernes, principio del fin de semana, y durante el fin de semana el hospital se llenaba de gente, demasiada gente desconocida, que podía entrar en la habitación de Julia. Se sintió dormir de nuevo, pero de una manera distinta, más ligera, como si mantuviera un ojo abierto. Por ese ojo falsamente abierto entraba esta habitación. ¿Estaba despierto? La duda duró poco. A los tres cuartos de hora según su reloj abrió los párpados despacio. Aunque le apetecía darse la vuelta en la cama, esta vez se contuvo. Y de esta manera consiguió que la falsa habitación siguiera en su cabeza en una atmósfera nublada. En ella todo estaba invertido igual que si la estuviera viendo en un espejo. La butaca de la derecha estaba en la izquierda y la cómoda de la izquierda en la derecha. Repasó los detalles del sueño con los ojos entornados. No necesitaba anotarlos, no había en ellos nada relevante, salvo el hecho curioso de que mientras soñaba la habitación le pareció normal hasta el punto de que podría haberse pasado la vida desnudándose, durmiendo y vistiéndose allí y no habría encontrado nada raro. Ahora, en comparación con la real, tenía un aspecto demasiado sombrío. Así que era de suponer que Julia desde hacía seis días deambularía por paisajes sombríos para ella normales, aunque vistos desde fuera serían absurdos. Cerró los ojos para recrearse en el sueño de nuevo. Mientras se encontraba en esa habitación irreal el mundo no parecía que pudiera ser de otro modo.
¿Se tardaría el mismo tiempo en ver una habitación imaginada o soñada que en ver una habitación de verdad? No era capaz de calcular cuánto había tardado él en contemplar la del sueño, podría haber sido una hora o un segundo. ¿Viviría Julia más deprisa que él? Lo cierto era que durante los minutos que él tardaba en ir del baño a la cocina, el tiempo del pensamiento permitía andar kilómetros. Esperó tumbado en la cama. Eran las tres de la tarde, y no sabía qué hacer. Podría quedarse aquí leyendo bajo los dibujos que los claroscuros formaban en el techo. O podría leer en el borde de la piscina y darse un chapuzón, aunque tal vez hiciese demasiado calor para Tito incluso debajo de una palmera. Lo que sí hizo fue traérselo a la cama. Se estaba mejor aquí dentro, protegidos del resplandor apabullante de fuera. Le puso encima unos muñecos de goma y el sonajero para que jugara a su manera. Los cogía con los pies y las manos hasta que se le caían o los lanzaba con toda la fuerza que podía. Puede que en lugar de jugar estuviera luchando por dominar aquellos cacharros que se le escurrían.
—Tito —dijo Félix poniendo cara de alegría—, esta tarde vas a ver a mamá. Mamá te quiere mucho y seguro que está pensando en ti todo el tiempo.
Aunque estas palabras ahora no pudiera comprenderlas, cuando pudiese ya estarían ahí, circulando por la materia gris como la sangre por las venas. Estaba aburrido de tratar con clientes que no sabían ni les preocupaba lo que tenían en la cabeza cuando eso era precisamente lo que les impulsaba a hacer lo que hacían. A veces le contaban mil cosas que les habían sucedido en la vida, pero eran las que no recordaban, las que no controlaban las que más importancia tenían. Félix no era psiquiatra ni psicólogo, se basaba en la pura observación, en los movimientos del cuerpo y de la cara, de los ojos, de los labios, el entrecejo. En cada gesto se ponían en funcionamiento cientos de músculos, que revelaban más de lo que se decía, pensamientos semienterrados entre otros pensamientos que se abrían paso por pliegues minúsculos y contracciones veloces. En el caso de la diadema de la novia supo que el novio no era culpable porque además de que perdía más que ganaba, su voz monótona al responder a las preguntas revelaba objetividad, indiferencia y falta de compromiso personal en el asunto del robo.
Julia
Según iba ascendiendo por aquellas curvas cerradas camino de la casa del acantilado se maravilló que la noche anterior las hubiese recorrido a pie en tan poco tiempo. Por lo menos había ocho kilómetros, eso sí, ayer cuesta abajo, hoy cuesta arriba por suerte en coche. De todos modos, aún sentía las piernas duras como piedras.
Le fue fácil dar con la casa. A la luz del sol resultaba fastuosa. Era blanca, enorme y con distintas alturas. Parecía que levitaba sobre el mar y también parecía un transatlántico. Al llegar al final del camino de tierra, giró y dejó el coche mirando hacia abajo, hacia el camino de vuelta. No sabía qué podría pasar y era mejor tener ya hecha esta maniobra. Al pulsar el timbre con la mano vendada, casi no le dolió. Por entre el enrejado salían oleadas de verde, oleadas de olor a tierra mojada y el lejano chapoteo de la piscina. En un buzón señorial, negro y dorado, ponía Alberto y Sasa Cortés. Un perro llegó hasta allí ladrando como un loco. ¿Un perro? Por la noche afortunadamente no hubo perro. El vídeo que había en la puerta se activó.
—Krus, cállate, no alborotes —era la voz de Sasa. Tenía que gritar para hacerse oír—. ¿La manda la agencia?
Julia pensó que lo importante era entrar y una vez dentro ya vería. Así que contestó afirmativamente. Se oyó el chasquido de la verja al abrirse.
—Adelante. No tenga miedo, no hace nada, sólo es juguetón. Krus, ¡quieto, Krus! —dijo la voz por el interfono.
El perro le enseñó los dientes. Julia confiaba en Sasa, en que estaría vigilando aquel encuentro.
—Hola, guapo —dijo Julia, poniendo los pies en un hermoso sendero hecho con traviesas de madera que no había visto con claridad por la noche.
