LA salud de Su Majestad la Reina Emperatriz inspiraba graves temores, había regresado de Balmoral y sufría insomnio y un desasosiego indefinible, pero en Palacio se guardaba un respetuoso y dignísimo silencio sobre la cuestión. Una soberana inglesa —y la Divina Victoria era el compendio mismo de las virtudes del trono— nunca estaba enferma, y solamente podía morir en caso de extrema necesidad.
En el Transvaal, la guerra contra los salvajes blancos (porque según Valentín los bóers no merecían otro nombre) iba mejor; había que seguir siendo firmes e intransigentes, tener el valor de negarse a la compasión, estar dispuestos a todos los sacrificios por la Patria, no dar cuartel, el honor del Imperio dependía de ello.
¿En quién podía confiarse?, me preguntaba Valentín en su carta, y sin esperar a lo que yo pudiera decirle, suponiendo, que es mucho suponer, que yo respondiese, se apresuraba a contestar: mi nombre es lord Kitchener. El héroe del Sudán volverá a serlo en el Transvaal, pero los políticos le tienen atado de pies y manos, e incluso se murmura que Su Majestad recela de él. ¡Si le dejaran hacer la guerra!
Pero ¿dónde estaban las guerras de antaño?
Ahora, por ejemplo, ya no había uniformes como antes, había que hacer la guerra con unos feos uniformes terrosos; ¿sabía yo que la palabra caqui venía del indostaní y que significaba color de polvo?
Y luego en las nuevas guerras la caballería ya no podía lanzarse a la muerte con el heroísmo gallardo de otros tiempos. ¿Cómo va a entrar en la Historia un regimiento? ¿Como el 21 de lanceros delante de Ondurman? No fue la gloriosa carga de la Brigada Ligera en Balaklava, pero...
Por cierto, el asunto de las memorias inéditas del mayor Aubrey W. Havelock iba por buen camino.
Mantenía conversaciones con Percy, el joven de quien ya me había hablado, y era casi seguro que acabaría por convencerle para que le ayudase en su tarea. Dos días atrás los dos habían cenado con el coronel George N. Poinseby, O. M., gran experto en la guerra de Crimea, en el New Travellers de Piccadilly, uno de los pocos clubs de Londres que aún se podían frecuentar, y habían sentado las bases de su investigación.
¿Me acordaba de Paco Morcuende, Paquito, aquel amigo español que me había presentado en París el año de lo de Panamá? (¿Cómo iba a acordarme de alguien que se llamaba Paco Morcuende? A Valentín el abuso de té le había reblandecido el cerebro.) Había pasado unos días en Londres y les habían invitado a Ivy House a cazar faisanes. Gastronómicamente hablando había sido una experiencia mala: la bisque era digna de las más misericordioso de los olvidos, el chéster incomible, y el recuerdo de una infecta gelatina color naranja aún le perseguía en los momentos de depresión.
¿Me decidía o no a hacerle la visita prometida?
Pues no, resueltamente no. Antes quería comprobar si el escurridizo Adrien Baucaire seguía viviendo en el Hôtel d'Alsace, suponiendo que no fuera un fantasma (era curioso que al preguntar por él todo el mundo perdiera la memoria). Aurélien se presentó poco después tras haber hecho una gira por diversos marchantes del barrio.
El nombre no les dice nada.
En París hay más artistas que gorriones —dije con despecho.
Constance tampoco te garantizó que fuera un Delacroix; debe de ser un pintor malo, el amor es ciego para las bellas artes.
Acababa de oírse la sinfonía callejera de los colegiales del Condorcet, aquella tarde interpretada en allegro agitato, y aunque el salón había quedado completamente a oscuras me resistía a que se encendiera la electricidad, y propuse que emprendiéramos una expedición a la rue des Beaux-Arts para salir de dudas lo antes posible.
—Vámonos ahora mismo, mamuchka, antes de que empiece a sospechar que me he vuelto ciego.
Volveremos para cenar —dije.
—Ah, eso sí que no, toda frugalidad tiene su límite. Tres noches casi seguidas no se puede cenar en tu casa, uno es sacrificado, pero trapense no. Te invito a un buen restaurante.
Eso en boca de Aurélien quería decir que confiaba en que yo pagase. Ya contaba con ello y nos pusimos en marcha. Tal vez no era la hora más adecuada para hacer visitas, pero las había peores, y si el tal Baucaire es como yo le imaginaba, no debía de ser alguien muy sensible al protocolo social. Seguramente un bohemio desastrado y poco recomendable.
