El destino de Betsy Tilman
Camille Robertson
© Editorial Vestales, 2013
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ISBN: 978-987-1405-44-2
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Esta nueva historia quiero dedicarla a mis padres,
Carlos y María, porque todo lo bueno
que hay en mí se lo debo a ellos.
A mi tía Cele, posiblemente la persona
más generosa en el planeta.
Y a mi tío Luis, a quien tengo que
agradecerle muchísimo por el tiempo y
el cariño que dedica a corregir mis escritos.
El hombre, nos lo han dicho muchas veces, es un oscuro
enigma; pero ¿en qué lo es más que el resto de la naturaleza?
Voltaire
Prólogo
El desgarrador alarido rompió la quietud de la noche y ahuyentó a todas las criaturas que se ocultaban en el frondoso bosque.
La joven dejó caer la cesta que transportaba; comenzó a correr como alma que lleva el diablo: tenía que escapar de allí. “Si les hubiera hecho caso a mis padres…”, se lamentó. Las lágrimas empezaron a resbalar por su pálido y asustado rostro, mientras atravesaba el bosque a gran velocidad.
Detrás de ella sentía aquella extraña presencia.
Debía darse prisa y llegar al camino principal, tal vez allí encontrara alguien que la pudiera ayudar.
Oía las espeluznantes risas cada vez más cerca.
Las ramas le crujían bajo los pies, y, en la densa noche, solo se podía vislumbrar el vaho que le salía de la boca. Apartó la profusa vegetación que se interponía en su avance y siguió la huida sin mirar atrás.
“Dios mío, si me ayudas a salir de esta, prometo que nunca más desobedeceré a mis padres”, suplicó.
Se obligó a continuar, a pesar de que le resultaba imposible controlar los temblores del cuerpo. Las rodillas se le doblaban y cada vez le costaba más respirar, sin embargo no podía detenerse; ya estaba cerca. Conocía bien la zona, por lo que sabía que no se había alejado tanto de la ruta principal.
Al fin, notó que las ramas, que le habían lastimado las manos y la cara, disminuían cada vez más. Se animó y siguió adelante; se sintió aliviada cuando descubrió cómo se abría ante ella una vía ancha que iba directo al pueblo; pero, antes de poner un pie en el polvoriento camino, el pelo se le enganchó con algo.
El silencio volvió a adueñarse del bosque.
Sabía que no debía hacerlo, pero no pudo evitarlo. Giró muy despacio la cabeza, aguantando la respiración.
La cara se le descompuso en una mueca de horror al observar aquella tétrica silueta. Alta y oscura, se erguía ante ella como el mismísimo diablo y extendía su esquelética extremidad agarrándole el cabello. No pudo distinguirle el rostro, si es que lo tenía; solo percibió unas extrañas figuras que se movían con rapidez a su alrededor y que cambiaban continuamente de posición.
Intentó volver a gritar, pero su garganta no emitió ningún sonido: estaba cerrada. Sin dejar de mirar aquella escalofriante aparición, dio un paso hacia atrás y trastabilló. Sin embargo, gracias a eso consiguió liberar el cabello de la tenebrosa mano. Como pudo, comenzó a correr rumbo al pueblo sin volver la vista atrás, al tiempo que se tapaba los oídos con las manos lastimadas para no escuchar las siniestras y chirriantes risas que le erizaban el vello de la nuca. Risas que no habría de olvidar jamás.
Al llegar a la taberna del pueblo, abrió la puerta con el último suspiro que le quedaba en el cuerpo. Ante una docena de ojos que la observaron con gran sorpresa, pudo murmurar:
—He visto a la bestia.
Acto seguido, se desplomó.
Todos en la cantina tardaron unos segundos en reaccionar, hasta que la camarera corrió a auxiliarla:
—¡Molly! ¡Dios mío, es Molly, la hija del herrero! —exclamó asustada.
Se arrodilló junto a ella, le tomó la cabeza y la depositó con cuidado sobre sus rodillas para examinarla mejor. Le apartó el pelo de la cara, y todos vieron con horror el rostro cubierto arañazos de los que emanaban finísimos hilos de sangre que contrastaban aún más por la palidez de la joven. Tenía un aspecto lamentable: el vestido desgarrado, las manos heridas. La camarera le acarició la mejilla con suavidad y notó el frío de la noche en su piel.
—Alguien tiene que ir a buscar al médico —apremió la mujer—. ¡Y avisen a su padre! ¡Corran!
Enseguida salieron dos hombres. El tabernero se acercó al centro del salón y habló con voz firme y contundente:
—No podemos continuar así: nuestras hijas y esposas cada día tienen más miedo de salir solas. —Se oyó un rumor—. Tenemos que avisar a lord Torrington. Después de todo, la Bestia vive en sus tierras: él sabrá qué hacer.
Todos aclamaron la propuesta con un rotundo “sí”, y volvieron la atención al cuerpo inerte en el suelo.
Capítulo 1
Ashford, 1874.
Querido Matthew:
Me veo en la obligación de notificarte lo que se ha convertido en mi mayor anhelo en estos momentos de espera: que mi querida Betsy venga a pasar un tiempo con nosotros. Espero que ella consiga amenizar este interminable estado, que parece no llegar a término.
Sé lo furioso que te muestras cada vez que insinúo la posibilidad de que mi amiga venga a vivir con nosotros y deje su servicio allí, pero, esta vez, creo que no tienes más remedio que permitirlo. El bebé se acerca y no quiero estar sola cuando eso ocurra.
Estarás pensando que tengo a mi amado esposo y a su adorable familia, es verdad; pero la vizcondesa viuda, lady Adelle, ha tenido que viajar a Londres con lady Judith para ayudarla a preparar su segunda temporada, y, aunque sé que vendrán cuando llegue el momento, no es mi deseo importunarlas.
No hace falta decir que estaría encantada si decidieras venir junto con Martha y John; así mi dicha sería completa. David me ha prometido acudir en cuanto le fuera posible. Como sabes, nuestro querido hermano pequeño se está esforzando mucho en Oxford.
La mansión de Torrington es inmensa, y Benjamin últimamente pasa mucho tiempo afuera, intentando solucionar unos problemas que ha ocasionado un perro, lobo, o algo similar (en mi estado me cuesta mucho centrar la atención en lo que dice mi marido; desconozco la causa, pero así es).
Deseo que recibas con agrado mi invitación. Te suplico te muestres comprensivo con Betsy y no le grites mucho cuando parta.
Te quiere.
Tu hermana Connie.
P.S.: Envié una carta con la invitación a Betsy ayer para que no pudieras impedir que llegara a su destinataria.
Matthew Flint leía atento la carta con media sonrisa y una punzada de remordimiento. Betsy Tilman llevaba casi un año viviendo en su casa, desde que su hermana menor, Connie, se había casado con Benjamin Lodge, vizconde de Torrington. Todos los miembros de la familia Flint estuvieron de acuerdo en contratar a la señorita Tilman para dirigir la casa.
Matthew se negó desde el principio, porque sabía los problemas que eso acarrearía, todo su cuerpo lo sabía; sin embargo, ante las acusaciones por parte de toda la familia de ser un insensible, y teniendo en cuenta que la joven pelirroja se trasladaba para ayudarlos en un momento muy delicado, no le quedó más remedio que abrir las puertas a la mismísima tentación. Porque Betsy no era una tentación común. Era la tentación hecha mujer.
Existían féminas bonitas, elegantes y verdaderas beldades como Connie. Luego estaban las mujeres como Betsy. Mujeres hermosas, cuyo principal atractivo no radicaba en la belleza, sino en la actitud, la personalidad, el olor… en algo indescriptible que atraía a cualquier hombre como el oso a la miel.
A este grupo de mujeres, Matthew las consideraba peligrosas, porque podían convertir a cualquier hombre en un auténtico tonto.
Betsy era la abeja reina en la colmena de las peligrosas. Ese era el motivo por el que perdía el juicio cuando estaba junto a ella: lo ponía nervioso. Trataba de ignorarla, pero, hiciera lo que hiciera, ella siempre estaba allí.
Era imposible describir la relación que mantenían: él era su jefe; sin embargo, Betsy no se comportaba como si fuese una empleada, sino que lo trataba con total desfachatez, de igual a igual, suprimiendo cualquier autoridad. Muy a su pesar, eso lo complacía. Matthew echaba la culpa de esta situación a sus hermanos, ya que desde que la conocieron, la habían tratado como a una hermana más. Además, Connie le garantizaba el trabajo, si lo llegaba a necesitar, lo que hacía que Betsy no tuviera miedo de abandonar su puesto. Aunque, para ser totalmente sinceros, él sabía que la señorita Tilman no necesitaba a Connie ni a nadie para salir adelante.
No se dio cuenta de lo atrapado que estaba en su telaraña hasta que Connie y su marido le propusieron a Betsy que fuera a trabajar para ellos. En cuanto escuchó la oferta, se puso como loco y su cabeza no pudo aceptar la idea de no tenerla cerca. No podía imaginarse la casa sin ella. Se había acostumbrado, con increíble rapidez, a levantarse todas las mañanas un poco antes para poder pasar por la puerta de su habitación y escucharla tararear con esa voz sedosa que lo hipnotizaba. Le gustaba observar ese porte regio mientras servía el té. Cuando le traía la correspondencia al despacho, se hacía el ocupado y miraba de reojo cómo ella ordenaba la correspondencia de manera meticulosa. No sabía decir si le gustaba más verla venir o alejarse con ese movimiento de caderas que le endurecía todos los músculos del cuerpo.
Betsy se había hecho a la casa, y la casa a ella. Todos la adoraban, y no resultaba extraño, ya que era autoritaria, eficiente y práctica, pero muy cariñosa. Excepto con él. Para él, lo único que tenía la mayoría de las veces eran palabras hirientes. Se peleaban demasiado a menudo: si no era por una cosa era por otra, el motivo daba igual. A Matthew, por su parte, le resultaba imposible no provocarla.
Sin embargo, había excepciones; algunos momentos íntimos en los que compartían opiniones, miradas, incluso efímeras risas: breves instantes en los que parecía tocar el cielo, pero enseguida notaba cómo su cuerpo se tensaba y eso lo ponía furioso: era demasiado irritante no poder controlar la reacción que ella le provocaba. Entonces le decía algo para enfurecerla y romper así la presión que le oprimía el corazón.
Sin embargo, Matthew tenía dos cosas en claro: por un lado, Betsy lo atraía como nunca le había sucedido con ninguna mujer antes; y, por el otro, sabía que ella no lo soportaba porque pensaba que era un hombre primitivo, bruto y despótico. Darse cuenta de que no tenía la más mínima posibilidad lo enojaba sobremanera. Aun así, si de él dependía, nunca iba a dejarla ir.
Al examinar la carta pensó que, tal vez, el modo en el que se había comportado ante la posibilidad de que Betsy viajara había sido un tanto exagerado. Reconoció que había llegado el momento de ir a cuidar a su embarazadísima hermana.
Iría con ella. Dejaría los negocios en manos de lord Wiltshire, su socio y amigo, que después de haber abandonado la vida disoluta que llevaba, estaba demostrando ser muy hábil con las finanzas. Contaba, además, con la ayuda de Colin Taylor, un expolicía contratado desde hacía un año.
Estaba resuelto: en un par de días saldrían hacia Ashford. Con esa determinación se levantó del escritorio y fue hacia la puerta. En el mismo momento en que iba a tocar el picaporte, se abrió de golpe.
—¡Me da igual lo que digas! ¡Mañana mismo parto! Connie me necesita. —Betsy irrumpió decidida en el despacho, al tiempo que agitaba una carta en la mano.
Matthew ni se inmutó; estaba más que acostumbrado a su temperamento. Se quedó muy quieto, mirándola.
Ahí estaba ese pelo, una preciosa melena ondulada, brillante, de color del vino añejo. Esos enormes ojos verdes rasgados. Ojos que lo martirizaban día tras día, con sus inevitables noches. Resultaba frustrante no tener ningún dominio sobre sus pensamientos. No obstante, esa vez no iba a discutir; tenía que conseguir limar asperezas por el bien de Connie. Iban a pasar un tiempo con su hermana y no quería perturbarla, así que, con un encogimiento de hombros, respondió:
—De acuerdo.
—¡He dicho que voy a ir y…! —Betsy comenzó a gritar como tenía por costumbre, pero calló de repente al percatarse de lo que había escuchado—. ¿De acuerdo? —preguntó desconcertada.
—Sí. Connie me ha escrito para explicarme la situación; es lógico que quiera que estemos allí en estos momentos.
La muchacha se fijó en la carta que sostenía Matthew y comprendió que su amiga había intentado apaciguar las aguas. “Gracias, Connie”, pensó.
Sin quererlo, se quedó observando la poderosa mano que sostenía la carta. Una mano grande, pero con dedos estilizados; dedos que, al rozarla, le producían un agradable cosquilleo. No pudo evitar continuar subiendo la vista por ese brazo atlético y llegar hasta sus anchos hombros.
Suspiró.
Aunque sabía que era un error, sus ojos se deleitaron en una magnífica barbilla y una mandíbula cuadrada, firme, en armonía con una nariz recta que permitía intuir el fuerte carácter de un hombre absolutamente irresistible. Un hombre poseedor de los labios firmes y duros más deseables que se pudiera imaginar y que casi siempre tenían un gesto serio para ella. Menos cuando no se daba cuenta y le sonreía; entonces, aparecía un pequeño hoyo en el lado derecho de su boca, lo que provocaba en Betsy la completa alteración de su sistema nervioso.
Ya que había decidido convertirse en mártir, ¿por qué no recrearse en los ojos más oscuros y profundos que había visto nunca? Cerró la boca para controlar el jadeo que luchaba por salir. Lo contempló con esmero y se extrañó al comprobar lo familiar que le resultaba aquel hombre, cómo se había adaptado a él y a los suyos en tan poco tiempo. “¿Por qué tenía que ser tan cautivador el maldito bárbaro?” Se enfureció consigo misma por ser tan estúpida.
—¿Eh…? ¿Has dicho estemos allí? —Sacudió la cabeza para despejar las tontas ideas—. ¿A quién te refieres? —Entrecerró los ojos.
—Me refiero a mí. Pienso ir contigo —aseguró, demasiado satisfecho.
—¿Qué? ¡Ni hablar! No pienso viajar contigo sola. Si crees que podemos permanecer encerrados en un espacio tan reducido como es un coche, y durante tantas horas, es que estás más loco de lo que creía. ¡Acabaríamos matándonos!
No debía alterarse tanto, pero la idea de tenerlo tan cerca, rozándola en cada bache del camino, teniendo esos penetrantes ojos clavados sobre ella. Ni siquiera quería pensar en el peor de los suplicios: si se le ocurriera sonreír, sería terrible. No, imposible; no pensaba imponerse semejante castigo.
A Matthew no le pareció inusual la oposición que mostraba la joven a viajar con él. La comprendía mejor que nadie. Necesitaba un descanso, alejarse de Londres durante un tiempo. Ambos lo necesitaban, solo que por razones distintas.
Sabía que Betsy no quería pasar más tiempo del necesario junto a él, pero iba a tener que resignarse; la situación era así de simple, no podía separarse de ella. No tenía explicación lógica, para nada, aunque tampoco quisiera buscársela.
Resultaba contradictorio, pero tampoco a él le hacía mucha ilusión, y demostraba tener muy poco sentido común al viajar con la única mujer que lo podía alterar de aquella manera. Pensar en esos preciosos ojos, estudiándolo, al acecho de que cometiera algún error para poder reprenderlo. Mirarle la boca, esperando una de esas sonrisas que dejaban entrever unos dientes blancos y alineados le producía la misma sensación que un buen brandy: un placentero letargo. Estar junto a ella y no poder tocarla era una tortura: una que venía soportando hacía demasiado tiempo.
¿Por qué no podía estar lejos de ella? No tenía respuesta a esa absurda pregunta. Quizá se había acostumbrado a su modo eficiente de trabajar, o a su manía de ordenarlo todo hasta un extremo casi enfermizo, o a la manera cariñosa y maternal de tratar a Martha, a John y al resto del servicio. Quizá le llamaba demasiado la atención la forma que tenía de inclinar la cabeza hacia el lado derecho cuando algo le parecía curioso o, a lo mejor, solo era por aquella pequeña, casi imperceptible cicatriz que rasgaba, aún más, su ojo. Quizás el culpable fuera ese pequeño lunar en el lóbulo de su oreja, quizá…
—¿Me estás escuchando? —Betsy le golpeó el hombro para conseguir de él una reacción.
—¡No! —exclamó saliendo del aturdimiento—. Sabes que mis oídos se cierran en cuanto tú abres la boca —aseguró con fingida molestia.
—Eres odioso.
—No te enfades, te juro que no lo hago a propósito. Es solo un acto reflejo. —La miró con una media sonrisa—. Instinto de supervivencia, no puedo controlarlo. En cuanto te escucho, mis sentidos se alteran, mi cuerpo ha aprendido a protegerse de ti —afirmó ensanchando la sonrisa. “Todo mi cuerpo, no. Hay una parte sobre la que no tengo ningún control”, reconoció en silencio.
La muchacha puso los ojos en blanco, pero él no la dejó intervenir:
—¡Basta ya! Retírate y empieza a preparar el viaje, yo me ocuparé de informar a Martha.
—¡Eso es! —exclamó esperanzada—. Seguro que ella y John querrán acompañarnos. —Esa sería su salvación, así tendrían compañía.
Matthew arrugó el entrecejo.
—Pues claro que vendrán —aseguró pensativo—. Pero irán unos días después, tienen que esperar a David.
Betsy mostró decepción, y él tuvo que contener la risa; había estado rápido con aquella excusa. Ahora solo tenía que escribirle a David para darle las indicaciones.
—Vamos, no pongas esa cara, no es para tanto.
Ella se dirigió a la escalera, todavía no muy segura de lo que acababa de ocurrir. “¿Que no es para tanto? No, desde luego, es para mucho”, se lamentó Betsy. Pero no había más remedio que ir; Connie la necesitaba, y no le podía fallar. Si para ayudar a su amiga tenía que pasar por el suplicio de encerrarse con un gigante dictatorial, estúpido y demasiado atractivo, lo haría. Solo tenía que ignorarlo durante unas horas. Algo… imposible.
Matthew supo que lo único que debía intentar era ser distante y educado con ella; aunque lo provocara, se mantendría frío. Controlaría sus impulsos. Solo tenía que dominar la incómoda necesidad de estrecharla entre sus brazos; una necesidad insatisfecha, que era la causa de su malhumor. Estaba seguro de poder hacerlo.
Capítulo 2
Betsy terminó de abotonarse el abrigo. Se dispuso a salir, tomó aire y se armó de valor. Después de todo, no era para tanto; Martha le había asegurado que ellos irían en unos días y que llegarían a tiempo para el nacimiento del bebé. De todos modos eso no era lo que la preocupaba, sino el viaje en sí. No había dormido nada esa noche y se sentía cansada. Se dio vuelta para despedirse de ese adorable matrimonio de ancianos. Vio ambos rostros sospechosamente sonrientes.