Había más árboles de los que creía, con intensos ramajes verdes, lo que hacía más soportable el calor, y el calor hacía muy agradables las sombras. Fuera quedaba un mundo más salvaje y menos organizado que este jardín. El perro iba ladrándole y gruñéndole, a veces se le adelantaba y otras, la vigilaba desde atrás. Julia pensó que lo que debía hacer era no salirse de las traviesas y no andar demasiado deprisa, fingir toda la naturalidad posible. Respiró cuando vio a aquella dama desnuda bajo una túnica blanca transparente. Había que mirarla todo el rato a los ojos para no mirarle nada más. Acarició la cabeza de Krus.
—Pero qué pesado eres —le dijo su ama, y Krus se calló, de lo que se deducía que este animal iba más allá de cualquier ser humano y leía el pensamiento de su ama y que por tanto poseía poderes sobrenaturales—. Pasa, voy a enseñarte la casa. No tengo ganas de buscar más. Me caes bien —le cogió un mechón de pelo con la mano—. ¡Qué pelo tan bonito! ¿Es natural?
Sin darse cuenta Julia, habían empezado a subir la escalera de caracol. Con luz natural, que entraba a raudales, todo era más fastuoso.
—Como verás —dijo Sasa—, es muy grande, pero no tienes por qué preocuparte porque sólo usamos una parte.
Al pasar por la habitación malva, la abrió.
—Mi hija ya es mayor y viene de pascuas a ramos. Por eso nosotros hemos decidido no estar aquí todo el tiempo y ver mundo.
Aún estaba revuelta la colcha sobre la cama tal como Julia la había dejado.
—¿Cómo se llama su hija?
A todas las madres les encanta hablar de sus hijos. Julia de buena gana también le diría algo de Tito, de lo despierto que era y que tenía una carita que daban ganas de comérsela.
—Se llama Rosana. Se casó hace unos dos años, pero si te digo la verdad… no la entiendo. Estos chicos de ahora no saben nada, no aguantan nada. Me preocupa más que cuando vivía en casa.
Rosana… ¿Dónde había oído ese nombre últimamente?
Por fin quedaba definitivamente descartado Marcus como hijo de la pareja, por lo que su presencia en la casa formaba parte de un engaño urdido ¿para robarle el coche? Desde luego se habían tomado muchas molestias por un coche que tampoco era nada del otro mundo. Con esas estrategias podían haber conseguido algo mejor.
—Yo también tengo un hijo —dijo sin poder reprimirse—, aún no anda… Soy madre soltera.
Sasa se detuvo. La túnica se le pegó al cuerpo, principalmente a los muslos. ¿Podría ser que el que esta chica fuese madre supusiera un inconveniente para desempeñar su trabajo en la casa?
—No se preocupe —se anticipó a decir Julia—. No me envía ninguna agencia. He venido por otra cosa.
Sasa la miró con una nueva mirada, como si acabaran de verse y saludarse.
—¿Cómo es eso?
Julia estaba recordando que casualmente también la chica de Rubens de Las Adelfas II se llamaba Rosana, lo que sin tener ninguna importancia la reconfortó. El poder relacionar una cosa con otra aunque sólo fuese un nombre le proporcionaba al cerebro la satisfacción del trabajo bien hecho.
—Siento no habérselo dicho, pero todo ha pasado tan rápido desde que llamé al timbre. Soy la novia de Óscar y anoche estuvimos aquí un rato.
—Vaya, ¿y cuánto tiempo estuvisteis?
—Unas dos horas. Si le digo la verdad creía que él vivía aquí. Aún estoy despertando.
—Ese Óscar… —dijo Sasa, sin saber qué pensar de Julia.
Julia se apoyó en la delicada barandilla de hierro, tenía ganas de llorar. Necesitaba que Sasa se compadeciera de ella.
—Confié en Óscar —dijo con un ligero temblor de barbilla.
Al oír esto, Sasa la cogió por el brazo.
—Vamos, te haré un té.
Pero Julia no quería alejarse del anillo, que debía de estar en el baño de su suite. Así que debía pensar bien lo que decía para no alarmar lo más mínimo a Sasa.
—Óscar me enseñó la casa, que yo creía que era suya, y cuando llegamos a aquella habitación del fondo, pasé al cuarto de baño, un cuarto de baño precioso, y para lavarme las manos me quité el anillo que llevaba y lo olvidé junto al lavabo.
Sasa se pasó las manos por el pelo. Quería darse tiempo para pensar. Tenía los ojos azules y redondos, no bonitos, aunque de niña debió de ser bastante vistosa. Tal vez también ella quisiera quedarse con algo de Julia.
—¿Cómo es ese anillo?
—Es de mi madre. Tiene un valor sentimental para mí. Es un citrino así de grande —hizo un círculo con los dedos— montado sobre oro amarillo. El engarce tiene forma de torres.
—¿Y por qué no ha venido Óscar contigo?
—Está trabajando. Hoy el súper se pone hasta los topes, ni siquiera he podido hablar con él por teléfono. Además, ya no quiero volver a verle.
—¿Y eso? —Sasa sabía que tenía que desconfiar de algo, pero no sabía de qué, así que Julia debía andarse con mucho cuidado.
—Me ha engañado y no quiero que alguien así esté cerca de mi hijo.
—¿No os acostaríais en mi cama?
—No, no, nada de eso. Nos marchamos enseguida. Sólo me lavé las manos.
—No es verdad. Te duchaste. Hay pelos tuyos por todas partes —le dijo mirándole su cabellera rojiza en la que Julia era consciente de que se estaba estrellando el sol en ese momento.
Sasa era observadora y por experiencia sabía que detrás de una historia que se cuenta siempre hay otra que se calla.
—Le aseguro que no he estado en esa cama y que el anillo es mío. Usted tiene muchas cosas y yo sólo tengo el anillo.
Lamentablemente Sasa había dominado el primer impulso de devolvérselo y ahora iba ganando terreno sin parar.
