6

Al día siguiente los Tanner desayunaron con los chicos, como siempre, el talón de Sylvie oculto en la zapatilla azul de lona. Hector se sentó solo en el extremo más alejado del pabellón. Sylvie estaba animada, bromeaba y reía con los niños, y no le dirigió la mirada, pero Tanner lo saludó a su manera directa, aunque fría, con un movimiento de cabeza. Hector se preguntó si sabía siquiera que se drogaba. A lo mejor tampoco ella se daba cuenta.

Desde luego podía creer que todo iba perfectamente. El ambiente había cambiado desde su llegada. El orfanato se llamaba Nueva Esperanza, por motivos evidentes, y eso era sin duda para los niños, pero siempre habían existido ciertos recordatorios de que esa idea tenía una lógica limitación, perceptible quizá en la espartana escasez del entorno, la raída e inapropiada ropa de los niños, pero en el patio de recreo el aire parecía ahora sumamente limpio, y más fresco, como si un vibrante y robusto abeto hubiera arraigado de pronto en medio de todos ellos, sus ramas cargadas de punzantes agujas. Los niños giraban alrededor de Sylvie en grupos cada vez más densos, siguiendo su pauta al pie de la letra y hasta la última nota cuando les enseñaba viejas canciones de campamento y juegos como alerta-pares y el teléfono descompuesto. También había traído un balón de fútbol nuevo cuando estuvo en Seúl la última vez, y después de las clases y los deberes (Tanner siempre se retiraba, a leer o estudiar proyectos en casa), solía jugar con ellos hasta la hora de cenar, pero tenía que cambiar de equipo en pleno juego para evitar discusiones, y no era difícil ver cómo los niños empezaban a olvidar que no siempre había sido parte del orfanato, y que tampoco lo sería en el futuro.

Empezaban el partido a última hora de la tarde. Hector nunca había jugado al fútbol, lo que le servía de excusa para no participar, pero a menudo hacia una pausa en el trabajo y contemplaba las evoluciones del juego, con los chicos mejor dotados para el deporte destacando en rapidez sobre todos los demás sin contar a Sylvie, que no poseía tanta habilidad como determinación; parecía decidida a que hubiese juego limpio y a que todo el mundo participara, y con sus largas piernas protegía el balón y los mantenía a distancia para que los más inseguros también tuvieran oportunidad de tocarlo y tirar a gol. Llevaba unos ligeros pantalones de algodón, de hombre, bien ceñidos con una doble vuelta de cuerda; al final, siempre acababa con las rodillas y los costados embadurnados con el polvo rojizo del suelo arcilloso del patio. Cuando se detenía para el descanso los chicos la seguían a la línea de banda cantando y lanzando vítores, y allí, también, se iniciaba entre ellos una competición para ver quién cantaba más alto, no tanto para incrementar su propia estimación como para ganarse la de Sylvie, y durante unos breves momentos Hector casi se sentía como si otra vez fuera un muchacho en Ilion, sentado con su padre en las tribunas descubiertas del campo del instituto, el fresco aire de otoño rasgado de voces roncas, felices.

La única que nunca jugaba ni lanzaba vítores era June. Hector la veía a veces perderse entre la alta maleza del valle, o en el dormitorio, insistiendo en desaparecer durante todo el tiempo de juego. Era como si no pudiera soportar el hecho de que los demás disfrutaran de la compañía de Sylvie, aun cuando resultara evidente para todos la especial posición que ella ocupaba. Pero una tarde salió de entre los matorrales por detrás de la habitación de Hector y se quedó apoyada en la esquina del edificio mientras él limpiaba el óxido de algunas herramientas con una espátula y un trapo mojado en queroseno. El partido estaba entonces de lo más animado, porque eran los chicos contra las chicas y Sylvie, y por la tensión en la barbilla de June vio que quería participar en el juego.

–Venga, por qué no vas.

–No quiero –replicó ella–. Los chicos van perdiendo. Te necesitan a ti.

–Tengo trabajo que hacer.

–Siempre tienes trabajo.

Le hablaba con el tono sentencioso que empleaba con todo el mundo menos con Sylvie Tanner.

–Me gusta trabajar –repuso él.

–No, no es verdad. Lo haces por otro motivo.

–¿Sí? ¿Cuál?

–Porque no te gusta divertirte.

Lo dijo en serio pero con una sonrisa, maliciosa y amplia, al menos para ella. Era la primera vez que le sonreía (a él y quizá a cualquiera) desde que se la había encontrado en la carretera, y se sorprendió de lo amables y atractivas que resultaban sus facciones.

–Quizá tengas razón –convino él, limpiando con un trapo las manchas de herrumbre de la pala–. ¿Qué excusa tienes tú?

June observaba ahora el partido con atención, mientras una de las chicas mayores, muy guapa, de cara redonda, llamada MiYoung, celebraba un gol con Sylvie, abrazándola y riendo.

–La misma –contestó June, con súbita seriedad.

–Supongo que en nuestro caso podría decirse que Dios los cría y ellos se juntan.

–No entiendo.

–Que nos juntamos. Para disfrutar de la falta de diversión.

–No entiendo.

–Olvídalo. ¿Quieres raspar esa pala?

June echó una mirada al partido y luego, insegura, asintió con la cabeza y él le lanzó un estropajo de alambre. Ella empuñó el mango de madera y se puso enérgicamente a la tarea, como si estuviera tocando el violonchelo pero tratara de romper las cuerdas.

–Ve con cuidado –le advirtió él.

–¿Por qué?

–Se te puede a meter el óxido en los pulmones.

–¿Y qué?

–No es bueno para la salud.

–No pasa nada.

–¿Quieres vivir mucho tiempo?

–Sí –contestó ella, casi con desafío, como si la estuviera amenazando en cierto modo.

–Como quieras, entonces.

Ella no dijo nada pero pronto empezó a rascar más despacio, soplando con cuidado el oscuro polvo anaranjado después de pasar el estropajo cada media docena de veces. El partido se iba haciendo cada vez más confuso y tumultuoso, las ayas y los niños que miraban desde la línea de banda lanzando carcajadas y vítores siempre que había un pase bonito o un buen tiro a puerta, pero June y él se limitaron a seguir pasando el estropajo y el trapo húmedo, ambos tratando subconscientemente de demostrar su falta de interés, cosa que habría sido fácil si Sylvie Tanner no hubiera tenido una intervención tan destacada en el juego, pues las chicas le pasaban continuamente el balón y los chicos la marcaban de cerca o intentaban regatearle. Pero era más ágil de lo que su elevada estatura sugería, y resultaba evidente que tenía experiencia, pues había organizado dos rápidos goles metiendo uno ella misma, mientras que los chicos no habían marcado ninguno. Parecían desanimados tras el último tanto y uno de los más hábiles, Hyun, incluso se sentó en el polvoriento suelo, disgustado, frotándose cansinamente el cráneo, y pronto siguieron su ejemplo otros más. Sylvie se acercó a ellos, batiendo palmas, gritando: «¡Eh, chicos, eso no lo vamos a consentir!» Y aunque la oyeron perfectamente no se pusieron en pie hasta que June apareció en medio del campo. Tras entregar a Hector la pala limpia, había salido corriendo hacia ellos.

