CAPÍTULO XXII

Entre el montón de correo de Inglaterra, muy retrasado, había grandes paquetes de folletos impresos en francés y en alemán, y algunos también en holandés y en danés. En ellos se invitaba a las fuerzas de Bonaparte a desertar de sus banderas, pero no iban dirigidos a la masa, sino al soldado individual, diciéndole que podía estar seguro de una buena acogida si se pasaba al otro bando. Se negaban las afirmaciones que Bonaparte hacía constantemente en sus proclamas, pretendiendo que Inglaterra encerraba a sus prisioneros en infernales pontones flotantes, y que los desertores eran obligados, mediante malos tratos, a servir en regimientos mercenarios de Inglaterra. Ofrecían una vida de desahogo y seguridad, con la honrosa alternativa, sólo si era solicitada, de alistar en las fuerzas británicas a cuantos desearan contribuir a aplastar al tirano. El folleto francés estaba indudablemente bien redactado, y era de presumir que sucediera igual con los otros; es posible que Canning, o aquel hombre (¿cómo se llamaba?). Hookham Frere, hubiera intervenido en ello.
La carta que acompañaba a los folletos, encargándole de hacer lo posible para que llegaran a manos de los soldados de Bonaparte, llevaba un anexo interesante: la copia de una carta del corso a Marmont, interceptada por lo visto en algún punto de España, y en la que el emperador bramaba contra esta nueva prueba de la falsedad y perfidia británicas. Había visto algunos de los primeros folletos, al parecer, y su contenido le había llegado a lo más hondo. A juzgar por el texto de su carta, estaba completamente frenético por aquella tentativa de sustraer a sus súbditos de la obediencia que le debían. A juzgar por la violencia de la reacción imperial, no se podía negar la eficacia de aquel método de hacer la guerra. Los prusianos, normalmente bien alimentados y atendidos, padecían escasez ahora, bajo MacDonald, después de haber quedado el país esquilmado por los depredadores; la oferta de una vida de holgura, combinada con un llamamiento a su patriotismo, tal vez produjera gran número de desertores. Hornblower preparó mentalmente una carta oficial al gobernador proponiéndole enviar al campo francés a unos cuantos buhoneros aparentemente a vender chucherías, pero en realidad a distribuir aquellos folletos. Allí donde los hombres de Bonaparte estaban sufriendo calamidades y pocos éxitos, la proposición podía tener más consecuencias que en el ejército principal de Bonaparte, ahora en Moscú. Hornblower se sentía inclinado a desconfiar del extravagante boletín ruso relativo al incendio de Moscú, y de la ardorosa declaración pública de Alejandro en el sentido de que jamás haría la paz mientras quedara en suelo ruso un solo soldado francés. En opinión de Hornblower, la moral francesa probablemente era bastante elevada aún, y la fuerza de Bonaparte todavía lo bastante grande para imponer a Rusia la paz a punta de bayoneta en su propia capital, por grave que hubiera sido la destrucción de Moscú y aunque lo fuese tanto como decían.
Alguien llamó a la puerta.
—Adelante —gritó Hornblower, irritado por la interrupción, pues se había propuesto dedicar todo el día a ponerse al corriente en sus tareas burocráticas.
—Una carta de tierra, señor —dijo el guardiamarina de servicio.
Era una breve nota del gobernador, con su finalidad resumida en una sola frase: «Han llegado a la ciudad algunas personas que creo que le interesarán, si dispone de tiempo para una visita».
Hornblower dejó escapar un suspiro; su informe a Londres no se acabaría nunca, al parecer, pero no podía desdeñar aquella invitación.
—Dispongan mi falúa —dijo al guardiamarina; y se volvió a cerrar su pupitre.
Dios sabía qué personas serían aquellas. Los rusos se mostraban en ocasiones exageradamente misteriosos por bobadas. Podía tratare de una tontería, pero era su deber enterarse de lo que hubiese de nuevo antes de expedir su despacho a Inglaterra. Mientras la falúa se balanceaba sobre las aguas, dirigió la vista a las líneas del ejército sitiador; los cañones de sitio seguían su obra demoledora (se había acostumbrado de tal modo a aquel estruendo que sólo se percataba de él al poner atención), y sobre la llanura flotaba el largo dosel de humo de costumbre.
La falúa enfiló la entrada del río, y las ruinas de Daugavgriva quedaron ocultas, salvo la cúpula de la iglesia donde tan a menudo había estado. Se acercaban gradualmente a Riga, y tuvieron que mantenerse muy cerca de la orilla para no verse arrastrados por la rápida corriente del Dvina, hasta que, por último, los remos se detuvieron y la falúa se acercó a las gradas del malecón. En lo alto de la escalinata esperaba el gobernador con su séquito y un caballo de reserva para Hornblower.
