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En Siena tuvieron que compartir de nuevo alojamiento, pues sólo había seis habitaciones en la residenza, una mansión reformada que daba a una pequeña piazza de adoquines. Como todo lo que Hector había visto en aquel país era antigua, preciosa, más que un tanto destartalada, la fachada invadida por el color exacto (al menos en su memoria) de los ojos castaño claro de su madre, aquella madera bruñida, intemporal. Pero el constante, casi ineludible cambio de paisajes exquisitos y arquitectura antigua le estaba agotando. Quizá tuviera profundamente grabada la modesta Ilion, o la Seúl devastada por la guerra, u otras ciudades poco memorables, menos importantes, como Tacoma, Fort Lee y tantos lugares desamparados y en ruinas por los que había deambulado entre una y otra, pero al cabo de aquellos pocos días se sentía tan abrumado que le dolían los ojos. La idea de que tanta belleza debía consolarlo y animarlo sólo hacía que se sintiera más desplazado que nunca, desorientado, perdido en el museo de alguna vida ajena.
Su habitación era amplia, una suite que ocupaba media planta con altos techos artesonados y suelos de mármol, y estaba decorada con cortinajes lujosos, alfombras y pinturas antiguas. Los muebles, observó June, eran de la más alta calidad. Hector nunca había estado en un sitio así, ni visto nada parecido. En el cuarto de baño había una bañera tallada en un solo bloque de mármol, las lámparas eran de lustroso bronce y la ropa de cama y las toallas estaban recién planchadas y almidonadas, la tersa superficie del tejido alisada hasta alcanzar un brillo resplandeciente. Había búcaros con flores de girasol a cada lado de la cama doble (él dormiría en el sofá de terciopelo rojo), el señorial cabecero con una escena labrada del Palio di Siena, la famosa carrera de caballos que se celebraba en la plaza mayor, una estrecha falange de caballos y jinetes frenéticos corriendo desenfrenadamente hacia la meta, con la enorme torre del reloj como telón de fondo. El Palio se celebraba en julio y agosto, pero en algunos años (como en el que se encontraban) había también una carrera especial en septiembre; iba a celebrarse al día siguiente. Hector había aparcado el coche en un solar al extremo norte de las murallas de la ciudad y habían cogido un taxi hacia el centro. La única razón por la que habían encontrado alojamiento era la inesperada marcha, debida a una enfermedad, de una pareja suiza en uno de los hoteles más caros de la ciudad, situación que el taxista conocía porque menos de una hora antes había conducido a la pareja hasta donde estaba aparcado su coche. El taxista, llamado Bruno, era un joven alegre y parlanchín que en un inglés muy particular les explicó lo «deslumbrante» y «anómalo» que había en el Palio del día siguiente, la historia de la carrera y las contrade, agrupaciones de los diversos barrios de la ciudad, cada una de las cuales apostaba por un caballo. Tras dejarlos en el hotel y hablar con el dueño (sólo pagarían el doble del precio habitual, normalmente triplicado debido a la carrera), Hector le dio cincuenta dólares, le explicó que estaba buscando a alguien y le pidió que volviera al cabo de una hora, para constituirse en su guía e intérprete.
June pensaba acompañarlos después de un rápido baño. Pero cuando terminó llamó débilmente a Hector, que tuvo que ir a ayudarla de nuevo a salir de la bañera, esta vez secándole con la toalla la piel y el pelo mojados. Se tambaleaba frente a él como una niña muy enferma, apenas capaz de sostenerse en pie. El agua caliente la había reanimado un poco pero quizá la había alterado, también, y hablaba en un delirio entrecortado sobre lo muy agradecida que le estaba, repitiéndole que su abogado se ocuparía de que recibiera una buena compensación. Le echó los brazos al cuello y cayó sobre él completamente desnuda murmurando que podía hacer con ella lo que quisiera, besándole en la oreja, en el cuello. Hector sintió cómo se le ceñían a los muslos sus piernas húmedas y aunque nunca en la vida habría podido aceptar una invitación tan inapropiada, un leve e instintivo estremecimiento le recorrió de la ingle al pecho, excitándolo momentáneamente hasta que una oleada de vergüenza se le atragantó en la garganta. June se derrumbó contra él y Hector la envolvió en un albornoz y la ayudó a ir a la cama. Ella dijo que sólo descansaría un momento, pero después de tumbarse le pidió una inyección de morfina. Él abrió el estuche y preparó la jeringuilla, incapaz de apartar la idea de que había hecho lo mismo con Sylvie Tanner, para anestesiarla y, también, darle placer.
–¿Dónde estamos ahora?
–En Siena.
–Ah, sí, sí. ¿Vas a buscar a Nicholas?
–Lo intentaré.
–Tráelo pronto –dijo ella, con un céreo barniz apagándole los ojos–. Enseguida.
Hector la volvió de costado, le puso la inyección en el trasero y June se quedó dormida. Era más fácil que lo hiciese él, desde luego, en vez de verla luchar con el frasco y la jeringuilla, girándose para buscar un sitio conveniente. Cuando la pinchaba él, la respiración de June se aceleraba e incluso alargaba la mano para agarrarse con fuerza a su camisa, exhalando suavemente con edulcorada agonía cuando finalmente le inyectaba. En su euforia de desmedido agradecimiento le dijo una vez que lo quería. Hector no supo qué contestarle.