–¿Puedo jugar ahora? –preguntó a Sylvie.

–¡Pues claro!

–Jugaré con ellos –declaró, señalando a los chicos.

–¡Mejor aún!

Los chicos protestaron, pero Sylvie no hizo caso. Se llevó los dedos a la boca, silbó y puso el balón en movimiento empujándolo suavemente hacia June, que sin vacilar echó a correr y se lo pasó a Hyun, adelantado ya hacia el área de gol. Marcó con facilidad. Los chicos aullaron y lanzaron vivas mientras las chicas gritaban falta, porque aún no estaban preparadas.

–Que jueguen así si quieren, chicas –las exhortó Sylvie, volviendo a poner el balón en medio del campo. Aunque agachada en una postura atlética, dispuesta a seguir, miraba a June con una sonrisa radiante, claramente complacida por su inesperada participación–. Nosotras ganaremos a nuestro modo.

A partir de aquel momento el partido se convirtió en una dura competición. Mi-Young marcó a continuación, pero el equipo masculino hizo tres goles seguidos e igualó el marcador. Todos podían ver que la diferencia se debía a June. Se le daba bastante bien regatear y pasar el balón, pero era su incansable y casi furioso juego en la defensa lo que había cambiado el desarrollo del partido. Los chicos se habían contenido un poco a la hora de marcar a las chicas, pero ése no era el caso de June; se lanzaba contra quien llevara el balón, y marcaba estrechamente a Sylvie para que no se lo pasaran, y además perseguía implacablemente a Mi-Young, que era la mejor jugadora. De la misma talla y edad, quizá eran rivales en el sentido de que Mi-Young caía muy bien a todas las chicas, que la veían como su mentora y hermana mayor (en el dormitorio se agrupaban en torno a su cama), mientras que June era June, alguien a quien rehuir, o al menos evitar. Pero ahora June llevaba la voz cantante. Si se la encontraba cerca, June la empujaba, y siempre que Mi-Young se apoderaba del balón, se echaba sobre ella dando feroces patadas al balón. Mi-Young respondía con el mismo ímpetu y también daba patadas a June, y como ambas chicas iban descalzas acabaron el partido con afilados rasguños en los tobillos producidos por las uñas de los pies. Notando que su mutua malicia estaba echando a perder el ambiente amistoso del partido, Sylvie anunció que quien marcara el siguiente gol sería el ganador. Para entonces Hector había dejado de limpiar herramientas, atrapado, a su vez, en el desarrollo del juego. En los últimos momentos Hyun trató de hacer un pase cruzado a June, pero fue interceptado por Sylvie, que envió el balón a Mi-Young mientras la niña se lanzaba como un rayo en dirección contraria. Sin duda aquella jugada iba a señalar el final del partido. Pero June pareció entonces volar por el campo, adelantando a todos los jugadores, que parecían haber echado raíces, y antes de que Mi-Young lograra tirar a puerta June le hizo una entrada tan dura que la derribó.

Mi-Young se levantó agitando los brazos; se lanzó como una loca contra ella, toda puños y uñas, y por un momento nadie hizo nada, todos permanecieron paralizados por aquella rabia explosiva, tan inusitada. Hector, convencido de que sólo June era capaz de ponerse tan furiosa, las sorprendió a las dos. Fue el primero en llegar a ellas, y cuando arrancó a Mi-Young de sus garras, le extrañó ver que June bajaba la guardia mientras Mi-Young le lanzaba una frenética lluvia de golpes, sin cubrirse la cara ni hacerse un ovillo. Cuando acudió Sylvie, se puso instintivamente delante de June para protegerla, y sólo entonces la chica rompió a llorar. Era como el llanto de cualquier niña, unos sollozos plañideros y entrecortados, pero nadie había visto llorar a June antes, y oírla resultaba extraño e impresionante, mientras todos (incluida Mi- Young) permanecían quietos y en silencio. Entonces habló Sylvie, murmurándole que no le había pasado nada. Pero June no ofrecía buen aspecto; tenía alarmantes arañazos en las mejillas y la nariz, le sangraba el labio y en un ojo se le veía un moretón oscuro, violáceo. Toda la culpa era suya, pero ella era la malparada, y Sylvie la ayudó a incorporarse y ambas se dirigieron a la casa de los Tanner, el ensangrentado rostro de June manchando el tejido de la blusa de Sylvie.

Después de aquello, June no volvió a participar en ninguno de los juegos. Siempre que Hector la veía en el patio o comiendo en las mesas del pabellón parecía mantenerse aparte de Sylvie y los demás niños. Siguió trabajando en casa de los Tanner, y durante más tiempo que antes; desde la silla frente a su habitación, Hector observaba sus idas y venidas siempre que el reverendo salía de viaje. Era como si hubieran llegado a una especie de entendimiento, en el cual June respetaría el derecho de los demás a estar con Sylvie a cambio de pasar más horas con ella. No podía dejar de preguntarse, como sin duda se preguntaba todo el mundo, lo que hacían en privado, y se las imaginaba haciendo punto (Sylvie había mandado a las chicas mayores que confeccionaran mitones para todos los niños antes de que llegara el invierno), leyendo libros o simplemente charlando sentadas (pero ¿de qué, del portentoso futuro, del horroroso pasado?). Creía saber lo que cualquier huérfano buscaría desesperadamente en una mujer como ella, pero lo que Sylvie estaba haciendo, lo que en realidad pretendía, era algo que no llegaba a entender. El reverendo Tanner había anunciado adopciones, la próxima temporada podían ser ellos los elegidos y debían estar preparados, pero siempre había añadido que su mujer y él seguirían allí su labor, consciente de que hasta el último de los niños sin duda deseaba que fuera él o ella a quien los Tanner acabaran llevándose a Norteamérica.

Era extraño, pero a veces pensaba que le gustaría que a él también se lo llevaran en adopción. Bien acogido a su regreso, pero por una serie de gente desconocida y en circunstancias en las que él no tendría responsabilidades aparte de algunos trabajos o tareas agotadoras. Su madre ya había fallecido, también, de un derrame cerebral masivo en el último mes de la guerra, y aunque le quedaban sus hermanas, no quería volver a Ilion ni a ningún sitio parecido, e incluso se sorprendió a sí mismo con la ridícula fantasía de convertirse en el conserje de los Tanner y vivir en una cabaña que imaginaba húmeda y fría por su ubicación en la bahía de Seattle, esperando a que Sylvie fuera a llevarle un trozo de tarta, una taza de té.

