Capítulo 27

 

 

 

 

 

 

Había sido un día duro. ¿Qué más podía ocurrir? Nada. El cupo estaba lleno. Betsy intentó tranquilizarse y disfrutar de la cena, pero le estaba resultando difícil porque sentía la mirada de Matthew fija sobre ella. Él había intentado hablarle, pero, por suerte, los chicos y John lo mantuvieron muy ocupado. Por su parte, ella no se sentía con fuerzas para afrontarlo.

Betsy se despertó de su siesta sobresaltada por los gritos de los chicos: era como si alguien los estuviera matando. Tomó de la mano a Susie y fue a ver. Cuando los encontró, descubrió que Connie y unas cuantas mucamas los tenían acorralados y los amenazaban, armadas con esponjas y palanganas.

Susie, al ver la situación de peligro inminente, intentó huir corriendo, pero Betsy fue rápida y la agarró de la cintura; la alzó hasta colocarla sobre su cadera y meterla dentro del cuarto junto con los demás. Aunque le dolía el alma, Betsy se arremangó y se dispuso a hacerlos sufrir.

—¡Dios mío! —gritó Brigitte—, pero ¿qué es lo que se proponen?

—Te voy a quitar toda esa mugre que te cubre —aseguró Connie mientras caminaba hacia ella—. Es solo agua. ¿Es qué nunca te has bañado?

Por supuesto, la vizcondesa no esperaba esa respuesta.

—¡Claro que no! —exclamó la niña ofendida—. Soy una chica decente.

—¿Qué? —gritaron Betsy y Connie a la vez.

No podían creer que no hubieran tomado nunca un baño. Eso era inconcebible, aunque, si lo pensaban bien, la reacción de las niñas era de lo más normal ya que se habían criado solas. En cuanto a la afirmación de Brigitte, era comprensible, ya que la única vez que le habían ordenado desnudarse había sido con la intención de venderla para otros fines. Gracias a Dios, su hermano Tom se la había llevado al día siguiente.

Los chicos no fueron más fáciles que las niñas, tuvieron que dividirlos en grupos. Matthew y David se hicieron cargo de los varones, y ellas se quedaron con las niñas.

Tom se había negado rotundamente a quitarse la ropa delante de una mujer. Aseguró que antes moriría. Dada la determinación que poseía el muchachito, decidieron tomarlo en serio: tenían que concederle eso, se estaba haciendo mayor.

La señora Patmore, junto con el mayordomo y uno de los empleados de la cocina, se ocuparon de Peter. La cocinera bromeó al sugerir la posibilidad de llevarlo al establo y bañarlo allí. Betsy la reprendió duramente.

—Si no empezamos a tratarlo como lo que es, un niño, no se portará como tal.

—Disculpe, señora Flint, solo estaba bromeando. —En realidad no pensaba bañarlo allí; le daba mucha lástima aquel pobre muchacho—. No he estado muy acertada.

A Betsy le latió el corazón con dolor, cuando escuchó su nombre de casada. Dentro de poco solo eso tendría de él: un nombre.

—No se preocupe; sé que no lo ha dicho en serio. Es que estoy todavía un poco cansada. —Le restó importancia, no quería ser injusta con la pobre señora Patmore que era una buena persona.

Cuando estuvieron todos limpios y bien vestidos, resultaron ser un grupo de niños modelo. Incluso Claudia, a pesar de la cicatriz de su rostro, desprendía una dulzura especial.

La cena fue el segundo acto de la tragicomedia. La cocina se llenó de gritos de entusiasmo. No paraban de volar objetos de un lado al otro de la mesa. Una de las sirvientas que los atendía tuvo que ponerse a cubierto en más de una ocasión. Por fin estaban listos para irse a dormir, pero, antes, los esperaban en el salón para recibir algunas aclaraciones que necesitaban. Todos excepto John, que se encontraba durmiendo sin dolor gracias a un calmante que le habían suministrado. Por lo menos, ahora estaban tranquilos y dispuestos a contarles sus secretos.

—¿Así que envolvían las ruedas de la carreta con trapos, para que las huellas no fueran tan profundas y claras? —preguntó David, muy interesado.

—Sí —confirmó Tom.

—Y, además —continuó el menor de los Flint—, la embadurnaban con grasas y barro para evitar que chirriara.

—Efectivamente, señor.

—¡Qué ingenioso! —exclamó David maravillado por la habilidad de los chicos.

—Brigitte —intervino lady Judith—, ¿cómo has dicho que te llevaba Tom?

A la niña se le iluminó el rostro al ser el centro de atención de tanta gente importante. Siempre habían tenido mucho miedo de que los descubrieran porque sabían lo que les ocurriría. Susie tenía razón, la señora del pelo rojo debía de ser un hada, no había otra explicación para todo lo que les estaba pasando. Tenía que ser magia. ¿Por qué si no todas esas personas iban a estar interesadas en ellos? Y no solo eso: además, el hada había asegurado que los iban a ayudar.

—Tom me subía a los hombros —explicó Brigitte que dejó de lado los pensamientos—, los demás nos tapaban con mantas. Entonces escondíamos nuestras manos, agarrábamos ramas para simular que eran nuestras extremidades, como si fuéramos un fantasma. Nos subíamos a la carreta y ellos tiraban de nosotros, con el máximo sigilo. Todos teníamos que usar zapatos grandes para que, si a alguien se le ocurría seguirnos, no pudiera imaginarse que éramos niños. Siempre actuábamos cuando el sol se estaba ocultando. Vigilábamos todo el tiempo el bosque; si veíamos a alguna pobre chica cargada con algo que nos fuera de utilidad, en lo posible comida, íbamos rápidamente a disfrazarnos. Intentábamos hacer que saliera corriendo y dejara aquello que estaba llevando.

—¡Las cestas! —explotó Matthew.

—Sí —dijeron todos los chicos riendo, incluso Peter emitió un sonido parecido a la risa.

—¿Qué cestas? —quiso saber Connie, desorientada.

—Encontré un árbol con un hueco enorme en el centro, repleto de cestas.

Todos miraron con cara de asombro.

—No sabíamos qué hacer con las cestas —intervino Claudia tímidamente—. Nosotros solo robamos por necesidad. Las cestas no era una de ellas. Las dejamos allí por si alguien las podía recuperar. —Se encogió de hombros y escondió la carita herida.