—Es una cabalgada corta —dijo Essen—, y creo que le parecerá que vale la pena.
Hornblower montó a caballo, haciendo un gesto para dar las gracias al caballerizo, y la comitiva emprendió rápidamente la marcha por las calles empedradas. Abrieron para ellos una poterna en las fortificaciones del lado este (hasta entonces ni un solo enemigo se había dejado ver por la orilla oriental del Dvina), y siguieron su camino pasando un puente levadizo que salvaba el foso. En el glacis, al otro lado del foso, había una numerosa fuerza de soldados, unos sentados y otros echados en filas. Tan pronto como apareció la comitiva, se pusieron en pie, alineándose, y luego, respondiendo a un estridente coro de cornetas, presentaron armas, con la bandera regimental ondeando a la ligera brisa. Essen contuvo su caballo, devolviendo el saludo.
—Bien, ¿qué piensa de ellos, señor? —preguntó a Hornblower, riendo entre dientes.
Los soldados iban andrajosos, y asomaba la piel a través de los agujeros y desgarros de sus uniformes azules o de un gris sucio. Además, parecían torpes, poco marciales; cualquier tropa que hubiera afrontado duras pruebas podría ir desastrada, pero Hornblower, examinando a las filas, tuvo la sensación de suciedad y desorden voluntarios. Essen seguía sonriendo maliciosamente, y Hornblower puso mayor ahínco en descubrir la causa de aquel regocijo. Essen no le hubiera llevado hasta allí sólo para mostrarle a unos soldados harapientos. Ya había visto bastantes en los tres meses últimos para el resto de su vida. Había allí varios miles de hombres, una brigada nutrida o una división mermada. Hornblower miró los estandartes regimentales para averiguar el número de unidades presentes, y entonces estuvo a punto de caer de su precario asiento, tal fue su sorpresa. Aquellas enseñas eran rojo y gualda, los colores nacionales de España, y cuando se dio cuenta de ello comprendió que los uniformes destrozados eran los restos del blanco y azul de los Borbones que tanto había llegado a odiar diez años antes, durante su cautiverio en El Ferrol. Además, a la izquierda de la línea se alzaba un estandarte plata y azul, la bandera portuguesa, enarbolada ante un solo y mutilado batallón de esperpentos.
—Estaba seguro de que se sorprendería, señor —dijo Essen, sin dejar de sonreír.
—¿Quiénes son estos hombres? —preguntó Hornblower.
—Algunos de los aliados «voluntarios» de Bonaparte —replicó Essen irónico—. Estaban en el cuerpo de Saint Cyr, en Polotsk. Un día se encontraron en el mismo borde de la línea avanzada y huyeron río abajo en nuestra busca. Venga y hablará con su general.
Espoleó a su caballo y, a galope corto, se acercaron a un oficial vestido con un deteriorado uniforme, montado en un macilento caballo blanco, a la cabeza de un Estado Mayor sobre cabalgaduras igualmente escuálidas.
—Tengo el honor de presentarle —dijo Essen solemnemente— a su excelencia el conde de los Altos… Su excelencia el comodoro sir Horatio Hornblower.
El conde saludó. Hornblower se esforzó unos momentos por pensar en español; la última vez que había usado aquel idioma fue durante el ataque frustrado a Rosas, dos años antes.
—Es para mí un gran placer conocer a vuecencia —dijo.
El rostro del conde expresó la agradable sorpresa que le producía oír que le hablaban en su propia lengua, y replicó rápidamente:
—¿Es el almirante inglés, señor?
Hornblower no creyó oportuno entrar en explicaciones sobre la diferencia entre un almirante y un comodoro. Se limitó a asentir con el gesto.
—He solicitado que mis tropas y las portuguesas sean repatriadas por mar, para luchar en nuestro propio suelo contra Bonaparte. Me dicen que para ello es necesario su consentimiento. ¿Lo dará, señor, no es cierto?