A veces la pinchaba con más fuerza de la necesaria, o en un sitio donde no había mucha carne, y ella emitía un grito agudo, rechinando los dientes. Lo hacía porque en cierto modo tenía miedo de ella, porque quería abandonarla pero no llegaba a decidirse. Pero el sentimiento de culpa lo inducía a compensarla con más droga, aspirando más volumen con la jeringa. June ya no insistía en que deseaba mantener la mente despejada. Lo que quedaba de su cuerpo era lo que mandaba en ella y en cierto modo parecía un poco más fuerte, más llena, las mejillas no tan hundidas y pálidas; de pronto comía más, tomándose una galleta con el gelato que le enviaba a comprar cada hora o así, y eso era lo único que ingería habitualmente, aparte de agua; quizá fuera toda aquella cantidad de azúcar lo que la hinchaba, lo que la apuntalaba. Poco antes habían parado en una enorme cafetería de la autopista y ella había tomado una galleta de anís y una limonada, y le sorprendió levantándose de la silla como cualquier mujer sana y llena de brío, para volver al coche a coger el manual de conversación italiana y preguntar a la chica de la caja cuál era el mejor camino para ir a Lombardía, saliendo de Siena. Pero ahora sus esfuerzos la habían dejado en aquel estado, y cuando estaba claro que dormiría un buen rato él corrió las pesadas cortinas, dejando la estancia tan silenciosa y velada como un mausoleo.
Se bañó, se afeitó y se puso la última camisa que ella le había comprado, y que seguía en su envoltorio de plástico transparente. El resto de su ropa apestaba. Estaban viajando sin pensar en hacer la colada, de modo que puso toda su ropa sucia en una bolsa fruncida con un cordón que encontró en el armario, rebuscó en la maleta de June y sacó todo lo que estaba sucio o desdoblado. Las cosas de ella sólo olían algo mejor que las suyas, más a humedad y deterioro que a falta de higiene personal. Cualquiera podría sostener que todo lo de él se había echado a perder, aun cuando su físico permaneciese increíblemente sano, que un escáner especial de su ser abstracto mostraría un resultado inquietante, revelando un alma ni munificente ni austera, sino consumida, reducida a la nada. Claro que Dora no habría dicho eso de él, pero durante las largas y silenciosas horas en el coche no dejó de pensar si no se habría engañado a sí mismo y a ella también, si con el tiempo no habría llegado a verlo tal cual era, coincidiendo con June en que era un hombre que quería ocultarse para siempre. No era un inútil (como sepulturero, conserje, chófer, enfermero, ahora empleado de lavandería), pero comoquiera que se considerasen las pruebas existentes –lo que tendría en su haber vía familia, amistad, amor o metas propias, sin contar siquiera errores, transgresiones ni delitos indiscutibles–, tampoco era un hombre encomiable. Era tan sencillo como su sed. Cada vez que pensaba en Dora se le partía el corazón, aunque si era sincero pronto le revivía con lo que tomaba por un suspiro de libertad, aunque de libertad degradada, la sensación de haberse librado una vez más de la responsabilidad de vivir con una esperanza o un sueño.
Y sin embargo ahí estaba, vistiéndose para una misión que, no podía negarlo, en parte le correspondía. Por otro lado, cada vez sentía más curiosidad por Nicholas, se preguntaba por la ascendencia que June y él le habían transmitido; por su expresión en el aspecto físico del muchacho, y también en su carácter, sin duda evasivo; por el sonido de su voz; y luego quería simplemente echar la vista encima al joven, hacerse cargo de su forma de afrontar el mundo. Deseaba encontrarse con él, reconocerlo y seguirlo sin presentarse, observarlo mientras se sentaba en un café o un autobús. Quizá en eso consistía ser padre, al menos para alguien como él: una lamentable especie de vigilancia. Era consciente de que estaba a mil años luz de ser un adulto respetable, su única actitud siquiera remotamente paternal había consistido en dar algunos consejos en el bar de Smitty a los chicos de los barrios residenciales que venían de visita, murmurando que sería mejor que se cambiaran a la cerveza antes de volver a casa en coche por la Palisades Parkway. Desde luego ahora no podría soportar ningún vínculo, ninguna relación, y la perspectiva de enterarse de las cosas de Nicholas se ensombrecía por la alarmante idea de que él también tendría que explicarse, relatar su historia, sus antecedentes, sus lazos con June, lo cual llevaría, en caso de que Nicholas insistiera, a sacar a la luz hasta el último puñetero detalle. Pero mientras salía arrastrando los pies de la espaciosa suite, se detuvo frente a la cama y a la vista del apaciguado cuerpo de June, con su aspecto reseco y abandonado en la blanca almadía de la cama con baldaquín, pensó que no podía negarle esa última cosa, por perturbadora que pudiera ser para él.
En la planta baja de la residenza alzó la bolsa de la ropa sucia e intentó decir a la mujer del mostrador de recepción que quería lavarla en algún sitio. Ella se puso a hablar y hacer gestos y luego empezó a tirar de la bolsa para quitársela de la mano, y sólo cuando apareció Bruno se solucionó la cuestión; hacía tanto tiempo que Hector sólo se alojaba en sitios de mala muerte que había olvidado que algunos hoteles prestaban servicio de lavandería. Entregó la bolsa y le dijo a Bruno que hiciera comprender a la empleada que la dejara luego a la puerta de su habitación, porque la signora estaba durmiendo. Una vez fuera, elaboraron el plan. Hector ya había mencionado brevemente a Bruno que estaban buscando a cierta persona y ahora le enseñó la vieja fotografía, explicando que probablemente trabajaría en una tienda de antigüedades.