Las ayas de la cocina tenían opinión para todo, que solían manifestar con sus exiguas voces, y mientras limpiaban los cubos de la basura oía sus infundadas conjeturas sobre el motivo de que los Tanner no tuvieran hijos («Está muy delgada para quedarse embarazada»; «No quiere hijos suyos»; «Perdieron el que habían tenido»), y por qué prestaba especial atención a June («Es la que más necesita una madre»; «La chica le recuerda a ella misma»), pero ninguna de esas observaciones llegaba a describir el claustro que Sylvie estaba dispuesta a erigir para ellas dos, pese al evidente desagrado del reverendo Tanner y a la creciente perplejidad de los demás niños. ¿Acaso ofrecían mejor explicación las marcas de sus tobillos? ¿Eran las toxicomanías o compulsiones (como las peleas de él y sus juergas alcohólicas) realmente dignas de estudio, para buscar causas o justificaciones? Aquellos alfilerazos –y todas las heridas de él, perfectamente cicatrizadas– iban tanto hacia atrás como hacia delante, y constituían ahora su propia razón y consecuencia.

Cuando refrescó con la llegada del otoño, empezó a cambiar el programa diario de Sylvie; daba la clase de inglés y almorzaba con los niños, pero en vez de seguir en contacto con ellos, trabajando o jugando, se retiraba después a la casa, al principio disculpándose a media tarde pero ausentándose luego cada vez más temprano hasta que acabó desapareciendo nada más comer, y a veces no se la volvía a ver durante el resto del día. Siempre que se metía en casa, June la acompañaba y se quedaba con ella hasta poco antes de las ocho, hora en la que Hector apagaba el generador del complejo y todo el orfanato se sumía en la oscuridad. Corrían rumores de que la señora Tanner estaba enferma –hasta su habitual palidez parecía diluida, como si le hubieran licuado la sangre–, pero ella no se quejaba de nada, no acudía a hospital alguno y ningún médico la visitaba. Claro que Hector la veía de forma diferente, sólo con observar cómo se rascaba continuamente los brazos, el cuello, cómo se perdía de pronto en el interior de sí misma cuando los niños o las ayas estaban hablando con ella, volviendo a la realidad solamente cuando levantaban la voz. Era de suponer que guardaba una reserva de frascos escondida en algún sitio, pero ¿qué haría cuando se le acabase? Él podría conseguirle más, seguro, en la base, o en algún bar de la zona de tolerancia. ¿Era allí adonde iba cuando hacía su excursión semanal a la ciudad? Puede que hubiera agotado ya su provisión; todo el mundo llevaba tiempo creyendo que padecía un resfriado pertinaz, con aquellos ojos legañosos, hinchados; no hacía más que estornudar y se sonaba la nariz constantemente. Apenas parecía ingerir alimento en las comidas, limitándose a dar un sorbo a la infusión de granos de cebada que le preparaban diariamente las ayas. No parecía más delgada, sino hueca, a la clara luz de la mañana su piel ofrecía un aspecto casi diáfano y las venas del cuello describían trazos de un azul tan intenso, tan vívido, que Hector siempre estaba dispuesto a ponerle la mano en la nuca, para darle calor por si se desmayaba. Ella no le prestaba ni más ni menos atención que antes, teniendo con él la habitual amabilidad de enviarle a June, a donde estuviera trabajando, con un spam kimbap, o dejándole una petaca de bourbon o whisky escocés a la puerta cuando volvía de comprar provisiones en Seúl. Aquellas deferencias le hacían creer que Sylvie pensaba todos los días en él, pero era June la única que aparecía, Sylvie ya ni siquiera se detenía a ver cómo trabajaba en la zanja o en el tejado. Pronto se encontró oscilando entre la irritación hacia aquella persona, sin duda digna de lástima, y la sensación de estar completamente reseco por dentro, cuarteado por una red de líneas de falla que corrían desde sus entrañas al exterior y se mostraban a los ojos de todo aquel que lo mirase. Se sentía en cierto modo herido y avergonzado.

Una mañana, antes de las primeras luces, se puso a trabajar en la zanja, cavando unos metros de terreno al doble de su propia anchura y hasta el muslo de hondo. Le venía bien la dura labor; sólo se sentía remotamente decente cuando hacía de herramienta. Por las tardes se subía a otro tejado con goteras, quitaba las tejas rotas y arrancaba la madera podrida que las sostenía, para luego reforzar la estructura con tablas y nuevos revestimientos, a veces sin parar hasta la hora de la cena. Al término de la jornada apenas podía levantar los brazos para desnudarse detrás de su habitación, en donde se lavaba la mugrienta ropa bajo la ducha que había instalado. De rodillas, la restregaba con el áspero jabón de aceite, amasando cada prenda sobre un trozo de piedra lisa, como hacían las ayas. Tras tenderla sobre los arbustos empezaba a lavarse, pasándose severamente la ancha pastilla de jabón por los brazos y los costados para hacer espuma con el agua dura del pozo. Un día, a la caída de la tarde, Sylvie dobló la esquina de la parte de atrás y antes de que él pudiera decir algo o taparse ella le dejó en el suelo la bandeja de la cena y se marchó. Al día siguiente no la vio, pero al otro apareció con June donde él estaba cavando, le ofreció un refresco de ciruela y las dos se marcharon inmediatamente cuando él le devolvió el vaso vacío, y sólo June se volvió a mirarlo, dos, tres veces, como asegurándose de que mantenía las distancias.

Después de aquello, durante la noche, en su camastro, no podía dejar de pensar en ella. Al principio se la imaginaba castamente, como podría recordar a una mujer muy atractiva que hubiera visto por la calle. ¿Era la belleza de sus años? Tenía la edad en que solía recordar a su madre, aún lo bastante joven y bella para arrancar silbidos a soldados y albañiles. Pero luego sus pensamientos se extraviaron. Se la representaba a su lado como una silueta muy oscura, en la que sólo se veía el tostado lino de su pelo, cayendo sobre él en densas capas amplias y dispersas, como lluvia azotada por el viento. O venía a su encuentro envuelta en una interminable cinta esmeralda, y para quitársela él tenía que dar vueltas a su alrededor hasta dejarla completamente desnuda. Pero a veces aparecía June e invadía su ensoñación, sin que al parecer tuviera él dominio alguno sobre la chica, que acechaba entre las sombras detrás de Sylvie. Tuvo una imagen de ellos dos bañándose juntos, aunque de manera inocente, turnándose pacientemente en el barreño de la cocina de la casa, vertiéndose agua en la espalda y los hombros, él complacido con la idea de que nadie iba a molestarlos, lo que resultaba irónico en vista del cambio de actitud hacia él del reverendo Tanner. En el último mes se había vuelto sin duda más tolerante hacia su persona, a veces incluso se mostraba amistoso cuando se paraba a preguntarle por la marcha de los proyectos, como si él también entendiese que aquel universo más pequeño y estrecho que se había amalgamado entre ellos fuese autosuficiente y completo.

