Mientras caminábamos, no dejaba de hablarme de las mismas cosas, las semillas, la forma de la luna y los gatos, que, según decía, solían seguirlo por la calle. Explicaba todo eso en su jerigonza, salpicando la vieja lengua con dialecto. Fue durante esos cuatro días que pasamos juntos cuando me di cuenta de que era un alma bendita, y no sólo un poco fantasioso. Todo lo dejaba maravillado, los movimientos de los caballos de los soldados, los botones de sus uniformes, que relucían al sol, el paisaje, el canto de los pájaros... Los soldados no nos maltrataron. Nos arrastraban como a dos fardos y no nos dirigieron la palabra ni una sola vez, pero jamás nos golpearon. Cuando llegamos a S., que estaba sumida en el caos, medio destrozada, con las calles cubiertas de cascotes y ruinas calcinadas, nos tuvieron en la estación una semana. Allí había de todo, hombres, mujeres y familias enteras; muchas eran humildes, mientras que otras seguían llevando los signos de su pasada riqueza y miraban a las primeras de arriba abajo. Éramos centenares. Todos Fremdër. En realidad, esa palabra se había convertido en nuestro nombre. Los soldados nos llamaban así sin excepciones. Poco a poco, íbamos dejando de existir como individuos. Llevábamos el mismo nombre y debíamos responder a él, que no era tal. Ignorábamos lo que nos esperaba. Frippman seguía a mi lado. No se separaba de mí. A veces, me agarraba el brazo con ambas manos y así permanecía durante minutos, como un niño asustado. Yo no se lo impedía. Siempre es mejor ser dos frente a lo desconocido. Una mañana, hicieron una selección. A Frippman le tocó el grupo de la izquierda y a mí, el de la derecha.
—Schussa, Brodeck! Au baldiegeï en Dörfe!
«¡Hasta pronto, Brodeck! ¡Nos veremos en el pueblo!», me gritó Frippman con expresión radiante cuando su columna se puso en movimiento. No pude responderle. Me limité a esbozar un gesto con la mano, un leve gesto para que no sospechara nada, la gran nada que yo presentía y hacia la que, primero a él y
después a mí, nos conducían a palos. Frippman miró al frente y apretó el paso, silbando.
No volví a verlo. No regresó al pueblo. Baerensbourg, el pedrero, grabó su nombre en el monumento. A diferencia del mío, no ha tenido que borrarlo.
Emélia y Fédorine se quedaron solas en casa. El pueblo las evitaba. Como si de pronto hubieran contraído una especie de peste. El único que se ocupó de ellas fue Diodème, por amistad y por vergüenza, como ya he dicho. El caso es que se ocupó. A Emélia ya casi no le encargaban canastillas, manteles, cortinas ni pañuelos. Aunque no tenía labores que hacer, no se quedó mano sobre mano. Había que comer, que calentarse... Yo la había aleccionado sobre todo cuanto los bosques y la montaña ofrecen a los hombres: ramas, tocones, bayas, setas, hierbas, lechuga silvestre... Fédorine le enseñó a atrapar pájaros con liga y con cordel, a cazar conejos con lazo, a atraer a las ardillas hasta el pie de los grandes abetos y matarlas de una pedrada. No morían de hambre.
Todos los días, Emélia apuntaba en una libreta que he encontrado algunas frases dirigidas a mí. Siempre frases sencillas y tiernas que hablaban de mí, de ella, de nosotros, como si fuera a volver de un momento a otro. Me contaba lo que había hecho durante la jornada, empezando siempre con las mismas palabras:
«Mi pequeño Brodeck...» No había en ellas rastro de la menor amargura. No mencionaba a los Fratergekeime. Estoy seguro de que lo hacía a propósito. Era una buena manera de negar su existencia. Por supuesto, conservo esa libreta. A menudo releo pasajes. Es un largo y conmovedor repaso a los días de la ausencia. Es nuestra historia, la de Emélia y la mía. Son palabras luminosas que sirven de contrapunto a todas mis zonas de sombra. Y quiero guardármelas para mí, para mí solo, como la última huella de la voz de Emélia antes de su entrada en la noche.
Orschwir no fue a visitarlas. Un día mandó que les llevaran medio cerdo, que se encontraron una mañana delante de la puerta. Peiper fue a verlas un par de veces, pero Fédorine no lo soportaba, porque se pasaba horas al lado de la estufa, vaciando la botella de aguardiente de ciruela que le había sacado y cada vez diciendo más incoherencias. Una noche acabó echándolo a escobazos.
Adolf Buller y su escuadra seguían ocupando el pueblo. Una semana después de nuestra detención, dio al fin su permiso para enterrar a Cathor. El cacharrero no tenía más familia que su hermana, la mujer de Beckenfür. El trabajito le tocó a él.
—Una asquerosidad, Brodeck... Nada agradable, pero que nada... Tenía la cabeza dos veces más grande, como un globo tumefacto y sanguinolento. Y. el resto... ¡Dios! Mejor no hablar. Aparte de esa ejecución y nuestro arresto, los Fratergekeime se comportaban con gran educación, así que los dos hechos se olvidaron rápidamente, o más bien la gente se esforzó cuanto pudo para olvidarlos. Fue en esa época cuando Göbbler regresó
al pueblo con su rolliza mujer, Boulla. Volvió a instalarse en su casa, que había dejado quince años antes, y fue recibido con los brazos abiertos por la población y, en especial por Orschwir, que era de su quinta.
Poco a poco, el pueblo empezó a cambiar, juraría que siguiendo los consejos de Göbbler, que hizo notar a los habitantes las ventajas de estar ocupados por las tropas, que no eran nada hostiles; más bien al contrario: garantizaban la paz y la seguridad, y habían convertido el pueblo y sus alrededores en una zona a salvo de las matanzas. Por lo demás, no le resultó
difícil convencerlos de que el interés de todos era que Buller y sus hombres se quedaran allí cuanto más tiempo mejor. Un centenar de hombres que comen, que beben, que fuman, que necesitan que les laven y les zurzan la ropa, reporta, en definitiva, un dinero nada despreciable.
Göbbler se convirtió en una especie de teniente de alcalde, con la aprobación de toda la población y el beneplácito de Orschwir. A menudo se lo veía en la tienda de Buller, que al principio lo observaba con suspicacia, pero, comprendiendo el provecho que podía obtener de aquel individuo apático y del acercamiento que favorecía, empezó a tratarlo casi como a un camarada. En cuanto a Boulla, distribuyó equitativamente sus favores entre las tropas, abriendo de par en par sus muslos a oficiales y soldados rasos.
—¿Qué esperabas? Fuimos acostumbrándonos —me dijo Schloss el día que vino llorando como una Magdalena a sentarse a mi mesa y hablar conmigo—. Se volvió como natural que estuvieran aquí. Después de todo, eran hombres igual que nosotros, cortados por el mismo patrón. Hablábamos de las mismas cosas en la misma lengua, o casi. Al cabo de un tiempo, los conocíamos a la mayoría por el nombre de pila. Muchos ayudaban a los viejos, otros jugaban con los niños... Todas las mañanas, diez de ellos limpiaban las calles. Otros se encargaban de los caminos, cortaban leña, quitaban las boñigas... ¡El pueblo nunca ha estado tan limpio! ¿Qué quieres que te diga? Cuando venían aquí, les llenaba los vasos. ¡No iba a escupirles en la cara! Además, ¿crees que muchos tenían ganas de acabar como Cathor, o de desaparecer como Frippman y tú?
Los Fratergekeime se quedaron cerca de diez meses. No se produjo ningún incidente reseñable. Pero, durante las últimas semanas, el ambiente se enrareció. Más tarde se supo por qué. La guerra tenía otro escenario y otro espíritu. Como una hoguera primaveral cuyo acre humo, agitado por el viento, enloquece y cambia de dirección violentamente, las victorias mudaron de bando. Al pueblo no llegaban noticias. A los vecinos, quiero decir. Mientras permanecieran en la ignorancia, no eran peligrosos. Pero Buller lo sabía todo. Y me gusta imaginarme su cara torturada por el tic cada vez con mayor frecuencia, a medida que los despachos le comunicaban las derrotas, el
desastre, el hundimiento de ese Gran Territorio que debía extender su imperio sobre el mundo y durar miles de años. La tropa, como un perro, percibió la angustia de su amo y empezó a inquietarse. Las máscaras volvieron a caer. Los viejos reflejos regresaron. Brochiert, el panadero, fue vapuleado ante los ojos de Diodème porque había bromeado con un cabo sobre su afición a los callos. A Limmat, que se olvidó de saludar a dos soldados con quienes se cruzó, lo tiraron al suelo, y se salvó de que lo molieran a palos gracias a la intervención de Göbbler, que pasaba en ese momento. Una docena de incidentes por ese estilo hizo comprender al pueblo que los monstruos nunca se habían ido, que simplemente se habían quedado dormidos por un instante y que su sueño había acabado. Entonces, el miedo volvió. Y con él, el deseo de conjurarlo.
Una tarde, de hecho la del día anterior a la partida de las tropas, unos Dörfermesch, unos hombres del pueblo, que habían ido al bosque del Borensfall a bajar maderos con trineo, descubrieron cerca del claro del Lichmal, bajo una especie de choza hecha con ramas de abeto, a tres chicas aterradas, que se abrazaron unas a otras al verlos llegar. Sus vestidos no eran como los que usan las campesinas. Sus zapatos tampoco se parecían en nada a unos zuecos o unos borceguíes. Llevaban una maletita. Venían de lejos, de muy lejos. Sin duda, después de semanas de huida habían llegado, Dios sabe cómo, a aquel bosque en medio de aquel extraño universo, donde se sentían totalmente perdidas.
Los Dörfermesch les dieron de comer y beber. Ellas se abalanzaron sobre la comida como si no hubieran probado bocado en varios días. Luego, los acompañaron al pueblo, confiadas. Diodème cree que, durante el trayecto, aquellos hombres todavía no habían decidido qué hacer con ellas. Me gustaría creerlo. La cuestión es que se dieron cuenta de que eran Fremdër y de que cada paso, cada metro que avanzaban por el sendero en dirección al pueblo, sellaba su suerte. Como ya he dicho, Göbbler se había
convertido en un hombre importante y era el único vecino que realmente había sido aceptado por el capitán Buller. Los hombres condujeron a las chicas hasta la casa de Göbbler. Él fue quien los había convencido de que las entregaran a los Frafergekeime, para ganarse su favor, para calmarlos, para ablandarlos, mientras ellas esperaban delante de la casa, bajo la tupida lluvia que de pronto había empezado a caer. El cielo juega con nosotros. A menudo me he repetido que, de no ser por esa lluvia que comenzó a azotar con fuerza los tejados, puede que Emélia nunca hubiera mirado por la ventana. De no hacerlo, tampoco habría visto a las tres chicas, escuálidas, empapadas, temblorosas, asustadas. No habría salido para invitarlas a sentarse junto al fuego. Y en consecuencia no habría estado con ellas cuando los dos soldados advertidos por uno de los hombres del pueblo fueron a apresarlas. Y tampoco habría protestado. No le habría gritado a Göbbler, como hizo, que aquello era inhumano, ni lo habría abofeteado, estoy seguro. Los soldados no se habrían apoderado de ella. No se la habrían llevado junto con las tres chicas. Emélia no habría dado el primer paso hacia el abismo.
Lluvia. Una simple lluvia. Azotando las tejas y los cristales. El Anderer me escuchaba. De vez en cuando echaba agua caliente en las tazas y añadía unas hojas de té. Mientras le hablaba, me abrazaba al viejo Líber florae montanarum, como a una persona. El benévolo silencio del Anderer y su sonrisa me animaban a continuar. Me calmaba contárselo por primera vez, explicárselo a aquel desconocido, con su extraña cara, su extraña vestimenta, en aquel sitio tan poco parecido a una habitación. El resto se lo había referido en pocas palabras. No había mucho más que decir. Buller y sus hombres estaban levantando el campo. En la plaza del mercado, reinaba un caos de rebaño bajo la tormenta. Ordenes, gritos, botellas apuradas de un trago y estrelladas contra el suelo, decenas de hombres borrachos que reían, se tambaleaban y se insultaban, todo ante la mirada de
Buller, tieso como una estaca a la entrada de su tienda, con la cabeza agitada por el tic, cuya frecuencia no dejaba de aumentar. En ese paradójico instante, los Fratergekeime seguían siendo los amos, pese a saber que habían perdido. Eran dioses caídos, grandes señores presintiendo que no tardarían en despojarlos de sus armas y corazas. Con la cabeza todavía en las nubes, pero sabiéndose colgados boca abajo.
Ésa fue la escena que presenció la pequeña comitiva de las tres chicas y Emélia, escoltada por los Dörfermesch y los dos soldados. En un abrir y cerrar de ojos, como presas acorraladas, las cuatro mujeres se vieron rodeadas, empujadas, palpadas, manoseadas. Desaparecieron entre risotadas en el centro de un grupo que volvió a cerrarse a su alrededor, un círculo de hombres borrachos y violentos, que entre palabras y bromas soeces las empujaron hasta el granero de Otto Mischenbaum, un viejo granjero a punto de cumplir cien años, sin descendencia —
«Hab nie Zeit gehab, nieman Zeit gehab», «No tenía tiempo, nunca tuve tiempo»—, y que ahora vivía enclaustrado en su cocina.
Y desaparecieron.
Se las tragó el granero.
Y luego, nada.
Al día siguiente, la plaza estaba vacía, aunque cubierta de cristales rotos. Los Fratergekeime se habían ido. No habían dejado más que un acre olor a vino, aguardiente vomitado y espesa cerveza acumulada en charcos. Las puertas de todas las casas seguían cerradas tras aquella noche de náusea, durante la que los soldados y algunos «hombres del pueblo», con la muda bendición de Buller, habían destrozado almas y cuerpos. Nadie se atrevía a salir. Y Fédorine se acercaba a todas esas puertas y llamaba, llamaba, llamaba... Hasta que llegó al granero.
—Entré, Brodeck.
Es la vieja Fédorine quien me lo cuenta todo dándome de comer con una cuchara. Mis manos están cubiertas de llagas. Me
duelen los labios. Los dientes rotos me hacen tanto daño como si las astillas siguieran clavándose en mis encías. Acabo de llegar, después de casi dos años fuera del mundo. Salí del campo. Recorrí carreteras y caminos. Estoy aquí otra vez. Pero aún estoy medio muerto. Estoy muy débil. Hace unos días que empujé la puerta de mi casa. Al verme, a Fédorine se le cayó la bandeja de porcelana con motivos florales rojos que estaba secando, cuyos pedazos se esparcieron por toda la cocina. Encontré a Emélia, aún más hermosa, sí, más hermosa que en mis recuerdos, y no es decir poco; a Emélia, que, sentada junto al fuego, pese al estrépito de la bandeja, pese a mi voz, que la llamaba, pese a mi mano en su hombro, no levantó los ojos hacia mí y siguió
canturreando una canción que me partió el corazón, «Schöner Prinz so lieb, Zu weit fortgegangen», la canción de nuestro naciente amor. Y mientras pronunciaba su nombre, mientras lo repetía con la inmensa alegría del reencuentro, mientras mi mano se posaba en su hombro y le acariciaba la mejilla y el pelo, vi que sus ojos no me veían, comprendí que no me oía, comprendí que tenía delante el cuerpo y el maravilloso rostro de Emélia, pero que su alma vagaba lejos, ignoraba dónde, en un lugar desconocido mas al que me juré ir para rescatarla, y fue en ese preciso instante, en el instante en que me hacía esa promesa, cuando oí por primera vez una vocecilla que no conocía, una vocecilla infantil proveniente de nuestra habitación y que frotaba unas sílabas con otras, como se frota el sílex para prender fuego, emitiendo una melodía de cascada alegre, libre, desmandada, una cháchara jubilosa que —ahora lo sé— debe de ser lo más parecido a la lengua de los ángeles.
