VALENTÍN no cejaba, ¿iba o no iba a Londres? El frío había arreciado, pero, por Júpiter, era absurdo morirse sin haber visto Piccadilly (alusión de pésimo gusto, de lo más shocking, pensé). Me llevaría al Savage Club, donde sólo admiten a personas relacionadas con la literatura, la ciencia o el arte, y en el que había ingresado gracias a un amigo suyo, antiguo funcionario en la India y autor de un erudito volumen sobre las especies ornitológicas del Punjab oriental; ¿no estaba escribiendo un libro con Percy sobre Balaklava? El príncipe de Gales a veces cena allí.
Lo de Percy, quiero decir las memorias inéditas del mayor Aubrey W. Havelock, va sobre ruedas, adelanta a ojos vistas; lo que sucede es que están saliendo a flote circunstancias terribles que no sé si podremos hacer públicas. La situación es muy embarazosa y espero que no tenga que verme obligado a elegir entre ser un gentleman y un buen historiador. Veremos. En cualquier caso, Percy es una perla, el suyo ha sido un hallazgo providencial.
Côté potins, puedo decirte que aún se habla un poco del escándalo en que se vio envuelto cierto escritor a la moda al que condenaron a trabajos forzados convicto de sodomía; se puede ser un sinvergüenza y un depravado y guardar las formas, la privacy es la privacy, pero el caso al que aludo es intolerable. Inglaterra desprecia a ese supuesto caballero y ya ha empezado a olvidarle definitivamente.
Más actual e intrigante ha sido la desaparición de la esposa de un distinguido attorney de Belgravia; se encargó el asunto al mismísimo Sherlock Holmes, de fama universal, quien no tardó en dar con la solución del enigma: el marido de la desaparecida cohabitaba con una veintena de tortugas, de las que decía estar aprendiendo el secreto de la longevidad.
La fugitiva se había refugiado en casa de su tía, lady Circunference, en Sussex, y como el motivo de su fuga era honorable, la vida de todos ha seguido como hasta ahora.
El colaborador de Mister Holmes, el doctor Watson, veterano de no sé qué campaña del Afganistán, me decía en el Albemarle Club, mientras degustábamos un negus (aclaraba que eso era oporto, agua caliente, azúcar y especias, y que se llamaba así por el coronel del mismo nombre), que a su amigo le habían propuesto para la dignidad de Sir por los servicios prestados al país; pero que, aunque Sir Holmes no sonaba mal, Sir Sherlock Holmes era de una cacofonía espantosa, como el ruido de una vieja llave al girar en una cerradura oxidada. Eso hacía un tanto incierto el asunto.
La salud de la reina seguía declinando; los que tenían entrada en Windsor decían que se quedaba amodorrada durante el día y que hablaba en sueños (y en alemán) con el difunto Príncipe Alberto, reprochándose amargamente la blandura con que había educado al Príncipe de Gales. En otro orden de cosas puedo hablarte de unas apuestas que han cruzado dos caballeros de mi club. Se trata de saber cuántas especies de pájaros residentes y de aves visitantes hay en Hyde Park; uno de ellos afirma que son respectivamente cincuenta y seis y veinticuatro, pero la averiguación llevará tiempo.
La otra apuesta se refiere a un cálculo numérico aún más laborioso: ¿Es cierto, como suele decirse, que un ejemplar del Times tiene tantas letras como la Biblia? El bibliotecario del club lleva semanas con las comprobaciones pertinentes —utiliza, claro está, la Edición Autorizada, la Biblia del Rey Jaime, florón de la lengua inglesa—, pero aún anda por los libros sapienciales, por lo cual la solución de tan curioso enigma que nos tiene a todos en vilo parece que va para largo.
Delante de San Agustín una vieja sermoneaba con gran aparato de gestos al abate Ledoux, que parecía escucharla con aire resignado y contrito. Cuando logró desembarazarse de ella, se apresuró a darme dos noticias: primero, que lo que íbamos a hacer era ir andando hasta Saint-Germain, porque el hermano Sol invitaba a hacer ejercicio, y segundo, que en la rue Saint-Benoit me esperaba una sorpresa que no podía anticiparme.
¿Que no puede o que no quiere anticiparme? —inquirí.