—¡Cielos! —exclamó Benjamin—. Tenían todo bien planeado.

—Sí, señor —convino Tom, vanidoso—, pero que conste que nunca hicimos daño a nadie. —Puso cara de culpa—. Sí, ya sé lo que estará pensando, pero ¿qué es un pequeño susto a cambio de alimentar a estas boquitas inocentes? —añadió al monólogo un gesto desdichado; con las cejas arrugadas, señaló a los demás, que lo acompañaban en la pantomima haciendo pucheros.

Daban ganas de comérselos. Esos bribones lo tenían todo bien armado.

—¿Boquitas inocentes? —bromeó Matthew—. Puedo dar fe de que esas bocas no son tan inocentes —dijo mostrando la mano con las marcas de dientes.

Todos rieron.

—En cualquier caso, señor —continuó Tom con voz grave—; es verdad que nunca quisimos dañar a nadie. Creo que no lo hemos hecho. La necesidad nos empujó a realizar estas trampas.

Las risas se convirtieron en semblantes serios, al oír a un niño de doce años excusarse de esa manera tan digna por el simple hecho de querer sobrevivir.

—Hicieron algo asombroso —afirmó Benjamin—. Han superado desgracias que cualquier persona adulta no hubiera podido vencer. Se ayudaron con una generosidad extraordinaria, y no se rindieron ante las adversidades. Y todo lo han hecho por conseguir una vida digna y en paz. —Hizo una pausa, tomó aire y observó a su familia. Connie se acercó a él; se apretó contra el brazo de su marido, orgullosa de lo que estaba diciendo. No existía mucha gente que aceptara a un grupo de niños de la calle con tanta generosidad—. Creo que hablo en nombre de todos —continuó Benjamin—, si digo que los admiramos profundamente.

Los niños se quedaron boquiabiertos, excepto Peter que estaba royendo una de las plantas del salón. Pensaron que era muy extraño encontrar a una persona que fuera hada, pero encontrar a una familia entera que quisiera ayudarlos, era un auténtico milagro. Todavía no sabían cómo lo iban a hacer, pero si el hada lo había prometido se haría realidad.

Brigitte, con su habitual desparpajo, no pudo contenerse y expresó el pensamiento general.

—Señor, esta es una familia inusual. —Se rascó la cabeza sin delicadeza y quedó asombrada al no encontrar ningún enredo que le obstaculizara el recorrido. Luego se dirigió a Matthew—. ¿Qué piensa a hacer con nosotros?

Los otros niños también lo miraron a la espera de una respuesta. Sin saber por qué, lo habían hecho responsable de sus vidas. Él se aclaró la garganta y dijo:

—Eso lo diré por la mañana, cuando esté todo arreglado.

Tom iba a protestar, acostumbrado como estaba a ser el padre de todos ellos, pero Matthew se le adelantó:

—¿Confías en mí? —le volvió a preguntar. Lo miraba fijamente a los ojos.

Tom vio de nuevo la nobleza de ese hombre: se le despejaron todas las dudas y todos los miedos.

—Sí, señor —contestó como un soldado.

Flint aprobó complacido. Antes de que se retiraran a descansar, Benjamin se acercó a Timothy y Philip:

—¿Qué hizo que dos niños del pueblo escaparan? ¿La falta de confianza en que yo me iba a ocupar de todo? —quiso saber, con algo de pesar.

—Estábamos tristes, solos, y no queríamos ser una carga para nadie —confesó Timothy, arrepentido de su aventura.

—De ellos me encargaré yo. Es mi deber —sentenció Benjamin.

Betsy y Matthew se miraron y confirmaron en silencio. Antes de llegar a la mansión, ya sabían que Benjamin querría hacerse cargo de ellos. Al fin y al cabo, los conocía desde bebés.

La pelirroja estaba con el corazón en un puño. Conmovida por cómo se estaban portando todos con aquellos niños, sus niños a partir de ahora.

Después de la cena, la de los adultos, porque la de los niños ya había tenido lugar, vendría la parte más difícil. La parte en la que comunicaban a la familia que comprarían la casita roja donde habían estado viviendo los niños y que pertenecía al vizconde. Les dirían que iban a conseguir la tutela y que ella viviría con ellos, y separada de su marido.

Matthew le compraría la casa, la restauraría y se volvería a Londres donde tenía toda su vida. Sintió un dolor agudo en el pecho al pensar en eso otra vez.

Sería un golpe duro para la familia, pero tendrían que entenderlo. Imaginaba que Matthew iría a pasar algunas temporadas con ellos, cumpliría con sus deberes de esposo y se marcharía. Esta posibilidad terminó de deprimirla del todo. Era insuficiente. Quería una vida plena y completa, y no la tendría si no estaba junto a él, siempre. Por eso no podía disfrutar de una cena maravillosa. Todos lo estaban notando; en especial Matthew, que no le quitaba los ojos de encima.

—¿Te ocurre algo? —indagó el mayor de los Flint.

—No —negó con un sonido ahogado—. Ha sido un día muy duro —se excusó.

Todos le dieron la razón, pero él no le creyó. La conocía muy bien. Habían pasado momentos peores, y ella nunca había estado tan abatida. David la sacó de sus especulaciones cuando le preguntó:

—Bueno, ¿vamos a saber qué quieres hacer con los pequeños?

Betsy dejó caer la cuchara. Se levantó de golpe.

—Perdón, no puedo. —Miró a Matthew y salió corriendo entre lágrimas—. Lo siento.

—Pero, ¿qué pasa?

Él salió corriendo tras ella. Y, por supuesto, los demás los siguieron como una estampida.

El comedor se quedó casi vacío. Lady Adelle y Martha permanecieron cenando, mientras sonreían con complicidad.

—Querida Martha, me imagino que piensa lo mismo que yo acerca de que los jóvenes de ahora pierden toda la educación cuando están enamorados.

—Totalmente de acuerdo. Y añadiré, a tan sabia apreciación, que el amor no puede ser nunca una excusa para esta demostración de falta de modales.

Lady Adelle asintió en silencio y con el rictus serio:

—Tiene toda la razón, mi querida amiga.

