III

Crítica del Estado

A menudo se utilizan metáforas colectivas para aludir al Estado. Se dice que el Estado es como una familia o una comunidad de vecinos o un club. Hace años, una consigna publicitaria del Ministerio de Hacienda de España proclamó: “Hacienda somos todos”. Este tipo de lenguaje es simpático y toca posiblemente cuerdas atávicas y entrañables del ser humano, con evocaciones tribales y presociales, pero es confuso. El Estado se separa y distingue de todas las demás instituciones por un signo único: la coacción. Por eso no es una familia ni una comunidad de vecinos ni un club. Y si es verdad que Hacienda somos todos, la consigna elude el aspecto crucial de que pagar impuestos es obligatorio. Sí, Hacienda somos todos, pero no podemos ser de otra manera.

Cómo se llegó a esta situación es un capítulo central de la teoría política. Un componente básico de dicha teoría es que el Estado nació de un acuerdo, de un pacto por el que los seres humanos renunciaron a sus armas y las cedieron a un nuevo ente, que ellos crearon con objeto de que los protegiera, custodiara sus derechos e impidiera que se mataran los unos a los otros. La coacción, así, devino monopolio de una institución benéfica surgida de la libre voluntad de los hombres.

El argumento según el cual como los hombres se mataban unos a otros se pusieron de acuerdo para crear el Estado es mucho menos obvio de lo que parece. Entre otras cosas, es contradictorio desde su misma base, porque si las personas son capaces de llegar a un acuerdo para crear un ente coercitivo, ¿por qué no lo son de llegar a otros acuerdos pacíficos y libres sin necesidad de ninguna coerción? No estoy criticando de momento la acción del Estado, incluso puedo aceptar que la imposición del Estado pueda ser algo bueno, algo mejor que lo que las personas puedan acordar libremente; lo que desde luego no es aceptable es que dicha imposición pueda ser denominada el único contrato social racionalmente concebible en libertad.

Un gran filósofo escocés del siglo XVIII imaginó la situación de un grupo de agricultores ante la tarea de drenar una pradera, lo que los beneficiaría a todos, sea que colaborasen en la labor o no; el problema que se plantea es que si pensamos en el acuerdo de los agricultores como inserto en el conjunto de acuerdos que conforman la vida social cabe postular que ellos efectivamente acordarán las obras de drenaje y participarán en su realización o pago. Pero si tendemos a ver estos fenómenos de forma aislada, la conclusión que obtendremos será que la estrategia dominante en cualquier agricultor será la de ser un gorrón y no participar, puesto que individualmente se beneficia en cualquier caso, intervenga o no. De ahí es fácil concluir que no habrá ningún drenaje ni ninguna obra pública o acción colectiva, y que, por tanto, será mejor para los individuos que exista un ente que los fuerce a colaborar. A saber, el Estado. De esta idea surge la teoría de que los individuos voluntariamente aceptamos el Estado en un contrato social.

Todo esto es altamente discutible y ha sido objeto de incontables análisis. Pero la idea de que tenemos el Estado porque así lo hemos querido, y que el Estado que tenemos es el Estado que queremos, ha sobrevivido hasta hoy, aunque las teorías sobre lo que “queremos” han cambiado. Siempre el Estado ha sido interpretado como el garante de la seguridad, la libertad y la justicia, pero en un principio: 1) la seguridad era física ante los delincuentes y los enemigos foráneos; 2) la libertad comportaba que el poder se abstenía de inmiscuirse en las vidas y propiedades de sus súbditos; y 3) la justicia consistía en que a cada uno debía dársele lo que era suyo.

La situación se modificó después de forma dramática. Así, en la actualidad: 1) la seguridad es interpretada en el más amplio de los sentidos: el Estado debe asegurar a sus súbditos mucho más que su mera integridad física, y a ella debe añadir la salud, la educación, el retiro, la vivienda, etcétera; 2) la libertad ya no constituye un freno ante el poder, puesto que la propiedad privada debe complementarse con otros factores para conseguir un óptimo social; y 3) la justicia ya no es dar a cada uno lo suyo sino darle lo que “merece” según unos criterios de difícil definición y que estipula el poder.

En este contexto, el Estado ha llegado a ocupar la mitad de la riqueza nacional. En vista de que la forma de la administración del Estado es, cada vez en más países, la democrática, el viejo argumento del acuerdo se refuerza. Así, todo lo que rodea al Estado se supone que es fruto del pacto; de hecho, según la teoría clásica la autoridad gobierna conforme al consentimiento de los ciudadanos, en quienes reside en última instancia la soberanía. Pero algo debe haber fallado para que todo esto, pensado inicialmente para limitar el poder, haya terminado alimentándolo; cuando en nuestros días oímos la palabra consenso, probablemente el asunto de que se trata pasa por un incremento del gasto público o del poder de los políticos sobre los ciudadanos. Se supone que la democracia hace que la política sea una fiel reproducción de la voluntad popular, y por ello la visión habitual es que la notable expansión del Estado registrada en las últimas décadas ha tenido lugar porque así lo hemos deseado los ciudadanos. Se llega a la audacia notable de postular que el Welfare State no sólo es un convenio firmado por todos los ciudadanos, sino que además es un contrato intergeneracional; así, lo que ha sucedido con las pensiones, que simplemente fueron arrebatadas por los políticos de las manos de los trabajadores, se disfraza como una benevolente alianza entre generaciones, nada menos.

En todo el proceso se confundieron conceptos, transgredieron normas y subvirtieron reglas de todo tipo, y el desenlace lógico fue el crecimiento excesivo de un Estado que ha pasado de ser la gran solución social a ser el principal problema de nuestro tiempo.

Los nuevos derechos

Los derechos tradicionales sobre los que se edificó el Estado cedieron el protagonismo a la llamada “segunda generación de los derechos del hombre”, proclamados por las Naciones Unidas en 1948. Estos nuevos derechos son fundamentalmente distintos de los anteriores y subyacen a la gran expansión del Estado que sobrevino a continuación.

El énfasis antes no radicaba en los derechos, sino en las libertades. La diferencia semántica podrá apreciarse recurriendo al diccionario; cabe argüir que tenemos derechos que preceden al Estado, y así se entendió en las primeras constituciones, mas en la acepción habitual los derechos son “principios, preceptos y normas a que están sometidas las relaciones humanas en toda sociedad civil, y a cuya observancia pueden ser compelidos los individuos por la fuerza”, mientras que la libertad es la “facultad que se disfruta en las naciones bien gobernadas de hacer y decir cuanto no se oponga a las leyes ni a las buenas costumbres”. Reflexionemos ahora sobre la dinámica que los derechos y libertades clásicos y modernos imprimen al Estado.

Las libertades clásicas, como la religiosa o de opinión o de prensa, tienen en común tres características:

1) son iguales para todos;

2) su ejercicio por parte de un individuo no requiere la usurpación de la libertad de ningún otro individuo, ni la violación de ningún derecho de nadie; y 3)el papel del Estado resulta necesariamente contenido, porque esas libertades demandan que no intervenga.

Esto armonizaba con tres principios fundamentales del liberalismo: 

1) la limitación del poder;

2) el respeto a los derechos y libertades individuales; y 

3) la no discriminación entre los ciudadanos.

En cambio, el derecho a la salud, la educación y la vivienda, si quieren decir algo, es que yo, si cumplo con determinadas condiciones, tengo derecho a que “alguien” me dé salud, educación y vivienda sin conminarme a que las pague. Éste es el punto decisivo, puesto que el “derecho a la vivienda” no puede referirse a algo tan obvio como que yo tengo derecho a una vivienda si pago por ella.

Ni la vivienda ni la salud ni la educación serán suministradas si su coste no es pagado. Si yo debo recibirlas, sin pagarlas o pagando menos de lo que cuestan, entonces tienen que invertirse las tres características de las libertades clásicas: 1) el derecho no es igual para todos; 2) mi disfrute de ese derecho requiere que otra persona sea obligada a pagar por mí, con lo que se quebranta su derecho a la propiedad del fruto de su trabajo; y 3) el papel del Estado resulta necesariamente expandido, porque esos derechos exigen que intervenga; sólo él puede ejercer la coacción sobre los ciudadanos para conseguir los ingresos necesarios.

Esto contradice los tres principios fundamentales del liberalismo: 1) el poder ya no está limitado; 2) los derechos y libertades individuales están condicionados a la satisfacción de estos nuevos derechos; y 3) el Estado está obligado a discriminar entre los ciudadanos, tanto para recaudar impuestos como para brindar prestaciones.

Es llamativo que los nuevos derechos, como casi todo en nuestro tiempo, se llamen “sociales”, como si la sociedad fuera la protagonista de este giro, cuando en realidad el gran protagonista es el Estado. Es conveniente observar que estos derechos nuevos son también diferentes de los antiguos en un punto fundamental que se refiere a la responsabilidad individual. Si yo compro una casa tengo un derecho sobre ella. Pero en esta transacción hay dos partes cuyos derechos y responsabilidades están claros: yo tengo el derecho a mi casa si cumplo con mi responsabilidad de pagarla, mientras que simétricamente el vendedor tiene la responsabilidad de entregarme la casa y el derecho a cobrar por ello. Nótese que la convivencia civilizada en libertad se basa en este juego de derechos y responsabilidades, y nótese también que el Estado es imprescindible para salvaguardarlos: no habría relaciones sociales en un marco de violencia generalizado y de masivo incumplimiento de los contratos y la palabra dada.

Los derechos nuevos, en cambio, son radicalmente distintos, porque no requieren ninguna obligación específica correspondiente por parte de quienes los disfrutan. Esto ha ido evolucionando a lo largo del tiempo, porque en los orígenes del Estado del bienestar se pensó siempre que las personas que recibirían ayuda pública harían algo a cambio, por ejemplo, los parados se esforzarían en encontrar un empleo. Estas dosis de responsabilidad han llegado a esfumarse. Buena prueba de este desconcierto es que son muchos los políticos e intelectuales que defienden abiertamente al movimiento okupa, máxima expresión de irresponsabilidad, puesto que lo que reivindica es que el llamado derecho a la vivienda justifica la total negación del derecho de propiedad.

El Estado democrático benefactor

El principio fundamental de la intervención pública cambió con los nuevos derechos. Antes el poder intervenía con objeto de impedir el daño a los individuos. Después pasó a intervenir para asegurarles su bienestar. Una relevante razón para limitar el poder desapareció porque ¿qué sentido tiene limitar un Estado que procura el bienestar del pueblo y que además es un Estado democrático, elegido y controlado por el pueblo?

No estoy sugiriendo que en los derechos clásicos el Estado es innecesario, aunque existe un discurso liberal extremo, más anarquista que liberal, que así lo sostiene, pero no abundaré aquí en él, porque lo que me interesa destacar es que la protección de los derechos no es gratis. Los derechos clásicos también demandan un Estado que obtenga los fondos precisos para garantizarlos: un mundo liberal necesita jueces, policías y soldados. La diferencia entre las dos clases de derechos no es que unos sean gratuitos y los otros onerosos, sino que imprimen al Estado una dinámica extremadamente diferente, controlada en un caso, expansiva en el otro.

Incluso los textos básicos del Estado de Derecho, las constituciones ponen un énfasis creciente en los nuevos derechos, sin que los legisladores hayan percibido la ilicitud política plasmada en la contradicción insoluble de pretender limitar el poder al mismo tiempo que se le pide que satisfaga cada vez más derechos de los ciudadanos, lo cual es imposible sin quebrantar otros derechos, singularmente el derecho al fruto del propio trabajo. Cabe constatar que en el caso de España, con un texto constitucional relativamente reciente y bastante intervencionista en economía, no haya habido prácticamente ningún político, de ningún partido, que se haya atrevido a sugerir que existe un problema como el señalado en este párrafo; es en este sentido revelador y grotesco que quienes con más denuedo proclaman la necesidad de expandir aún más el Estado suelen esgrimir en su apoyo la Constitución de 1978. La Carta Magna española demuestra hasta qué punto la política es la que hace las constituciones, y no al revés.