John y Martha habían criado a los hermanos Flint; John había trabajado durante muchos años para el padre de Matthew, y Martha se había dedicado a criarlos junto a su madre. Todos formaban una familia e incluso después de la muerte del matrimonio Flint habían seguido juntos. Cuando Matthew heredó una fortuna de un tío segundo y debieron trasladarse a Londres por negocios, la pareja se fue con ellos: pasaban por los abuelos que nunca habían conocido.
Betsy los adoraba, la habían recibido como a una más de la familia y, si no hubiera sido por ellos, habría abandonado su trabajo en casa de Matthew Flint hacía mucho tiempo. Un puesto que, por otra parte, tampoco sabía definir muy bien, ya que hacía casi todo: ama de llaves, secretaria, gobernanta y un largo etcétera.
—¡Oh! Cada vez que veo esa expresión en sus caras significa que están tramando algo —acusó la muchacha de manera cariñosa.
—No digas tonterías, niña. Y haz el favor de no ser tan suspicaz —le reprochó John.
—Solamente estamos felices de que por fin vaya a nacer el niño —sonrió Martha con calidez—. También estamos orgullosos de que hayan sido capaces de superar las diferencias entre ustedes para ir a cuidar a nuestra querida Connie.
—Hum —dudó Betsy—. No sé por qué, pero empiezo a pensar que esto ha sido una trampa.
—Vamos, apúrate —apremió el cascarrabias de John—. Ya sabes cómo se pone Matthew cuando tiene que esperarte.
—Está bien —aceptó resignada—. ¡Quiero un abrazo fuerte! —pidió y agitó las manos.
Betsy le dedicó un guiño seductor a John, quien, aunque fuera mayor y la quisiera como a una hija, no pudo evitar sentir vergüenza. La joven era como un volcán en erupción y cualquier hombre, niño, viejo, lo podía sentir. Por eso, John compadecía al mayor de los Flint: entendía muy bien por lo que estaba pasando ese pobre muchacho.
La joven bajó las escaleras de la entrada principal y miró a Matthew, que estaba de espaldas; el torso fornido y su metro noventa le impedían ver al cochero con el que estaba hablando sobre los últimos detalles del viaje.
“¿Cómo sería estar entre sus brazos?”, se preguntó. Con seguridad debía de sentirse como en la gloria, confortable y protegida. ¡Uf! Resopló con enojo, tenía que dejar de pensar estupideces: él nunca se le acercaría de esa manera por más que lo deseara, ya que pensaba que ella era una bruja. Además le gustaban las mujeres, como decía él, menos chillonas y más dóciles. De todos modos, ella era incapaz de contener las reacciones de su cuerpo ante él. ¡Ojalá pudiera dominar más su temperamento! Tal vez así le dedicara más sonrisas de esas que la hacían derretirse. “¡Pero, si seré tonta! ¿Por qué tendría yo que cambiar para gustarle a ese estúpido? Se recriminó. Hay más hombres en el mundo… aunque ninguno como él.” Por otro lado, a Matthew le gustaban las mujeres más bajitas y morenas, así que, aunque suavizara el carácter, seguiría sin gustarle. Lo mejor era dejar de imaginar cosas imposibles y concentrar la energía en el inminente viaje. Aun así, no pudo ignorar la punzada de decepción.
Antes de darse vuelta, Matthew ya sabía que ella, al fin, había llegado. La recibió con una amplia sonrisa, pero no obtuvo la misma respuesta por parte de la joven. No le agradó ver que ella no solo no le devolvió el saludo, sino que además estrujaba el bolso de mano; sin duda, seguía enojada por el viaje.
“Va a ser un trayecto muy largo”, pensó él; sin embargo, no iba a abandonar su intento por ser amable. Le ayudaría no pensar en Betsy como mujer, sino como un compañero; claro que tal vez le resultara mucho más fácil convencerse de que el cielo era verde.
Durante la primera hora del trayecto se mantuvieron en silencio: ella leía un libro, él estaba inmerso en un montón de planos y documentos. Matthew la observaba de vez en cuando, esperando que le dijera algo, pero nada: la muy testaruda no abría la boca.
No pudo más con la farsa y explotó:
—No puedo creer que seas capaz de seguir fingiendo que lees para no hablar conmigo.
Betsy pestañeó con inocencia:
—¿De qué hablas? No estoy fingiendo.
—¿Tienes la desfachatez de negarlo? —preguntó sarcástico.
—Sí, lo niego, con firmeza. —Elevó la barbilla y lo desafió a que la contradijera.
—Entonces, cuéntame cómo haces para leer un libro al revés —rugió él.
Ella se puso tan colorada que pareció a punto de estallar. Se había pasado todo el tiempo estudiándolo con discreción mientras se deleitaba al verlo así, inmerso en el trabajo, con el ceño un poco fruncido y ese brillo de inteligencia que revelaban sus ojos cuando reflexionaba sobre algún negocio. Había estado tan absorta en su objetivo que ni siquiera se dio cuenta de colocar bien el libro que le servía para ocultarse y para que él no pudiera percatarse de su interés.
¡Qué vergüenza! ¿Ahora cómo se lo explicaría? Desde luego, era mejor que pensara que no quería hablar con él antes que revelarle la verdad. Se recompuso.
—¿Y qué quieres? Siempre que hablamos terminamos discutiendo a los gritos. Estoy cansada —confesó un poco alicaída.
Matthew sintió un pinchazo agudo en el corazón, no esperaba que ella se mostrara derrotada; estaba preparado para las ironías, el sarcasmo, incluso para los insultos, pero no para el desánimo.
“¡Cuernos! ¿Cómo puedo ser tan brusco? A lo mejor la presiono demasiado.” No podía obligarla a gustar de él, ni siquiera a que lo tolerara; iba a tener que poner algo de su parte si quería que ella, por lo menos, soportara su presencia.
—No siempre discutimos —dijo con voz suave—. En ocasiones me haces sonreír.
Para ser franco, desde que Betsy había entrado en su vida, él sonreía mucho, pero como un completo idiota y siempre procurando que ella no lo viera.
—¿Cuándo? —preguntó esperanzada—. Desde que nos conocemos no haces más que chillarme, eso cuando no te grito yo a ti —afirmó con una sonrisa triste.
El corazón del joven volvió a latir con fuerza. La idea de ser amable con ella se afianzó aún más. Betsy no tenía la culpa de ser tan deseable; por lo que había observado, ni siquiera era consciente del efecto que causaba en los hombres.
—Está bien, no podemos seguir así —concluyó—. Haremos un trato. No nos gritaremos más. Cuando me moleste algo, te lo diré de manera sosegada. Y tú no me reprocharás a cada momento mi comportamiento rudo, me dirás lo que te disgusta en forma educada y amable. Lo haremos por Connie.
Ella lo miraba como si se hubiera vuelto loco; no lo creía capaz de controlarse tanto. Sabía que lo exasperaba: desconocía el motivo, pero era un hecho. No pensaba que él pudiera dirigirse a ella de manera pacífica.
—Matthew, no lo tomes a mal, pero no creo que ninguno de los dos pueda…
—Espera —la interrumpió él—. Sí que podemos, es más: lo convertiremos en una apuesta. El primero que pierda la calma, tendrá que hacer algo por el otro.
—¿Algo como qué? —quiso saber, recelosa.
—Hum… —Matthew reflexionó con la mano en la barbilla—. ¡Ya sé! Deberemos tener un gesto amable; el que consiga dominarse podrá elegir su premio. De esa manera, iremos acostumbrándonos a ser más… afectuosos el uno con el otro.
Volvió a recostarse sobre el asiento, muy complacido consigo mismo por la brillante idea. Ahora solo tenía que volverla loca para que no parara de chillar.
—¿A qué tipo de gesto amable te refieres? —Betsy entrecerró los ojos, no podía creer que saliera una propuesta tan absurda de un hombre tan inteligente.
—No sé, una palabra, un halago, un abrazo. —“Algún beso”, pensó él; sin embargo, no iba a decirlo—. Una actitud que consiga que recapacitemos antes de estallar.
Ella se quedó dubitativa, parecía una apuesta tonta; pero pensándolo bien, tal vez diera resultado. En el momento de ponerse a discutir, el primero que gritara o se comportara de manera desagradable tendría que pagar su prenda y eso haría que detuvieran la pelea al instante. Quizás no fuera tan mala idea.
—Trato hecho —aceptó ella con una sonrisa. Le ofreció la mano.
El joven se quedó mirando esa maravillosa sonrisa; deseó encolerizarla, mucho. De repente, ya no le parecía tan buena idea. Al menos, se daban una tregua; y la necesitaban.
Cerraron el trato con ese apretón de manos.
En el instante en que entrelazaron los dedos, él sintió una descarga eléctrica que le atravesó todo el cuerpo hasta llegar al mismo centro de su corazón. La miró a los ojos, aún confundido, y le pareció que ella también lo había sentido.
Betsy no estaba preparada para el volcánico desborde que se apoderó de ella: en el momento que Matthew la tocó, quiso rodearlo con los brazos y perderse en él. Entonces el coche le pareció demasiado grande. No era la primera vez que sentía ese deseo abrasador. Siempre que Matthew, por casualidad la tocaba, ella percibía esa especie de rayo fulminante.
—Perdón, ¿te he hecho daño? —preguntó él, preocupado al ver la expresión de la joven.
Matthew sabía que solía ser muy enérgico. Con su fuerte musculatura debía tener mucho cuidado, en especial si se trataba de mujeres.
Se sentía tan torpe cuando la tocaba. Tampoco la tocaba mucho, tan solo en algunos momentos robados para que ella no se diera cuenta de que buscaba su contacto. Algún roce casual en la escalera; o, cuando comían y veía que iba a agarrar el salero, se adelantaba y le cubría la mano, entonces cerraba un segundo los ojos, antes de que ella lo viera, y aspiraba ese momento absorbiendo el calor de sus dedos. Era estúpido, lo sabía, pero no podía evitarlo; aunque ninguno de esos instantes le había provocado semejante excitación. Claro que nunca habían ido acompañados por una sonrisa. Betsy lo sacó de su ensoñación:
—No, no me has hecho daño. Si sé algo con certeza es que nunca me harías daño —afirmó sonrojada de golpe.
Matthew no le contestó, por temor a balbucear. ¿Podría ser que Betsy sí lo soportara? Incluso era posible que le agradara un poco, de lo contrario ¿por qué se había ruborizado al asegurar que él nunca le haría daño?
El viaje a Ashford había sido una idea excelente. Quizá solo les hacía falta salir de la rutina y del ritmo intenso de una ciudad como Londres, para que Betsy desechara los prejuicios que tenía sobre él.
El resto del tiempo transcurrió sin tirantez. Hablaron del nacimiento del futuro hijo de Connie, del crecimiento de la fábrica que Matthew había fundado junto a sus socios lord Torrington y lord Wiltshire, y de otros asuntos cotidianos.
Hubo ratos en lo que cada uno se sumía en sus pensamientos, sin dejar de ser muy consciente de la presencia del otro.
El pequeño juego inventado por Matthew les había dado una tregua en su particular relación. Ninguno de los dos estaba dispuesto a ser el primero en ofrecer una muestra de afecto al otro, ya que ninguno de los dos pensaba que se quedaría únicamente con una pequeña muestra.
Capítulo 3
Betsy no podía creer lo que tenía delante de los ojos. Era la mansión más increíble que había visto jamás. Bueno, era la única: un edificio exclusivo y sólido, repleto de enormes ventanales que despedían destellos de luz, rodeado de árboles que daban paso a extensos y verdes jardines. No era solo la mansión, sino el entorno; ofrecía unos paisajes maravillosos, proporcionados y bellos para los sentidos: cuadros llenos de tonalidades distintas, que pasaban por la variedad de gamas entre verdes y azules, con un pequeño toque multicolor aportado por las flores.
Aquel lugar inundaba de paz, la bellísima imagen llenaba de bienestar a quien la contemplara.
Betsy aspiró hondo, imaginó lo maravilloso que sería vivir en aquel lugar, tan apartado de la aglomerada ciudad. Más aún, si se lo compartía con un marido tan buen mozo como lord Torrington, que además besaba el suelo por donde pisaba su mujer. Se alegraba muchísimo por su amiga Connie. Apenas se conocieron, los dos se habían dado cuenta de que estaban destinados a estar juntos; ahora, el amor que se profesaban iba a dar un primer fruto.
No pudo evitar sentir un poquito de envidia. Ella nunca había pensado en el matrimonio hasta que conoció a Matthew. Por su culpa, se le llenaba la cabeza de absurdas ideas que sabía imposibles. No, estaba convencida, un matrimonio como el de Benjamin y Connie no era para ella.
—¡Betsy! ¡Oh, qué alegría! —Connie salió a recibirlos lo más rápido que su estado le permitía—. ¡Matthew! ¡Dios mío, soy tan feliz! Por fin has decidido venir —consiguió decir, antes de ponerse a llorar.
La señorita Tilman salió a su encuentro corriendo, para que no tuviera que dar un paso más, cualquiera podía ver que le costaba mucho moverse.
—¡Connie! ¡Mi querida niña! No llores —pidió Betsy, mientras se esforzaba por retener las propias lágrimas y la abrazaba—. ¡Por Dios! ¡Estás enorme! —exclamó felicísima.
—¡Oh! —sollozó Connie.
—No, no, por favor no llores, perdona. No era mi intención ofenderte.
—No seas tonta, Betsy; no lloro por eso —aseguró—. En verdad, estoy terrible. Lo peor es que no puedo reprimir el llanto: lloro a cada instante, por todo o por nada.
La pelirroja la rodeó de nuevo entre los brazos; como era más alta, pudo arroparla con un poco más de holgura.
—¡Cuánto te extrañé!
Estuvieron concentradas en el abrazo, hasta que Matthew decidió intervenir.
—Supongo que te quedará algo para tu hermano mayor —dijo con voz grave—. No te imaginas lo que te he extrañado yo, pequeña—. Abrió los brazos y la rodeó con facilidad.
—¡Matthew! ¡Ay, mi Dios! Ya estoy otra vez —dijo e intentó no moquear—. ¡Te quiero! Yo también te extrañé a ti y a todos. Lo he hecho mucho más desde que se fueron lady Adelle y lady Judith. Este lugar es demasiado grande. Menos mal que ya tengo compañía —suspiró Connie.
—Es inmenso, no me extraña que te sintieras un poco sola. Pero, por lo que se ve, piensas llenarla de niños —auguró Betsy, sonriente—. Llevas un año de casada y ya estás a punto de dar a luz a tu primer hijo. —Le acarició la redonda panza—. Así que la mansión no volverá a estar tan tranquila.
—Eso es verdad —coincidió Matthew.
Connie se quedó asombrada al escuchar cómo su hermano le daba la razón en algo a Betsy. Y del asombro pasó a estar descolocada, al comprobar que su amiga le estaba sonriendo al mayor de los Flint. Estalló en otro llanto descontrolado.
—¿Estás bien? —preguntó él, asustado.
—Sí, sí. Es solo que… ¡Oh! Le acabas de dar la razón y ella te ha sonreído. ¡Soy tan feliz!
—¡Ah! —exclamaron los dos al unísono, estupefactos.
—Connie, haz el favor de controlarte —exigió Matthew, abrazando todavía a su hermana.
—Perdona —gimió ella—, es que no puedo evitarlo. Ya se me pasa. —Levantó la cabeza para mirar a Matthew, se puso en puntitas de pie y le dio un beso en la mejilla—. Gracias.
—¿Por qué? —quiso saber él.
—Por todo: por abandonar tus negocios y venir, por dejar a Betsy que viniera; pero, sobre todo, por hacer el esfuerzo de llevarse bien. —Tomó la mano de Betsy y la besó—. Por todo eso, doy las gracias de corazón. Sé que es por mí, y sé cuánto le cuesta a cada uno.
Luego sonrió y, con la mano en el vientre, comenzó a caminar hacia la casa. Betsy y Matthew la siguieron en silencio; se habían quedado atónitos. ¿Era posible que la animosidad que había entre ellos llegara hasta el extremo de que alguien se sorprendiera por verlos estar de acuerdo en algo tan insignificante? Es más, hasta el punto de pensar que estaban fingiendo. ¿Acaso no podían tener algún punto en común, por pequeño que fuera? Con tristeza, se quedaron pensando que eso nunca iba a poder ser.
—¡Por Dios! Esto es casi más espectacular que la visión desde afuera —exclamó Betsy—. En mi vida he visto semejante lujo puesto con tanta elegancia.
—Sí, comprendo muy bien lo que quieres decir —aseguró Connie—. No sabes cómo me sentí de insignificante la primera vez que vi este lugar. Fue cuando me di cuenta de la diferencia de clase social que existía entre mi marido y yo. Aunque no había distancia en el nivel económico, la educación que él había recibido, su historia y su linaje no tenían nada que ver conmigo. Me asusté muchísimo —confesó.
—¿Tú? —exclamó Matthew.
—Sí, yo.
Él decidió dejar el tema, no deseaba discutir con ella y menos en su situación. Connie continuó, sin prestarle atención a su hermano:
—Deben ir a refrescarse; daré la orden para que suban el equipaje y cada uno esté instalado. Entretanto, yo esperaré en el salón azul. Quiero creer que, cuando nos reunamos allí, ya haya llegado Benjamin. Tuvo que volver a salir. Como creo haber escrito en la carta, hay algún problema en las tierras con un animal salvaje; la verdad es que últimamente no me cuenta nada, dice que estoy un poco susceptible. —Hizo una pausa para respirar hondo, y luchó por contener las lágrimas que brotaban de sus ojos—. ¡Ay! Ya estoy otra vez. —Se sonó la nariz—. Como siga así, voy a perder a mi marido: dice que no soporta verme llorar, creo que la culpa de que salga tanto la tengo yo y no ese perro sarnoso. —Besó a Matthew y a Betsy y desapareció por un lateral de la casa.
Se quedaron solos y confundidos.
—¡Santo Dios! Es peor de lo que me temía —aseguró él, asustado.
—¿A qué te refieres? —quiso saber ella, mientras subían la escalera detrás del mayordomo.
—¿Es posible perder la cabeza con el embarazo?
—No seas insensible —recriminó ella.
—¡Yo no soy insensible! —gruñó Matthew.
—¿Ah, no?
—¡No! —gritó él.
Betsy sonrió complacida, y él tuvo que aferrarse con fuerza a la baranda para no abalanzarse sobre ella. ¡Qué hermosa era! y ¡qué hábil! La bruja había conseguido que él fuera el primero en perder los estribos. El juego no iba a resultar tan fácil como había esperado.
—¡Ja! Ahora tendrás que hacer algo que te pida —contestó triunfal.
Matthew intentó parecer adusto, pero tuvo que poner mucho empeño: la verdad es que le producía una enorme dicha verla sonreír, gracias a él.
—Y ¿qué quieres?
—Déjame pensar. —Betsy se dio unos golpecitos en la barbilla, haciéndose la interesante—. Di algo que te agrade de mí —ordenó.
—¿Algo que me agrade? —repitió, un poco disgustado por el aprieto en el que se encontraba—. ¡Qué tontería!
—¡No es una tontería! —lo interrumpió—. Si hubiera algo que te agradara de mí, tal vez, algún día, en un futuro muy lejano, podamos convivir en el mismo espacio —declaró más esperanzada de lo que hubiera deseado.
