—A quien sabe escucharlo, le cuenta muchas cosas. —Me miró con expresión irónica mientras se liaba un cigarrillo.

—¿Habéis vuelto por S.?

—No se puede, la carretera sigue cerrada.

—Entonces ¿quién te surte? ¿El viento?

—No, el viento, no, la noche. La noche, cuando la conoces bien, es como el manto de un hada. ¡Basta con ponértelo, y te lleva a donde quieras!

Soltó una carcajada que dejó al descubierto sus cuatro últimos dientes, plantados en la boca como tocones de árbol en una colina pelada. No muy lejos de donde estábamos, Diodème vigilaba al Zungfrost, que estaba acabando de pintar las letras. Me saludó con un gesto de la mano, pero fue más tarde, cuando estábamos juntos y la fiesta iba a empezar, cuando le hice la pregunta que me quemaba en los labios:

—¿Ha sido idea tuya?

—¿El qué?

—Lo de la frase.

—Me lo dijo Orschwir.

—¿El qué?

—Que pensara alguna cosa, unas palabras...

—Es una frase un poco rara. ¿Por qué no la has escrito en Deeperschaff?

—Porque Orschwir no ha querido.

—¿Por qué?

—No lo sé.

En ese momento, yo también lo ignoraba. Caí en la cuenta más tarde. El Anderer era un misterio. No sabíamos quién era. No sabíamos de dónde venía ni a qué. Y tampoco si nos entendía cuando le hablábamos en dialecto. Puede que la frase de la pancarta fuera un intento de despejar esa última incógnita. Un intento muy ingenuo, la verdad, y que además no cumplió su objetivo, porque aquella tarde, cuando el Anderer llegó ante el estrado y vio la pancarta, se detuvo, paseó la mirada por la frase y luego siguió andando hacia los peldaños. ¿La había entendido?

No se sabe. No hizo el menor comentario.

La frase que se le había ocurrido a Diodème era curiosa, aunque quizá no lo pretendiera. Quiere decir, o más bien puede decir, diferentes cosas, porque el dialecto es como una tela elástica: puedes estirarla en todas direcciones.

« Wi sund vroh wen neu kamme» puede significar «nos alegramos de que venga alguien nuevo». Pero también puede interpretarse como «nos alegramos de que pase algo nuevo», que no es exactamente lo mismo. Lo más curioso es que vroh posee dos significados distintos según el contexto en que se emplee,

«contento, feliz» pero también «atento, vigilante». De modo que, si se opta por el segundo, nos encontramos ante una frase extraña e inquietante, en la que en su momento nadie reparó, pero que luego no ha dejado de resonar en mi mente como una especie de advertencia que lleva ya en su seno un atisbo de amenaza, como un puño que se alza o una hoja de cuchillo que al moverse reluce al sol.

23

Esa tarde, me llevé a Emélia y Poupchette conmigo. Subimos hasta la choza del Lutz. Es un viejo refugio de pastor que dejó de utilizarse hace décadas. Poco a poco, el prado que lo rodea ha ido llenándose de juncos y ranúnculos. La hierba ha retrocedido ante el avance del musgo y han aparecido aguazales, que al principio sólo eran charcos pero han acabado transformando el lugar en una especie de fantasma, el fantasma de un prado que todavía no ha acabado de reencarnarse en ciénaga. Ya he escrito tres informes sobre dicha transformación para intentar comprenderla y explicarla, y cada año vuelvo en la misma época para calibrar la extensión y naturaleza de los cambios. La choza se encuentra a dos horas de marcha del pueblo en dirección oeste. El sendero que conduce allí ha perdido el claro trazado de la época en que, año tras año, cientos de cascos le daban forma y profundidad. Los senderos son como las personas: también mueren. Poco a poco se llenan de piedras, se nivelan, se fragmentan, se dejan devorar por la hierba y acaban desapareciendo. Bastan unos años para que no se distinga más que un lomo de tierra, y la mayoría de los seres acaban olvidándolos.