El Hôtel d'Alsace, en el número 13 de la rue des Beaux- Arts, no tenía mal aspecto en su modestia, pero la muchacha que nos atendió y a la que preguntamos por Baucaire era demasiado tonta para poder darnos algo parecido a una contestación, a no ser que fuese simplemente muda. Se perdió en las interioridades del hotel para reaparecer con un obsequioso individuo que dijo llamarse Jean Dupoirier, el propietario, y estar a nuestro servicio.
—¿Monsieur Baucaire? No me suena, no creo que sea uno de nuestros huéspedes.
Nos miraba sinceramente apenado, tratando de encontrar un pretexto que le permitiese dar mejores noticias. Consultó infructuosamente el libro de registro, luego echó mano de otros más antiguos, y a medida que su busca se iba revelando inútil, aumentaba su aire de desolación y de tristeza. Lo sentía mucho, lo sentía muy de veras, pero no recordaba aquel nombre ni figuraba en ninguno de sus libros, pero ¿podía hacer algo por nosotros?
—Tal vez nuestra información lleve un retraso de algunos años —me atreví a suponer—. Quizás este caballero fue su huésped hace mucho tiempo.
—Eso podría explicarlo todo —concedió aliviadísimo el servicial Dupoirier.
—Es posible que vuelva de nuevo —apunté.
—Sería un placer para mí.
—Si yo le dejara mi tarjeta, ¿sería usted tan amable de avisarme en caso de que se inscribiera de nuevo en su hotel?
—Cuente con ello, Madame, siempre a su servicio.
—Es lo único que podemos hacer —dije alargándole mi tarjeta.
—Éxacto —dijo Dupoirier, abriendo mucho los brazos e inclinándose para hacer una media reverencia cortesana.
¡Qué íbamos a hacer! Mientras hablábamos alguien había estado bajando la escalera y se había detenido ante nosotros mirando de hito en hito a Aurélien, a quien saludó por su nombre. Se estrecharon las manos con cordialidad, pero Aurélien parecía embarazado y titubeó al presentarme, como si dudara antes de pronunciar su nombre. Pensé que la mala memoria de Aurélien debía de jugarle con frecuencia esas malas pasadas. El otro se apresuró a sacarle del apuro: Mister Sébastien Melmoth, dijo, y su besamanos me pareció digno del príncipe de Gales.
Tenía efectivamente algo de un rey que viajase de incógnito, pero que tuviese mucho empeño en que no pasara inadvertida su real presencia.. En cualquier casó, un gran señor, con muchas tablas en la high life —empezaba a contagiarme de Fanny y de Valentín— y unos cuantos detalles exteriores ostentosos y de original: los guantes lavanda pálido que llevaba en una mano, el bastón de ébano con puño de marfil, sortija de oro con una gran piedra verde y a manera de dije una estrella de plata.
En la rue des Beaux-Arts no abundaban los reyes, aquél debía de ser un salonnard enfermo o vicioso, quizá sólo gastado por muchas horas de alta sociedad, de luces artificiales e ingenio que se derrocha porque sí, para desvanacerse en un aire que olería a tabaco inglés, a cuero viejo y a perfumes sutiles de gran dama; un aire venenoso de vanidad y refinada maledicencia, amortajado en el buen tono, salpicado de madeira y de coñac, del que era inútil tratar de huir, que perseguía a sus víctimas hasta la muerte por la pobreza, el destierro o el ridículo.
Alto y con corpulencia, adiposo más bien, de movimientos lentos, manos pequeñas y fofas que entregaba con flojedad, expresión hierática y cara tan descolorida que unos lunares palidísimos destacan fuertemente en su piel. El rostro, un poco caballuno y vulgar, rasurado por completo, las mejillas carnosas y fláccidas, la nariz fuerte, el mentón enérgico y la garganta guillotinada por el cuello de pajarita.
Sus labios me recordaron un éclair relleno de mermelada de frambuesa, tenía una boca innoble, extraña e irregular, con los labios mal encajados, formando repliegues y espesas curvas; pero aquella ingrata boca —sobre la que sin cesar ponía el dedo índice, ocultando en la medida de lo posible una dentadura también poco atractiva— añadía un insólito toque de rara distinción a su cara.
No obstante, lo más fascinante en él eran sus ojos, oblicuos y soñolientos, de color azul pálido, con motas doradas en torno al iris, que se transformaban según la luz en verdigrises o verdes; unos ojos grandes y luminosos, con profundas bolsas violáceas que sugerían estragos de algún mal profundo, insomnio o tentaciones de alcohol, contribuyendo a la imagen de algo informe y abotargado que daba su rostro.