—Tendré que hablar con Óscar. Puede que lo dejase aquí para que yo lo viera. Ya me ha vendido otras cosas. Comprende que es normal que piense que has podido inventarlo todo.
—Óscar pudo fijarse en el anillo en algún momento, pero no sabe que me lo dejé olvidado en la casa. Téngalo en cuenta cuando hable con él.
A pesar de que a sus pequeños ojos azules les costaba salir de la desconfianza, dudaron sobre el camino a seguir.
—Está bien. Espérame en el jardín.
Julia bajó despacio las escaleras de mármol blanco pasando la mano por la barandilla negra. Del techo enormemente alto caía una gran araña de cristal en que se reflejaba el verde de fuera. La vida de Sasa parecía hermosa. ¿Dónde estaría Alberto? Al perro se le pusieron las orejas tiesas cuando la vio de nuevo. Seguramente le olía el miedo. Julia ya no era consciente de este miedo porque se había acostumbrado a él, pero el perro se lo recordó. Era el miedo a no volver a recuperar el control de su vida nunca más. No pensaba provocar a Krus saliendo al jardín así que se sentó en el sofá bajo su vigilancia. Se oía el lejano sonido de la voz de Sasa. Desde luego Julia no pensaba regalarle el anillo luminoso. Del mismo modo que había recuperado el coche, recuperaría el anillo, lo que significaría que también recuperaría a Félix y a Tito. Se palpó las llaves en el bolsillo. Se preguntó si habría dejado bien cerradas las puertas del coche. Ahora ya sabía que podían quitarle lo poco que tenía. Sasa le hizo volver la cabeza.
—Bien, voy a darte el anillo. Óscar no ha resistido la prueba.
Julia no esperó a que ella bajara, subió los escalones de dos en dos igual que cuando era niña. De niña sentía la necesidad constante de correr y saltar y de subirse a lo alto y nunca se cansaba. Incluso dormida soñaba que corría. Tal vez sus reservas de energía se agotaron en aquella época temprana de su vida. Aunque Krus gruñó, ella siguió adelante. Llegó corriendo a la puerta de la suite.
Sasa había puesto una caja de plata repujada sobre la cama. Parecía un pequeño tesoro de esos que se encuentran en las cuevas y en el fondo del mar y de donde se desbordan perlas y brillantes al abrirlos.
—No hacía falta que subieras hasta aquí —dijo malhumorada, con toda la razón. Había sido una indiscreción subir tras ella, pero ahora mismo acababa de comprender por qué lo había hecho. Había subido porque de no hacerlo no habría visto lo que ahora tenía ante los ojos.
La diadema de la novia. Algunos decían que no existían las casualidades. Y entonces si esto no era casualidad, ¿qué era? La casualidad ya es un acontecimiento bastante extraño como para que encima exista algo aún más extraño como leyes incomprensibles que unan absolutamente todas las cosas.
Sasa le tendió el anillo. Julia se lo puso en el dedo corazón sin poder desviar la atención de la diadema. La reconocía, se adaptaba perfectamente a la plantilla que tenía en la mente. Y de haber estado colocada de forma diferente una sola pieza ya no hubiesen coincidido.
—Esa diadema…
—¿Es bonita, verdad? —dijo Sasa cogiéndola y poniéndosela a sí misma en la cabeza—. ¿No ves? Esta es una de las cosas que me ha vendido Óscar.
—¿Ah, sí? Vaya, pues es muy bonita.
—Tiene una historia curiosa. Primero nos la robaron unos días antes de la boda de Rosana y luego Óscar la recuperó por ahí, en uno de esos sitios en que se venden joyas robadas. Tuvimos que comprarla por mucho más de lo que valía, pero qué le íbamos a hacer, está en casa desde hace cinco generaciones. Por eso entiendo lo de tu anillo.
Julia pensó en su madre, en que se las había ingeniado para que el anillo apareciera en su dedo y la ayudase y en que las pruebas de amor de las madres por los hijos no tienen por qué parecer pruebas de amor, sino ser efectivas y ayudar.
—Estoy inquieta por mi hijo —dijo Julia saliendo de su ensimismamiento—. Necesitaría llamar por teléfono.
Sasa cerró la caja del tesoro y le señaló el que había en la mesilla.
Julia marcó. Ahora que tenía el anillo todo iría mejor. Daba la señal. El corazón, como siempre que intentaba hablar con Félix, se le salía del pecho, las manos le sudaban. A la sexta llamada, Sasa la miró con sus pequeños ojos azules, de pie, el cuerpo transparentándose contra la ventana, y Julia colgó. A pesar de que en ese instante Félix fuese a coger el teléfono, Julia se vio en la obligación de colgar.
—Gracias. He perdido el móvil.
—¿Sabes una cosa? —dijo Sasa más animada—, quizás deberías compensarme por haberte creído y haberte devuelto el anillo.
Julia comenzó a salir de la habitación despacio, estaba harta de dificultades. Volvió la piedra del anillo hacia adentro y la apretó en el puño. Ayúdame, pidió internamente.
—No tengo dinero, lo siento. He sufrido una serie de contratiempos que me han dejado sin nada. Lo único que me queda es este anillo y el coche.
Sasa la seguía con andares majestuosos.
—Bueno, tal vez algún día puedas hacer algo por mí. Hay que hacer buenas obras para que luego te sean devueltas, ¿no crees?
Julia tenía muy claro que debía salir lo antes posible de allí sin contestar. Su próximo objetivo consistía en bañarse en la playa para eliminar cualquier resto de Marcus en su persona, aunque con el anillo en su poder el cuarto en la parte trasera de La Felicidad se iba alejando cada vez más en el universo. ¿Y después de la playa?, ¿cuál sería el siguiente paso?