Poupchette, a horcajadas sobre mis hombros, dirigía su parloteo a las nubes. Les hablaba como si pudieran entenderla. Les decía que se empujaran, que apartaran sus gruesas barrigas, que dejaran solo en el gran cielo al sol. El aire que bajaba de las montañas daba a sus mejillas un rosa muy vivo. Emélia iba cogida de mi mano. Caminaba a buen paso. Unas veces dirigía la mirada al suelo, y otras muy lejos, hacia la

nervadura del horizonte, escotado por los picos de los Prinzhornï. Pero, en ambos casos, me percataba de que sus ojos no se posaban en el paisaje próximo o lejano. Parecían mariposas, inquietas maravillas que revoloteaban sin un motivo profundo, como arrastradas por la brisa, por el aire transparente, pero sin pensar en nada de lo que hacían ni veían. Avanzaba en silencio. Seguramente, el ritmo rápido de su respiración le impedía canturrear la eterna canción. Tenía los labios entreabiertos. Yo le apretaba la mano. Sentía su calor, pero ella no notaba nada, y quizá ya ni siquiera sabía cuánto la amaba quien la llevaba de ese modo.

Al llegar a la choza, la hice sentarse en el poyo que hay junto a la puerta. Dejé a Poupchette a su lado diciéndole que se portara bien mientras yo tomaba notas, que no tardaría mucho y que luego nos comeríamos el Pressfrütekof y la tarta de manzanas y nueces que la vieja Fédorine nos había puesto en un mantel blanco anudado.

Empecé a realizar las mediciones. Encontré los puntos de referencia en que me basaba todos los años, grandes pedruscos que antaño delimitaban cercados y medianerías. En cambio, me costó dar con el comedero de piedra que señalaba casi con exactitud el centro del prado. Tallado en un solo bloque, la primera vez que lo vi, siendo un niño, me había hecho pensar en una especie de barca varada en medio de la tierra, en un navío hecho para los dioses que ahora estorbaba a los hombres, ni lo bastante hábiles para utilizarlo ni lo bastante fuertes para retirarlo.

En cualquier caso, acabé hallándolo en medio de una gran charca, que curiosamente había triplicado su superficie solamente en un año. El bloque de piedra había desaparecido bajo el agua. Tras el transparente prisma, ya no recordaba a una embarcación sino a una tumba, un pesado sarcófago primitivo que había perdido a su ocupante, o quizá —y la sola idea me

produjo un escalofrío— esperaba a aquel o aquella que debería yacer para siempre en su interior.

Desvié la mirada de inmediato y busqué a lo lejos las siluetas de Emélia y Poupchette, pero sólo podía distinguir las paredes medio derrumbadas del refugio. Ellas estaban al otro lado, invisibles, ilocalizables. Dejé los instrumentos de medición a la orilla de la charca y eché a correr como un loco hacia la choza gritando sus nombres, presa de un terror irracional, violento y profundo. El refugio no estaba muy lejos, pero tenía la sensación de que jamás llegaría. El suelo se deslizaba bajo mis pies. Las piernas se me hundían en agujeros, en hoyos encharcados, y el cieno parecía querer absorberme emitiendo ruidos semejantes a estertores agónicos. Cuando al fin llegué a la choza, estaba sin aliento, exhausto. Tenía las manos, los pantalones y los zapatos claveteados cubiertos de negro lodo que apestaba a turba, a limo y hierba en descomposición. Ya ni siquiera conseguía gritar los nombres de aquellas por quienes tanto había corrido. Y de pronto la vi. Vi una manita que asomaba detrás del muro, se extendía hacia un ranúnculo, rompía el tallo y lo cogía. A continuación, la mano se encaminó hacia otra flor. Mi miedo se esfumó tan deprisa como había surgido. La cara de Poupchette apareció detrás del muro. Me miró. Leí el asombro en sus ojillos.

—¡Papá, sucio! ¡Mi papá, muy sucio!