Melmoth hablaba con Aurélien de los viejos tiempos, fumando nerviosamente un cigarrillo, exhibiendo entre sonrisas el mejor arte de marcar las pausas en un actor, con un francés esmerado y elegante que tenía un leve acento extranjero que no era el propio de los ingleses. Al cabo de unos minutos, condescendió a invitarnos a cenar, aunque por la mirada de reojo que me dirigió Aurélien comprendí quién iba a pagar la cena de los tres.
En el café de París de la avenida de la Opera, Melmoth entró correspondiendo con reserva a los saludos, tal vez inexistentes, de otros comensales, y nos sentamos a una mesa. Eligió un caprichoso menú, ostras pied-de-cheval venidas de la Mancha, huevos revueltos con camembert y trufas, aiguillettes de canard y de postre solamente oporto con nueces.
Durante toda la cena sólo toleró vino del Rhin con agua de seltz.
Escuchábamos embobados su soliloquio, mudos aunque él, muy cortésmente, se concedía frecuentes pausas alentándonos a participar en la conversación, que fue desde el principio una fiesta de palabras e ingenio; pero ni Aurélien ni yo nos atrevíamos a intervenir interrumpiendo aquel recital de virtuoso, y después de un silencio encendía un nuevo cigarrillo (había alineado a su izquierda tres pitilleras, de oro, plata y piel), seguía monologando con deslumbrante seguridad de artista.
En él había asombrosos contrastes: su rebuscada elegancia y aquellas manos gordezuelas, de colegial desaseado y travieso, con callos, rasguños, manchas de tinta y uñas rotas; aquel don de hacer que la misma palabra pareciera una joya o un guijarro, según las inflexiones de la voz; su ineludible necesidad de agradar, que tenía otra cara paradójica, la insolencia, el descaro del ataque, la más hiriente de las ironías.
Aún no sabía nada acerca de su persona, porque parecía disimularse detrás del fulgor de sus palabras, y en uno de los educados silencios que nos brindó le dije que si no le había entendido mal debía de ser inglés. Le vi reír negando con la máxima energía.
—Los ingleses son una raza fútil y quizá despreciable (aunque no me atrevo a asegurarlo), y ello explica su afición a los deportes y su éxito en los negocios. Yo soy de una estirpe de celtas soñadores y fantasiosos que sabemos muy bien qué es lo esencial de la vida: tumbarse en un sofá, por ejemplo, y echar a volar la imaginación, sentarse alrededor de una mesa con buenos amigos, como ahora, beber ajenjo o champán, perderse en la belleza de un cuadro o en una nostalgia, dedicar años a escribir un solo verso, que aún estará lejos de la perfección. O dar el placer a los demás con nuestras palabras. Lo único digno de vivirse es casi impalpable, y desde luego indecible. Por eso es tan divertido dedicarse a decirlo.
—Veo que no le gustan los ingleses —dije.
—Madame —contestó con una sonrisa retadora—, nadie es poeta en su tierra. Yo era muy conocido allí, por lo menos tanto como el Banco de Inglaterra, y les diré sin jactancia que el Imperio Británico no se recuperará jamás de mi paso por la vida; pero no congeniábamos, ésa es la verdad. Yo quería vivir para ser feliz, y casi todo me ayudaba a serlo, en especial mis enemigos: bastaba perseverar en todo lo que me reprochaban para saber que daba pasos muy firmes hacia la felicidad y hacia mí mismo; hay que cultivar lo que la gente nos critica, es lo mejor que hay en nosotros. Me rizaba el cabello y me lo teñía de color ámbar, me disfrazaba de Balzac; en Londres todo eso daba mucho que hablar. Decían de mí que era apolíneo, ¿no parece imposible?
Y me cantaban cosas así:
As you walk down Piccadilly
with a poppy or a lily
in your mediaeval hand...
Mis manos nunca han sido medievales, ya lo ven, ¡qué le vamos a hacer! Exigían que trabajase, cuando el trabajo es para los que no tienen nada mejor que hacer; la pereza es un don precioso que malgastamos estúpidamente. Los ingleses eran intolerantes conmigo, yo sólo lo era con la fealdad; yo vivía a gusto, ellos se sentían incómodos, porque en el fondo están desconcertados por ser ingleses, no saben cómo serlo; disimulan todo lo que pueden jugando al críquet, pero se les nota.
Era un chisporroteo incesante de humor, frases cínicas y lapidarias que decían lo contrario de lo que el oyente esperaba oír, pero que levantaban ecos misteriosos en algún rincón insospechado de nosotros mismos. Y hablaba y hablaba sin atropellamiento, con la naturalidad de un improvisador genial que no se cansa y que no tiene prisa, que encuentra el sentido de su vida en el juego vistoso y cegador de las palabras y las ideas vueltas al revés, divertidamente pervertidas para nuestro goce.