El reverendo Tanner se dedicaba a sus quehaceres con su típica perseverancia y rigor, pero Hector percibía una escala diferente en sus oraciones y oficios religiosos, una urgencia y acaloramiento en sus enseñanzas y sermones que en otro predicador apenas se habría notado pero que en Tanner parecía el acicate de una fe renovada. Además de fervoroso, era feliz. Había perdido peso por los viajes y el cambio de alimentación, y con el estrecho rostro demacrado, la chaqueta de su traje negro de pastor colgándole de los hombros en tristes pliegues, parecía un joven desgarbado con la ropa de su padre. Pero a pesar de la tosquedad de su apariencia se volvía más accesible a medida que pasaban las semanas, su actitud cuando se dirigía a los niños, al menos informalmente, suavizada por una nueva mirada, más detenida: cuando formaban en fila por la mañana ya no eran para él simples hileras de obligaciones y proyectos morales, sino individuos con un duro núcleo de memoria, un misterio de supervivencia. Si acaso, su punto de vista era más próximo al de Hector que al de su mujer, en el sentido de que reconociendo el horroroso carácter de sus experiencias debían ahora superarlas (con su ayuda), y rápidamente, por cualquier medio que pudiera dar mejor resultado: educación, amor de Dios, lecciones de disciplina, confianza en sí mismos. Hector tenía, por supuesto, su propia forma de derrotar al pasado. Sylvie también los veía ahora de modo diferente. Tal vez no hubiera querido, puede que se hubiera suscrito a la modalidad del olvido, pero durante las breves entrevistas que mantenía con cada niño –estaba escribiendo un informe de adopción sobre cada uno de ellos, con noticia biográfica y descripción de su carácter («Es una niña encantadora y llena de vida, con dotes para el canto»)–, una de las chicas mayores rompió a llorar y cuando Sylvie la consoló ella empezó, de forma espontánea, a contarle lo que le había ocurrido a su familia en la guerra. Debió de correrse la voz, pues muchos otros hicieron lo mismo, incluso algunos de los chicos más endurecidos le expusieron las circunstancias que los habían conducido al orfanato.

Pero a lo largo de las últimas semanas, con Sylvie perdiéndose poco a poco de vista, el resto de los niños empezó a volverse hacia Tanner, y no era insólito que Hector lo viese ascender entre los arbustos ahora moteados de ocre y dorado con una larga fila de niños tras él, o dando una clase de vigorosa calistenia en el patio de recreo.

–Ahora vamos a levantar las rodillas –les decía alegremente Tanner, mientras todos corrían a ponerse en su sitio–. Más arriba, chicos, las chicas también, más alto. A ver si llegamos al cielo.

Daba la clase con pantalones de lana, camisa de vestir y corbata, las mangas remangadas, y con su estatura y delgadez, sus rodillas y codos puntiagudos que recordaban una marioneta, ofrecía un aspecto enteramente ridículo, cosa de la que parecía del todo consciente. Pronto empezó a burlarse de sí mismo, fingiendo golpearse la barbilla cada vez que alzaba las rodillas, haciendo que le rebotara la cabeza al mismo tiempo. Los niños empezaron a imitarlo, algunos cayéndose de risa al suelo cuando él repetía la operación dos veces, y luego tres, antes de perder el equilibrio él también y caer de espaldas al rojizo suelo. Todos los niños hacían lo mismo y una de las ayas salía de la cocina y empezaba a regañarlos a todos, quejándose de que se manchaban innecesariamente la ropa, que después había que lavar.

Tanner prometía que todos les echarían una mano a la hora de lavar la ropa aquella semana. Aunque no era menos serio que antes en sus otras clases y sermones, sin duda disfrutaba de sus relaciones con los chicos y del nuevo lugar que ocupaba a sus ojos, y a veces hasta interrumpía una clase para dejarles jugar a algo que les hubiera enseñado Sylvie. Pero la ocasión en la que Hector observó el cambio más absoluto fue cuando Tanner y Sylvie prepararon a los chicos para hacerles nuevas fotografías destinadas a sus archivos de adopción. Unas semanas antes habían enviado a cinco niños –todos pequeños, entre los tres y cinco años– a Norteamérica para colocarlos con familias de Washington y Oregón.

Tanner quería fotografías diferentes; las que había en los expedientes eran retratos severos y duros, lúgubres, sin alegría, y no mostraban bien a ninguno de los niños. Las nuevas instantáneas se llevarían al día siguiente a Seúl para revelarlas y enviarlas luego por correo aéreo a las oficinas de la iglesia en Seattle, donde algunas familias pronto las verían y realizarían su elección. Hector no sabía a ciencia cierta si los niños, al menos los que eran bastante mayores, estaban verdaderamente deseosos de que los adoptaran, aun cuando lo pretendieran y hablaran animadamente de los rumores de ir a vivir a una casa grande cuya mesa estaría siempre repleta de carne, fruta y tartas. Porque era evidente que también tenían sus temores, por mucho que los ocultaran, pues no podía haber nada tan aterrador como que les fueran relegando una y otra vez y acabaran abandonados en las miserables calles de Seúl, donde poco había que ganar en cualquier ocupación legítima.

Con las nuevas fotografías sería más fácil colocarlos a todos. Pusieron una silla frente a la fachada de la habitación de Hector, revestida de toscas y desiguales tablas que se encontraban en las peores condiciones de todo el complejo –Tanner insistió en que convenía presentar a los niños alegres y felices con aquel fondo, que los situaba en un ambiente de penuria–, y los chicos se alinearon para sentarse frente a la vieja Leica que Sylvie había montado en un trípode. Se veía que estaban acostumbrados a los retratos formales que habían visto o que se habían hecho con su familia, severas fotografías de adultos y niños vestidos con sus mejores galas –como la que él había cogido al niño soldado que debía ejecutar– y a Sylvie le costaba bastante trabajo hacer que relajaran la boca y los hombros. Sólo tenían dos carretes, suficientes para una instantánea de cada niño y quizá les sobraría media docena para repetir alguna. Con los primeros tuvo que insistir para que sonrieran, pero sólo conseguía una mueca tensa y raquítica que les daba un aspecto cohibido y desconfiado, así que Tanner le dijo que esperase antes de tomar la siguiente fotografía.