No le duró mucho la seriedad. Enseguida el rostro se le iluminó y, en un suspiro, dijo con alegría:

—¡Ah!, pero qué romántico.

Las dos damas se rieron y se sonrojaron.

—¡Estos chicos! Qué entretenida nos hacen la vida. —Martha miró de reojo hacia la puerta, no había rastros de nadie—. Mientras ellos arreglan sus diferencias, ¿qué le parece una copita, lady Adelle? —Le guiñó un ojo.

—¡Martha! —exclamó la noble, aparentemente ofendida—. Es lo más razonable que he oído en todo el día.

Volvieron a reírse, sin hacer mucho ruido. Y brindaron por la familia, que crecía a pasos agigantados.

Capítulo 28

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El grito de Matthew hizo que se detuviera en mitad de la escalera. Se volvió para hacerle frente desde la posición de ventaja que le daban los escalones que había subido.

—¿Me vas a explicar qué demonios te pasa? —Matthew en el piso inferior, rodeado de todos los demás, esperó con impaciencia su contestación.

—No me pasa nada —aseguró crispada.

Flint estaba confundido. No tenía ni la menor idea de lo que le había podido ocurrir esa tarde para que ella estuviera ahora en ese estado. Lo único que sabía era que la tenía allí adelante, rabiosa, llorando a mares y, aunque esto último ella no lo advirtiera, las lágrimas le rodaban desbocadas por ese hermoso rostro. Y él no soportaba verla llorar.

—Entonces ¿por qué estás llorando?

—No estoy llorando. —Se tocó la cara y secó con la mano las lágrimas que caían sin control.

Él bufó, y dio un paso hacia adelante.

—No te acerques —chilló.

De repente se empezaron a oír un montón de pasos en el piso superior. Era igual que una tormenta. Miraron hacia arriba y vieron a todos los chicos asomados a la baranda.

—¿Qué ocurre? —preguntó Tom.

—No pasa nada —dijo Connie—, a dormir.

—No podemos dormir con todo este ruido —aseguró Brigitte sonriendo—; en nuestra casa había más orden.

—¡Ya estamos otra vez! —suspiró Susie.

—¿Qué quieres decir? —le preguntó Claudia.

—Que ya se están peleando de nuevo —afirmó Susie—. En cuanto los dejamos solos, se enredan; yo dije que nos necesitaban.

David y Benjamin se rieron ante la conclusión de la niña que, aunque insolente, era una verdad imponente como una catedral. Connie los reprendió con la mirada; al fin, su cuñada, lady Judith, decidió darle una mano y le dio un codazo a David para que parara de reír.

—¡Silencio! —ordenó la joven entre susurros—. Si no, nos echarán y no nos enteraremos de lo que pasa.

Se escondió detrás de su hermano, el vizconde, para evitar la mirada de desaprobación que le ofreció Matthew que los observó, atónito: su vida se estaba convirtiendo en un circo.

—¡Oh, por favor! —rogó Connie y miró a Betsy con cierto aire de súplica—. Van a despertar al bebé.

Betsy salió de su aturdimiento e intentó subir al cuarto. Estaba haciendo lo que más odiaba: dar un espectáculo; algo que siempre intentaba evitar, pero que nunca conseguía.

—¡Niños, que no pase! —vociferó Matthew.

Tenía la certeza de que, si se le escapaba, iba a encerrarse en la habitación. Entonces, solo Dios sabía cuándo lo dejaría entrar. Él no estaba para esperar. Todo lo contrario: estaba loco por tenerla de nuevo entre sus brazos, por consolarla y borrar esas lágrimas con besos. Ya se sentía más que harto de todas esas disputas absurdas. Eran una pérdida de tiempo y de energía; un tiempo y energía que podía estar usando para hacerle el amor.

¿Era igual de complicado para todos los hombres del mundo estar casado? ¿O ese privilegio solo lo tenía él, por estar unido a la mujer más testaruda del universo?

Los niños le obedecieron sin chistar. Betsy se quedó asustada de lo mucho que había cambiado la situación en tan solo unas horas. Al principio tuvieron miedo de él, pero enseguida se dieron cuenta de lo protector y bueno que era; por eso lo habían convertido en su guardián. Lo comprendió a la perfección: ella misma se había sentido así. Matthew la desestabilizaba, pero, a la vez, le daba una seguridad que nunca había tenido. Los chicos debían de sentirse igual. Con la vida que habían llevado no era raro que se aferraran a él.

Estaba acorralada.

—Por favor, Betsy. —Tomó aire y lo intentó de nuevo—. ¿Puedes explicarme qué te pasa? —Sonrió para aparentar una calma que no sentía.

—¡Como si no lo supieras! —acusó ella, furiosa.

—¡No lo sé! —Elevó las manos al cielo. Miró a su alrededor en busca de una respuesta, pero todos se encogieron de hombros. Matthew lanzó un gruñido de desesperación—. ¿Cómo quieres que lo sepa si no me lo dices? —indagó él, a riesgo de saber que se estaba introduciendo en aguas pantanosas. Ella no contestó, y él continuó—: si pudiera leerte la mente seguro que me ahorraba un montón de problemas.

—Así que ahora soy un problema, ¿no? —dio un pequeño grito de indignación—. Bueno, pues parece que te vas a librar muy bien de este problema.

—¿Qué dices? Te has vuelto loca del todo.

—Sí, me faltaba un poco, pero me acabas de rematar —terminó la frase entre sollozos.

—Por favor —intervino Connie—, que alguien nos ilumine sobre lo que está pasando. De ser posible antes de que se despierte mi hijo. —Miró de reojo a Benjamin que estaba con el ceño fruncido, y añadió—. O antes de que mi marido mate a alguien.

—¡Basta ya! —aulló Matthew—. Todo el mundo fuera.

Nadie se movió de su sitio. Miró al vizconde, tal vez él le daría una mano.

—A mí no me mires —se encogió de hombros—. Yo estoy en mi casa, no pienso moverme de aquí.

Renegó. Ignoró a los demás y subió un escalón.

—He dicho que no te acerques —dijo ella entre sollozos.

—Esto es absurdo, mujer. —Dio otro paso hacia adelante—. ¿No te das cuenta de que no puedo solucionar el problema hasta que no sepa cuál es? Es pura lógica ¿o no? —preguntó a su hermano y a Benjamin, que asintieron dándole toda la razón.