—Entré en el granero, Brodeck. Entré. Había un gran silencio. Estaba oscuro. Entreví unas formas tumbadas, unas formas menudas pegadas entre sí, inmóviles. Me arrodillé junto a ellas. Conozco demasiado bien la muerte como para no reconocerla. Eran las tres chicas, tan jóvenes... No tendrían veinte años, y estaban con los ojos muy abiertos. Les cerré los
párpados. Y también estaba Emélia. Era la única que aún respiraba, débilmente. La habían dado por muerta, pero no había querido morirse, Brodeck, no había querido porque sabía que un día volverías, lo sabía, Brodeck... Cuando llegué junto a ella y puse su cabeza en mi regazo, empezó a canturrear la canción que no ha dejado de cantar desde entonces... La mecí y la mecí, la mecí mucho rato...
En el samovar ya no quedaba agua. Dejé el Líber florae a mi lado, con delicadeza. Fuera casi había anochecido. El Anderer acababa de entreabrir la ventana. Un olor a resina caliente y humus muy seco penetró en la habitación. Había estado hablando mucho rato, sin duda horas, pero el Anderer no me había interrumpido. Iba a disculparme por haber desnudado mi corazón ante él de aquel modo, sin pudor ni permiso, cuando, justo detrás de mí, sonó un carillón. Me volví bruscamente, como si hubiera oído un disparo. Era un carillón curioso, del tamaño de un reloj de bolsillo grande, como los que antaño se colgaban en el interior de la carrozas. No me había fijado en él hasta entonces. Sus finas agujas de oro marcaban las ocho. La caja era de ébano y oro, y las cifras de las horas, de esmalte azul sobre fondo de marfil. Debajo del eje de las agujas, el relojero, cuyo nombre, Benedik Fürstenfelder, se hallaba grabado al pie del marco, había escrito un lema con hermosas letras inclinadas enlazadas unas con otras: «Alle verwunden, eine tötet.» Todas hieren, la última mata.
Mientras me levantaba, pronuncié la frase en voz alta. El Anderer también se había puesto en pie. Yo había hablado mucho. Quizá demasiado. Ya era hora de volver a casa. Estaba confuso, no quería que él creyera que... Me interrumpió levantando con viveza la mano, pequeña y regordeta como la de una mujer metida en carnes, y con una voz tan imperceptible como un suspiro, dijo:
—No se disculpe. Sé que contar es un remedio infalible.
33
No sé si el Anderer estaba en lo cierto.
No sé si de algunas cosas puedes curarte. En el fondo, tal vez contar no sea un remedio tan infalible. Tal vez, por el contrario, no sirva más que para mantener vivas las heridas, como se mantienen las brasas de un fuego para poder avivarlo de nuevo a nuestro capricho, cuando nos apetezca.
Quemé la carta de Diodème. Por supuesto que la quemé. A él, escribir no lo curó de nada. Y a mí, saber los nombres de los Dörfermesch, que apuntó al dorso de la última hoja, tampoco me habría servido para nada. Absolutamente para nada. No tengo ánimo de venganza. Una parte de mí sigue siendo el Perro Brodeck, un ser que prefiere el polvo al mordisco, y tal vez sea mejor así.
Aquella tarde no volví directamente a casa. Di un largo rodeo. Hacía buena noche. En el cielo, las estrellas abrillantaban sus clavos de plata en el paño de la oscuridad. Hay horas en que todo es de una belleza insoportable, una belleza que parece tan inabarcable y tan dulce sólo para subrayar la fealdad de nuestra condición. Fui a pasear por la orilla del Staubi, más arriba del Baptisterbrücke, hasta un bosquecillo de sauces desmochados, que Baerensbourg tortura cada enero cortándoles todas las ramas. Allí están enterradas las tres chicas. Lo sé. Me lo dijo Diodème, señalándome el sitio exacto. No hay ninguna sepultura. Ni cruz. Nada. Pero sé que debajo de la hierba se encuentran las tres chicas, Marisa, Therne y Judith. Sus nombres son importantes. Son suyos. Se los he dado yo. Porque, además de matarlas, los Dörfermesch hicieron desaparecer todo lo
relacionado con ellas, así que nadie sabe cómo se llamaban, de dónde venían ni quiénes eran en realidad.
Esa parte del Staubi es muy bonita. El río desliza sus claras aguas sobre un lecho de grises guijarros. Murmura y borbotea. Su voz suena casi humana. Es una música delicada que regala a cualquiera que se siente un momento en la hierba y aguce el oído.
El Anderer iba a este sitio a menudo, a sentarse también sobre la hierba, tomar notas en su pequeño cuaderno y dibujar. Creo que algunos que lo vieron allí, justo allí, debieron de decirse que no había elegido un lugar tan cercano a las mudas tumbas de las tres chicas por casualidad. Y seguramente debido a esas visitas, el Anderer, sin saberlo, empezó a condenarse, y poco a poco los Dörfermesch decidieron su muerte. Nunca hay que exhumar el horror, aunque no se haga a propósito, aunque no se haga por voluntad, porque de lo contrario vuelve a la vida y se propaga. Taladra las cabezas, se agranda, vuelve a engendrarse a sí mismo.
Diodème también encontró la muerte cerca de aquí. Pensándolo bien, «encontrar la muerte» es una expresión curiosa; pero, en su caso, creo que acertada. Para encontrar algo hay que buscarlo. Y estoy convencido de que Diodème buscaba la muerte.
Ya no creo, como creía al principio, y menos aún después de leer la carta, que lo mataran los otros, como mataron al Anderer. No. Creo que la verdad no va por ahí.
Sé que Diodème salió de casa. Sé que salió del pueblo. Sé
que caminó por la orilla del Staubi y que, mientras remontaba la corriente, remontó también el curso de su vida. Pensó en nuestros largos paseos, pensó en las conversaciones que habíamos mantenido, pensó en nuestra amistad. Acababa de escribir la carta, y caminó a lo largo de la orilla pensando en eso. Pasó junto a los sauces, pensó en las chicas, siguió caminando, caminó y trató de ahuyentar a los fantasmas, trató de hablarme
por última vez, estoy convencido, sí, estoy seguro de que pronunció mi nombre, subió a las peñas de los Tizenthal, y la corta ascensión le sentó bien, porque cuanto más subía más ligero se sentía. Al alcanzar la cima, contempló los tejados del pueblo, contempló la luna reflejada en las ondas del río y contempló por última vez su vida, sintiendo que el aire de la noche le acariciaba la barba y el pelo. Cerró los ojos y se dejó
caer. Fue una larga caída. Por lo demás, tal vez donde ahora esté
todavía no haya dejado de caer.
La tarde del Ereigniës, Diodème no se encontraba en la fonda. Había salido del pueblo en compañía de Alfred Wurtzwiller, el cartero, y su labio leporino para ir a S., adonde lo había mandado Orschwir con unos documentos importantes. Creo que el alcalde lo alejó con toda intención. Cuando volvió, tres días después, quise contarle lo ocurrido, pero me interrumpió enseguida:
—No quiero saber nada, Brodeck, guárdatelo para ti. Además, no estás seguro de nada. Puede que se marchara sin decírselo a nadie, puede que se quitara el sombrero, hiciera una reverencia y se fuera como llegó. No viste nada; tú mismo lo has dicho. Pero ese Anderer, ¿ha existido siquiera?
Me quedé helado.
—Hombre, Diodème, no puedes...
—¡Calla, Brodeck! No me digas lo que puedo o no puedo hacer. ¡Déjame en paz! ¡Bastantes desgracias ha habido en este pueblo!
Y se marchó a toda prisa, dejándome solo en la esquina de la calleja Silke. Seguramente, había empezado a escribir la carta ese día. La muerte del Anderer removía demasiadas cosas, más de las que Diodème podía soportar.
He arreglado el cajón y el escritorio. Creo que he hecho un buen trabajo. Luego, le he dado cera de abeja. Huele muy bien. Brilla a la luz de la vela. Y vuelvo a escribir sentado ante él. En el cobertizo hace frío, pero las hojas aún conservan el calor del
vientre de Emélia. Todos los días, soy yo quien lava y viste a Emélia al levantarse y la desnuda por la noche. Cada mañana, después de haber pasado casi toda la noche escribiendo, meto las hojas en una bolsa de lino suave y se la ato alrededor de la cintura, debajo de la camisa. Y por la noche, cuando la acuesto, vuelvo a coger la bolsa, que está caliente y huele a ella. Me digo que Poupchette se formó en el vientre de Emélia y que, en cierto modo, la historia que escribo crece en ese mismo vientre. Es un paralelismo que me gusta y anima. Casi he terminado el informe que esperan Orschwir y los demás. En realidad, apenas me queda nada por referir. Pero no quiero entregárselo antes de haber acabado mi historia. Todavía tengo que recorrer ciertos senderos. Todavía tengo que juntar algunas piezas. Todavía tengo que abrir algunas puertas. Pero no ahora, aún no.
Porque antes debo retomar el encadenamiento de los hechos que llevaron al Ereigniës. Imaginemos la cuerda de un arco tensándose cada hora un poco más. Imaginémoslo para hacernos una idea de las semanas que precedieron al Ereigniës, pues durante ellas fue como si el pueblo entero se tensara igual que un arco, sin saber qué flecha dispararía ni cuál era su verdadero blanco.
Aquel verano hizo un calor abrasador. Los viejos aseguraban que no recordaban otro igual. Ni siquiera la espesura del bosque, entre las rocas de las que por lo general, incluso en pleno agosto, se siente ascender de las profundidades el hálito helado de los glaciares sepultados, exhalaba más que brisas tórridas. Los insectos giraban como locos sobre el musgo seco frotándose los élitros, y sus desafinados y persistentes violines taladraban las cabezas de los hombres que se afanaban en talar árboles y les crispaban. Las fuentes se secaban. Los pozos estaban en su nivel más bajo. Hasta el Staubi parecía un arroyo esmirriado donde las truchas, los salmones de fontana y las farras morían por decenas. Las vacas jadeaban. Sus ajadas ubres
no daban más que leche agria, clara y poco abundante. Estaban encerradas en los establos y no salían hasta la caída de la noche. Tumbadas sobre un costado, entornaban los gruesos párpados sobre los brillantes ojos, enseñando la lengua, blanca como la cal. Para hallar un poco de fresco había que subir a los pastizales; por supuesto, los más afortunados eran los rebaños de ovejas y cabras, y sus pastores y cabreros, que respiraban el aire de las alturas a pleno pulmón. Abajo, en las calles y casas, todas las conversaciones giraban en torno al enorme y desesperante sol que cada mañana veíamos alzarse y encaramarse enseguida a lo alto de un cielo completamente azul y raso que no variaba en todo el día. Nos movíamos poco. Rumiábamos. El vaso de vino más pequeño se te subía a la cabeza enseguida, y te irritabas por nada. La sequía no conoce culpables. No se le puede reprochar a nadie. Así que hay que pagarla con lo que sea, o con quien sea. Que no se me malinterprete. No estoy diciendo que el Ereigniës se produjera porque durante las semanas precedentes hizo un calor infernal y los ánimos bulleron como el agua de una olla puesta a todo fuego. Creo que habría pasado lo mismo al final de un largo verano de lluvias. Seguramente habría hecho falta más tiempo. Sin duda, no habría habido ese apresuramiento, ese arco que se tensa, como acabo de escribir. Habría ocurrido de otra manera, pero habría ocurrido. Se teme a quien calla. A quien no dice nada. A quien mira y no habla. ¿Cómo saber qué piensa quien permanece mudo? El hecho de que el Anderer no respondiera más que con una palabra, una sola, al discurso del alcalde no había gustado en absoluto. Al día siguiente, pasada la alegría de la fiesta, el vino gratis y el baile, volvió a hablarse de su actitud, de su sonrisa, de su pinta, del colorete de sus mejillas, del asno y la yegua, de cómo los llamaba, de por qué estaba aquí y de por qué se quedaba. Y no puede decirse que el Anderer se enmendara durante las siguientes jornadas. Estoy casi seguro de que soy la persona con
la que más habló —aparte del padre Peiper, aunque al respecto no he conseguido averiguar nada, ni quién habló más de los dos, ni de qué—; y que juzgue cada cual: cuanto me dijo el Anderer ya lo he recogido en estas páginas. Cabe en un par de líneas, o poco más. Si se cruzaba con alguien, no le hacía un feo. Se quitaba el sombrero, inclinaba la cabezota, en la que sólo quedaban algunos pelos muy largos y rizados, y sonreía; pero no abría la boca.
Y, por supuesto, estaba aquel cuaderno negro y las notas que le veían tomar, los croquis, los dibujos... La conversación que oí un día al acabar el mercado entre Dorcha, Pfimling, Vogel y Hausorn, no la soñé. Y esos cuatro no eran los únicos a quienes ponía nerviosos. ¿Para qué garrapateaba todo aquello?
¿Con qué fin? ¿De qué le servía?
Acabamos sabiéndolo.
El 24 de agosto.
Y, realmente, ése fue el principio de su fin.
34
Esa mañana, los habitantes del pueblo encontraron bajo la puerta de casa una tarjeta que olía a agua de rosas. Llevaba escrita, con tinta violeta y letra muy elegante, la siguiente frase:
Esta tarde a las siete,
en la fonda Schloss,
retratos y paisajes.
Más de uno examinó la tarjeta con lupa, la volvió, la olió, leyó y releyó esas pocas palabras. A las siete de la mañana, la fonda ya estaba abarrotada. De hombres. Sólo hombres, claro, aunque a algunos los habían mandado sus mujeres, para que se enteraran. Con tanto brazo extendido y tanto vaso vacío, Schloss no daba abasto.
—Bueno, Schloss, ¿qué es esta carnavalada?
Codo con codo, le daban al vino, la cerveza, el schorick... Fuera, el sol ya empezaba a picar. Todos aguzaban el oído, apretujados.
—¿Se ha vuelto majareta tu huésped?
—¿Qué se trae entre manos?
—¿Es un Scheitekliche o qué?
—¡Venga, Schloss, cuenta! ¡Di algo!
—¿Se va a quedar mucho tiempo ese adefesio?
—¿Dónde cree que está, con su apestosa tarjeta?
—¿Nos toma por lechuginos?
—¿Qué son los lechuguinos?
—¡Y a mí qué me cuentas! ¿Acaso lo he dicho yo?
—Pero, por Dios santo, ¡responde, Schloss! ¡Dinos algo!
Lo ametrallaban a preguntas. Pero Schloss las recibía como balas inofensivas. Sólo conseguían que aflorara una sonrisilla maliciosa en su gruesa cara. No soltaba prenda. Dejaba que subiera la tensión. Era bueno para el negocio. Hablar da sed.