–¿A qué?

–Ya lo sabrás –contestó a Sylvie, que lo miraba con expresión socarrona–. Sólo prepárate.

Tanner captó la mirada del siguiente niño, ya sentado en la silla. Gruñó extrañamente, se encogió de hombros y empezó a saltar con uno y otro pie. El muchacho empezó a reírse tontamente y Tanner se situó a espaldas de Sylvie y la cámara, puso labios de mono y empezó a rascarse y olisquear el pelo de su mujer, momento en que ella pulsó el obturador. Lo mismo hizo con cada niño, dando alaridos y golpeándose el pecho hasta que aquel número ya no surtió efecto y pasó a ser elefante, gallo, cerdo, oveja, y únicamente lo dejó cuando le tocó a June, que fue la última en sentarse para el retrato (después de los tres primeros niños, a quienes hubo que hacérselas de nuevo). La chica no reaccionó ante Tanner, no le brindó la más leve sonrisa, ni siquiera abrió los labios, y a Hector le extrañó que Sylvie no pusiera más empeño en convencerla de que debía parecer feliz y contenta en su expediente. Sylvie acabó tomando la imagen de June que cualquiera que quisiera recordarla guardaría alguna vez en su memoria, aquella mirada de acero que sólo a ella pertenecía.

Después, Sylvie volvió a perderse de vista durante varios días y se quedaba en casa cuando no tenía clase. Su estado de ánimo parecía haberse ensombrecido después de tomar las fotografías y ya no se acercaba con June al sitio donde Hector estuviera trabajando. Las ayas decían que padecía un mal resfriado, pero él sabía que estaba utilizando demasiado la aguja, o tal vez no lo suficiente. Había visto muchos casos similares en las colonias de militares norteamericanos, «veteranos» apenas mayores que él, pálidos y demacrados por largas semanas de estancia en los antros, la expresión ausente, hecha añicos; no había peor soledad que la de tener que compadecerse de sí mismo.

Él también sentía una nueva soledad, cavando en el valle sin compañía, y cada pocos minutos alzaba la vista del trabajo, esperando verla en la roca plana de la loma, sin importarle que June estuviera o no a su lado. Pero simplemente no aparecía. Una tormenta de final del verano procedente del sur hizo casi imposible seguir cavando, pues las fuertes lluvias le hacían perder el equilibrio y se resbalaba al blandir el pico. Así que decidió pintar la futura capilla, trabajo que había estado aplazando para adelantar con la zanja. Primero limpió y quitó el polvo a cada superficie, pasando un trapo con petróleo por paredes y suelos (los bancos pintados se utilizaban de momento en el aula principal). No había pensado en pintar las vigas descubiertas del techo, ni siquiera por la parte de abajo, pero vio lo oscuro que quedaría de no hacerlo, de modo que puso una escalera de mano sobre una mesa para acceder a ellas. Estuvo a punto de caerse en un par de ocasiones, y se quedó colgando de una viga transversal cuando la escalera se le escapó de los pies, antes de dejarse caer al suelo con gran estrépito. Como no podían jugar fuera, los niños miraban en silencio cómo trabajaba, indicándole los sitios que había descuidado o por donde había dado una capa demasiado fina. Ni Tanner ni Sylvie aparecieron. Cuando terminó el techo y las paredes los niños tuvieron que retirarse al dormitorio para que él pudiera pintar el suelo. Fuera estaba oscuro y aún más en el interior, así que encendió un quinqué, que movía de un lado a otro mientras realizaba de rodillas su tarea. Los vapores de la pintura lo mareaban pero, por otra parte, se sentía revivir cada vez que inhalaba, le parecía elevarse sobre el suelo mientras se abstraía en su labor, y creyó ver colores en el amplio gris desteñido, sutiles destellos verdes y dorados que le hacían pensar en los ojos y el pelo de Sylvie. Pintó el suelo hasta una línea frente a las puertas del dormitorio (para que los niños pudieran entrar y salir sin pisar la pintura fresca) y al día siguiente dio otra mano a todo. La tormenta había pasado y el cielo estaba despejado y brillante, pero cuando retrocedió para ver el conjunto de la estancia se desanimó al ver el sombrío y lúgubre aspecto que seguía ofreciendo, incluso con la puerta abierta. Era mucho peor de lo que le había dicho a Sylvie, la habitación ya no semejaba simplemente un cajón de cemento sino una extraña e improvisada mazmorra, era una comprimida catacumba con las vigas pintadas y una panzuda estufa negra. Un sepulcro para los vivos. Ya había enviado recado a Sylvie por medio de Min para que fuera a verlo al día siguiente, y ahora deseaba no haber acometido el proyecto; consideró la idea de echarlo todo abajo. Pero Min volvió, diciendo que la señora Tanner seguía enferma y no había podido hablar con ella, y mientras estaba frente a él en equilibrio inestable con el pie bueno apuntando hacia la pared trasera de la estancia, el muchacho masculló una palabra, chahng-mun, que quería decir ventana.

A Hector le parecía increíble que no se le hubiera ocurrido. Porque tenía ventanas, media docena, en realidad, ninguna muy grande (estaban apoyadas en la pared del almacén, restos de diversas edificaciones anexas de otro tiempo), y mentalmente construyó los bastidores y tacos de sujeción para instalar la más grande en el centro de la estancia. Pero cuando las examinó, vio que eran más pequeñas de lo que recordaba, la mayor del tamaño de una ancha bandeja cuadrada, las otras más estrechas y alargadas. Las puso en el suelo del almacén para elegir la que instalaría. Había madera suficiente para hacer soportes y marcos, y pronto se puso a combinarlas para intentar construir una ventana grande. Pero no le salía bien y comprendió que debía abandonar toda esperanza de lograr equilibrio y simetría. Nada en el orfanato estaba dotado de adornos de ese tipo, que él tampoco apreciaba, de manera que se centró en lo que pensaba que podría complacerla a ella. Varios días después, cuando Sylvie volvió a aparecer con aspecto de encontrarse mejor, se acercó a ella mientras trabajaba en el huerto con los niños y le comunicó que había concluido el trabajo. Tanner estaba dando clase, y aunque Hector podía haberle enseñado la capilla sin problemas, prefería que Sylvie la viese primero. Tenía miedo de lo que ella pudiera pensar (la opinión de Tanner no podía importarle menos), e incluso había esperado a que se despejara una amplia masa de nubes y quedara limpio el horizonte, para asegurarse de que hubiera un máximo de luz en la estancia. Sylvie dejó de arrancar hierbas y se incorporó con las rodillas desnudas, manchadas ahora de tierra, los cabellos apelmazados en las sienes, el cuello encendido y moteado, y le pareció tan encantadora como una novia al despertarse en la primera y fresca mañana de matrimonio, la piel avivada con un animoso color. Hector sintió de pronto una punzada de pánico al percibir el espantoso gusto de su proyecto, sus absurdas aspiraciones, su molesta y atroz fealdad. Qué ridículo era todo, él mismo. Sintió deseos de dar media vuelta y marcharse, pero los niños que trabajaban con ella lo miraban fijamente y él apenas pudo recabar el aliento suficiente para murmurar que no quería molestarla, que no interrumpiera su labor.