—No sé, veamos… —Él hizo una pausa más larga de lo correcto—. ¿Tengo que decírtelo ahora? —preguntó socarrón.
—¡Oh, vamos! —Betsy se puso las manos en la cintura y llevó los ojos hacia arriba—. Algo tendré que te agrade —respondió, enojada e incrédula al mismo tiempo.
—Sí, por supuesto. Seguro que hay algo… —El joven se hizo el despistado, como si no supiera las cosas que le gustaban de ella. ¡Maldita sea! La pregunta sería qué era lo que no le gustaba de ella, pero eso no pensaba confesarlo ni aunque estuviera muriéndose.
—¡Vete al infierno, Matthew Flint!
Antes de que se diera vuelta para seguir subiendo, él la tomó por la muñeca:
—Me gusta —hizo una pausa, y continuó inseguro—, me agrada ver cómo gesticulas cuando lees el periódico.
—¿Qué? —preguntó incrédula—. Yo no hago eso —aseguró, ocultando una sonrisa—. Lo acabas de inventar, porque no se te ocurría nada. De todas formas te lo agradezco, ha sido un detalle.
Matthew la interrumpió de golpe:
—¡No! No miento, es verdad —aseguró—. Cada vez que lees el periódico mientras desayunas, sé si la noticia que te tiene atrapada te indigna, te hace gracia, te resulta indiferente o si crees que no son más que mentiras. —Se armó de valor, y su voz tomó un matiz más ronco—. Para ser sincero, me gusta muchísimo observarte mientras lees.
Betsy se olvidó de respirar durante unos segundos. La muñeca le palpitaba veloz, bajo la poderosa mano de Matthew. El latido era tan fuerte que, con seguridad, él lo estaba sintiendo. Se taladraron con la mirada durante unos instantes, hasta que ella recuperó la compostura como pudo.
—En ese caso, gracias —dijo entre susurros.
No supo qué más decir. ¿Cómo debería tomarse aquello? ¿Acaso Matthew la miraba alguna vez? Pero si parecía no existir para él, siempre inmerso en sus cosas. A veces, cuando ella llegaba, refunfuñaba y se iba, para evitar su compañía ¿Y ahora le aseguraba que la observaba mientras leía? Era algo muy íntimo.
Matthew le soltó la muñeca despacio, como si le costara un enorme esfuerzo aquel simple gesto, pero no la dejó ir:
—Espera un momento —pidió—. Tú también has gritado, tienes que hacer algo por mí —bromeó.
A ella se le aceleró el corazón:
—¿Qué quieres? —preguntó con un hilo de voz.
Un febril deseo recorrió a Matthew al verla con las mejillas sonrosadas, los labios entreabiertos por el asombro, y una actitud tímida como nunca antes había observado en ella. Se controló. Era demasiado pronto para pedir algo que pudiera asustarla.
—Dime algo que te guste de mí, así estaremos en paz por el momento.
Ella no lo dudó ni un segundo, sabía todo lo que le gustaba de él:
—Eres un hombre cariñoso y protector. A pesar de esa apariencia de bruto, amas a tu familia por encima de todo; serías capaz de morir por cualquiera de ellos.
Se dio vuelta sin darle tiempo a responder, y continuó subiendo. Matthew se quedó rezagado, asimilando la información. Notó cómo la sangre reanudaba el camino por sus venas, a gran velocidad. ¡Qué fácil le sería mostrarse cariñoso con ella! Si lo dejara; pero no, todavía le resultaba imposible.
Capítulo 4
—¡Al fin te dejas ver! —Matthew se dirigió hacia su cuñado, lord Torrington, con una gran sonrisa.
—¡Matthew! ¡Qué alegría verte! No sabía que ibas a venir; esperábamos solo a la señorita Tilman —aseguró, feliz de ver a su amigo.
Volvió la atención a Betsy y la saludó como si fuera la duquesa de Devonshire.
—Buenas noches, señorita Tilman, nos hace muy felices su presencia aquí. Es un honor para nosotros.
—Buenas noches, lord Torrington. —Sonrió e inclinó la cabeza—. El honor y la felicidad son para mí; le agradezco la hospitalidad.
—¡Basta ya! —exclamaron los hermanos Flint a la vez.
—Sí, basta por favor —rogó Connie—. Benjamin querido, conoces a Betsy, es de la familia, y te ruego que dejes el título fuera de casa; no puedo hablar con tanta formalidad constantemente, es agotador.
Benjamin se rió, se acercó a su mujer y le dio un beso en la boca.
—Como quieras, amor. —La retuvo entre sus brazos.
—¡Oh! Bueno, tampoco tienes que mostrarte tan atento. —Connie se sonrojó.
—¡Oh, sí que has cambiado! —intervino Matthew—. ¿Eres el mismo hombre que una vez pidió perdón por besar a su mujer delante de la familia?
—El mismo —afirmó Benjamin—. Fue antes de darme cuenta lo necio que era no demostrarle a mi esposa todo lo enamorado que estoy de ella cada minuto que estamos juntos.
—Benjamin, cariño… —Se abrazó a su marido e intentó contener el llanto.
Matthew miraba perplejo a la pareja: por un lado, estaba satisfecho de ver a su hermana tan feliz; por otro, le resultaba difícil asimilar que Benjamin se hubiera convertido en eso. No podía definirlo con palabras. Miró a Betsy y se compadeció, estaba un tanto incómoda por la situación. Se acercó a ella:
—Pelirroja, ¿gustas una copa?
Ella agradeció la interrupción, pero lo miró con seriedad:
—Si quieres que nos llevemos bien, será mejor que dejes de llamarme así.
—¿Cómo? ¿Pelirroja? —preguntó, extrañado.
—Sí, no me gusta —confesó en voz baja.
—¿Por qué? ¿Acaso no eres pelirroja?
—Matthew, no sigas —le advirtió.
—Pero explícate, ¿qué es tan ofensivo? —inquirió para descubrir qué era lo que le molestaba—. ¿Es que te gustaría tener otro color de pelo? —quiso saber, desconcertado ante esa posibilidad.
—No. Sí. No sé.
A Betsy siempre le había gustado su color de pelo, hasta que conoció a Matthew y comprobó que le gustaban las morenas. Era la primera vez en la vida que un hombre la hacía sentir insegura o desear otra cosa. Ese era uno de los motivos por el que perdía la compostura cuando estaba junto a él: la hacía sentirse como una niña pequeña.
—Me gusta mi pelo —dijo al fin—. Pero no me agrada la forma en que lo dices, como si fuera algo malo.
Matthew se quedó con la boca abierta. Nunca imaginó que su opinión le importara, pero por lo visto así era; sonrió satisfecho.
—¿Te hace gracia? —preguntó, ofendida.
—No, no seas tonta, ¿cómo va a ser malo ser pelirroja? Tu pelo es… —Pensó durante un segundo en lo que iba a decir a continuación—: es magnífico.
Sí, era un pelo precioso, un marco perfecto para acompañar unos ojos espectaculares, una boca carnosa, una tez suave y aterciopelada como la de Betsy. Hasta las mismas hadas la envidiarían. Ella se quedó asombrada al oírlo.
—¡Vaya! Va a ser verdad que quieres que nos llevemos bien. ¿Te das cuenta de que me has dicho algo bonito?
Él se quedó muy serio.
—No digas tonterías, pelirroja. Me limito a resaltar algo obvio.
Betsy lo miró con suspicacia.
—Sí, por supuesto —acordó ella, escondiendo una sonrisa.
Lo salvó el mayordomo que anunciaba la cena. Fue una velada agradable e íntima, dedicada a ponerse al día. Una comida con risas, recuerdos y planes para el futuro.
—Todo marcha sobre ruedas en la fábrica —le aseguró Matthew a su cuñado—. No tienes por qué preocuparte. La producción en cadena es el invento de este siglo.
—Me alegra oírlo. Después de los problemas del año pasado, es un alivio ver tres ejemplares de nuestras máquinas en el mercado.
—Yo no llamaría problemas a un intento de asesinato, un secuestro y un intento de robo.
—Tienes razón. Pero dejemos ese tema, todavía me dan temblores cuando pienso lo que le podía haber pasado a Connie —dijo Benjamin con un nudo en la garganta.
—Sí, está bien —concordó Flint—. Cuéntame del inconveniente que tienes en tus tierras, ¿acaso hay un lobo que se está comiendo las ovejas de los granjeros? —Hizo una pausa para beber—. Si quieres, mañana podemos ir de caza.
El vizconde cambió el semblante.
—Gracias, Matthew. No me vendría mal tu ayuda, la verdad. ¿Cuánto tiempo te vas a quedar?
—Tenía pensado que partiéramos dos días después del nacimiento del bebé.
—¿Partiéramos? —intervino Betsy que echaba chispas por los ojos.
Matthew elevó las cejas en señal de asombro. ¿Qué le habría molestado?
—¡Uf! —Resopló ella—. ¿Qué te hace pensar que voy a ir contigo? No pienso irme hasta que Connie esté recuperada —afirmó ofendida.
Benjamin miró a su mujer, que ya tenía la visión empañada, y respiró hondo. El mayor de los Flint frunció el ceño despacio, mientras se mordía la lengua para no estallar. ¿Por qué cuernos esta mujer tenía que provocarlo constantemente? Él era un tipo adorable, no se merecía que lo instigaran de esa manera. Además, ella sabía que no la dejaría allí. Contó uno, dos, treinta y tantos, hasta que se calmó un poco. Con voz amenazante, dijo:
—Pensé que, dado que soy yo quien te paga el sueldo, deberías volver conmigo para cumplir con tu trabajo.
—Matthew, por favor, no seas grosero —lo regañó Connie.
—Déjalo —pidió la joven con desdén—. Ya sabía yo que no era buena idea venir juntos. Pero el muy porfiado se empeñó —explicó Betsy a Connie, mientras ignoraba a los caballeros.
—¿Porfiado? ¿Yo?
Benjamín y Connie se pusieron de pie.
—Creo que la cena ha terminado —anunció el vizconde.
—Sí, cariño —dijo Connie—. Betsy, por favor, ¿podrías acompañarme? Voy a retirarme, estoy agotada —atajó la discusión.
—Claro —susurró la aludida con contrición. Había faltado muy poco para que volvieran a engancharse en sus estúpidas peleas, pero ¿qué le pasaba? ¿No podía contenerse ni un momento? ¿Ni siquiera por su amiga? Bajó la vista avergonzada—. Discúlpenme, yo también estoy cansada del viaje.
—No te preocupes —dijo Benjamin y se dirigió a su cuñado—: Matthew, acompáñame a mi despacho; tomaremos una copa mientras te informo del asuntillo del lobo.
Flint asintió. Estaba irritado por no haber podido dominar su temperamento, si no lo hubieran interrumpido, le habría dicho un par de cosas. ¡Desde luego que se iría con él! De lo contrario, no le quedaría más remedio que… esperarla, por supuesto.
—Tendremos esta conversación en otro momento —le prometió.
Ella no contestó. Lo miró con los ojos entornados, y para disgusto de Matthew su cuerpo reaccionó. Emitió un gruñido y salió detrás del vizconde, dispuesto a tomarse más de una copa.
—Cuéntame del lobo —pidió.
—Toma asiento, por favor. —Benjamin le ofreció una copa.
El invitado se sentó en uno de los cómodos sillones de cuero, situados frente al hogar.
—En primer lugar, quiero que me prometas que, durante el tiempo que estén aquí, te comportarás correctamente. No quiero que Connie se disguste más de lo necesario, ya has visto cómo está de sensible; y las peleas de ustedes podrían alterarla aún más —dijo muy serio.
Matthew pareció arrepentido.
—Tienes razón, no volverá a ocurrir.
—Imaginé que, después de un año viviendo juntos, las cosas se habían calmado.
—Es imposible, con ella es imposible. —Apretó la copa entre sus dedos.
—Te entiendo.
Comprendía a su cuñado más de lo que él pensaba, pero sabía que Matthew se estaba equivocando al tratarla de esa manera, como si fuera de su propiedad. Y más teniendo en cuenta que Betsy no dependía de Matthew para vivir, que podía encontrar cualquier empleo. Una mujer con tantas cualidades como la señorita Tilman: educada, inteligente y responsable, se colocaría en cualquier hogar respetable. Por ejemplo, esa casa; su esposa estaría feliz si Betsy decidiera mudarse con ellos.
—No puedes tratarla como si fuera tuya, no lo es —aconsejó Benjamin.
—Lo sé, pero… —Matthew presionó la mandíbula.
—Si no quieres, o no puedes prescindir de sus servicios, tienes que tratarla mejor; sobre todo, darle más libertad. —Hizo una pausa para sonreír—. Por otra parte, deberías preguntarte por qué te enoja tanto la idea de que te pueda dejar.
Flint dejó de mirar el contenido de la copa, para hacer frente al vizconde.
—Si crees que estás a punto de abrirme los ojos, te equivocas. Ya sé el motivo —confesó resignado—, pero no tengo nada que hacer con ella; no me soporta, cada cosa que digo la enfurece. ¿No lo has visto? —inquirió, señalando la puerta.
Benjamin se rió con sumo gusto.
—Eso es porque tienes la mala costumbre de dar todo por sentado. ¿Nunca le pides opinión? ¿Por qué no le has preguntado cuándo quería irse? O mejor, ¿por qué no la dejas quedarse?
—¡Ya hemos hablado de este tema! —bramó Matthew.
—Cálmate, amigo —dijo y se quedó pensativo—. Estás bien agarrado.
—Gracias por la conclusión. Eres muy observador, pero eso no me ayuda en nada. Así que, si no vas a decir algo que me sea de utilidad, mejor guárdate tus opiniones —recomendó irónico—. Dejemos mi problema, centrémonos en tu perro.
El semblante de Benjamin Lodge se ensombreció. Su amigo se dio cuenta de lo grave de la situación.
—¿Es tan serio?
—Peor —afirmó—. Tengo a todo un pueblo aterrorizado, la gente está muy agitada: aseguran que en el bosque vive una bestia, un monstruo o ¡Dios sabe qué! —Hizo una pausa para beber un trago—. Varias mujeres del poblado juran que han visto a un monstruo. El último caso es el de Molly. Llegó a la taberna en mitad de la noche, llena de sangre en las manos y la cara, y con la ropa rasgada. Declaró que había visto a la bestia. Luego, se desplomó. La chica lleva dos semanas sin salir de su casa. —Soltó un resoplido—. No sé qué pensar de todo esto.
—Tal vez no sea para tanto, muchas veces la gente se sugestiona para creer algo; hay personas dispuestas a tragarse cualquier tipo de cuentos. A lo mejor solo es un animal.
—Lo he pensado; es más, lo he deseado. Me conoces, soy bastante escéptico. —Se sentó en el sillón, enfrente de Matthew—. Tras examinar a Molly, parecía que solo tenía arañazos, que bien se los podía haber hecho con ramas o tras una caída. —Hizo una pausa—. Sin embargo, la muchacha vio algo real; observé en sus ojos el terror. Además, hay dos niños desaparecidos —confesó con abatimiento.
—¿Desaparecidos? —repitió Matthew, intrigado.
Lodge suspiró entristecido y se revolvió el cabello, como si pudiera despejar así sus preocupaciones.
—Dos hermanos de nueve y once años. Son huérfanos, sus padres murieron en un accidente cuando iban en un carruaje. Como se trataba de mis arrendatarios, me sentí en la obligación de encargarme de los chicos. Tardé una semana en arreglar todo para mandarlos a Eton. Cuando llegué, ya no estaban. No sé si tiene algo que ver, pero muchas personas juran que la última vez que los vieron iban hacia el bosque; y nunca más se supo de ellos.
Matthew escuchaba atento.
—¡Preocupante! —consiguió decir sin salir del estupor.
—Tengo que hacer algo —continuó Benjamin—. Estas tierras no van a quedar desoladas por una fantasía, no lo permitiré —aseguró terminante—. Hemos rastreado cada milímetro, cada arbusto de ese maldito bosque, y nada. No hemos encontrado nada. Por suerte, tampoco había huellas de los niños; quiero decir que no hallamos ni sangre, ni ropas. Nada que nos hiciera sospechar que habían sido devorados, por lo que me inclino a pensar que habrán decidido partir con algún familiar. Estoy haciendo averiguaciones, quizá pensaron que nadie se iba a ocupar de ellos —se lamentó.
—No te culpes, has actuado como debías. Descubriremos el misterio. —Matthew terminó la copa de un trago—. Además, me vendrá bien mantener la mente ocupada.
—Gracias, Matthew, eres un buen amigo.
* * *
Mientras, las mujeres estaban en la habitación de la vizcondesa, resolviendo otro tipo de misterio.
—Oh, Connie. Lo lamento de corazón. No sé por qué no puedo controlarme cuando estoy con tu hermano. —Respiró—. Me desquicia esa manera que tiene de imponer su voluntad; y lo peor es que no se da cuenta.
Betsy la ayudó a preparase para dormir: le cepilló el pelo y le ató con cariño las cintas del camisón.
—No te preocupes, te entiendo más de lo que crees —la tranquilizó Connie. Intentó levantarse para ir a la cama—. Es demasiado autoritario; si por lo menos fuera como Benjamin. Mi marido es más sutil, ¿sabes? Matthew es un poquitín hosco.
—¿Un poquitín? Es un bárbaro —aseguró, moviendo las manos—. ¿Y qué me dices de esa manía de no dejarme ir? —Se puso tensa y sin querer tiró del brazo de Connie más fuerte de lo que deseaba.
—¡Betsy! No te pongas nerviosa. Tienes que intentar no darle tanta importancia a todo lo que él dice; reconozco que es un poco tirano, pero en cuanto le tomes la medida harás lo que quieras con él. Te lo aseguro.
La señorita Tilman miró a su amiga con escepticismo. Quiso, sin embargo, que fuera cierto.
—Confía en lo que te digo. Date un poco más de tiempo.
—¿Tiempo? ¡Pero si cada vez es peor!
Betsy la cubrió con la colcha, sin prestar atención a lo que hacía, le dio un beso en la frente, pero, para sorpresa de Connie, no se retiró y siguió con las cavilaciones.
—¿Sabes lo último que hizo? —No esperó a que le contestara—. Fue hace unas semanas, en mi día libre, el muy… —Frunció los labios para reprimir la palabrota.
Connie sonrió, le pidió que continuara, le gustaba oírla mientras se dormía.
—Había quedado con las chicas en ir a la feria; pasamos un día lindísimo, fuimos a escuchar música al parque, comimos manzanas asadas; bueno, ya te imaginas. Iba a volver a casa pronto, pero me encontré con tu médico, el señor Bellow, que además me dio saludos para ustedes y se preocupó por tu estado. Se nos hizo tarde, así que me invitó a cenar. ¡Qué hombre más agradable!
—¿El doctor Bellow? —preguntó Connie más despejada.
—Sí, es todo un caballero. —“Lástima que no me haga estremecer como tu hermano”, se dijo Betsy—. Dimos un paseo y me acompañó a casa; se despidió de mí con educación y se marchó. —Hizo una pausa para volver a tapar a Connie que parecía más interesada, y continuó—. Cuando entré en casa, por la puerta de servicio, pasé por la cocina y, allí estaba él sentado con una vela. Te juro que creí que era una aparición. ¡Qué susto me dio!