Aquello era pedir mucho. Cinco mil hombres, a cuatro toneladas marinas por cabeza, significaban veinte mil toneladas para embarcar, esto es, un largo convoy. Estaba más allá de su alcance solicitar de su gobierno que facilitara veinte mil toneladas marinas de barcos para trasladar a los españoles desde Riga a España. Nunca había buques suficientes. Y, además, quedaba la cuestión del efecto moral que produciría sobre la guarnición de Riga el embarque casi instantáneo de aquel oportuno refuerzo que les había llovido del cielo. Por otra parte, existía la posibilidad de que Rusia firmara la paz con Bonaparte, y, en tal caso, cuanto antes salieran los españoles de la garras de ambas potencias, tanto mejor. Cinco mil hombres supondrían un ejército considerable en España (donde los españoles lucharían con el máximo ahínco), y no representaban gran cosa en aquella guerra continental de millones. Pero nada tenía tanta importancia como el aspecto moral. ¿Qué efecto produciría sobre los otros aliados forzosos de Bonaparte, prusianos y bávaros, austríacos e italianos, oír no sólo que un contingente nacional se había pasado a los aliados, sino que éstos lo recibían con los brazos abiertos, lo festejaban y honraban, y finalmente lo devolvían embarcado a su país natal lo antes posible? Hornblower se prometía una tremenda revulsión entre los satélites del corso, especialmente si los rusos se mantenían firmes en su decisión de luchar durante el invierno. Aquello podía ser el comienzo del derrumbe del imperio de Napoleón.
—Me complacerá mucho enviarle con sus hombres a España tan pronto como pueda —prometió—. Hoy mismo daré órdenes para concentrar las embarcaciones necesarias.
El conde se explayó en fases de gratitud, pero Hornblower tenía algo que añadir.
—Debo pedirle algo a cambio —dijo, y el rostro del conde perdió parte de su entusiasmo.
—¿Qué es ello, señor? —preguntó. La amarga sospecha nacida de años enteros de verse víctima de maquinaciones internacionales, mentiras, engaños y amenazas (desde los lastimosos subterfugios de Godoy, hasta las brutales coerciones de Bonaparte) se dibujó un momento en su semblante.
—Su firma en una proclama, eso es todo. Intentaré poner en circulación entre los otros aliados forzosos de Napoleón la noticia de su adhesión a la causa de la libertad, y quisiera que atestiguase su veracidad.
El conde dirigió a Hornblower una mirada aún más penetrante, antes de aceptar.
—La firmaré —dijo.
Aquel consentimiento inmediato era un cumplido primero a la evidente honradez de los propósitos de Hornblower, y luego a la reputación que la Armada había adquirido de cumplir siempre sus compromisos.
—No hay nada más que decir, entonces —dijo Hornblower—. Debemos redactar la proclama y encontrar barcos para vuestras fuerzas.
Essen se agitaba inquieto en su silla junto a ellos, mientras conversaban en español. No conocía una sola palabra de este idioma, y por eso estaba nervioso. Hornblower disfrutaba observándole, pues durante los últimos meses había tenido el papel de oyente ignorante, de gran número de conversaciones en ruso y en alemán.
—¿Le ha hablado de la situación en el ejército de Bonaparte? —preguntó Essen—. ¿Ha dicho algo de hambre y enfermedades?
—Todavía no —respondió Hornblower.
La explicación salió pronto de los labios del conde, a impulsos de las explosivas preguntas de Essen. El ejército de Napoleón había caminado dejando tras de sí un reguero de muertos mucho antes de llegar a Moscú; el hambre y las enfermedades habían mermado sus filas, mientras Bonaparte lo empujaba a marchas forzadas a través de la desolada estepa.
—Los caballos han muerto ya casi todos. Sólo había centeno verde para darles —explicó el conde.
Si no tenían caballos, sería imposible abastecer al grueso del ejército; éste debería dispersarse o perecer, y como los rusos contaban con fuerzas militares de alguna importancia, tal dispersión sería imposible. Mientras Alejandro se mantuviera firme y prosiguiera la lucha, no había que perder la esperanza. Empezaba a parecer cierto que el ejército de Bonaparte en Moscú había consumido su fuerza, y que el único modo de presionar a Alejandro en lo sucesivo consistía en avanzar sobre San Petersburgo con el ejército que ahora cercaba Riga. Por eso era más imperativo aún aguantar allí. Hornblower abrigaba bastantes dudas respecto a la constancia de Alejandro si perdía ambas capitales.
La destrozada infantería española había estado presentando armas durante aquella larga conversación, y Hornblower se sintió incómodo al advertirlo. Hizo recaer como de pasada la vista sobre ellos, para recordar al conde lo que debía hacer. Éste dio una orden a sus ayudantes y los coroneles la repitieron; los regimientos se cuadraron torpemente y quedaron en posición de descanso, con gran soltura esto último.
—Su excelencia me dice —observó el conde— que sirvió usted recientemente en España. ¿Qué noticias tiene de mi país?