—El problema eres tú —explotó Betsy.

Connie y Judith se acercaron corriendo a ella. Pasaron por delante de Matthew. La pobre se estaba ahogando con el llanto y ya no podían estar más tiempo sin apoyarla.

¡Dios, qué hermosa era cuando se enojaba! Matthew estaba desquiciado, era él quien debía estar abrazando a su mujer, y no, su hermana.

—Pobrecita mía, dinos qué te ha hecho.

Connie la acomodó sobre su hombro, mientras Judith le palmeaba la espalda.

—Yo no he hecho nada —se defendió Matthew, exasperado. Seguir el razonamiento de las mujeres lo estaba agotando.

Sin moverse de donde estaban, Betsy pudo contarles, entre sollozos, la conversación que habían tenido en el jardín.

—¡Vaya! —exclamó David—. ¿Así que se van a quedar con los chicos?

Hubo una explosión de júbilo encima de sus cabezas.

—Lo sabía —declaró Susie, vanidosa—. Sabía que eran ellos.

—Tú no sabías nada, mocosa —acusó Brigitte—. Tenías tanto miedo de Matthew que creías que te iba a comer.

—Yo no tenía miedo —se defendió la pequeña—. Tenía hambre. Además, sabía que ella nos querría. —Sacó la lengua—. Y, en cuanto abrió la bocaza mi ogro, supe que él también nos querría.

Matthew casi se cae al escuchar a Susie llamarlo “mi ogro”. Esa nena le había tocado el alma.

—Es lo más generoso que he oído nunca —apuntó lady Judith.

—Y dices que solo te dijo: “Es hora de volver” —se sorprendió Connie al conocer el modo en que su querido hermano había concluido el tema.

Betsy asintió con la cabeza. Volvió a convulsionarse en el hombro de Connie quien, indignada por el comportamiento de Matthew, le regaló una mirada furibunda.

—¿Cómo puedes ser tan insensible? —lo acusó.

—¿Yo? —Él se había perdido algo, de seguro, pero no tenía ni idea de lo que era.

—Sí, usted, señor Flint —señaló lady Judith—, ¿por qué se casó con ella si la iba a dejar?

—¿Qué? —Matthew no lo podía creer.

Se pellizcó para cerciorarse de que estaba en medio de una pesadilla, tenía que ser eso. Pero no, el pellizco le dolió, lo que quería decir que se encontraba en la realidad.

¡Qué terrible! Lo único que quería era encerrarse con su mujer en el dormitorio y reconfortarla después de un día horrendo. En vez de eso, estaba allí, delante de toda la familia, discutiendo con su esposa acerca de no sabía qué.

Volvió la vista hacia Benjamin y David.

—¿Hay algo que yo no sepa? ¿Alguno de los dos lo sabe? —preguntó desesperado.

—No comprendo nada de lo que está ocurriendo —confesó David, con una sonrisa de oreja a oreja—, pero la estoy pasando muy bien.

Benjamin tuvo la gentileza de controlar la risa. Entendía la confusión de su amigo. Según lo que habían hablado en el jardín, Matthew había aceptado y respetado el deseo de su esposa de quedarse con los chicos, por lo tanto, tampoco podía vislumbrar el motivo del enojo de Betsy. Claro que él era un hombre. Y lo que había aprendido estando casado era que una mujer no reflexiona igual que un hombre. Ni siquiera en forma similar.

—Lo mejor es esperar —le aconsejó a Matthew.

—¿Esperar qué? —preguntó perdido.

—Que digan algo que te dé una pista de lo que has hecho mal —dijo y se dobló de la risa.

—¡Yo no he hecho nada! —insistió, giró de nuevo hacia su mujer, para darles la espalda a esos dos descerebrados—. ¡Betsy! Se acabó —rugió mientras subía los escalones de dos en dos.

Se plantó delante de las tres mujeres. A excepción de lady Judith que era la más impresionable, las otras dos no se acobardaron.

—Matthew, no seas bruto —le ordenó Connie.

—Betsy —dijo él sin prestar atención a su hermana—, dime ahora mismo qué te pasa para que podamos resolverlo —ordenó.

—¡Que vas a abandonarme! —reconoció al fin—. Vas a abandonarme porque he decidido quedarme con ellos —confesó y señaló a los chicos. Una vez que había empezado, no podía parar y vomitó todo—: tu vida está en Londres y yo no soy nadie para pedirte que te quedes con nosotros. Pero, es que no puedo, Matthew, después de todo esto, no puedo. —Se le hizo un nudo en la garganta—. Soy consciente de que no te ibas a enamorar de mí tan rápido, pero con todo lo que hemos compartido yo creía que, tal vez… —Rompió otra vez a llorar.

Él sufrió una fuerte conmoción: su interior se removió con violencia, pero no sabía si era por la impresión de verla tan indefensa o de ira porque fuera tan obtusa. ¿Miedo de que la dejara? ¿Qué tenía esta mujer en la cabeza? ¿Cómo iba a dejarla? Se quedó tan trastornado al escucharla, que dijo lo primero que le vino a la cabeza.

—Betsy, tú… tú eres idiota.

Ella lo miró parpadeando. Pensó que no había oído bien. Cuando Connie le dio un coscorrón a su hermano, se dio cuenta de que sí: lo había escuchado a la perfección.

Él se frotó la cabeza un poco dolorida, y no se quejó. Reconocía que se había extralimitado, pero no se le había ocurrido otra palabra.

—Benjamin, controla a tu mujer —pidió—, me acaba de golpear.

—No, te equivocas —respondió el lord mientras miraba con reprobación a Connie—. Ha sido tu hermana. Mi esposa, la vizcondesa, nunca haría algo así.

Ella tuvo la deferencia de sonrojarse, sabía que no era propio de una dama golpear a nadie, aunque fuera su hermano y, encima, un bruto sin corazón.

—¿Me abandonas porque soy idiota? —preguntó Betsy, sin lágrimas y totalmente perpleja.

—¡Cómo te voy a abandonar! ¡Te amo más que a mi propia vida! —exclamó alterado—. ¡Estoy tan enamorado de ti que no dejo de ponerme en ridículo a cada momento! Como, por ejemplo, ahora.