—¿Y qué hacía allí a esas horas? —quiso saber Connie, despierta del todo.
—Eso mismo le pregunté yo. Me dijo que tenía hambre. —Betsy se encogió de hombros como si siguiera sin entenderlo—. Le dije que podía haber llamado a cualquier persona del servicio para que le llevaran algo. —Tomó aire—. Entonces, se puso como un loco a gritar, que me había llamado a mí y que no estaba, que una vez que me necesitaba y yo me dedicaba a coquetear con el doctor ese.
—¡¿Que dijo qué?! —exclamó Connie, horrorizada por las palabras de su hermano mayor—. ¿Cómo se atrevió a tal impertinencia?
—Eso mismo quise saber yo —certificó aún enojada por aquel episodio—. Así que fui a hacer mis valijas. Ya te puedes imaginar lo que ocurrió.
—No, ¿qué? —preguntó.
Betsy empezó a pasearse por la habitación a la vez que iba narrando su historia.
—Levantó a toda la casa para explicarles, gritando eso sí, que yo los iba a abandonar por un medicucho insignificante, que la casa se quedaría destrozada por mi culpa y que Martha llegaría a enfermarse porque yo era una desconsiderada egoísta.
—¿Qué? No puedo creerlo. Ese hombre ha perdido la cabeza.
—Eso mismo dijo Martha —afirmó, moviendo el dedo delante de la cara de Connie—. Menos mal que fue ella quien se hizo cargo de la situación. Dijo que no había pasado nada y volvió a mandar a todos a dormir. Les dijo que el señor Flint había bebido una copita de más. Aseguró que si yo decidía irme en ese mismo momento, ella y John lo entenderían. Luego, se dirigió a él y le remarcó que nunca en la vida lo había visto comportarse de una manera tan grosera y maleducada como para acusar a una dama como yo de estar coqueteando y de ser una desconsiderada egoísta. —Tragó saliva—. Acto seguido lo llamó para que se acercara y murmurarle algo al oído, pero en vez de decirle algo le soltó un sopapo, que todavía hoy tiene que dolerle.
Ambas estallaron en carcajadas.
—¡Ah! Martha tan brillante como siempre —dijo Connie entre risas.
—Sí. Después de semejante pelea, vino a pedirme perdón como un niño pequeño. Me dijo que sentía de corazón haber dicho que yo coqueteaba, que tenía total seguridad de que era una mujer íntegra y que no sabía por qué había dicho eso. —Elevó las manos al cielo como pidiendo una explicación—. Yo le creí, porque, a pesar de todas las barbaridades que escapan de su boca, él nunca ha dudado de mi honestidad. Además, parecía compungido. —Respiró hondo—. Antes de retirarse, aseguró que eso no lo había dicho en serio, pero que si yo decidía abandonar la casa sería una desconsiderada egoísta. —Miró a Connie—. ¿Qué te parece?
—¡Oh, por Dios! Este Matthew decididamente ha perdido la cabeza. —Aunque conocía las explosiones de su hermano, pensaba que esta vez era desproporcionado—. ¿Por qué crees que se puso así? —preguntó mientras volvía a acomodarse en las almohadas.
—No lo sé —confesó Betsy alicaída—. A lo mejor, lo exaspero tanto que cualquier cosa que yo haga lo saca de sus casillas; a mí me ocurre con algunas personas.
—O… a lo mejor, haces tan bien tu trabajo que no puede prescindir de ti. Al verte con el doctor habrá pensado en la posibilidad de que quisieras casarte algún día y en ese caso, dejarías tu puesto. —Bostezó—. ¿Dónde encontraría a alguien tan eficiente como tú? —Cerró los ojos—. A lo mejor, ya no puede vivir sin ti. —Connie se quedó dormida, sin darse cuenta de lo que acababa de decir.
Betsy miró perpleja a su amiga. ¡¿Que no podía vivir sin ella?! ¡Ja! Tampoco podía vivir con ella. Aunque ahora ya no estaba tan segura. Después de ese viaje parecía un poco menos irascible. Con una sonrisa, besó la frente de su amiga y se fue a su habitación.
Capítulo 5
—¡Buenos días, pelirroja! —la saludó Matthew con energía.
Betsy se encontraba en uno de los saloncitos dedicados a las señoras, bordando unos escarpines para el bebé y no estaba preparada para el salto que le dio el corazón al oír esa voz.
Había transcurrido una semana desde que ambos llegaron a Ashford Manor y apenas se habían visto; era la primera vez en un año que no sabía nada de él durante más de un día. Ahora entendía a su amiga cuando afirmaba que se encontraba sola en la enormidad de aquella mansión. Con el misterioso problema que los tenía tan ocupados, los hombres nunca estaban en la casa. Eso debería haberla alegrado, pero la verdad era que no la hacía muy feliz.
Por raro que pareciera, se sentía excluida de los asuntos de Matthew. Era como si los hombres no quisieran compartir el misterio. Solo se animó al pensar que, tal vez, mantendrían el secreto para no preocupar a Connie.
Cuando se levantó para saludarlo, se le hizo un nudo en el estómago. Apoyado en el marco de la puerta, en forma despreocupada, se hacía evidente la fuerza que desprendía aquel joven. De repente, la habitación parecía más pequeña. Tenía unas botas negras de media caña cubiertas por unos pantalones oscuros, se había quitado la chaqueta y solo llevaba una camisa que antes había sido blanca. El pelo, color ébano, todo revuelto. Y, de la cabeza a los pies, estaba cubierto de barro. Estaba hecho un asco, sin embargo, Betsy nunca lo había visto tan lindo.
Hasta que sonrió.
Fue entonces cuando Betsy Tilman confirmó sus sospechas. Supo, muy a su pesar, que estaba enamorada hasta las mismísimas cejas: no lo podía seguir negando.
Intentó ocultar el nerviosismo y la vergüenza que la inundaron, de la única forma que sabía:
—Buenos días, Matthew. Ya me había ilusionado pensando que habías vuelto a Londres.
Él se percató de que estaba inquieta, esperó no ser el motivo. Tenía muchas ganas de estar con ella, la había extrañado mucho. Esa semana había sido de locos. Se pasaban el día afuera, rastreando el bosque; buscaban alguna pista que los llevara a la dichosa bestia, pero nada. No habían encontrado nada: ni huellas, ni animales devorados, nada. Tan solo tenían los testimonios de algunas jóvenes que se habían adentrado en el bosque, pero que, curiosamente, no habían sufrido daños, por lo menos ningún daño misterioso.
Por desgracia, estaba también el caso de los dos hermanos desaparecidos. Eso era lo que les preocupaba más: pensar en esos pobres niños perdidos en el bosque les causaba escalofríos. Habían descubierto que no tenían más familia, entonces ¿dónde se habían metido? En eso meditaba, cuando se dirigía a su cuarto. No estaba presentable, pero, al pasar por la puerta y verla allí sentada, no pudo resistirse y se quedó unos segundos contemplándola. Eran muy pocas las ocasiones en las que podía verla así, sosegada.
Cuando vislumbró la curva de su elegante cuello, no pudo dar un paso más, se apoyó en el marco de la puerta y se regaló ese breve intervalo. Parecía muy concentrada en algo que estaba haciendo. La luz de la ventana entraba en diagonal y la iluminaba, envolviéndola en un aura deliciosa. El sol resbalaba por su cabello de tal forma que emitía destellos caobas y su delicado perfil dejaba entrever un pómulo redondeado, levemente sonrosado.
Anheló, con toda su fuerza, eternizar aquel momento. “Si tan solo no la turbara con mi presencia”, pensó. Pero no tenía ni idea acerca de cómo lograrlo. Respiró hondo. Se llenó los pulmones con su fragancia. Cuando estuvo preparado y pudo controlar las pulsaciones, decidió saludarla, pero la joven le había contestado con el habitual sarcasmo.
—Sé que te habría gustado que me hubiera ido. Sin embargo, sigo por aquí, como puedes ver —contestó risueño, e hizo una cómica reverencia.
Se acercó a ella con la excusa de ver lo que tenía en las manos.
—¿Qué haces aquí sola? ¿Dónde está Connie?
—Está descansando. Yo aprovecho este tiempo para terminar unos escarpines. —Le mostró lo que estaba haciendo, aunque no le dio mucha importancia. Se encogió de hombros.
Sin hacer el menor caso a lo que le enseñaba, él clavó la mirada en ella. Se hizo un incómodo silencio.
—Estás hecho un asco —afirmó, nerviosa.
—Sí.
—Deberías ir a darte un baño —sugirió, sin apartar los ojos de los de Matthew, cautivada por su mirada.
—Efectivamente.
Esa era la intención de Matthew, pero en vez de eso, ahí estaba anclado al suelo, balbuceando las pocas palabras que su pobre mente todavía no había olvidado. ¿Qué más se podía decir? Ese era el problema, en unos segundos estarían discutiendo para romper la tensión, se dijo apenado.
Betsy sabía que debería irse, pero estaba atrapada. Nunca lo miraba en forma tan directa. ¡Estaba tan hermoso! Matthew debió percibir su nerviosismo, porque le preguntó:
—¿Te he molestado?
—No —negó ella demasiado rápido.
Tenía que salir de allí. Iba a excusarse e ir a ver a Connie. Sí, eso es lo que tenía que hacer, pero lo que hizo fue elevar la mano y limpiar un rastro de barro que manchaba la mejilla de Matthew. Para su sorpresa, él no se retiró, no dijo nada. Cerró los ojos e inspiró. Ella aprovechó para explorar ese apuesto rostro; un rostro que conocía muy bien, pero que nunca se había atrevido a tocar.
Bajó la mano hacia la mandíbula. En aquel breve recorrido se percató de que la tez era tersa, hasta llegar a la zona oscurecida por la incipiente barba, donde raspaba ligeramente. Como si estuviera en uno de sus sueños, perfiló los labios con dedos inseguros. El índice acarició, en forma tenue, el labio superior del hombre: un labio sólido y firme. Sin darse cuenta, entreabrió los suyos.
El corazón latía atronador, casi dolorosamente.
Memorizó cada rasgo, cada reacción.
Matthew quedó paralizado, preguntándose si eso estaba ocurriendo en realidad. No pensaba abrir los ojos, no los abriría nunca más si con ello se aseguraba de tenerla así para siempre. Rogó. Si aquello era un sueño, no quería despertar. Cada roce de esa caricia iba marcándolo. Y ella, sin saberlo, estaba marcando su destino.
Notó el tacto aterciopelado de la yema de los delicados dedos. El olor, ese olor que reconocía de ella, una mezcla perfecta de miel y limón. Ninguna mujer olía así. ¡Por Dios que daban ganas de saborearla! Se estaba volviendo loco. Todo era contradictorio con ella, incluso el cuerpo le respondía de mil formas distintas. En ese mismo momento, tenía los músculos distendidos y, sin embargo, el pulso le parecía un caballo desbocado. Todas las discusiones, la tensión que soportaban a diario, los nervios, todo, acababa de cobrar sentido en ese mismo instante. Vivir con ella le estaba quitando la vida, pero ahora sabía con seguridad que sin ella no podría seguir viviendo. Aunque ya podría morir feliz con el recuerdo de ese momento.
Betsy rompió el hechizo: “¿Pero qué estoy haciendo?”, se preguntó perpleja por su osada conducta, “¡Estoy acariciando a mi empleador!” Retiró la mano y agarró con fuerza la labor que sostenía con la otra.
Matthew se dio cuenta; aun así, abrió los ojos con lentitud para recuperar el autodominio. En vano intentó mantener la expresión sonriente.
Betsy bajó la vista, turbada; le resultaba muy tentador seguir allí. Si él se mostrara siempre tan calmado. Por suerte para ella, Matthew era odioso.
No tenía la menor idea de lo que se había apoderado de ella para hacer algo tan estúpido. Y tampoco sabía por qué él se había dejado. No obstante, tenía la ligera sospecha de que era un hombre que no despreciaba caricia alguna, de ninguna mujer, aunque no fuera su tipo, como era el caso. Tosió para reforzar la voz antes de hablar:
—Estás sucísimo. —Se miró los dedos con cara de reproche—. Daré orden de que te preparen un baño.
Dio un paso hacia un lado e intentó esquivarlo, pero él le cerró el paso.
—Betsy… —Se desesperó por recuperar la intimidad perdida. Frunció el ceño amenazante, molesto por no poder controlar nada referente a esa mujer—. Tenemos que hablar —exigió.
Ella le devolvió la mirada severa, aunque en realidad estaba muy agradecida de que él soltara su mal genio: eso le deshacía el nudo que tenía en la garganta.
—Matthew Flint, no me levantes la voz —ordenó, segura ahora del terreno en el que se movía—. Hablaremos de lo que quieras, en cuanto estés presentable. ¡Oh! Estás manchando la alfombra.
Matthew miró el piso, ella aprovechó para escabullirse y poner fin a ese momento de locura.
—¡Betsy! —vociferó mientras iba tras ella.
La señorita Tilman ya estaba subiendo los primeros escalones, cuando él la hizo girar para hacerle frente. Eso sí, ella se mantuvo a una distancia prudente, unos cuantos escalones por encima.
—Si vuelves a gritar, te puedo asegurar que no te gustará.
—¡Demonio de mujer! —murmuró entre dientes—. Está bien. Espérame, en cuanto termine, hablaremos. —La miró con intensidad—. Tenemos varios asuntos pendientes.
El mayor de los Flint supo que había llegado el momento de tomar las riendas de su propia vida, y de la vida de Betsy también. Después de ese instante, de la ternura que habían compartido y de la magia que habían creado, tenía que intentarlo. Lo único que podía perder era el corazón, aunque, si era franco consigo mismo, sabía que ya no le pertenecía: hacía mucho tiempo que se lo había entregado a ella.
Por su parte, Betsy no era consciente de que le había dado las alas que necesitaba para volar, llevaba esperando más de un año un gesto como aquel, algo que le indicara que no era una idea descabellada, que podía salir bien a pesar de sus diferencias. Una señal que le dijera que podían convivir. Ahora no solo tenía esa señal, sino que ella había demostrado que deseaba tocarlo. No era únicamente una señal, sino todo un milagro.
—Matthew, tendrás que esperar a que regrese del pueblo. Tenía pensado ir…
Sus palabras quedaron sin salir de la boca cuando lo vio subir de una zancada. Se colocó frente a ella con todo ese cuerpo.
—No se te ocurra salir de esta casa sola, ¿me has entendido? —rugió.
Ella entrecerró los ojos y se mordió la lengua hasta que sintió dolor.
—Claro, señor Flint —accedió con una calma que no sentía.
Se quedó extrañado, pero, como parecía que no iba a discutir, resopló y decidió ir a bañarse. Más tarde tendrían esa conversación, y se disculparía por gritarle y le explicaría por qué no podía salir sola. La imagen de Betsy paseando por esos caminos, mientras la acechaba un animal salvaje lo había puesto de un pésimo humor, por no mencionar el dolor agudo que se acababa de instalar en su pecho.
Ella no dijo nada y lo observó mientras desaparecía en el piso de arriba. Cuando perdió de vista su enorme espalda, fue directamente a buscar sus cosas para salir. De todos los hombres de los que podía enamorarse, había elegido al único con el que nunca podría vivir.
Capítulo 6
—¿Está segura, señorita? —preguntó el señor Hobbs, por quinta vez, con el mismo gesto preocupado—. Puede esperar a que llegue mi hijo con la carreta para que la lleve.
—No es necesario —aseguró Betsy—. No tiene de qué preocuparse, aún queda tiempo antes de que anochezca, y, de todas formas, conozco el camino.
—Pero, señorita, la bestia, ya sabe… —tartamudeó el hombre.
—¿Qué bestia? No siga con esas tonterías. —Agitó las manos, como si de esa manera borrara los temores de aquel adorable anciano—. En estos bosques no hay ninguna bestia; si la hubiera, lord Torrington lo sabría. Tal vez, algún jabalí salvaje, un poco más grande de lo normal. Además, no pienso desviarme del camino, los animales no salen del cobijo de los árboles.
—Eso pensábamos nosotros. Sin embargo, llevamos meses sufriendo extraños acontecimientos. Hay mujeres que afirman haber visto un espectro, otras dicen que es un monstruo. Por favor, señorita, deje que la acompañe mi hijo. No puedo permitir que vaya sola —rogó el señor Hobbs, preocupado.
—Vamos, vamos, tranquilícese —le ordenó, dándole palmaditas en la mano.
El hombre se estaba mostrando demasiado tozudo con este tema. Había ido al pueblo con el fin de hacer algunas tareas que le había pedido Connie. Ahora que estaba con un embarazo tan avanzado, ella, que siempre se preocupaba por todo el mundo, no podía dedicarse a ayudar a aquellos que la necesitaban. Por eso le había rogado a Betsy que llevara una canasta con hierbas medicinales y comida para las hermanas Griffs; un traje antiguo de Benjamin para donarle al párroco. Por último, ya de regreso, debía entregar un vestido de su suegra, lady Adelle, a la señora Hobbs. La mujer, agradecida, le pidió que esperara un momento mientras preparaba una cesta con frascos de compota.
En el rato que pasó en la humilde casa de los Hobbs, un matrimonio muy amable y hablador, Betsy se puso al corriente de todos los chismes que circulaban por el pueblo; así pudo llegar a la conclusión de que todas esas fábulas sobre espectros, visiones y demás eran las que tenía tan ocupados a Matthew y a lord Torrington.
Ella no creía en fantasmas. Por lo tanto, el único miedo que albergaba era el de retrasarse más, pero no por la bestia del bosque, sino por la que le esperaba en Ashford Manor y que le había ordenado que no se fuera sola. Un escalofrío le recorrió el cuerpo al recordar el último encuentro con él; era tan arrebatador que, con solo evocar su imagen, Betsy temblaba como una gelatina.
—Señorita Tilman, por favor.
—No se preocupe más. —Sonrió—. ¡Ah, mire! Ya está aquí su mujer con la canasta para lady Torrington. —Se dirigió a la señora Hobbs con las manos extendidas para recibir lo que le entregaba—. Muchas gracias, han sido muy amables.
El señor Hobbs no tuvo más remedio que aceptar la decisión de aquella testaruda mujer; lo único que podía hacer era enviar a su hijo detrás ella, en cuanto apareciera.
—Vuelva cuando quiera —la invitó la señora Hobbs—. Por favor, vaya con mucho cuidado, no camine entre los árboles, siga en dirección recta siempre —le advirtió.
Betsy no les dio demasiada importancia a los temores del matrimonio; con decisión, se dirigió hacia el camino rumbo a la mansión.
Llevaba ya un buen trecho andado cuando se percató de que el mismo camino que antes le había resultado tan agradable, ahora mientras el sol se iba ocultando, se le antojaba un poco amenazante. En apenas unas horas los altísimos árboles que le habían parecido de una gran belleza, con ramas repletas de hojas perennes, de color verde intenso y que desprendían un refrescante olor a eucalipto, se tornaban en ese momento algo terroríficos.
Los curiosos sonidos de las primeras horas de la tarde ahora resonaban espeluznantes. A medida que anochecía, la temperatura era más fría. Se frotó los brazos, se ajustó bien el abrigo, e intentó despejar de la cabeza sus miedos infantiles. Había una extraña soledad. Comenzó a respirar con dificultad. Justo cuando iba a dar un paso más, las escuchó.