Aurélien evocaba antiguos encuentros de ambos en el París de años atrás, y Melmoth parecía adentrarse con él por senderos de melancolía.
—París está muy aburrido —observó—. En verano puedo dar indicaciones falsas a los turistas ingleses, pero ahora... Este es el invierno de nuestro descontento, como dijo aquel inglés que los ingleses nunca se han merecido; ¿dónde está aquel glorioso verano de aquel sol de York? Hasta pedir dinero es monótono y sin alicientes.
Hablaban de gente que conocieron. El divino Verlaine, que murió hecho una piltrafa en un hospital, perpetuamente borracho, y a quien Melmoth recordaba en el Café Francois I, envuelto en miradas de idolatría de Bibi-la-Purée (¡Pobre Lélian, deberían levantar su estatua en un café, siempre al abrigo de la lluvia!); el pequeño Gide, ¿continúa tan insoportable? ¿Y Heredia? ¿Y el griego olímpico, qué es de Moréas? (¿Existe realmente Moréas?) Todos seguíar siendo grandes desconocidos.
—¡Verlaine, enamorado del ajenjo, ese demonio turbio e irresistible como el placer! Según el docto Nordau, todos los genios están locos, pero olvida que todas las personas sensatas son idiotas.
Se quedó pensativo, sopesando la rotundidad de la frase, como si se preguntara: ¿Es digna de mí?
—Todos los grandes hombres somos incomprendidos. ¡Abajo los honores oficiales! —dijo Aurélien—. El escritor no necesita más medallas que sus lamparones.
—Amigo Ledoux —y el nombre se fundía en la boca de Melmoth—, ¡ay de nosotros cuando nos comprendan! Habremos ingresado en la estética de las clases medias. Ser un réprobo es una bendición, nos condena al humor y a ser originales. Un artista no puede estar de acuerdo con esa sociedad de filisteos, ni con las academias, y no digamos con la Revue des Deux Mondes, sería su fin; ni siquiera debería estar de acuerdo consigo mismo, el marasmo.
Tal vez la muerte nos reconcilie, pero dudo que para entonces nos apetezca disfrutar de esa paz. Si es que las paces se disfrutan, yo creo que más bien se soportan, ¿no les parece?
Aurélien aludía oscuramente a cierto drama de Londres en el que se había visto envuelto Melmoth, y a un intemperante marqués al que echaba toda la culpa; pero con tanta vaguedad que no llegué a hacerme una idea clara de lo sucedido. ¿Qué desgracia, qué caída fatal había sido aquella de la que sólo podía hablarse con rodeos?
—Fue ignominioso.
—Ni nombre ya lo anunciaba, madame; como san Sebastián, mi patrón, estaba predestinado al tormento. Era lo único que se merecía mi público —añadió Melmoth con mucha calma—. Al fin y al cabo, sin una tragedia, ¿qué sería de nuestra vida? La catastrophe du banal! La adversidad ha sido una bendición, me ha dado un buen argumento y ahora escribiré un gran libro sobre la soledad y el fracaso. He aprendido a dejar atrás muchas cosas, como el aeronauta suelta lastre para elevarse. ¿Hacia dónde?
¡Hacia el sueño de la felicidad! ¡Quiero ser feliz! 0 al menos soñarlo, no queráis despertarme.
Se pasaba la mano por la cara para componer unas facciones que se habían convertido en una máscara de tragedia. Sacudió la cabeza negativamente.
No quiero engañarles, amigos míos, ya he escrito lo que tenía que escribir; lo escribí cuando no conocía la vida, ahora que sé el significado de la vida ya no tengo nada que escribir; la vida no puede escribirse, sólo vivirse. Yo he vivido. No crean lo de antes, les estaba mintiendo; no sé si seguir obstinándome en ser inocente; he sido un príncipe, y verse destronado es una gran tristeza. ¿Cómo se puede vivir sin el halago? Necesito la adulación más que la comprensión, no me importa que no me entiendan si me admiran. La vida se ha hecho tediosa, este siglo se apaga como una vela ya consumida; ya no podremos hacer nada grande, sólo nos quedan las palabras hermosas e inteligentes, pero por poco tiempo. De las cenizas de este siglo surgirá otro lleno de promesas, pero yo ya no estaré aquí para verlo, y por lo tanto imagino que será horrible. Si al comenzar el nuevo siglo yo viviera todavía, sería más de lo que los ingleses pueden resistir. ¿Se acordarán de mí? Quiero que pongan en mi tumba: Aquí yace Melmoth. Fue el primer corazón de Inglaterra, su latir será eterno. ¿Le parece presuntuoso? —preguntó mirándome.