Estaban al pie de la escalera. Sasa le señaló la puerta de la cocina que Julia había conocido en la penumbra de la noche. Ahora el sol entraba a raudales y al ser toda ella blanca parecía un fogonazo.
Salieron al patio. Había una mesa de hierro forjado herrumbrosa, unos cactus en macetas y banquetas apiladas. También había una higuera de tronco retorcido que ocupaba bastante sitio. Al ver que Julia miraba hacia allí, le dijo que debajo estaba enterrada la madre de Krus. Krus las contemplaba mientras hablaban.
—Espero volver a verte —le dijo Sasa sonriente—. Ya sabes dónde está la salida.
Llegó a la verja seguida por Krus. Ya casi se habían acostumbrado el uno al otro. El aire era caliente y las sombras pesadas. Había un denso olor a pinos. La vida mareaba. Cuando abrió la verja, Krus se sentó con la lengua fuera.
—Adiós —le dijo Julia.
Por fin se encontraba en la calle. Al comprobar que el coche seguía donde lo había dejado sintió una gran alegría, a su pesar porque hasta que no encontrara a Félix y a Tito no quería experimentar ningún instante de felicidad. Por eso le parecía justo y reconfortante que tras unas horas de placer en la cama de Marcus, lo que siguió en la discoteca fuese tan desagradable y que no tuviera ninguna nostalgia de esa horrible persona, sino todo lo contrario.
Buscó en la guantera algo con que ajustarse el anillo. Se enrolló un poco de papel y metió la llave en el contacto. El coche arrancó. Ahora sabía que podría estar peor de lo que estaba. Podría no tener el coche, ni el anillo, ni ningún espíritu o ángel que velara por ella y la guiara. Echaba de menos que los espíritus le hablasen, que la tocaran, que le dijeran cosas que a veces no comprendía.
Antes de llegar a la primera curva asomó el morro un coche, que le hizo una señal con las luces. Era Óscar. Prácticamente se le atravesó. Julia se detuvo y Óscar salió. Asomó la cabeza por la ventanilla de Julia.
—He pedido una hora libre para hablar contigo. ¿Me dejas entrar?
Julia no contestó. No le apetecía que se sentara de nuevo en el coche. Salió y se apoyó en la carrocería, pero estaba tan caliente que se separó un poco de ella.
Agradeció que Óscar llevara puesto el uniforme del supermercado y el pelo menos repeinado y con menos gomina.
—Aquí fuera nos vamos a asar —dijo Óscar.
La verdad era que entre el olor de los pinos, de los matorrales, de la tierra y el calor casi no se podía respirar. Decidieron verse en el bar de un restaurante que había bajando a la derecha y que se llamaba Chez Mari Luz. Llegaron cada uno en su coche y se sentaron en una terraza cubierta por un toldo. Julia se pidió una coca-cola que no pensaba pagar. Y Óscar un café. Óscar dijo con cara de asco que acababa de reponer quinientas coca-colas en las estanterías y que no podía ni verlas.
—Sé lo del anillo. Me lo ha dicho Sasa por teléfono. También le has dicho que eres mi novia.
—Sería muy largo de explicar, pero te he hecho un favor, créeme. Te lo he hecho después de que me abandonaras con Marcus en esa casa, que encima no es su casa.
Óscar la miraba a la espera de que ella dijera algo más.
—¿Y qué pasa con la diadema? ¿De dónde la sacaste? Sasa me la ha enseñado.
Óscar tuvo que hacer memoria.
—¿Una de perlas, brillantes y oro blanco? Marcus me pidió que la vendiese por él.
La cara de Óscar era sombría pero no amenazante. Miró el reloj y luego juntó las manos y se entrelazó los dedos nervioso.
—¿Te contó cómo la había conseguido?
—Como él lo consigue todo, ¿qué quieres que te diga? —contestó Óscar—. Creo que fue en Madrid. Yo no tuve nada que ver con eso, sólo le busqué un cliente.
Julia iba a añadir que Marcus se llevó el coche y la dejó allí tirada, pero algo la detuvo. Era Félix en su cabeza pidiéndole que no diera más información de la estrictamente necesaria.
—¿Es ése el famoso anillo? —preguntó Óscar sin interesarle y sin esperar contestación—. ¿Sabes? Me ha sorprendido verte con el coche. Marcus me dijo que se lo había llevado él.
El primer impulso de Julia fue llamarles hijos de puta, lo que no ayudaría absolutamente nada a aclarar la situación.
—Pues no es así. Me lo llevé yo.
—No te creo. Nada más había un coche en la casa en ese momento y Marcus tuvo que regresar de alguna manera. Yo me llevé el suyo.
—Dejé a Marcus en La Felicidad.
—¿Lo dejaste y te fuiste?
—Sí, ni siquiera salí del coche.
Julia se alarmó ante la sospecha de que Marcus de un momento a otro apareciese por allí y entre los dos le robasen todo lo que tenía. Reaccionó como pudo.
—Marcus te engaña, no te ha dicho la verdad ni jamás te la dirá.
—Marcus no puede decir ya ni pío —dijo Óscar con las mandíbulas desencajadas y los ojos cansados como tras una larga noche sin dormir.
Julia pegó un largo sorbo a la coca-cola, que ya había perdido el frescor. No se había dado cuenta de que llevaba todo el rato asida fuertemente a la botella, por lo que la mano estaba fresca y el grueso cristal caliente.
—¿Por qué dices eso? —preguntó con cautela.