Hubo un silencio sepulcral. Nadie movió un solo músculo.

Matthew respiraba agitado, estaba que echaba chispas; no le podía estar pasando eso a él. Acababa de declarar su amor delante de toda su familia, era un debilucho. Entonces, ya había llegado la hora de tomar el control de nuevo.

—¡A tu cuarto! —le ordenó a Betsy; le señaló la dirección con el dedo—. Y no se te ocurra cerrar con llave, ¿me has entendido?

Iba a seguir gritando, pero se calmó al ver que ella asentía, se daba vuelta y se dirigía hacia el dormitorio.

Esperó a oír cómo se cerraba la puerta. Respiró cuando se dio cuenta de que le había obedecido y no cerraba con llave. Entonces, sin molestarse en mirarlos, subió las escaleras para seguir el camino de su esposa.

No se oía ni un ruido, a pesar de que todos los niños y mayores continuaban donde estaban antes. Se mantenían callados, prestando atención a cada paso que daba; él los fue dejando atrás.

Se paró delante de la puerta de la habitación. Tomó el picaporte, lo giró, entró y cerró con llave.

Fue justo en ese momento, cuando oyó la explosión de carcajadas.

Capítulo 29

 

 

 

 

 

 

Matthew apretó la mandíbula, pero decidió ignorar las burlas que venían de afuera. Se centró en la única persona que le importaba en ese momento: su esposa.

La mujer se había convertido en el centro de su vida, pero la muy tonta creía que la iba a abandonar. Notó un ligero temblor en las rodillas al recapacitar acerca de eso. Sin embargo, le acababa de decir que la amaba, y ella no había respondido. Pero tenía miedo de que la dejara. Eso únicamente podía significar una cosa.

Estaba de espaldas, aferrada a una silla. Sentía la rigidez en la postura, no sabía si era una buena señal. Aunque, también, él mismo estaba rígido. Los nervios lo devoraban por dentro.

Cada vez que deseaba tocarla sentía la misma urgencia, pero, ahora, lo notaba con más violencia, porque era muy consciente de cómo era estar con ella. Se preguntó si siempre sería igual.

El conocimiento que tenía de ella, de su cuerpo, no hacía más que acentuar la sensación anticipada. Sus venas se dilataban, aumentaba el ritmo sanguíneo. El cosquilleo en la garganta hacía que tragara con dificultad, lo que le producía un movimiento brusco de la nuez.

Observarla, le intensificaba los sentidos.

Antes de tocarla, sus dedos ya estaban hormigueando. Su vista era capaz de describir cada detalle de esa figura, sin necesidad de desvestirla. Se había aprendido de memoria el recorrido de las suaves curvas que dibujaban esa silueta. Le subía la temperatura corporal, cuando el olor de ella penetraba en él.

Esa mujer lo hacía hervir. Solo había una forma de aplacarlo.

Betsy se mantenía muy quieta, esperando que él diera el primer paso. Aunque no podría aguardar mucho más, estaba ansiosa por estar de nuevo entre sus brazos.

La amaba. Esa era la razón de que se hubiera casado con ella, y no había ninguna otra. Había estado tan ciega de orgullo, tan llena de temores, que no había visto más allá.

Un latir enloquecido se extendía por todo su cuerpo, advirtiéndole acerca del vacío que tenía sin él.

Respiró para tranquilizarse e intentó no pensar en lo que vendría. Esas manos recorriéndola, quemándola con cada caricia. La mirada fija en ella, que la examinaba como si fuera la primera vez que la veía, para después percibir en esos ojos aquello que le pertenecía. Anhelaba el sabor de esa boca. Un sabor que la embriagaba y la dejaba totalmente expuesta, desarmada.

—Betsy. —Él no reconocía su propia voz.

Ella, al oír ese tono grave y terso, tuvo que sujetarse con firmeza. Se dio un segundo más para calmarse. Giró poco a poco.

Él, atento, contemplaba las distintas expresiones de su cara. Entonces, las comisuras de la boca se le fueron elevando hasta formar la sonrisa más plena y sincera que Matthew había visto en su vida.

Se separó de la puerta para acortar la distancia que los separaba. Él profirió un gemido, que fue el detonante para la descarga de felicidad que acumulaba Betsy. No pudo contenerse más y se arrojó en sus brazos.

Matthew la abrazó con fuerza. “Ahora está todo bien”, pensó él.

Fue ella la que buscó su boca, antes de que dijera nada. No necesitaba escuchar más. Lo besó.

Le acarició los labios como él le había enseñado. Al principio con suavidad, invitándolo a abrirse. Cuando él decidió que ya había sufrido bastante la acogió en su interior. Entonces ambas lenguas se unieron en un contacto húmedo y cálido que los llevó a pensar que se evaporarían.

Eran tan intensas las sensaciones que desbordaron todas sus expectativas. Cerraron más el abrazo, para impedir que los separara al mismo aire. Cualquier cosa que estorbara la unión de sus cuerpos les parecía un obstáculo inaceptable.

Se desnudaron con celeridad, sin prestar la menor atención a las ropas rasgadas que iban cayendo por el piso, ni a ninguna minucia como la silla caída o el jarrón destrozado.

Llegaron a la cama a los tropezones, sin separar sus bocas ni un solo segundo. Todo les parecía insuficiente. Un minuto sin tocarse era un tiempo perdido.

Betsy comenzó a sentirse mareada cuando Matthew recorrió su cuerpo con la boca. Agasajó los delicados tobillos, fue subiendo lentamente mientras la iba enloqueciendo con las caricias de sus labios. Se recreó en la curvatura de sus nalgas, y se llenó con la exuberancia de sus pechos. Cuando volvió a encontrarse con la mirada de la mujer, se detuvo.

—Suéltate el cabello —susurró con voz ronca.

Ella lo obedeció como si estuviera hipnotizada. Alzó las manos lo que la dejó aún más indefensa. Matthew aprovechó la posición y no le dio tregua, mientras ella fue dejando caer las pocas horquillas que le quedaban en el pelo.

Cuando la tuvo como quería, la examinó durante largos minutos con la respiración agitada y dominado por el deseo. No; dominado por el amor. Un amor tan grande que le exprimía el alma.