Otro efecto de la nueva situación se refiere al propio Estado, que en un principio fue concebido dividido en tres poderes independientes y de análoga relevancia. Esto ha dejado de ser así, y sus consecuencias apenas pueden entreverse. Tradicionalmente, el poder legislativo instruía al ejecutivo sobre qué hacer y también cómo hacerlo. Los nuevos marcos constitucionales, que lastran al Estado con toda clase de deberes, no le indican cómo cumplirlos. A esto se une que las actividades del Estado son ahora de tal complejidad que el legislador se ve constreñido gradualmente a reconocer que para que el ejecutivo pueda cumplir con lo que se le pide necesariamente hay que concederle dosis crecientes de autoridad y de discrecionalidad. Es la semilla del fin de la división de poderes y los “frenos y contrapesos” clásicos. El ejecutivo incrementó su importancia considerablemente, el legislativo perdió prestigio y se convirtió en réplica del primero, mientras que el judicial se mantuvo en un último plano hasta recientemente, cuando en algunos países adquirió un protagonismo “estelar” que ha causado no poca inquietud.

La democracia se convierte en algo fundamentalmente nuevo, porque ya no se limita a ser un mecanismo de sustitución incruenta de gobernantes con participación popular sino una presión sobre el poder para que redistribuya rentas con objeto de conseguir la “justicia social”, que se interpreta como supresión de las desigualdades. Ya observamos en la primera parte de este ensayo que lo desigual es considerado injusto; en este contexto, la justicia debe quitarse la venda e inspeccionar cuidadosamente a la sociedad en busca de desequilibrios que deberá reparar castigando a fuertes y premiando a débiles. La igualdad y la justicia han dejado de referirse a reglas para referirse a resultados. Dada la insuperable desigualdad humana, y el hecho de que virtualmente no hay actividad de la que no puedan derivar consecuencias que eventualmente perjudiquen a alguna persona, el campo de acción política ahora no tiene fronteras. La democracia pasa de ser un límite al poder a ser un estímulo para su intervención y para una politización siempre creciente. Así, cuando se habla de democratizar tal o cual cosa, nunca se pretende que pase a la libre competencia del mercado sino a manos de las autoridades; cuando en España durante los años noventa se proclamó la necesidad de democratizar las cajas de ahorro, el significado era muy claro: que mandaran allí los políticos.

Paradójicamente, democracia significa elegir, pero también poder elegir cada uno, no votar a un tercero para que sea él exclusivamente el que elija sin límites, salvo que se crea en la transmutación perfecta de la sociedad en la política. En tal caso, la propia noción de democracia representativa pierde sentido y se establece una noción asamblearia y tribal del Parlamento, una visión especular: el Parlamento ya no representa al pueblo sino que es el pueblo o lo refleja como un espejo. El interés público se identifica directamente con el interés político y se impone la idea de que no puede ser de otra manera si el poder es y hace lo que la sociedad quiere que sea y haga. El modelo del Estado de Derecho, por el cual las libertades y los derechos humanos requieren la abstención del poder, desaparece. Ahora los derechos sólo se cumplen mediante una intervención política muy activa, plenamente justificada porque el poder ahora es “la sociedad”. Como resultado, la libre actividad de los ciudadanos en el mercado, tal cual vimos antes, es motivo de absurdo recelo porque no es “social”.

No hemos estudiado aún el funcionamiento del Estado, pero lo dicho hasta aquí basta para afirmar que incluso aunque su acción fuera impecable y sus funcionarios y administradores fueran ángeles, el moderno Estado democrático benefactor debe ser grande y carecer de frenos.

Estado y moral

Los defensores del intervencionismo suelen argumentar a favor de la moral de lo público y en contra de la moral de lo privado. Pero si esto último ya se vio que no tiene base, porque mercado y egoísmo no son sinónimos, ahora veremos que lo primero tampoco la tiene.

La clave del Estado moderno son esos derechos nuevos que no requieren obligaciones concretas y que exigen violar derechos de terceros. Este esquema alienta conductas inmorales, porque devalúa la responsabilidad individual: cada uno se cree en condiciones de requerir que otros le alivien de sus contrariedades. El primer deber de cada uno ya no es luchar y esforzarse por sí mismo y los suyos, sino reclamar sus “derechos” al poder político. Vivimos en un mundo donde los seres humanos no están unidos por una civilizada red de derechos y deberes recíprocos, sino en una sociedad donde el principal mandamiento es la obediencia al poder, al que debemos entregar nuestro dinero para que lo redistribuya. Pero no hay deberes específicos hacia nuestros semejantes específicos, que son los que caracterizan la moral.

Una sociedad donde prevalece un orden ético de responsabilidad individual y respeto a los demás demandará un Estado contenido, pero en nuestro tiempo se demanda más y más Estado, mientras se desdeña la moral. Cuanto menos papel tenga la moral en la restricción del comportamiento humano más tendrá el Estado. No debe asombrarnos, pues, que en nuestros días la moral esté mal considerada y que predomine un vago relativismo. Es ilustrativo que la expresión de moda de la ética actual sea “tolerancia”.

Otro incentivo desmoralizador del intervencionismo nace del propio hecho de la redistribución, que animará a los ciudadanos a vocear sus reclamaciones a la hora de cobrar, pero a esconderse a la hora de pagar. Asimismo, a la hora de cobrar, se pretenderá ocultar el beneficio propio y se lo disfrazará de justas reivindicaciones o de interés general. En el mercado la situación es bien diferente, dado que el beneficio de todas las partes contratantes es claro y es un presupuesto, porque en caso contrario no habría tratos.

En el siglo XIX muchos de los que se preocupaban por la justicia y los pobres pedían más libertad y un Estado más pequeño; en nuestros días el desvelo por los pobres es reivindicado por las personas intervencionistas. Pero no está claro que el Estado proteja a los pobres especialmente, o especialmente bien. Más bien parece que existe una mano invisible reversible. En el mercado la preocupación por el propio interés propicia el interés general; en el Estado, la mano invisible de ese peculiarísimo mercado que es el mercado político hace que el propio interés propicie el interés particular. Dijo un gran mandatario europeo que en la economía de la puja redistributiva “todo el mundo termina con la mano metida en el bolsillo de otro”. En el mercado hay que procurar servir a los demás; en el Estado se rompe esa lógica y uno puede prosperar mucho sin servir a nadie en absoluto, sino al contrario, sirviéndose del público. Por eso la expansión del Estado produce un extraño resultado y es que la convivencia pacífica, objetivo para el cual presuntamente fue inventado, resulta difícil de lograr y lo que se impone es la lucha por obtener recursos coactivamente extraídos por el Estado a otras personas o grupos.

La atenuación de la responsabilidad individual y la lógica de la puja redistributiva desembocan en graves daños morales. Dentro de estos daños hay uno muy destacado, que hace referencia a las condiciones de la convivencia: el fomento de la envidia. De todos los pecados capitales, la envidia es el más antisocial y el más degradante; la envidia emponzoña las relaciones sociales, humilla y nos humilla. Cabe concebir que las personas se enorgullezcan de algunos pecados, pero nadie jamás se ufana de su envidia. Al contrario, tratamos en la medida de lo posible de encubrirla. Cuando hablamos de “sana” envidia nos estamos refiriendo a una cosa bien distinta: a la admiración, que es un sentimiento noble que impulsa actitudes plausibles, como la emulación. La envidia no es eso, la envidia es pura destrucción, puro daño. El mercado y la competencia, que tan mala prensa tienen, cuentan entre sus virtudes morales el que contienen la envidia: si en una competencia libre yo pierdo, estaré quizá molesto, pero nunca estaré legitimado para dar rienda suelta a mi envidia, porque he sido derrotado en buena ley. En cambio, en un mundo donde la competencia es suprimida o sumamente condicionada por la intervención política, la situación cambia radicalmente. No está claro que los ganadores se lo merezcan: pueden haber obtenido un subsidio, un favor. Tales condiciones desbloquean los mecanismos de contención de la envidia. Si en una economía intervenida yo pierdo, me sentiré legitimado para expresar mi envidia incluso con violencia, tanto porque yo no seré responsable de mi derrota como porque podré desconfiar de la justicia por la que personas más beneficiadas que yo han accedido a tan ventajosa situación. El Estado, así, justo al revés de lo que claman sus apologistas, no sólo no constituye la apoteosis de la convivencia en un marco de principios éticos, sino que socava las bases mismas de dicha convivencia.

La devaluación de la responsabilidad individual se refleja también en cómo es concebido el individuo en nuestro tiempo: se le supone explotado, manipulado y desinformado por unos siniestros poderes económicos que el Estado democrático debe neutralizar o compensar. Este paternalismo es indispensable para la expansión del Estado y se complementa con otra línea de argumentación que es la negación de la libertad: el ser humano no es libre, no decide libremente, etcétera.

Aparte de que el poder económico y el político sean conceptos muy diferentes —un premio Nobel dijo que el primero era el deseable control sobre las cosas y el segundo el indeseable control sobre las personas— la sociedad abierta no es una compensación de poderes. La libertad no exige un poder que compense a otro, sino la imposibilidad de ejercer determinados poderes. Por ejemplo, el que el poder para condenarme sin juicio simplemente no exista es un pilar del Estado de Derecho. En todo caso, el ya citado argumento de que como hay grandes empresas multinacionales o globalizadas se necesita un poder también gigantesco es una falacia. La globalización es una oportunidad, no una amenaza de la cual los políticos deben rescatar a sus súbditos, a cambio de más poder; argumentos del estilo “la globalización pone en peligro a la democracia” no son más que engañosas réplicas del atávico miedo a la libertad. La globalización económica no exige una globalización política sino un marco legal, lo que no es lo mismo. La competencia, y no un ministerio, es lo que controla el funcionamiento de las empresas, y la justicia impide que estafen; otra vez, la base es una moral de responsabilidad (en el mercado somos responsables), y nada de eso requiere que el Estado usurpe la mitad de la riqueza.

Hemos visto hasta aquí, pues, sin haber entrado en detalle en la actuación del Estado, que su dinámica actual no sólo tiende a expandirlo sino también a que propicie conductas inmorales. Tendremos ocasión de comprobar que estas tendencias se hallan presentes en su funcionamiento real.

De lo ideal a lo real

El Estado reivindica que la legitimidad de las vastas incursiones que emprende contra las libertades y haciendas de sus súbditos estriba en su carácter democrático. Pero en realidad, la democracia actual no es un idílico gobierno del pueblo sino una lucha cruda por el poder protagonizada fundamentalmente por los políticos, una lucha en la que parece convenirles la demagogia, el engaño, las medias verdades y las promesas irrealizables. Del lado de los votantes, el peso de cada uno en el resultado final es tan pequeño que para ellos lo racional es despreocuparse, descansar en ideologías y abstenerse de cualquier tipo de contacto desinteresado con la política. El mercado de la política, estudiado por otra nueva y fértil rama de la ciencia económica, la “elección pública”, tiene también fallos, y muy considerables. Los votantes, por ejemplo, no podemos discriminar entre las decisiones de nuestros gobernantes que nos parecen acertadas y las otras. Votamos y estamos encadenados a nuestro voto hasta las próximas elecciones. En el mercado económico solemos discriminar, y no nos vemos forzados a adquirir lo que no deseamos.