Félix
Llegó al hospital antes de que saliera su suegra. Le había cambiado el pañal y la camiseta a Tito, le puso una azul claro, la primera que encontró a mano sobre un montón de ropa lavada y doblada. También Angelita se encargaba de que todos ellos llevasen ropa limpia. Le dejó los mismos pantaloncitos rojos y le pasó la esponja por la cara, la cabeza y las manos. Había llenado dos biberones de zumo y agua. Y había puesto música en el coche. Tito parecía muy contento. En la 407 Angelita dormitaba en el sillón con las piernas estiradas sobre una silla. En cuanto a Julia, Félix diría que estaba pasando por una fase REM. Movía los ojos muy rápido y nada el resto del cuerpo. Seguramente su gran agitación interior se llevaba toda la fuerza. De pronto Félix notó que echaba de menos algo. Repasó lo que se veía de Julia, lo que no estaba tapado por la sábana y vio que faltaba el anillo. El anillo, puede que todo su nerviosismo se debiera a que estaba angustiada por la pérdida del anillo, quizá lo estaría buscando en el sueño como una desesperada, Julia era muy obsesiva para esas cosas.
Buscó en el baño entre las mediciones de orina y luego por la habitación cada vez más inquieto, como si también estuviese en la fase de sueño de Julia. Por fin lo descubrió sobre el armario metálico. Brillaba con la luz de las seis de la tarde y al ponérselo a Julia en el dedo le dio un aspecto muy bello. Sólo le quedaba la goma del suero y tenía una cánula puesta por si había que medicarla, pero las cosas que le hacían se habían reducido a lo básico: alimento, limpieza y observarla mediante analíticas, tensión.
El doctor podría tener razón con lo de Tucson, la situación no parecía tener otra salida.
Luego colocó a Tito al lado de su madre, su cara junto a la de ella, pero enseguida le llamaron la atención aquellos bucles rojizos y empezó a enredarlos con sus pequeños y ágiles dedos. Hubo que retirarlo, y entonces Tito empezó a gimotear. Tal vez ya tenía recuerdos y sabía lo agradable que era el calor y el olor de su madre aunque estuviera cruzado por la mezcla de antibiótico y desinfectante del hospital.
Abel entró dando las buenas tardes, y Angelita se incorporó del sillón bostezando para coger a Tito en brazos, pero entonces vio a Julia y se paralizó.
—¡Julia! —exclamó.
Abel se calló en seco.
Julia tenía los ojos abiertos y los miraba. En ese instante todos ellos rodeaban la cama.
Félix se acercó y se inclinó sobre ella. Le pasó la mano por la frente.
—¿Cómo te encuentras? —le preguntó tratando de controlar la emoción.
—¡Hija mía! —dijo Angelita casi con un grito, pero los ojos de Julia se fueron cerrando mientras observaba a Tito.
Angelita fue hacia ella y le puso de nuevo a su hijo al lado. Su carita llena de lágrimas junto a la suya, mientras la llamaba. Félix se acercó más llamándola también sin cesar. Angelita cogió la esponja, la mojó con agua fría y se la pasó por la cara, por los brazos, pero Julia se limitó a respirar pausadamente y muy lejos de ellos. Había vuelto a su mundo.
—Ha abierto los ojos por lo menos un minuto —dijo Abel con una seriedad auténtica, una seriedad surgida de una gran intensidad y concentración.
Félix salió con Tito al pasillo, no quería dejarse llevar por la emoción. Suponía que el doctor Romano diría que era un acto reflejo, porque no querría alimentarles falsas esperanzas. Sin embargo, tenía que contárselo enseguida, antes de que la imagen de Julia con los ojos abiertos perdiera fuerza o se deformara mucho. Los doctores hacían la visita a los enfermos de nueve a once de la mañana y no podía ni creía que debiera esperar tanto. Si ahora Romano se encontraba en el hospital vagaría con sus característicos pasos cortos y rápidos por esos destartalados despachos de todos y de ninguno. Era un misterio el lugar en que se cambiaría de ropa. Para el personal sanitario los pasillos constituían su entorno natural y parecía que no hubiese para ellos escapatoria posible de ese laberinto formado por habitaciones y pasillos.
Se le ocurrió que podrían indicarle algo en la enfermería y se dirigió allí para preguntar por Hortensia en el mostrador. Dijo que era urgente sin muchas esperanzas de que surtiese efecto, que es precisamente cuando lo surte porque Hortensia salió al rato con un vaso de café en la mano y cara de pocos amigos. Evidentemente la había pillado en un descanso. Ella, nada más verle, automáticamente, se relajó. Félix le caía bien. Caía bien a casi todo el mundo, poseía ese don, que ni él mismo sabía en qué consistía. Había algo en sus facciones y en sus gestos que agradaba a la gente de cualquier pelaje. El porqué era un misterio, aunque él intuía que tenía que ver con que de su forma de hablar y de comportarse se deducía una completa falta de ambición, de envidia y de competitividad y de apasionamientos desestabilizadores. El no sobresalir por su aspecto y el ser paciente le daban credibilidad e infundían confianza. Ahora mismo llevaba unos vaqueros azul oscuro sin desgastar y un polo granate y unos mocasines marrones. Desde pequeño le había tranquilizado pasar desapercibido, ser uno de tantos y no levantar envidia ni recelos. Su especialidad de camuflarse en el montón, de no llamar la atención le había restado alguna buena nota en el colegio o ser popular, pero en comparación le había ahorrado muchas más molestias y problemas. No era ni gordo ni delgado, ni alto ni bajo. Su color de pelo era el más corriente, castaño oscuro como los ojos y lo llevaba corto, pero no rapado como Torres, que había decidido acentuar así su aspecto de sospechoso.
Torres, su compañero más allegado en la empresa, era un buen tipo que inspiraba desconfianza a raudales hiciera lo que hiciera. Sus señas de identidad eran unos ojos más pequeños de lo normal y el tabique de la nariz desviado por un pelotazo. Seguramente la gente asociaba los ojos pequeños con el alcohol y la nariz torcida con la gresca y la violencia. Cuando iban juntos a visitar a algún cliente, tanto una empresa como un particular, todos evitaban mirar a Torres y se dirigían a Félix. Torres había acabado aceptando la situación hasta tal punto que cuando alguien lo elegía como interlocutor y se volcaba con él, se sentía incómodo. Él mismo se observaba en el espejo del retrovisor con cara de pensar que no era de fiar. Era justo reconocer que sin embargo sí tenía un cierto éxito con las mujeres. Se hacían la ilusión de que se había roto la nariz en una pelea y que llegado el momento sabría defenderlas.