–No sea tonto –contestó ella, limpiándose las manos en sus pantalones sin perneras, cortadas de unos de faena del ejército–. Me muero de ganas de verlo. Los niños acaban de contarme que había puesto una cortina para que no lo vieran trabajar con la sierra y el martillo.

–No es nada del otro mundo –repuso él–. No ha salido muy bien.

–¿Qué le ha parecido a mi marido?

–No lo ha visto.

–Qué suerte tengo –afirmó ella, pasando frente a él en dirección a los dormitorios–. Voy a ser la primera.

En el vestíbulo seguía colgada la lona que utilizaba como cortina para el polvo, y cuando entraron ella le dijo que estaba preparada y él la quitó enseguida.

–Oh, Hector.

Ella se quedó un momento atrás, inmóvil. Todas las superficies eran grises, porque había pintado los bancos, el suelo, las paredes, las vigas del techo, la vieja mesa para comer al aire libre que él había convertido en altar, incluso la ancha y sencilla cruz que había fabricado haciendo unos cortes en dos tablas, colgada ahora con un alambre de las vigas. Sólo había dejado su color a la estufa. Pero todo brillaba intensamente a la luz que entraba por las tres angostas ventanas de la pared del fondo, que intencionadamente él había dispuesto a distinto nivel, debido a su diferencia de tamaño. Y además entraba luz por el ventanillo cuadrado que había instalado en el techo, justo encima de la cruz suspendida. Sylvie avanzó a lo largo de la pared, tocando el extremo de cada banco, y cuando llegó frente al altar y alzó la vista, su cabello y sus facciones irradiaron una luz ardiente y blanca, como la del fuego del hogar.

–¿Cómo ha hecho para poner eso ahí?

–Me subí al tejado y construí un bastidor. He sellado los bordes con brea, pero ya veremos si hay goteras cuando llueva.

–Si las hay no importa –aseguró ella.

–Iba a pintar el interior de las ventanas con colores gelatinosos, para que parecieran vitrales, pero no he podido encontrar pintura. Puedo tratar de conseguir un poco cuando vaya a la base la próxima vez.

–No lo haga, por favor. Es perfecto, tal como está.

–¿No le parece anodino?

–Lo es –afirmó ella, empujando suavemente la cruz–. Pero eso es lo que le da la perfección. Es fantasmagórico y sereno al mismo tiempo.

–Por lo que dice no debe estar muy bien.

–Pero lo está, Hector. Me ha hecho recordar. Usted no podía saberlo, pero me lo ha recordado. Así es como deberían ser todas las iglesias.

Cuando él bajó la vista a los pies, como un muchacho que sintiera un gran alivio, ella lo sorprendió con un abrazo. Sintió que le daba un brinco el corazón. Inmediatamente la rodeó con los brazos y la estrechó contra él. Sylvie tenía la cara vuelta hacia un lado, y él apretaba la boca y los ojos contra la oreja de ella, la suave superficie de su mejilla, y cuanto más fuertemente la estrechaba más parecía ella ceder, deshacerse, como si estuviera hecha de tierra seca, desmenuzada. Hector quería abarcar hasta el último fragmento de su ser. Llenarse la boca con sus cabellos. Pero oyeron voces y ella despertó y lo apartó de un empujón justo antes de que un bullicioso grupo de niñas irrumpiera dando saltos en la habitación. Callaron de pronto, pero abrieron desmesuradamente los ojos mientras empezaban a charlar con entusiasmo sobre la capilla, las ventanas, la gran cruz flotando en el aire, el extraño color de la estancia. Pronto los rodearon formando un animado grupo en torno a sus cinturas, él cogía en brazos a las más pequeñas para que dieran golpecitos a la cruz y la hicieran oscilar y balancearse, mientras Sylvie explicaba a las demás que había instalado tres ventanas para recordar las de una iglesia occidental, y por primera vez en su vida adulta, en aquel desahogo de cuerpos felices, Hector se imaginó a sí mismo a placentero remolque de aquella prole, dejándose siempre llevar por sus gritos y efusiones.

Pero ¿no habría que incluir a June en esa prole? Puede que, como cualquiera de los chicos del orfanato, él también fantaseara con cierta vida futura en compañía de Sylvie, y suponía que June siempre andaría por medio. Pero al anochecer siguiente, cuando pasaba frente a la casa de los Tanner después de apagar el generador, June pasó corriendo a su lado como un destello de luz de luna. Desapareció rápidamente en el dormitorio. Habría seguido camino de su habitación pero la puerta de la casa estaba abierta y se oía la voz de Tanner. Siguiendo un impulso se agachó, de espaldas a la casa, la cabeza vuelta para apoyar la oreja en la fachada de madera. No había más que tablas y una tenue cubierta sobre la estructura y los oía tan claramente como si estuviera sentado con ellos en la habitación.

–Siento haberle dicho eso –decía Tanner, aunque no parecía sentirlo en absoluto–. He perdido el control. Pero no puedo soportar que nos hable de ese modo.

–No es más que una niña, Ames –repuso Sylvie–. No sabe lo que dice.

–¡Venga, cariño, por favor! Es lista como un demonio. Con ella nada ocurre por casualidad. Me puse furioso cuando dijo que estaba segura de que se iba a «ocupar de nosotros». Su arrogancia es asombrosa.

–Pero no podías haber sido más cruel –replicó ella, en tono bajo y duro–. ¿Cómo has podido decirle que no la íbamos a necesitar nunca?

–Lo siento. De verdad. No debí haberlo dicho. Pero es la verdad, y tengo esa certidumbre desde el día en que la tomaste bajo tu protección. No quiero que pases con ella más tiempo del necesario. Puede hacer las tareas domésticas, pero eso es todo. No es justo hacerle creer que tiene un futuro con nosotros. ¿Es que no lo ves? Tú sí que estás siendo cruel. Es evidente que no lo crees, pero lo estás siendo. La vas a destrozar.

Ella no le contestó, pero al cabo dijo:

–Creo que quien está siendo cruel eres tú.

Hubo pasos por la estancia y un crujido, como si Tanner se hubiera sentado junto a ella en la cama.

–¿De verdad piensas eso de mí? –inquirió él.