No era fácil hacer un resumen de la complicada historia de la península en los últimos cuatro años a un español que había estado aislado totalmente de su patria durante ese tiempo. Hornblower hizo lo que pudo, quitando importancia a las innumerables derrotas de los guerrilleros, y terminó con una nota de esperanza al darle cuenta de la reciente captura de Madrid por Wellington. Los jefes y oficiales españoles estrechaban cada vez más el cerco en torno suyo. Durante cuatro largos años, desde el momento mismo en que el pueblo español había declarado su voluntad de no continuar siendo un dócil aliado y se convirtió en el más enconado enemigo del imperio, Bonaparte había procurado que aquellas tropas españolas a su servicio, a tres mil millas de la patria, no tuvieran la menor noticia que les revelara la verdadera situación de España. Sólo contaban con los embustes de los boletines imperiales para apoyar sus vagas teorías. Era una experiencia curiosa hablar con aquellos desterrados; Hornblower sintió una extraña conmoción al recordar cómo se había enterado del cambio de frente de los españoles. Fue en la cubierta de la Lydia, en el Pacífico tropical que no registran las cartas. Durante unos segundos, su mente se vio invadida por los recuerdos. El azul y oro del Pacífico, el calor y las tormentas, la lucha en aquellas aguas, el Supremo y el gobernador de Panamá… Y tuvo que ahuyentar tales evocaciones para volver de nuevo a aquel campo de maniobras de las orillas del Báltico.
Un ordenanza se acercaba a ellos a galope tendido, levantando nubes de polvo con las herraduras de su caballo. Tiró de las riendas delante de Essen y le saludó, y soltó su mensaje antes de retirar la mano de la frente. Una palabra del gobernador hizo que se alejara apresuradamente por donde había venido, y Essen se volvió hacia Hornblower.
—El enemigo se concentra en las trincheras —informó—. Se prepara para asaltar Daugavgriva.
Essen comenzó a dar órdenes en voz alta a su estado mayor; los caballos giraron entre cabriolas al sentirse espoleados, y los duros bocados refrenaron su cabeceo. En un momento, media docena de oficiales salió galopando en diferentes direcciones con los mensajes que se les habían confiado en rápidas palabras.
—Voy allá —dijo Essen.
—Yo también iré —dijo Hornblower.
Hornblower encontró difícil mantenerse en la silla al girar vivamente su montura junto a la del gobernador. Tuvo que sujetarse, con la mano en el pomo, y enganchar de nuevo el pie en el estribo mientras galopaban. Essen volvió la cabeza y vociferó otra orden a uno de los pocos ayudantes que todavía les acompañaban, y luego espoleó a su caballo. Al avanzar el bruto con renovado impulso, el sordo rumor del bombardeo aumentó en intensidad. Pasaron con estrépito por las calles de Riga, y el piso de madera del puente de barcas retumbó bajo las herraduras de los corceles. El sudor corría por el semblante de Hornblower al sol resplandeciente de otoño, la espada le golpeaba el muslo y, de vez en cuando, el bicornio se le ladeaba en la frente, y conseguía retenerlo en el último momento. Hornblower percibió las aguas turbulentas del Dvina al cruzar el puente y luego, a su derecha, la tierra, mientras galopaban siguiendo los muelles. El estruendo de los cañones se hacía cada vez más fuerte, y luego se extinguió de pronto.
—¡Es el momento del asalto! —bramó Essen, encorvando su corpachón a fin de aumentar la velocidad de su fatigado caballo.
Ahora estaban en el mismo pueblo, entre las ruinas de las casuchas, y allí encontraron tropas desordenadas que retrocedían, vacilantes y revueltas, uniformes azules cubiertos de polvo y oficiales tratando de reunirlos entre juramentos, y golpeando a los hombres estupefactos con las espadas de plano. De nuevo se oyó la voz de Essen, como una trompeta destemplada. Blandía el sable sobre su cabeza, y, espoleando al caballo, se abalanzó hacia el tumulto. Al verle, los soldados comenzaron a rehacerse y se enfrentaron de nuevo al enemigo, cerrando instintivamente sus filas.