Así que Félix sabía que aunque Hortensia estuviera cansada y arisca, en cuanto le mirara, no podría mantener el mal humor. Con el añadido irresistible de Tito. Un niño que no sabe que su destino está siendo dramático siempre enternece. Y así fue, a pesar de los pesares, Hortensia casi sonrió.
—¿Ocurre algo? —preguntó pasándose el vaso de una mano a otra como si quemase.
—Tendría que hablar urgentemente con el doctor Romano —dijo Félix dando unos pasos lejos del mostrador.
Ella le siguió sin dejar de mirarle y esperando más información. Se puso las gafas que le colgaban del cordoncillo para dar un sorbo al café, no era una mujer que quisiera hacer la vista gorda ante nada.
—Sé que ahora estará ocupado con otras cosas, pero me haré el encontradizo. Éste es un caso muy especial.
—No tanto —dijo Hortensia—. Los hay más especiales y extraños en esta misma planta.
Era el momento de que Félix echase mano de su don para manejar la situación.
—Lo comprendo. Cuando uno está desesperado cree que es el único, no ve el sufrimiento de los demás.
Hortensia asintió.
—Y ustedes son muy pocos para atendernos a todos en situaciones que no son normales, que son muy delicadas —añadió.
Hortensia volvió a asentir repetidamente.
—Julia ha abierto los ojos durante un minuto —dijo Félix y permaneció esperando la reacción de Hortensia que tardó en llegar lo que duró otro sorbo de café.
—Parece una buena noticia —dijo arrepintiéndose al instante de haberlo dicho—, aunque puede que no sea relevante. El turno del doctor termina en media hora. No tiene más remedio que tomar el montacargas que hay frente a la cafetería para bajar al parking.
Volvió a la habitación medio corriendo por los pasillos. El traqueteo alegraba a Tito. Se lo puso a Angelita en los brazos y dijo que estaba buscando a Romano y que no se preocupara si se retrasaba.
Al cuarto de hora de que se apostara frente a los ascensores, que él mismo usaba para bajar y subir del aparcamiento, vio aparecer al doctor por el pasillo. La ropa verde y blanca del hospital era bastante mejor que los pantalones de pinzas y la camisa de rayas que ahora llevaba puestos. Romano vestido de calle resultaba más insignificante, aunque conservara un aire científico. Apenas tardó un segundo en situar a Félix como el marido de la paciente de la 407. Era un hombre rápido y listo que seguramente cuidaba su cerebro como los entrenadores físicos cuidaban los músculos y las articulaciones.
—Mañana pasaré a ver a Julia y hablaremos —dijo cortando cualquier intento de conversación.
—Querría comentarle algo —añadió Félix ya metidos en el ascensor—. Esta tarde Julia ha abierto los ojos.
Romano observaba las austeras y macizas paredes valorando la situación.
—Los ha tenido abiertos casi un minuto —dijo Félix mientras paraban con un bote.
Salieron y echaron a andar hacia algún coche. La grave voz de Romano llenaba el parking. Atravesaba el frescor de las columnas de cemento y la soledad que reinaba en aquellos momentos.
—Comprendo que le impresione, pero en un caso como éste puede haber alarmas, actos reflejos. A veces lo más espectacular puede no ser significativo y en cambio sí serlo algo que resulte menos apreciable.
Romano ya estaba abriendo el coche, un tanto destartalado y con una película de polvo sobre las lunas y el salpicadero. El mando a distancia y el túnel de lavado no eran su estilo, separaba tajantemente lo importante de lo accesorio.
Félix permaneció de pie, sin intentar nada, sin forzar más tristeza. Mostrándose tal como se sentía, sabía que bastaría.
—Suba si quiere. Voy a Las Rocas. Hablaremos por el camino.
Estuvo a punto de subir sin más antes de que Romano se arrepintiera, pero Las Rocas estaba a diez kilómetros por lo menos, lo que significaría que una vez allí no lo tendría fácil para regresar al hospital y sabía por experiencia que lo que no había que hacer jamás era complicar las situaciones sin necesidad. Si algo necesitaba en estos momentos era soluciones y no más problemas.
—Le seguiré en mi coche —dijo Félix sin dar opción a réplica.
Las Rocas estaban en dirección al faro y era la parte de costa más abrupta e incómoda para los bañistas, que se herían los pies con piedras cortantes al entrar en el agua. Los pocos que estaban sentados en sus enormes rocas grises tenían un aire meditativo.
Dejaron los coches juntos, y Romano sin mirarle siquiera abrió el capó y sacó un caballete y un maletín. Se cambió los zapatos por unas chanclas y se quitó los pantalones. Debajo llevaba una prenda mitad bañador mitad pantalón corto. Las piernas eran algo más fuertes que los brazos, como si de pequeño hubiera hecho mucha bicicleta. Al quitarse la camisa de rayas blancas y rojas quedó a la vista una camiseta de manga corta. Dobló cuidadosamente pantalones y camisa y cogió el caballete y el lienzo. Félix le ayudó con el maletín. Se instaló de cara al paisaje que estaba pintando. No lo hacía mal ni tampoco bien. Se puso una gorra con visera que llevaba en el bolsillo del bañador-pantalón.
—¿Los vende?
—Bastante bien, pero no pinto por dinero.
La brisa movía los reflejos del sol y las sombras en ráfagas.