Y rió. Yo también. Reí muy fuerte, muy, muy fuerte, para que todos y todo oyeran mi risa, todos los que en el mundo habían querido reducirme al silencio de las cenizas, y todo cuanto en el mismo mundo conspiraba para engullirme. Poupchette sostenía orgullosa el ramo con ranúnculos, velloritas y raspillas de agua que había juntado para su madre. Las flores conservaban un temblor de vida, como si no pudieran darse cuenta de que acababan de cruzar las puertas de la muerte. Emélia se había alejado del refugio. Había caminado hasta el borde del prado y se había detenido en una especie de

promontorio, que en la otra vertiente se corta y fragmenta en rocas sueltas. Miraba hacia el inmenso paisaje de las llanuras extranjeras, que dormitaban, indistintas, bajo jirones de niebla. Tenía los brazos separados del cuerpo, como si se dispusiera a alzar el vuelo, y su silueta, tan leve, se recortaba contra la azulada palidez de la lejanía con una gracia casi inhumana. Poupchette echó a correr hacia ella y se agarró a sus muslos, que intentó en vano rodear con los bracitos.

Emélia no se había movido. El viento le había soltado los cabellos, que ondeaban como oscuras y frías llamas. Me acerqué

a ella con sigilo. El aire me traía su olor y retazos de la canción, que ya volvía a canturrear. Saltando, Poupchette consiguió

agarrarle un brazo. Le cogió la mano y le puso el ramo en ella. Las flores salieron volando una tras otra entre sus dedos entreabiertos, sin que hiciera nada para retenerlas. Poupchette corría a derecha e izquierda para atraparlas, mientras yo seguía avanzando lentamente hacia Emélia, cuyo cuerpo se perfilaba contra el cielo y parecía como suspendido en el vacío.

Schöner Prinz so lieb

Zu weit fortgegangen

Schöner Prinz so lieb

Nacht und Nacht ohn' Eure Lippen

Schöner Prinz so lieb

Tag um Tag ohn' Euch zu erblicken

Schöner Prinz so lieb

Träumt Ihr was ich träume

Schöner Prinz so lieb

Ihr mit mir immerdar zusammen

Hermoso príncipe amado, qué lejos

te has marchado. Hermoso príncipe

amado, cuántas noches sin tus

labios. Hermoso príncipe amado,

cuántos días sin verte.

Hermoso príncipe amado,

¿sueñas lo mismo que yo,

hermoso príncipe amado, que

no estamos separados?

Emélia bailaba entre mis brazos. Bajo los desnudos árboles de enero, a la dorada y brumosa luz de las farolas del parque, decenas de parejas, ebrias de juventud, nos deslizábamos al ritmo de la música de la orquestina resguardada en el quiosco, cuyos miembros, arrebujados en pieles, parecían extraños animales. Era el instante que precede al primer beso. Los vertiginosos minutos que conducen a él. Eran otros tiempos. Era antes del caos. Sonaba aquella canción, la canción del primer beso, la canción en la vieja lengua, que había atravesado los siglos como un viajero las fronteras. Una canción de amor vertida en palabras ásperas, la canción de leyenda, la canción de una tarde y de una vida... «Schon ofza prinzer, Gehtes so muchte lan» convertido en el terrible estribillo donde Emélia se había encerrado como en una prisión, y en el que vivía sin existir realmente.

La abracé. Le besé el pelo y la nuca. Le dije al oído que la amaba y siempre la amaría, que estaba allí, para ella, pegado a ella. Tomé su cara entre mis manos y la volví hacia mí. Entonces, vi en sus ojos algo así como la sonrisa de una gran ausente, mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas.