¿Qué había sido eso?, se preguntó con agitación. ¿Risas, gritos? No, en realidad, le había sonado igual que una rata cuando la ahuyentaban a escobazos. Un estremecimiento sacudió su cuerpo. “¡Betsy no seas tonta!”, se recriminó. Lo más seguro era que fuera un animal cazando a otro. Alguna comadreja descarriada. Volvió la vista hacia atrás, no vio nada.
Un cielo apagado con algún destello rojizo, destellos de un sol que ya no calentaba, que ya no iluminaba. Todo se volvió negro, las ramas moldeaban sombras oscuras, y formaban siniestras figuras, como si fueran las extremidades de gigantes dispuestos a encerrarla en un abrazo.
Era como si el bosque se la quisiera engullir; debía salir de allí. Se dispuso a retomar la marcha, volvió la vista al frente y lo que observó la dejó congelada: en mitad del camino había atravesado un tronco que no era muy grande, pero lo suficiente como para impedirle continuar. Nerviosa, movió la cabeza de un lado a otro, buscando algo, dio una vuelta completa: nada.
No había nada, ni nadie. Tan solo aquel terrible silencio. ¿Cómo había llegado el tronco hasta ese lugar? Hacía un segundo no se encontraba allí. ¿Qué estaba pasando? Betsy notaba el corazón bombeándole sangre con violencia, pero ni siquiera la rapidez con que palpitaba le servía para calentarla; estaba gélida, y asustada. La presión que sentía en el pecho fue subiendo, asfixiándola hasta que llegó a la cabeza y las sienes comenzaron a palpitar. Irónicamente, pensó en el único hombre capaz de provocarle los mismos síntomas; lamentó no haberlo escuchado.
—Matthew, Matthew —lo invocó.
Él siempre llegaba en los momentos más inesperados, así que no le pareció ninguna tontería esperar que fuera a buscarla. “¡Basta ya!”, se ordenó. Iba a rodear ese tronco y seguir adelante hasta llegar a su destino; sin embargo, había un inconveniente: el árbol era demasiado alto y largo como para pasarlo por encima con la ropa que llevaba puesta, y esto la obligaría a adentrarse, apenas unos pasos, entre los árboles. Sin duda, un pequeño contratiempo, aunque tampoco le parecía una idea juiciosa. Se armó de valor, puso un pie en la ladera, tomó aire, dio un paso más; se detuvo a escuchar.
Nada. No se oía nada, ni siquiera el viento se movía. Reinaba un silencio sepulcral. Levantó un pie para seguir. Fue entonces cuando oyó el crujir de una rama detrás de ella; sabía que no tenía que haberse metido dentro del bosque, las palabras de la señora Hobbs resonaban en su cabeza: “No salga del camino”. Nerviosa y atemorizada intentó vislumbrar algo, pero le resultó imposible. La noche, por fin, había engullido al bosque.
Un miedo exacerbado se apoderó de ella.
Otro crujido. Había sonado más cerca. Era el momento de salir corriendo, pero estaba tan aterrada que trastabilló un par de veces. Podía hacerlo, ya faltaba poco. Se recogió la falda, se colocó bien la canasta en el pliegue del codo y subió con rapidez. Un sudor frío recubría su frente. Iba a comenzar el descenso, pero se quedó petrificada al notar un ligero soplo en su oreja. Un soplo que olía a muerte.
Entonces, sin llegar a darse vuelta, gritó.
—¿Lo has oído? —preguntó Matthew fuera de sí.
—Sí. Vamos rápido, el grito procede de allí —dijo Benjamin espoleando a su caballo.
Corrieron a través del bosque, en dirección al grito que habían escuchado. Flint sabía con certeza que procedía de Betsy. Conocía esa voz a la perfección. Le había ordenado esperarlo, que no fuera al pueblo sola. ¿Por qué esa caprichosa mujer no podía obedecerle? ¿Era tan difícil? Solo tenía que quedarse en la casa esperándolo, solo eso. Pero no, ella no podía darle esa mínima concesión. Y ahora lo hacía pasar por ese calvario, ¡una desconsiderada! Lo iba a pagar bien caro.
Como si no hubiera tenido suficiente con el susto que les había dado su hermana el año anterior. Ahora la mujer que más deseaba en el mundo se exponía al peligro casi en forma voluntaria. Sí, tenía que ser un plan, pensó completamente trastornado; las dos mujeres más importantes de su vida habían planeado volverlo loco, y lo estaban consiguiendo.
No iba a pensar en la posibilidad de no encontrarla, ni en cómo podría estar. No; la encontraría en perfecto estado. De lo contrario, iba a arrasar ese terrible bosque que ahora pertenecía a su hermana, lo convertiría en un horno, quemaría todo hasta que no quedara nada con vida allí: del mismo modo quedaría su corazón sin ella.
—¡Cuidado, Matthew! —le advirtió Benjamin que corría tras él—. Ve más despacio, no conoces la zona y está muy oscuro. ¡Se van a matar el caballo y tú!
Flint azuzaba al animal, desesperado por llegar a algún lugar.
—¡Espera al menos que lleguen los hombres con las antorchas! ¡No seas loco!
El vizconde no obtuvo respuesta, por lo que no le quedó más remedio que seguir a su amigo en la endiablada carrera.
—¡Betsy! ¡Betsy! —gritó.
Sabía que el sonido había llegado de allí. Tenía que estar en ese lugar, pero con la oscuridad le resultaba imposible ver más allá de la nariz.
—¡Betsy!
El silencio lo estaba ahogando.
—¡Por Dios, si no me contestas ahora mismo voy a prender fuego a este terrible bosque!
Se oyó un ruido entre las ramas. Matthew giró a gran velocidad hacia ese lado, y vio cómo algo salía volando. La desesperación empezó a nublarle la razón. Se bajó del caballo, comenzó a golpear y patear cualquier cosa con la que tropezaban sus pies.
—¡Tonta pelirroja! ¡Contéstame! —gritó suplicante.
Oyó una especie de gemido.
—Matt…
Escuchó susurrar su nombre.
—¡Betsy! ¿Dónde estás? No puedo verte.
—Aquí… estoy… aquí. —Ella intentó elevar la voz, pero no tenía fuerzas. Sentía un fuerte dolor en la cabeza y estaba mareada.
—Sigue hablando —apremió Matthew.
—¿Por qué has tardado tanto?
Intentaba parecer despreocupada, para que no se diera cuenta de que estaba al borde del llanto. Matthew apretó los dientes al oírla tan débil. ¡Dios, qué miedo había pasado! No habían tardado mucho en encontrarla, pero fue el rato más angustioso de su vida.
Estaba furioso, iba tanteando el terreno hasta que por fin vislumbró el cuerpo tendido en el suelo.
—¡Betsy! —exclamó asustado—. ¿Estás bien? —Se agachó para comprobar su estado.
—Sí; ahora estoy bien. —Apoyó la cabeza en el pecho de Matthew y se aferró a los brazos que la rodeaban de manera protectora.
Matthew sintió la ligera presión de esas manos y percibió su turbación. El corazón comenzó a resucitarle. Se tomó un segundo para calmarse, después mandó todos los complejos a paseo y la estrechó con fuerza contra su cuerpo. Ninguno de los dos supo cuánto tiempo estuvieron fundidos en aquel abrazo. Y no se habrían separado si no hubieran oído a los hombres de Benjamin llamándolos por todo el bosque. Sin soltarla, le dijo al oído:
—Se acabó, ¿me oyes?
Todavía aturdida, no entendía lo que quería decir Matthew, hizo un esfuerzo para preguntarle:
—¿De qué estás hablando?
—No vas a volver a darme un susto como este. Nunca más. —Sonó más duro de lo que pretendía ser.
—¿Vas a despedirme?
Antes de que pudiera responderle, se había vuelto a desmayar. Matthew la sostuvo, aguardando a que llegaran los demás. Cuando la acomodó bien en el carro, le indicó a Benjamin que estaban listos para volver a la casa.
Capítulo 7
—¿Está bien? —preguntó Connie, angustiada.
—Sí, creo que está bien. —Benjamin se acercó para consolar a su mujer, que ya tenía la cara surcada de lágrimas—. Ha sufrido un desmayo, no parece nada grave, pero hay que avisar al médico.
Los vizcondes se abrazaron, mientras Flint subía a la señorita Tilman hasta la habitación.
—¡Avisen al médico! —rugió Matthew—. Benjamin, cuando deje a Betsy quiero hablar contigo. ¡Ya! —instó.
El vizconde observó a su mujer, acto seguido miró hacia el techo y protestó entre dientes.
—Lleva toda la tarde así. Desde que se enteró de que la señorita Tilman se había ido sola, no ha hecho otra cosa que rugir, enfurecerse y dar órdenes.
—Querido, entiéndelo: estuvimos todos muy preocupados pensando que se había perdido.
—Tienes razón. Perdona, amor mío. Es solo que ahora comprendo un poco más a la señorita Tilman. —Besó la mano de su mujer—. Tu hermano puede llegar a ser muy obtuso.
—¡Benjamin! —sonó el grito de Matthew, proveniente de la planta superior.
El aludido dejó con pocas ganas a Connie y se encaminó al llamado de su cuñado, para ver en qué podía ayudarlo. Cuando salieron de la habitación de Matthew, Lodge estaba perturbado. Tras discutir durante más de una hora, al final, Matthew lo había convencido. Sin embargo, él todavía albergaba serias dudas respecto a la propuesta. En especial, porque se arriesgaba a un posible enojo de Connie y eso no le gustaba nada.
—¿Estás seguro de que eso es lo que ella quiere?
—¡Qué importa lo que ella quiera! ¡Lo importante es lo que es mejor para ella! —exclamó el mayor de los Flint.
—De acuerdo —convino el vizconde—. Entonces, ¿por qué no se lo explicas tal y como me lo has explicado a mí? Seguro que lo comprenderá.
—Es muy testaruda, no lo vería igual que nosotros.
Benjamin sabía que no debía participar en aquello, pero, como conocía los sentimientos que Matthew se empeñaba en ocultar, sumados a su determinación, imaginó que, con una pizca de suerte, todo llegaría a salir bien.
Otro factor decisivo para el noble había sido el hecho de que la señorita Tilman era una mujer espectacular, que vivía, aunque trabajando, en casa de uno de los solteros más codiciados de la ciudad. Esto por no mencionar que tenía ya una edad más que considerable: con veinticinco años no era ninguna jovencita. El conjunto resultaba fatal para su reputación. No obstante, a ninguno de los Flint ni a la propia señorita Tilman les importaba lo que dijeran de ellos.
De hecho, estaba convencido de que, si la señorita Tilman seguía bajo las órdenes de Matthew, era porque así lo quería. Le quedaba claro que ella era tan testaruda como él, al no aceptar que, en realidad, no deseaba estar en ninguna otra parte.
Benjamin sabía que su amadísima esposa lo entendería mejor si le expusiera de esta manera todo ese asunto, con el único fin de justificar por qué se había dejado enredar en forma tan absurda por un hombre fuera de sus cabales. Aunque ese hombre fuera el hermano de su mujer.
Con estas reflexiones, el vizconde dio orden a un lacayo para que cumplieran los deseos de su cuñado, y no sabía si todavía amigo, Matthew.
El pobre párroco no tardó ni un suspiro en aparecer, pero, puesto que desconocía el motivo del llamado, se mostraba un tanto temeroso.
—Buenas noches, señor Freeman —saludó Benjamin.
—Buenas noches, lord Torrington. —Hizo una pausa para recomponerse, se secó la frente con un pañuelo, y continuó—: espero no llegar demasiado tarde.
El religioso estaba confundido: el llamado podría ser por lady Torrington y su embarazo, o bien por la señorita Tilman quien, según había oído, se podía contar entre las víctimas de la famosa bestia.
—No, no. No es lo que piensa, por fortuna. —Esbozó una sonrisa para tranquilizarlo.
Al ver que el hombre se relajaba, decidió que era buen momento para ofrecerle un trago, mientras le explicaba el motivo de haberlo molestado en horas tan poco prudentes.
Matthew salió del despacho razonablemente satisfecho. Había requerido menos esfuerzos convencer al clérigo que a su cuñado. Desde ya, ayudó el hecho de que el caballero fuera un tanto asustadizo. No había sido la intención de Matthew, pero, al ver cómo el hombre se encogía cada vez que él daba un paso al frente, aprovechó para sacar ventaja y le ofreció su rostro más feroz: uno que solo usaba cuando negociaba.
Fue un gran apoyo que lord Torrington asegurara estar convencido de que el señor Flint quería en verdad cuidar a la señorita Tilman. En este punto, el párroco se armó de valor, y comenzó:
—He conocido a la dama en cuestión y adivino el deseo que puede tener su amigo. Sin embargo, deben comprenderme a mí: tengo la obligación moral de asegurarme de que el interés de ella coincida con el del señor Flint.
Dicho esto, bajó la mirada y se escondió detrás de Benjamin.
—Señor Freeman, le estoy dando mi palabra. Solo deseo el bien de la señorita Tilman; créame. Esta solución es la más conveniente para ella —aseguró Matthew con ímpetu.
Sin embargo, se sorprendió cuando vio cómo el hombre reunía el poco coraje que le quedaba para volver a replicarle:
—No dudo de su palabra, pero soy un hombre de Dios y no puedo pasar por alto ciertas normas. —“Por mucho miedo que me dé este gigante”, se dijo el párroco—. Hay ciertos puntos que son necesarios, por ejemplo…
—Sé a lo que se refiere, ¿qué pasa con esos puntos? —preguntó Matthew.
—No podemos obviarlos —afirmó el señor Freeman, sorprendido.
—No pensaba hacer tal cosa.
—¿Entonces? —quiso saber el religioso—. Me parece bien que quiera pedir los documentos necesarios para agilizarlo. De esa manera, la señorita Tilman tendría tiempo de recuperarse de este desdichado incidente, y yo despejaría cualquier duda respecto a la voluntad de la joven. —El señor Freeman se puso blanco al ver la expresión atroz de Matthew—. Por… por favor, no me malinterprete, sé que usted obra de buena fe y que, por supuesto, no actúa coaccionando a nadie, pero…
Flint no lo dejó terminar:
—Eso no será necesario.
—Matthew —intervino Benjamin—, incluso yo, que ostento un título nobiliario, tuve que acogerme a esas leyes. —Se detuvo un instante para leer el papel que le ofrecía su cuñado.
La cara del lord fue cambiando del desconcierto a la sorpresa, hasta que prorrumpió en una estruendosa carcajada.
—Vaya, vaya.
—No se te ocurra volver a reírte —advirtió Matthew.
—Pero ¿por qué?, ¿cómo? Y, sobre todo, ¿cuándo? —quiso saber lord Torrington mientras movía el documento que tenía en la mano.
—En cuanto la conocí, supe que esa mujer me traería problemas.
—¿Problemas? —exclamó el noble y volvió a reír.
El párroco estaba perplejo por el giro que había dado la conversación, pero se animó a preguntar:
—Disculpen, señores, ¿pueden aclararme qué es lo que ocurre?
—Parece que no podemos poner más objeciones, señor Freeman —explicó Benjamin, mostrándole el papel.
Cuando el religioso terminó de leer, en la cara se le reflejaba el alivio de tener muchas de las dudas despejadas, aunque no todas.
—Bien, esto demuestra que la situación estaba bastante meditada, por lo menos de su parte. Ahora iré a hablar con la señorita Tilman y, en unos momentos, estaremos preparados.
—¿Es usted siempre tan tozudo? ¿No ve que es todo legal? —intervino Matthew indignado—. ¿Para qué quiere hablar con ella?
—Bueno… yo… —tartamudeó el párroco, por temor a la explosión del joven.
—No hay nada de qué hablar —continuó Matthew; pensó bien lo que iba a decir para no tener que mentirle a un hombre de Dios—. Como puede ver es algo que está planeado desde hace mucho tiempo, tenía pensado hacerlo aquí, en Ashford Manor, después del nacimiento de mi sobrino, pero el susto que me he llevado hoy ha hecho que precipite los acontecimientos.
—Sí, sí —acordó, un tanto reticente—. En ese caso, no tengo nada más que objetar.
Matthew poseía ese talento especial con el que podía conseguir que todo el mundo hiciera lo que él quería, evitando la mentira o la intimidación directa. Un cúmulo de características hacían esto posible: elocuencia, determinación, seguridad y, por supuesto, un físico que, aunque él no quisiera, resultaba amenazador sin llegar a ser agresivo. Ese era el secreto de su éxito en los negocios, y lo acababa de poner en práctica para un aspecto más personal. Algo de lo que no se enorgullecía, pero que había sido necesario.
“Bien, ya está solucionado esto”, pensó Matthew. Ahora solo le quedaba su hermana Connie y la propia Betsy. Lo más difícil.
—¿Quién subirá con nosotros? —quiso saber el señor Freeman—. Necesitamos al menos dos personas para que tenga validez. Me imagino que los vizcondes querrán estar presentes.
—Por supuesto, lord Torrington nos acompañará —afirmó Matthew sin reparar en la cara de Benjamin—; pero mi hermana, lady Torrington, no podrá. Dese cuenta de que su estado es muy avanzado; en este momento debe estar descansando, así que no podemos molestarla. Milord le avisará a su doncella para que ocupe su lugar. —Miró de reojo a su cuñado por si objetaba algo, pero el vizconde se dedicó a terminar la copa que tenía entre las manos—. Antes de que subamos, me gustaría poder hablar con la señorita Tilman a solas.
—Tómese el tiempo que desee —dijo el señor Freeman.
—Estoy de acuerdo —acordó Benjamin—. Es lo más sensato que has dicho en todo el día.
Matthew salió del despacho gruñendo, pero satisfecho. Se dirigió con paso rápido a ver a Betsy; la encontró descansando. Se detuvo un momento antes de interrumpirle el sueño. Parecía tan tranquila.
Había recuperado un poco el color en las mejillas. “¡Qué miedo habrá pasado!”, pensó. Sin embargo, cuando la localizó, tenía la voz firme, casi como siempre, quizás un poco débil, pero, sin duda, estable. Era maravillosa: incluso percibió el tono burlón que intentaba darle a su voz, cuando le preguntó: “¿Por qué tardaste tanto?”, para quitarle importancia al accidente que había sufrido. Le observó el rostro con deleite y frunció el ceño al ver el golpe que tenía en la sien: le iba a salir un buen chichón.
Se animó a acariciarle la mejilla, con sumo cuidado. Ella se removió ligeramente y emitió pequeños quejidos.
El médico había asegurado que estaba bien, tan solo tenía un golpe en la cabeza, algo que la mantendría un poco aturdida. Para Matthew, en esos momentos, no le resultaba un inconveniente. Miró la mesita auxiliar donde habían dejado una taza humeante. Sabía lo que contenía: adormidera. Se dijo que eso tampoco sería inconveniente. Guardó los escrúpulos, tomó la taza y se sentó en la cama, junto a ella. Le tomó la mano con suavidad para no sobresaltarla.
—Betsy —susurró—. Abre los ojos, preciosa.
Vio que le costaba despertarse; supuso que ya habría tomado un poco, pero, por si acaso, tenía que darle un poquito más.