—¡No vas a dejarnos in albis hasta la tarde, puñeta! —¿Está
allá arriba? —¡No empujéis! —¡Venga, Schloss!
—¡Ya está, ya está! ¡Cerrad el pico, que va a hablar Schloss!
Todo el mundo contuvo la respiración. Los dos o tres que no se habían dado cuenta y seguían con sus apartes enseguida fueron llamados al orden. Las miradas, algunas ya bastante turbias, convergieron en el fondista, que se tomaba su tiempo y hacía un poco de teatro.
—Ya que insistís, os diré... —Un gran murmullo de alegría y alivio recibió esas palabras—. Os diré cuanto sé. —Los cuellos se estiraron todo lo que pudieron hacia él. Schloss dejó el trapo, apoyó las manos en el mostrador; luego se quedó mirando al techo en el silencio más absoluto. Los demás lo imitaron; si en ese momento hubiera entrado alguien, sin duda se habría preguntado qué hacía aquella cuarentena de hombres callados y con la cabeza alzada hacia aquel techo de vigas negras, grasientas y ahumadas, clavándoles una mirada ansiosa, como para formularles una pregunta trascendental—. Lo que sé —dijo al fin Schloss en voz muy baja y tono confidencial, mientras sus oyentes se bebían sus palabras como el mejor aguardiente— es que no sé mucho, la verdad. —De nuevo, un gran rumor, pero esta vez provocado por la decepción y también un poco por la cólera, acompañado por puñetazos en la barra y palabras gruesas. Schloss levantó las manos para intentar calmar los ánimos, pero tuvo que alzar la voz para que lo oyeran—: Sencillamente, me ha pedido permiso para disponer de la sala a partir de las seis y poder prepararlo. —¿Preparar, qué?
—¡Y yo qué sé! En todo caso, lo que puedo deciros es que invita a beber a todo el mundo...
Volvieron a oírse risas. La perspectiva de remojar el gaznate de gorra bastó para acabar con todas las preguntas. Poco a poco, la fonda fue vaciándose, y yo también iba a salir, cuando sentí
una mano en el hombro. Era Schloss.
—Tú no has dicho nada, Brodeck.
—He preferido dejar hablar a los demás.
—¿No tenías ninguna pregunta? Si no tenías preguntas, a lo mejor es porque tienes las respuestas, porque estás en el ajo...
—¿Y por qué iba a estarlo?
—El otro día te vi subir a su habitación. Estuviste horas. Algo os contaríais para matar el tiempo...
La cara de Schloss estaba muy cerca de la mía. A esa hora, el calor hacía que su piel rezumara por todos los poros como un pedazo de tocino en una sartén caliente.
—Déjame en paz, Schloss, tengo cosas que hacer.
—No deberías hablarme así, Brodeck, no deberías. En su momento, me había tomado la frase como una amenaza. Pero desde el otro día, cuando se sentó frente a mí y me habló llorando de su hijo muerto, ya no sé qué pensar. Los hombres son tan torpes que a veces los tomamos por lo contrario de lo que realmente son.
Yendo a la fonda no había sacado en claro nada, salvo que, gracias a sus perfumadas tarjetas, el Anderer había conseguido ser aún más el centro de atención. Sólo eran las siete, y ya no corría un soplo de aire. En el cielo, las golondrinas parecían agotadas, y su vuelo se volvía lento. Una nube muy pequeña y casi transparente con forma de hoja de acebo vagaba solitaria y en lo alto. Ni siquiera se oían los animales. Los gallos no habían cantado. Las gallinas permanecían mudas e inmóviles, buscando un poco de fresco, acurrucadas en polvorientos agujeros excavados en la tierra de los corrales. Los gatos dormitaban en la sombra de las puertas cocheras, tumbados de lado con las patas estiradas y la punta de la lengua asomando por las fauces entreabiertas.
Cuando pasé cerca de la herrería, oí ruidos en su interior. Un estrépito de mil demonios. Gott estaba poniendo un poco de orden. Me vio, me hizo un gesto para que me detuviera y vino hacia mí. La forja estaba parada. No ardía ningún fuego, y Gott se había lavado, afeitado y peinado. No llevaba su eterno delantal de cuero con los hombros al aire, sino una camisa limpia, un pantalón alto y unos tirantes.
—¿Qué piensas de todo esto, Brodeck?
Opté por encogerme de hombros, porque en realidad no sabía a qué se refería, si al calor, al Anderer, a la tarjeta perfumada o a ninguna de esas cosas.
—¡Pues yo digo que explotará de golpe! ¡Y será violento, créeme! —Gott habló apretando los puños y los dientes. El labio partido se le movía como un músculo y su barba pelirroja parecía una zarza en llamas. Como me sacaba tres cabezas, tuvo que inclinarse para hablarme al oído—: ¡Esto no puede continuar, y no soy el único que lo piensa! Tú, que fuiste a estudiar y sabes más que nosotros, ¿cómo va a acabar esto?
—No lo sé, Gott. Habrá que esperar a esta tarde para verlo.
—¿Por qué a esta tarde?
—Habrás recibido la tarjeta, como todo el mundo... A las siete saldremos de dudas.
Gott retrocedió y me miró de hito en hito, como si creyera que me había vuelto loco.
—¿Por qué me sales con la tarjeta, cuando te estoy hablando de este maldito sol? ¡Lleva tres semanas asándonos la sesera! No puedo ni trabajar, porque me asfixio, y tú me vienes con esa mandanga de la tarjeta...
Un quejido procedente del fondo de la herrería nos hizo volver la cabeza. Era Ohnmeist, más flaco que un palo, que se desperezaba y bostezaba.
—Ése sí que es feliz —le dije a Gott.
—Feliz, no sé, ¡pero zángano, desde luego!
Y, como para darle la razón al herrero, cuya casa había elegido a modo de domicilio provisional, el chucho apoyó la cabeza en las patas delanteras y volvió a dormirse tan plácidamente. Fue un día más en aquel verano que nos asaba a fuego lento. Pero un día especial que parecía como vaciado desde el interior, casi como si su centro y sus horas no tuvieran ninguna importancia y sólo la tarde se mereciera que pensaran en ella, que la esperaran, que se acercaran a ella. Recuerdo que esa mañana, cuando regresé de la fonda, no volví a salir de casa. Estuve trabajando, ordenando las notas que había tomado en los últimos meses sobre la explotación de nuestros bosques, la cubicación de nuestras parcelas, las talas efectuadas y pendientes, las replantaciones, las siembras, los montes altos que convenía limpiar al año siguiente, el usufructo de las plantaciones forestales... Me había instalado en la bodega para escapar del calor, pero ni allí, en aquel sitio donde normalmente las paredes rezuman un sudor frío, hallé más que un aire pesado y pegajoso, apenas un poco más fresco que en el resto de la casa. De vez en cuando, oía sobre mi cabeza las carcajadas de mi hija, a la que Fédorine había metido en una tina llena de agua fría. Poupchette se pasó horas jugando al pececillo sin cansarse, mientras no muy lejos, sentada junto a la ventana con las manos en las rodillas, mirando afuera sin ver, Emélia salmodiaba su melancólica cantinela.
Cuando subí de la bodega, Poupchette, seca, limpia y sonrosada, se comía un gran plato de sopa clara, un caldo de zanahorias y perifollo.
—¿Te vas, papá, te vas? —me preguntó al ver que me disponía a salir; y, dejándose caer de la silla, corrió para lanzarse a mis brazos.
—Vengo enseguida —le dije—. Te daré un beso en la cama.
¡Sé buena!
—¡Buena! ¡Buena! ¡Buena! —repitió mi hija riendo y girando sobre sí misma, como si bailara un vals. Mi pequeña Poupchette... Algunos te dirán que eres la hija de nadie, que eres la hija de la vergüenza, que eres la hija del odio y el horror. Algunos te dirán que eres la hija abominable nacida de lo abominable, que eres la hija de la deshonra, deshonrada ya mucho antes de nacer. No los escuches, por favor, pequeña mía, no los escuches. Yo te digo que eres mi hija y que te quiero. Te digo que a veces del horror nacen la belleza, la pureza y la gracia. Te digo que soy tu padre y siempre lo seré. Te digo que a veces las rosas más bellas brotan de una tierra inmunda. Te digo que eres el alba, el mañana, todos los mañanas, y que lo único que cuenta es que eres una promesa. Te digo que eres mi suerte y mi perdón. Te digo, mi Poupchette, que eres toda mi vida.
Cerré la puerta al mismo tiempo que Göbbler cerraba la suya. Y los dos nos quedamos tan sorprendidos que miramos al cielo a la vez. Nuestras dos casas son oscuras de por sí. Están pensadas para el invierno e, incluso cuando hace mucho sol, a menudo hay que encender una o dos velas para ver. Al salir de la oscuridad de mi casa, esperaba encontrar, en cuanto cruzara el umbral, el enorme sol que formaba parte de nuestra inmutable rutina desde hacía semanas. Pero era como si alguien hubiera extendido sobre el cielo una inmensa y opaca manta gris ocre surcada de regueros negruzcos. En el horizonte, al este, las cimas de los Hörni desaparecían en aquel espeso magma metálico, salpicado de grumos algodonosos, que producía la asfixiante sensación de ir descendiendo poco a poco, y de que tarde o temprano acabaría aplastando los bosques y los tejados de las casas. Aquí y allí, vivos jaspeados estriaban la pastosa masa y la iluminaban fugazmente con una falsa luz amarillenta; pero esos relámpagos abortados o retenidos no producían ningún fragor. El calor se había vuelto pegajoso y se agarraba a la
garganta, como la mano de un asesino para apretarla con inexorable seguridad.
Pasado el primer momento de estupor, Göbbler y yo nos pusimos en marcha, una vez más al unísono. Como autómatas, al mismo paso, nos encontramos uno al lado del otro, caminando juntos sobre la polvorienta calzada, que, con aquella extraña luz, parecía cubierta de cenizas de abedul. Alrededor flotaba el olor a excrementos y plumas de gallina, repugnante y persistente como el de los tallos podridos de unas flores olvidadas durante días en un jarrón.
No tenía ningunas ganas de hablar con Göbbler, y ese silencio no me incomodaba. Suponía que él iniciaría la conversación en cualquier momento, pero no abrió la boca. Así que seguimos callados, avanzando por las calles casi como cuando se va a la iglesia para asistir a un funeral, sabiendo que ante la muerte toda palabra es inútil.
A medida que nos acercábamos a la fonda, de las calles, callejas, callejuelas y porches emergían siluetas que se unían a nosotros y caminaban a nuestro lado, igual de mudas. Por otra parte, puede que ese enorme silencio no se debiera a la incertidumbre sobre lo que nos encontraríamos, sino al súbito cambio del tiempo, a aquel magma de metal pastoso posado en el cielo, que había arrojado una oscuridad invernal sobre el atardecer. En aquel río de cuerpos, que se hacía más caudaloso por momentos, no había una sola mujer. Sólo íbamos hombres, hombres solos. Sin embargo, en el pueblo hay mujeres, como en todas partes, jóvenes, viejas, feas y bonitas, que saben y que piensan. Mujeres que nos han traído al mundo y nos ven destruirlo, que nos dan la vida para que después les proporcionemos tantas ocasiones de lamentarlo. En esos momentos, mientras avanzaba sin hablar entre todos aquellos hombres, que también caminaban sin decir nada, me dio por pensar en eso y, sobre todo, en mi madre. Que no existe, mientras que yo existo. Que no tiene rostro, mientras que yo lo tengo.
A veces, me miro en el pequeño espejo que hay sobre el fregadero de casa. Observo mi nariz, la forma y el color de mis ojos, el tono de mi pelo, el dibujo de mis labios, el de mis orejas, el color de mi piel. Con ello, intento componer el retrato de la ausente, la que un día vio salir mi cuerpecillo entre sus muslos, se lo puso sobre el pecho, lo acarició, le dio su calor y su leche, le habló, le puso un nombre y seguramente sonrió, sonrió feliz. Sé que lo que hago es inútil. Nunca conseguiré esbozar sus facciones, sacarlas de la oscuridad donde entraron hace tanto tiempo.
En el interior de la fonda, todo estaba cambiado. Parecía otro sitio. Era como si hubiera mudado de piel. Entramos de puntillas, casi con miedo. Hasta los que suelen dar voces mantenían la boca cerrada. Muchos se volvían hacia Orschwir, pensando seguramente que el alcalde era distinto y que les mostraría lo que debían hacer, cómo comportarse, qué decir o no decir. Pero Orschwir era como los demás. Ni más listo ni más sabio.
Las mesas estaban arrimadas contra la pared y cubiertas con manteles limpios, sobre los que se alineaban decenas de vasos y botellas, como soldados antes de la batalla. También había grandes bandejas con suficientes salchichas troceadas, queso, jamón, tocino, pan y bollos para dar de comer a un regimiento. Desde el primer momento, todos los ojos habían convergido sobre aquel despliegue de comida y bebida, que aquí sólo se ve en las celebraciones de algunas bodas, cuando los campesinos ricos unen a sus hijos y quieren darse importancia. De modo que sólo después advertimos en las paredes una veintena de retazos de tela colocados sobre lo que debían de ser cuadros. Unos y otros se los señalaron con un movimiento de barbilla, pero no dio tiempo a hacer ni decir nada más, porque los peldaños de la escalera empezaron a crujir y apareció el Anderer. No llevaba su estrambótico atavío, camisa con chorreras, levita y pantalón de tubo, a los que al final habíamos acabado
acostumbrándonos. Simplemente vestía una especie de gran túnica blanca y amplia, que le llegaba casi a los pies, y le dejaba el pescuezo al aire, como si un verdugo hubiera cortado ya el cuello de la prenda con unas tijeras.
El Anderer bajó unos peldaños, lo que produjo una sensación extraña, porque la túnica era tan larga que no se le veían los pies y parecía deslizarse a unos centímetros del suelo, como un fantasma. Al verlo, nadie dijo nada, y además él se adelantó a cualquier reacción tomando la palabra con su discreta voz, un poco aflautada:
—Llevaba tiempo pensando cómo podía agradecerles el recibimiento y la hospitalidad dispensada. Y llegué a la conclusión de que debía hacer lo que sé hacer: mirar, escuchar, captar el alma de los objetos y los seres. He viajado mucho por el mundo. Puede que ése sea el motivo de que mis ojos vean más y mis oídos oigan mejor. Sin presunción, creo haber comprendido gran parte de sus caracteres y de los paisajes que los rodean. Acepten mis pequeños trabajos como un homenaje. No vean en ellos otra cosa. ¡Por favor, señor Schloss!
El fondista, que estaba en posición de firmes, no esperaba más que aquella señal para pasar a la acción. En un santiamén, recorrió el perímetro de la sala de su fonda retirando los retales de tela que ocultaban los cuadros; y, como si la escena no fuera aún lo bastante extraña, en ese preciso instante sonó un trueno seco y cortante, como un latigazo restallando en la grupa de un jamelgo.