—Todos los sueños lo son —repliqué.
Aurélien desvió diplomáticamente la conversación hacia cuestiones literarias. ¿Había leído las últimas novedades francesas? ¿El Journal d'une femme de chambre, de Mirbeau, L'appel au soldat, de Barrés, Claudine à l'école, de Willy o del negro que hubiese utilizado en esta ocasión? ¿Y Jammes? ¿Y Huysmans? ¿Conocía las últimas cosas de Lorrain y de Rachilde?
—No estoy lo que se dice al día, y mi curiosidad tampoco es demasiado grande (he oído lo de Huysmans, si se ha ido a un monasterio es un gran escritor). ¿Saben lo que leía en la cárcel? (Porque he estado en la cárcel, Madame, así nos ha pagado el mundo.) Las obras de san Agustín, la Historia de Roma, de Mommsen, la Divina Comedia y Los tres mosqueteros, como ve lecturas sustanciosas. No sé si podré volver a leer novedades de librería; una novedad que no cuente por lo menos varios siglos no me parece cosa seria. He sido exquisito hasta lo abominable, pero empiezo a estar saturado de exquisiteces, me empalaga tanta preciosidad; y esos necios que quieren copiar la vida tal cual es me repugnan.
Mi literatura nunca se ha parecido a la vida, ni quiere parecerse. Hay demasiada vulgaridad y tristeza a nuestro alrededor.
—Entonces, ¿qué libros va usted a escribir?
—Temo estar condenado a la genialidad, Madame, es mi destino —dijo con una sonrisa capaz de hacerse perdonar la mayor de las atrocidades.
Empezaba a entender el truco: hablar de las cosas graves con ligereza y de las ligeras con seriedad. De este modo todo se contaminaba de una mezcla adúltera de chanza y de tragedia. El universo se invertía, permitiendo ver sus aspectos insólitos, como los cuadros cuando se miran boca abajo y se pierde la noción de si representan una playa, un bosque o los rostros de dos niñas con tirabuzones, y sólo vemos lo que antes no acertábamos a ver, las masas de colores distribuidas por unos perfiles que no significaban más que líneas y color.
—Prefiero leer a los antiguos (Il va de soi que toute élégance est ancienne, recalcó), son buenos compañeros. Yo he vivido entre las duquesas de Mayfair, y les aseguro que prefiero las de Balzac.
Se lo confesaré: mis escritores favoritos son Balzac y yo mismo, no me canso de releerlos; los libros que hacen soñar me fascinan, pero también causan tanto dolor. El día más triste de mi existencia fue el de la muerte de Lucien de Rubempré, y desde que descubrí que Las mil y una noches no eran verdad estoy inconsolable. Pero no nos pongamos tristes; la literatura está hecha para alegrar el corazón, la literatura y otros placeres igualmente efímeros.
Cuando estoy abatido, cuando todo va mal, lo que más me consuela es comer y beber. Exagero, también fumar. Pero los cigarrillos más caros que haya, si no no me sirven; se encienden, se aspira dos o tres veces aquel humo y se abandonan. Verlos consumirse aromáticamente en un cenicero de plata (en mi antigua casa de Tite Street tenía uno muy bonito, con Ganímedes arrebatado por el águila) es un lujo necesario. Como una ofrenda al dios de la inutilidad. No quisiera ofenderla —agregó al ver que Aurélien le hacía discretamente una seña—, ¿le parece irreverente lo que he dicho? Dios, sea como sea, no puede tener sentido práctico, no es como un mezquino burgués que aprovecha las sobras y apura las colillas, llevando la cuenta de lo que le cuesta en libras, chelines y peniques cada minuto de ilusión.
Es olímpicamente generoso, magnánimo, despilfarrador de vidas y de tiempo, porque al lado de la eternidad nada es nada.
—Lo que dice me parece puesto en razón.
—No soy un descreído, todo lo contrario. Le diré más, desde mi primera juventud, incluso antes de conocer Roma y de ver al Santo Padre (¿sabe que recibí la bendición papal siete veces en pocas semanas?) siempre supe que era católico romano, como decimos nosotros, ¿me entiende? Pero lo admito: me da miedo bautizarme. Yo creo que la Iglesia de Roma es la Verdad, pero si la Verdad se apodera de nosotros, ¿habrá lugar en nuestro corazón para nosotros mismos? ¿No seremos desalojados de nuestra alma por el Absoluto? Tiemblo sólo de pensarlo.