24

Cuando regresé al pueblo, me encontré con la animación de ese peculiar 10 de junio. Hombres y mujeres empezaban a reunirse, a abarrotar la plaza, a convertirse en muchedumbre. Hace mucho tiempo que evito las multitudes. Las rehúyo. Sé

que todo, o casi todo, fue culpa suya. Me refiero a lo malo, a la guerra y a todos los Kazerskwirs, los cráteres que la guerra horadó en el cerebro de mucha gente. He visto a los hombres en acción cuando saben que no están solos, que pueden diluirse, disimularse en una masa que los engloba y supera, una masa formada por miles de rostros como los suyos. Se alegará que la responsabilidad es de quien los arrastra, los azuza, los hace bailar como a una serpiente alrededor de un bastón, y que las muchedumbres no son conscientes de sus actos, su dirección ni su futuro. Es mentira. Lo cierto es que la muchedumbre en sí es un monstruo, un enorme cuerpo que se engendra a sí mismo, compuesto de miles de otros cuerpos pensantes. Y también sé

que no hay muchedumbre feliz. Detrás de las sonrisas, las risas, las músicas y los eslóganes hay sangre que se calienta, sangre que se agita, sangre que gira y enloquece al verse revuelta y removida en su propio torbellino.

Los primeros signos aparecieron hace mucho tiempo, cuando estaba en la capital, adonde me habían mandado a estudiar. La idea había sido de Limmat. Se la comentó al alcalde de la época, Sibelius Craspach, y luego también al padre Peiper. Los tres llegaron a la conclusión de que el pueblo necesitaba que al menos uno de sus jóvenes continuara formándose hasta un nivel superior al del resto, que viera un poco de mundo antes de

volver aquí para convertirse en maestro de escuela, médico o tal vez en el sucesor del notario Knopf, que ya empezaba a decaer y sorprendía a más de un cliente con sus actas y opiniones. Y me eligieron a mí.

En cierta forma, puede decirse que quien me mandó a la capital fue el pueblo. Si la idea había sido de las tres personas que he mencionado, todos los demás me llevaron allí y mantuvieron. A fin de mes, el Zungfrost iba de puerta en puerta y hacía la colecta, agitando una campanilla y repitiendo la misma frase: «Fu Brodeck's Erfosch! Fu Brodeck's Erfosch!» Para los estudios de Brodeck... Cada cual daba según sus medios y su voluntad. A veces unas monedas, pero también un paletó de lana, un gorro, un pañuelo, un tarro de mermelada, un saquito de lentejas o alimentos para Fédorine, porque mientras estuve en la capital no pude ayudarla trabajando. Así que yo recibía pequeños giros y curiosos paquetes que mi portera, fra Haiternitz, agotada tras subir los seis pisos, me tendía mirándome con desconfianza sin dejar de mascar tabaco negro, que le teñía los labios y le dejaba un aliento infernal.

Al principio, la capital me aturullaba. Nunca había oído tantos ruidos. Las calles me parecían ríos embravecidos, y la gente y los vehículos que acarreaba formaban una barahúnda que me producía vértigo y a veces me obligaba a meterme bajo los pórticos para evitar que su ininterrumpida ola me arrollara. Vivía en una habitación con una ventana atascada que sólo podía abrir unos centímetros. No había sitio más que para el jergón, que plegaba durante el día y sobre el que colocaba un tablero que hacía las veces de mesa. Salvo algunos días luminosos de verano y durante los grandes fríos de invierno, la ciudad estaba permanentemente aprisionada en la neblina de los humos de carbón que salían indolentes de las chimeneas y se enredaban unos con otros, para luego dormitar días y días en el cielo, manteniendo al sol muy lejos de nosotros. Al principio, esa vida se me hizo insoportable. No dejaba de pensar en el pueblo y el

valle lleno de abetales, donde parecía acurrucarse como en un regazo. Recuerdo que alguna noche incluso lloré. La universidad ocupaba un enorme edificio barroco que tres siglos atrás había sido el palacio de un príncipe magiar, antes de ser asaltado y saqueado durante el período revolucionario y luego vendido a un importante comerciante en grano, que lo había convertido en almacén. En 1831, cuando la gran epidemia de cólera recorrió todo el país como un perro en persecución de una presa exhausta, fue requisado y transformado en hospital público, donde alguno se curó y la mayoría murieron. Pasó