—Betsy, cariño…
Ella entreabrió los ojos con pesadez:
—¿Cariño? —preguntó con voz apagada—. ¿Me acabas de llamar cariño? ¿O es uno de mis sueños?
Matthew sonrió al comprobar que siempre estaba alerta, quizá no había bebido todavía.
—Lo habrás soñado —mintió él, más nervioso de lo que aparentaba.
Ella no contestó, se limitó a cerrar los ojos.
—Betsy, tienes que tomar un poco de té. El médico ha puesto algo para que no te duela el golpe.
Hizo un esfuerzo por abrir otra vez los ojos. Lo observó con escepticismo; a continuación, se fijó en lo que sostenía en las manos. Le dedicó una débil sonrisa que calentó el corazón de Matthew.
—¡Oh! Me parece una idea estupenda. Tengo todo el cuerpo dolorido, y la cabeza es como si me fuera a estallar.
Se incorporó con ayuda de Matthew, que la acomodó en la almohada para que bebiera sin atragantarse.
—Gracias —musitó, sonrojándose.
—No hay de qué.
—Sí, sí que hay. —Betsy miró el interior de la taza porque no estaba preparada para hacerle frente—. Muchas gracias por todo. Hoy me has salvado la vida.
Estaba avergonzada. Él aprovechó la ventaja que eso le daba:
—No es para tanto, aunque yo casi pierdo la mía.
—¿Qué quieres decir? —preguntó, estremecida ante la posibilidad de que le hubiera ocurrido algo.
—Porque que se me paró el corazón, literalmente, cuando el hijo del señor Hobbs apareció aquí, después de anochecer, asegurando que no te había encontrado por el camino —dijo con vehemencia.
—Cálmate —rogó ella—.Tienes razón, lo confieso. Pero en mi defensa puedo alegar que no podía imaginar que esos cuentos fueran verdad.
—¡Así que oíste las habladurías y aun así te fuiste sola! —acusó Matthew—. Eres una testaruda, demasiado para tu propio bien.
—Sh, no grites. —Betsy le tocó la mano—. Matthew —lo nombró con un hilo de voz. Entendía su enojo, él era muy protector con todos los que estaban a su cargo, incluso con ella.
Él se movió, inquieto, pero no se apartó. El simple roce de la mano de Betsy le producía un enorme placer; consiguió mantener a raya el enojo. Tendría que ir acostumbrándose al cosquilleo que le provocaba el contacto con ella.
Tosió para aclararse la garganta.
—Betsy, tienes que contarme lo que ocurrió en el bosque.
Ella perdió el color que acababa de recuperar. Matthew se reprochó por ser tan impaciente.
—Sí, claro, pero hablaremos mañana, ahora no puedo… —Se le fue la voz.
Matthew le rodeó los hombros con su brazo. No era una mujer miedosa, sin embargo, había pasado un enorme susto; sabía que esa presencia que había sentido allí era muy real. En ese momento no podía explicárselo, todavía se le erizaba la piel de solo recordar. Se cobijó bajo el abrazo de Matthew, y bebió un poco más.
—Perdóname —pidió él—. No es el momento, soy un bruto. Bebe.
Betsy asintió en señal de agradecimiento. Bebió más de aquel brebaje que le producía un extraño placer, el dolor y el miedo se iban evaporando. Empezó a sentirse como si flotara. Después del frío, de lo mal que lo había pasado en aquel horrible bosque, ahora se sentía en la gloria entre los brazos de Matthew, en una cómoda cama, confortable y calentita. No pudo evitar sonreír.
Betsy no se dio cuenta de lo que pasaba, hasta que vio a Matthew sonrojado. Siguió la dirección de su mirada, y observó, con horror, que su camisón se había desabrochado, lo suficiente para avergonzar a un hombre como él.
Matthew la habría detenido, pero se quedó tan asombrado al ver cómo se aflojaba los lazos del camisón, sin ningún pudor, que no pudo articular palabra; en vez de eso se puso colorado como un adolescente.
Ella se llevó la mano con rapidez al cuello, y volvió a dejarlo cerrado como debía estar.
—¿Qué me has dado? —Se sentía demasiado ligera. Se tocó las mejillas, estaba muy acalorada; agitó las manos para darse aire—. ¡Por Dios! Me baila toda la habitación.
—Lo ha preparado el médico —se excusó él, un tanto compungido.
El profesional le había indicado que tenía que beber pequeños sorbos durante toda la noche. Pero se lo había tomado casi todo de un trago.
—Es para tu cabeza, para que duermas bien.
Ella bostezó sin ningún miramiento. Sonrió y se dejó caer de golpe sobre las almohadas.
—Creo que había algo en la taza aparte del té. Me siento un poco rara —aseguró, sin dejar de reírse.
Matthew se pasó la mano por la cara, sofocado. No obstante, aprovechó el momento para decirle:
—Betsy, el párroco quiere verte.
—¿Verme? —preguntó entre sueños.
—Sí. Quiere asegurarse de que estarás bien… eh… conmigo.
Ella le dedicó una mirada que avivó algo en su interior. Lástima que en ese momento estuviera drogada, lamentó él.
—¡Claro que estaré bien contigo! —gritó, con una alegría desmedida—. Tú siempre cuidas de mí. —Frunció el ceño—. ¿Quién es ese clérigo tan necio que duda de ello? —preguntó con aire teatral.
Podría haber resultado delicioso escucharle esa afirmación, si no hubiera sido porque su conducta se estaba volviendo un poco, por decirlo con suavidad, inestable. Betsy sentía cómo se elevaba su alma, no podría encontrarse mejor: tenía a Matthew junto a ella, la estaba cuidando y su actitud era tan encantadora que todo lo demás le importaba un comino.
Intentaba ponerle atención a lo que decía, podía ver cómo se movían sus labios sensuales; sin embargo, no le llegaba el sonido de su voz, era extraño. Sabía que estaba sonriendo como una tonta, pero era incapaz de no hacerlo. ¡Estaba tan feliz!
—Betsy, cariño, ¿me oyes?
—¿Eh? Sí, claro que te oigo. Eres música para mis oídos —afirmó con voz sedosa.
—¡Ay, Dios! —exclamó Matthew, en voz alta porque sabía que no escuchaba ni una palabra de lo que le decía—. Cielos, creo que me he pasado; será mejor que acabemos cuanto antes y vuelva a verte el médico.
Matthew salió apresurado para llamar a Benjamin y al señor Freeman, pero antes de dejarlos pasar quiso cerciorase de que estaba correctamente vestida como para recibir visitas. El camisón era de lo más decente, cuando estaba cerrado, porque cuando se desabrochó y quedó expuesta gran parte de su delicada piel, Matthew tuvo que dar gracias por estar sentado, de lo contrario se habría desplomado allí mismo.
Además, tenía que parecer que ella se encontraba bien para llevar a cabo la hazaña; en verdad era una hazaña, aunque nada comparado con la proeza que debería realizar al día siguiente para darle las explicaciones a Betsy.
Volvió a atarle los lazos del dichoso camisón, la arropó hasta la barbilla, se sentó junto a ella en la cabecera de la cama, pasándole el brazo por sus hombros. No tuvo que hacer más, del resto se encargó ella.
—Pueden entrar —anunció Matthew.
Cuando pasaron, encontraron un cuadro que retrataba a la perfección el amor, lo que provocó numerosas sospechas en Benjamin. No obstante, se abstuvo de decirlo. El párroco, por su parte, estaba muy complacido, y bastante aliviado, al ver la actitud de completa adoración que mostraba la señorita Tilman hacia el señor Flint. Matthew les dejó ver una radiante sonrisa. Sin atreverse a mirar a su cuñado, le pidió:
—Por favor, Benjamin, ¿podrías dar orden de llamar a Rosie, de modo que todo sea tan legal como el señor Freeman desea?
—Sí, por supuesto.
El vizconde decidió ir él mismo en busca de la doncella de su mujer, para evitar que el párroco se diera cuenta de las lágrimas que retenía, debido al esfuerzo que estaba haciendo por aguantar la carcajada.
Casi se había caído de espaldas al ver a la señorita Tilman en brazos de Matthew, pero la gota que colmó el vaso fue ver cómo le daba palmadas en la cara, mientras tarareaba una canción de lo más inapropiada para los oídos de un religioso. No hacía falta otra demostración para darse cuenta de que la pobre no se encontraba en plenas facultades mentales.
Por el momento, lo único que pensaba hacer era buscar a Rosie para acabar con esa comedia. Cuando terminaran, tendría que aclarar a Connie todo este despropósito originado por su adorado hermano. Aunque hubiera querido, no podría haber hecho nada más.
Capítulo 8
Matthew sabía muy bien lo que era perder la calma; le pasaba a menudo, sobre todo en lo referente a Betsy. Sin embargo, esta vez se encontraba al borde de un precipicio.
Se sentía muy culpable, e intranquilo por tenerla en ese estado. Necesitaba poner fin a esa escena y avisar otra vez al médico.
—Betsy, cielo. El señor Freeman te ha preguntado si aceptas.
—¿Eh? —preguntó con la mirada ida.
Ella lo iba a matar, pero estaba convencido de que la finalidad valía ese riesgo. Todo fue como esperaba ya que ella se mostraba muy cariñosa con Matthew; y gracias a eso, ni Rosie ni el cura sospecharon nada.
Únicamente en el momento en que formuló la pregunta acerca de si aceptaba, fue cuando Matthew sintió un sudor frío en la frente.
—¿Eh? ¿Que si acepto? —continuó Betsy—. ¡Pues claro que acepto! —se entusiasmó—. ¡Ni loca dejaría de hacerlo!
Matthew podría haber sonreído, pero estaba demasiado ocupado acercando su cuello a la cara de Betsy para evitar que pudieran oír lo que decía, ya que no eran más que incoherencias.
El señor Freeman miró sorprendido a Matthew, luego posó la vista en la doncella de lady Torrington, por si ella podía aclarar algo, pero la pobre muchacha se encogió de hombros y bajó la mirada. Así que decidió continuar para poder irse lo antes posible de esa casa de locos.
—Bien, los felicito. Ahora, si tienen a bien, firmaremos el documento pertinente.
—Sí, por supuesto.
Sin dejar de abrazarla, pues tenía miedo de lo que pudiera ocurrir, le ofreció el papel. Una vez que firmaron los demás, Matthew puso el documento delante de Betsy.
—Cariño, tienes que firmar aquí.
—¿Qué? —ronroneó ella.
—Toma, agarra la lapicera. ¡No, no hagas…! —exclamó él, al ver cómo la sacudía—. Eso.
Intentó retirar la cara, pero fue demasiado tarde, su rostro apareció repleto de tinta negra.
—¡Oh! —Betsy, sin percatarse de lo que había hecho, examinó la pluma tan de cerca que bizqueó—. ¿Qué es esto? ¡Qué cosa tan curiosa!
La joven intentó centrar la mirada primero en el artefacto y luego en aquel hombre vestido de negro, pero veía muy borroso. Además, lo encontraba bastante más feo que a su querido Matthew. Volvió la vista al objeto de su deseo:
—¡Matthew! Deberías afeitarte, tienes demasiado pelo en la cara, no me deja ver lo lindo que eres.
El halago involuntario consiguió contener los nervios del señor Flint.
—Señorita Tilman, ¿se encuentra usted bien? —insistió el párroco.
—¡Pues claro que no! —interrumpió Matthew—. Ha sufrido una gran conmoción esta tarde; por favor, si no les molesta, la dejaremos descansar.
—Pero no puedo irme sin que firme —aseguró el cura.
Matthew resopló. Se fijó en el vizconde, parado en un rincón de la habitación, y vio que sufría unos raros espasmos. “¡Por Dios que iba a matar a alguien!”, se dijo cuando oyó una risa ahogada.
—Benjamin, como oiga una sola risa… —susurró Matthew, amenazante.
—Señor Flint, ¿va todo bien? —El religioso aún se consideraba joven para morir y, al ver el rostro de ese señor, todo indicaba que era muy capaz de matar a alguien en ese preciso instante. De todos modos, su moral lo obligó a insistir.
—Sí —afirmó con un gruñido—. Va todo estupendamente, ¿no ve que está tan feliz que delira? —gritó.
Betsy suspiró y Matthew volvió a mirarla. Benjamin no pudo más y salió corriendo de la habitación.
—Acabemos con esto de una vez por todas.
Tomó la mano de la muchacha, la guió, y estampó su rúbrica en el dichoso papel. Acercó la boca al oído de su reciente esposa, le susurró:
—Mujer, contigo nada es fácil.
Una vez solos en la habitación, acomodó a Betsy en la cama, le dio un beso en la frente y la dejó descansar; había que ir a buscar al médico.
A Matthew le hubiera gustado pensar: “Bien está lo que bien acaba”, pero no era una ocasión para aplicar la sabiduría popular. De hecho, al oír el llanto histérico de su hermana, se dijo que aquella situación distaba mucho de acabar bien. Dispuesto a aclarar todo, se dirigió, agotado, hacia donde se encontraba Connie. No estaba bien sentir cierta satisfacción por el llanto de ella, pero no pudo evitar regodearse al ver a Benjamin en tal aprieto.
Su cuñado se esforzaba tanto por intentar explicarle a Connie la presencia del sacerdote, a esas horas de la noche, que le pareció verle brillar la sien. La vizcondesa era la única persona que conseguía resquebrajar el autodominio de Lodge, ya que siempre era imposible sacar una reacción de él: un hombre controlado y correcto, excepto en lo referente a Connie.
Matthew envidiaba ese rasgo de su carácter, el vizconde era todo lo contrario a él, que era una continua sucesión de estallidos, tanto para demostrar alegrías como penas o enojos. Si el suceso en concreto tenía algo que ver con la pelirroja, no se originaba un simple estallido, se producía una estruendosa explosión. Bajó las escaleras con una amplia sonrisa, después de todo tenía que mirar el lado bueno de las circunstancias.
—Veo que los papeles se han invertido, querido cuñado.
—No se te ocurra reírte —amenazó Benjamin, esta vez.
—¿Me exiges que no me ría cuando has salido de la habitación de Betsy temblando? Tienes muy poca vergüenza.
—¡Tú me hablas de vergüenza! —Lo señaló con el dedo—. Si estamos en esta situación es por tu culpa. Ahora, haz el favor de contarle todo a tu hermana —exigió—. A mí no me escucha.
—Oh, por favor, no discutan —rogó Connie. Se interrumpió un momento para sonarse la nariz—. Está bien, Matthew, dime la verdad, seré… seré… —Estalló en lágrimas. Cuando se recompuso terminó—: seré fuerte.
—Ya veo —Matthew se apenó.
—¡Quieres hablar! —ordenó Lodge—. Aclara de una buena vez qué hacía el párroco aquí, a estas horas de la noche. Adelante —lo instó—. Explícale que su amiga no se está muriendo. Dile que el señor Freeman nada tiene que ver con la agonía de la pobre señorita Tilman. —Gesticuló delante de la cara de Matthew—. No, no, eso no sería una certeza absoluta, porque sí tiene que ver con su agonía. —Se volvió otra vez, hacia su mujer—. Pero cariño, no te preocupes, tu amiga no será quien muera. —Respiró hondo—. Sino tu hermano. Y créeme si te digo que no lo lamentaré, por el rato que te está haciendo pasar —gritó encolerizado.
—¡Benjamin! ¿Por qué dices algo tan horrible? ¿No ves que mi pobre hermano la está pasando mal?
El vizconde resopló con fuerza y comenzó a caminar por la habitación, dando vueltas. Matthew se aclaró la garganta.
Se acercó a ella y le tomó las manos con cariño.
—Vamos a tu saloncito, allí estaremos más cómodos y podré ponerte al tanto de los acontecimientos que me han llevado a tomar una serie de decisiones que estoy seguro vas a comprender.
—Matthew, no sigas. —Consiguió dejar de llorar.
La mirada ahora se le había vuelto suspicaz, porque conocía muy bien a su hermano. Se había dado cuenta de dos cosas: la primera, no estaba preocupado como ella creyó en un principio. La segunda era que Matthew había estado evaluando la situación para abordarla, mientras su marido se esforzaba para que no llorara más, con el fin de llevarla a su terreno.
—Dime ahora mismo y sin rodeos a qué ha venido el señor Freeman.
—Sí, a eso iba. Sin embargo, antes debes comprender…
—¡Matthew! Yo evaluaré tus razones, dime a qué ha venido —exigió.
Benjamin respiró aliviado de que su mujer no sufriera más. Contento porque ella había recuperado ese temperamento fuerte con el que pondría a Matthew en su sitio, se acercó para abrazarla.
Flint se percató de que estaban acercando posiciones, es decir: uniendo fuerzas contra él. Decidió ir directo al tema.
—Nos hemos casado.
La boca de Connie se abrió tanto que habría jurado haberle visto la campanilla.
—¿Qué? —consiguió preguntar con un hilo de voz.
—Que nos hemos casado —repitió él—. Creí que era buen momento, dado que estaba un poco atontada por el golpe y por la sustancia que había puesto el médico, ya sabes.
—¿Qué? ¿Cómo? —Lo miró con una expresión de desconcierto tal, que Matthew estuvo a punto de decírselo de nuevo—. ¿Qué? —explotó entonces—. Pero ¿cómo has podido? Eres un bruto.
Benjamin había previsto la reacción de su mujer y la contuvo en el momento exacto en que se lanzaba, con paso torpe, sobre su hermano.
—Connie, cálmate. Yo solo pretendía que Matthew te dejara bien en claro que tu querida amiga está sana y salva. Ahora tienes que tranquilizarte, por el bien de nuestro hijo. Ya te has alterado mucho durante todo el día.
—Sí, tienes razón. Pero es que ¡lo que ha hecho no tiene nombre! —Volvió a mirar a su hermano—. ¡Encima, pretendías darme razones! ¡Como si hubiera algo que excusara tu comportamiento! ¿La has drogado para que te aceptara? —vociferó.
—Dicho así, suena desmedido —se defendió Matthew.
—¿Qué? Suéltame, Benjamin —exigió y apartó los brazos de su marido.
—No puedo; si lo hago, puedes caer como una pelota.
Ella miró asombrada a Benjamin, quien le sonrió y le pidió con dulzura:
—Connie, vamos a retirarnos. Necesitas descansar; todos necesitamos descansar. —Miró a Matthew de manera acusatoria—. Incluso tu hermano, que ha pasado un día difícil. —Llevó a Connie hacia las escaleras—. Cuando estemos a solas, te diré lo que pienso de todo esto, y te contaré lo que tu hermano no te ha querido decir.
La besó en la frente para distraerla del tema.
—Desde luego que me vas a contar todo. Incluso tu participación —aseguró enojada—. ¿Cómo has podido ayudar a Matthew a hacer algo así? Si tú, mejor que nadie, sabes que se odian.
—Yo no diría tanto —dijo Benjamin.
—Tú y yo hablaremos mañana —amenazó a su hermano, que se mantenía prudentemente callado—. Que no se te cruce por la cabeza pasar la noche en su habitación, ¿me oyes?
—¿Acaso piensas que soy un monstruo? Pasaré la noche con ella en cuanto sepa la verdad.
—Buenas noches —se despidió Benjamin, cortante.
—Buenas noches.