–Aquí, en Siena, hay muchos establecimientos de antigüedades, signore –contestó el italiano–. Pero sé cuáles son los mejores, y sería aconsejable que empezáramos por ésos.
Le explicó que ese día sería mejor ir a pie. Se dirigieron a Il Campo, la ancha plaza principal, donde estaban las tiendas más importantes, varias de ellas en la piazza misma y en la calle que la circundaba justo detrás. Allí era donde se celebraría la carrera al día siguiente.
–Disculpe si le resulta ofensivo, pero ¿podría preguntarle quién es ese individuo al que andan buscando?
–El hijo de ella.
–Entiendo –repuso Bruno, estudiando abiertamente las facciones de Hector–. Eso es doloroso. ¿Se debe la situación a un distanciamiento?
–Supongo que sí.
–Usted es un buen amigo, entonces –sugirió Bruno.
–No, no soy un buen amigo.
Bruno asintió con expresión de curiosidad. Tenía una extraña manera de hablar y era directo, pero a pesar de todo sabía cuándo guardar silencio. Era más o menos de la edad de Nicholas, y Hector concluyó que tenía suerte de que lo acompañase, para tener al menos algún trato práctico con una persona joven. Durante todo el tiempo había supuesto que June se ocuparía de hablar con Nicholas, y que si le tocaba hacer algo a él, haría lo que ella le había pedido, obligándolo físicamente de algún modo. Pero ahora no estaba seguro de lo que debía hacer, y se alegraba de la presencia de Bruno, que podría servir de intermediario, e incluso hablar en su nombre, quizá, si fuera necesario.
Camino de la plaza mayor pasaron por callejuelas y otras plazas más pequeñas completamente tomadas por las contrade. Era como si tropas circenses hubieran invadido la ciudad con sus familias. Organizaban los preparativos para la carrera del día siguiente, disponiendo estandartes y decorando amplias carrozas para el desfile previo. Las entradas de las casas estaban engalanadas con banderas que exhibían un muestrario de cimeras y dibujos de aspecto medieval, los motivos haciendo juego con los blusones y trajes de época de multitud de jóvenes arremolinados en torno a largas mesas en donde mujeres mayores colocaban platos, cestas de pan, bandejas de salami y jarras de agua y vino. Perros pequeños y niños, también vestidos con los colores de las contrade, correteaban unos en pos de otros por los adoquines de la calzada. Los turistas permanecían al margen, señalando y haciendo fotos. Algunos grupos irrumpían en cánticos de manera espontánea, ensayando himnos tradicionales que parecían alirones de estadio mezclados con baladas populares, cuyos ecos suscitaban al otro lado de la calle competitivos coros que se prolongaban en otros más, y la música cantada a voz en cuello resonaba por toda la ciudad bloqueada.
Hector rememoró ciertos días de verano en Ilion, que sin embargo no acababan en cánticos compartidos sino en gritos y peleas: una escena de familias, de la fábrica en su mayor parte, comiendo en el parque del río, los hombres jugando al béisbol con un barril de cerveza emplazado como primera base, las madres animándolos acaloradamente con sus refrescos y cervezas con limón, todo ello feliz y alegremente competitivo hasta que algún gamberro (a veces Jackie Brennan) se ponía a gritar por una violenta entrada en el home o un lanzamiento desde dentro; había entonces insultos y empujones, salían a la luz cuentas sin saldar que encendían alguna refriega, hasta que en cierto momento todos dejaron de ir y se quedaron en casa, para beber en el porche y meterse unos con otros pero en familia. De haberse criado aquí en vez de en Ilion, ¿esperaría ansiosamente cada año la ocasión de estar junto a sus vecinos de toda la vida? ¿Lo celebraría bebiendo, canturreando con ellos hasta que le doliera el pecho? ¿Habría sido hermano o marido digno de estimación? ¿Incluso padre, quizá? ¿O se habría comportado de manera tan poco sociable, o incluso más, quizá, con la permanente expectativa de que se sumara al conjunto? Desde luego, aquí habría descontentos y bribones como en todas partes, y sin embargo al ver a las multitudes creía lo que Bruno estaba diciéndole, que participaba casi hasta la última persona no discapacitada, al menos de manera tangencial, que una «marea comunitaria», según expresión del joven, se lo llevaba todo por delante, incluso a un marginado como Hector, que nunca enarbolaría los colores de nadie.
–¿Cuánto tiempo se quedarán por aquí? –quiso saber Bruno.
–Sólo hoy.
–¿No presenciarán la carrera?
–No.
–El Palio es un espectáculo, algo para no perdérselo. Esta vez es extraordinario, como ya le dije, una conmemoración de las Comune. Pero lo entiendo. La señora con la que viaja no se encuentra en buen estado de salud.
–Así es.
–Mi familia conoce bien al mejor médico generalista de la ciudad. Tuvo consulta en Milán.
–No se preocupe.
–No es problema. Puedo llamarlo por teléfono siempre que ella lo necesite.
–No necesita nada –repuso Hector–. Ya no. Eso es todo, ¿de acuerdo?