mucho tiempo antes de que el edificio se convirtiera en universidad, por decisión del emperador. Se limpiaron las salas comunes y se habilitó con bancos y estrados. El depósito de cadáveres se mudó en biblioteca y la sala de disección, en una especie de saloncito donde los profesores y algunos alumnos de familias influyentes podían fumarse una pipa, charlar y leer el periódico sentados en grandes sillones de cuero pardusco. La mayoría de los estudiantes pertenecían a la burguesía. Tenían las mejillas sonrosadas, las manos finas y las uñas limpias. Habían comido hasta hartarse y llevado buena ropa desde la infancia. Los que no teníamos un chavo éramos muy pocos. Resultaba fácil identificarnos por las caras, curtidas al aire libre, la ropa, nuestras maneras torpes, nuestro visible temor a estar fuera de lugar, a habernos equivocado de sitio. Veníamos de muy lejos. No éramos de la ciudad ni de su comarca. Dormíamos en frías buhardillas. Nunca íbamos a casa, o muy pocas veces. Los que tenían familia y dinero apenas nos miraban. Sin embargo, no creo que nos despreciaran. Simplemente, no podían imaginar quiénes éramos, de dónde procedíamos, en qué

grandiosos y solitarios parajes habíamos crecido ni cómo era nuestra vida diaria en la gran ciudad. En ocasiones, pasaban por nuestro lado y ni siquiera nos veían.

Al cabo de unas semanas, la ciudad dejó de asustarme. Hacía caso omiso de su monstruoso aspecto y hostilidad, pero

era consciente de su fealdad. Una fealdad que, no obstante, conseguía olvidar durante horas, porque me zambullía en el estudio y los libros con auténtica pasión. A decir verdad, casi no salía de la biblioteca más que para acudir a las aulas donde los profesores impartían las clases. Había encontrado un camarada en la persona de Ulli Rätte, que tenía mi misma edad, era tan pobre como yo y en cierto modo también lo había enviado allí su pueblo, con la esperanza de que regresara con unos estudios que resultaran útiles a la mayoría de sus convecinos. Rätte venía de los confines del país, de la región de las colinas de Galinek, y hablaba una lengua áspera, repleta de expresiones que yo desconocía y que, a ojos de muchos de nuestros condiscípulos, lo convertían en un paleto o un bicho raro. Cuando no estábamos en nuestros alojamientos o en la biblioteca de la universidad, dábamos largos paseos por las calles, soñando y haciendo proyectos para nuestras futuras vidas.

A Ulli le apasionaban los cafés, pero no tenía dinero para frecuentarlos. Solía arrastrarme a ellos para admirarlos, y la simple contemplación de aquellos sitios, iluminados por azuladas luces de gas y velas de cera donde las risas de las mujeres ascendían hacia techos tapizados por el humo de pipas y cigarros, los hombres vestían ropa elegante, pieles durante el invierno y pañuelos de seda en el buen tiempo, y los camareros, enfundados en impecables delantales blancos, parecían soldados de un ejército inofensivo, bastaba para que mi amigo rebosara de una alegría infantil.

—Perdemos el tiempo con los libros, Brodeck. ¡La vida es esto!

A diferencia de mí, Rätte se sentía en la ciudad como pez en el agua. Conocía todas las calles y todos los trucos. Le gustaba aquel ruido, la suciedad, la pestilencia, la agitación, la inmensidad. Para Ulli, todo tenía su gracia.

—No creo que vuelva al pueblo —me decía a menudo.

Yo le recordaba que si estaba allí era gracias a su pueblo, que contaba con él; pero Ulli rechazaba mis argumentos con una frase o un ademán.

—Un montón de borrachos y zopencos, eso es lo que hay en mi pueblo. ¿Crees que me mandaron aquí por generosidad? Los mueve el interés, nada más. Esperan que vuelva repleto de conocimientos, como un animal cebado, para sacarme rendimiento el resto de mi vida. No olvides que lo que siempre triunfa es la ignorancia, Brodeck, no el saber. Aunque soñara más con los cafés que con los bancos de la universidad, Ulli Rätte distaba de ser un idiota. A veces pronunciaba sentencias dignas de recogerse en un libro, pero las decía como si tal cosa, burlándose de ellas y de sí mismo a continuación, para acabar soltando una carcajada, una risotada que, mitad bramido mitad ejercicio de vocalización, siempre hacía que la gente se volviera para mirarlo.