La tarjeta perfumada no mentía: había «retratos» y también
«paisajes». No eran pinturas propiamente dichas, sino dibujos a tinta, a veces realizados con grandes pinceladas y otras, con trazos extremadamente finos que se juntaban, se recubrían, se cruzaban. Como en procesión, o en extraño vía crucis, pasamos ante todos ellos, para observarlos más de cerca. Algunos, como Göbbler y el señor Knopf, que no veían tres en un burro, casi los rozaban con la nariz, mientras que otros retrocedían hasta
encontrar la distancia ideal. Las primeras exclamaciones de sorpresa y las primeras risas se oyeron cuando algunos se reconocieron o reconocieron a otros en los retratos. El Anderer había escogido a sus modelos. ¿Cómo? Misterio. Allí estábamos Orschwir, Hausorn, el cura, Göbbler, Dorcha, Vurtenhau, Röppel, el sacristán Ulrich Yackob, Schloss y yo. En cuanto a los paisajes: la plaza de la iglesia y su contorno de casitas bajas, la Lingen, la granja de Orschwir, las peñas de los Tizenthal, el Baptisterbrücke, con el bosquecillo de sauces al fondo, el claro del Lichmal, la sala grande de la fonda de Schloss... Lo más curioso era que, aunque tanto las caras como los sitios resultaban reconocibles, no podía decirse que el parecido fuera perfecto. En cierto modo, los* dibujos se limitaban a evocar ecos familiares, impresiones, resonancias que acudían a la mente para completar el retrato apenas sugerido que teníamos delante.
Cuando todos finalizaron la pequeña ronda, se abordó el asunto serio. Dieron la espalda a los dibujos como si nunca hubieran existido. Se produjo un avance general hacia las mesas repletas de comida. Cualquiera habría dicho que llevaban años sin comer ni beber. Parecían salvajes. En un visto y no visto, cuanto habían preparado desapareció; pero Schloss debía de tener instrucciones al respecto, a fin de que siempre hubiera platos y botellas llenos, porque el bufet no parecía vaciarse. Las caras enrojecieron, las frentes empezaron a sudar, las voces subieron de tono y los primeros juramentos rebotaron en las paredes. La mayoría ya había olvidado el motivo de su presencia allí, y nadie contemplaba los cuadros. Sólo les importaba lo que podían echarse al coleto. En cuanto al Anderer, había desaparecido. El primero en advertirlo fue Diodème.
—Ha soltado su discursito y se ha vuelto a su habitación. ¿Qué
opinas? —¿De qué?
—Pues de todo esto. —Diodème abarcó con un gesto la exposición colgada de las paredes. Creo que me limité a enco
germe de hombros—. Es curioso, tu retrato. No se te parece y sin embargo eres tú. No sé cómo decirlo... Ven a verlo. Como no quería mostrarme antipático con Diodème, lo seguí. Nos abrimos paso entre aquellos cuerpos, entre sus aspavientos, olores, sudores, alientos, saturados de vino y cerveza. Las voces se calentaban y los ánimos también. Orschwir se había quitado el gorro de piel de nutria. El señor Knopf silbaba por lo bajo. El Zungfrost, que habitualmente sólo bebía agua, animado por los tres vinos que le habían obligado a tomar, empezaba a bailar. Tres hombres sujetaban entre risas a Lulla Carpak, un ferroviario de pelo amarillo y tez rubicunda que, en cuanto se emborrachaba, quería partirle la cara a alguien a toda costa.
—Fíjate —me señaló Diodème.
Habíamos conseguido llegar junto al retrato. Le hice caso y me fijé. Con calma. Al principio, sin prestar demasiada atención a las líneas que había entremezclado el Anderer, hasta que, poco a poco, sin saber cómo ni por qué, fui entrando en el dibujo cada vez más.
Al mirarlo por primera vez, hacía unos minutos, no había notado nada. Debajo estaba mi nombre, y seguramente me había dado apuro verme dibujado, así que había apartado la vista enseguida y pasado al siguiente de inmediato. Pero ahora, al verlo de nuevo, al plantarme delante y observarlo con detenimiento, fue casi como si me absorbiera, como si se animara, y lo que vi ya no fueron trazos, curvas, puntos y pequeñas manchas, sino fragmentos enteros de mi vida. Por decirlo así, el retrato que había hecho el Anderer estaba vivo. Era mi vida. Me ponía frente a mí mismo, ante mis sufrimientos, vértigos, miedos, deseos. En él, veía mi lejana infancia y los largos meses pasados en el campo. Veía mi regreso. Veía a Emélia, muda. Lo veía todo. Era un espejo opaco que me arrojaba al rostro cuanto había sido, cuanto era. Una vez más, fue Diodème quien me devolvió a la realidad.
—¿Y bien?
—Es curioso —murmuré.
—Y si te fijas, si los miras bien, los demás son igual: no demasiado fieles, pero clavados.
Seguramente, era su afición a las novelas lo que hacía que Diodème mirara siempre el forro de las palabras y que su imaginación corriera diez veces más deprisa que él. Pero su comentario de aquel día no era ninguna estupidez. Lentamente, volví a pasar ante todos los dibujos que el Anderer había colgado de las paredes de la fonda. Los paisajes, que me habían parecido mediocres, empezaron a animarse y las caras, a contar los secretos y las angustias, los vicios, las faltas, las preocupaciones, las bajezas... No había probado el vino ni la cerveza, pero la cabeza me daba vueltas y casi me tambaleaba. En el retrato de Göbbler, por ejemplo, la ejecución era tan astuta que, mirándolo desde el ángulo izquierdo, se veía la cara de un individuo sonriente, con la mirada perdida y el semblante sereno, mientras que, al contemplarlo desde la derecha, las mismas líneas fijaban la expresión de la boca, los ojos y la frente en un rictus bilioso, una especie de horrible mueca, altanera y cruel. El de Orschwir dejaba traslucir cobardía, contemporización, apatía, indignidad. El de Dorcha, violencia, acciones sangrientas, gestos irreparables. El de Vurtenhau emanaba ruindad, estupidez, envidia, rabia. El de Peiper sugería desistimiento, vergüenza, debilidad. Y con los demás ocurría otro tanto. Los retratos del Anderer resultaban sorprendentes revelaciones que sacaban a la luz las verdades más profundas de la gente. Componían una galería de desollados vivos.
¡Y los paisajes...! Un paisaje parece algo inofensivo. No dice nada. Como mucho, sólo nos remite a nosotros mismos. Pero, plasmados por el Anderer, los paisajes hablaban. Contaban su propia historia. Mostraban las huellas de lo que habían presenciado. Daban fe de las escenas desarrolladas en ellos. En
la plaza de la iglesia, en el suelo, una mancha de tinta, en el lugar exacto de la ejecución, recordaba la sangre que había manado del cuerpo de Aloïs Cathor al ser decapitado; y, en ese mismo dibujo, si uno se fijaba veía que las casas que rodeaban la plaza tenían todas las puertas cerradas. Todas menos una, abierta con toda claridad: la del granero de Otto Mischenbaum... Juro que no me invento nada. En el dibujo que representaba el Baptisterbrücke, por ejemplo, si inclinabas un poco la cabeza para mirarlo de lado, veías que las raíces de los sauces esbozaban la forma de tres caras, las de tres chicas. En el correspondiente al claro del Lichmal, entornando los párpados, también se adivinaban las mismas caras en las ramas de los robles. Y, si en ese momento no pude descubrir lo que no era del todo evidente en otros dibujos del Anderer, fue sólo porque los acontecimientos que sugerían todavía no habían ocurrido. Como en el caso de las peñas de los Tizenthal, que entonces no eran más que simples rocas, ni bonitas ni feas, sin historia ni leyenda; sin embargo, fue precisamente delante de ese dibujo donde volví
a juntarme con Diodème. Estaba clavado ante él como una estaca. Petrificado. Tuve que pronunciar su nombre tres veces para que se volviera un poco y me mirara.
—¿Qué ves en éste? —le pregunté.
—Cosas... —me respondió pensativo.
No añadió más. Después, tras su muerte, he tenido tiempo para reflexionar, evidentemente. Y me he acordado del dibujo. Alguien puede pensar que se me han reblandecido los sesos, que estoy mal de la azotea. Que esta historia de los dibujos es absurda. Que hay que tener la mente y los sentidos muy trastornados para ver en unos simples garabatos cuanto vi. Y que es fácil hablar así cuando no queda ninguna prueba, cuando los dibujos ya no existen, porque todos fueron destruidos. Y, además, esa misma tarde. Si eso no es una prueba, que venga Dios y lo vea. Los rompieron en mil pedazos y los desparramaron o redujeron a cenizas, porque, a su manera, contaban
cosas que no convenía contar, porque revelaban verdades que se habían enterrado.
Yo ya había tenido bastante.
Salí de la fonda, donde bebían cada vez más y bramaban como animales; pero todavía eran animales alegres, de buen beber. Diodème, en cambio, se quedó hasta el final; y él me contó lo sucedido. Schloss siguió sacando vasos y botellas durante cerca de una hora y luego, de pronto, se acabó lo que se daba. Supongo que habían llegado a la cantidad acordada por el Anderer y el fondista. Fue el comienzo de la acritud. Primero, palabras, seguidas de algún gesto, pero nada grave; algún pequeño destrozo, pero aún sin importancia. Y, de pronto, los refunfuños cambiaron de tono, como cuando se desteta a un ternero, que al principio gruñe, pero enseguida cambia de parecer y busca otro entretenimiento alrededor, una leve razón para existir. De repente, todos recordaron por qué estaban allí. Se volvieron hacia los dibujos y los observaron otra vez. O con ojos nuevos. O con los ojos más abiertos. Como se quiera. Y vieron. Se vieron. Vieron lo que eran y lo que habían hecho. Vieron en los dibujos del Anderer lo mismo que Diodème y yo. Y, por supuesto, no lo soportaron. ¿Quién lo habría soportado?
—¡Menudo saqueo! No me di cuenta de quién empezó, y de todas formas eso no tiene la menor importancia, porque todos participaron y nadie intentó detener a nadie. El cura estaba borracho como una cuba y hacía rato que dormía debajo de una mesa chupándose un trozo de la sotana, como un crío el pulgar. Los más viejos se habían marchado a casa poco después de irte tú. En cuanto a Orschwir, asistía al espectáculo sin tomar parte, pero con una pizca de satisfacción; y, cuando Kipoft hijo arrojó
su retrato al fuego, parecía la mar de contento, créeme. Luego, todo sucedió muy deprisa, ¿sabes? En un santiamén, no quedaba un dibujo en las paredes. El único que parecía un poco apurado era Schloss.
Cuando Diodème me lo contó, habían pasado dos días y, desde esa famosa tarde, no había dejado de llover. Como si el cielo necesitara hacer limpieza general, lavar los trapos sucios de los hombres, ya que ellos no eran capaces. Los muros de nuestras casas parecían llorar y, en las calles, arroyos ennegrecidos por la tierra y el estiércol de los establos brincaban sobre el empedrado, arrastrando guijarros, briznas de paja, peladuras y desperdicios. Era una lluvia extraña, un continuo diluvio que caía de un cielo que ya ni siquiera veíamos, porque la espesa, sucia y húmeda barba de las nubes lo mantenía permanentemente oculto. Llevábamos esperándola semanas. Semanas durante las cuales el pueblo se había achicharrado al sol, y con él los cuerpos, los nervios, los músculos, los deseos, las fuerzas; y, de pronto, se había producido el estallido de la tormenta, que respondía desmesuradamente al estallido de los hombres, al desencadenamiento de la ira entre las paredes de la fonda de Schloss, a la ridícula hecatombe de los dibujos, porque mientras se representaba aquella especie de ensayo del Ereigniës, mientras se quemaban las efigies antes de matar al hombre, el cielo, demasiado pesado, se abrió en dos de este a oeste, en toda su longitud, y, en vez de vísceras y tripas, descargó trombas de agua gris, tan densas y pesadas como lavaduras. Schloss puso a todo el mundo en la puerta, incluido el alcalde, y aquella purria empezó a chapotear bajo el aguacero y los relámpagos, algunos cayéndose al suelo cuan largos eran, simulando nadar en los charcos, vociferando como colegiales desmandados, lanzando puñados de barro a la cara de los demás, como si fueran bolas de nieve.
Me gustaría creer que, tras su ventana, el Anderer contempló el espectáculo. Imagino su débil sonrisa. El cielo le hacía justicia, y cuanto veía a sus pies, aquellos mamarrachos calados hasta los huesos, que vomitaban, se insultaban y mezclaban sus risas, sus voces estropajosas y sus chorros de orina, no hacía más
que dar la razón a los retratos destruidos. En cierto modo, era una victoria para él. El triunfo del director de orquesta. Pero en este mundo es mejor no tener la razón. De lo contrario, enseguida te lo hacen pagar caro.
35
El día siguiente fue día de resaca. Un estado en que a la cabeza le da por tocar el bombo y ya no sabes si lo que recuerdas fue sueño o realidad. Supongo que la mayoría de quienes habían perdido los estribos debían de sentirse muy idiotas, quizá aliviados, pero también un poco estúpidos. No porque se avergonzaran respecto al Anderer —no, por ese lado tenían las cosas claras y siempre las tendrían—, sino porque haberla emprendido de aquel modo con unos simples trozos de papel no era precisamente una hombrada.
La lluvia les vino bien. No tuvieron que salir de casa, encontrarse, hablarse, ver su hazaña en la mirada de los demás. El único que desafió los chaparrones, que se sucedían como en pleno abril, fue el alcalde. Salió por la tarde y se dirigió directamente a la fonda. Llegó calado hasta las cejas, y Schloss se quedó de piedra al verlo en la puerta, que había permanecido cerrada todo el día. Tampoco es que tuviera muchas ganas de abrir. Se había pasado horas arreglando el desaguisado, limpiándolo todo y manteniendo vivo un gran fuego para secar las baldosas y consumir el aire viciado. Acababa de conseguirlo. Todo volvía a estar igual que siempre: la sala, las mesas y las paredes. Como si la tarde anterior no hubiera pasado nada. Y en ese momento aparece Orschwir. Schloss lo mira como si fuera un monstruo, hecho una sopa, pero monstruo al fin y al cabo. El alcalde se quita la gran capa de pastor que se había echado por los hombros, la cuelga de un clavo junto a la chimenea, saca un enorme pañuelo arrugado y más bien sucio, se seca la cara, se
suena en él y, por fin, se vuelve hacia Schloss, que espera con el codo apoyado en la escoba.
—Tengo que hablar con él. Ve a buscarlo.
Evidentemente, era una orden. Schloss no necesitaba ninguna precisión. En la fonda sólo estaban el Anderer y él. Como cada mañana, le había dejado la bandeja —con un bollo, un huevo crudo y una jarra de agua caliente— ante la puerta de su habitación. Y como cada mañana, poco después había oído pasos en la escalera y el ruido de la puerta de atrás, que se abría y volvía a cerrarse. Por ella su huésped solía salir para visitar a su yegua y su asno a la cuadra del tío Solzner, contigua a la fonda. Al rato, había vuelto a abrirse la puerta, la escalera había crujido de nuevo, y ya no se había oído nada más. En un pueblo como el nuestro, el alcalde es todo un personaje. No será el dueño de la fonda quien se ponga a contradecirlo. Así que Schloss subió. Llamó a la puerta de la habitación. Se dio de bruces con la sonrisa del Anderer y le comunicó el recado. El Anderer sonrió aún más y volvió a cerrar la puerta sin responder. Schloss bajó de nuevo.
—Creo que ahora viene.