La posibilidad de expansión del Estado deriva de que ha trasladado a campos económicos un criterio fundamental de su funcionamiento político, el de la mayoría. Hoy no sólo se decide por mayoría quién va a gobernar sino también cuántos impuestos nos va a cobrar. Esto abre muchas posibilidades de crecimiento y abuso del poder, de modo que los políticos jueguen con los ganadores y los perdedores a que dicho sistema inevitablemente da lugar, destacando a los primeros y ocultando a los segundos.

Así sucede con la dinámica habitual del Estado que consiste en “ayudar” a diferentes grupos de la población. Aparte del sarcasmo que comportan esas ayudas en los casos de reducciones de impuestos, con lo que se llama “ayuda” a la mera mitigación de un castigo, y de la ironía de denominar así a lo que es una redistribución coactiva de dinero ajeno, ello tiende a extender ilimitadamente el contorno del poder político. Aunque el ideal proclamado sea la defensa de la libertad individual, la realidad es que sistemáticamente se la amputa, porque tiende a valorarse más el beneficio del mayor poder de decisión público que la pérdida del menor poder de decisión privado.

La lógica de los grupos de presión contribuye a este fenómeno: estos grupos son pequeños en número, están bien organizados y cuentan con alicientes para movilizarse, a veces violentamente, y llamar la atención sobre sus reivindicaciones. Tratan siempre de identificar sus intereses con el interés general, y alegan que lo mejor para el país es la protección pública, los monopolios, las barreras de entrada y los subsidios para numerosos sectores, desde la agricultura hasta el cine. El proteccionismo recurre a banderas falsas pero atractivas, como el reciente clamor para el cierre de los mercados agrícolas con la excusa de proteger el medio ambiente, o incluso la hipocresía ya mencionada de diversos sectores económicos en los países ricos que quieren obstaculizar las importaciones desde los países pobres para presuntamente fomentar en ellos los derechos sociales. Esos sectores, junto con la política, son lo único que parece contar: los que pagan el coste de esa protección en términos de pobreza, o de bienes y servicios más caros y de peor calidad, o en términos de más impuestos, no aparecen. La coincidencia de intereses entre esos grupos y el propio Estado conforma un amplio convenio que es replicado por los medios de comunicación, que hablarán siempre de la lucha de tal o cual sector para obtener dinero público, pero jamás de la derrota de los contribuyentes, una derrota en toda regla porque la necesaria contrapartida del Estado benefactor es un crecimiento de las finanzas públicas.

Aparte de los problemas que provoca este crecimiento, y que abordaremos en el apartado siguiente, hay una dimensión política: el intervencionismo actual requiere un alto grado de acuerdo para poder funcionar. La facilidad de arbitrar el consenso es mayor cuando el Estado funciona con los clásicos derechos individuales limitativos que cuando lo hace con los nuevos derechos sociales. Puede ser concebible la articulación de un pacto con objeto de que el Estado no obstruya la libertad religiosa, pero ¿cómo acordar socialmente qué sectores subvencionar y con cuánto?, ¿cómo acordar socialmente subir los impuestos para pagar la sanidad o las pensiones?, ¿cuál es la licitud y cuáles son los límites de un acuerdo que estriba en la distribución de premios y castigos para terceros? En la realidad, el acuerdo es laborioso incluso cuando se trata de apenas unos pocos cientos de personas en un Parlamento, y por eso la ya citada palabra de moda en nuestro tiempo es consenso. Pero indica un fenómeno nuevo y muy peligroso, porque el consenso del que suele hablarse estriba en acuerdos que comprometen crucialmente las libertades y los bienes de otras personas, los ciudadanos.

Así, aunque se pretenda que la democracia actual se refiere a un ideal de la sociedad que conversa y pacta, en realidad quienes lo hacen son los políticos, y el lubricante de sus acuerdos es el dinero de los contribuyentes, que al pasar de lo ideal a lo real resultan ser los auténticos convidados de piedra en este extraño banquete.

El desenlace de esta interpretación del consentimiento es que los principios acaban por desdibujarse, en la medida en que puedan interferir en el feliz término de los pactos. Es muy ilustrativo que hoy en día los buenos dirigentes ya no son las personas con principios sino las “dialogantes”. Y, al contrario, una mujer o un hombre con ideas claras y principios firmes fácilmente caerá en el descrédito y será objeto del calificativo de ultra o de su sinónimo: no dialogante. Obsérvese que el objetivo del diálogo y el consenso ya no es limitar el poder para resguardar la libertad, sino expandirlo para garantizar otros valores, como la “cohesión”. La democracia se desnaturaliza porque, como vimos, no parece haber ninguna diferencia entre la política y la sociedad. Si las administraciones públicas difícilmente podrían tener periódicos pero sí pueden contar con canales de televisión, extraordinariamente onerosos, que no despiertan grandes protestas, ello obedece a que todos los políticos están de acuerdo en que debe haber televisiones públicas, con lo que el tema es extraído de la discusión. Si los políticos están de acuerdo, se supone que todo el mundo lo está.

Gastos, impuestos y deuda pública

El mercado es la libre decisión individual, mientras que el Estado representa decisiones de carácter colectivo. Una señal del mundo contemporáneo es la tendencia de la esfera colectiva a crecer y a hacerlo de forma asimétrica, de modo que los gastos, los impuestos y la deuda pública aumentan con facilidad pero disminuyen con notoria dificultad.

Esta asimetría deriva de los principios de funcionamiento del Estado democrático: si la sociedad elige a los que mandan, en el marco de un Estado que se preocupa de conseguir la igualdad y la justicia social, no tiene sentido que se reduzca. Todos los objetivos del intervencionismo son buenos, todos responden a necesidades “sociales”.

La existencia misma del Estado, además, ofusca su comprensión, porque insinúa que las cosas que hace no se harían sin él. Sistemáticamente, se nos asegura que sin Estado no habría empleo, ni agricultura, ni industria, ni educación, ni sanidad, ni pensiones, ni cultura. Esto es falso, porque el Estado no tiene medios: se los quita al ciudadano, y nada autoriza a pensar que si el ciudadano los mantuviera no los gastaría en esos capítulos y en otros de forma socialmente eficiente.

La defensa del gasto público contra el privado tiene que recurrir a hipótesis audaces, como que los políticos saben mejor que el pueblo lo que es mejor para el pueblo, o que son más eficaces y honrados que el común de los mortales. Todo esto no parece cierto. Más bien resulta que los políticos son como los demás seres humanos, buscan su propio interés e intentan ganar las elecciones antes que salvar a la patria.

El funcionamiento del Estado en esas condiciones no es asimilable a otras instituciones. Si una empresa, por ejemplo, debe ajustar gastos, lo hará de forma racional, procurando no dañar su actividad esencial, lo que produce y vende a los demás. Pero en el Estado la situación es distinta, porque carece de criterio racional de satisfacción del consumidor o usuario. Los políticos intentarán maximizar el número de votos, lo que los llevará a ceder ante determinados grupos de presión si creen que haciéndolo el saldo de votos les será favorable.

Si el Estado fuera de verdad el reflejo de la sociedad, si el Estado que tenemos fuera de verdad el Estado que queremos, entonces no ocultaría sus costes; y, sin embargo, hace todo lo posible por enmascararlos, entre otros mediante los expedientes, las retenciones y la deuda pública. Las retenciones producen anestesia fiscal, es decir, el contribuyente no se da cuenta del dinero que le quitan. Incluso puede que al presentar su declaración Hacienda le “devuelva” algo. El caso es similar en lo referido a la deuda pública. Como consiste en un diferimiento del pago tributario, el Estado tiene muchos estímulos para endeudarse; en culturas antiinflacionarias, como la actual, no se puede monetizar la deuda (pagarla con un aumento en la cantidad de dinero), pero como hay que pagarla, el único camino posible es aumentar la presión fiscal explícita. Al final, como deben abonarse los intereses, el Estado cobra más impuestos nominales que los que decidió eludir originalmente al recurrir a la deuda. Por cierto, el crecimiento de la deuda junto con el gasto permite poner sordina a la reivindicación intervencionista de que el gasto público propicia la justicia social, porque la realidad es que el Estado está cobrando impuestos a los ciudadanos para pagar la deuda pública, a cuyos tenedores no podría calificárselos como “necesitados”. En la actualidad hay bastantes países que tienen superávit primarios en el presupuesto (el saldo antes de pagar la deuda). Esto quiere decir que el Estado ahoga el gasto real de sus súbditos, les quita más dinero que el que les devuelve en términos de servicios sociales. La deuda, pues, no sólo comporta pagos por intereses sino una redistribución regresiva de la renta y un recorte de los fondos disponibles para la actividad privada y también para otros campos de lo público.

El moderno Estado del bienestar cobra impuestos y brinda prestaciones: en ninguno de los casos su actividad es neutral. La fiscalidad ha provocado distorsiones en la oferta de trabajo y de ahorro, en la intensidad y la movilidad laboral, en la inversión en capital humano y en la asignación de recursos (porque se asignaron a eludirla); fomentó las irregularidades y hasta los delitos fiscales.

Por el lado de las prestaciones, el Estado extendió el “riesgo moral”, es decir, los incentivos de las personas a ser elegibles para los diferentes servicios y prestaciones (paro, vivienda, enfermedad, etcétera) cuando en realidad no lo son; estimuló el engaño. En España existe una vieja tradición: la subvención a los medicamentos de los jubilados ha promovido el fraude de modo que éstos compran medicamentos para otros miembros de su familia; también se generan desenlaces injustos, típicos del intervencionismo, como el hecho de que un joven con un sueldo bajo paga mucho por sus medicinas, pero una persona mayor con una buena pensión paga poco o nada.

Una muestra conocida de la falta de neutralidad del gasto público es que cuanto más se pague por estar enfermo más enfermos hay, como ocurre en los países nórdicos. Pero también cuanto más se pague a las madres solteras más madres solteras habrá, tal cual testimonian países catalogados de liberales como Estados Unidos. Y cuanto más dure el subsidio de desempleo más durará el desempleo, como se comprobó en varios países europeos.

Apuntamos antes que la intervención pública a la hora de corregir la desigualdad en la distribución de la renta no había estado exenta de fallos. Uno muy notable tiene que ver con lo que estamos discutiendo ahora, y es la reducción del tiempo de trabajo, pero no una reducción general sino concentrada en los tramos más bajos de renta. Esto se ha producido porque el trabajo y el salario ya no son indispensables para vivir: muchos pueden vivir de las prestaciones públicas, que se vuelven crecientemente atractivas a medida que los salarios son más bajos. Es un triste ejemplo de la regularidad del intervencionismo, que tiende a perjudicar a los grupos más débiles de la población.

El Welfare State crea sus propios clientes, pero también sus propios escollos. Las finanzas públicas entran en desequilibrio, porque sus capítulos tienden a crecer sin freno; los ciudadanos, lógicamente, consumirán exageradamente todo lo que tenga, gracias a la intervención política, un coste inferior al precio de mercado, tanto da que sea sanidad o agua de riego. Como el sector público suele ser menos productivo que el privado, su crecimiento requiere más y más recursos. Si cabe decir que el Estado aumenta la inversión de la sociedad en capital humano (por la educación), al mismo tiempo los altos tipos marginales de la imposición necesarios para financiarlo reducen el retorno de esa inversión, y lo mismo sucede con la inversión llamada real o física.

Tanto los impuestos como las prestaciones tienen, pues, un importante y no siempre bien ponderado efecto ético. Un economista sueco, que comprobó el fracaso del Estado del bienestar en la versión desaforada de su tierra natal, afirmó que ese Estado “encarece la honradez”, es decir, las personas comprueban que si mienten y hacen trampas tanto a la hora de pagar impuestos como a la de cobrar o recibir servicios o prestaciones pueden mejorar mucho su situación. El Estado anima al free-rider o gorrón, lo que tiene también graves consecuencias financieras para la estabilidad del sistema.

