CAPÍTULO III

Hornblower estaba sentado en su sala particular de la posada de la Cruz de Oro. Ardía el fuego, y en la mesa ante la cual se hallaba lucían no menos de cuatro bujías de cera. Todo ese lujo (la sala particular, el fuego, las bujías) le proporcionaba una sensación deliciosa e inquietante a la vez. Había sido pobre tanto tiempo, tuvo que reprimirse y economizar con tanto afán durante tantos años, que la despreocupación del dinero le producía un cierto placer ambiguo, como un culpable deleite. Su factura contendría al día siguiente un concepto de media corona por lo menos de luz, y si se hubiese contentado con velas de sebo no le habrían cargado más de dos peniques. También le cobrarían un chelín por el fuego. Y el posadero, desde luego, aplicaría las tarifas máximas a un huésped que, obviamente, podía pagarlas, caballero de Bath, con criado y coche de dos caballos. La factura del día siguiente se acercaría más a dos guineas que a una sola. Hornblower se tocó el bolsillo del pecho para cerciorarse de que su grueso fajo de billetes de una libra seguía allí. Podía permitirse gastar dos guineas diarias.

Ya más tranquilo, se inclinó de nuevo sobre los apuntes que había tomado durante su conferencia con el secretario de Exteriores. Estaban desordenados, escritos de cualquier modo, a medida que se le fueron ocurriendo a Wellesley. Era evidente que ni el mismo Gabinete sabía con certeza si los rusos lucharían contra Bonaparte o no. O, mejor dicho: nadie sabía si Bonaparte haría o no la guerra a los rusos. Por mucho que el zar aborreciera a los franceses (y los odiaba de veras), no lucharía a menos que se viera obligado a ello, a menos que Bonaparte le atacase deliberadamente. Seguro que el zar hacía todas las concesiones posibles con tal de no combatir, al menos ahora, que intentaba reforzar y reorganizar su ejército.

—Es difícil imaginar que Boney[1] cometa el desatino de armar camorra —había dicho Wellesley—, cuando puede conseguir todo lo que quiera sin necesidad de luchar.

Pero si había guerra, convenía que los ingleses dispusieran de fuerzas en el Báltico.

—Si Boney echa de Rusia a Alejandro, deseo que estéis a la expectativa para darle acogida —dijo Wellesley—. Siempre nos puede servir de algo.

Los reyes en el exilio eran, por lo menos, figuras útiles para toda resistencia que pudieran seguir manteniendo los países invadidos por Bonaparte. Inglaterra cobijaba bajo sus alas protectoras a los soberanos de Sicilia y Cerdeña, de los Países Bajos, Portugal y Hesse, y todos ellos servían para mantener encendida la esperanza en el corazón de sus antiguos súbditos, ahora bajo la bota del tirano.

—Depende no poco de Suecia —había observado también Wellesley—. Nadie puede adivinar lo que hará Bernadotte. Además, la conquista de Finlandia por los rusos ha irritado a los suecos. Intentamos convencerles de que para ellos la amenaza peor es la del corso. Le tienen a la entrada del Báltico, mientras que Rusia está al fondo. Pero no puede ser cómodo para Suecia tener que elegir entre Rusia y Bonaparte.

Era un asunto algo enredado, en un sentido u otro: Suecia estaba regida por un príncipe que tres años antes todavía era un general francés y, además, emparentado con Bonaparte por razón de matrimonio; Dinamarca y Noruega en manos del déspota; Finlandia recién conquistada por Rusia, y la orilla meridional del Báltico infestada de tropas de Bonaparte.

—Tiene campamentos en Danzig y Stettin —había dicho Wellesley— y fuerzas del sur de Alemania escalonadas por toda la ruta hasta Berlín, por no citar a los prusianos, los austríacos y sus demás aliados.

Con Europa a sus pies, Bonaparte estaba en condiciones de arrastrar con él a los ejércitos de sus antiguos enemigos; si tenía que combatir contra Rusia, una gran parte de sus tropas serían extranjeras: italianos y alemanes del sur, prusianos y austríacos, holandeses y daneses.

—Hay también españoles y portugueses, según me informan —dijo Wellesley—. Supongo que habrán disfrutado del pasado invierno en Polonia. Habla usted español, ¿no es cierto?