Eso le dice al alcalde. A lo que éste responde:
—Está bien, Schloss. Ahora, seguro que tienes mucho trabajo en la cocina, ¿verdad?
El fondista, que no es tonto, balbucea un sí. El alcalde se saca del bolsillo una pequeña llave de plata labrada, y la introduce en la cerradura de la puerta de la sala pequeña, la de la Erweckens'Bruderschaf.
—¿Tú no tienes llave? —le he preguntado a Schloss cuando me lo ha contado.
—¡Claro que no! ¡No he pisado esa sala en mi vida! No sé
ni el aspecto que tiene, ni cuántas llaves hay, ni quién las guarda, aparte del alcalde y Knopf, y creo que Göbbler, aunque no estoy seguro.
Schloss ha venido a casa hace un rato. Ha arañado la puerta como un animal. Ha esperado a que la oscuridad fuera densa como la pez. Supongo que se ha deslizado pegado a los muros de las casas, sin hacer ruido, no fueran a verlo. Es la primera vez que pisa mi casa. Cuando lo he visto, me he preguntado qué
podría querer. Fédorine lo ha mirado como si fuera una mierda de gato. No lo traga. Para ella, es un ladrón que vende a precio de oro las cuatro cosas que compra tiradas. Lo llama Schlocheikei, lo que es un juego de palabras intraducible entre el apellido del fondista y el adjetivo que en su antiquísima lengua equivale a «aprovechado». Le ha faltado tiempo para dejarnos solos con la excusa de que debía acostar a Poupchette. Al oír el nombre de mi hija, he visto en los ojos del fondista un destello triste, y he pensado en su hijito muerto; pero ese destello se ha apagado enseguida.
—Quería hablar contigo, Brodeck. Necesito hablar contigo para volver a demostrarte que no tengo nada contra ti, que no soy una mala persona. Me parece que la otra vez no acabaste de creerme. Te contaré una cosa. Utilízala como quieras, pero, te lo advierto, no digas que la has sabido por mí, porque lo negaré
todo. Aseguraré que mientes. Que nunca te lo he dicho. Diré que jamás vine a verte. ¿Entendido?
No le he respondido. Yo no le había pedido nada. El que había venido era él. Él era quien tenía que hablar, pero sin esperar nada de mí. El Anderer había acabado bajando de la habitación, y el alcalde lo hizo pasar a la sala de la hermandad. Luego cerró la puerta a sus espaldas.
—Yo me quedé en la cocina, como me había pedido Orschwir. Pero debes saber que el armario donde guardo los cubos y las escobas está empotrado en la pared, y que el fondo sólo es de tablas de madera, bastante mal ajustadas, que con los años han ido estropeándose, y ahora tienen agujeros del tamaño de ojos. Y ese armario da a la sala pequeña. Gerthe lo sabía. Y
yo sé que algunas veces escuchaba lo que decían y lo que hacían, aunque nunca me lo confesó, porque creía, y con razón, que me enfadaría.
De modo que esa tarde, Schloss se comportó como nunca se había permitido. ¿Por qué? La gente hace cosas muy extrañas, tan extrañas que a veces, por mucho que te devanes los sesos, es imposible encontrarles explicación. Puede que Schloss quisiera demostrarse que era un hombre, desafiando una prohibición y superando una prueba, cambiando definitivamente de bando, haciendo lo que consideraba justo, o simplemente satisfacer una curiosidad reprimida durante largo tiempo. El caso es que se metió como pudo entre las escobas, los cubos, los recogedores y los trapos para el polvo y pegó la oreja a las tablas.
—Era una conversación muy extraña, Brodeck, extrañísima... Al principio, parecía que se entendían perfectamente, que no necesitaban muchas palabras, que hablaban el mismo idioma. El alcalde empezó diciendo que no estaba allí para disculparse, que lo que había pasado la tarde anterior era desagradable, pero en el fondo un poco normal. El Anderer no rechistó.
»"Aquí la gente es un poco bruta, ¿comprende? —prosiguió
el alcalde—. Si tienen una pequeña llaga y les echan pimienta encima, empezarán a pegar patadas. Y sus dibujos eran puñados de pimienta, ¿no le parece?" "Los dibujos no tienen ninguna importancia, no piense más en ellos, señor alcalde —respondió
el Anderer—. Si no los hubieran roto ellos, lo habría hecho yo." Llegado a ese punto de su relato, que recitaba como si se lo hubiera aprendido de memoria, Schloss hizo una pausa.
—Lo que debes saber, Brodeck, es que cada una de sus frases iba seguida de grandes silencios. La respuesta a una pregunta no llegaba enseguida, y viceversa. Aquellos dos se estaban tanteando, estoy seguro. Su jueguecito me recordaba lo que hacen los jugadores de ajedrez, aparte de estudiar y ejecutar las jugadas. No sé si me explico... —Hice un gesto ambiguo. Schloss se miró las manos entrelazadas y continuó—.
Orschwir entró en materia: «¿Puedo preguntarle por qué motivo ha venido precisamente a nuestro pueblo?» «Me pareció digno de interés.» «Pero está lejos de todo...» «Puede que viniera justo por eso. Quería ver cómo es la gente que vive lejos de todo.»
«La guerra hizo estragos, aquí como en todas partes.» «La guerra destruye y destapa.» «¿Qué quiere decir?» «Nada, señor alcalde. Es la traducción de un verso de un poema muy antiguo.»
«La guerra no tiene nada de poética.» «No, desde luego que no.»
«Creo que sería mejor que se fuera. Usted despierta, seguramente sin querer, cosas dormidas. Eso no conducirá a nada bueno. Váyase, por favor.»
Schloss no recordaba el resto palabra por palabra, porque Orschwir había renunciado a las frases cortas y se había perdido en los interminables circunloquios de una confusa perorata. Pero yo sé que es lo bastante astuto como para no avanzar a ciegas y sopesar sus ideas y palabras una a una, mientras fingía dudar y sentirse incómodo.
—Fue muy hábil —me confirmó Schloss—. Porque a fin de cuentas eran amenazas, sin serlo del todo. Podía interpretarse una cosa y la contraria. Y si al Anderer se le hubiera ocurrido reprocharle algo, siempre podía contestarle que lo había malinterpretado. Su jueguecito duró un rato más, pero yo me estaba quedando entumecido en el armario y me faltaba el aire. Me zumbaban los oídos. Como si estuviera rodeado de abejas. Tengo demasiada sangre en la cabeza y a veces me aporrea las sienes. El caso es que, en un momento dado, los oí levantarse y dirigirse a la puerta. Pero antes de abrirla el alcalde aún dijo algo y, luego, hizo la última pregunta, la que más me sorprendió, porque le había cambiado la voz, y, aunque no es hombre que se impresione con facilidad, creí percibir un deje de miedo en su tono. «Ni siquiera sabemos cómo se llama...» «¿Qué importa eso ahora? Un nombre no es nada. Podría no ser nadie, o ser todo el mundo», respondió el Anderer. «Quería preguntarle una cosa más —dijo Orschwir muchos segundos después—. Una cosa a la
que llevo mucho tiempo dándole vueltas...» «Usted dirá, señor alcalde.» «¿Lo ha enviado alguien?» El Anderer rió, con esa risilla suya, ya sabes, esa risilla casi de mujer. Al cabo de unos instantes que se hicieron muy, muy largos, acabó respondiendo:
«Todo depende de sus creencias, señor alcalde, todo depende de sus creencias. Lo dejo a su discernimiento...» Y volvió a reírse. Y te lo juro, Brodeck, su risa me produjo un escalofrío. Schloss había desembuchado. Parecía agotado y al mismo tiempo profundamente aliviado por la confidencia. Fui a por dos vasos y una botella de aguardiente.
—¿Me crees, Brodeck? —me preguntó un tanto angustiado mientras le llenaba el vaso.
—¿Y por qué no iba a creerte, Schloss?
El fondista bajó rápidamente la cabeza y apuró la bebida. Me contara Schloss la verdad o no, tuviera o no lugar la conversación que me refirió, en los términos exactos que transcribo o en otros, más o menos parecidos, el hecho indudable es que el Anderer no se marchó del pueblo. Y lo que también es innegable es que, cinco días después, cuando la lluvia cesó y el sol volvió a asomar en el cielo, cuando unos y otros empezaron a salir de las casas, todas las conversaciones se referían a la última parte de la charla entre el alcalde y el Anderer. Aquello era peor que la yesca seca: estaba pidiendo arder. Si hubiéramos tenido un párroco con la cabeza en su sitio, unas cuantas palabras bien elegidas y un poco de sentido común lo habríamos apagado todo con cubos de agua bendita. Por el contrario, los delirios etílicos del padre Peiper echaron aún más leña al fuego al domingo siguiente, mientras farfullaba no sé qué memeces sobre el Anticristo y el Juicio Final encaramado al púlpito. Ignoro quién pronunció la palabra «Diablo», si fue él o algún otro, pero Peiper la echó y los demás la firmaron. Como el Anderer no había querido dar su nombre, el pueblo le puso uno. A medida. Un nombre que lleva siglos usándose, pero que no se estropea, siempre flamante. Eficaz. Definitivo.
La estupidez es una enfermedad que casa bien con el miedo. Una y otro se alimentan mutuamente, creando una gangrena que sólo pide propagarse. ¡Menuda mezcla la prédica de Peiper y las palabras pronunciadas por el Anderer!
El interesado seguía sin sospechar nada. Continuó con sus cortos paseos hasta el martes 3 de septiembre, sin sorprenderse de que ahora nadie le devolviera el saludo ni de que muchos se santiguaran en cuanto lo dejaban atrás. Los niños ya no lo seguían. Convenientemente sermoneados, ponían pies en polvorosa en cuanto lo veían a cien metros. Los más valientes, un día, incluso le arrojaron piedras.
Por las mañanas iba a la cuadra, como siempre, a visitar a su yegua y su asno. Pero, pese a la fianza y las cantidades que pagaba por adelantado al tío Solzner, comprobó que sus animales estaban desatendidos. El bebedero se hallaba vacío. Lo mismo que el comedero. No se quejó, sino que se ocupó él de lo necesario: los cepilló, los almohazó, les habló al oído, los tranquilizó... La Señorita Julia le enseñó los amarillentos dientes y el Señor Sócrates meneó la cabeza de arriba abajo y agitó la corta cola. Eso fue el lunes por la tarde. Presencié la escena cuando volvía a casa tras haber pasado la jornada en los bosques. El Anderer no me vio. Me daba la espalda. Estuve a punto de entrar en la cuadra, carraspear y hablar con él, pero me arrepentí. Me quedé en el umbral. Los animales me vieron. Posaron sus grandes y dulces ojos en mí. Aguarde un instante. Esperaba que uno de los dos indicara mi presencia, coceara levemente, soltara un gruñido, pero no. Nada de nada. El Anderer seguía acariciándolos y dándome la espalda. Seguí mi camino.
36
Al día siguiente, Diodème vino a buscarme. Jadeando, con la camisa fuera, los pantalones torcidos y el pelo revuelto.
—¡Ven! ¡Ven enseguida! —Yo estaba tallándole unos zuecos a Poupchette en dos trozos de abeto negro. Eran las once de la mañana—. ¡Vamos, ven! ¡Te digo que vengas! ¡Ven a ver lo que han hecho!
Su expresión era de un pánico tal que preferí no discutir. Dejé la gubia, me quité de un manotazo las virutas que me habían caído encima, como quien se sacude después de desplumar a una oca, y lo seguí.
Diodème no habló en todo el camino. Corría como si le fuera la vida en ello, y a mí me costaba seguirlo en sus zancadas. Veía que nos dirigíamos a la curva del Staubi, que bordea los huertos de Sebastian Uränheim, el mayor productor de berzas, nabos y puerros de todo el valle, pero no entendía por qué. En cuanto superamos la esquina de la última casa, lo vi. Una muchedumbre se congregaba en la orilla del río. Había allí
mucha gente, hombres, mujeres y niños, cerca de un centenar, más o menos, que nos daban la espalda y miraban al río. De pronto, el corazón se me desbocó, e, idiota de mí, pensé en Poupchette y en Emélia. Me llamo idiota porque sabía que estaban en casa. Estaban hacía un momento, cuando Diodème había ido a buscarme. Así que la desgracia que acababa de ocurrir no podía afectarlas. Me tranquilicé y seguí avanzando. La gente no decía nada, permanecía muda, y los rostros que iba dejando atrás mientras me acercaba a la orilla eran inexpresivos. Realmente, resultaba muy extraño avanzar entre
aquellas facciones que no traslucían ninguna emoción, aquellos ojos que sólo miraban, que ni siquiera parpadeaban, aquellas bocas cerradas, aquellos cuerpos que empujaba, que me dejaban pasar, que casi atravesaba, como si carecieran de la menor consistencia, y que a continuación recuperaban su solidez y posición, como tentetiesos.
No estaría a más de tres o cuatro metros de la orilla, cuando oí el lamento. Era como un cántico sin palabras, triste y monocorde, que se te metía en los oídos y te helaba la sangre, aunque a fe que esa mañana hacía calor, porque después de la gran limpieza y el festival de trombas y truenos, el sol había vuelto por sus fueros. Casi había dejado atrás el gentío. Ante mí, sólo estaban ya el hijo mayor de Dörfer y su hermano pequeño, Schmutti, que es un poco retrasado y tiene los hombros descompensados y una cabeza desmesurada, grande como una calabaza y hueca como el tronco de un árbol muerto. Los aparté
con suavidad y miré.
Todas aquellas personas se habían juntado donde el Staubi tiene más profundidad. Cerca de tres metros, aunque cuesta creerlo, porque el agua es tan clara y pura que se ve el fondo como si pudieras tocarlo con los dedos.
En mi vida he visto llorar a muchos hombres. He visto rodar muchas lágrimas. He visto a numerosos seres humanos machacados como nueces cascadas con una piedra, convertidos luego en desechos. En el campo, era el pan nuestro de cada día. Pero, pese al dolor y la desgracia de que he sido testigo, si tuviera que elegir entre la infinita galería de rostros crispados por el sufrimiento, de seres que de pronto comprenden que lo han perdido todo, que se lo han arrebatado todo, que no les queda nada, sería la cara del Anderer esa mañana de septiembre, a la orilla del Staubi, la que se impondría.
No lloraba. Tampoco hacía grandes aspavientos. Parecía partido por la mitad. Por un lado, estaba su voz, su lamento, ininterrumpido, que parecía una especie de canto fúnebre, algo
que está más allá de las palabras, más allá de cualquier lenguaje, que viene del fondo del cuerpo y del alma, que es la voz del dolor. Y, por otro, sus temblores, sus estremecimientos, aquella cara redonda, que iba de la gente al río y del río a la gente, su cuerpo, enfundado en un lujoso batín de brocado tan fuera de lugar en aquel paisaje, y cuyos faldones, que había arrastrado por el barro y el agua, chorreaban y le azotaban las cortas piernas.