–No, no –repuso ella, la voz cargada de tristeza. Hubo un silencio y al cabo de un momento rompió a sollozar, emitiendo suaves jadeos–. Eso ni se me ocurre. Te portas maravillosamente con los niños. Cada día mejor.

–Entonces debes creerme cuando te digo que de esto no puede salir nada bueno. Lamento lo que le he dicho y mañana le pediré disculpas. Pero tienes que ser realista. ¿Acaso te has olvidado completamente de los tres niños pequeños de Seúl que nos hemos comprometido a adoptar?

–No..., claro que no...

–Entonces, ¿qué piensa ella que va a pasar? ¿Qué le has prometido?

–Nada. No le he prometido nada.

–¿Qué es lo que esperas, entonces?

–Esperaba que también pudiéramos adoptarla a ella. Sé que la embajada no lo pondrá fácil, pero tú conoces bien a ese funcionario del consulado y pensaba que podrías preguntarle si era posible hacer una excepción con nosotros, para que adoptáramos otro más. Además, pensaba que June podría ayudarme con los niños. No sé si podré ocuparme yo sola de ellos.

–En primer lugar, yo te ayudaré. Y tu tía también echará una mano, estoy seguro. Pero ¿has pensado por un momento si June nos facilitaría las cosas? A ti puede ser, porque se ve que te quiere. Pero ¿a todos nosotros? ¿A nuestros otros niños? ¿Crees verdaderamente que June será amable con ellos? ¿Que les prodigará cariño y cuidados? ¿Piensas que los tratará bien cuando tú no estés en casa? Vamos, dime la verdad.

–No lo sé –dijo ella con voz queda–. No sé cómo se portará.

–Claro que lo sabes, cariño. ¿Cómo puedes pensar otra cosa, viendo cómo se comporta aquí? La cuestión es que esa chica ya es adulta. Ya es quien es, de pies a cabeza. No va a cambiar.

–¿Por qué no podría cambiar?

–Porque no es buena persona. No tiene buenos sentimientos. Puede que los tuviera una vez, pero ya no. No me gusta ser tan duro, pero no se me ocurre otra forma de decirlo.

–No tienes idea de lo que le ha ocurrido, Ames. No sabes por lo que ha pasado. Si lo supieras no hablarías así.

–No sé lo que le ha ocurrido –convino él–. Es cierto. Pero sé por lo que han pasado otros, igual que tú. Ninguno de los niños tiene una historia más trascendente que los demás. En conjunto, no, al menos. No tienen nada, y convinimos en que empezaríamos con ellos desde cero. Es lo único que podemos hacer. En este país hay miles de niños necesitados. Decenas de miles, quizá. ¡Y sólo ayudamos a los huérfanos! Nos lo advirtieron nuestros colegas, ¿recuerdas? ¿Cómo decían? ¿«En el río hay muchas piedras bonitas, pero no se pueden recoger todas»? Qué razón tenían..., tantos de ellos, justo aquí, con nosotros. Pero tú has elegido una piedra afilada como una navaja de afeitar.

–Ella me ha elegido a mí.

–Pero tú la has animado, en detrimento de los demás. Todo el mundo lo ha visto.

–Nadie más va a adoptarla –concluyó ella, derrotada–. Nadie, y tú lo sabes.

Él no contestó. Al cabo de poco, Hector la oyó llorar otra vez, aunque muy quedamente. La tenue luz de las velas se filtraba entre las grietas de la jamba de la puerta y cuando miró por los intersticios vio que ella estaba sentada y Tanner la abrazaba. Llevaba un fino camisón de algodón y medias negras hasta la rodilla. Distinguía la silueta de sus pechos bajo el amplio tejido. Tanner le puso allí la mano e intentó besarla, pero ella no modificó su postura y al cabo de un momento él desistió.

–Has estado muy deprimida, cariño. Ya llevas tiempo así. No puede deberse únicamente a lo de esa chica. Yo no he hecho nada raro desde que llegamos aquí. No he hecho nada malo, ¿verdad?

Ella negó con la cabeza.

–A lo mejor sí, pero sin darme cuenta –dijo él de todos modos, alzando un poco la voz, irritado. Tenía una expresión tan desesperada y abatida como ella–. Dímelo, por favor. Dime si he hecho algo malo.

Pero Sylvie no dijo nada más ni alzó la vista para mirarlo y Tanner finalmente se puso en pie, cogió una taza de té y echó el brazo hacia atrás como si fuera a arrojarla contra la pared. Pero se contuvo y la dejó con fuerza sobre el escritorio. Se dirigió al dormitorio. Ella alzó las rodillas contra el pecho, cubriéndose la cabeza con los brazos, con las manos. Hector siguió observándola, examinándola con atención, hasta que la vela se consumió, parpadeó, se avivó de pronto y al fin se apagó. Se hizo una oscuridad total y nada se movía entre la densa sombra. Iba a esperar a que hiciera algo, pero venían hacia él dos ayas que se encaminaban al sendero de la parte de atrás para volver a su aldea, al otro lado del valle, de modo que se levantó antes de que lo vieran con la cara extrañamente pegada a la casa y, sin prisas, se dirigió a su habitación. Podría haberse quedado allí agazapado hasta el amanecer. En cambio, se encontró en plena noche remedando la postura de Sylvie, restregándose la cara con el antebrazo, con la rodilla, intentando sentir el gusto de la carne, preguntándose cuánto tiempo permanecería ella así, si era capaz de pasarse toda la noche hecha un ovillo, o esperaría a que su marido estuviera profundamente dormido para volver a la vida.

Aquella semana los Tanner tenían planeado ausentarse durante diez días para visitar otros orfanatos vinculados a su iglesia, un viaje que los habría conducido al sur, por Busán y Andong hasta la costa occidental, para subir de nuevo al norte por Gwangju. Pero la mañana de su marcha sólo Tanner se iba despidiendo de todos, los niños y las ayas haciendo profundas reverencias mientras su vehículo arrancaba. Hector estaba arreglando las barras caídas de la puerta de madera de la entrada cuando Tanner mandó parar el coche. Se bajó y levantó el extremo de una barra mientras Hector encajaba el otro en el poste que acababa de anclar de nuevo. Hector le preguntó qué quería. Tanner lo alejó unos pasos más allá del coche. Habló en voz baja, como si no deseara que el chófer lo oyera, aunque pocas posibilidades había de que aquel hombre supiera mucho inglés.

–Me voy de viaje.

–Lo sé.

–La señora Tanner se queda. Otro ministro de Seúl vendrá unas horas todos los días mientras yo estoy fuera, a ver cómo van las cosas. Pero quisiera pedirle que no se aleje mucho del complejo mientras yo no esté. ¿Me hará ese favor, Hector?

–Hace mucho que no voy a ningún sitio.