Es verdad que la fiscalidad no liquidó ni el ahorro ni la inversión, pero los contuvo y distorsionó. Con una adecuada combinación de deducciones en las inversiones empresariales, un proyecto de valor agregado reducido o incluso nulo puede resultar fiscalmente rentable y, por tanto, ser llevado adelante. Hay muchos recursos que las personas invierten no en busca de oportunidades para satisfacer las necesidades de los demás, sino para eludir impuestos.

Esta expansión estatal tampoco ha sido neutral con respecto a un gran defecto de Europa, el paro. No puede ser neutral el hecho de que un porcentaje elevado de lo que paga un empresario por un empleado no sea cobrado por éste, sino que vaya directamente a impuestos o cotizaciones a la Seguridad Social. Una de las consecuencias de este fenómeno de la imposición laboral, además de reducir la contratación porque encarece el factor trabajo, es estimular la tecnología ahorradora de mano de obra. Hay inversiones, como vimos, que se desarrollan con el único objetivo de reducir el empleo, más que crearlo, y no para impulsar la productividad dentro de las reglas naturales de la competencia sino exclusivamente para esquivar un coste artificialmente impuesto por el Estado.

Las propias autoridades de la Unión Europea identificaron un círculo vicioso: los costes laborales llevan a que las empresas despidan trabajadores; esto aumenta los impuestos para pagar los subsidios de paro, los cuales a su vez fuerzan a otras compañías a despedir trabajadores, y así siguiendo. Los trabajadores pueden ser contratados por el sector público, como ha sucedido en España, pero en cualquier caso hay que cobrar más impuestos para ellos.

Los intervencionistas defienden la imposición no simplemente porque así se obtienen recursos para los saludables objetivos del Estado del bienestar, sino también por la redistribución de la renta. En el mercado, la justicia son las reglas por las que se llega a una distribución determinada, y no la comparación entre esa distribución y otra, que guste más o menos; en cambio una clave del Estado es precisamente cambiar la distribución vigente; uno de sus grandes pretextos es la necesidad de resolver las desigualdades, y de ahí el peso de la imposición sobre la renta, considerada emblema de la justicia social porque permite tratar desigualmente a las personas y cobrarles más a los más ricos. Esto es analíticamente impugnable, porque la comparación de utilidades o satisfacciones personales, aunque no imposible, ha sido reconocida como difícil e imprecisa por los principales expertos de la llamada economía del bienestar; y ha dado lugar en la práctica a un curioso resultado. Así como el Estado a la hora de “ayudar” con el gasto público con frecuencia no se dirige a quienes necesitan la ayuda sino a quienes la consiguen, por confluencia de intereses de grupos de presión y burocracias y dirigentes, a la hora de cobrar impuestos no incursiona en particular contra las personas más ricas sino contra las más accesibles fiscalmente. El Estado, como fue indicado antes, más que solucionar la desigualdad, sustituye la desigualdad del mercado por la desigualdad de la política. Como en realidad es imposible que el Estado nos iguale, cuando intenta hacerlo deberá apoyarse en algunas variables y estrategias que inevitablemente provocarán más desigualdad juzgadas desde otras variables y otras estrategias. La intervención en aras de la justicia social crea nuevas injusticias y es sólo un ofuscado optimismo el que lleva a pensar que el poder político es cariñoso o solidario. Como dijo un prócer americano: “El Estado no es la razón ni la elocuencia, sino la fuerza. Como el fuego, es un sirviente peligroso y un amo temible”.

Ya no se trata de respetar el viejo principio de la igualdad ante la ley, sino de reemplazarlo por un principio radicalmente nuevo: la igualdad mediante la ley, es decir, una igualdad forzada por la intervención política. Nada permite concluir que con esta sustitución la sociedad sea más justa. El resultado real y concreto de esta extraordinaria situación es que los impuestos sobre la renta, al parecer justos porque castigan a los ricos, en la práctica son pagados por los trabajadores y las clases medias asalariadas.

Los intervencionistas suelen razonar como si la acción pública fuera siempre neutral, en el sentido de que no genera en los ciudadanos comportamientos condicionados por dicha acción. Es como si se hubiesen creído su propia extravagante visión del Estado como espejo del pueblo, incapaz de actuar contra sí mismo. La realidad es, sin embargo, que los ciudadanos reaccionan siempre ante las intervenciones y en pocas áreas queda tan claramente ratificado como en la fiscalidad. Las propias estadísticas oficiales prueban que en la mayoría de los países donde ha aumentado la tributación hasta límites confiscatorios ha sucedido algo sólo aparentemente extraño: los ricos tienden a desaparecer. La cifra oficial de ricos en países como España es sencillamente ridícula. Cuando en 1999 se denunció que el ministro portavoz del gobierno español había cobrado ingresos mediante una sociedad se levantó un hipócrita clamor de protesta que ignoró que tal práctica se halla vastamente extendida: así, entre la existencia de tipos máximos, la evasión lisa y llana, y los mecanismos de elusión legal, resulta que la progresividad tributaria se descarga con especial rigor sobre las rentas medias de los trabajadores asalariados. Es llamativo que algunos consideren que esta caza y captura de ciudadanos indefensos tiene algo que ver con la justicia social.

Los economistas albergan cada vez más dudas sobre la virtualidad de los impuestos para influir sobre la distribución de la renta porque tal como están organizados esos gravámenes carecen de equidad vertical (hay gente que no gana lo mismo pero paga lo mismo) y de equidad horizontal (hay gente que gana lo mismo pero no paga lo mismo). De ahí que se tienda más a apoyar la redistribución igualitaria a partir del gasto, y se identifique más gasto público con más igualdad, y menos gasto público con más desigualdad.

Pero esta caracterización es también discutible, y no sólo por razones macroeconómicas, como el efecto de los impuestos sobre el aumento del paro o la desaceleración del crecimiento. Está probado que los grupos de presión pueden secuestrar en su beneficio una parte apreciable del gasto: sólo con falta de rigor se concluye que más gasto público equivale a más justicia.

Cuando el gasto público no fluye directamente hacia el beneficiario sino que pasa por una burocracia administrativa intermedia, la cuestión se complica aún más. Por ejemplo, superficialmente parecería obvio que más gasto en educación es igual a más educación. Pero esto no está claro (y quien escribe este ensayo cumplirá pronto treinta años de profesor universitario): el gasto en educación es gasto en educadores; por tanto, puede que beneficie a los estudiantes, o no, pero desde luego nos beneficia a los catedráticos. Aunque la educación sea sin duda importante, entre otras cosas porque extiende la igualdad de oportunidades, no es evidente que deba ser provista por una burocracia pública. No hay argumentos solventes para justificar el papel actual del Estado en el ámbito de la educación, que estriba en protagonizar directa y masivamente toda la enseñanza, hasta la universitaria, y por medio de cuerpos de funcionarios públicos. El inmenso gasto público en educación no va seguido sistemáticamente de una mejora proporcional en los niveles educativos de la población.

El Estado pretende que ha cumplido con una misión de justicia al hacer toda la educación gratuita. Bien mirado, sin embargo, el asunto es más complejo. La hipertrofia de la población universitaria es algo difícilmente defendible más allá de la demagogia. La universidad gratuita o fuertemente subvencionada significa que los contribuyentes, trabajadores en su mayoría, están subvencionando a jóvenes de clase media y alta, que podrían perfectamente pagar los costes de su enseñanza. Además, como el sistema reduce el precio de la educación universitaria, anima considerablemente a consumirla, muy por encima de la demanda social de licenciados, con el consiguiente paro de jóvenes con titulación superior: un resultado ineficiente y frustrante. Desde el punto de vista académico, el sistema tendrá incentivos orientados a la docencia, dada la exagerada población universitaria y la titulitis fomentada por el gasto público educativo, y en contra de la investigación, algo que necesariamente conspira contra la excelencia universitaria. Muy superficial ha de ser la opinión de quien juzgue que todo esto responde a algún criterio de justicia o equidad.

Los políticos insisten en que su única meta es “resolver los problemas de los ciudadanos”. Aparte de que no suelen pensar que uno de esos problemas es la elevada presión fiscal, y que es manifiestamente incompatible resolverlo con más gasto público, tampoco reflexionan sobre una norma del gasto público, y es que promete lo que no puede dar. Ese mundo idílico donde todos recibimos una ilimitada atención del Estado del bienestar es imposible. Son interesantes los caminos por los cuales se oculta este fracaso, además de la ingenuidad habitual de creer que cualquier problema que permanezca sin arreglar puede solucionarse aún con más impuestos. Veamos el caso de la sanidad, un ejemplo de gasto explosivo en España y Europa. El argumento intervencionista insiste en que así se logra la universalización de las prestaciones sanitarias. La trampa estriba en que, como el Estado no puede terminar mágicamente con la escasez, si la oculta por un lado aparecerá por otro. En la sanidad aparece con frecuencia bajo la forma de restricciones en el tiempo y la calidad. Es decir, sí, es verdad que la sanidad es universal, pero la escasez de recursos se revela en la calidad de la atención o, típicamente, en las listas de espera. Obviamente, no es lo mismo ser atendido hoy que el año próximo, aunque estas demoras no cuestionan el hecho de que la sanidad sea, en efecto, universal. Lo único que ocurre es que en muchos países el riesgo de morir en una lista de espera, por ejemplo, para cirugía cardiaca, es muy superior al que representa la propia operación.

Estado justo y regulador

Es posible que el énfasis en la necesidad de un Estado justo que suprima la desigualdad ocasionada por el mercado derive de que ya tiene poco sentido argumentar contra el mercado en términos de eficiencia. La ideología intervencionista, presente en todos los partidos y burocracias nacionales e internacionales y sostenida irreflexivamente por los medios de comunicación y los que en ellos opinan, agita sin cesar el fantasma de la pobreza en el mundo, pero cada vez es más complicado negar que la pobreza puede ser vencida más expeditivamente con libertad política y económica que con ninguna otra estrategia. Por eso el intervencionismo ha cambiado algo el objetivo de sus proclamas: ahora es más el medio ambiente o la desigualdad o la regulación de múltiples actividades privadas, y no tanto ni tan exclusivamente la pobreza o el subdesarrollo, los que exigen la intervención del poder y de esas mismas burocracias, de utilidad más que dudosa. El campo para su acción sigue siendo en principio ilimitado.

Ahora bien, la intervención recorta la acción del mercado, y eso tiene consecuencias. Si hay riesgos de contaminación en el mercado, que los hay, los intervencionistas suelen ignorar que la intervención pública no es por necesidad ecológicamente eficiente. Otros ejemplos: si el Estado controla excesivamente la producción de medicamentos, puede retrasar las innovaciones, con lo que es posible que aumenten los enfermos e incluso los fallecimientos; los airbags en los coches disminuyen la posibilidad de muerte por accidente de las personas adultas, pero aumentan la de los niños; la compulsión a introducirlos en los coches está redistribuyendo la esperanza de vida entre grupos de edades. ¿Qué derecho tiene el Estado para ejecutar esta redistribución?

La intervención pública afecta no sólo a los recursos económicos sino a toda la responsabilidad individual. Siempre, recuérdese, por razones plausibles. Fumar es malo; por tanto, se supone que el Estado puede efectuar costosas campañas de control y prohibición del tabaco (aunque a la vez lo fabrique o lo explote como mecanismo recaudatorio). En todo esto se pierde algo básico, y es por qué unos individuos adultos no pueden fumar, bajo su responsabilidad. Igual que no se nos permite ser responsables de nuestra salud, se nos subvenciona para comprar una casa, o se atiende a nuestros hijos “gratis”, con lo que se drenan potentes fuentes de responsabilidad humana. Otro tanto sucedió con las pensiones públicas, principales causantes de la degradación económica y social de los ancianos. Las regulaciones son el caldo de cultivo de la irresponsabilidad: se trata de trabajar menos, de cobrar pensiones sin haber ahorrado, de subvencionar todo, es decir, de impedir que sepamos y sintamos lo que cuestan las cosas, y que seamos responsables de nuestro destino. Y todo esto lo pagan los trabajadores y las clases medias, castigados no sólo con impuestos, como vimos, sino también por el sistema previsional.