Murmuró algo incomprensible sobre el poder y el querer, y añadió que el mayor inconveniente de las preguntas demasiado francas es que no suelen obtener respuesta. Había hablado con Monsieur Anselme Pierrefonds, amigo suyo desde tiempo inmemorial, e iba a aclararme todas mis dudas; que tuviese un poco de paciencia, una gran virtud muy cristiana y tan necesaria en los tiempos que vivíamos, y no tardaría en saberlo todo.
Dio por terminado el asunto, se aseguró el sombrero de canal, llenó de aire los pulmones y echó a andar briosamente en dirección a la Madeleine, obligándome a adaptar mi paso a sus zancadas. En las Tullerías, cuando ya sentía dentro de mí un fuerte sentimiento anticlerical, tuve que solicitar una tregua para reponer fuerzas. Me miró muy extrañado y tuve que recordarle que por su ministerio debía saber que la carne era débil, porque ya no podía con mi alma.
Sentados en un banco, se puso a hablarme de los Padres de la Iglesia, su tema favorito, aludiéndoles con la familiaridad de habitantes de la orilla derecha, y nunca he agradecido suficientemente a san Jerónimo su tenaz lucha contra toda clase de herejes, desde Helvidio y Joviniano a Vigilancio y Pelagio, sin olvidar a Rufino de Aquilea, que había sido el mejor amigo de su juventud, porque el minucioso relato de todas esas controversias me permitió recobrar aliento.
Luego pasó ágilmente de lo divino a lo profano y me aleccionó sobre antiguas modas, los jardines de Le Nôtre, el club de los Feuillants, el remoto origen del nombre del Louvre y las campanas de Saint-Germain-l'Auxerrois; pero para entonces ya cruzábamos el puente del Carrusel y ante nosotros se abría un Saint-Germain que me pareció recibirme con los brazos abiertos, porque era el final de nuestro recorrido.
Monsieur Pierrefonds vivía en una vieja mansión abuhardillada de dos plantas, que en la puerta exterior tenía un extravagante aldabón que representaba a un hombre y a una mujer desnudos enmarcando una cabeza de elefante con bigotes. El amigo del abate era un anciano de nariz respingona y boca en forma de corazón, un Mayol envejecido pero perfectamente reconocible, y que en vez de cantar La polka des Englishs o Cette petite femme-là, hablaba incansablemente de todo.
De pintura, de la que parecía ser un gran experto (la casa estaba abarrotada de cuadros), de los viejos tiempos en que conoció al abate (hace siglos, insistía, y en circunstancias que hacían reír mucho a los dos, pero que no se molestó en contarme), de la emperatriz Eugenia, a quien por lo visto había tratado en la intimidad, de anécdotas y chistes que debían de ser muy jocosos treinta años atrás, pero cuya gracia se había evaporado por completo con el paso del tiempo.
Una y otra vez se volvía hacia su mujer para que corroborara un recuerdo o le precisase una fecha, a lo cual ella siempre accedía solicita y sonriente, pero sin interrumpir su incesante actividad de orden y de limpieza; sin perder la sonrisa ni el hilo de la conversación, enderezaba cuadros, alisaba arrugas de la alfombra, quitaba invisibles motas de polvo, pasaba suspicazmente el índice por el reborde de los muebles, y hasta me obligó a levantarme por un momento del diván para mullir como Dios manda cierto almohadón.
Mientras, el locuaz y jovial Pierrefonds hablaba infatigablemente sin medir sus fuerzas: alargaba demasiado las frases, como movido por la impaciencia de no retrasar informaciones que debía de creer urgentísimas, contando con que la respiración iba a permitirle decir más de lo que podía; y siempre se quedaba sin resuello antes de rematar la frase, ahogándose cuando aún le faltaban dos o tres palabras que emitía en un suspiro desesperado y angustioso.
Entre los cuadros que nos rodeaban, uno me llamó poderosamente la atención, y no sé por qué lo relacioné con mi Adrien Baucaire. Era una escena nocturna en la que varios hombres de frac y chistera salían de una casa junto a cuya puerta había un farol; casi todo estaba sumido en las tinieblas, pero tras ellos cruzaba una inexplicable figura luminosa que tenía algo de angélico. Pero, ¿por qué relacionar al pintor que buscaba con los ángeles de Zoé, que no tenían nada que ver? ¿Y era aquél un ángel?
Pierrefonds estaba enterado de la causa de nuestra visita, pero no demostraba tener ninguna prisa por hablar del asunto. El encuentro con un viejo camarada de su juventud le devolvía una y otra vez a lo que él llamaba aquellos tiempos, lo cual para él debía de significar únicamente la época del Imperio.