–Sí, lo sé, y se lo agradezco. Eso y su ímprobo trabajo. Está usted dando un gran avance a los proyectos. Pero mientras estoy fuera, me sentiré más tranquilo sabiendo que no se moverá usted de los terrenos del orfanato. O que al menos no se aleja mucho. De un tiempo a esta parte mi mujer no se encuentra bien. Quizá haya notado algo.

–Ha estado enferma.

–No se trata sólo de una dolencia física –informó Tanner. Carraspeó–. Se lo digo únicamente porque tengo miedo de que pueda ocurrir algo durante mi ausencia.

–¿Como qué?

–No sé –contestó Tanner en tono grave–. Temo que se haga daño a sí misma de algún modo.

–Entonces, ¿por qué no la lleva con usted?

–No quiere venir. Desea quedarse aquí.

Un remolino de viento agitó el polvo en la carretera y Tanner tuvo que sujetarse el ala del sombrero. Se les acercó el coche y el chófer recordó a Tanner en coreano que aún debían recorrer cierta distancia en dirección contraria, hacia Inchon, para recoger al otro pastor norteamericano que iba a acompañarlo.

–Tengo que irme. ¿Lo hará por mí?

–No sé lo que tengo que hacer.

–Sólo vaya a ver cómo está, por favor. Llame a la puerta, si quiere.

Durante el resto de la jornada Hector ensayó mentalmente la forma de hacerlo. Pero durante los primeros días de la ausencia de Tanner, sencillamente evitó a Sylvie. No había motivo para otra cosa, pues ella daba sus clases normalmente y comía con los niños en el comedor, cuya techumbre acababa él de arreglar. Incluso jugó al corre que te pillo en el patio después de que el pastor coreano de Seúl se marchara a primera hora de la tarde. El reverendo Kim era un joven muy leído, delgado como un palillo, que llegaba a las nueve de la mañana, dirigía la oración y el estudio de la Biblia y luego se sentaba a comer con un apetito voraz; sin levantar la vista de sus volúmenes, se servía arroz y verduras dos y tres veces y engullía la sopa a prolongados sorbetones que en el comedor resonaban como una lluvia poderosa, intermitente. Los niños lo imitaban, burlándose de él maliciosamente, y hasta Sylvie repetía aquel sonido –el pastor era casi totalmente ajeno a lo que le rodeaba–, y ya fuera porque su marido estaba ausente o porque de ese modo podía jugar a gusto con los niños, de nuevo parecía tranquila, de buen humor, comportándose como una niña más.

La única diferencia notoria era que cuando andaba por el patio de recreo ya no la acompañaba June; Sylvie iba sola o con una cohorte de varios niños, sin manifestar favoritismos, y tal vez fuese June quien no quisiera significarse ahora. Hector no sabía si Sylvie había hablado con ella. Como todos los demás, esperaba que June hiciera algo, diera un empujón a alguien y provocara una pelea. Pero se limitaba a quedarse en la periferia, observando a Sylvie a discreta distancia, mirando y escuchando como una conciencia secundaria; y si la chica estaba rabiosa o destrozada por dentro, era algo que no podía deducirse de la forma en la que realizaba sus tareas en silencio y asistía a las clases. Su comportamiento se parecía más al de una huérfana típica, una niña vigilante, lacónica y precavida, y era como si hubiese perdido completamente su mal genio.

En realidad era Hector quien más claramente sentía el peso de la situación. O al menos quien mostraba la tensión a que estaba sometido. La ausencia del reverendo le agobiaba. Al principio no le importaba el paso de los días, pero luego empezó a contarlos. Pronto volvería Tanner; había telefoneado desde Busán a la administración eclesiástica de Seúl, sede del reverendo Kim, y el joven lo anunció antes del oficio, añadiendo al final de la oración un ruego para que Tanner prosiguiera el viaje sin contratiempos y tuviera un feliz regreso, lo que suscitó un sonoro y melodioso amén entre los niños y las ayas. A Hector le pareció que Sylvie lo decía cantando. Todo eso lo dejó preocupado y taciturno, más insomne que de costumbre pese al hecho de que trabajaba sin tregua, empleando a fondo sus energías físicas para agotarse, para intentar sepultarse a sí mismo. Se alejaba mucho en busca de leña, instalaba una nueva serie de tejas. Pero se quedaba sin clavos, o se le mellaba el hacha, con lo que a menudo le rebotaba en la madera, y la noche caía rápidamente y tenía que caminar a oscuras con las manos extendidas para volver al complejo. Había que seguir cavando la zanja para la fosa séptica, así que volvía con furia a la labor, que empezaba a producirle cierta frustración; llegó una racha de lluvias y poco a poco empezó a asquearle el olor a tierra húmeda, el gusto casi animado que le dejaba en la boca, en el vientre, la sensación de que no estaba abriendo el terreno sino que la tierra corría por su cuerpo como si él fuera una lombriz, veteándolo con pliegues de arenilla que se iban pudriendo lentamente.

Cuando volvía de cavar se detuvo al ver un destello en la parte de atrás de la casa. Al día siguiente Tanner seguramente habría vuelto. El cielo nocturno estaba despejado y las nubes de su aliento flotaban en el aire frío. Se detuvo al borde del pequeño jardín trasero, a plena vista de la casa. Aún estaba acalorado por el trabajo y sólo llevaba una camisa ligera y unos vaqueros, y la sensación de contraste con el frío era como una fiebre agradecida. La ventana de la alcoba tenía un visillo de fino encaje y vio con toda claridad que Sylvie estaba leyendo a la luz de una vela. Contó que pasaba unas doce páginas, decidiendo cada vez que ella alzaba la mano que esperaría a la siguiente antes de soltar la pala e ir hacia ella. Cuando al fin dejó el libro Hector ya estaba resuelto, pero ella se levantó bruscamente y desapareció del marco de la ventana, como dándose cuenta de que la observaban. Él permaneció inmóvil, preparándose, esperando a que saliera y fuera a su encuentro. Pero entonces volvió a aparecer en la ventana. Ya se había quitado el jersey. Sin prisa, se despojó de la blusa y la ropa interior, descubriendo la larga y suave lámina de su espalda, el saliente de su cadera. Tembló visiblemente pero no se sujetó en nada. Luego se puso el amplio camisón, alzando los brazos, sacudiendo el cuerpo para deshacer los pliegues formados en su cintura. Apagó la llama de la vela. Hector escrutó la ventana, los cristales negros, sin brillo, y aunque acababa de verla de cuerpo entero, lo que le había dejado sin aliento fue la lentitud, la acompasada forma de cubrir su desnudez. Dio media vuelta para marcharse, pero entonces oyó un crujido. Y a la luz de las estrellas vio el destello del oscilante camisón mientras su larga y pálida mano abría la puerta de par en par.