—Me encanta esta luz —dijo mirando el cielo con ojos de experto—. ¿Ha decidido ya lo de Tucson? No quiero ser reiterativo, pero allí sabrían aprovechar mejor estos picos en su evolución. El que abra los ojos un instante y vuelva a cerrarlos y continúe en el mismo estado aquí no sabemos cómo valorarlo.
—Tengo un plan —dijo Félix contemplando el cuadro mientras pensaba en Julia—. Parece evidente que Julia sueña.
—Es muy posible —dijo Romano.
—Podría ser que en su sueño estuviera luchando por encontrar la salida que la traiga de nuevo al mundo.
Romano se concentró un tiempo excesivo en dar unas pinceladas.
—No le aconsejo ese camino, es demasiado complejo. No está suficientemente documentado al menos desde el punto de vista científico. Ya hemos hablado de esto alguna otra vez. Siempre se han estudiado los sueños que se han tenido, no los que se están incubando. Esta parte, por lo menos hasta ahora, era cosa de chamanes y gente así. Vuelvo a insistir, deberíamos ponerla en manos de gente más especializada —se giró con el pincel en la mano—. Usted solo no puede hacerlo a no ser que piense que es un juego y que no le importe jugar con la vida de su mujer.
Estas palabras le habrían herido de dar en el blanco, pero no había un blanco, no había una solución ni un camino seguro, no había nada. En ningún momento Romano le garantizaba que en Tucson fuesen capaces de despertarla.
—Estoy intentando entenderla —dijo Félix—. Ahora sueño más que antes. ¿Cree usted en los sueños lúcidos?
—Todo es posible, pero yo soy un científico y he de apoyarme en hechos. Personalmente nunca he tenido un sueño lúcido. Nunca he sabido que estaba soñando. Usted no puede hacer nada. Todo lo que haya que hacer lo hará ella. Tenga en cuenta que cuando soñamos ensayamos estrategias de supervivencia al quedar la mente libre de distracciones y que por tanto sería posible pensar que ella esté inventando una historia o una manera de poder despertar.
Julia
El mimbre del sillón de la terraza de Chez Mari Luz se estremeció al levantarse. Se tocó el anillo y las llaves del coche para cerciorarse de que las llevaba consigo. Pasara lo que pasara no volvería a distraerse y a perder de vista lo poco que tenía. Por una parte se encontraba más tranquila que antes. Marcus ya no la perseguiría: había muerto al resbalarse al salir de la ducha en un charco de agua que fortuitamente había en la pieza contigua. Se había dado un golpe en la cabeza con un sinfonier y al no recibir asistencia inmediata había muerto. Lo había encontrado el personal de la limpieza porque la puerta que daba a la parte trasera de la discoteca estaba entornada, lo que les había extrañado a todos, ¿por qué dejaría la puerta abierta mientras se duchaba?, y aunque no fuera tan extraño, cualquier cosa en estas circunstancias puede resultar rara.
Al oír esta noticia por boca de Óscar, Julia sintió el impulso de contarle la verdad, para que las piezas encajaran también para él y todo tuviera sentido. Si algo tenía sentido para dos parecería más auténtico que si nada más tenía algo de sentido para Julia. Pero se contuvo. Ahora había que pensar en la policía, en que no sospechara de ella.
Policía. Jamás se le habría ocurrido que esta palabra pudiera tener nada que ver con su vida.
—Lo de anoche sólo lo sabíamos el pobre Marcus, tú y yo. Ahora, tú y yo. Es mejor que nadie más se entere y nos evitaremos problemas —dijo Julia—. La diadema que vendiste era robada, pertenecía a una chica que se iba a casar. Un resbalón lo tiene cualquiera.
—No te creo, ¿cómo puedes saber a quién le robó la diadema?
Julia se metió en su coche dejándole con la palabra en la boca. Mientras arrancaba, le vio de pie repitiendo la pregunta.
—¿Cómo puedes saberlo?
No le contestó que se lo había contado Sasa porque no sólo lo sabía por eso.
Se marchó hacia la playa como tenía previsto sin sentir ninguna lástima por Marcus. Incluso muerto, lamentaba que siguiera vivo en su conciencia. Y sobre todo lamentaba haber tenido que ser ella quien lo quitara de en medio. Cierto era que Marcus podía haberse librado de este accidente simplemente dándose cuenta de que había agua en el suelo o cayendo de lado y no hacia atrás, pero también era cierto que sólo aparentemente había sido un accidente y que ella había vertido el agua allí para que se matara. Y el hecho de que todo hubiese ocurrido como había deseado la sobrecogía, porque no era fácil que alguien joven y fuerte se matara de esta manera tan sencilla. Era su deseo de matarle el que lo había matado. Descendió hasta el pueblo pensando que ya no era la misma persona de hacía un rato. Aunque moralmente podía justificarse pensando que había sido en defensa propia, para la policía sería un homicidio o un asesinato, no estaba segura. Sus huellas estaban por la habitación y el portero de la discoteca sabía que había estado con él. Sólo tenían que seguir el rastro de la culpabilidad para dar con ella.
A su izquierda quedó la discoteca. Quién le iba a decir la primera noche que la pisó que aquel hombre que le prestó el móvil y con el que bailó, aquel hombre que olía un poco a ginebra y tenía los ojos maravillosamente grises iba a morir por intervención de ella. Uno ponía el pie en un sitio y el universo se removía. Cuando volviera con Félix y Tito, ella tendría una vida desconocida para ellos, sería como regresar de la guerra o de un exilio o de un viaje muy largo.