El caso de las personas mayores y las pensiones será analizado después más en detalle, pero podemos dedicarle aquí una primera reflexión en la línea de cuestionar que la expansión del Estado del bienestar represente, como aseguran los intervencionistas, una sucesión de “conquistas sociales”. La desvalorización de los ancianos es una característica peculiar de nuestro tiempo, y quizá en un grado más intenso que nunca en la historia, lo que por cierto permite cuestionar la solidez moral contemporánea. Pero esta desvalorización no se debe sólo a la idolatría de la juventud, tema que abordaremos a continuación, sino al hecho de que las pensiones son bajas, y este hecho extraordinario, es decir, que ciudadanos que trabajan toda su vida no se encuentren al final de ella con una pensión digna, no es culpa de los ciudadanos sino del Estado, que les arrebató la responsabilidad de ahorrar y les aseguró que él se ocuparía de su vejez. En vez de ello, el Estado ha conducido a la Seguridad Social a gravísimos desequilibrios financieros, de problemático desenlace, como veremos.

¿Cómo puede ser esto seriamente considerado una conquista social? En realidad es justo lo contrario, es el Estado el que avanza sobre la sociedad y conquista secciones crecientes de las libertades de los ciudadanos. Si éstos hubiesen podido mantener su capacidad de ahorrar, si no les hubiesen desprovisto de su dinero y anestesiado de sus responsabilidades, no habría ninguna crisis de las pensiones ni de la sanidad.

Otra vez, aquí no hubo ningún pacto social sino político: los políticos convinieron en aumentar los impuestos y reducir la libertad. En esta confluencia la primacía del poder prevaleció sobre cualquier distingo ideológico, y así fue como partidos políticos socialdemócratas, conservadores, democristianos, centristas y nacionalistas moderados no sólo abrazaron el intervencionismo sino que incluso le confirieron otra vez la antigua virtualidad de haber garantizado la paz y el orden, por frenar la expansión del comunismo en el mundo. Este argumento, sumamente dudoso, reunió en torno al Estado una aquiescencia extraordinaria, puesta en cuestión sólo hace muy poco, y sólo relativamente.

Es curioso que la izquierda, asimismo, reivindique no sólo el Estado del bienestar sino su propio protagonismo en su edificación y consolidación. Esto no tiene ninguna base histórica. El Welfare State, cuyo origen cabe remontar a gobiernos autoritarios de la Alemania finisecular, fue calurosamente extendido sobre todos los países durante el siglo XX, en un proceso liderado por políticos de todas las tendencias y características, desde mandatarios respetuosos de los derechos humanos hasta dictadores de diverso pelaje.

Resulta altamente cuestionable que dicha extensión estatal promueva la justicia. Y, al contrario, guarda vinculación con consecuencias muy negativas, como la marginalidad, con la droga y la violencia, con la pérdida de iniciativa individual, con la descomposición de la familia, con el paro. Y para colmo no están los malos efectos igualitariamente repartidos, sino concentrados en las secciones más débiles de la sociedad, los trabajadores sin cualificación, los jóvenes, los mayores, las mujeres.

Es revelador que este Estado que se vanagloria de encarnar la justicia social termine siendo hostil hacia tres componentes básicos de una sociedad libre: la familia, la propiedad y el ahorro. Desde la fiscalidad hasta la relativización del contrato matrimonial y los deberes recíprocos entre esposos, padres e hijos, la familia ha visto drenadas a favor del Estado facetas cruciales de la ética social, y ésta es una de las razones por las cuales el intervencionismo deviene moralmente devastador.

La propiedad privada es un fundamento de la libertad y la dignidad humana no por la angosta interpretación moderna que la confina a los derechos de propiedad básicamente inmobiliarios o patrimoniales. Cuando los liberales clásicos concibieron el Estado de Derecho la expresión “propiedad” no se refería sólo a cosas sino también a personas: “Yo soy propietario de mí mismo”, sentenció un famoso pensador. Y el Estado debía proteger la propiedad en ese amplio sentido. En cambio, como ya vimos, la política actual deslavaza la propiedad, atribuyéndole de entrada características morales peyorativas y supeditándola después a una aparente “función social” que típicamente nunca define la sociedad sino el Estado. El proceso desemboca en que las autoridades, en vez de proteger la propiedad, la van limitando cada vez más y, para colmo, en el sentido clásico, porque los recortes a los derechos de propiedad no se reducen a las cosas sino que atacan también a las personas y quebrantan el derecho fundamental a la propiedad del fruto de su trabajo.

Con esto encaja también la hostilidad hacia el ahorro, que suele ser además denominado con una palabra que suscita ecos siempre condenables: el capital. No es extraño, así, que los políticos intervencionistas que se plantean subir los impuestos recurran al argumento de que es malo gravar exageradamente las rentas del trabajo, pero no lo es el hacerlo con las rentas del capital, como si el capital no tuviera nada que ver con el esfuerzo de las personas, en su mayoría modestas, como si no derivara de decisiones libres de ahorro e inversión.

Otra forma de ver este problema es considerar al Estado como un ente fundamentalmente preocupado por privar a sus súbditos de responsabilidad a la hora de planificar su vida y su futuro. Pretende asegurarnos el bienestar, pero de hecho combate nuestra independencia y nuestra capacidad de previsión. Y en esta aversión del Estado hacia el largo plazo y la autonomía adulta de sus súbditos cabe situar otro extraordinario fenómeno social, simétrico al ya mencionado desdén hacia los ancianos: es la cultura de la juventud, aparentemente más mimada por todos que nunca antes. Hoy se es joven o no se es nada. Este disparate es menos inofensivo de lo que parece y enlaza con el referido problema de la conquista de la sociedad a cargo del poder político, un poder que parece preferir que los ciudadanos queden capturados en el corto plazo, que siempre sean jóvenes en un doble y negativo sentido: que sean inmaduros y dependientes.

Un gran liberal francés del siglo XIX aludió al “poder inmenso y tutelar” del Estado, que “podría ser como la autoridad de un padre, si su objetivo fuera, como el del padre, el preparar a los hombres para la vida adulta; pero, por el contrario, lo que busca es mantenerlos en una perpetua infancia”. Y en una admirable previsión del moderno Estado del bienestar concluyó: “Siempre he pensado que la servidumbre del tipo apacible, regular y gentil que acabo de describir puede ser combinada más fácilmente de lo que habitualmente se piensa con algunas de las formas aparentes de libertad, y que incluso puede ser impuesta al amparo de la soberanía del pueblo”.

Las drogas son un ejemplo particularmente dramático de los efectos perjudiciales provocados por la intervención pública, en especial entre la juventud. Criticar dicha intervención no equivale a afirmar, por supuesto, que las drogas sean buenas; al contrario, igual que el tabaco y el alcohol, son sustancias peligrosísimas, insalubres y adictivas. De lo que se trata es que el Estado empeora lo que ya está mal. La prohibición, en efecto, no ha disminuido el consumo de las drogas. Lo que sí ha hecho es aumentar su precio y ensanchar considerablemente la brecha entre ese precio y el coste de producción, es decir, ha ampliado el beneficio del narcotráfico, volviéndolo una actividad copiosamente rentable. Este hecho, unido a la particularidad de que hay personas que desean consumir drogas, convierte a dicho negocio en inerradicable. Y el resultado final es que no sólo se invierten cuantiosos recursos de los contribuyentes en un combate inútil, sino que ese combate estimula el delito y la inseguridad ciudadana, corrompe instituciones y gobiernos, arrasa países enteros y atiborra las cárceles de todo el mundo. Y todo esto es debido no a las drogas en sí, que ya son malas, sino a la prohibición, que es peor. Se han repetido, multiplicadas, las consecuencias de la famosa Ley Seca de Estados Unidos, que no acabó con el consumo de alcohol, pero creó la mafia y fomentó sus actividades criminales. Un antiguo liberal del siglo XVIII distinguió entre los delitos clásicos o naturales y los delitos que, como el contrabando, sólo lo son porque el Estado así lo determina unilateralmente, al interesarle monopolizar alguna actividad, o utilizarla para cobrar tributos, o también porque provoca el delito indirectamente. Por ejemplo, el contrabando de tabaco sólo se debe a los impuestos; de modo análogo a la prohibición del comercio de drogas, la elevadísima presión fiscal sobre los fumadores hace que sea muy atractivo y rentable violar la ley, dada la amplia y artificial brecha entre el coste del tabaco y su precio final.

Aunque los intervencionistas hablan del “coste social” que impondría el mercado en términos de una creciente desigualdad, lo cierto es que la intervención y regulación por razones de justicia tiene muchos más problemas de lo que parece a simple vista. En las sociedades civilizadas la característica es la diversidad, no la igualdad. La posibilidad de que una persona o grupo de personas, los gobernantes, definan el bien común o el interés general es estrecha, como lo prueban las ridículas contradicciones en que incurren cuando de hecho pretenden saber cómo se llega a ese interés general; y la realidad demuestra que no son capaces de hacerlo, ni siquiera en materias tan sencillas o irrelevantes como la selección de encuentros deportivos a ser retransmitidos por televisión en abierto.

Y así como no hay forma de definir el interés general más que mediante el respeto a unas normas iguales para todos, tampoco es capaz nadie de lograr ninguna justicia social igualando las rentas. El Estado, cuando pretende lograrla y justificar así su propia existencia y crecimiento, no se apoya sólo en el amor atávico a la uniformidad, que acaso sea el más primitivo de los recelos reaccionarios ante la innovación, sino también en que se trata de una igualdad que al parecer el Estado puede alcanzar. En cambio, que nos iguale en talento, belleza o virtud es inconcebible. Pero en realidad, la misión recaudadora del Estado, como vimos, está muy lejos de ser justa, con lo que la justicia social ni es justa ni es social.

La labor reguladora del Estado, al igual que la recaudadora, se ve afectada también por el riesgo usual del intervencionismo: lograr lo contrario de lo pretendido. En casos como el ya citado de los empresarios que emplean la legislación antimonopólica para obstruir la competencia, tiene lugar una “captura del regulador”, es decir, que las personas físicas o jurídicas objeto de la regulación se sirven de ella en su provecho. Las democracias se vuelven pasto para los grupos de presión que utilizan el Estado en su beneficio y que consiguen expoliar a las mayorías, inconscientes de sus exacciones, con frecuencia disfrazadas de justicia social, cohesión, defensa del empleo, protección de sectores “estratégicos”, etcétera. La lógica de estos grupos, con mucho que ganar con la intervención y mucho que perder con la libertad, se enfrenta a millones de consumidores y contribuyentes, desorganizados, con poco que perder individualmente con la intervención y con poco que ganar individualmente con la libertad. La redistribución no es de ricos a pobres sino de grupos desorganizados a grupos organizados, y de todos a favor del Estado.

El Estado tiene unas normas de estilo que conspiran contra la iniciativa individual del mercado: el funcionariado, el conservadurismo, la aversión al riesgo, la burocratización o el igualitarismo. La representación democrática padece lo que llaman los economistas el problema de la agencia, es decir, que nuestro representante no coincida con nuestros intereses, especialmente cuando hay numerosas y diversas cuestiones en las que el Estado debe definirse. La extensión de la democracia a toda suerte de campos merced a la intervención pública genera el peligro de la explotación no sólo de las mayorías desorganizadas, como los consumidores y los contribuyentes, sino también de las minorías, que en el mercado, como sabemos, pueden sobrevivir.