A través de la ruinas se acercaba una columna dispersa del enemigo que sin duda acababa de franquear la brecha como un torbellino. En aquel momento era más una turbamulta que una columna. Los oficiales iban corcoveando a la cabeza de sus hombres y agitando los sombreros y los sables. Un estandarte ondeaba sobre ellos. La aparición de una línea formada les hizo vacilar un momento, y de ambos lados surgió un fuego irregular. Hornblower vio caer muerto a uno de los oficiales enemigos mientras arengaba a su gente. Miró hacia Essen, y vio que seguía descollando entre el humo. Hornblower desvió su caballo hacia el flanco; su cerebro trabajaba con la velocidad arrebatada de la excitación, las balas zumbaban junto a sus oídos, y comprendió que aquél era el momento decisivo del asalto. Si se detiene una columna atacante por un momento, cualquier pequeñez puede inclinar la balanza, haciéndola retroceder tan deprisa como ha avanzado. Llegó a la puerta de la iglesia en el momento en que un aluvión de hombres salía de ella. La guarnición del edificio se apresuraba a asegurar su retirada antes de que los dejaran aislados. Hornblower desenvainó la espada, sosteniéndose en la silla por verdadero milagro.
—¡Adelante! —gritó, blandiendo el arma.
Los soldados no comprendían sus palabras y guiñaban los ojos al mirar aquella figura azul y oro que tenían delante, pero sí podían interpretar sus ademanes. A retaguardia del grupo, Hornblower divisó un momento a Clausewitz y Diebitch, que habrían debido asumir el mando, pero no había tiempo para discusiones, y por la mente de Hornblower pasó veloz la convicción de que por muy científicos que pudieran ser, resultaban completamente inútiles en una barahúnda como aquella.
—¡Adelante! —volvió a gritar, apuntando con la espada al flanco de la columna asaltante.
Los soldados se dispusieron a seguirle; nadie habría podido resistir la inspiración de su ejemplo y su actitud. La columna y la línea de defensa seguían cambiando descargas desiguales, y la primera continuaba ganando terreno paso a paso, mientras los defensores vacilaban y retrocedían.
—¡Alineaos! —vociferó Hornblower, volviéndose en la silla e indicando a los rusos con los brazos abiertos y gesticulando con los puños lo que les pedía—. ¡Cargad los fusiles!
Y los soldados se alinearon, marchando tras él, mientras manipulaban las baquetas. Eran doscientos hombres a lo sumo, tropezando unos con otros al avanzar a traspiés por las ruinas de las casuchas. Ahora estaban justamente en el costado de la columna. Hornblower vio que algunos rostros se volvían hacia ellos. Y estaba lo bastante cerca para leer la sorpresa y el desaliento en las actitudes de los hombres que se veían de pronto atacados de flanco por un nuevo enemigo.
—¡Fuego! —gritó Hornblower, y algo parecido a una descarga surgió como un trallazo de las irregulares filas que le seguían.
Vio salir disparadas dos baquetas en arco ascendente de los fusiles de unos soldados a quienes su orden había sorprendido en el acto de cargar, y que sin darse cuenta se habían llevado al hombro las culatas, oprimiendo los gatillos. Una baqueta se enterró como una flecha en el cuerpo de un francés. La columna vaciló y retrocedió. Nadie había contado con aquel ataque de flanco, pues toda su atención se concentraba en la línea de Essen que le hacía frente.
—¡A la carga! —rugió Hornblower, blandiendo su espada y espoleando al caballo.
Los rusos le siguieron dando gritos; toda la columna enemiga titubeaba ahora y se confundía, desmoronándose las desordenadas filas. Los franceses volvían la espalda, y por la excitada mente de Hornblower cruzó como una exhalación algo que había oído decir: que las mochilas del enemigo eran la visión más agradable para un soldado. Luego vio que uno de los enemigos se volvía y le apuntaba con su fusil. Al brotar el humo del cañón, su caballo dio un salto convulso, hincó el hocico en tierra y dio una vuelta de campana. Durante un momento Hornblower se sintió flotando en el aire. Estaba demasiado enardecido y exaltado para tener miedo, de manera que el choque contra el suelo le produjo una inesperada sorpresa. Pero, aunque quedó sin aliento y la caída le zarandeó todos los huesos, su incansable imaginación seguía funcionando con claridad, y oía y percibía el ataque de flanco que él había ordenado y que continuaba entre vítores por encima de él. Sólo cuando se puso en pie notó de pronto que estaba magullado y débil, y que apenas se sostenía sobre las piernas, que vacilaban al inclinarse a recoger su espada, brillante en el suelo polvoriento entre dos cadáveres.
Se sintió solo de pronto, pero la sensación apenas tuvo tiempo de apoderarse de él, pues inmediatamente le rodeó una oleada de humanidad. Essen y sus ayudantes vociferaban, exaltados y contentos. Allí estaba, molido y deshecho, con la espada en la mano, mientras los otros le abrumaban con felicitaciones que no entendía. Uno de los oficiales saltó de su caballo y entre varios izaron a Hornblower hasta dejarle sentado en la silla, y los caballos siguieron su camino entre muertos y heridos, sin tocarlos, pisando la tierra atormentada, hacia los baluartes. Los últimos restos de las fuerzas asaltantes eran empujados a través de la brecha, batidos por un fuego disperso de fusil. Al acercarse a las fortificaciones, las piezas de los maltrechos sitiadores abrieron de nuevo el fuego, y un par de proyectiles pasaron silbando por encima. Essen detuvo el caballo, como persona sensata, y luego lo hizo salir de la línea de fuego.