Por eso espero, no sé a qué, alguna señal; espero que Dios se impaciente y me diga: Sébastien, mon cher, c'est assez déjà; les jeux sont faits. Rien ne va plus!
—Nunca había imaginado a Dios hablando como un croupier —observé ligeramente chocada.
—¿Por qué no? La pradera del mundo como un paño verde, la rueda de la fortuna como una ruleta, la emoción, la ansiedad, el riesgo. Y saber que podemos perderlo todo, hasta la esperanza. Si el infierno no existiera habría que inventarlo, sin él la vida sería de una frivolidad intolerable, n'est-ce pas, Madame? Lugar, por otra parte, de acceso difícil, como los clubs más estrictos de Londres; es fácil llamar a la puerta del Paraíso, basta un simple golpe, pero hay que insistir mucho para que le abran a uno en el Infierno.
—Para usted no debe de haber más verdad que la paradoja, ¿no es así, Monsieur Melmoth?
—Una verdad aburrida tiene que tener mucho de falso, y en cualquier caso a mí no me convence.
Decir paradojas es como respirar un aire más puro y exaltante. Hay que divertir y sorprender a los demás, y también a sí mismo. Pero lo que me gustaría saber es en qué medida Dios es impresionable. ¿Le conmoverá mi ingenio? ¿Le hará desarrugar el entrecejo? ¿Se dirá: ofrezcamos un luminoso y cálido rincón del Paraíso a ese proscrito irlandés amigo de las mascaradas? ¿O dirá: es un mal histrión, en ocasiones brillante, pero yo soy más exigente que el príncipe de Gales, et pour cause, no cree? Y entonces el poeta frívolo y pagano será relegado a la tinieblas exteriores donde sólo hay llanto y crujir de dientes. ¡Qué futuro! ¿No tendrá usted influencia con le bon Dieu? Que mire con ojos de misericordia al payaso irlandés a quien ya quedan pocas risas el el corazón. Y un clown amargo, con el alma magullada, a quien ha escupido toda Europa, ¿qué puedo hacer? Tengo miedo a volverme triste, Madame, nadie me invitará a su mesa, si no sé divertir ¿de que viviré? Si Dios me dijese: Ahora descansa, basta de muecas, todo es eternamente tuyo porque has llorado. ¿Ocurren esas cosas? ¿Dice Dios esas cosa cuando ya no se puede más?
—Estoy convencida de que sí —dije emocionada Me miró en silencio y en aquellos momentos no pareció el hombre más atractivo del mundo.
—Mamie es una beata maravillosa —dijo Aurélien—. Tiene todas las ventajas del beaterio y ninguno de sus inconvenientes; por eso sabe que Dios no congenia con el abate Chanteloup.
Andaba por la tercera copa de aguardiente de mi rabelle y su lengua se hacía ya irrefrenable. Melmoth se había envuelto en el humo de sus cigarrillos como en un velo muy tenue de color dorado que pintaba arabescos caprichosos en el aire; parecía perdido en vagas reflexiones, y pensé que ensayaba mentalmente el efecto que podían producir la ocurrencias que estaba meditando.
—No sé si me excedo al suponer tanto; es posible que Dios no exista, y entonces el problema es muy otro. ¿Es verosímil un Dios tan bueno como dicen?
—Si fuera verosímil no tendría ningún interés —dije pagándole con su propia moneda.
—Sí, pero, dígame, ¿por qué va a ser tan bueno?
—Mucha gente no cree en Dios. ¡Oh, es espantoso!
—La mitad del mundo no cree en Dios y la otra mitad no cree en mí.
¿Qué podía decir a un hombre como aquél? El personaje me irritaba y me conmovía al mismo tiempo. ¿Qué hubiese esperado de mí en aquella situación el hermano de Aurélien? ¿Que me indignara, que le reprendiera y que le recitase el catecismo? ¿Que le abriera los brazos como a un pecador ya herido por la gracia que se resiste con todas las fuerzas de su ingenio a reconocerse vencido? ¿Pero estaba tocado por la gracia divina o era una cabriola más? ¡Y yo qué cuernos sabía!
—¿No hay nada serio para usted? —dije gravemente—. ¿Todo han de ser juegos y pamplinas?
Vendería su alma al diablo para hacer una frase.
—Pero le diré una cosa: a fuerza de buscar siempre el reverso de todo, cualquier día se va a encontrar con la desagradable sorpresa de verse a sí mismo por dentro, y entonces no le valdrán de nada sus chanzas, tendrá que aceptarse tal como es.