A pesar de todo ello, el pensamiento prevaleciente sigue siendo mayoritariamente intervencionista. Así como el mercado es considerado equivocadamente, como vimos, el epítome del egoísmo, el Estado es visto como el ejemplo de la solidaridad. Es muy interesante que la expresión más clara de la solidaridad en nuestro tiempo sean las organizaciones no gubernamentales y su propuesta de que los gobiernos asignen a labores humanitarias el 0,7 por ciento del PIB. Esto es confuso. Se llama solidaridad a lo que es obligatorio, puesto que las ONG no le piden a la gente que entregue libremente el 0,7 por ciento de su renta sino que le piden al gobierno que extraiga ese porcentaje coactivamente de los ciudadanos. Para más desorientación, las llamadas ONG no lo son casi nunca, puesto que en su mayoría son financiadas por el Estado, con lo que se trata de instituciones cada vez más poderosas y que obtienen cada vez más dinero de los contribuyentes, pero que al mismo tiempo no son elegidas ni controladas por nadie. Su poder e ideología pudo verificarse a finales de 1999, cuando boicotearon con éxito la reunión en Seattle de la Organización Mundial del Comercio y retrasaron una mayor apertura de los mercados, en contra de los intereses y las peticiones explícitas de los países pobres. Se sumaron así a la hipocresía de los políticos y burócratas de los países ricos, que aplauden el 0,7 por ciento pero a la vez les cierran la puerta a los países pobres cuando éstos quieren vender aquí sus mercancías, o sus trabajadores quieren vivir en nuestros países.

Así como está probado que la libertad favorece el crecimiento económico, no lo está el que haya que restringir la libertad para que los frutos del crecimiento puedan ser más equitativamente repartidos. Los países más liberales no sólo disfrutan de un mayor nivel de vida sino que además tienen la renta más equitativamente distribuida, entre otras razones porque los mercados más libres fomentan el empleo. En este sentido, llamar modelo solidario al impuesto en España y en Europa, con elevadas tasas de paro, resulta irrisorio. Parece, más bien, que el mercado es en sí mismo la mejor “política social”.

Pero los intervencionistas sostienen que el mercado condena a los pobres a la caridad, que hay que reemplazar por la justicia. Por un lado resulta asombroso que cuando ayudamos a nuestros semejantes libre y voluntariamente, es decir, cuando hacemos caridad, esa benevolente actitud resulte condenable; mientras que, por otro lado, cuando la ayuda es coactivamente extraída por el poder, ello resulte virtuoso. Esta confusión es una buena muestra de la degeneracion moral del intervencionismo.

La ayuda caritativa hacia los necesitados es virtuosa porque es libre y responsable, requiere un compromiso personal, como el de incontables mujeres y hombres que incluso en estos tiempos de invasión de lo público sobre lo privado siguen ayudando libremente a los demás. El Estado, en cambio, tiende a funcionar de manera corporativa hacia adentro e impersonal y uniforme hacia fuera. Esto puede ser recomendable si se trata de las funciones clásicas del Estado, pero el cuidado de las personas requiere algo más, y puede argumentarse que el Estado desmoraliza la cooperación, porque aunque aporta el bien, difumina al benefactor, que es el contribuyente.

Una sociedad justa, compasiva y solidaria no puede basarse en que el Estado empuje a sus integrantes a ayudarse mutuamente, sino en que las personas se ocupen de sus congéneres más necesitados porque una fuerza moral las impulse a hacerlo. Esa fuerza moral requiere libertad y responsabilidad, y se ve degradada cuando el intervencionismo estatal las limita a ambas. En realidad la justicia llamada social sólo tiene sentido cuando se refiere a conductas individuales y libres de ayuda al prójimo, mandatos de la moral, que sólo es plena cuando pivota sobre deberes, no sobre derechos, cuando se trata de dar y no de recibir; pero libre y no coercitivamente.

Tenemos, pues, a un Estado que es francamente imperfecto y costoso, que promueve conductas inmorales y actitudes antisociales, y que alimenta los intereses particulares de políticos, funcionarios y grupos que medran a su socaire, gracias a gastos, subsidios, aranceles, monopolios y protecciones varias. ¿Cómo reformarlo?

Las reformas

Una antigua falacia sostiene que los economistas no podemos decir nada sobre el tamaño del Estado en tanto que economistas, porque los debates sobre el Estado son cuestiones morales, políticas e ideológicas que dependen de las preferencias de cada uno. Esto no es correcto, porque presume que la economía es una mera relación mecánica sin sujetos, y no es verdad empíricamente, porque los economistas sí han abordado el tema desde la perspectiva de su profesión. Tanto el fracaso del comunismo como los problemas crecientes del Estado del bienestar llevaron a un nuevo consenso sobre la conveniencia de modificarlo, pero casi nunca las reformas propuestas han partido de una genuina comprensión de la dinámica del propio Estado y la necesidad de limitarlo.

Ahora es habitual aceptar el liberalismo como norma organizativa, y apoyar la racionalización, el control de la burocracia y del gasto, etcétera, pero al mismo tiempo afirmar cosas como ésta: “La reducción del sector público no se deriva de ningún posible razonamiento en cuanto a su eficacia… hacer eficaz al sector público no pasa necesariamente por reducirlo… el tamaño del sector público nada tiene que ver con su eficacia sino con las funciones que debe cumplir”. Esto es equívoco, primero porque alguna relación hay entre hipertrofia y eficacia, y segundo porque las funciones que el Estado moderno se ha fijado impulsan su crecimiento, no lo contienen. En este sentido cabe denunciar la falsedad con la que se pretendió históricamente justificar a la empresa pública, alegando que contribuía a maximizar el bienestar social o la justicia, a fomentar la productividad del sector privado, a resolver fallos del mercado o divergencias entre objetivos privados y sociales. Toda la experiencia prueba, por el contrario, que las empresas públicas no sólo son muy ineficientes y costosas, sino que además lo son precisamente por ser públicas.

No está claro que se pueda cimentar el Estado actual sólo sobre la base de un barniz de la economía de mercado, y, sin embargo, tal es el criterio más generalmente aceptado. Por ejemplo, se aplaude la descentralización, y ella debe ser en principio siempre bienvenida, pero no es necesariamente una garantía: el Estado español se descentralizó en autonomías y renunció a parte de su soberanía en favor de la Unión Europea, y no ha resuelto sus problemas. El caso de Europa es destacable porque conforma un claro convenio intervencionista en lo que ya es una de las zonas más colectivizadas del mundo no comunista, y cuya integración se funda más en una glorificación del poder centralizado que en la competencia y la libertad individual. El lenguaje que rodea a la UE pasa por la solidaridad y la cohesión, y por la condena de “la Europa de los mercaderes” o la afirmación de que Europa debe ser “algo más que un simple mercado”, expresiones reveladoras del menosprecio intervencionista hacia las libertades individuales, porque los mercaderes satisfacen nuestras necesidades, que expresamos libremente en los mercados: quien los desdeña nos desdeña.

La cultura intervencionista en Europa preparó el camino para la invasión de la política y la sustitución de las transacciones voluntarias de los ciudadanos por un anegamiento de controles y subsidios y toda suerte de distorsiones provocadas por la intervención política. Al no haber cambios en los criterios que informan la acción pública, tanto da que el Estado sea el de siempre o se fracture en algo más pequeño y autonómico o algo más grande y europeo: en ambos casos se repetirán sus vicios y se expandirán sus costes, junto a burocracias ensimismadas, corruptas, incontroladas y privilegiadas. Si el propósito era democratizar el Estado o acercarlo a la sociedad, el resultado fue el inverso.

Se habla de modernizar la gestión pública o “introducir el mercado en el sector público”, metas complicadas y acaso inalcanzables. No estamos ante un mero problema de gestión, que se resuelve cambiando gestores y métodos. El mimetismo a la hora de aplicar el mercado al Estado se observa en propuestas de fundaciones públicas, cuasi-mercados o “mercados internos” u otras concepciones de eficacia incierta.

La privatización de empresas públicas se ha extendido como guía general, aunque con grados de interferencias políticas que en muchas ocasiones son bastante elevados. Asimismo, esa estrategia no se acepta en lo tocante a la sanidad o la educación o las pensiones. Esto es visto como una amenaza. Es interesante porque los mismos argumentos que avalan una privatización avalan la otra: se privatiza porque el mercado lo puede hacer mejor, y así como vale para los teléfonos, cabe argumentar que un sistema de educación o salud o pensiones privado será más eficiente que el público, costará menos y dará mejores servicios. En cambio, es dudoso que la solución consista en aplicar métodos privados de administración de empresas a funcionarios y burócratas, con el puesto de trabajo asegurado para toda la vida, y con una remuneración que virtualmente será la misma tanto si trabajan bien como si lo hacen mal o no lo hacen en absoluto.

El mercado es rechazado para el caso del Estado del bienestar, y aceptado sólo de manera amputada para la gestión. Pero en el mercado, si una compañía quiebra, desaparece. Eso no ocurre en el sector público: pensemos en Hunosa o en las televisiones públicas. Es absurdo pretender que los ciudadanos son clientes del Estado igual que lo son de una empresa: la clave del mercado es que si a los clientes no les gusta la empresa no están compelidos a comprar sus productos. En el Estado sucede justo lo contrario.

Se ha dicho que los mayores enemigos del Estado no son sus críticos sino sus partidarios, los que radicalmente rechazan la existencia de obstáculos. En efecto, en tiempos recientes se ha extendido un consenso cada vez mayor en el sentido de que esa presunta criatura benéfica de la sociedad afronta riesgos apreciables. En general, la norma ha sido abordarlos de forma superficial. Un ejemplo es el llamado Pacto de Toledo para las pensiones españolas, por el cual los partidos acordaron mantener el sistema pero resolver su desequilibrio financiero bajando las prestaciones y aumentando las cotizaciones, mejorando la gestión, descentralizando, etcétera. Todavía son pocos los países, casi una docena en América Latina y uno en Europa, Polonia, donde a partir del ejemplo chileno se ha cambiado el sistema llamado de reparto por uno de capitalización, es decir, uno donde cada trabajador es responsable del ahorro para su pensión, y donde las pensiones no dependen de que los gobernantes recauden en cada momento para pagar a los pensionistas de cada momento.

Otra línea de propuesta es lo que podríamos llamar el aumento del malestar disuasorio. Se trata de tomar conciencia de los incentivos perversos que el Estado del bienestar inyecta en los ciudadanos, e invertirlos. Ello requiere una reducción de las prestaciones y un endurecimiento de las condiciones necesarias para percibirlas. Esto es menos sencillo de lo que parece, porque si no hay discusión sobre los objetivos del Estado, si se pretende que estos objetivos sigan siendo los mismos, no habrá motivo para endurecer el sistema. Además, el endurecimiento de los requisitos puede traer aparejado un reforzamiento de la llamada “trampa de la pobreza”: el estímulo a quedarse en el sistema, para no perder su protección.

Se comprende la lógica del endurecimiento: el Estado transmite la noción de que sus bienes y servicios son gratis, con lo que su demanda es infinita. Así como la pura teoría de los bienes públicos vimos que predice que estos bienes serán producidos insuficientemente en el mercado, parece que si pasan a ser provistos por el Estado serán producidos en exceso. No se puede olvidar que la intervención del Estado no es neutral; por ejemplo, no tiene sentido evaluar la sanidad o las universidades privadas olvidando el hecho de que existe una enorme provisión pública de esos servicios, que inevitablemente condicionará a los proveedores privados. Y quien dice sanidad o universidades dice televisión, transporte, etcétera.