—Ha sido algo inolvidable —dijo, mirando hacia el lugar en que se había desarrollado el conflicto.
Hornblower seguía pensando con claridad. Comprendía que aquel descalabro iba a ser un terrible golpe para los sitiadores. Después de la primera y feroz embestida, habían estado zapando hasta las murallas, y abriendo brecha en ellas, se habían lanzado a un asalto que debía valerles la fortaleza, para verse rechazados cuando la brecha estaba ya en su poder. Sabía que MacDonald no encontraría fácil convencer a sus hombres para que atacaran de nuevo. Aquel sangriento revés les haría más cautos y temerosos. Tendría que dejar correr un tiempo considerable y persistir en su continuo machaqueo varios días más, multiplicando sus aproches y paralelas antes de arriesgarse a intentar otro asalto. Es posible que la ciudad resistiera, o que aquel asalto fuese el último. Hornblower se sentía profético, inspirado. Recordaba cómo se enteró de la noticia de la retirada de Massena después de levantar el sitio de Lisboa. Aquello había sido el comienzo del reflujo del imperio en el sur, y ahora Wellington se hallaba en Madrid y amenazaba a Francia. Tal vez aquella penetración por la brecha se recordaría como el punto más al norte que los soldados de Bonaparte pudieron alcanzar jamás. Si era así (rumiaba con el pulso acelerado), el ataque de flanco que había emprendido, aquella carga imprevista de un par de centenares de hombres reunidos apresuradamente en medio del tumulto, bien pudiera ser el golpe que desbaratara los planes que Bonaparte había forjado para conquistar el mundo. Eso era lo que él había hecho. Y no sería nada desagradable leer en The Times que «el comodoro sir Horado Hornblower, caballero de Bath, había perdido el caballo mandando una carga». Bárbara se sentiría muy complacida.
Aquel entusiasmo y aquella inspiración acabaron bruscamente, y Hornblower se sintió de pronto débil y enfermo. Se dio cuenta de que si no desmontaba en seguida se caería de la silla. Se aferró al pomo y sacó del estribo el pie derecho, balanceó la pierna sobre la montura, y, al tocar con los pies el suelo, éste vino a su encuentro. Recobró el conocimiento unos minutos después, y se encontró sentado en el suelo, con el corbatín suelto y la cara cubierta de sudor frío y pegajoso. Essen estaba inclinado sobre él, muy inquieto, y a su lado, de rodillas, había alguien; al parecer, un cirujano. Tenía la manga recogida por encima del codo, y el cirujano, con la lanceta, se disponía a sangrarle. Hornblower retiró el brazo de pronto porque no quería que le tocaran con aquel objeto ni con unas manos negras de la sangre de otros hombres.
Los oficiales que le rodeaban levantaron la voz en son de protesta, pero Hornblower hizo caso omiso de ellos, con la sublime abstracción de un enfermo. Luego apareció Brown, con el machete al costado y las pistolas en el cinto, seguido por otros marineros de la falúa. Al parecer, había visto a su capitán pasar a caballo por el puente, y, como buen subordinado, remontó el río para acudir en su busca. Tenía el semblante alterado por la ansiedad, y se arrodilló también junto a Hornblower.
—¿Está herido, señor? ¿Dónde? ¿Puedo…?
—No, no, no —se resistió Hornblower con enojo, empujando a Brown y poniéndose en pie vacilante—. No es nada.
Era como para volverse loco ver aquella mirada de admiración en el rostro de Brown. Cualquiera podía creer que se comportaba heroicamente, y no de un modo sensato, nada más. No lejos de allí, al pie de la brecha, según le pareció, una trompeta dejaba oír breves notas de llamada, y aquello sirvió para distraer a los presentes de su solicitud. Todos miraron en dirección al sonido, y en aquel momento se les acercó un grupo de oficiales rusos, conduciendo a una figura con los ojos vendados y con el uniforme azul ornado de astracán gris del Estado Mayor imperial. A una orden de Essen le quitaron la venda y el oficial, que lucía grises bigotes de húsar, saludó con dignidad.