—Será un momento triste —suspiró—. Tal vez les parezca demasiado original, pero no me gusta ser como los demás; la masa me aburre, la mayoría de las personas son ajenas a sí mismas, piensan con opiniones prestadas, su vida es una imitación, sus pasiones simples citas. No tienen nada propio y resulta incómodo vivir entre ellas, convierten la virtud en un homenaje que el vicio rinde a la hipocresía.
—Creía recordar que La Rochefoucauld no dijo exactamente eso.
—Es posible, mi memoria tiene lagunas sin fin, pero así es. Por eso me atraen los anarquistas, los nihilistas, gentes que tienen buenos ideales; son abruptos y demasiado ingenuos para mi gusto (una muchacha que conocí y que vivía en Lámbeth, llevaba la ropa interior de color rojo para ser fiel a sus convicciones). Toscos, pero en la buena dirección. En vez de cambiarse a sí mismos, quieren cambiar la sociedad. Empeño inocente, las sociedades empeoran sin la ayuda de nadie. Pero volvamos a un tema que me parece apasionante: yo mismo. No presumo de ser gran cosa, Madame, poco más que un manojo de matices, y mi vida ahora tampoco vale demasiado, pero ¿me permite decirle que es usted una de las mujeres que sabe escuchar mejor?
—Escucha usted como deben de escucharnos los ángeles de la guarda, con amor, paciencia y lucidez, sabiendo mejor que nosotros mismos lo que necesitamos.
—Mil gracias por el cumplido teológico.
—Si no fuese un hombre tan acabado pondría mi vida a sus pies, y puedo jurarle que eso no se lo digo a todas las mujeres. Sólo ha habido tres a las que haya admirado infinitamente: la reina Victoria, Sarah Bernhard y Lillie Langtry. Me hubiera casado muy gustoso con cualquiera de ellas.
—Como no soy reina, ni actriz ni cantante, aprecio en lo que vale el ofrecimiento —dije—. Pero yo tampoco tengo mucho tiempo por delante, Monsieur Melmoth, salta a la vista.
—Acaso tenga más que yo, Madame —replicó con una ambigua sonrisa—. Mi esperanza es el pasado.
—¿Qué poeta lo dijo?
—Mais, voyons, ¿cuál va a ser sino yo mismo?
—No sé si lo habrá notado, pero me encanta hacer frases y no pierdo la ocasión de citarme.
Aurélien refunfuñó que sólo hablaban de la muerte y del más allá, y que traía desgracia.
—Uno sólo se muere cuando decide dejar de vivir, y hay que evitar esas tentaciones.
—Muy justo, amigo mío, olvidemos la muerte, que no debe de ser más que un arraigado prejuicio.
—Que me traigan otro oporto y aprovechemos alegremente el tiempo que nos queda antes del silencio eterno. ¿O no habrá ese silencio? Tal vez no sea más que una figura retórica. —Aurélien y yo nos miramos asustados al ver con qué rapidez recaía en sus obsesiones—. Tengo la horrible sospecha de que en el otro mundo puede haber una interminable algarabía de voces; ¿se imaginan la eternidad con el estruendo de una calle de Dublín el sábado por la noche? ¿Y si todos los ángeles cantaran con acento irlandés?
—Mon vieux, olvida esas ideas tan negras dijo Aurélien.
—La muerte espolea el ingenio, y yo sin ingenio no existo. La cicuta de Sócrates es amarga, pero permite hacer frases estupendas en el momento supremo. Y una frase brillante in articulo mortis justifica toda una vida. Siempre he pensado que en las cárceles del Terror los aristócratas se devanaban los sesos imaginando frases definitivas para el momento de la guillotina. ¡El ingenio fúnebre es tan apreciado! Siempre que sea a costa de uno mismo, claro, reírse de la muerte de los otros es una vileza, ironizar sobre la propia un rasgo imborrable. De joven me veía en la plaza de la Concordia, con las manos atadas a la espalda, frente al populacho, y haciendo una reverencia cortesana a las calceteras rabiosas. El destino ha colmado mis deseos, la plaza de la Concordia está muy cerca. Es peligroso desear ardientemente algo porque se nos concede.
—Soy lo suficientemente vieja para permitirme darle un consejo: olvídese de la muerte y piense en Dios.
—Mamie, me vais a estropear la noche.
—A veces pienso que son lo mismo, que la muerte no es más que un nombre secreto de Dios.
—Cristo dijo que era la Vida.
—Lo creo. Quizá por eso no puede comprenderse. Los hombres de ciencia le odian y quisieran volverlo a matar para que así creamos en ellos y en sus bobadas. A mí sólo me interesa lo inexplicable, y por eso me atrae Dios; los científicos privan al mundo de todo su encanto, ¿a mí qué me importa saber que la Tierra gira alrededor del Sol? Eso es una tontería, pero son unos tontos empeñados en convencer a los demás de que los tontos son el resto de la humanidad. Peste racional, dijo el poeta, ¿qué es lo que no emponzoñas con tus hueras explicaciones? (Quisiera aclarar que por esta vez el poeta no soy yo.) Dejadnos ver la noche y las estrellas.