Hay momentos en la vida en los que se te conceden ráfagas de lucidez. Son solo unos breves instantes en los cuales eres capaz de comprender la enormidad de lo que te está ocurriendo. Un momento en el que todo lo que has hecho, o cada pequeño paso que has dado, cobra sentido. Matthew estaba en uno de ellos. Miraba a su mujer, la percibía con todos los sentidos en alerta; sin ropa ni nada que los distrajera o que se interpusiera entre ellos. Comprendió que era el único amor que jamás tendría, que nunca había sabido lo que significaba esa palabra: amor, hasta ese momento. Toda su historia, todo lo que le había ocurrido, adquiría un significado; porque cada decisión, cada obstáculo resuelto, lo había llevado hasta ella. Supo, sin lugar a dudas, que haría cualquier cosa por ella, incluso adoptar a cinco niños que acababan de encontrar. Sonrió al recordarlo.

Y entendió que su amor no moriría a pesar de que ellos dejaran de existir. Aquel era un amor especial, uno que sobrevive a la muerte.

Betsy se removió inquieta debajo de él. Nerviosa por la observación de la que era objeto. Él la dejó que hiciera lo que deseaba, consintió en que tomara el control. Ella se notaba ardiente, las palabras la estaban ahogando; necesitaba decirle cuánto lo amaba, que siempre había sido así, aunque pareciera lo contrario.

Todo lo había hecho por él: el empleo en su casa lo había aceptado para estar cerca de él, para poder cuidarlo. Nunca se ilusionó creyendo que él pudiera enamorarse de ella, pero ahora que había ocurrido daba gracias por ello.

Tenía miedo de no expresarlo bien, así que esperó. Antes, se entregaría a él en cuerpo y alma y le arrebataría lo mismo.

Consiguió colocarse sobre él, sin saber muy bien cómo hacer; la sorprendió que estuviera tan entregado, era como si se hubiera abandonado a sus deseos. Las comisuras de la boca subieron de manera sensual.

Matthew se movió. Ella expulsó un jadeo al sentirlo excitado. Le acarició los muslos, suavemente, hasta llegar a la estrecha cintura; la rodeó con las manos, la elevó unos centímetros y la guió hasta que sus cuerpos quedaron unidos. Betsy abrió los ojos asombrada por el impacto de tenerlo así. Lo notaba tan adentro, no se podría decir dónde empezaba un cuerpo y dónde terminaba el otro. Se inclinó hacia él y volvió a saborearlo. Lo exploró con la lengua, maravillada de descubrir matices nuevos en él.

Ese hombre era suyo, le había entregado su corazón, y ella a él. Se pertenecían para la eternidad.

Betsy se acopló al ritmo que le iba marcando él, hasta que comenzó a llevarlo sola, algo que logró ponerlo frenético. Matthew estaba fuera de sí. Se incorporó impaciente, agarrándola por la espalda con fiereza y deleitándose con lo que ella le ofrecía. Ella le devolvió el abrazo. Sus manos viajaban enloquecidas desde los anchos hombros hasta el pelo; introducía los dedos en los oscuros cabellos, lo saqueaba a su modo.

Así, totalmente unidos, aceleraron los movimientos. Estaban tan fuera de sí que llegaron juntos a una descarga que dejó correr ríos y ríos de fuego.

Antes de desplomarse en el colchón, volvieron a idolatrarse con la mirada, encandilados.

—¿Qué acaba de ocurrir? —preguntó Betsy, con un hilo de voz, agotada.

Matthew tomó aire, antes de contestar.

—Amor —aseguró él, estrechándola más fuerte entre sus brazos—, o lo que David llama “Física”.

Entre risas, cayeron sobre la cama, en estado de total relajación. Con las piernas y brazos todavía entrelazados. Betsy le acarició el pecho.

—Te amo, Matthew —confesó mientras lo miraba directamente a los ojos.

Aunque él ya lo suponía, escucharlo de sus labios le significó la pieza que faltaba a ese rompecabezas que era su ser. Ahora era un hombre completo. Sonrió satisfecho.

—Te ha costado reconocerlo —bromeó.

—No más que a ti —se defendió ella.

—Betsy —enredó su pelo entre los dedos—, acabo de declarar mi amor como un vulgar Romeo delante de toda nuestra familia.

—Sí, tienes razón —concedió ella; escondió la cara en el cuello de su marido. Él disfrutó de su risa—, ha sido lo más…

—Patético —concluyó él por ella.

—No —dijo y le dio un ligero golpecito—: romántico. —Se colocó otra vez encima de él, esa vez totalmente estirada sobre el cuerpo y apoyó la barbilla en el torso para poder observarlo. Él comenzó a pasarle las manos por todo el cuerpo, con tenues caricias—. Ha sido muy romántico —depositó un pequeño beso en su pecho.

Respiró y se quedó pensativa, mientras con el dedo índice le dibujaba círculos en el rostro.

—Te quiero. Te quiero, te quiero… —No podía parar de decírselo. Aun así creía que no bastaba.

Matthew la agarró de la barbilla y la subió para besarla. Fue un beso tan exquisito y delicado que se le llenaron los ojos de lágrimas.

Estuvieron callados un rato, simplemente acariciándose, hasta que Matthew rompió el silencio.

—He soñado con esto tantas veces que no me parece real.

A ella se le iluminó el rostro.

—¿Desde cuándo?

—Desde el primer momento que te vi. —Rió al ver la cara de sorpresa—. ¡Vamos Betsy! ¿Nunca te lo imaginaste? —Ella negó con la cabeza—. Llevo dos años comportándome como un energúmeno —confesó—. ¿Acaso creías que yo era así?

—Bueno, según lo que dices, no te he podido conocer de otra manera. Por lo tanto, solo podía pensar dos cosas: o que te gustaba, o que me despreciabas tanto como para hacerme la vida imposible.

—Por lo visto, elegiste la segunda opción. —Le pellizcó la nariz.

—A partir de ahora, no tendrás motivos para comportarte como un loco. —Descansó la mejilla en su pecho—. Ya sabemos cuánto nos queremos.

—Te equivocas —dijo y le palmeó el trasero—. Eso solo consigue que desvaríe más.

Ella subió reptando hasta que quedaron cara a cara. Enmarcó la cabeza de Matthew entre sus brazos.