Es sugerente que a pesar de la gratuidad, o más bien debido a ella, la gente suele estar más insatisfecha con lo que el Estado provee que con lo que compra en los grandes almacenes. Parece que los precios transmiten señales incoherentes cuando los manipula el poder. En el mercado, en cambio, las transmiten correctamente: si la gente paga es porque a cambio obtiene bienes y servicios aceptablemente buenos y baratos. En caso contrario, no los pagarán y las empresas o las personas deberán cambiar de actividad. Por eso el mercado tiende a no desperdiciar recursos. En el Estado no es así: el correo puede ser deficiente, pero no quiebra. Las televisiones públicas pierden cantidades inconmensurables de dinero de los contribuyentes y ningún político quiere cerrarlas.

Y si no se hará nada con algo tan frívolo como las televisiones, ¿qué esperar del Estado del bienestar? El problema estriba en que en España y en la mayoría de los países desarrollados las prestaciones básicas del Welfare State —pensiones, salud, educación y desempleo— han aumentado en las últimas décadas claramente por encima del crecimiento de la economía en su conjunto. Es cierto que el seguro de paro es cíclico, es un capítulo que sube durante las recesiones y baja durante las expansiones, pero las otras prestaciones han aumentado sin cesar. El caso de las pensiones y la salud presenta un cuadro de insostenibilidad y no ha sido afrontado más que con pactos o medicamentazos apenas cosméticos.

Muestra de inconsistencia es la alegación habitual de que el Estado del bienestar se sostiene siempre que no haya paro; pero lo que sucede es que los costes y regulaciones que él mismo impone causan paro. Con frecuencia los políticos intervencionistas abandonan toda esperanza de resolver el paro y esgrimen el curioso e indigno argumento según el cual, ya que el modelo del Estado del bienestar genera parados, al menos que los proteja con el subsidio de desempleo. Se establece así en ocasiones un juego peligroso según el cual la intervención estatal produce tres resultados, un extremo positivo, de más eficiencia y distribución más igualitaria, un extremo negativo, de menos eficiencia y peor redistribución (por los fallos del Estado), y una posición intermedia de mejor redistribución y menor eficiencia, o viceversa, sobre la cual “la sociedad” deberá decidir a través de la democracia. Como vimos, es utópico pensar que el conjunto de la sociedad puede arbitrar consensos de esta envergadura, y que lo más probable es que los políticos confluyan en situaciones parecidas al segundo resultado: ineficiencia e inequidad redistributiva. El énfasis que los intervencionistas ponen en los problemas de la marginalidad y la exclusión social debería tomar muy en cuenta hasta qué punto esos males no son producto del mercado libre sino de una letal combinación de ineficiencia económica e incentivos perversos derivada exclusivamente de la intervención política en los mercados.

Las reformas de las pensiones y la sanidad deberían subrayar el aspecto más atractivo de la privatización, y es que no suspende la provisión de los servicios y mejora su calidad. Esto no quiere decir que no vaya a pasar nada si se privatizan; al contrario, lo que sucederá es que serán provistas de forma más eficiente. El principal problema con la privatización de las pensiones pasa precisamente por ahí, por las dificultades de la transición, para que no se interrumpan las prestaciones. Pero esas dificultades no hacen más que expresar un problema que de hecho existe y que desequilibra las cuentas de la Seguridad Social; si los políticos no se han atrevido a una reforma genuina de las pensiones es fundamentalmente por temores electorales, no porque sea técnicamente imposible.

En realidad, cualquier cosa puede privatizarse siempre que se respeten los principios tradicionales del derecho, que son la base de la convivencia civilizada. Los presuntos peligros de la privatización se resuelven con las reglas de la justicia. Por ejemplo, no es justo privatizar un monopolio, además de no ser eficiente. El riesgo de que las empresas privatizadas hagan de su capa un sayo también queda así neutralizado; se ha alegado, por ejemplo, que si se privatiza un servicio público, como el transporte ferroviario, entonces las empresas descuidarán la seguridad de los pasajeros, cegadas por la avidez del beneficio. Esto no sólo es absurdo, porque comporta que las empresas son suicidas y van a dedicarse a castigar a sus clientes, sino que es incompatible con la conducta observada de las empresas en el sector privado. La presencia de la justicia equivale a que a cualquier gran almacén le puede costar, en todos los sentidos, carísimo un mantenimiento negligente de sus ascensores, que dé lugar a accidentes sistemáticos. Por eso los ascensores de los grandes almacenes funcionan bien. Y esto vale para trenes y aviones y cualquier otra cosa. Digamos, de paso, que el mantenimiento es precisamente un punto donde las administraciones públicas suelen ser muy débiles, porque la búsqueda de rentabilidad política hace que todos los mandatarios, en cualquier régimen, aprecien mucho más el construir que el mantener. La construcción es la apoteosis de la legitimación, mientras que el mantenimiento es una actividad modesta, de rentabilidad política escasa.

Cuando se habla de la dificultad o imposibilidad de privatizar tal o cual sector o entidad hay que recordar que todos los bienes y servicios cuya producción y suministro supuestamente no se pueden privatizar fueron privados. Todos. Desde los ferrocarriles hasta las pensiones. Lo único que sucedió fue que el Estado ocupó esas actividades, con argumentos pretendidamente incuestionables, provocó enormes costes y creó problemas allí donde no existían.

Veamos el ilustrativo caso de las pensiones, porque en principio no debería haber ningún inconveniente con ellas: ahorramos durante nuestra vida activa y después cobramos nuestra jubilación. ¿Dónde está el problema?

No hace mucho que la Seguridad Social recibía el nombre de “seguro”, porque en su origen tenía esa forma. Pero con los seguros no hay ningún impedimento. Estamos rodeados de estos mecanismos financieros que responden todos a una misma lógica: el tomador del seguro paga unas cantidades, o primas, y cobra unas prestaciones ante determinados sucesos, como accidentes o enfermedades o muerte. La lógica económica es nítida y las responsabilidades también. Y los precios: si queremos más cobertura, pagaremos más prima. Esto es lo que se llama capitalización, porque lo que vamos construyendo con nuestras primas es precisamente eso, un capital. Ese capital, habitualmente, y no por casualidad, mal considerado, es justamente lo que garantiza el cobro de las prestaciones.

Las pensiones públicas hoy no tienen nada que ver con esto: no ahorramos para nuestra pensión, ni acumulamos ningún capital propio, no somos responsables de nuestro dinero y lo que cotizamos no guarda proporción alguna con nuestra pensión futura, que no está garantizada. ¿Cómo pudo suceder esto? Porque el Estado, tal como vimos antes, arrebató a los trabajadores sus pensiones, muchas veces con políticas inflacionistas que arruinaron las viejas mutualidades obreras, e impuso el sistema actual, llamado de reparto porque es el Estado el que reparte: cobra cotizaciones a los trabajadores y los empresarios, y con ese dinero paga las pensiones. Es decir, lo que pagamos a la Seguridad Social no es ya nuestro ahorro, y nuestra futura pensión no está garantizada por ningún fondo sino sólo por el compromiso de los políticos de cobrarles en el futuro a nuestros descendientes para pagar nuestras pensiones. Las pensiones, así, están totalmente politizadas, y por eso los pensionistas se convierten en apetecible presa electoral.

Esta incursión del Estado en el ahorro de los trabajadores no sólo puede ser catalogada de inmoral sino que además ha terminado por arruinar el sistema, porque el juego irresponsable de los políticos sólo funciona mientras haya muchos cotizantes y pocos pensionistas. Cuando la pirámide demográfica se invierte, como lo está haciendo ahora y lo hará más en el futuro, la quiebra se cierne sobre el sistema. Por cierto, argumentar que como la economía va bien se pueden aumentar las pensiones es una locura, porque esos derechos de los pensionistas se consolidan y agravarán aún más el desequilibrio futuro de la Seguridad Social.

Los partidarios del modelo de reparto alegan que es justo, pero hay razones para dudarlo. Muchos de los sistemas modernos ocultan perversas transferencias de rentas, de grupos menos privilegiados a otros, como burócratas, funcionarios, o políticos, que cobran jugosas jubilaciones. Y en esencia no puede ser justo que los trabajadores no sean ellos mismos los propietarios de sus ahorros. Pero eso, que es la capitalización, es considerada por los políticos y la opinión pública como una amenaza, con lo que nadie se atreve a tomar medidas de fondo.

Con el bloqueo ideológico intervencionista, de amplias posibilidades demagógicas, con la idea de que si se privatizan la sanidad y las pensiones no habrá más pensiones ni sanidad que para los millonarios, la privatización es imposible y la situación desemboca en un callejón sin salida, porque los políticos, que temen el desapego popular más que nada, terminan paradójicamente alimentándolo, puesto que transmiten el mensaje de que los problemas sólo se pueden resolver recortando los gastos o aumentando los impuestos o las cotizaciones, pero manteniendo el Estado del bienestar en su esencia tal cual. Es un escenario donde los ciudadanos no parecen ganar nada.

El intervencionismo se basa en la triple falacia de que el Estado sabe más que la gente, tiene derecho a intervenir para corregir sus errores y nunca crea al intervenir un mal mayor que el que pretendía despejar. Esta visión se acompaña habitualmente de la crítica al mercado, de la idea de que la competencia beneficia sólo al empresario, no al trabajador; sólo al propietario, no al inquilino; sólo al productor, no al consumidor. Esto subyace a la dificultad de reducción real del Estado. Incluso, como ya hemos mencionado, tras bastantes años de lo que algunos se han atrevido a llamar “pensamiento único liberal”, tenemos un gasto público muy elevado, e incluso un intervencionismo renovado, puesto que aparecen entes reguladores muy poderosos que antes no existían: así, las labores de re-regulación de mercados presuntamente libres han dado lugar a instituciones cada vez más grandes y con clara vocación de permanencia, siendo ambas características muy discutibles.

La síntesis de las dificultades de las reformas se refleja en la parálisis política: los gobernantes se resisten a subir los impuestos, porque pierden las elecciones, y anuncian que los bajarán, para ganarlas, pero al mismo tiempo se resisten a bajar el gasto público, porque pierden las elecciones, y tienden a subirlo, para ganarlas.

La única salida de este círculo vicioso es pasar del Estado del bienestar al bienestar del Estado, es decir, conseguir que los objetivos públicos no demanden el triunfo desilusionante de un Estado al que se le exigen objetivos contradictorios simultáneamente.

El Estado tiene importantes funciones que cumplir, pero en realidad sólo puede hacerlo si está limitado, y esta noción es la base de la doctrina liberal. De ahí su defensa de los derechos humanos, del mercado, de la libertad de comercio, de un sistema monetario no manipulado políticamente, de la igualdad ante la ley, de la limitación del gasto público. La forma concreta que adopte el Estado no puede servir de excusa para violentar esos principios, ni aunque esa forma sea la democrática.

Un filósofo norteamericano dijo que en el fondo todos somos liberales clásicos, en la medida en que, por ejemplo, afirmaremos enfáticamente que la violación y la esclavitud y el robo están mal. No admitiremos en esos casos argumentos utilitarios (que se compare el dolor del individuo violado con el placer del individuo violador), ni democráticos (que una mayoría del Parlamento apruebe esclavizar a un grupo de personas), ni redistributivos (que robar está bien si el ladrón es más pobre que su víctima). Las tres posiciones indicadas entre paréntesis en la última oración serían rechazadas por una cuestión de principios. Ahora bien, cuando pasamos al Estado intervencionista y redistribuidor esos principios ya no parecen tan firmemente asentados, y de ahí la importancia de mantenerlos en todos los casos, incluso cuando el poder pretenda quebrantarlos en aras de la solidaridad o la justicia social.