Levantó los ojos al techo como si los hundiera en el infinito de la bóveda celeste, y nos quedamos sin saber qué decir. Aquello había ido más lejos de lo que preveíamos, y mi tímido intento de catequizar al dandy irlandés sólo había contribuido a alimentar sus peregrinas y tal vez blasfemas invenciones. No sé qué opinaría el abate Ledoux de aquella conversación tan extraña. Aurélien pidió discretamente la cuenta.
—Me gusta hablar de Dios con personas como usted, Madame —siguió diciendo Melmoth—; me recuerda a David, un antiguo compañero de colegio que era cura católico en Edimburgo. David solía decirme que cuando todo va mal es Dios que se siente poeta y nos pule como si corrigiese un verso defectuoso. Aquel adjetivo demasiado hinchado, ¡fuera!, (¡pero en el adjetivo cifrábamos nuestra pobre felicidad!); aquella cacofonía de sílabas, ¡fuera!, pero estábamos ya tan acostumbrados a ella que cuando nos la quitan sentimos un hueco doloroso en el alma.
—Y así hasta que nos rehace para que nos parezcamos más al verso maravilloso que El imagina. Quisiéramos que Dios dejase que la vida fuese algo más chapucero, pero no quiere, aspira para nosotros a la perfección, y yo en eso le alabo el gusto (aunque todas las comparaciones son odiosas, diré que también a mí sólo me interesa lo único). El camino hacia la belleza absoluta pasa por el dolor, según David, el placer nos hace insípidos, vulgares. Y sin embargo yo vivo para el placer, ¿no le parece una contradicción?
—Vivir es contradecirse.
—Sí, si Dios existe ha de ser el gran Artista, su Providencia es un derroche de ingenio, aunque a veces sea difícil de entender. Toda esa comedia genial de la vida y de la historia, ¡qué Autor incomparable! Se lo dice alguien que conoce bien el oficio.
—Decididamente, Madame, retiro lo que decía sobre el croupier, me quedo con el autor del gran teatro del mundo. Si nos vemos cara a cara, supongo que me diría, con la confianza que da, permítame la expresión, hablar entre colegas: My child, hubieras podido hacerlo mejor, pero acepto la voluntad; el final del acto tercero no ha estado mal del todo, aunque la comedia ha tenido momentos francamente bajos, indignos de tu talento. Yo le diría: Señor, lo he pasado mal escribiéndola. Y El: Anyway, ahora ya no tiene importancia, considera los malos ratos como un truco escénico, ya sabes que los autores tenemos que echar mano de todo para que la obra salga bien. Pero, ¿de quién es la obra?, preguntaré. Considerémoslo una colaboración. Yo le diría: Seigneur, quand mame! Y El: ¿Dónde está tu sentido del humor? No me defraudes. Ya ve, yo lo imagino así, como el rey de la paradoja.
El camarero trajo la cuenta y Aurélien se restregó los ojos, como si le escocieran.
—Hay mucho humo en este local —dijo.
Melmoth la miró de lejos, remilgadamente, como si el papel pringase.
—Desde niño siempre he detestado las matemáticas —dejó caer.
Bajo el mantel puso en la mano de Aurélien un puñado de luises, y se le despejó la cara.
—La próxima vez que os invite a cenar iremos a Maxim's, es un sitio nuevo y creo que no está mal; Paillard y Voisin ya están fanés.
Pregunté a Melmoth si había oído hablar de un pintor llamado Adrien Baucaire.
—Sí, me parece que era un bretón que pintaba marinas. De un mal gusto infalible, por lo que recuerdo.
En la calle, Melmoth vacilaba al andar y se despedía de mí con una efusividad tal vez sincera, halagadora en cualquier caso. Quería dar un paseo, dijo, respirar el aire de París. Ver otra vez la -plaza de la Concordia.
—Espero que volvamos a vernos.
—Hasta entonces sólo viviré de prestado, Madame. Aunque... —buscaba algo en sus recuerdos no estoy seguro de que el pintor a quien yo conocí se llamase Adrien. Tal vez no.
Hizo un gesto de disculpa con la mano, inclinándose, y echó a andar hacia la rue Rivoli. Aurélien, un poco bebido y silencioso, me acompañó en un fiacre, y aquella noche soñé que Dios me hablaba en latín y que yo le entendía.