—Dímelo otra vez —rogó con voz insinuante.

—¿Qué cosa? —bromeó—. ¿Lo de idiota?

—¡Matthew! —le reprochó, mientras le pellizcaba el costado.

—¡Ay! —gritó—. Está bien, te lo diré —claudicó entre risas. Se puso serio—: te amo —Tomó aire—. Te amo desde que te vi en las escaleras de mi casa, mientras llamabas a la puerta. En realidad, antes de verte la cara ya me había enamorado. Luego Connie nos presentó y, al estrechar nuestras manos, supe que eras generosa, honesta, cariñosa y fiel —le pasó la mano por el pelo—. En cuanto escuché tu voz reconocí a una mujer de carácter y fuerte determinación. Y cuando me ofreciste esa mirada de querer matarme, perdí el corazón.

—Matthew, yo… —intentó decir algo, pero se había quedado muda.

—Así que, al día siguiente, fui a tramitar una licencia de matrimonio con nuestros nombres. —La besó en la cabeza para restarle importancia.

—¿Tenías esto planeado desde hacía tanto tiempo? —preguntó, sin poder creerlo.

—Yo no planeé enamorarme ese día, te lo aseguro; de hecho me fastidió bastante. —Besó el ceño fruncido de su mujer—. Pero al cabo de unos minutos lo acepté y comencé a trabajar para conseguirte.

Ella lo miraba extrañada como si estuvieran hablando de cosas distintas.

—¿Crees que se me dan bien los negocios? —La pregunta de Matthew la sorprendió, pero asintió—. ¿No dices que soy extremadamente práctico?

—Sí, creo que eres muy inteligente —concedió ella.

—No habría sido muy listo, si hubiera dejado escapar el amor de mi vida, ¿no crees? De qué me valen todas esas transacciones y todo el dinero del mundo, si no tengo lo que más me importa. No entiendo cómo has podido pensar que te iba a abandonar.

Ella escondió la cara en el hueco de su cuello y le besó la clavícula a modo de disculpa. Subió la boca hasta la oreja y le mordió el lóbulo. Matthew gruñó y cerró el abrazo con más fuerza, hasta taparla con todo el cuerpo. Ella sonrió, sugerente.

—Matthew, ¿qué vamos a hacer con esos niños? —quiso saber, antes de volver a hacerle el amor.

—Quererlos, Betsy, simplemente quererlos.

Ella ensanchó aun más la sonrisa, le rodeó el cuello con los brazos y, mientras lo agasajaba con la boca, le susurró:

—Eres un verdadero misterio, Matthew Flint. No dejas nunca de sorprenderme.

—Tienes toda la vida para descubrirme, amor. Y ten por seguro que dejaré que lo hagas.

Sin darle tiempo a replicar, la invadió de nuevo. Volvió a amarla.

Epílogo

 

 

 

 

 

 

Tom se tiró del caballo, antes de que se detuviera, sudado y con el corazón en un puño. Estaba asustado. Había cabalgado durante todo el día. El tiempo corría en su contra, cuanto antes empezaran a buscar, más posibilidades habría de encontrarlo.

¡Maldita sea! Su padre lo iba a matar, pero tampoco era su responsabilidad hacerse cargo de su tío. Era David el que tenía que encargarse de él, y no, al revés. Lo mandaron a Oxford a estudiar porque estaría bajo la vigilancia de David, pero llevaba unos meses ausente.

Tenía que haber estado más atento, hacía tiempo que sospechaba que algo ocurría. Su tío David se comportaba de manera extraña. El mismo David Flint, el profesor de matemáticas más respetado de la universidad, experto en economía y experto en literatura. Número uno de su graduación y uno de los mejores deportistas del momento. Propulsor del primer torneo de selecciones de fútbol a nivel mundial: la British Home Championship.

“¡Y se esfumó!”, pensó angustiado.

No podía haber sido un descuido. David era despistado, pero nunca se olvidaría de la final. Si la habían fundado ellos, cómo iba a faltar al encuentro. Habían disputado el resto de los partidos, casi caen ante Gales, pero gracias a su tío ganaron. Vivía por ello. Era la razón de su existencia, aunque últimamente parecía otro. Sin embargo, le costaba imaginar que hubiera faltado por propia elección. Justo ahora, cuando se iban a enfrentar al partido de su vida, desaparecía sin dejar ni rastro. Eso era cosa de los escoceses, seguro; sabían que David era clave en el equipo y lo habían hecho desaparecer.

Tom se aflojó el nudo de la corbata mientras traspasaba las puertas del hogar. Su casa, donde todo era confortable, donde reinaba el amor y, por desgracia para sus padres, el bullicio también.

Una vez creyó que no era digno de nada, bueno para nadie, pero él se obligaba a seguir adelante por su hermana Brigitte y los demás. Entonces, el destino le regaló los mejores padres posibles –del mismo modo que ellos y Matthew habían sido el destino de Betsy Tilman–; esa situación inesperada le cambió la vida. Ellos le hicieron ver que sí, que era bueno y que se merecía el mismo amor que cualquier otro chico. De eso ya hacía diez años, en los cuales habían tenido otros cinco hijos; en total diez hijos que adoraban a sus padres por encima de todo. Y él era el mayor, Tom Flint, un chico de veintidós años que acababa de perder a su tío de treinta.

Su padre se iba a poner hecho una furia, pero sabía que tenía que contárselo. Era el único que podría ubicarlo.

—¡Papá! —gritó en el hall— ¡Papá!

—Hijo, ¿qué ocurre? —preguntó Betsy asustada. Acababa de salir del despacho de Matthew.

—¡Mamá!

Tom abrió los brazos para rodearla, pero la barriga de ocho meses que lucía le impidió abarcarla del todo. Matthew salió detrás de su mujer.

—¿Qué ocurre, Tom?

—Padre —suspiró él—; el tío David ha desaparecido.

Betsy miró a su marido con urgencia. Matthew le rodeó los hombros para tranquilizarla y se acercó a Tom.

—Tom, tranquilízate —aconsejó Matthew con voz grave—, vamos a mi despacho y nos cuentas lo que ha pasado.