—Jefe de escuadrón Verrier —se presentó—, edecán del mariscal duque de Tarento. El mariscal me encarga que proponga una tregua de dos horas. La brecha está cubierta de heridos de ambas partes, y sería humano retirarlos de allí. Cada bando se cuidará de los suyos.
—Hay más heridos franceses y alemanes que rusos, estoy seguro —dijo Essen, en su detestable francés.
—Franceses o rusos, señor —replicó el parlamentario—, morirán si no se les atiende en seguida.
Hornblower estaba nuevamente sumido en cavilaciones. Las ideas subían a la superficie como los restos de un buque náufrago. Su mirada se cruzó con la de Essen, y asintió con la cabeza. Essen, como buen diplomático, no dejó traslucir que hubiera captado la seña y se volvió nuevamente a Verrier.
—Acepto su proposición, señor —dijo—, en nombre de la humanidad.
—Y yo doy las gracias a vuestra excelencia en nombre de la humanidad —dijo Verrier, saludando y mirando a su alrededor en espera de que le vendasen otra vez para volverle a llevar a través de la brecha.
Tan pronto como se alejó, Hornblower se volvió hacia Brown.
—Llévese otra vez la falúa al barco —ordenó—. Deprisa. Mis saludos al capitán Bush, y tráigame al teniente von Bulow, por favor. Deberá acompañarle un oficial de su mismo grado. ¡Rápido!
—Sí, señor.
Con aquello bastaba, tratándose de Brown o de Bush, gracias a Dios. Una orden provocaba una sencilla y a la vez inteligente obediencia. Hornblower saludó a Essen.
—¿Sería posible, Excelencia —preguntó— traer a las tropas españolas a esta margen del río? Tengo un prisionero alemán a quien voy a devolver al enemigo, y me gustaría que viese antes a los españoles con sus propios ojos.
Essen sonrió.
—Hago cuanto puedo no sólo por satisfacer sus deseos, señor, sino por anticiparme a ellos. La última orden que di en la otra orilla fue la de trasladar a los españoles a ésta; eran las tropas que tenía más cerca y me proponía emplearlas como guarnición en los almacenes del muelle. Seguramente están allí. ¿Quiere que vengan hacia aquí?
—Si no tiene inconveniente, señor.
Hornblower se hallaba en el malecón como por azar cuando atracó el bote, y el teniente von Bulow, del Cincuenta y cinco Regimiento de Infantería prusiana, saltó a tierra escoltado por el señor Tooth, Brown y sus hombres.
—¡Ah, teniente! —dijo Hornblower.
Bulow le saludó rígido, francamente sorprendido del nuevo giro de los acontecimientos, que le arrancaba de su encierro en el barco y le traía de repente al pueblo en ruinas.
—Hay un armisticio en este momento —explicó Hornblower— entre su ejército y el nuestro. No, no es la paz; se trata sólo de retirar los heridos de la brecha. Pero me propongo aprovechar la ocasión para devolverle con sus amigos.
Bulow le miró interrogante.
—Con ello evitaremos muchas formalidades, documentos y banderas de tregua —explicó Hornblower—. En este momento no tiene más que atravesar la brecha y unirse a los hombres de su propio ejército. Naturalmente, no ha sido usted canjeado de la forma habitual; pero, si quiere, me puede dar su palabra de no servir contra su majestad británica ni contra su majestad imperial rusa hasta que se haya efectuado el canje correspondiente.
—Le doy mi palabra —dijo Bulow, después de reflexionar un momento.
—¡Magnífico! Entonces, ¿puedo tener el placer de acompañarle hasta la brecha?
Cuando dejaron el embarcadero y emprendieron el breve camino a través de las ruinas del pueblo, Bulow dirigía en torno suyo las miradas propias de un soldado profesional; tenía perfecto derecho, con arreglo a cualquier código militar, de aprovecharse de cualquier descuido por parte de sus enemigos. De todos modos, su curiosidad profesional le habría impulsado a enterarse de lo que pudiera. Hornblower le iba dando cortés conversación entre tanto.
—Su asalto de esta mañana (supongo que habrá oído el escándalo desde el barco) estuvo a cargo de granaderos escogidos, según pude juzgar por los uniformes. Excelentes tropas; es una lástima que tuvieran tantas bajas. Espero que cuando esté con sus amigos les dé testimonio de mi profunda condolencia. Pero no tuvieron suerte, desde luego.