No comprendí de inmediato por qué se encontraba en aquel estado, por qué parecía un autómata atrapado en una perpetua pantomima de la locura. Lo miraba con tanta atención, intentando hallar algún indicio en su rostro, en su boca entreabierta, en su batín de ministro plenipotenciario, que tardé
en fijarme en lo que tenía en la mano derecha, algo parecido a una larga y espesa melena de un rubio un poco descolorido. Eran las crines de la cola de su yegua, unas largas crines que se hundían en el agua, a modo de amarras todavía sujetas al muelle de un barco que se hubiera ido a pique con el cargamento y la tripulación. Bajo la superficie del río se veían dos grandes masas inmóviles, enormes, que la corriente mecía con mucha suavidad. Era una imagen irreal, casi apacible, de la gran yegua y el asno ahogados, con los ojos abiertos, flotando ingrávidos entre dos aguas. Debido a no sé qué fenómeno inexplicable, el pelaje del asno estaba adornado con miles de minúsculas burbujas, redondas y relucientes como perlas, y las largas y ondulantes crines de la yegua se mezclaban con las algas, que en aquel sitio crecían en forma de tupidas chalinas, de tal modo que daba la sensación de contemplar a dos animales mitológicos ejecutando un ballet irreal. Un remolino les imprimía un movimiento circular de vals lento sin más música que el inesperado e irrespetuoso canto de un mirlo que hurgaba la tierra blanda del ribazo con el amarillo pico para extraer grandes lombrices rojas. Al principio pensé que, en el último momento, el instinto había impulsado al asno y a la yegua a encorvarse
ligeramente y acercar las cuatro patas, como quien se acurruca, como quien se ovilla para no ofrecer más que la curva de la espalda al frío o al peligro. Pero luego advertí que, en realidad, les habían trabado las patas y se las habían atado entre sí con fuerza mediante cuerdas.
No sabía qué decir ni qué hacer. Y, si hubiera hablado, creo que el Anderer, sumido en su lamentación, ni siquiera me habría oído. Trataba de sacar del agua a la yegua, por supuesto sin éxito, porque el peso del animal era desmesurado para sus fuerzas. Nadie lo ayudó. Nadie tuvo un gesto hacia él. El único movimiento de la muchedumbre congregada a su espalda fue el de reflujo. Ya había visto bastante, y empezó a desfilar. Pronto no quedó nadie, aparte del alcalde, que llegó en el último momento acompañado por el Zungfrost, que guiaba un tiro de bueyes. Orschwir contempló el espectáculo sin mostrar la menor sorpresa, ya fuera porque lo había visto antes, porque lo habían puesto al corriente o porque estaba en el ajo. Yo no me había movido.
—¿Qué crees que haces ahí, Brodeck? —me espetó mirándome con suspicacia. No entendí por qué me hacía esa pregunta ni supe qué responderle. Se dirigía a mí sin siquiera tener en cuenta la presencia del Anderer. «Una yegua y un asno no se atan las patas solos», estuve por contestar. Pero preferí
callar—. Harías mejor yéndote a casa, como los demás —opinó. En el fondo tenía razón. Hice lo que me decía; pero, cuando ya me había alejado unos metros, me gritó—: ¡Brodeck!
¡Acompáñalo a la fonda, por favor!
No sé cómo, el Zungfrost había conseguido que el Anderer soltara su presa. Estaba inmóvil en la orilla, con los brazos caídos, observando al tartamudo, que ataba la cola de la Señorita Julia a una gran correa de cuero sujeta al yugo de los bueyes. Le puse la mano en el hombro, pero no reaccionó. Así que lo cogí
del brazo y eché a andar. Se dejó llevar como un niño. Ahora estaba callado.
Un solo hombre no puede arreglarles las cuentas a dos animales de ese modo. Ni un par de hombres. Aquello era obra de varios. ¡De una expedición entera! Entrar en la cuadra, sin duda por la noche, no era tan difícil. Sacar a los animales, tampoco, porque eran cualquier cosa menos ariscos; más bien lo contrario: tranquilos y dóciles. Pero conseguir, una vez junto al río, porque debieron de hacerlo allí, que se tumbaran sobre el costado, o derribarlos, cogerles las patas, juntárselas, atárselas con fuerza y, por último, transportarlos o arrastrarlos y arrojarlos al agua... Ahí es nada. Tras darle muchas vueltas, creo que al menos tuvieron que ser cinco o seis, fornidos y que además no temieran llevarse una coz o un mordisco.
La crueldad de aquellas muertes no escandalizó a nadie. Algunos se dijeron que animales como aquéllos sólo podían ser criaturas del demonio. Hubo incluso quien aseguró haberlos oído hablar. Pero la mayoría pensó que quizá era la única forma de librarse del Anderer, de que cogiera el portante y se largara lejos, al sitio del que había venido, es decir, a un sitio que nadie quería ni conocer. Por lo demás, aquella salvajada estúpida era bastante paradójica, porque matar a sus monturas para darle a entender que debía marcharse era privarlo del único medio rápido de abandonar el pueblo. Pero los asesinos, de animales o de personas, rara vez reflexionan sobre sus actos.
37
No he matado a ninguna yegua ni a ningún asno. He hecho cosas peores. Sí, mucho peores.
Por la noche, no paro de pasearme al borde del Kazerskwir. También sueño con el vagón.
Con los seis días en el vagón.
Y con sus noches, en una pesadilla que nunca pierde intensidad; sobre todo, con la quinta de esas noches. Nos habían hecho subir al tren en la estación de S., tras dividirnos en dos grupos, como ya he dicho. Todos éramos Fremdër. Unos ricos y otros pobres. Unos procedentes del campo y otros, de la ciudad. Las diferencias desaparecieron enseguida. Nos metieron a empellones en grandes vagones sin ventanas. En el suelo de madera, había un poco de paja, pero ya estaba sucia. En condiciones normales, habrían podido ir sentadas unas treinta personas, aunque apretadas. Los guardias obligaron a entrar a más del doble. Hubo gritos, lamentos, protestas, sollozos. Un anciano se cayó. Algunos de los que estaban junto a él intentaron levantarlo, pero los guardias seguían haciendo entrar prisioneros, lo que provocaba movimientos bruscos, imprevisibles, de gran violencia, de modo que el anciano fue pisoteado por los mismos que intentaban salvarlo. Fue el primer muerto del vagón.
Minutos después, con el cargamento completo a bordo, los guardias corrieron la gran puerta de hierro y echaron el cierre. La oscuridad nos envolvió. La luz del día ya sólo se filtraba por pequeñas rendijas. De pronto, el tren arrancó. Hubo una gran
sacudida, que acabó de apretarnos los unos a los otros. Empezaba el viaje.
Esas son las circunstancias en que conocí al estudiante Kelmar. La casualidad nos juntó. Kelmar estaba a mi derecha, mientras que a mi izquierda había una chica, una chica muy joven con un niño de meses, al que mantenía estrechado contra el pecho, siempre. Percibíamos a los demás, su calor y sus olores, el de sus cuerpos, pelo, sudor, ropa. No podíamos movernos sin obligar a moverse a los otros. No podíamos levantarnos ni desplazarnos. Las sacudidas del vagón nos apiñaban un poco más. Al principio, la gente hablaba en voz baja; luego, dejó
de hablar. Se oyeron sollozos, pero muy pocos. A veces, un niño tarareaba una canción, pero la mayor parte del tiempo sólo reinaba el silencio, nada más que el silencio, el ruido de los ejes y el chirrido de las ruedas sobre los raíles. A veces, el tren avanzaba durante horas. Otras, permanecía parado, no sabíamos por qué. En seis días, la gran puerta no se abrió más que una vez, la mañana del quinto, no para dejarnos salir, sino para que unas manos sin rostro nos arrojaran encima cubos de agua templada. A diferencia de los más previsores, Kelmar y yo no teníamos nada para comer ni beber. Pero curiosamente, al menos los primeros días, no lo notamos demasiado. Hablábamos en voz baja. Evocábamos recuerdos de la capital. Conversábamos sobre nuestras lecturas, compañeros que habíamos tenido en la universidad o sobre los cafés ante los que pasaba con Ulli Rätte y en los que Kelmar, que procedía de una familia acomodada, se reunía con amigos para tomar aguardiente flambeado, cerveza y grandes tazas de cremoso chocolate. Kelmar me hablaba de los suyos, de su padre, que era comerciante en pieles, de su madre, que se pasaba la vida tocando el piano en su gran casa de la margen del río, y de sus hermanas, que eran seis y tenían entre diez y dieciocho años. Me dijo sus nombres, pero no los recuerdo. Yo le hablaba de Emélia y Fédorine, de nuestro pueblo,
de sus paisajes, de las fuentes, de los bosques, las flores y los animales.
Así que, durante tres días, nos alimentamos a base de palabras en la oscuridad y el fétido calor del vagón. A veces, conseguíamos dormir un poco por la noche, pero si no reanudábamos la conversación. El bebé que la chica estrechaba en los brazos no hacía el menor ruido. Cogía el pecho cuando su madre se lo daba, mas nunca lo reclamaba. Si tenía el pezón en la boca, lo veías ahuecar las delgadas mejillas e intentaba succionar un poco de leche; pero el fláccido pecho parecía vacío, y la criatura no tardaba en cansarse de sorber en vano. Entonces, su madre le echaba un poco de agua en la boca, un agua que sacaba de una garrafa de cristal forrada de mimbre. En el vagón, había más gente que tenía tesoros parecidos: un poco de pan, un trozo de queso, galletas, embutido, agua... Los guardaban celosamente entre la ropa y la piel.
Al principio estaba sediento. Me ardía la boca. Era como si mi lengua, seca como madera vieja, se estuviera haciendo enorme y fuera a llenarme la boca hasta explotar. No me quedaba saliva. Mis dientes parecían brasas que clavaban sus pequeños puñales rojos en las encías. Tenía la sensación de que sangraban, pero al tocármelas comprendí que eran imaginaciones. Extrañamente, la sed fue desapareciendo poco a poco. Cada vez me sentía más débil, pero ya no tenía sed. Y apenas hambre. Kelmar y yo seguíamos hablando.
La chica no nos prestaba atención. No obstante, tenía que oírnos y sentirnos, como yo sentía su cadera, su hombro y a veces su cabeza, que chocaba con la mía o se apoyaba en ella durante el sueño. Nunca nos dirigió la palabra. Abrazaba a su hijo. Y, con el mismo cariño, sujetaba la garrafa de agua, que racionaba previsoramente para ellos dos.
Todos habíamos perdido la noción del tiempo y el espacio. No me refiero al espacio concreto, que era el vagón, sino al espacio por el que aquél discurría. ¿Adónde se dirigía con su
desesperante lentitud? ¿Cuál era su destino? ¿Qué regiones atravesábamos? ¿Figuraban en los mapas?
Hoy sé que no aparecían en ningún mapa, que nacían a medida que el vagón avanzaba hacia ellas. El vagón, y el resto de los vagones, todos idénticos, donde, como en el nuestro, se asfixiaban docenas de hombres, mujeres y niños, devorados por la sed, el hambre y la fiebre, y apretados unos contra otros, en algunos casos muertos contra vivos; nuestro vagón y los demás vagones inventaban minuto a minuto un país, el de la inhumanidad, el de la negación de toda humanidad, en cuyo centro se hallaba el campo. Ése era el viaje que estábamos haciendo, un viaje que ningún ser humano había hecho antes que nosotros, quiero decir, con tanto método, con tanto rigor, con tanta eficacia, sin dar margen a la improvisación.
Habíamos dejado de contar las horas, las noches, la aparición del sol entre las tablas. Al principio, el cómputo nos había ayudado, como también intentar orientarnos, decirnos que íbamos hacia el este, o más bien hacia el sur, o puede que hacia el norte. Luego, renunciamos a lo que sólo era fuente de sufrimiento. Ya no sabíamos nada. Creo que ni siquiera esperábamos llegar a ningún sitio. Ese deseo nos había abandonado. Mucho más tarde, al volver a pensarlo, tratando de recordar, tratando de revivir el terrible viaje, llegué a la conclusión de que habían sido seis días con sus noches. Y, desde entonces, me he dicho a menudo que ese lapso de tiempo no era casual. Nuestros verdugos creían en Dios. Sabían de sobra que, según las Escrituras, Él había tardado seis días en crear el mundo. Seguramente, estaban persuadidos de que necesitaban otros seis para empezar a destruirlo. A destruirlo en nosotros. Y si para Él el séptimo día había sido el del descanso, para nosotros, cuando los verdugos abrieron las puertas de los vagones y nos hicieron salir a bastonazos, fue el del fin.
Pero para Kelmar y para mí, también hubo un quinto día. Por la mañana, las puertas se entreabrieron y nos arrojaron cubos de agua, agua templada, turbia, que cayó sobre nuestros cuerpos, sucios y apelotonados, en algunos casos inertes, y que en lugar de refrescarlos, de aliviarlos, los dejó marcados como una gran quemadura. Era como si aquella agua sucia, en vez de apaciguarnos, nos hubiera recordado el agua pura, clara, límpida que habíamos bebido con avidez en nuestra vida. Volvió la sed. Pero en esta ocasión, seguramente porque nuestros cuerpos estaban al borde de la inanición y nuestras mentes, demasiado débiles, eran presa fácil del delirio, la sed se volvió como loca y nos enloqueció. Que no se me malinterprete; no estoy buscando excusas para lo que hicimos. La chica que estaba pegada a mí seguía viva, y el niño también. Al menos, respiraban, débilmente, pero respiraban. Lo que los había mantenido con vida era la garrafa, garrafa que a Kelmar y a mí nos parecía inagotable y en la que aún quedaba agua. La oíamos chocar contra las paredes de cristal cada vez que el vagón daba una sacudida. Era una música deliciosa e insoportable, que recordaba el murmullo de un arroyuelo, el borboteo de un manantial, la melodía de una fuente. Exhausta, la chica cerraba los ojos cada vez más a menudo, abandonándose a una especie de pesada modorra, de la que despertaba bruscamente, sobresaltada, al cabo de unos instantes. En unos días, su cara había envejecido diez años, lo mismo que la de su pequeño, que iba adoptando las curiosas facciones de un viejecillo del tamaño de un recién nacido. Kelmar y yo habíamos dejado de hablar hacía tiempo. Cada cual se las apañaba con los bandazos de su cerebro y zurcía su pasado y su presente como Dios le daba a entender. El vagón apestaba a carne en descomposición, excrementos y vómitos, y, cuando reducía la marcha, un enjambre de moscas lo tomaban al asalto, abandonando los apacibles campos, la hierba verde y la
tierra inmóvil para colarse entre las tablas y amenizar nuestra agonía con sus zumbidos.
Lo que vimos, creo que lo vimos a la vez. Y volvimos la cabeza el uno hacia el otro al mismo tiempo. Ese intercambio de miradas lo decía todo. La chica se había dormido de nuevo; pero, por primera vez, sus débiles brazos habían soltado al pequeño y la garrafa de agua. El niño, que apenas abultaba, seguía pegado al cuerpo de su madre, mas la garrafa había rodado por su propio peso hasta detenerse a unos centímetros de mi pierna izquierda. Kelmar y yo nos entendimos sin decir palabra. No sé
si nos paramos a pensar. No sé si había nada que pensar y, sobre todo, si aún estábamos en condiciones de hacerlo. En el fondo, tampoco sé qué parte de nosotros tomó la decisión. Nuestras manos se posaron en la garrafa al mismo tiempo. No hubo vacilación. Sólo un último intercambio de miradas entre ambos, que nos bebimos, por turnos, aquella agua caliente contenida entre las paredes de cristal, apuramos hasta la última gota, cerrando los ojos, con avidez, como nunca habíamos bebido, con la certeza de que lo que descendía por nuestras gargantas era la vida, sí, la vida, y aquella vida tenía un sabor delicioso y repugnante, maravilloso y terrible, reconfortante y desgarrador, un gusto del que creo que me acordaré con horror hasta el final de mis días.