Bruno asintió. Habían llegado a la amplia plaza mayor, que de pronto se abrió desde la penumbra de la estrecha calle en una brillante estela de luz. Vendedores ambulantes ofrecían guías y recuerdos, bebidas y tentempiés. Las dos tiendas de antigüedades que Bruno había sugerido estaban abiertas y abarrotadas de clientes, pero los dueños, que parecían conocer al joven, o al menos reconocerlo como conciudadano, no reaccionaron ante la fotografía que les mostró. Al salir de la segunda tienda, el propietario miró detenidamente a Hector con una especie de compasivo desdén, como si fuera un desdichado padre empeñado inútilmente en encontrar a un hijo que sin duda había sido díscolo desde muy temprana edad.
Seguidamente se dirigieron a un establecimiento que estaba nada más salir de Il Campo, de camino hacia el duomo, en la Via di Città; la propietaria le dijo a Bruno que un joven extranjero se había presentado allí en busca de trabajo. Pero la suya era una tienda más pequeña que las de la plaza y sólo necesitaba a alguien los sábados, y el joven, a quien recordaba como persona segura de sí y aspecto vagamente oriental, le había preguntado si conocía a algún anticuario que necesitara un dependiente anglófono. Lo envió a una tienda especializada en la parte occidental de la ciudad, una galería nueva de altos vuelos que ofrecía sus servicios a turistas acomodados y cuya dueña no era de Siena, así que allí a lo mejor les hacía falta un encargado. Estaba cerca de otra iglesia famosa de la ciudad, la Basilica di San Domenico, y aunque Bruno no conocía la tienda decidió que debían ir; si la visita resultaba infructuosa podrían dar la vuelta tranquilamente y pasar por la residenza, para ver cómo estaba la señora, antes de probar en las últimas barriadas de la parte este de la ciudad. Aparte de eso, por la noche podrían visitar los clubs nocturnos y las cafeterías frecuentadas por estudiantes y gente joven; si Nicholas estaba realmente en Siena, lo más probable es que saliera la víspera de la carrera.
La tienda era una galería nueva con fachada de cristal en una calle frente a la pequeña plaza de la basílica. Tres largos lienzos colgaban en el escaparate, insulsos paisajes de estilo impresionista de la campiña toscana. Debían llamar a un timbre para que los dejaran entrar, y al cabo de un momento Bruno volvió a pulsarlo y una joven bonita, con gafas, vestida con un traje sastre de color gris y una blusa blanca, apareció en el mostrador y les abrió. La galería era amplia, con dos estancias a los lados, pues ocupaba todo el espacio de la planta baja, con la habitación central como galería de escultura y alhajas, y una de las alas dedicada a mobiliario moderno y de época y la otra a cuadros. La joven tomó inmediatamente a Hector por un turista (su camisa y sus pantalones nuevos, sin duda) y se presentó en perfecto inglés diciendo que se llamaba Laura, y Bruno le explicó brevemente (también en inglés) a qué habían ido. Le enseñaron la vieja fotografía del colegio de secundaria. Laura la examinó, una arruga de lo más tenue surcando sus facciones, y cuando Bruno le preguntó de nuevo si conocía a aquella persona, contestó que era un joven inglés a quien había contratado recientemente.
–¿Aquí, quiere decir?
–Sí.
–¿Cómo se llama? –preguntó Bruno.
–¿Qué quieren de él? –inquirió Laura, en un tono de pronto menos amistoso–. ¿Ha hecho algo malo?
–Este señor ayuda a una señora que lo está buscando. Es su madre.
–Entiendo –repuso ella, esta vez observando detenidamente a Hector–. Se llama Nick Crump.
Se quedaron mirándolo y Hector confirmó que se trataba de él. Pero le desconcertó el hecho de que lo hubieran localizado tan rápidamente: era como si Nicholas quisiera que dieran con él, sin molestarse en ocultar su rastro. En las demás tiendas Hector creía estar preparado para encontrarlo, pero ahora su primer impulso fue dar media vuelta y salir a la calle, alejarse de allí antes de que surgiera alguna complicación seria, tras haberse precipitado el asunto con tal rapidez y de manera tan confusa. Bruno preguntó si trabajaba hoy y Laura contestó que había ido a entregar una adquisición en un hotel. Pronto estaría de vuelta. Cada uno de ellos se ocupaba de la galería cuatro días a la semana, coincidiendo ambos el quinto; por lo visto «Nick» había interrumpido un curso de historia del arte en Bolonia. Con cierto descaro preguntó a Hector cómo había conocido a su madre, y si él también vivía en Londres. Él no supo cómo debía responder, pues era evidente que ella tenía en el joven un interés más personal que el que merecía un simple empleado. Sólo se le ocurrió decir que era un amigo de la familia. Pero lo dijo entre dientes, sin convicción, y ella no se quedó con buena impresión.
Seguidamente, manifestó:
–Es espantoso que ella y sus abogados pretendan desheredarlo, ¿no le parece? Incluso después de la muerte de su padre, ella sigue portándose horrorosamente con él. ¿Por eso lo busca? ¿Es que ahora se ha arrepentido?
–No –replicó Hector, una vez más porque no se le ocurría nada mejor, impresionado por la pasión que el cuento de Nick había inspirado en aquella mujer inteligente y atractiva.
–¿Qué es, entonces? ¿Tiene un mensaje para él? ¿Un último aviso?