Iba a continuar, pero se contuvo porque la mirada de Benjamin le advirtió que había llegado al límite y no quería tentar a la suerte. Oyó el gruñido de su hermana como despedida. A pesar de sentirse un poco culpable por perturbar de ese modo a Connie, no podía quitarse esa tonta sonrisa que estaba luciendo. No todos los días podía decir que se había casado con la mujer de su vida: en ese instante era el hombre más feliz del mundo.
Ahora, iría a llamar al médico para asegurarse de que Betsy estaba bien; de lo contrario no podría pegar un ojo. Necesitaba dormir bien si pretendía estar preparado para lo que vendría al día siguiente.
Deseaba que ella se encontrara en perfecto estado, por lo menos mental, cuando le dijera que estaban casados. Desde el punto de vista legal, lo estaban. Sin embargo, para Matthew ese papel carecía de valor hasta que ella lo aceptara por propia voluntad.
Sin duda, convencer a Betsy de eso le iba a costar la vida. Tendría una muerte muy dulce en manos de su pelirroja.
Capítulo 9
Se trataba de un día desapacible para viajar. La lluvia y el viento impedían que los carruajes fueran a un ritmo más ágil. David Flint se dirigía, con el resto de la familia, hacia Ashford Manor.
La carta que le había enviado Matthew tenía instrucciones concretas: debía recoger a Martha y John en la casa de Londres, e intentar retrasar el viaje a Ashford un par de semanas. A él no le importó, ni siquiera cuestionó las razones de Matthew. Podía haber ido directo desde Oxford, pero tenía ganas de volver a su casa y descansar unos días. No se habían cumplido las dos semanas que le pedía Matthew, pero le había resultado imposible engañar por más tiempo a Martha. Su error había sido ir a visitar a la vizcondesa viuda, lady Adelle, y a su hija, lady Judith. No se arrepentía, ahora formaban parte de la familia, pero ellas se vieron obligadas a devolver la visita; así fue cómo Martha se enteró de que viajarían en los días siguientes hacia Ashford; incluso invitaron a Martha a unirse en el viaje.
Una invitación que agradó mucho a David, puesto que reflejaba la mentalidad abierta y sensible que poseía lady Adelle; no se podía olvidar el hecho de que los Flint eran muy ricos, pero pertenecientes a una clase muy inferior. Y en el caso de Martha y John, ni tan siquiera eran Flint en su sangre, claro que en el corazón formaban parte de la familia desde siempre; no obstante, eso no evitaba que pertenecieran a la clase más humilde.
Los Flint sabían valorar la bondad que mostraba la familia de su cuñado, el vizconde Torrington, pero, incluso así, David estaba seguro de que Matthew se disgustaría por desbaratar sus planes, cualesquiera que fueran.
—¡Qué mujer tan insufrible! —exclamó Judith acercándose a David. Él sonrió—. No sé por qué mamá se vio obligada a invitarla a viajar con nosotras. Estoy segura de que busca algo más. Por suerte, va en el otro carruaje, porque, si estuviese aquí, tendría que fingir que duermo para no hablarle.
—No sea suspicaz, lady Judith. Según tengo entendido, lady Holmes se dirigía a pasar unos días en su casa de campo, y creo que queda muy cerca de Ashford Manor.
Ella frunció el ceño.
—¡David! Por favor, llámame Judith, somos de la familia. Desde que estás en Oxford te has convertido en un relamido. Prefería cuando decías lo primero que se te pasaba por la cabeza, sin miedo al qué dirán. —Se le dibujó una sonrisa en el rostro—. Como el día que nos conocimos, ¿recuerdas? Me preguntaste si me apretaba el corsé.
Él estalló en carcajadas al recordar la cena en la que se habían conocido hacía un año, en casa de lord Torrington; fue su primer evento social con la aristocracia y no tenía mucha idea acerca de cómo comportarse. Ahora las cosas habían cambiado, ya hacía un tiempo que estaba estudiando en Oxford, había conocido a mucha gente y aprendido a moverse entre la nobleza.
Y lo más importante: había encontrado su verdadera vocación por los libros. Era feliz allí, y sus hermanos estaban muy orgullosos de él.
—Está bien, Judith, pero no frunzas el ceño, te estropea esa preciosa cara de ángel que tienes.
Sonrió, coqueta.
—Pero estarás de acuerdo conmigo en que esa mujer es una pérfida.
—No le tengo mucha estima, sin embargo, no puedo decir que me haya hecho algo.
—¡Ja! Eso es porque no has estado en Londres durante el último año. Cuando se dio cuenta de que no tenía nada que hacer con mi hermano, puso como objetivo al tuyo. Entiendo que la libertad que le da su condición de viuda nada tiene que ver con la mía, pero me parece de lo más indiscreto manipular a una vizcondesa para que la lleve a donde está el hombre que desea. Eso a pesar de que tu hermano Matthew dejó en claro su desinterés por ella.
—¿Matthew hizo eso? —preguntó extrañado—. Pues yo llegué a la conclusión de que le gustaba, es bastante bonita.
—Lady Holmes suele gustar a los hombres, al principio —bajó la voz, para contarle la confidencia—; se dice que tiene gustos un tanto excéntricos en la intimidad. —Su rostro se sonrojó—. Ya me entiendes.
—¡Judith! —la amonestó él—. No deberías hacer caso de los rumores, y más cuando son de esa índole. Es inadecuado para una dama como tú. —Miró a su alrededor por si alguien estaba escuchando—. Bien, cuéntame todo.
Ella se rió abiertamente, iba a contestarle, cuando hicieron un alto para descansar a los caballos. Por suerte, la posada donde se habían detenido tenía un cobertizo para que nadie se mojara. John bajó, a instancias del joven Flint que lo despertó. Él también lo hizo, después de Judith. En el lugar, se les acercó Martha:
—David, voy a seguir el viaje en nuestro coche —declaró la mujer.
—Como quieras. A decir verdad, me vendrá bien tu compañía; tu querido esposo, John, lleva todo el camino durmiendo. He tenido que despertarlo para que bajara a estirar las piernas.
—Sí, ya me imagino.
—¿Por qué has decidido cambiar de carruaje? —indagó David, sospechando el motivo.
Martha se incomodó porque le hacía esa pregunta en presencia de lady Judith, sabía que lady Holmes era amiga de la familia Torrington desde hacía mucho tiempo. La joven notó la molestia de la mujer y se apresuró a tranquilizarla:
—No se preocupe, Martha. Conozco el motivo de este cambio. La entiendo tanto que tomaré su lugar en nuestro carruaje. Así mamá no me reprenderá por mi falta de modales y la cantidad de pasajeros estará balanceada.
—Gracias, milady —dijo Martha y le sonrió a la joven, a la que había llegado a tomar un gran cariño. Se abstuvo de hacer algún otro comentario.
Cuando reemprendieron el viaje, en el coche en el que iban ella, David y John, se liberó:
—¡Esa mujer es horrible! Una degenerada —asintió con la cabeza para dar más solemnidad a sus afirmaciones—, eso es.
—¡Martha! —exclamó David—. ¿Pero qué les pasa hoy? Me cuesta creer que lady Holmes sea el monstruo que retratan.
—Yo no he dicho de quién hablaba.
—¡Bueno, ¿a quién más te podrías referir?
Martha frunció el ceño, mientras murmuraba algo por lo bajo que David no llegó a oír.
—¿Me vas a decir qué está pasando con lady Holmes? ¿O voy a tener que seguir soportando quejas de ustedes?
—Esa lady, mujer, mujerzuela…
—Ya me hago una idea, continúa, por favor.
—Se echó prácticamente encima de tu hermano. —Resopló al ver la cara de aturdido que ponía David—. En alguna ocasión, Matthew salió a pasear con lady Holmes y llegó a la inteligente conclusión de que esa mujer no le interesaba en lo más mínimo, aunque eso ya lo sabía él antes de invitarla.
—Si no le interesaba ¿por qué la invitó?
Ella hizo un gesto pero fue John quien, abriendo un ojo, le contestó al joven:
—Lo hizo para provocar una reacción. —No esperó a ver la cara de desconcierto que tenía David, volvió a cerrar su ojo y añadió—. Está estudiando la situación para elaborar un plan de ataque; es lo que siempre hace.
Martha asintió, dándole la razón a su marido.
—No entiendo nada, ¿qué tiene que ver lady Holmes con los negocios de Matthew?
Martha se preguntó cómo se podía ser tan inteligente para los libros y, en cambio, no enterarse de nada de lo que sucedía en la realidad. “A este chico la vida le estallará en la cara, a no ser que venga explicado en alguna fórmula matemática”, pensó.
—Matthew invitó a lady Holmes para ver cómo reaccionaba otra persona, ¿entiendes?
—Claro que no.
—Tu hermano quería ver cómo se tomaba Betsy su amistad con otra mujer. Eligió a lady Holmes porque no podía dañar ni su reputación, ni sus sentimientos, ya que ella carece de estas cualidades.
—Pero ¿para qué?
—¡Dios mío! David, si no supiera que eres un genio estaría muy cerca de pensar que eres un completo idiota. —Martha sonrió al ver cómo sacaba de quicio a su querido muchacho—. Te lo explicaré todo.
—No te desgastes, mujer —interrumpió John.
—¡Vuelve a dormir! —ordenó el joven.
David se acomodó en los asientos aterciopelados del carruaje para escuchar la historia que todos entendían, excepto él.
—Todo ocurrió hace unos meses. Después de dedicar unos días a conocer a lady Holmes, Matthew abandonó la idea al darse cuenta de su naturaleza perniciosa. No obstante, la mujer no estuvo de acuerdo con la decisión de tu hermano, así que una fatídica tarde…
—Por favor Martha, no seas tan dramática —interrumpió David—, limítate a los hechos.
—¡Niño, no me interrumpas! ¿Quieres oír la historia o no? Si yo digo que fue fatídica, es que lo fue. —Tomó el bufido de él como una invitación a seguir, así pues, continuó—. Lady Holmes apareció en casa, entrada ya la tarde, a una hora inoportuna para cualquier visita, y más si se trata de una mujer que visita a un hombre soltero. Puso como excusa que iba de camino a casa de los Thornton. Por supuesto, no le creí. Tu hermano tampoco, pero la atendió, aunque decidió hacerlo en el despacho, para dejarle ver, con sutileza, que no era una visita deseada. Por mi parte, resolví no ofrecerle ni té, ya que no quería que prolongara su permanencia en casa. Además, no eran horas apropiadas, pero, sobre todo, quería evitar que se enterara Betsy, ya que las veces que Matthew invitó a pasear a lady Holmes, tuvimos que hacer limpieza completa de la casa. —Se aproximó a David, para aclararle—. Para que te hagas una idea, una limpieza completa se hace una vez al mes: nosotros tuvimos que hacer dos, en el espacio de dos semanas; el servicio estaba agotado. Aunque Matthew no se enteró de esto, si lo hubiera sabido…
—Martha, te vas por las ramas —indicó el muchacho.
Ella le dedicó una mirada airada.
—Bien, pues sigo. Mi error fue dejar la puerta un poco abierta, pero es que no me fiaba de ella, ni esto —dijo acompañando la afirmación con un gesto de los dedos—. Y tenía razón en no fiarme, porque los sorprendí en el momento exacto; el problema es que no estaba sola, Betsy estaba a mi lado.
David se incorporó en el asiento, por fin la historia estaba tomando un cariz interesante.
—¿Cómo los sorprendiste?
—La muy sinvergüenza llevaba casi todo el pecho fuera del vestido, prácticamente desnuda, y se colgaba del cuello de Matthew ofreciéndose como una… ya sabes.
—Sí, sí, me imagino. Cálmate.
—El pobre intentaba quitársela de encima, pero no había manera. Me quedé paralizada durante un momento, te juro que fue un minuto: iba a entrar, cuando vi un resplandor a mi espalda.
—¿Un resplandor? —inquirió David.
—El abrigo de lady Holmes se estaba quemando en el hall.
—¿Qué? ¿Cómo?
—Betsy —aseguró, rotunda.
—¡No!
—Como te lo estoy diciendo. No pude hacer nada para evitarlo. Cuando me di cuenta, el hall de la entrada era una pira, y por la expresión de Betsy creí que iba a tirar a la misma lady Holmes, para quemarla por bruja. Una de las chicas lo vio y se puso a gritar, histérica, elevaba las manos al cielo y gritaba que íbamos a morir todos, consumidos por las llamas.
David se rió.
—Esa, seguro que fue la pequeña Dorothy. —Martha asintió—. Lo suponía, tiene una imaginación muy rica, y la consciencia no muy limpia.
—En un instante la casa estaba patas arribas. El personal de servicio bajaba y subía, corriendo por las escaleras sin saber ni lo que hacían. Excepto mi John, que se tomó todo con una serenidad asombrosa.
—¡Mi Dios!
—A pesar de tener la casa enteramente perturbada, Betsy se dirigió con una inconcebible frialdad hacia el despacho de Matthew. Intenté detenerla, porque la expresión de su rostro me asustó más que el fuego. Pensé que haría cualquier locura, además de incendiar el abrigo. Sin embargo, justo cuando ella iba a entrar, salió Matthew, alarmado por los gritos.
—¿Y entonces?
—Betsy lo empujó adentro del despacho, ni siquiera lo miró. Gracias a Dios, lady Holmes ya se había arreglado el vestido. Nuestra Betsy, elevando la cabeza cual duquesa, le informó acerca de que su abrigo había sufrido un terrible accidente. La condesa viuda salió apresurada para comprobar ella misma el desastre. Cuando salieron, John ya había apagado el fuego y solo quedaban cenizas y una casa llena de humo. Tuvimos que abrir todas las ventanas.
David estalló en carcajadas. Martha, sin poder evitarlo, sonrió.
—Tengo que confesarte, con vergüenza, que me sentí bien cuando Betsy la acompañó hasta su carruaje, diciéndole que era mejor abandonar la casa, ya que esa noche el ambiente se había tornado bastante nocivo para la salud de cualquiera. Y así fue como evitó que comprometieran a tu indefenso hermano, sin llegar al extremo de tener que insultar a una condesa. ¿Entiendes, ahora?
—¡Ja! Entiendo que una señorita como Betsy se sienta ofendida por el comportamiento lujurioso de lady Holmes, pero ¿incendiar la casa para proteger a Matthew de una mujer? Es algo descabellado. Podría haber dejado que se las arreglara solo.
—La pelirroja estaba marcando su territorio —dijo John sin abrir los ojos.
David lo miró extrañado.
—¿Qué quieres decir?
—¡Por Dios, qué negado eres! Betsy y Matthew están locos el uno por el otro. Y hasta que no lo reconozcan nos volverán locos a nosotros, o nos matarán, una de dos.
—¿Qué? —preguntó incrédulo.
David dejó de balbucear, y se quedó callado, recapacitando; revisó todos los capítulos de su vida desde que conocieron a Betsy. Entonces se dio cuenta.
Recordó cómo su hermano se tensaba cada vez que la veía, sin poder apartar la vista de ella; cómo cambiaba de humor y se quejaba de sus interrupciones con el argumento de que le resultaba imposible trabajar. Sin embargo, cuando esas interrupciones no llegaban y ella tardaba más de dos horas en aparecer, él salía hecho una furia para pedir un refrigerio, preguntando si tenía que ser un mendigo en su propia casa, para que le dieran un poco de pan y agua.
Evocó la imagen desvalida de Betsy, hecha un mar de lágrimas porque habían disparado a Matthew; recordó que el muy necio no le permitió que lo cuidara. Su mente encontró pocas imágenes en las que se los viera simpáticos y atentos, el uno con la otra; pero contó un centenar de situaciones en las que se esforzaban muchísimo por dejar en claro su disgusto por tener que compartir el techo, a pesar de que existían otras opciones frente a esa situación.
Entendió por qué Matthew se volvía loco cada vez que ella decía que se iba. Y ella, en vez de irse, se excusaba diciendo que sería incapaz de dejar a Martha sola para soportar a esa bestia de espaldas anchas, como lo llamaba. David sonrió, y se dio una bofetada mental.
—¡Pero claro! —exclamó palmeándose el muslo—. ¿Cómo he estado tan ciego?
—No estás ciego, simplemente no prestabas atención, igual que tu hermana; pero John y yo no hacemos otra cosa que observarte a ti y a tus hermanos. Los hemos criado, ¿cómo se nos iba a escapar algo así? En cuanto a Betsy, es tan orgullosa como insegura. No revelará sus sentimientos bajo ningún concepto y menos a un hombre del que cree que la odia.
—Matthew no la odia —declaró David—. Es que los dos son muy temperamentales.
—Y tozudos —añadió John.
—Efectivamente, ninguno dará su brazo a torcer; por eso tenemos que darles una mano.
—Oh, oh. Ahora entiendo el problema que supone lady Holmes; va a ser una complicación juntar a los tres allí.
—Rezaremos para que lady Holmes decida no alargar mucho su visita en Ashford Manor. A Betsy le importa muy poco que ella sea una condesa viuda. Y a Matthew le importa menos aún. Pero tenemos que pensar que no vamos a estar en nuestra casa, sino en casa de lord Torrington. —Martha puso cara de desasosiego. Sabía que era una misión imposible mantener a esos dos a raya. Tampoco quería disgustar a su niña, Connie—. Ni Wellington ni Napoleón juntos podrían solventar esta dificultad.
David pensó que eran exageraciones. Matthew y Betsy eran personas muy razonables, solo que a veces se olvidaban. Y desde luego, nunca lo eran cuando estaban juntos. El hecho de que Betsy fuera capaz de incendiar un abrigo no era motivo de preocupación. ¿O sí?
Capítulo 10
El siempre se había imaginado ese día, como un día en que continuarían los festejos y la alegría tras una boda deseada. Sin embargo, estaba preparado para que se produjera otro tipo de algarabía. Nada que ver con lo que estaba sucediendo en ese momento, en el que reinaba una insólita paz. Debería aprovechar esa tranquilidad, ya que sabía con certeza que no iba a durar mucho.
Se dirigió con paso firme a desayunar; grande fue su sorpresa al encontrar en el comedor, tan temprano, a su hermana y a Benjamin aparentemente relajados.
Carraspeó para avisar de su presencia.
—Buenos días, hermanita. Te veo con mejor humor esta mañana. —Tomó asiento frente a ella y esperó el estallido; en cambio Connie le dedicó una deslumbrante sonrisa, cosa que le preocupó más—. ¿Se te ha pasado el enojo? Has comprendido al fin qué era lo mejor para tu amiga, ¿verdad?
—Mi querido esposo me ha abierto los ojos sobre este asuntito. —Untó un poco de pan con mantequilla, y antes de llevárselo a la boca, dijo—: no sé si será lo mejor para Betsy, pero sé que va a ser muy complicado para ti —concluyó satisfecha.
Connie no quiso detallar las explicaciones que le había dado Benjamin acerca de por qué había permitido que Matthew hiciera algo así, pero había sido muy contundente al asegurar que Betsy y su hermano sentían una fuerte atracción, aunque eran tan cabezas dura que no se darían la oportunidad de reconocerlo, ya que ambos tenían un carácter muy autoritario y ninguno deseaba ser el primero en exponer sus sentimientos porque eso implicaría quedar a merced del otro. Algo que Connie comprendía bien. Insinuó que, en el caso de Matthew, él pensaba que lo que sentía iba más allá de una fuerte atracción.