Hornblower había contestado afirmativamente.

—¿Y francés también?

—Sí.

—¿Ruso?

—No.

—¿Alemán?

—Tampoco.

—¿Sueco? ¿Polaco? ¿Lituano?

—No.

—Lástima. Pero la mayoría de los rusos educados hablan el francés mejor que el ruso; según me dicen, deben dominar muy poco su propio idioma. Y tenemos un intérprete sueco para usted; ya arreglará con el Almirantazgo el modo de denominarle en los libros de a bordo. Creo que ésa es la expresión náutica correcta.

Era característico de Wellesley teñir sus palabras de una cierta ironía. Había sido gobernador general de la India, y era a la sazón secretario de Estado de Asuntos Exteriores, aristócrata y hombre de moda. Con aquellas últimas palabras había expresado su sublime ignorancia y no menor desprecio por los asuntos náuticos, y una especie de sentimiento de arrogante superioridad del hombre elegante sobre el rudo lobo de mar, aunque éste fuera su propio cuñado. Hornblower se sintió algo irritado, y no le faltaba serenidad para intentar devolver la pulla a Wellesley.

—Es usted experto en todos los oficios, Richard —le dijo, llanamente.

Aquello sirvió para recordar al hombre de sociedad que el lobo de mar estaba lo bastante emparentado con él como para poderle llamar por su nombre de pila, y además, incomodar al marqués sugiriendo que tenía algún tipo de relación con un oficio.

—No en el suyo, Hornblower, me temo. Nunca pude aprender todo eso de babor, estribor, barlovento y cosas por el estilo. Hay que empezar desde la escuela, como con el hic, haec, hoc.

Era difícil afectar la sublime complacencia del marqués. Hornblower apartó estos pensamientos para volver a la gravedad de sus preparativos. Los rusos tenían una armada apreciable, unos catorce buques de línea tal vez, en Revel y Kronstadt; y Suecia otros tantos. Los puertos alemanes y pomeranos estaban llenos de corsarios franceses, y una parte importante de la misión de Hornblower consistía en proteger los navíos británicos contra aquellos salteadores del mar, pues el comercio sueco era vital para Inglaterra. Del Báltico venían los pertrechos navales que permitían a Inglaterra dominar los mares: el alquitrán y la trementina, los pinos para mástiles, leña y cuadernas, resina y aceite. Si Suecia llegaba a aliarse con Bonaparte contra Rusia, la aportación de Suecia al comercio (mucho más de la mitad) se perdería, y los ingleses tendrían que arreglárselas con lo poco que pudieran recoger de Finlandia y Estonia, escoltándolo a lo largo del Báltico ante las mismísimas fauces de la marina sueca, y saliendo como pudieran por Sund, aunque Bonaparte fuese dueño de Dinamarca. Rusia necesitaría todo aquel material para sus propios barcos, y habría que persuadirla como fuese de que era necesario prescindir de una parte para mantener la marina inglesa a flote.

Había sido un acierto que Inglaterra no acudiese en socorro de Finlandia cuando Rusia la atacó; si lo hubiera hecho, sería mucho menos probable que Rusia luchase ahora contra Bonaparte. La diplomacia respaldada por la fuerza podría preservar tal vez a Suecia de una alianza con Bonaparte, y asegurar la navegación por el Báltico, dejando expuesta la costa septentrional de Alemania a irrupciones contra las líneas de comunicación del corso, con tal intensidad que si, por un milagro, éste experimentaba un revés, se podría persuadir incluso a Prusia de cambiar de bando. Aquella constituía otra de las misiones de Hornblower: contribuir a disipar en Suecia su ancestral recelo de Rusia, y a apartar a Prusia de su obligado consorcio con Francia, sin arriesgar para nada la navegación en el Báltico. Un paso en falso podría significar el desastre.