El silencio de Hector la dejó frustrada, agudizando aún más su indignación, y tras un silencio incómodo en la galería, Laura, haciendo resonar los tacones altos, se dirigió a la puerta y la abrió de par en par.
–Lo siento, pero creo que debo pedirle que se marche. Si me dice en qué hotel se aloja, se lo haré saber a Nick y quizá quiera ponerse en contacto con usted. Pero eso debe decidirlo él. Me parece, sin embargo, que no debe permanecer más tiempo aquí, ya que no ha venido como cliente de la galería. Le pido que respete mi punto de vista y lo comprenda.
Bruno empezó a decirle algo en un italiano rápido y cortante, pero naturalmente Hector lo entendió, y le hizo gestos de que lo dejara. Lo único que esperaba era localizar a Nicholas, hacerle saber que su madre deseaba hablar con él, y ver si el muchacho accedía; en caso contrario, ni Hector ni nadie podría hacer realmente nada, por mucho que June se empeñara. Pero ¿qué era exactamente lo que quería Hector? Aquello no, desde luego. En absoluto. La perspectiva de tener que hablar cara a cara con Nicholas en cualquier momento le producía la sensación de que le estaban sacando las entrañas, como a una calabaza, lo que le indujo el correspondiente deseo de llenar aquel vacío con el equivalente de una semana de alcohol, de llevarse a la boca un barrilete de algún alcohol de la región, de convertir su garganta en un río.
Hizo un gesto a Bruno para que se dirigiese a la puerta cuando un joven alto y delgado apareció en una Vespa verde y blanca y se detuvo frente al escaparate. Llevaba gafas de aviador, pantalones oscuros y una camisa de vestir de rayas azules y blancas. Mocasines lustrosos, elegantes. Levantó la moto para dejarla sobre el pie de apoyo y se acercó a Laura, que seguía inmóvil frente a la puerta abierta. Miró hacia dentro, en la dirección de Hector y Bruno, pero no veía nada por el reflejo del cristal, y cuando entró, Laura le cogió la mano, sólo brevemente, porque él se soltó con suavidad cuando vio que había clientes en la tienda. Si no, seguramente la habría besado. Laura miró hacia ellos y le musitó unas palabras al oído, pero la expresión del joven no cambió; si acaso, su mandíbula pareció relajarse, y quitándose las gafas, se acercó directamente a ellos.
–Buenas tardes, caballero –dijo a Hector con un dejo británico, o quizá vagamente continental. Le tendió la mano y él se la estrechó: huesuda y fría. Nick se inclinó hacia él y en voz muy queda le sugirió–: ¿Podríamos charlar en otro sitio? ¿Le parece? Hay un café a la vuelta de la esquina.
Dio un ligero beso a Laura en la mejilla y murmuraron unas palabras en italiano. Salieron a la calle y los condujo a la cafetería. Bruno tomó un café en el mostrador mientras Hector y Nick se sentaban a una mesa en la sala. Nick encendió inmediatamente un cigarrillo; era una persona de porte distinguido, los pómulos bastante salientes, la nariz estrecha y delicada. Tenía unos ojos grandes, castaños, pelo negro y ondulado que llevaba largo, suelto, las puntas remetidas tras las orejas. Desde luego podría ser euroasiático, a juicio de Hector, aunque no se parecía mucho a la vieja fotografía. Hector no veía mucho de sí mismo, ni de June tampoco, pero ¿qué sabía él en realidad? Las únicas especies en que estaba versado se referían a los diversos clanes del pequeño universo de sangre irlandesa de su familia, y luego quizá a las semihumanas variedades que prosperaban en la fría, húmeda y oscura ecología del bar de Smitty, identificables por la nariz airada y bulbosa, la palidez de mostaza, el lamentable estado de dientes y pelo. Nick era muy guapo, pero de una forma completamente original. En el orfanato había muchos niños mestizos, consecuencia lógica de la guerra. Los demás los rechazaban o se burlaban de ellos, pero a Hector le parecía que no había nada igual en la creación, con aquellos ojos grandes como pétalos y su color de mantequilla, de barro. Pero a pesar de su belleza y vigor híbrido no podía verlos, también, como vulnerables en cierto modo, condenados por su singularidad, aquella especie única, que reflejaba, extrañamente, la forma en que él siempre se había sentido por dentro. Además podían cambiar de aspecto de un momento a otro, alterar su apariencia incluso cuando no lo pretendían, como Nick ahora, su mezcla constitutiva velando y desvelando este rasgo y el otro, en función del ángulo, o de la luz. Pero su primera impresión podría discutirse: Nick tenía más o menos su estatura, aunque no su complexión; y creía ver algo de la boca de June en la de él, aquel característico pliegue en el labio, su absoluta determinación.
El camarero les trajo lo que habían pedido, café para Nick, nada para Hector. Pero Nick no se lo bebió, simplemente siguió fumando y tamborileando en la mesa con los nudillos. Tampoco miraba a Hector, sino que lanzaba ojeadas a Bruno, de pie frente a la barra, y luego a la puerta de la parte de atrás, como sopesando los obstáculos para escapar.
–Bueno, ¿vamos a seguir con esto? –dijo al fin–. No voy a decir nada hasta que consiga un abogado.
–No soy de la poli. Sé lo de los robos, pero no estoy aquí por eso.
–Puede dejarse de gilipolleces.