Al pie de la torre de la iglesia había un regimiento español, con los hombres echados en el suelo. Al ver a Hornblower, el coronel hizo levantar a sus hombres y saludó. El comodoro le devolvió el saludo, dándose cuenta de que Bullow, a su lado, había cambiado el paso. Le miró de soslayo y le vio marcar gravemente el paso de la oca mientras se cambiaban saludos. Pero se advertía bien que, aunque la preparación militar de Bulow le forzaba a marchar de aquel modo en un momento de cortesía castrense, no por eso había dejado de notar la presencia de aquellas tropas. Los ojos se le salían de curiosidad.
—Son tropas españolas —dijo Hornblower, con tono indiferente—. Una división de españoles y portugueses del ejército de Bonaparte se pasó a nuestro bando hace poco. Luchan bien; en realidad, ellos rechazaron definitivamente el último asalto. Es interesante comprobar cómo los incautos a quienes Bonaparte ha engañado se separan de él al descubrir lo vano de su poder.
La réplica del asombrado Bulow debió de ser inarticulada o expresarse en alemán, pues Hornblower no la pudo captar; pero por el tono comprendió cuál era su significado.
—No hace falta decir —continuó Hornblower de forma despreocupada— que me gustaría ver al magnífico ejército prusiano formando también entre los enemigos de Bonaparte y aliados a Inglaterra. Pero, naturalmente, su rey sabe mejor lo que le conviene.
A menos que, rodeado como está de hombres de Bonaparte, no tenga libertad para decidir.
Bulow le miró desconcertado. Hornblower estaba expresando un criterio totalmente nuevo para él, pero hablaba con despreocupación, como si se limitara a mantener una conversación educada.
—Pero eso es alta política —exclamó con una sonrisa y haciendo un gesto con la mano—. Aunque a lo mejor, en el futuro, al recordar esta conversación, vemos que fue profética. ¡Cualquiera sabe! Si alguna vez nos encontramos como plenipotenciarios, es posible que le recuerde lo que ahora le digo. Bien, ya estamos en la brecha. Me contraría decirle adiós, pero a la vez me complace devolverle a sus amigos. Mis más cordiales deseos de fortuna, señor.
Bulow saludó otra vez rígidamente, y luego, al ver que Hornblower le tendía la mano, se la estrechó. Para el prusiano resultaba singular que un comodoro condescendiera a cambiar un apretón de manos con un simple subalterno. Y se alejó de la brecha tanteando con los pies aquel torturado terreno donde aún pululaban los camilleros como hormigas asustadas, recogiendo a los heridos. Hornblower le siguió con la vista hasta que llegó a los suyos, y luego se volvió. Estaba tremendamente cansado, agotado de fatiga y furioso consigo mismo por su flaqueza. Lo único que pudo hacer fue volver con dignidad al embarcadero, aunque vaciló al sentarse en la cámara de su falúa.
—¿Está bien, señor? —preguntó Brown solícito.
—Claro que sí —exclamó Hornblower, asombrado de la impertinencia del hombre.
Aquella pregunta le irritaba, y en su contrariedad subió por el costado del buque lo más deprisa que pudo, contestando fríamente a los saludos que le hicieron en el alcázar. Una vez dentro de su camarote, su enojo persistió y le impidió seguir su primer impulso de tenderse en la litera y descansar. Paseó unos momentos arriba y abajo. Por hacer algo se miró en el espejo. Después de todo, las necias preguntas de Brown tenían fundamento. La cara que allí contemplaba estaba negra de polvo y sudor, y en una mejilla manaba sangre de un ligero arañazo. Su uniforme estaba hecho un asco, y con una charretera torcida. Su aspecto era el de alguien que acaba de escapar del furor de una contienda con la muerte. Se examinó más despacio. Tenía el semblante arrugado y exhausto y los ojos orlados de rojo. De pronto sintió deseos de contemplarse mejor, y ladeó la cabeza. En las sienes le blanqueaba el cabello. No solamente parecía salir de una batalla, sino haber sufrido duras pruebas durante largo tiempo. Y así era, en efecto, se dijo, medio asombrado de sí mismo. Ya llevaba varios meses soportando la carga de aquel horrible asedio. Nunca se le había ocurrido que su cara, la cara de Hornblower, pudiera revelar su interior, como las de otras personas. Toda la vida se había esforzado por evitar que en sus rasgos se adivinaran sus sentimientos. Resultaba irónico e interesante no poder evitar que el pelo se le volviera gris, o que los surcos se hicieran más hondos en torno a la boca.
Oscilaba la cubierta bajo sus pies, como si el barco navegara por alta mar, y hasta sus veteranas piernas de marino se negaban a sostenerle de pie, así que tuvo que agarrarse a la repisa que tenía delante. Con gran esfuerzo se pudo ir soltando y llegó hasta la litera, donde se dejó caer de bruces, atravesado.