Tom siguió a su padre, maravillado de la entereza que mostraba siempre. Era un hombre increíble, desde el primer momento que lo vio, depositó en él toda su confianza. Más tarde le entregó su respeto y su amor, al igual que sus hermanos. A pesar de no ser hijos del matrimonio, los querían como si lo fueran. No habían hecho ni una diferencia con los otros hermanos, los más chicos. Tom idolatraba a su padre. Sabía que había hecho lo correcto al ir enseguida a contárselo.

—Mi amor, por favor, encárgate de que le traigan un refrigerio.

Ella asintió, antes de irse abrazó al muchacho hijo y le dio un beso para reconfortarlo.

—Has hecho bien, cariño. Tu padre se encargará de todo —dijo y después salió.

Tom le detalló todo lo que sabía hasta el día anterior, cuando su tío había desaparecido. Matthew comprendió que su hijo tenía razón. La situación era grave; su hermano no se perdería un partido ni aunque estuviera muriéndose.

—¿Y bien? ¿Qué vamos a hacer? —quiso saber Betsy cuando supieron toda la historia.

Matthew observó a su esposa con el ceño fruncido. Después de diez años de casados le seguía perturbando la determinación que mostraba y lo mandona que era. Lo que no le sorprendía era verla cada día más hermosa. Tras cinco embarazos, su cuerpo apenas había sufrido cambios. Eso era por el trabajo extra de criar a diez hijos. Los hijos la habían mantenido en forma.

Cuando se casaron pensó que no podía quererla más, se equivocó, cada día que pasaba la amaba más y más; cuanto más conocía de ella más la quería. Su amor se había ido transformando, igual que ellos mismos, porque el amor va madurando, amoldándose a las propias vivencias. Estaban totalmente compenetrados. Por eso, sabía que su mujer era consciente de que él no la dejaría hacer nada.

Betsy seguía con la misma tendencia a provocarlo, preguntando cosas como “¿qué vamos a hacer?” Matthew tenía claro que ella no haría nada. Por Dios, pero si estaba embarazada de ocho meses.

Respiró hondo. Recapacitó lo que iba a decir y cómo lo iba a decir.

—Esto es lo que haremos: yo me voy con Tom. Y tú te quedas aquí. —Antes de que su mujer empezara a protestar, continuó—. Voy a mandarle un aviso a Benjamin, para informarle todo; me vendría bien que me acompañara. Tiene mucha influencia en Oxford. —Abrazó a Betsy y besó su frente—. Esta vez no puedes venir, es un viaje largo y estás en un estado avanzado. Además tendrás que ayudar a Connie, ella está de siete meses también, y ya sabes lo sensible que se pone cuando está embarazada. No quiero ni imaginar el estallido que tendrá cuando se entere de que su hermano menor ha desaparecido. —La miró a los ojos—. No como tú que, en esta situación se te da por mandar más todavía. —Betsy entrecerró los ojos, con gesto amenazante, pero él lo ignoró—. Tú tienes a Brigitte, a Claudia y a Susie para ayudarte. Deberías pedirle a Connie que se trasladara aquí hasta que regresemos. Martha y John los cuidarán; además, estarán encantados de tener a toda la familia bajo el mismo techo.

—Creo que encantados es mucho decir —receló Betsy—. ¿Y los chicos? Cariño, la casa es grande, pero Connie tiene seis hijos y a nosotros en casa nos quedan nueve, todavía.

—Los primos estarán felices de estar juntos unas semanas. Serán como unas vacaciones para ellos. Trae personal de la mansión Torrington, o contrata más gente. —Besó su nariz—. Prefiero que estén todos juntos; Benjamin y yo nos quedaremos más tranquilos si se cuidan unos a otros.

—Sí, tienes razón; a nosotras se nos pasará el tiempo más rápido si nos hacemos compañía, y los niños estarán tan entretenidos jugando juntos que no darán muchos problemas.

Se miraron con cierta duda. Los dos sabían que era imposible que tantos chicos juntos no causaran problemas, pero Matthew confiaba en su esposa: dirigía la casa igual que un cuartel militar.

—¡Ah! —Se golpeó la cabeza—. No te olvides de preparar la habitación del médico.

—Matthew, ese hombre tiene su vida, su casa. No puedes disponer de él como si fuera algo tuyo.

—Betsy, van a estar dos embarazadas y quince niños, más Martha, John, y todo el personal. Ese hombre se instalará aquí, te lo aseguro —afirmó tajante. Al ver la expresión de enojo de su mujer, añadió—: le pagaré lo que pida.

Ella relajó el rostro, pero no estuvo completamente de acuerdo. Sin embargo, sabía que no era el momento de discutir con su esposo. Le daría la razón, y luego haría ella lo que le diera la gana, como siempre. Le sonrió para calmarlo.

“Tenía razón lady Adelle, alguien debería estudiar medicina en esa familia. Entre tantos jóvenes quizás alguno salga médico, quién sabe”, se dijo Betsy esperanzada.

Después de preparar el viaje, se despidió de todos sus hijos. Martha y John se reunieron con ellos fuera de la casa.

—Ya lo vaticiné yo —murmuró la mujer.

—¿De qué hablas? —quiso saber él.

—Sabía que a ese chico le iba a estallar la vida en la cara —afirmó mientras movía un dedo delante de la nariz de John.

—Déjate de tonterías. —Apartó el dedo de Martha, irritado porque no tenía ni idea de lo que quería decir su esposa. Se dirigió a Matthew—: ¿seguro que no quieres que vaya?

Matthew observó con ternura al hombre mayor que tenía adelante, no dejaba de conmoverlo tanto cariño que recibían de él. Se habían quedado muy preocupados con la noticia, pero sabían que Matthew encontraría a su hermano costara lo que costara.

Él dejó la despedida de Betsy para el final. Quería que el último recuerdo que le quedara fuera el sabor de su mujer. No sabía cuánto tiempo iban a estar lejos; un día ya le parecía un tiempo tortuoso.

Se fundieron en un abrazo. La besó con toda la pasión que sentía todavía por ella.

—Encuéntralo —pidió ella.

Él asintió con gravedad.

—Vuelve, ¿me oyes? —ordenó sobre sus labios, con voz estrangulada por la preocupación.

—Cariño, ni todas las fuerzas del mundo me impedirían regresar a ti.

Matthew capturó de nuevo su boca y la besó, sin saciarse nunca de ella.