Hector no le contestó, sólo se lo quedó mirando.
–Entonces, ¿quién cojones es usted?
Hector le dijo únicamente lo que le había contado a Bruno, a Laura, que estaba ayudando a su madre.
–¡Vaya, hombre, hay que joderse! –exclamó Nicholas. Señaló con la cabeza hacia Bruno, que estaba viendo el partido de fútbol en la televisión que había detrás de la barra–. ¿Y qué hay de ése?
–Es un taxista.
Nicholas sacudió la cabeza. Lanzó una risita por lo bajo y se bebió el espresso. Luego se puso en pie para marcharse. Hector se levantó y le puso una mano en el hombro, ejerciendo una firme presión para que volviera a sentarse. Un destello de ira surgió en los ojos de Nicholas y los músculos del cuello se le tensaron, pero se dominó al instante, y Hector casi sintió entre los dedos cómo el joven cambiaba de actitud.
–Pero ella, ¿qué es lo que quiere? –inquirió Nick, encendiendo otro cigarrillo–. ¿Y por qué lo ha enviado a usted? Todo esto es muy extraño –añadió empleando el término bizarre y pronunciándolo como un francés. Las demás palabras suyas sonaban como si se hubiera criado en otro sitio. Luego, con aire muy digno, declaró–: Nos llevamos perfectamente escribiéndonos cartas. Si se trata del dinero que me ha mandado, lo siento, pero lo he gastado todo. En realidad, estoy sin blanca.
–Quiere verte. Eso es todo. Está aquí, en la ciudad.
–¿Ahora? –exclamó como un niño, no ya incrédulo, sino deseando que no fuera así–. ¿Dónde está?
Hector le dijo el nombre del hotel.
Al oírlo, Nicholas siguió fumando sólo unos momentos más, antes de apagar el cigarrillo.
–No puedo verla –afirmó–. Llevo mucho tiempo lejos de ella, y es mejor que todo siga así. Pero dígale que seguiré escribiendo.
–¿Crees que seguirá enviándote dinero? –inquirió Hector.
–¿Es eso una especie de amenaza?
–No –contestó él–. Sólo te digo lo que pasa. Está enferma. Se está muriendo.
–Lo dice por decir. Nunca ha mencionado eso en las cartas.
–Es la verdad –concluyó Hector.
Nicholas le preguntó lo que le pasaba, y Hector le describió lo que él sabía de su enfermedad, oyéndose de pronto a sí mismo como si efectivamente fuera un pobre y derrotado papaíto yendo a ver al hijo pródigo, armado por fin con el ultimátum más triste. Defenderse a sí mismo, o vengarse, se le daba mejor que aquella sutil tarea de convencer. Nicholas lo escuchaba en silencio, moviendo despacio la lengua en el interior de la boca. Miraba con aire taciturno su vacía taza de café. Hector le dijo que debían marcharse ya. Pero entonces Nicholas dijo:
–No. No puedo verla. De verdad, no es posible. Lamento que esté tan enferma, pero no puedo.
El sentimentalismo era inquietante, pero quizá igual de alarmante para Hector era que empezaba a notar que Nick le estaba ofendiendo (y eso cuando creía que nada podría ofenderle jamás), que atentaba contra él en lo más hondo, con su crueldad, desde luego, pero también por el hecho de tener la misma sangre. Era un sentimiento nuevo y espantoso. Sintió deseos de agarrarlo por el cuello, zarandearlo hasta dejarle atontado, darle un puñetazo, quizá. Su primer contacto, y así era como haría de padre: dar una paliza a la carne de su carne.
Hector dijo:
–No voy a repetirle lo que acabas de decirme. No me importa lo que hagas. Puedes escribirle todo lo quieras. Pero sólo vamos a estar aquí hoy, para que lo sepas. Nos iremos mañana. Luego probablemente no volverás a verla más.
Se levantó y en el mostrador sacó el fajo de billetes que llevaba y pagó las consumiciones, mientras Bruno explicaba a Nicholas en qué piazza se encontraba la residenza. No parecía escuchar. Se dirigían de vuelta al hotel cuando, unas manzanas más allá, Nicholas los alcanzó con la moto.
–Oye, ¿cómo te llamas? ¿Hector? –dijo con un tono menos mundano y meloso, con una inflexión decididamente más vulgar, como si comprendiera mejor con qué persona trataba–. Escucha, Hector. Siento lo que he dicho. Ya veo que tienes a mi madre en gran estima y te lo agradezco. Me quedé alucinado cuando me encontraste. No pensaba como es debido. Estoy preocupado por otra gente que puede estar buscándome. Seguro que tendré que marcharme pronto. Pero escucha. Voy a ir a verla. Quiero verla. Ahora estoy ocupado en la tienda, he de hacer unas cuantas entregas más, y esta noche no tendré tiempo. Pero iré mañana, temprano, antes de la carrera. Sabes lo de la carrera, ¿no? ¿De acuerdo? Pero ¿puedes hacerme un favor? Ya te he dicho que estoy sin blanca, y no voy a mentirte. Ando metido en cierto lío. Debo dinero de la carrera del mes pasado. La semana pasada le escribí para que me girase mil quinientos dólares, pero evidentemente ya veníais de viaje para acá. Nunca ha dejado de enviarme dinero cuando se lo he pedido. Seguro que lo sabes. ¿Piensas que me daría algo ahora, si estuviera aquí? ¿Qué te parece?