Hornblower dejó sus notas encima de la mesa y fijó la mirada ausente en la pared de enfrente. Niebla, hielos y bajíos en el Báltico; navíos rusos y suecos, corsarios franceses; el tráfico marítimo, la alianza rusa y la actitud de Prusia; alta política y comercio imprescindible. Durante los meses próximos, la suerte de Europa, la historia del mundo oscilaría en el filo de la navaja, y la responsabilidad sería suya. Hornblower sintió que se aceleraban sus latidos, que sus músculos se ponían en tensión, como solía pasarle al barruntar peligro. Había pasado cerca de un año desde que advirtió estos síntomas por última vez, al entrar en la gran cámara del Victory para oír el veredicto del consejo de guerra que hubiera podido condenarle a muerte. Notaba que no era de su agrado aquel presagio de peligro, aquella perspectiva de enorme responsabilidad. No había imaginado nada de todo aquello cuando acudió tan alegre por la mañana a recibir órdenes. Por esto abandonaba el cariño y el afecto de Bárbara, la vida de señor rural, la tranquilidad y el sosiego de un hogar recién adquirido.

Pero aun en los momentos en que, desesperado, casi desolado, pensaba en lo que perdía, la atracción de los problemas del futuro comenzaba a hacerse notar. El Almirantazgo le había dado carta blanca; no podía quejarse, en ese aspecto. Revel quedaba bloqueado por los hielos en diciembre; Kronstadt a menudo en noviembre. Mientras durasen las heladas tendría que fijar su base más abajo. ¿Cerrarían los hielos Lubeck? En todo caso sería mejor… Hornblower apartó bruscamente la silla de la mesa, casi inconsciente de lo que hacía. Le resultaba prácticamente imposible reflexionar o imaginar estando sentado. Era como contener la respiración. Esta comparación era exacta, porque si se veía forzado a permanecer quieto en la silla mientras trabajaba su mente, le asaltaban algunos de los síntomas característicos de una estrangulación lenta: aumentaba su presión arterial y se agitaba violentamente.

Aquella noche no tenía por qué seguir sentado e inmóvil; habiendo retirado la silla, podía ir y venir de la mesa a la ventana, un recorrido igual de largo y tal vez más libre de obstáculos que los que había conocido en más de un alcázar. Apenas había comenzado sus paseos cuando la puerta de la sala se abrió lentamente y Brown se asomó por la rendija, atraído por el ruido de la silla al rozar el suelo. Con una mirada tuvo bastante. El capitán se había puesto a pasear, y aquello significaba que tardaría largo rato en acostarse.

Brown era un hombre inteligente, y utilizaba su talento en la tarea de velar por el capitán. Volvió a cerrar la puerta con igual sigilo, y esperó diez minutos largos antes de entrar en la habitación. Para entonces, Hornblower se había enfrascado en la sucesión de sus idas y venidas, y sus ideas seguían un curso torrencial del cual era muy difícil abstraerle. Brown pudo deslizarse en la estancia sin que Hornblower lo advirtiera; al menos, sería muy difícil asegurar si se enteró o no. Brown, acompasando sus movimientos a los pasos del capitán a través del cuarto, pudo llegar a las velas y despabilarlas, pues habían comenzado a fundirse y olían muy mal. Luego se acercó a la chimenea y echó más carbón al fuego, del que sólo quedaban unas ascuas rojizas. Luego salió de la habitación y se preparó para una larga espera. Por lo general, el capitán era un patrón considerado, que no consentía nunca en tener levantado a su sirviente hasta muy tarde, sólo para que al final le ayudara a acostarse. Sabiendo Brown que era así, no le molestó que esta vez Hornblower se hubiera olvidado de decirle que podía irse a dormir.

Iba y venía Hornblower a pasos regulares y mesurados, girando sobre sus talones a unos centímetros del friso bajo la ventana, por un lado, y por el otro rozando el borde de la mesa con la cadera al dar la vuelta. Rusos y suecos, convoyes y corsarios, Estocolmo y Danzig, todo aquello le daba mucho que pensar. Haría frío en el Báltico, además, y había que hacer planes para cuidar de la salud de su tripulación en el mal tiempo. Y lo primero que tendría que hacer al reunir su flotilla, sería procurar que en cada barco hubiese un oficial de confianza que supiera transmitir y leer señales correctamente. Sin buenas comunicaciones no podía haber disciplina y organización, y de nada servirían todos los planes que forjara. Las bombardas tenían el inconveniente de que…

Al llegar aquí le distrajeron unos golpecitos en la puerta.

—Adelante —gritó.

La puerta se abrió despacio, y a su vista aparecieron Brown y el mesonero, éste último con un mandil de bayeta verde y cara de susto.