Connie se sintió muy aliviada. Si lo que decía su marido era cierto, entonces todo sería para bien de todos. El mayor de los Flint era un hombre extraordinario, brusco pero bondadoso; no tenía ninguna duda de que sería un buen marido. No obstante, le preocupaba muchísimo cómo tomaría Betsy la noticia del matrimonio, en especial por la manera en que él lo había logrado.
La señorita Tilman nunca le había dicho que tuviera deseos de casarse y, aunque Benjamin asegurara que ella seguía trabajando en casa de los Flint porque en realidad quería estar cerca de Matthew, la vizcondesa tenía sus dudas en relación a ese punto.
Cuando Connie y Benjamin se habían conocido tuvieron algún choque, pero no podían estar en la misma habitación sin tocarse. En cambio, lo que había visto entre su hermano y su mejor amiga era todo lo contrario. Ellos no podían estar en la misma habitación sin llegar a discutir: era preocupante. Interrumpió el derrotero de los pensamientos al oír a Matthew:
—Vamos, no exageres. Será duro intentar dulcificar su carácter y hacerle entender que esto es lo mejor para ella. Aun así, estoy dispuesto a sacrificarme por ella y por mi familia. —Hizo caso omiso de la cara atónita que ponía su hermana—. No podemos olvidar que Martha, John, incluso David le han tomado mucho cariño, y no me gustaría que tuvieran que sufrir sus corazones pensando que cualquier día de estos Betsy puede abandonarlos. —Bajó la voz—. A veces, es muy impetuosa, uno nunca sabe con qué saldrá.
—¿Ellos? ¿No serías tú el más infeliz si ella decidiera irse?
—¿Yo? En absoluto —afirmó con dignidad.
—¿Quieres decir que esta unión es totalmente altruista?
—Sí.
—Matthew Flint, ¿me estás diciendo, en serio, que te has casado para toda la vida con una mujer a la que no soportas y que lo has hecho para protegerla y cuidarla, además de que para que tu familia no sufra una pérdida?
—Bueno, yo no diría tanto como que no puedo soportarla. Ella no me desagrada del todo.
—Bien, eso está muy bien —ironizó—, pero dime una cosa ¿has pensado, en algún momento, lo que quería ella? ¿Has pensado que a ella quizá sí le desagrades profundamente? —gritó al tiempo que tiraba la servilleta a la mesa.
Matthew se quedó callado mientras vertía unas gotas de leche en la taza. A Connie le pareció ver un efímero gesto de arrepentimiento; fue tan solo un segundo; cuando él hermano le devolvió la mirada, mostraba la misma seguridad de siempre.
—Aunque no lo creas, he tenido en cuenta esa posibilidad.
—¿Y?
—Esa mujer está loca por mí, te lo digo yo.
—Betsy no está loca por ti, pedazo de animal sin sentimientos —vociferó ella—. Lo que ocurre es que la estás convirtiendo en una perturbada con tus constantes rabietas. La pobre ya no sabe qué hacer contigo, ni cómo comportarse. —Se secó los ojos—. Oh y pensar que mi querida amiga ha llegado a esto por mi culpa.
Benjamin cerró el periódico del que no había levantado la vista durante la discusión. Supo que era el momento de irse, al oír el sonido estrangulado de su esposa. Antes de verle la cara, ya sabía que tendría los ojos húmedos.
—¡Uf! No puedo soportarlo —dijo Connie—. Por favor, Benjamin, vámonos antes de que le estampe un plato en la cabeza: ese honor se lo dejo a su esposa. Además, quedan muchas tareas para hacer, la familia aparecerá en cualquier momento.
—¿Familia? ¿Qué familia? —quiso saber Matthew, molesto.
El vizconde ayudó a su esposa a levantarse y, sin dirigirle la palabra a su cuñado, desaparecieron y lo dejaron solo con sus preocupaciones.
La presencia de la familia Lodge era un contratiempo. No le gustaría tener que soportar las expresiones de amonestación por parte de lady Adelle. Tal vez en otro momento no le hubiera importado, pero hacer frente a Betsy agotaría sus fuerzas para todo el día. Con la certeza de que iban a llegar lady Adelle y su hija, lo mejor era ir directo al problema. Terminó el café y subió a ver a su mujer; este pensamiento lo hizo detenerse de golpe.
“Mi mujer, qué bien suena.”
Antes de abrir la puerta, ya notaba las palpitaciones desbocadas y un incómodo cosquilleo se le había instalado en el estómago. Tomó aire, lo dejó escapar despacio, con el fin de recuperar el control. Llamó a la puerta. Ella no contestó. Seguía durmiendo. Quizás era mejor dejarlo para más tarde, se dijo. ¡No! Cuanto antes hiciera eso, antes podrían empezar la vida como matrimonio. Se recostó en la puerta para descargar la tensión sobre la madera.
En cuanto entró, sintió un estremecimiento. El corazón se le caldeó al ver aquellos pómulos sonrosados. Debajo de los ojos se dibujaba una leve sombra, en forma de media luna, proyectada por las largas pestañas; el contraste del cabello caoba extendido sobre la almohada tan blanca lo fascinó. Una mano reposaba cerca de su boca, señalando el lugar exacto donde le gustaría besarla.
¡Estaba loco por ella! Lo sabía desde hacía mucho tiempo. La noche anterior, al darse cuenta de que la podía perder para siempre, había sentido una angustia tan desgarradora que le quitó la cordura. No podía pensar en nada más que no fuera atarse a ella para siempre, sin meditar las consecuencias de un acto tan precipitado. Lo único que pensó en ese momento fue en cuidarla, protegerla, besarla. Sabía hacerlo, pero solo de una manera. Era consciente de que Betsy creía que era un déspota, bruto y presumido. Y lo que había hecho no iba a ayudarlo a mejorar su imagen.
Pero no se arrepentía. Le habría gustado proponérselo de otra manera, o por lo menos llegar a proponérselo. Se dijo que, con un par de semanas juntos, sin las responsabilidades que tenían en Londres, podrían acercarse, conocerse mejor para que pudiera hacerse a la idea de estar junto a él sin discutir. El plan se había ido al cuerno en cuanto se enteró de su desaparición.
Ahora estaba allí, petrificado por el anhelo que le producía una mujer, su mujer. La escuchó gemir. Ella abrió los ojos. Nunca se acostumbraría a esos preciosos ojos. Cuando los miraba fijamente, se percataba de las distintas tonalidades de verde que podían adquirir; se ajustó la chaqueta, en un ridículo intento de reprimir las ganas de abalanzarse sobre ella y estrecharla entre los brazos. Le estaba sonriendo, eso quería decir que todavía estaba en brazos de Morfeo.
Tragó saliva.
A lo mejor, se había equivocado. Y no había sido tan buena idea. Ella odiaba no llevar las riendas de todo; y él le había arrebatado la opción de negarse a ese matrimonio. Tenía que ponerle fin al asunto, la duda lo estaba carcomiendo. “Soy un hombre de treinta años”, se dijo enojado. “He tenido que enterrar a mis padres, sacar a mi familia adelante. Soy infalible en los negocios y, gracias a eso, he conseguido hacer una fortuna, tratando con todo tipo de canallas, estafadores, aristócratas déspotas. He tenido que sortear a muchas mujeres, arpías, que se insinuaban sin ningún pudor para conseguir cualquier cosa. He vivido momentos de mucha tensión, incluso trágicos, como el secuestro de Connie.” Sin embargo, nunca en la vida, se había sentido tan indefenso como en ese instante. Tenía la sensación de que esa mujer lo podía reducir a cenizas con tan solo una palabra: “no”.
—Buenos días —saludó Betsy con una voz sugerente.
No lo había oído entrar. Al verlo parado, delante de la puerta, mirándola con una expresión nueva en esos ojos, una mezcla de ternura e intensidad que no reconocía, creyó que estaba soñando. Se dio cuenta de que estaba despierta cuando lo oyó resoplar. Ese sonido le era conocido, y grato.
Su mente se habría imaginado que le dedicaba esa mirada. Él no la miraba así. Lástima. Estaba muy elegante con un traje oscuro, camisa blanca, hasta se había puesto corbata. Aunque a ella le gustaba más cuando lo encontraba trabajando, sentado en el estudio, sin chaqueta, la camisa arremangada, salpicada con alguna mancha de tinta y el pelo revuelto de lo mucho que se lo manoseaba cuando las cuentas no le cerraban.
—Buenos días, Betsy. ¿Cómo te encuentras?
Le entró un escalofrío al escuchar la voz tan grave, casi ronca.
—Bien. Es sorprendente, pero estoy bastante bien; un poco mareada.
Matthew frunció el ceño, podía imaginarse cómo se encontraba: con una resaca tremenda y por su culpa. El médico le había asegurado que solo tendría un malestar, como si se hubiera bebido una botella de brandy. Matthew lo comprendió, nunca había tomado somníferos ni ninguna otra droga, ni siquiera cuando le habían disparado en el hombro aceptó tomar algo que le nublara los sentidos; sin embargo, conocía perfectamente los efectos que el alcohol dejaba al día siguiente.
Para ella era una situación desigual: estaba en camisón, desaliñada y se sentía hecha un desastre. Por su parte, él se encontraba vestido como si fuera a un baile de gala y con perfume a loción de afeitar. Una fragancia fresca que le daba ganas de aspirar, de arroparse en sus brazos y quedarse quieta, impregnándose de él. Subió las sábanas para cubrirse; no deberían estar solos. Betsy se fue incorporando en la cama hasta quedar sentada. Se peinó el cabello y lo colocó por encima del hombro. Suspiró.
—Si quieres puedo volver más tarde —dijo Matthew.
Por la cara que había puesto al incorporarse en la cama, no se sentía tan bien como afirmaba.
—No; está bien. —Se llevó la mano al vientre y luego a la cabeza a donde tenía el golpe—. Aunque si lo que deseas es que te cuente lo que ocurrió ayer, será mejor que esperes a que me despeje del todo; incluso me gustaría tomar un baño antes de vestirme. Estoy…
—Estás encantadora —interrumpió él, con un aire tan infantil que la dejó maravillada.
Agradeció el halago, pero sabía que lo decía porque creía que estaba enferma; Matthew no soportaba ver sufrir a nadie. En ocasiones llegaba a ser un tonto, pero cuando alguien de la casa caía enfermo o le ocurría cualquier contratiempo, con esa persona podía comportarse como una auténtica monja de caridad.
—La última vez que me dijiste algo bonito, tuve que trabajar muchísimo durante seis horas preparando una cena para quince personas —le recriminó ella.
—No empieces, no he venido a pelearme contigo; aún no. —Miró hacia el techo, resignado—. ¿Por qué haces siempre eso? ¿Por qué te pones en guardia cada vez que quiero ser amable contigo? —Elevó el tono de voz, a la vez que extendía las manos para pedir una explicación.
Ella se tapó la boca con la mano. Él no supo si para reprimir la risa o controlar la lengua.
—Ay, Matthew; ahora no estoy para discusiones. Si quieres que te cuente lo que vi, tendrás que salir para que pueda prepararme. En este momento, me va a resultar complicado.
Respiró profundamente para controlar las náuseas. Se moriría allí mismo si vomitara delante de él.
—No, no he venido por ese tema. Ya nos lo contarás todo más tarde. Benjamin quiere oírlo. Está desesperado por cazar a ese animal, y yo, desde ayer, también —lo dijo con tanta brusquedad, que a ella se le removió algo por dentro.
Se acercó con paso firme hasta quedar junto a ella, de pie al lado de la cama. La muchacha elevó la cara expectante.
—Betsy, ¿te acuerdas de lo que pasó aquí, anoche?
—Tengo todo bastante borroso; después que me dejaste en la cama, está todo confuso. No sé qué fue un sueño y qué fue real. Recuerdo que me trajiste en brazos hasta aquí. —Bajó la mirada, avergonzada. Matthew sonrió—. Vino el médico y me dio algo para beber. Creo que me quedé dormida y, cuando desperté, estabas ahí, preguntándome sobre lo que había ocurrido. —Levantó las cejas—. Tal como estás ahora. Bueno igual no, porque anoche recuerdo que te pusiste un poco más cerca. —Se le ahogó la voz.
¿Qué pasaba con ella? ¿Por qué estaba tan nerviosa? Era difícil controlarse teniéndolo tan próximo; si estiraba la mano un poco podría rozarle la pierna. Con solo levantar el brazo sabía que él iba a correr para abrazarla y consolarla, pero ella no quería eso. No necesitaba un enfermero caritativo; quería que él tuviera el mismo deseo abrasador por tocarla. Quería que se arrodillara allí mismo, que la tomara en sus brazos. “¡Oh, Dios mío! ¡Las náuseas! Inspira, espira, inspira. Mejor.”
Matthew la vio respirar para relajarse, se imaginó que estaría reviviendo la pesadilla sufrida en el bosque.
—¿Betsy?
—Sí, perdona. —Se llevó la mano a la frente, empezaba a sudar. Todo le resultaba tan nebuloso.
—¿Recuerdas al señor Freeman? ¿El cura?
—Bueno, creí que lo había soñado. Había un señor vestido de negro, y también estaba lord Torrington. Recuerdo que tenías mucho pelo en la cara y yo algo metálico en el dedo. —Se miró la mano derecha. ¡No podía ser! Pero sí, ahí estaba. Lo sentía frío, suave y liso. Lo estaba viendo, sin lugar a dudas, dorado como el trigo al sol. Brillaba con un resplandor inapropiado, discordante con el estado de ánimo de la muchacha. ¿Cómo había llegado ese anillo hasta su dedo anular?
Levantó los ojos hacia él con expresión de asombro. Era la primera vez que Matthew la veía desconcertada en tal extremo. Esos ojos verdes le estaban rogando una explicación. Él nunca había tenido mucho tacto. Optó por lo más directo.
—Betsy, nos hemos casado.
Se quedó esperando una réplica. Ella se tapó bruscamente la boca con las dos manos. Él se imaginó las barbaridades que se le estarían pasando por la cabeza, tendrían que ser grotescas para que intentara controlarse de esa forma tan rudimentaria.
—La bacinilla. ¡Rápido! —pidió ella.
Él se agachó rápido, alargó el brazo debajo de la cama, tomó lo que le pedía y se lo dio justo a tiempo. No se retiró ni un milímetro, a pesar de los intentos de Betsy por alejarlo. Se sentó junto a ella, le apartó el pelo de la cara y se lo sujetó en la espalda. Le colocó la mano libre sobre la frente para controlar las convulsiones. Se hubiera muerto de vergüenza, pero estaba demasiado ocupada doblándose por los vómitos; decidió consentir con resignación los cuidados.
No hizo amago de irse, todo lo contrario, permaneció junto a ella, la sostuvo con ternura, mientras liberaba lo poco que contenía su cuerpo. Se estaba comportando de una manera tan encantadora, susurrándole palabras de consuelo, mientras las náuseas se apoderaban de ella y la hacían sacudirse con violencia.
Cuando terminó, le dio un beso en la cabeza. Se levantó despacio para evitar cualquier movimiento brusco. Retiró la bacinilla que dejó lo más lejos posible de ella. Arregló la cama y la ayudó a recostarse.
—¿Estás bien? —preguntó solícito. Cuando la vio asentir, dijo—: iré a buscar a alguien.
Salió de la habitación, sin hacer el menor ruido. ¡Era un hombre maravilloso! Se había quedado junto a ella sin un gesto de repugnancia, le había ofrecido sus cuidados con delicadeza. Extenuada, cerró los ojos mientras hacía girar el anillo. Se lamentaba porque iba a tener que matar a un hombre como él.
Capítulo 11
¡Dos días! Habían pasado dos días y todavía no sabía nada de ella. Le prohibió la entrada. A él, su marido.
Indicó que solo recibiría a Connie, ni siquiera el vizconde pudo entrar. Dijo que saldría cuando se encontrara en perfecto estado y hubiera meditado lo que iba a hacer. ¿Qué es lo que tenía que pensar?, se preguntaba Matthew. Ella no podía hacer nada. Se habían casado, ya estaba hecho. Solo quedaba una cosa pendiente: consumar el matrimonio. Sintió que se ahogaba, sentado en aquel salón tan reluciente, de un tono tan dorado y en armonía con esas cortinas tan amarillas, color canario, que contrastaban con el verde intenso de las plantas, distribuidas por toda la habitación. Matthew lo consideró refinado, aunque creía que tenía exceso de color, y numerosos objetos decorativos. Y, sobre todo, había demasiada gente.
El imponente reloj de pie dio las doce. Un reloj de caja alta, hecho en madera maciza de caoba, un tono de caoba algo más claro que el de su pelirroja. Observó el balanceo del péndulo y los pesos, hechos de cobre ambarino. Un tono ambarino mucho más apagado que el anillo de oro que le había puesto a Betsy.
¿Es que en esa odiosa habitación no había nada que no le recordara a ella? “Esto es ridículo, se dijo exasperado. Es mi mujer, estoy en todo mi derecho a verla.”
Con disimulo, miró a su alrededor y vio que todos los presentes lo estaban observando.
Oyó la risa de su hermano David en un rincón del salón; estaba jugando una partida de ajedrez con John. El viejo tampoco se preocupó en ocultar su burla.
—Hijo, estás hablando en voz alta —le indicó Martha.
No se molestó en excusarse. Refunfuñó, frunció el ceño, y puso atención en el libro que tenía en las manos. Leyó para él: “Me duele el corazón y un pesado letargo/Aflige a mis sentidos, tal si hubiera bebido/Cicuta o apurado un opiato hace solo/Instante y me hubiera sumido en el Leteo”. ¿Qué demonios? Lo cerró de golpe. Miró el título. Tiró el libro al sillón, malhumorado. Esto estaba llegando demasiado lejos. Se estaba convirtiendo en un completo estúpido. Salió de la habitación en tres pasos.
Judith no pudo reprimir su curiosidad, se levantó del sofá que compartía con su madre y tomó el libro que acababa de tirar Matthew.
—Oda a un ruiseñor, de John Keats. —Se tapó la cara con el libro.
Adelle le había enseñado que reírse tan abiertamente como deseaba en ese momento, era de muy mala educación, pero, al oír las carcajadas del viejo John, explotó.
Todos en el salón rompieron a reír; incluso la vizcondesa viuda tuvo que secarse los ojos con el pañuelo. Todos menos lady Holmes, que mantenía una expresión inescrutable.
La noticia del matrimonio y el modo en que se realizó había obtenido distintas reacciones. Aunque después de asimilarlo cada uno a su manera, llegaron a la conclusión de que en el pecado va la penitencia. Así que a Matthew le quedaba mucho que padecer.
Él no intentó ocultar nada; pensaba que lo mejor era ser sincero. Comprendía que no había sido muy honorable su conducta, pero pensaba cargar con las responsabilidades; de hecho, estaba deseando hacerse cargo de algunas de esas responsabilidades maritales. Una consecuencia había sido tener que aguantar las respectivas recriminaciones. Por supuesto, siempre había tenido la intención de contarle todo, pero habría preferido hacerlo una vez que Betsy hubiera aceptado de buen grado la situación, o cuando estuviera tan enamorada de él que no le importara nada más. No se engañaba: a ninguna de estas dos cosas las veía factibles.