Pero, ¿dónde estaba ya el Imperio, se preguntará usted?, me decía, cuando en realidad yo no me preguntaba nada parecido, ni había dado pie a hacer semejante suposición. Yo se lo diré, Madame, yo puedo decírselo mejor que nadie.
—El Imperio vive aún, no ha muerto, pero es solamente una anciana vestida de eterno luto que para con frecuencia en el hotel Continental, en la rue Castiglione esquina a la rue Rivoli, donde reserva en el segundo piso dos salones y un dormitorio: los números 181, 182 y 183.
Las últimas cifras se pronunciaron en una especie de estertor agónico que me hizo estremecer. ¿A qué venía aquello? El abate Ledoux cabeceaba benévolamente, señal inequívoca de que ya había oído aquella historia en otras muchas ocasiones, y con discreción desviaba los ojos hacia los cuadros. Yo le escuchaba imperturbable pensando que en París hacía estragos la monomanía del pasado y sintiéndome cada vez más vulgar por participar en ella. ¿Es que en la ciudad nadie pensaba en el siglo xx?
—La anciana de que le hablo, Madame, tiene una frente pronunciada y noble, predestinada a la diadema; lleva sobre los hombros un chal de encaje, y tiene junto a sí un búcaro con rosas, un relojito de viaje que mira continuamente y unas fotografías de su esposo y de su hijo, difuntos los dos, en un solo marco de tafilete. Levanta con su mano finísima, blanca con matices de ámbar, el tul de la cortina, y contempla los jardines de las Tullerías que hay frente a su ventana. ¿Va usted con frecuencia a las Tullerías?
—Hace media hora estábamos allí —dije—. Hemos venido dando un paseo higiénico —añadí rencorosamente.
—¡Ah! Para todos las Tullerías es un hermoso jardín lleno de cosas, para esta augusta anciana de que le hablo es un vacío. Ella no ve lo mismo que los demás, ella sólo ve lo que ya no existe, el lugar del aire donde en su memoria hay un palacio. No ve el jardín, ve al marido al que idolatraba, los juegos infantiles del hijo que no volverá de la guerra, la dicha, la majestad y el dolor. Las ruinas del tiempo, que nadie más puede ver, eso es lo que contempla desde la ventana.
Con lentos y comprensivos cabeceos, el abate parecía darle la razón, y la dueña de la casa, ocupada en desplazar sigilosamente un tapete salido de su sitio, lanzó un hondo suspiro que confirmaba lo dicho por su esposo. El había asistido a aquellas escenas, a una respetuosa distancia de la anciana, entre un grupo de fieles emocionados incapaces de olvidar, y era testigo de su dignidad irreprochable, sin una queja.
—Anselme, nosotros... —se atrevió a insinuar el abate, después de un conmovido silencio.
—¡Ay, siempre caigo en lo mismo, volver a hablar de aquellos tiempos! ¡Qué viejos nos hemos vuelto todos, qué manera de chochear! Venimos de la prehistoria. Usted no, Madame, las damas no tienen prehistoria ni historia, están fuera del tiempo —agregó al caer en la cuenta de que la galantería ante todo—. No paro de hablar y aún no les he enseñado los cuadros.
Evidentemente aún consideraba prematuro que tratásemos del motivo de nuestra visita, y se puso a comentar prolijamente los cuadros que nos rodeaban: La Vestal, Bruto condenando a muerte a sus hijos, El primer desengaño —una pompa de jabón que al estallar provoca el llanto de un niño—. El indiscreto, Paisaje de las landas, La enamorada de Mozart... El cuadro de la figura que a mí se me antojaba angélica era, según dijo, obra de un pintor que murió loco, un tal Dupont d'Yvry.
Divagó sobre los impresionistas, nombre del que tanto se ha abusado, advirtió, recordaba los primeros premios de todos los salones desde 1852, citaba precios de telas vendidas por él, escándalos y estafas, una frase ingeniosa que dijo la Emperatriz en 1865 ante el retrato de madame Louvoyer. Tropel le historias y apellidos borrosos que el tiempo había devorado sin dejar rastro. Acabó por tararear maliciosamente, a propósito no sé de qué:
Un casque de pompier
ça fait presque un guerrier!