—¿Qué ocurre? —exclamó Hornblower. Ahora que había interrumpido su paseo por el alcázar se daba cuenta de que estaba rendido; muchas cosas habían pasado desde que dieran aquella mañana la bienvenida a su señor los aparceros de Smallbridge, y la fatiga de sus piernas le decía que llevaba paseando bastante tiempo.

Brown y el posadero cambiaron unas miradas, y al fin el último se decidió a hablar.

—Mire, señor —comenzó nervioso—. Su señoría está en el número cuatro, justamente debajo de esta sala, señor. Su señoría es un hombre de mal genio, señor, le ruego que me disculpe. Dice, discúlpeme otra vez, dice que las dos de la mañana no son horas de estar yendo y viniendo por encima de su cabeza. Dice…

—¿Las dos de la mañana? —preguntó Hornblower.

—Son cerca de las tres, señor —intervino Brown, con tacto.

—Sí, señor; dieron las dos y media poco antes de que su señoría me llamase por segunda vez. Dice que si tirase usted algo, o cantase al andar, no le molestaría tanto. Pero oírle pasear de arriba abajo, señor… Su señoría dice que eso le hace pensar en la muerte y en el día del Juicio. Es muy natural. Yo le dije quién es usted, señor, cuando me llamó la primera vez. Y ahora…

Hornblower había salido ya a la superficie, emergiendo por completo de la ola de pensamientos en la que se hallaba sumido. Vio los nerviosos gestos del posadero, atrapado entre aquel diablo de desconocida señoría del piso bajo y las aguas profundas del capitán sir Horatio Hornblower de más arriba, y no pudo menos que sonreír; más aún, le costó verdadero trabajo sofocar la risa. Se daba cuenta de lo ridículo de la situación: el irascible y desconocido señor de abajo; el posadero, aterrado de pensar en ofender a uno u otro de sus poderosos e influyentes huéspedes, y como remate, Brown negándose a permitir hasta el último momento posible toda ingerencia en las reflexiones de su patrón. Hornblower advirtió el evidente alivio en los semblantes de los dos hombres cuando le vieron sonreír, y aquello le indujo a no contener más la risa. Se había mostrado muy malhumorado últimamente, y Brown temía un estallido, mientras que el infeliz posadero nunca esperó otra cosa, pues los huéspedes sólo acostumbran a dar sofocos a la gente que el destino condena a atenderlos. Hornblower recordaba haber mandado al diablo a Brown aquella misma mañana: y es que Brown no había sido todo lo perspicaz que debiera, pues por la mañana su patrón no era más que un oficial de marina sin empleo, condenado a vivir en el campo, mientras que ahora se había convertido en comodoro de una flotilla que le aguardaba, y nada en el mundo podía alterarle el humor… Brown no había pensado en eso.

—Mis respetos a su señoría —dijo—. Hágale saber que los ominosos paseos se han terminado. Brown, quiero acostarme.

El posadero bajó las escaleras con ánimo ligero, en tanto que Brown tomaba una palmatoria (con la vela consumida hasta el mismo cabo) y alumbró a su señor hasta la alcoba. Hornblower se quitó la casaca, con las charreteras entorchadas, y Brown llegó justo a tiempo de impedir que cayera al suelo. Siguieron luego la camisa y los pantalones, y Hornblower se puso el magnífico camisón que encontró extendido sobre la cama, un camisón de seda de China bordado, con vainicas en los puños y en el cuello, encargado especialmente por Bárbara a sus amigos empleados en la Compañía de las Indias Orientales. El ladrillo envuelto en una manta y metido entre las sábanas se había enfriado bastante, pero de su benéfico calor quedaban todavía restos. Hornblower se hizo un ovillo al sentirse tan bien acogido.

—Buenas noches, señor —dijo Brown, y la oscuridad se precipitó en el dormitorio desde los rincones, cuando aquél apagó la vela.

Y con la oscuridad se abatieron sobre el capitán sueños tumultuosos. Dormido o despierto (a la mañana siguiente no habría sabido decirlo), su mente no hizo más que girar, durante el resto de la noche, en torno a las infinitas complicaciones de aquella inminente campaña del Báltico, donde una vez más entraba en juego su vida, su reputación y su propia estima.