La referida insatisfacción ante el Estado es sorprendente si se supone que tenemos el Estado que queremos, y que lo que hace es aumentar nuestra felicidad. Es verdad que los ciudadanos han votado para redistribuir y para limitar la libertad de otros, cada vez que han apoyado el aumento del gasto público; lo han hecho confiando en beneficiarse de ello. Pero como todo el mundo hace lo mismo, puede que todos aspiren a ganar, pero es imposible que todos ganen. Y así llegamos a la extraña situación actual, con un Estado enorme, pero que suscita desencanto, en manos de unos políticos poderosos, pero que suscitan desdén. Es revelador el que a pesar de la visión especular del Parlamento, y de la fantasía de que allí está toda la sociedad, sistemáticamente hay grupos que protestan en torno a estas asambleas: o bien no representan de verdad a todos, o bien hay un miedo característico del Estado redistribuidor, el miedo a que no haya para todos. Este miedo no sólo es un combustible para un conflicto constante entre grupos de la sociedad sino también frente a los extranjeros: así, la inmigración, que siempre fue considerada un bien, puesto que aceleraba la acumulación de capital humano y el crecimiento económico, de pronto es vista como una plaga a la que hay que poner coto.

La noción de protección del ciudadano, y de todos por igual, se fue restringiendo cada vez más y dejó su lugar a la protección específica de grupos específicos; ya no hay reglas generales, todo son reglas particulares. Esto creó el triángulo de hierro, la alianza entre dirigentes, funcionarios y grupos de presión. Finalmente, la redistribución a cargo del Estado deja de ser ni siquiera discrecional y pasa a ser crudamente arbitraria. Es sugestivo que este Estado presuntamente benefactor no sea transparente sobre lo que hace; la democracia, que presumiblemente iba a limitar el poder y exhibirlo a la luz pública, termina por expandirlo sin límites y soterrarlo en burocracias y reglamentos impenetrables.

Se responderá que el funcionamiento típico del Estado es conceder subvenciones abiertamente, al campo, la industria o la cultura, lo que hace además ufanándose de haber logrado consensos y haber negociado con todas las partes. Pero esto no es verdad, por dos razones. En primer lugar, los grupos que consiguen protección no son los que la necesitan sino los que mejor presionan. En segundo lugar, entre las partes que negocian jamás están los que pagan las subvenciones, los contribuyentes. Hay lobbies de asociaciones minoritarias, nunca de las masas. Todos los ministros de Agricultura se pavonean porque han protegido al sector; ninguno ha explicado jamás en cuánto se han encarecido gracias a ello los alimentos. Las autoridades se felicitan por el empleo creado gracias a las subvenciones, pero nunca hablan del empleo destruido por los impuestos que hubo que recaudar para pagarlas.

Al abordar cualquier reforma del Estado hay que tener siempre presente la vieja advertencia de la mano invisible, es decir, que la complejidad del proceso económico en los mercados avanzados implica el riesgo constante de pretender interferir en ellos sin tener un panorama de la economía en su conjunto, y, por tanto, con toda la probabilidad de que se desencadenen consecuencias no previstas ni deseadas. Por ejemplo, las autoridades congelan los alquileres, una medida considerada justa porque premia al débil, el inquilino, y castiga al fuerte, el propietario. Aparte de que esta división entre fuertes y débiles es una monstruosa distorsión, derivada de la mencionada hostilidad del Estado hacia la propiedad, porque es la fuente de la libertad individual, dicha congelación ha dado lugar en todo el mundo a tres consecuencias muy importantes, aunque no consideradas por la legislación del control de alquileres. En primer lugar, desaparece el mercado de viviendas en alquiler, con lo que se perjudica especialmente a quienes se pretendía proteger: los jóvenes que buscan su primera vivienda. En segundo lugar, se fuerza a la constitución de un porcentaje de propietarios de viviendas mucho más elevado del que se registraría en otras circunstancias, lo que ocasiona distorsiones en la asignación del ahorro y problemas de ineficiencia porque se dificulta la movilidad geográfica de los trabajadores. Y en tercer lugar, la baja o nula rentabilidad de las viviendas con alquileres congelados provoca una lógica falta de mantenimiento, que a su turno desemboca en el deterioro de los centros de las grandes ciudades, que incluso da lugar a derrumbes y accidentes con víctimas mortales.

Otro ejemplo es el de quienes pretenden proteger a la clase obrera obstaculizando el funcionamiento del mercado de trabajo. Un caso particularmente dramático es España, porque la dictadura franquista dificultó mucho el despido, con la idea de que así se amparaba a la parte más débil, al trabajador. La consecuencia fue la contraria a la prevista. En vez de ayudar al trabajador, el paternalismo de la legislación laboral desanimó la contratación y aumentó el paro. Así, el despido caro sirve a los trabajadores visibles mientras mantengan su empleo visible; cuando lo pierden, representa una barrera casi infranqueable a su recontratación y los arroja a la masa indistinguible de los desocupados o a la economía sumergida. Algo similar sucede con las cotizaciones laborales y empresariales a la Seguridad Social, un verdadero impuesto contra el empleo, o con los privilegios sindicales a la hora de la negociación colectiva, cuya acusada centralización dificulta la flexibilidad del mercado y le inyecta una dosis de paro muy superior a la que se registraría en otras circunstancias.

La brecha entre lo que se ve y lo que no se ve propicia el intervencionismo de los políticos y la labor subversiva de los grupos de presión. Las colocaciones creadas por el gasto público en cualquier empresa o entidad son siempre visibles, y su ajuste es difícil por la resistencia de sus protagonistas y el temor de las autoridades; pero los empleos destruidos merced a los impuestos que hay que cobrar para sostener los puestos de trabajo del sector público son invisibles, están dispersos a lo largo y ancho de la economía, aunque son por desgracia muy reales. Lo mismo sucede, pero al revés, cuando los políticos o sindicalistas o los medios de comunicación hablan con temor de que en tal empresa pública o tal sector protegido hay tantos empleos en juego o amenazados si la empresa se privatiza o el sector se liberaliza; sucede que lo que se ven son esos empleos, pero lo que no se ve son los empleos destruidos o que no se han podido crear en algún rincón de la economía por culpa de la ineficiencia y los costes artificiales que esa empresa o ese sector han inyectado al conjunto del sistema económico. Este juego de creación y destrucción de empleo, por cierto, no es neutral; no cabe argumentar que da lo mismo quién gaste, el Estado o el sector privado, y que los empleos generados y liquidados se compensan, porque para demostrarlo, y dejando de lado otras dimensiones del problema, hay que probar que la eficiencia y productividad de esos dos gastos son idénticas, lo que obviamente no es el caso.

Los intervencionistas suelen vanagloriarse por la modernidad de sus puntos de vista, pero cabe conjeturar que el modelo de Estado actual con derechos diferentes según los colectivos y desiguales para los individuos guarda un cierto paralelismo con tiempos remotos. Un economista ha subrayado que se remite a la Edad Media, porque allí sí había derechos para grupos; sólo que entonces el poder era algo más misterioso y más despótico, ante el cual para conseguir favores se suplicaba, no protestaba. Aceptado el matiz, parece que hoy, tras la máscara del progreso y la solidaridad, se ha pasado del capitalismo al feudalismo.

Estos cambios son tan profundos que es absurdo pretender corregirlos superficialmente. Veamos, por ejemplo, la cuestión de la corrupción, un mal generalizado que ha provocado un mal adicional: la idea de que los problemas del Estado son ocasionados sólo por individuos aislados sin escrúpulos. Así, en vez de vincular la corrupción con el poder, se termina relacionándola con su ausencia, y se postula como solución aún más poder, en términos de vigilancia, controles, etcétera.

Pero lo que ha sucedido con el Estado es que ha perdido la capacidad de proteger los derechos y libertades de los ciudadanos, para lo cual se supone que fue inventado. Una muestra extraordinaria de esta perversión es nada menos que la ley, que ha pasado de ser el refugio del ciudadano a ser una espada de Damocles. Hay innumerables leyes, de imposible cumplimiento: su propia multiplicidad, complejidad y severidad estimulan su violación. La picardía de funcionar al margen de la ley es en ocasiones irresponsablemente festejada, sin percibir la gravedad que comporta, al dejar de ser la ley amparo del pueblo y convertirse en herramienta de eventual represión por parte del poder. Cabe afirmar que no habrá reforma perdurable y liberal del Estado si no se aproxima a las viejas condiciones que deben cumplir las leyes en el Estado de Derecho: generalidad, abstracción, claridad y justicia.

Un punto crítico para la reforma del Estado es percibir las limitaciones de la democracia. La teoría de la elección colectiva demuestra que escenarios y normas razonables pueden desembocar en situaciones paradójicas, imposibles o indeseables. Es importante por ello no aceptar la identificación automática entre mecanismos democráticos y preferencias sociales. Se abre en realidad un amplio campo de posibilidades a los límites que cabe imponer a cualquier criterio de decisión social, en particular al democrático. Por ejemplo, es razonable extender el campo de las decisiones de tipo constitucional, es decir, que requieran amplias mayorías y limitar lo que puedan hacer las mayorías simples o mínimas (no pretendo compararlas con el Estado, pero si las comunidades de vecinos suelen ser austeras es precisamente por eso, porque no es fácil obligar a todo el mundo a que acepte pagar onerosas derramas sistemáticamente).

El objetivo, por supuesto, nunca puede ser debilitar y mucho menos eliminar la democracia, sino fortalecerla y protegerla contra los intervencionistas, que procuran hipertrofiarla escudados tras el viejo lema utilitarista, “la mayor felicidad para el mayor número”. Lo cierto es que las modernas sociedades abiertas no pueden ser unificadas en torno a muchos objetivos comunes, tal como sucede con las dictaduras o las hordas primitivas. Cabe censurar en este sentido el uso constante del término cohesión para justificar una mayor interferencia pública; las tribus son cohesionadas, las sociedades abiertas no.

El criterio de la mayoría no sólo no basta para custodiar la libertad, sino que bien puede contribuir a suprimirla. Por tanto, la consigna habitual de pedir una mayor participación ciudadana a la hora de reformar al Estado es un caramelo envenenado, porque el crecimiento del Estado democrático hace que los ciudadanos fundamentalmente “participen” obedeciendo y pagando, pero arrastrados por decisiones colectivas, no como en el mercado, donde pagan voluntariamente por decisiones individuales.

La expansión del Estado en aras de la justicia y la igualdad limita la libertad y amplía el mando de los políticos. Entramos en un curioso mundo, donde el poder nos bombardea con ideales que es imposible no compartir ¡porque son “sociales”, o sea, buenos! La pasión por la igualdad de resultados, que mina la responsabilidad y garantiza que todos obtengamos lo mismo independientemente de nuestros méritos y nuestro esfuerzo, ha animado el crecimiento estatal y ha fundamentado la mediocridad contemporánea, y la sustitución de la competencia por la presión al poder.

Es arriesgado y simplista sostener, por tanto, como ha hecho un destacado economista español, que bastan los mecanismos democráticos para que se cumplan las “preferencias políticas no individualistas de la sociedad”, y que los mecanismos redistributivos son los que “la sociedad prefiere mayoritariamente”.

Otra razón para limitar el poder proviene de los avances de la teoría económica, que han probado que la política económica es mucho menos efectiva de lo que se creía, en especial la política discrecional. Esto es relevante porque una de las claves del crecimiento del Estado ha sido la discrecionalidad: un Estado no discrecional incorpora una barrera necesaria para su crecimiento, aunque acaso no suficiente. Intelectuales intervencionistas de primera línea en nuestros días están elaborando esquemas estatistas de intervención no discrecional; el más audaz de los cuales es el “ingreso básico”, una reformulación del “impuesto negativo” planteado hace años por algunos economistas liberales, que propone la desaparición de toda la burocracia del Welfare State y su reemplazo por un mero mecanismo redistributivo de dinero, en una suma igual para todos.

Es en todo caso posible que buena parte del debate político quede ocupado por propuestas de reforma del Estado que no incorporen una nueva lógica para su contención, con lo que no permitirán salir de la situación actual de desasosegante parálisis.