—Me estoy poniendo pesado —se dolió en un instante de lucidez—, uno se hace viejo, ¿verdad Noel?, y ya sólo se interesa por lo que no interesa nadie más; de los jóvenes ya no sé nada, sólo atraer mi curiosidad cuando he conocido a sus padres... y a sus abuelos —terminó en un jadeo heroico.
—Ya te dije que esta señora...
—Claro, claro, usted se interesa por... ¡Pero, cuidado! Noel me habló de un tal Baucaire, pero aquí hay un error, un error flagrante, si lo sabré yo. No es Baucaire, sino Beaucoeur, Beaucoeur, ¿comprende? Adrien Beaucoeur, eso es. ¡Pobre Beaucoeur! ¿Quién se acuerda ya de él? (¿Y quién se acordará de nosotros dentro de muy poco?) Seguramente sólo yo, bueno, me corrijo, y usted, Madame, por razones que no acierto a imaginar. No heredó un gran talento para la pintura, pero sí un apellido formidable. ¡Beaucoeur! ¿No le parece hermoso? Suena a paladín de las guerras de religión. ¿Te acuerdas de él, querida?
La aludida dijo que si, que algo creía recordar, pero su severa mirada estaba obsesivamente fija en un hilo de telaraña que agachándose acababa de descubrir debajo del secreter. Hubo un revuelo, buscaban sin encontrarlo cierto álbum de fotografías que por lo visto había abandonado subrepticiamente el cajón donde solía reposar, emprendiendo no se sabe qué incongruente huida hacia lugares ignotos. Madame de Pierrefonds estaba sofocada, buscaba un culpable.
Por fin, donde nadie lo había guardado, apareció el álbum, con tapas de nácar, complicados almocábares áureos, inmenso como una cómoda portátil; pasaron unas cuantas de aquellas espesísimas hojas y pudieron poner triunfalmente ante mi vista la vera imagen de Adrien Beaucoeur, retratado por los años de la guerra de Crimea, de espaldas a un telón con un paisaje frondoso. Apoyaba el codo en un velador, y al pie de la fotografía desplegaba su firma el gran Nadar.
Parecía un hombre todavía joven, con bigote de mosquetero y perilla, el aire fosco y conspiratorio, la mirada extraviada, febril; el corbatín mal anudado al cuello, el chaleco abierto y la cadena del reloj demasiado colgante, todo haciendo pensar en un precario equilibrio que estuviera a punto de romperse. El artista segundos antes de su derrumbamiento.
Me lo pintaba solitario y tristón, muy hábil en el juego del boliche, apasionado e ingenuo. Si decía que estaba enamorado hasta la tumba significaba que le iba a durar una semana, si hablaba de amor eterno, quince días. Poco feliz en amores, según su amigo, y sin éxito como pintor, un paisajista mediocre a quien nadie hizo caso (no obstante, era un artista manejando el boliche, aseguró). No conservaba ningún cuadro suyo, algún esbozo tal vez, pero no sabía dónde, en alguna carpeta, en el desván.
—¿Qué ha sido de él?
—Murió en el setenta y uno.
Constance entonces debía de ser una niña, ahora todo se hacía claridad. El imposible que pedía era reconstruir un pasado que nunca había existido, que sólo fue un sueño en su mente enferma. En algún secreto lugar de la memoria se había alojado aquel nombre que le sonó a maravilloso, Beaucoeur —y que ella había entendido mal la noche de la isla—, y en torno al nombre forjó un amor culpable y no correspondido, en una casa solitaria de Auteuil, recitándose versos de Racine: Te lo ruego, no creas lo que ves con tus ojos.
No quería creer lo que veían sus ojos ni se reconocía en la realidad, solamente confiaba en lo que existía en su sueño, no quería entregarse a la vida, sino recordar lo que no pudo vivir. Adrien Beaucoeur, póstumamente, por el prestigio y la sonoridad de aquellas sílabas heredadas, desde el olvido había seducido donjuanescamente a Constance, y había sido objeto de un gran amor tenaz, desesperado.
Anselme Pierrefonds callaba con un gesto marchito, y el abate miraba melancólicamente sus arrasadas bocamangas. Había que irse, agradecer la cortés acogida que nos habían dispensado, todos los recuerdos inútiles que habían puesto a nuestra disposición para aclarar aquel minúsculo misterio que no debía de importar a nadie, sólo a Constance, que era quien no sabía lo que había soñado.