La chica murió hacia el atardecer, después de gritar largo rato. Su hijo, aquel arrugado y pálido cuerpecillo de frente inquieta y párpados hinchados, le sobrevivió unas horas. Su madre había muerto después de golpear con los puños a cuantos estábamos alrededor. Tras haberlos llamado ladrones y asesinos. Tenía los puños tan débiles y esqueléticos que, cuando me golpeaba, parecía que me acariciaba. Yo fingía dormir. Y Kelmar también. La poca agua que habíamos bebido nos había repuesto algunas fuerzas, y también algo de lucidez. La suficiente para lamentar nuestra conducta, para que nos pareciera abominable, para no atrevernos a abrir los ojos, a mirarla, a
mirarnos. Seguramente, la chica y su bebé habrían muerto de todas formas; pero esa idea, por razonable que fuera, no bastaba para borrar la indignidad de lo cometido. Nuestro acto suponía el gran triunfo de nuestros verdugos. Lo sabíamos. En esos momentos, puede que Kelmar fuera aún más consciente que yo, porque poco después decidió no seguir avanzando. Decidió
morir pronto. Decidió castigarse.
Yo decidí vivir, y mi castigo es la vida. Así es como veo las cosas. Mi castigo son todos los sufrimientos que he padecido desde entonces. Es el Perro Brodeck. Es el silencio de Emélia, que a veces interpreto como el mayor reproche. Son las pesadillas de cada noche. Y es, sobretodo, esta permanente sensación de habitar un cuerpo que robé un día gracias a unas cuantas gotas de agua.
38
Anoche salí del cobertizo empapado en sudor, pese a que el frío, la niebla y el Graufrozt —esa fina escarcha, gris en vez de blanca, que sólo se ve aquí— lo envolvían todo. Sólo tenía que recorrer diez metros para encontrar a Fédorine en la cocina, Poupchette en su cuna y Emélia en nuestra cama, pero me parecieron interminables. En casa de Göbbler había luz. ¿Estaría vigilándome? ¿Se habría acercado al cobertizo para escuchar el irregular tecleo de la máquina? Me traía sin cuidado. Yo había seguido mi camino. Había vuelto al vagón. Lo había dicho todo. Al llegar a nuestra habitación, antes de meterme en la cama caliente, guardé las hojas en la bolsa de lino, como cada noche, y esta mañana, como cada mañana, he atado la bolsa con mi confesión alrededor de la cintura de Emélia. Llevo haciéndolo semanas. Emélia deja que la toque sin prestarme atención, pero esta mañana, cuando iba a retirar la mano de su vientre, he sentido que me la apretaba un poco. No ha sido más que un momento. Y apenas he visto nada, porque la habitación todavía estaba a oscuras. Pero no lo he soñado. Estoy seguro. Tal vez fuera un gesto involuntario, pero parecía una caricia, el esbozo o el recuerdo de una caricia.
Son algo más de las doce de un día sin colores. La noche no ha acabado de irse. Un sol perezoso deja huir su luz, y la escarcha sigue cubriendo los tejados y los árboles. Poupchette tira de la piel del rostro de Fédorine en todas direcciones, y la anciana se lo consiente sonriendo. En su sitio, Emélia canturrea mirando por la ventana.
Acabo de terminar el informe. Dentro de unas horas, iré a llevárselo a Orschwir, y todo habrá acabado. Al menos, eso espero. No me he metido en honduras. Fíe intentado contar sin acusar. Pero no he maquillado nada. No he arreglado nada. Me he limitado a seguir la pista. Sólo he tenido que llenar las lagunas del último día del Anderer, el que precedió al Ereigniës. Una jornada de la que nadie ha querido hablarme. Nadie ha querido decirme nada.
Así pues, la famosa mañana del descubrimiento de los cadáveres del asno y la yegua, acompañé al Anderer a la fonda. Schloss nos abrió la puerta. Nos miramos sin hablar. El Anderer subió a su habitación. No volvió a salir en todo el día. Dejó
intacta la bandeja que le subió Schloss.
El pueblo reanudó su actividad habitual. La temperatura, más llevadera, animó a los hombres a volver al campo y a los bosques. Los animales también levantaron cabeza. El Señor Socrates y la Señorita Julia ardieron en una pira alzada cerca del río. Los niños se pasaron el día contemplando el espectáculo y arrojando ramas a la hoguera, y por la tarde volvieron a casa con el pelo y la ropa oliendo a carne quemada y madera carbonizada. Y llegó la noche.
Los primeros gritos se oyeron una hora después de la puesta del sol. Una voz ligeramente aguda, clara y cargada de pena chillaba ante todas las puertas: «¡Asesinos! ¡Asesinos!» Era la voz del Anderer, que como un extraño sereno iba recordando a los habitantes del pueblo lo que habían hecho, o no habían impedido. Nadie lo vio, pero todos lo oyeron. No abrieron la puerta. No abrieron los postigos. Se taparon los oídos. Se arrebujaron en las sábanas.
Al día siguiente, en las tiendas, en los bares, en las esquinas de las calles y en los campos, se comentó un poco. Un poco. Y
se pasó a otro tema. El Anderer seguía invisible. Encerrado en su habitación. Era como si hubiera desaparecido, como si hubiera volado. Pero a la noche siguiente, dos horas después de ocultarse
el sol, volvió a oírse la misma cantinela lúgubre en todas las calles, ante todas las puertas: «¡Asesinos! ¡Asesinos!»
Yo rezaba para que callara. Sabía cómo iba a terminar aquello. La yegua y el asno sólo serían el prólogo. Bastarían para enfriar la sangre de los exaltados durante algún tiempo, pero, si volvían a crisparles los nervios, se les ocurrirían otras ideas, ideas drásticas. Traté de avisarlo. Fui a la fonda. Llamé a la puerta de su habitación. No obtuve respuesta. Pegué la oreja a la madera. No oí nada. Probé a abrir. Estaba cerrada con llave. En ese momento, me vio Schloss.
—¿Se puede saber qué andas haciendo, Brodeck? ¡Ni siquiera te he visto entrar!
—¿Dónde está?
—¿Quién?
—¡El Anderer!
—Déjalo, Brodeck, déjalo, por favor...
Fue lo único que dijo Schloss ese día. Luego, dio media vuelta y se marchó.
Esa noche, a la misma hora que los demás días, la ronda se repitió, y con ella los gritos. Pero esta vez, se abrieron postigos y volaron piedras e insultos. Lo que no impidió al Anderer seguir su camino y continuar gritando en la oscuridad: «¡Asesinos!
¡Asesinos!» Me costó dormirme. En noches como ésas, he aprendido que los muertos nunca abandonan a los vivos. Se encuentran sin haberse conocido. Se juntan. Vienen a sentarse al borde de nuestra cama, al borde de nuestra noche. Nos miran y penetran en nuestros sueños. A veces, nos acarician la frente y, a veces también, deslizan sus descarnadas manos por nuestra mejilla. Intentan abrirnos los párpados, pero, cuando lo consiguen, no siempre los vemos.
El día siguiente me lo pasé cavilando, sin moverme. Pensaba en la Historia, con mayúsculas, y en mi historia, en la nuestra. ¿Los que escriben la una conocen la otra? ¿Cómo retiene la memoria de algunos lo que otros han olvidado o jamás
han visto? ¿Quién tiene razón, el que no se decide a arrojar a la oscuridad los momentos pasados, o quien arroja a la nada lo que no le interesa? Puede que vivir, seguir viviendo, sea saber que lo real no lo es totalmente, puede que sea elegir otra realidad cuando la que hemos conocido adquiere un peso insoportable. Después de todo, ¿no es eso lo que yo hice en el campo? ¿No elegí vivir en el recuerdo y el presente de Emélia, proyectando mi vida real a la irrealidad de la pesadilla? ¿Será la Historia una verdad superior compuesta de millones de mentiras individuales cosidas unas a otras, como las viejas colchas que cuando era pequeño hacía Fédorine para sobrevivir? Parecían nuevas, flamantes, con su arco iris de colores, pero estaban hechas de retales disparejos, de lanas de dudosa calidad y procedencia desconocida.
Cuando el sol se ocultó, seguía sentado en la silla. A oscuras. Fédorine no había encendido ninguna vela. Estábamos los cuatro a oscuras y en silencio. Esperando. Esperando que los gritos del Anderer, su tétrica recriminación, volvieran a resonar en la noche. Pero no se oía nada. Fuera, reinaba la oscuridad. Y
el silencio. Y, de pronto, tuve miedo. Sentí que el miedo crecía en mi interior, en mi vientre, bajo mi piel, en todo mi ser, como no lo había experimentado en mucho tiempo. Poupchette canturreaba. Tenía un poco de fiebre. Los jarabes y las infusiones de Fédorine no conseguían quitársela. Para entretenerla, la anciana le contaba historias. Acababa de empezar la del pobre sastre Bilissi, cuando me pidió que fuera por un poco de mantequilla a la fonda de Schloss, para hacerle mantecados a Poupchette y así por la mañana pudiera mojarlos en la leche. Tardé unos segundos en reaccionar. No quería salir de casa, pero Fédorine insistió. Acabé accediendo. Cogí la chaqueta y me dirigí a la puerta mientras oía la voz de la anciana, que pronunciaba las primeras frases de la historia, y a mi Poupchette, que, colorada y con los ojos brillantes de fiebre, tendía hacia mí sus manitas diciendo:
—¡Papá! ¡Vuelve, papá, vuelve!
La historia de Bilissi es una historia curiosa. Y, seguramente, la que más me intrigaba cuando Fédorine me la contaba de niño, porque al escucharla tenía la sensación de que el suelo desaparecía bajo mis pies, de que ya no podía agarrarme a nada y de que cuanto tenía ante los ojos podía no existir realmente.
Bilissi es un sastrecillo muy pobre, que vive con su madre, su mujer y su hijita en un destartalado caserón situado en la ciudad imaginaria de Pitopoï. Un día, lo visitan tres caballeros. El primero se acerca a él y le encarga un traje de terciopelo rojo para su señor el rey. Bilissi se pone a coser y hace el traje más hermoso que se haya confeccionado jamás. El caballero vuelve para recogerlo y le dice a Bilissi:
—El rey estará contento. Dentro de dos días, recibirás tu recompensa.
Dos días después, Bilissi ve morir a su madre ante sus ojos. «¿Y ésta es mi recompensa?», se dice sumido en la tristeza.
A la semana siguiente, el segundo caballero llama a la puerta de Bilissi. Le encarga un traje de seda azul para su señor el rey. Bilissi empieza a coser y acaba el vestido más hermoso que se haya visto jamás, aún más hermoso que el traje de terciopelo rojo. El caballero vuelve por él y le dice a Bilissi:
—El rey estará contento. Dentro de dos días, recibirás tu recompensa.
Dos días después, Bilissi ve morir a su mujer ante sus ojos. «¿Y ésta es mi recompensa?», piensa con amargura. A la semana siguiente, el tercer caballero llama a la puerta de Bilissi. Le encarga un traje de brocado verde para su señor el rey. Bilissi duda, intenta negarse, asegura que tiene demasiado trabajo... Pero el caballero echa mano a la espada. Bilissi acaba aceptando el encargo. Se pone a
trabajar y confecciona el traje más hermoso que se haya cosido jamás, aún más hermoso que el traje de seda azul, y mucho más que el traje de terciopelo rojo. El caballero vuelve para recogerlo y le dice a Bilissi:
—El rey estará muy contento: Dentro de una semana, recibirás tu recompensa.
Pero Bilissi responde:
—Que se quede el traje y se guarde la recompensa. No quiero nada. Soy muy feliz con lo que tengo.
—Haces mal, Bilissi —le advierte el caballero—. El rey tiene el poder de la vida y la muerte. Quería hacerte padre dándote la hija que siempre has deseado.
—Pero si yo ya tengo una hija... —responde Bilissi—. Y es toda mi alegría.
—Mi pobre Bilissi... —replica el caballero mirando al sastrecillo—. El rey te ha privado de cuanto tenías, madre y esposa, y tú no te has entristecido demasiado; pero ahora quería darte lo que no tienes: una hija, porque la hija que crees tener no es más que una ilusión, y estás completamente solo. ¿De verdad piensas que los sueños son más valiosos que la vida?
El caballero no esperó la respuesta de Bilissi, que por otra parte no sabía qué contestar. Se dijo que el caballero se burlaba de él. Entró en casa, tomó en brazos a su hija, le cantó una canción, le dio de comer y, al acabar, la besó, sin darse cuenta de que sus labios sólo besaban el aire y que jamás de los jamases había tenido hijos.
No voy a repetir lo que ya he contado al principio de esta larga historia: mi llegada a la fonda, el silencioso pleno de los hombres del pueblo, sus caras, mi miedo, el terror que experimenté cuando comprendí lo que habían hecho y, luego, el círculo de sus cuerpos cerrándose en torno a mí, su petición y mi promesa de escribir el informe con mi vieja máquina.
Como ya he dicho, el informe está acabado. Ya he hecho lo que querían. Sólo resta llevárselo al alcalde. Lo que haga luego con él no es asunto mío.
39
Ayer —pero ¿fue realmente ayer?— le llevé el informe a Orschwir. Me presenté en su casa con las hojas bajo el brazo, sin avisarlo. Atravesé el pueblo. Era muy temprano. No me encontré
con nadie, aparte del Zungfrost.
—¡No... no ha... no hace calor, Brodeck!
Le di los buenos días y seguí mi camino.
Entré en la granja de Orschwir. Me crucé con los criados y me crucé con los cerdos. Nadie me prestó atención, ni los hombres ni los animales. Ni me miraron.
Encontré a Orschwir sentado ante la gran mesa, como cuando había ido a verlo a la mañana siguiente al Ereigniës. Pero ayer no estaba comiendo. Simplemente, tenía las manos entrelazadas sobre la mesa y parecía meditar. Cuando me oyó
entrar, alzó la cabeza y esbozó una sonrisa.
—¡Hombre, Brodeck! ¿Qué tal? Estaba esperándote. Sabía que vendrías esta mañana.
En otras circunstancias, puede que le hubiera preguntado cómo lo sabía, pero, para mi sorpresa, aquella mañana solamente sentía indiferencia, o más bien desinterés, desinterés respecto a muchas preguntas y sus respuestas. Orschwir y los demás ya habían jugado bastante con mi persona. El ratón había aprendido a no hacer ni caso a los gatos; y, si los gatos se aburrían, sólo tenían que arañarse entre sí. Que no contaran más conmigo. Me habían encargado un trabajo. Ya estaba hecho. Ya estaba dicho. Dejé las hojas en las que había recogido los hechos delante del alcalde.
—Aquí está el informe que me pedisteis.
Orschwir las cogió con un gesto mecánico. Nunca lo había visto tan distraído, tan pensativo. Hasta sus rasgos habían perdido su habitual brutalidad. Una especie de tristeza atenuaba un tanto su fealdad.
—El informe... —murmuró pasando las hojas.