–No lo sé –contestó Hector.
–Venga, creo que sí lo sabes. Me daría lo que me hiciera falta. Los dos sabemos que sí. De manera que, ¿vas a ser buen chico y a adelantarme algo? Veo que llevas un montón de pasta. Seguro que ella te devolverá lo que me des.
–Todo es de ella, en cualquier caso.
–Pues, entonces. Le he pedido mil quinientos. Puede que ahí no tengas toda esa cantidad, pero si puedes pasarme mil de momento, te lo agradecería.
–Toma –dijo Hector, sacando unos billetes del fajo.
No deseaba seguir con aquel asunto, no quería tratar más con él. Nicholas lo contó rápidamente: el equivalente a cuatrocientos dólares.
–¿No puedes darme otros dos o tres? Iré mañana, en serio. Quiero verla. Tengo que verla. Es lo correcto.
Aunque tenía suficiente, Hector no le dio más dinero, diciendo que fuera a pedirlo él mismo. Sus facciones debieron haberse endurecido, porque sin más ruegos ni discusión Nick asintió, incluso le tendió la mano antes de marchase envuelto en una nube de humo azul de su Vespa. Hector había asumido, aunque a regañadientes, la verdad, que ya estaba clara para él mientras caminaba de vuelta hacia el hotel con Bruno: nunca albergaría sentimiento alguno hacia el muchacho. Ninguno en absoluto. Hector dio las gracias a Bruno por su ayuda, pagándole por su tiempo, y le pidió su número de teléfono por si volvía a necesitarlo. Bruno se lo dio pero le advirtió que rara vez se encontraba en casa, prometiéndole que pasaría varias veces por el hotel antes del día siguiente. No había dicho ni palabra mientras caminaban, pero cuando se puso tras el volante de su taxi, declaró sin rodeos:
–Disculpe, signore. Pero debo decirle una cosa. Ese hombre da miedo. Yo no me acercaría a él.
Hector dio un ligero golpe con los nudillos en el techo del taxi y lo despidió. Nick no era simplemente un embustero y un estafador, un mierda de primera clase; era la prevención personificada, la alarma hecha carne, un heraldo de desgracias que hacía galopar y estremecerse hasta el agotado corazón de Hector. Le diría a June que no lo había encontrado, que no había señales, ni rastro de él, y la conduciría directamente a Solferino, donde podría esperar en paz hasta que su tiempo, cada vez más menguante, acabara consumiéndose. El muchacho sólo le traería desdicha. Lo que ahora le chocaba era que Nick no había tratado de ocultar en absoluto sus intenciones, como si creyera que en cierto modo eran aliados frente a su madre, que Hector también trataba de sacar algo. ¿Había intuido Nicholas algo de su parentesco, algún tufillo de su relación? ¿O vio que su propia condición era igualmente evidente en Hector, en su apariencia desaliñada y sin brillo, un individuo ridículamente vestido con una camisa nueva recién sacada del envoltorio y unos pantalones con vuelta, que pretendía ayudar a que una mujer moribunda colmara sus esperanzas?
Pasó frente al mostrador de recepción de la residenza y la empleada lo llamó mientras subía las escaleras; le hablaba en italiano y él supuso que se estaba refiriendo a la ropa sucia, porque señalaba arriba y luego abajo. Le dio las gracias y siguió subiendo. Pero cuando llegó al rellano de la segunda planta se dio cuenta de que la ropa aún no podía estar lavada y planchada, porque apenas se había ausentado más de una hora. Y entonces comprendió lo que la recepcionista pretendía decirle: la pesada puerta de su habitación estaba abierta. Del interior salía un débil haz de luz que se derramaba sobre la moqueta del pasillo en sombra. Empujó la puerta y entró.
Las cortinas de uno de los ventanales que había frente a la puerta estaban corridas unos centímetros. Sus maletas casi vacías estaban tal como él las había dejado en el saloncito de estar, entre el sofá y la butaca, pero observó que el bolso de June no se encontraba en la mesita, donde lo había visto al salir. Él llevaba casi todo el dinero en efectivo, pero ella guardaba los cheques de viaje. Al otro lado del amplio espacio de la suite se percibía vagamente la silueta de June en la cama, tumbada de costado y de espaldas a él. Al acercarse vio el bolso en la mesilla de noche. Estaba abierto, y aunque la cartera aún seguía allí, el sobre que contenía los cheques había desaparecido.
–¿Ya estás aquí? –murmuró ella, volviéndose hacia él, los párpados pesados por el sueño y la droga. Arrastraba las palabras, que le salían embotadas, encabalgadas unas con otras–. ¿Has traído uno para ti?
–¿Qué tenía que traer? –preguntó Hector.
–Ah –dijo ella, mirándolo como si se le hubiera olvidado su nombre, hasta su cara.
–Soy Hector –anunció él.
–Ah, sí –repuso ella, aunque al parecer seguía sin reconocerlo–. ¿Dónde está él?
–¿Quién?
–Nicholas. Me dijo que lo habías mandado directamente aquí. Ha ido a comprarme un helado. Parecía un sueño pero estoy segura de que era realidad. ¿Crees que lo he soñado?
–No –contestó él, sintiendo que la ira le quemaba en el pecho. Nicholas debió adelantarse con la moto cuando Bruno y él caminaban de vuelta al hotel.