En la calle me sentí vaciada por dentro, y el abate Ledoux me eximió caritativamente de otra caminata; dijo que aprovecharía la ocasión para entrar un segundo en la rectoral de Saint-Germain, allí al lado. Había que regresar en coche, pero tenía que hacer una señal al cochero, y no me veía con ánimos para un esfuerzo así. Me hubiera dejado morir allí en la acera del bulevar con tal de evitarme un impulso de la voluntad, un simple gesto que me obligara a hacer alguna cosa.
Me encontraba ante un café muy grande que formaba esquina, y en su interior creí ver una silueta familiar, Maurras sentado solo a una mesa, con una mano en el oído, escuchando el fragor de la tempestad que llevaba dentro. Pero quizá no era él, no estaba segura, y además preferí que no me hubiese visto. Alguien me llamó por mi nombre y tuve un sobresalto y una brusca reacción rebelde: no me dejaban abandonar la partida.
Reconocí a Dupoirier, el del Hôtel d'Alsace, muy cariacontecido, que quería darme la noticia más triste: la tarde anterior había muerto en su hotel Monsieur Melmoth, aquel caballero extranjero que hacía tan grandes elogios de mí desde la noche de la cena.
Había sido terrible, una agonía muy penosa, él le había velado durante la enfermedad en los días últimos, y le inyectaba la morfina.
—Aunque la ocasión no sea la más adecuada, también quería decirle que no he dejado de ocuparme de aquel monsieur Baucaire por quien me preguntó; no he hallado rastro de él en mis registros, dudo mucho que alguna vez se hubiese hospedado en el Hôtel d'Alsace, pero seguiré buscando; siento mucho no haber tenido éxito y poder complacerla.
Le rogué que me acompañase hasta el hotel, y me condujo hasta el segundo piso, la habitación número ocho. El lecho mortuorio estaba en una pequeña alcoba que comunicaba con una sala mayor que habría servido de estudio. Presidían la cama un crucifijo y dos cirios, y junto a la puerta había un recipiente con agua bendita. Vi a siete o ocho personas, entre ellas una monja que velaba el cadáver y un cura corpulento y barbudo que hablaba por encima de las demás voces en inglés.
¿Cómo había podido vivir Melmoth, tan delirantemente esnob y refinado, en aquel ambiente ruin?
La cama estrecha, el cobertor, las cortinas y el papel de las paredes de color heces de vino, la mesa coja, el sofá raído y con pretensiones ridículas de un imposible lujo. Anaqueles con libros muy sobados, entre ellos dos de Balzac, La prima Bette y Eugenia Grandet, sobre la repisa de la chimenea un espejo deslucido y con manchas, y un reloj de mármol con un león rampante.
Melmoth, rodeado de flores, llevaba sobre el pecho un escapulario y una medalla franciscana. Parecía haberse empequeñecido, en las sienes habían brotado las primeras canas y un súbito envejecimiento acababa de posarse en sus rasgos; violenta capitulación de alguien que había luchado hasta el fin contra la vejez, y en quien ahora se cebaban los años que no había llegado a vivir, agrietándole la piel, ahondándole los ojos, superponiéndole una máscara desfiguradora de anciano.
Había en el rostro una cansada paz, la distensión de un gran esfuerzo sostenido, aflojado el ardor con que había querido parecerse a un supremo dandy que de cualquier adversidad sacaba una nueva prueba contradictoria de estar por encima de todo. Ahora otro Melmoth antes oculto empezaba a asomarse a sus facciones, convirtiéndolas en las de un ser distinto en el que yo no podía reconocerle. Era como un viejo indefenso, inerme ante la vulgaridad del mundo, después de haberse desmoronado su torre de marfil.
Sentía la amargura como un coágulo que se había agolpado en la garganta, me hubiese echado a llorar, y la monja interrumpió sus rezos para ofrecerme agua bendita y darme unas palmadas cariñosas en la mano. Costaba hacerse a la idea de que no volvería a hablar, de que aquellos labios que la muerte había perfilado, dándoles una dignidad extraña, no se abrirían más. El silencio definitivc me pareció la última y más desconcertante de su paradojas.
Alguien intentaba sacar una fotografía, pero el magnesio no funcionó, y mientras dos jóvenes que se llamaban el uno al otro Reggie y Bobbie discutían en inglés. En un cuenco había un montón de cigarrillos apenas empezados y una botella de ajenjo sobre el aguamanil; otra de coñac vacía estaba en un rincón del suelo. Cada detalle se me grababa en la memoria con una precisión que hacía daño.