—Quiero que lo leas ahora, delante de mí, y que me digas algo. Tengo tiempo. Esperaré.
Orschwir me sonrió.
—Como quieras, Brodeck, como quieras... Yo también tengo tiempo —se limitó a decir.
Y empezó a leer desde el principio, desde la primera frase. La silla era cómoda. Me recosté en el respaldo e intenté averiguar lo que sentía por su expresión, pero Orschwir leía sin traslucir ninguna emoción. Sin embargo, de vez en cuando se pasaba la gruesa mano por la frente, se frotaba los párpados, como si no hubiera dormido, o se mordía el labio con fuerza, sin ni siquiera percatarse.
Fuera, la enorme granja se despertaba. Ruidos de pasos, gritos, gruñidos, cubos de agua arrojada al suelo, voces, chirridos de ejes... Todo un mundo que renacía un día como cualquier otro, en el fondo, durante el que, en todas partes, unos hombres nacerían y otros morirían, en un movimiento perpetuo. La lectura duró horas. No sabría decir cuántas. Mientras, mi mente parecía tranquilizarse. La había dejado libre, como después de un gran esfuerzo, para que corriera a sus anchas y tomara un poco el aire, para que fuera a donde le apeteciera. Sonó el reloj. Orschwir había acabado de leer. Carraspeó
tres veces, recogió las hojas, hizo un fajo con ellas, procurando que ninguna sobresaliera, y posó en mí sus grandes y abotagados ojos.
—¿Y bien?
Esperó un poco antes de responder. Se levantó y empezó a deambular lentamente alrededor de la gran mesa, enrollando el fajo de hojas, como para hacerse una especie de cetro.
—Soy el alcalde, Brodeck, eso ya lo sabes. Lo que no creo que sepas es lo que eso significa para mí. Escribes bien, Brodeck; no nos equivocamos eligiéndote. Y te gustan las metáforas, quizá demasiado, pero en fin... Voy a hablarte con metáforas. Has visto a nuestros pastores en los prados muchas veces, y los conoces. Ignoro si quieren o no quieren a los animales que les confían. Además, que los quieran o los dejen de querer no es asunto mío, ni suyo, creo yo. La gente les confía sus animales. El pastor tiene que encontrarles hierba en abundancia, agua pura, apriscos resguardados del viento... Tiene que protegerlos de cualquier peligro, alejarlos de pendientes demasiado abruptas, de rocas de las que podrían despeñarse, de determinadas plantas que pueden provocarles hinchazón y la muerte, de ciertas alimañas o rapaces que podrían atacar a los más débiles y, por supuesto, de los lobos, cuando vienen a merodear alrededor del rebaño. Un buen pastor sabe y hace todo eso, quiera o no a sus animales. Y los animales, me dirás tú,
¿quieren al pastor? Eso te pregunto. —En realidad, Orschwir no estaba preguntándome nada. Ni siquiera me miraba. Seguía dando vueltas alrededor de la gran mesa sin dejar de hablar, con la cabeza baja y golpeándose la palma de la mano izquierda con el informe—. Para empezar, ¿saben los animales que tienen un pastor que hace todo eso por ellos? ¿Lo saben? No lo creo. Me parece que sólo les interesa lo que ven entre las patas y justo delante del hocico: la hierba, el agua, la paja en la que duermen... Nada más. Un pueblo es pequeño, y también frágil. Tú lo sabes. Lo sabes bien. El nuestro sobrevivió de milagro. La guerra le pasó por encima como una enorme rueda de molino, no para convertirlo en grano, sino para aplastarlo y aniquilarlo. Sin embargo, conseguimos desviar un poco la rueda. No lo aplastó
todo. No todo. Con lo que quedó, el pueblo tuvo que volver a levantarse. —Se había parado ante la gran estufa de porcelana azul y verde que ocupa un ángulo. Se inclinó y cogió un tronco del pequeño montón cuidadosamente arrimado al muro. Abrió la
portezuela de la estufa y lo arrojó dentro. Las llamas, pequeñas y vivarachas, danzaron a su alrededor. El alcalde no cerró la portezuela. Se quedó mirando las llamas. Su alegre chisporroteo parecía la música que el viento arranca a veces a las ramas de algunos robles, llenas de hojas secas a mitad de otoño—. El pastor siempre ha de pensar en el mañana. Todo lo que pertenece al ayer pertenece a la muerte; lo que importa es vivir, y tú, Brodeck, que volviste de donde no se vuelve, lo sabes mejor que nadie. Yo, por mi parte, tengo que conseguir que los demás también puedan vivir y vean el día siguiente... En ese momento lo comprendí. —
No puedes hacer eso —le dije.
—¿Y por qué no, Brodeck? Soy el pastor. El rebaño cuenta conmigo para que aleje todos los peligros, y el recuerdo es uno de los más terribles. No hace falta que te lo explique a ti, que lo recuerdas todo, que recuerdas demasiado. —Me dio dos golpecitos en el pecho con el informe, para mantenerme a distancia o para meterme una idea en la cabeza, como quien hunde un clavo en una tabla—. Es el momento de olvidar, Brodeck. Los hombres necesitan olvidar.
Acto seguido, Orschwir metió el informe en la estufa muy lentamente. En un segundo, las hojas, apretadas unas a otras, se abrieron como los pétalos de una extraña flor, enorme y atormentada, y a continuación se retorcieron, se tornaron rojas, negras y, por fin, grises, y se deshicieron una a una, mezclando sus fragmentos en un polvo incandescente que las llamas aspiraron de inmediato.
—Mira —me susurró al oído—. Ya no queda nada, nada de nada. ¿Eres menos feliz?
—¡Has quemado unos papeles, no lo que tengo en la cabeza!
—Es verdad, sólo eran papeles, pero esos papeles contenían cuanto el pueblo quiere olvidar, y olvidará. Todo el mundo no es como tú, Brodeck.
Cuando llegué a casa, se lo conté a Fédorine. La anciana tenía en brazos a Poupchette, que estaba durmiendo la siesta. Las mejillas de mi hija son tan delicadas como las flores de los melocotoneros, las primeras que vienen a alegrar nuestros huertos con su rosa pálido a comienzos de la primavera. Aquí las llamamos Blumparadz, las flores del paraíso. Pensándolo bien, es un nombre curioso. Como si el paraíso pudiera hallarse en la tierra, como si, de hecho, pudiera existir en algún sitio... Emélia estaba sentada junto a la ventana.
—¿Tú qué opinas, Fédorine? —acabé preguntándole. La anciana sólo murmuró palabras entrecortadas y carentes de sentido. No obstante, pasados unos minutos, respondió:
—La decisión es tuya, Brodeck, sólo tuya. Nosotras haremos lo que decidas. Las miré a las tres, a la niña pequeña, la mujer joven y la vieja abuela. Una dormía como si todavía no hubiera nacido. La otra cantaba como si no estuviera allí. Y la tercera me hablaba como si ya se hubiera ido.
Al cabo de unos instantes, con una voz extraña, que no parecía la mía, respondí:
—Nos iremos mañana.
40
Volví a sacar la vieja carreta, la carreta con la que Fédorine y yo habíamos llegado al pueblo hace ya tantos años. No esperaba volver a utilizarla un día. No esperaba que hubiera otra partida. Pero puede que para los que son como nosotros, para quienes se parecen a nosotros, no haya más que partidas, eternas partidas. Ahora estoy lejos.
Lejos de todo.
Lejos de los otros.
Me he ido del pueblo.
Por lo demás, puede que ya no esté en ningún sitio. Puede que ya no esté en la historia. Puede que ya no sea más que el viajero de la fábula, si es que ha llegado la hora de la fábula. He dejado la máquina en la casa. Ya no la necesito. Ahora escribo en mi cabeza. No existe libro más íntimo. Ese no podrá
leerlo nadie. No tendré que esconderlo. Es imposible de encontrar.
Esta madrugada, al despertar, he notado que Emélia estaba pegada a mí y he visto que Poupchette seguía durmiendo en la cuna, con el pulgar en la boca. Las he cogido en brazos a las dos. En la cocina, Fédorine ya estaba lista. Nos esperaba. Los hatos estaban preparados. Hemos salido sin hacer ruido. También he cogido en brazos a Fédorine; es tan vieja y tan poca cosa que no pesa nada. La vida la ha desgastado. Como una sábana lavada miles de veces. He echado a andar, llevando a mis tres tesoros y tirando de la carreta. Creo que antaño hubo un viajero que se marchó de una ciudad en llamas del mismo modo, con su anciano padre y su hijo pequeño sobre los hombros. Habré leído
la historia en algún sitio. Sí, la habré leído. He leído tantos libros... O tal vez nos la contara Nösel. Aunque también pude oírsela a Kelmar o Diodème.
Las calles estaban tranquilas y las casas dormían. Igual que sus moradores. Nuestro pueblo era el mismo de siempre, un rebaño, como había dicho Orschwir, sí, un rebaño de casas apretadas unas a otras, tranquilas bajo el cielo todavía negro pero sin estrellas, vacío, inerte, como las piedras de sus muros. He pasado ante la fonda de Schloss. En la cocina, brillaba una lucecita. He pasado ante el café de la tía Pitz, ante la herrería de Gott, ante la panadería de Wirfrau, al que he oído amasando pan... He pasado ante el mercado, ante la iglesia, ante la ferretería de Röppel, ante la carnicería de Brochiert. He pasado por delante de cada una de las fuentes y en todas he bebido un sorbo, a modo de despedida. Todos esos sitios estaban intactos, vivos... Me he detenido un instante ante el monumento a los caídos en la guerra y he vuelto a leer la inscripción: los nombres de los dos hijos de Orschwir, el de Jenkins, nuestro policía, los de Cathor y Frippman, y el mío, medio borrado. No me he entretenido mucho, porque notaba la mano de Emélia en mi cuello; sin duda intentaba decirme que nos fuéramos, pues nunca le gustó que, cuando pasábamos cerca del monumento, me parara y leyera los nombres en voz alta.
Era una hermosa noche, fría y clara, una noche que, además, no parecía querer acabar, que se arrebujaba en su negrura, dando vueltas y más vueltas, como quien holgazanea en la cama por la mañana, al calor de las sábanas. He rodeado la granja del alcalde. Oía a los cerdos en sus corrales. También he visto a Lise, la Keinauge, cruzando el patio con un cubo que parecía lleno de leche y rebosaba a medida que avanzaba, dejando tras ella un fino reguero blanco.
He seguido andando. He cruzado el Staubi por el viejo puente de piedra. Me he detenido un instante para oír su murmullo por última vez. Un río cuenta muchas cosas, a poco
que sepas escuchar. Pero la gente nunca escucha lo que cuentan los ríos, lo que cuentan los bosques, los animales, los árboles, el cielo, las rocas de las montañas, los demás hombres... Sin embargo, hay un tiempo para hablar y otro para escuchar. Poupchette todavía no ha despertado y Fédorine dormita. Emélia, en cambio, tiene los ojos muy abiertos. Las he llevado a las tres sin esfuerzo. No he sentido ningún cansancio. Poco después del puente, he visto a Ohnmeist a unos cincuenta metros. Parecía estar esperándome para enseñarme el camino. Se ha puesto en marcha con paso cansino y me ha precedido durante más de una hora. Hemos subido por el sendero que conduce a la meseta del Haneck. Hemos atravesado los grandes bosques de coníferas, que huelen a musgo y espino. La nieve formaba blancas corolas al pie de los grandes abetos y el viento balanceaba sus copas y arrancaba tenues crujidos a sus troncos. Cuando hemos llegado al extremo superior del bosque y hemos empezado a caminar por los prados del Bourenkopf, Ohnmeist ha echado a correr hasta una roca y ha trepado a ella. En ese momento, el alba ha empezado a arrojar sus primeras luces, y me he dado cuenta de que no se trataba del perro sin amo, de aquel Ohnmeist que se paseaba por nuestras calles y casas como si fueran su reino, sino de un zorro, un zorro muy bonito y muy viejo, por lo que he podido apreciar, que se ha quedado quieto, ha vuelto la cabeza hacia mí, me ha mirado largo rato y luego, con un rápido y grácil salto, ha desaparecido entre las retamas. Camino sin cansarme. Soy feliz. Sí, soy feliz. Las cimas que me rodean son mis cómplices. Van a ocultarnos. Hace unos instantes, junto al calvario del hermoso y extraño Cristo, me he vuelto para lanzar una última mirada a nuestro pueblo. Desde aquí, la vista es espléndida. El pueblo se ve muy pequeño. Las casas parecen de juguete. Tienes la sensación de que, si extendieras la mano, casi te cabrían en la palma. Pero esta mañana no he visto eso. Por más que he mirado, no he visto nada. Sin embargo, no había niebla, ni nubes
ni bruma. Pero allí abajo no se veía ningún pueblo. No había ningún pueblo. El pueblo, mi pueblo, había desaparecido por completo. Y, con él, todo lo demás, las figuras, el río, los seres vivos, los dolores, las fuentes, los senderos que acababa de recorrer, los bosques, las rocas... Era como si el paisaje y cuanto había formado parte de él se hubieran borrado a mi paso. Como si, a medida que avanzaba, alguien hubiera ido desmontando el decorado, plegando los bastidores, apagando las luces. Pero de eso no tengo la culpa yo, Brodeck. No soy responsable de esa desaparición. No la he provocado. No la he deseado. Lo juro. Me llamo Brodeck y no tuve nada que ver.
Mi nombre es Brodeck.
Brodeck.
Recuérdenlo, por favor.
Brodeck.
El lector encontrará, repartidas por estas páginas, frases que he tomado prestadas de forma consciente a algunos autores, aunque sin pedirles su opinión. Quiero expresarles mis disculpas y mi agradecimiento.
«Alle verwunden, eine tödtet» («Todas hieren, la última mata») es un lema grabado en un reloj de carroza alemán del siglo XVII, fabricado por Benedik Fürstenfelder, relojero de Fridberg, que se puso a la venta en una sala de subastas francesa hace unos años.
«Contar es un remedio infalible» es una frase de Primo Levi, extraída de su relato «La sfida della molecola».
«¿No ha llegado la hora de las fábulas?» es una pregunta de André Dhôtel en La Chronique fabuleuse.
«He aprendido que los muertos nunca abandonan a lo vivos» es una cita casi literal de Fady Stephan, sacada de su hermoso libro Le Berceau du monde.
«Escribo en mi cabeza» es, si la memoria no me engaña, un comentario de Jean-Jacques Rousseau en Las confesiones.
Agradecimientos
Deseo dar las gracias afectuosamente a Marie-Charlotte d'Espouy, Laurence Tardieu e Yves Léon, que, con su intervención conjunta, consiguieron salvar a Brodeck de la noche informática.
Permítaseme también asociar este libro a varias personas que fueron importantes para mí en diversos momentos de mi vida y, desaparecidas durante los dos años de elaboración de la novela, acompañaron mi pensamiento y su andadura: Marie-Claude de Brunhoff, Laurent Bonelli, Marc Vilrouge, René Laubiès, JeanChristophe Lafaille, Patrick Berhault y Jacques Villeret.
Gracias, por último, a todo el equipo de Stock, que, dirigido por Jean-Marc Roberts, me muestra confianza y amistad, y a Michaela Heinz, lectora fiel de allende el Rin e inestimable consejera.