–No tenía dinero para el gelato –explicó ella–. Le di un cheque de viaje. Se lo firmé.
–¿Más de uno?
–Sí, me parece. No lo sé. ¿Crees que se lo admitirán?
–Puede ser.
–Ojalá. Qué cansada estoy, Dios mío –manifestó con un gemido–. Quiero esperarlo pero tengo que dormir. Me encantaría un gelato. ¿Te encargarás de hacerlo pasar? Despiértame cuando vuelva, por favor. ¿Lo harás? Tengo mucha hambre.
–Vale.
June cerró los ojos. Tiritaba un poco, de modo que él cogió la guateada colcha de un extremo de la cama y se la puso por encima. Luego echó las cortinas y se sentó un buen rato junto a ella, pensando en lo que podría hacer. Buscaría en los clubs nocturnos, como había sugerido Bruno. Lo encontraría, pero no le quitaría el dinero. Que se lo quedara. De todos modos era suyo por derecho. No había lección que darle; Nicholas estaba ciertamente más allá de enseñanza alguna, o del sentido de la vergüenza. Sin embargo, se preguntó si llegado el momento perdería el dominio de sí mismo y trataría de inculcarle a golpes algo de decencia. Nunca habría empleado los puños por una causa tan justa. Y no dejaba de oír la aguda voz de su padre, empapada en whisky, resonando en sus oídos mientras lo llevaba a casa cargado al hombro. ¿Crees que te vas a librar de esto, muchacho? ¿Crees que esto no va contigo? Hector nunca se había molestado en preguntar qué es lo quería decir exactamente con aquellas palabras, pero ahora, al ver la absoluta precariedad de June, su triste y embotada topografía bajo la colcha, su desesperada necesidad de creer, creyó entender por fin de lo que hablaba su padre: la vida.
La vida, aún invicta. No sólo para June, sino para él también. Nunca había querido escaparse de nada, podía señalar como prueba casi todos los acontecimientos que le habían sucedido. Su extraño padre había sospechado insensatamente que Hector era una especie de inmortal, aunque modesto, pero quizá sus iguales (en el ejército, en el bar de Smitty) también sospecharan algo de eso a raíz de ciertas evitaciones, las heridas curadas casi al instante; tal vez alguna mujer sin suerte había atisbado un aura que lo adornaba, ese destello de persistencia. Pero aquella capacidad, estaba seguro, no era cosa suya. Él nunca la había perseguido. Más les hubiera valido a todos los implicados que él hubiera perecido en la guerra, o en el incendio del orfanato, o bajo el guardabarros del coche de Clines, en vez de la inocente Dora. De modo que ahora, al final de aquel viaje, contemplando la extinción de June, estaba dispuesto a desprenderse de cualquier manto protector que misteriosamente le hubieran otorgado. Desaparecería con ella. Ocultarse no sería suficiente. Otra buena persona acabaría cruzándose en su camino de perdición, iniciando de nuevo el ciclo. En el trayecto hasta allí había estado dando vueltas a la forma en que lo haría, pero ahora iba haciéndose a la idea. Era una fantasía juvenil pero sabía que había de ser catastrófica: acelerar frente a una pronunciada curva en la montaña y precipitarse a través del pretil. Atarse pesadas cadenas a los tobillos para enterrarse en el mar. Poner la cabeza sobre los raíles de acero del ferrocarril y esperar el estruendo metálico. En realidad lo había intentado en serio, poco después de la muerte de Sylvie, pasando una cuerda sobre la rama de un árbol lejos del orfanato (para que no lo vieran los niños), estrechando el nudo, pero cuando dio una patada al taburete que había llevado consigo, los tendones de su cuello saltaron en señal de protesta y le protegieron la tráquea, y al cabo de un rato se bajó cortando la soga, la piel escoriada en un sardónico collar de inutilidad, el corazón acongojado por el peso muerto de la derrota. ¿Pues qué era peor que la muerte, sino el no poder morir?
Pero se había acabado lo de ser invulnerable.
June se removió, gimiendo horrorosamente. Él ya sabía distinguir esa clase de queja; el efecto de la morfina se iba pasando.
–¿Nicholas? –jadeó–. ¿Estás ahí?
Él permaneció inmóvil, no queriendo decirle lo contrario. Ella volvió a dormirse. Hector bajó rápidamente las escaleras y cruzó la piazza, hacia donde había una gelateria. Le llevó un cucurucho doble de limone, cuyo refrescante aroma era en cierto modo suficiente para despertarla de su sopor. June se incorporó en la cama con sus solas fuerzas y lo cogió sin vacilar, lamiéndolo con el ansia y la concentración de una criatura. Su mundo se iba reduciendo, centrándose en cosas pequeñas. Un sabor dulce, a tarta. Un bálsamo frío en su reseca garganta. A veces no había nada mejor que ofrecerle un pequeño socorro. Mientras devoraba el gelato Hector preparó una buena dosis y cuando ella acabó le sorprendió dándole un abrazo con todas sus fuerzas antes de tumbarse otra vez. Incluso se volvió al verlo con la jeringuilla en la mano.
–¿Ha vuelto Nicholas? –le preguntó después, mirando más allá de él, buscando, las pupilas enormes, negras.
–Todavía no –contestó él.
–Volverá. Estoy segura.
–Sí –repuso él, mirándola ahora directamente a los ojos–. Volverá.