Según Dupoirier, Monsieur Melmoth se pasaba las horas muertas en el patio del hotel, leyendo y bebiendo coñac, que mandaba a comprar a Jules, el criado; coñac de veintiocho francos la botella, una extravagancia, Courvoisier viejísimo que había que ir a buscar muy lejos, en la avenida de la Opera, porque no podía ser otro, era muy exigente con esas cosas, ya le conocía usted.
—Era un hombre tan bueno, pero amigo de decir frases sorprendentes. La semana pasada, después de unos dolores muy fuertes en el oído, cuando le hube inyectado la morfina y empezó a calmarse, se le ocurrió decirme: Amigo mío, cuando suene la trompeta del Juicio Final y yo yazga en mi tumba de pórfido, imagínese, su tumba de pórfido, voy a hacerme el sordo.
El clérigo de la.barba se me acercó y me dijo unas frases, posiblemente consoladoras, en inglés.
Le hice saber que no entendía ni una palabra, y entonces pasó a expresarse en un bárbaro francés y se presentó como el padre Cuthbert Dunn, de la iglesia pasionista de Saint-Joseph, en la avenida Hoche.
Dublinés como el difunto, añadió, como anunciando un título de nobleza. Un amigo de mister Melmoth, siguiendo sus indicaciones, le había llamado, pero antes de morir sólo pudo administrarle el bautismo y la extremaunción.
Entraron dos damas de riguroso luto y se quedaron inmóviles, recogidas ante el cadáver; un periodista hacía preguntas a unos y a otros, alborotando hasta que la monja le dijo por señas severamente que tuviera más respeto. Los llamados Bobbie y Reggie cuchicheaban, y apartado de todos los demás había un muchacho de piel cetrina, vestido ostentosamente como un rastá, silencioso e incómodo, como si cumpliera al permanecer allí un deber tan penoso como ineludible. Llevaba una sortija de color verde y en la corbata una perla rosa.
Entonces apareció alguien a quien por lo visto todos estaban esperando; dijo llamarse Gesling, contratista de pompas fúnebres de la embajada británica, y se puso a hablar con los ingleses en su lengua, aunque se volvía una y otra vez hacia Dupoirier para hacerle la misma pregunta, siempre la misma pregunta, como un loco: ¿Y la comisaría...? ¿Y la comisaría...? ¿Y la comisaría? Esto es irregular, decía, estamos fuera de la ley, ¿cuál es su verdadero nombre?
Retrocedí hasta la puerta y allí tropecé con el poeta in péctore, muy compungido; se moría de ganas de decirme algo, y no opuse resistencia. Había empezado a componer un nuevo soneto, pero cada alejandrino era una tortura, y las posibles variantes de cada verso le sorbían el fluido vital como vampiros, dijo desorbitando los ojos. ¿No sería posible que yo le diera mi opinión? Para el arte no hay momentos improcedentes, cualquier tiempo es sagrado, cada segundo de la existencia es una búsqueda ansiosa de la palabra exacta, de la armonía que lo es todo.
La lumière qui donne d'or et d'ambre la nuit.
¿Había reparado en esa zona intermedia, a caballo de la cesura, que creaba tonalidades sombrías, como una oscuridad sugerida por la repetición de la misma vocal? Era un efecto sonoro que le había costado mucho encontrar, y que servía de puente en un verso que empezaba con la luz y que tenía que morir con la noche. Nada es casual, insistió, la inspiración se doma con el trabajo de la lima.
Aquél podía ser un buen principio, el arranque de un nuevo soneto perfecto, porque si no podía serlo la Poesía en general y su propia vida estaban de más. Tampoco dejaba de tentarle la posibilidad de exagerar las aliteraciones, borrando el espejismo de sombra que había creado en el verso, y dejando oír una sucesión de sonidos que vibraban con un efecto de intensísimo redoble:
La lumière qui rend d'or et d'ambre la nuit.
¿Qué le decía de aquella solución, más espectacular, más atrevida, quizá de un gusto más dudoso por la audacia de su concepción? Era un verso que él se atrevería a llamar impuro, como arrastrado por un torrente pasional de luces y colores. Un verso que se contemplaba a sí mismo, hipnotizado por la barroca música de unas palabras que resumían en un ronco clamor todo lo existente entre el alba y el crepúsculo, porque seguíamos pendulando entre la luz y la noche, principio y término de todo.