Aparcó más lejos de lo habitual, en una zona en que la capa de arena era más profunda y al andar se le hundían las zapatillas hasta los cordones. Se tumbó en una parte donde aún tardaría media hora en llegar la última y fina ola de mar. Cerró los ojos y cuando los entreabría a lo lejos veía un yate. Lo más bonito de los yates era verlos e imaginarse a la gente en cubierta divirtiéndose, pensaba cada vez más y más cansada. Era un cansancio profundo que la iba hundiendo en la arena, y aunque quisiera no podía moverse, porque a pesar de no estar completamente dormida los músculos no le respondían. No era la primera vez que le sucedía algo así, por lo general le pasaba cuando estaba agotada al límite. Entonces seguramente ocurría que el cerebro no tenía potencia para mandar las señales correspondientes al resto del cuerpo, o no quería, o estaba entretenido en otros asuntos. La sensación era la de colarse por un agujero oscuro dentro de su propia mente y era angustiosa, tanto que hacía esfuerzos sobrehumanos para despertarse del todo. Debía de ser algo así como nacer o morir, pero sólo si uno se resistía, si se oponía con fuerza a ese hecho natural y no se dejaba llevar como Julia ahora se estaba dejando llevar.
Se dejó resbalar por el hoyo de arena. Dejó que mil manos suaves e invisibles la hundieran más y más. Se dejó arrastrar por una corriente oscura. El viaje no era doloroso ni incómodo, y sólo se volvería infernal luchando contra él. De esta manera duró poco y cayó dormida. Profundamente dormida. Se vio en una habitación, que no conocía, en una cama, rodeada por Félix, Tito, su madre y un hombre mayor y muy delgado que podría ser don Quijote en pijama. Por la ventana entraba un rayo caído de la parte más azul del cielo. Llevaba en este cuarto toda la vida, y llevaba toda la vida teniendo la sensación de que esta situación era extraña.
—¿Cómo te encuentras? —le preguntó Félix, pasándole la mano por la frente.
Julia no contestó, estaba mirando a Tito, que empezó a llorar. No iba bien conjuntado, ella nunca le habría puesto el pantaloncito de felpa rojo con una camiseta azul claro. Su madre se lo puso en los brazos. Sintió sus lágrimas en la cara saladas igual que las gotas del mar. Entonces Julia, sin comprender por qué, salió de la cama y estuvo volando sobre sus cabezas hasta que notó algo frío en el pie como si le pasaran una esponja mojada.
Se despertó. Una ola le había llegado al pie que tenía estirado. En algún momento del sueño se había puesto de lado y había doblado una pierna sobre otra igual que solía hacer en la cama. No sabía cuánto tiempo llevaba dormida. Se pasó las manos por la cara, estaba seca, no estaba mojada por las lágrimas de Tito y, sin embargo, su contacto había sido tan real. Aún lo notaba muy en el fondo de su ser. Parecía que toda la playa tenía su olor, y recordaba la forma disparatada en que iba vestido. Recordaba todo con bastante detalle, desde el momento en que comenzó a hundirse en la arena y a desaparecer, hasta que de pronto se encontró en aquel lugar que no era su casa. Puede que se tratara del apartamento que no encontraba y que el cerebro intentase compensar y resolver la situación creando este sueño. Al fin y al cabo, soñar era igual que abrir los ojos de repente en un sitio nuevo y extraño, aunque no entendía qué podían estar haciendo el hombre flaco y su madre en el mismo sitio que Tito y Félix.
Tal vez estas imágenes la avisaban de que su madre había sufrido un accidente y estaba en el hospital, aunque entonces ¿por qué era Julia quien estaba en la cama y no su madre? Ahora su madre era rubia e iba vestida con una ropa que no le había visto nunca. Félix tenía una cara de emoción que tampoco le había visto en su vida. Los sueños por muy reales que parezcan siempre tienen componentes desconcertantes, desajustes de la lógica que mientras soñamos encontramos normales y que no hay que tomar de forma literal, así que en todo esto había un significado oculto, un mensaje que su subconsciente le había enviado y que ella debía desentrañar. Pero hasta ahora era como un cuadro de esos en que sólo el pintor sabe por qué está ahí esa gente.
En su situación actual consideraba una gran suerte que el sueño no se hubiese desvanecido como otros muchos de los que al despertar no recordaba nada. Éste había logrado conservarlo y al fin y al cabo gracias a él había vuelto a ver a Tito y de alguna manera a abrazarlo. Aún veía la habitación atravesada por un rayo demasiado azul que, con la exageración propia de los sueños, volvía azul todo lo que encontraba en su camino, la pared, un armario metalizado y el pelo llamativamente rubio de su madre.
Le ardían los muslos y fue al agua. Estaba algo turbia, grisácea, igual que un cielo con polución. De todos modos y a pesar de que habría preferido un agua más transparente y que echaba de menos un buen trozo de jabón, sintió un gran bienestar. Se tropezó con un pedazo de corcho blanco, desperdicios seguramente del yate. Salió más relajada, pisando con gusto el reborde de las olas grises que cada vez se acercaban más a su pequeño montón de pertenencias. Esperó de pie a secarse. Las zapatillas se habían cuarteado por algunas partes, y los veraneantes comenzaban a cruzar la arena cansinamente hacia la orilla. Mientras se peinaba supo lo que iba a hacer a continuación. Le pondría gasolina al coche y haría tiempo hasta la hora de dormir recorriendo a pie el pueblo por si se tropezaba con su marido y su hijo. Luego se compraría un bocadillo y una botella de litro y medio de agua muy fría y se marcharía a pasar la noche al lugar de costumbre.
Las Marinas empezaba a resultarle tan familiar como una casa, sólo que una casa en que Félix y Tito se habrían escondido en una de las habitaciones y ella debería encontrarlos. Y en el fondo eso es lo que parecía esta situación, un juego, una broma, que como todo juego y broma terminaría algún día. También había que pensar que los juegos encierran trampas y obstáculos para hacerlos más emocionantes, y más emocionante sería que uno de los jugadores no supiera que estaba jugando, pero el juego no dejaría por eso de ser sólo un juego.