No obstante, el verso tenía así una sospecha de narcisismo, se agotaba dolorosamente en los sonidos que le daban vida, y jugando con las mismas imágenes, había concebido otra posibilidad que personificaba la idea en una invocación a los ojos de la mujer amada; mujer o musa, diosa o ensueño, pero unos ojos que eran los protagonistas de la transformación, aunque ello significase sacrificar el simbólico balanceo entre la luz y la noche.
Ô, tes yeux, qui deviennent dans la nuit d'or et d'ambre
El verso ganaba en una seductora sinuosidad de línea, pero al mismo tiempo se oscurecía hasta hacerse enigmático, desafiando ciertas normas de orden que tal vez el arte debía transgredir para alcanzar metas más altas. ¿Cuál era mi parecer sobre todo aquello? ¿Podía considerarse como una concesión demasiado fácil? Toda gran poesía es rigor, contiene algo de espíritu geométrico, pero ¿y la tentación de la belleza rara y laberíntica?
También había previsto otra posibilidad, subrayando el carácter metafóricamente aterciopelado que sugiere la idea de la noche, y aprovechaba la ocasión para hacer la consulta, para ensayar con una persona sensible aquel embrión de verso que decía así:
L'or et l'ambre mêlés au velours de la nuit.
Esta última fórmula, ¿no me parecía la más justa? Emparejaba en cada uno de los hemistiquios materias nobles y afines, oro y ámbar, terciopelo y noche, y el verso, a semejanza del día, se inauguraba con el oro, los resplandores de la aurora, para al fin concluir con la noche, el reino de la oscuridad.
¡Cuántas vacilaciones y cuántas horas de tormento! Pero había que dar con algo inequívocamente expresivo, unas palabras que viviesen por sí mismas y para la eternidad en una música que resonase en todo el universo, que conmoviese a las estrellas. Todos desaparecemos, dijo señalando con un ampuloso ademán la cámara mortuoria, pero la Poesía nos sobrevive.
Hasta entonces yo aún no había abierto la boca, aunque él tampoco parecía pedirme tanto, bastaba con que se hiciese la ilusión de que alguien escuchaba aprobatoriamente, y balbuceé unas expresiones confusas porque no sabía qué decir ni tenía nada que decir tampoco. Se apresuró a agradecerme lo que debió de interpretar como la más sutil de las alabanzas, y se despidió volviendo al tono compungido de antes:
—Era un gran artista, yo le conocí.
Un sujeto que fumaba un puro y que dijo ser el médico del distrito me apartó de un empujón para entrar. Preguntó si el difunto se había suicidado o había sido asesinado, lo cual causó desconcierto, y una vez se le dieron las explicaciones oportunas, examinó rápidamente el cadáver con aire de incredulidad; luego hizo varias preguntas a Dupoirier y a Jules.
Comprobó que la botella del suelo estaba vacía, señaló la de ajenjo y pidió un vaso para asegurarse de cuál era su contenido. En el hotel debían de tener más coñac, dijo jocosamente, Dupoirier le hizo servir una copa, pero el licor no fue de su agrado.
Murmuró unas espesas bromas macabras, exigió honorarios desmesurados que le pagaron los jóvenes ingleses, firmó unos papeles con aire distraído y se fue.
Las dos enlutadas se santiguaban y desaparecían por la escalera, el periodista hojeaba el pliego de firmas y tomaba unas notas en el puño de su camisa, y yo me dispuse a irme también. Oí un comentario de que Melmoth había dejado considerables deudas, que debía mucho dinero al Hôtel d'Alsace y a un tal doctor Tucker, que había sido muy bueno con él, aunque se había equivocado de medio a medio en el diagnóstico. Llevé aparte a Dupoirier y le di cien francos.
La rue des Beaux- Arts era estrecha y el cielo estaba tan nublado que en pleno mediodía la luz era escasa. Las fachadas tenían una tonalidad yesosa, puertas de pequeños hoteles y de pensiones, talleres de pintor, tiendecillas modestas, huecos oscuros y anónimos que no se sabía adónde podían dar. Una nube cárdena se extendía sobre nuestras cabezas, la forma de un águila derribada que fuera a precipitarse sobre las buhardillas de Saint-Germain-des-Prés