25

Ese asunto del saber y la ignorancia, del individuo y la multitud, me llevó a abandonar la ciudad sin haber acabado los estudios. De pronto, aquel gran cuerpo tentacular se vio agitado por habladurías, rumores sin fundamento, dos o tres conversaciones, un artículo anónimo de unas cuantas líneas, la labia de un charlatán en un mercado y una canción surgida de la nada cuyo feroz estribillo hicieron suyo en un abrir y cerrar de ojos todos los cantantes callejeros.

Cada vez se veían más corros. Unos cuantos hombres se detenían junto a una farola y hablaban entre sí. Enseguida otros los imitaban, y otros... En unos minutos había una cuarentena de individuos muy juntos y ligeramente encorvados que de cuando en cuando se movían un poco, o aprobaban con una palabra las frases de quien hablaba, que nunca se sabía quién era. Al rato, de repente todos aquellos cuerpos se dispersaban como barridos por un vendaval, y la acera desierta reanudaba su monótona espera. De la frontera oriental llegaban noticias insólitas y contradictorias. Se aseguraba que al otro lado guarniciones enteras se desplazaban durante la noche con el mayor sigilo, que estaban produciéndose movimientos de tropas de inusitada magnitud. También, que se oían máquinas en funcionamiento, excavando fosos, galerías, trincheras y misteriosos subterráneos. Por último, se decía que acababan de inventarse armas de una potencia y un alcance diabólicos y no tardarían en ser utilizadas, y que la capital estaba infestada de espías dispuestos a prenderle fuego cuando llegara la hora. El hambre atenazaba los estómagos y gobernaba las mentes. Los dos veranos anteriores, de un calor

asfixiante, habían agostado la casi totalidad de los cultivos de las llanuras que rodeaban la ciudad. A diario se veían llegar enjambres de campesinos arruinados y consumidos, que posaban la mirada perdida en todo como si fueran a robarlo. Los niños se agarraban a las faldas de sus madres. Eran criaturas tristes y demacradas que apenas se sostenían sobre las piernas y, a menudo, se quedaban dormidas de pie, apoyadas contra una pared o en las rodillas de sus madres, que, muertas de cansancio, se dejaban caer en el suelo.

Mientras esto ocurría, el profesor Nösel nos hablaba de los grandes poetas patrios, que en tiempos oscuros, hacía siglos y más siglos, cuando la capital sólo era un poblacho, nuestros bosques estaban llenos de osos y manadas de lobos, uros y bisontes, y hordas llegadas de las remotas estepas sembraban la muerte y la destrucción, habían cincelado en incontables versos vibrantes epopeyas fundacionales. Nösel descifraba el griego antiguo, el latín, el cimbrio, el árabe, el arameo, el mutchik, el kazajo y el ruso, pero era incapaz de mirar por la ventana o despegar la nariz del libro mientras caminaba por la ciudad de vuelta a su piso de la calle Jeckenweiss. Sabio en los libros y ciego para el mundo.

Un día hubo una manifestación. Un centenar de individuos, o poco más, en su mayoría campesinos arruinados y obreros en paro que solían congregarse en el mercado de la Albergeplatz en busca de trabajo para la jornada, al no encontrarlo, se dirigieron a buen paso y dando gritos al Parlamento. Al llegar, los soldados que montaban guardia ante la verja los dispersaron sin necesidad de recurrir a la violencia. Ulli y yo los vimos cuando nos dirigíamos a la universidad. Sólo parecían un gentío un poco ruidoso, como los que a veces formaban los estudiantes para celebrar la licenciatura; pero estaba claro que aquellas caras tensas y macilentas y aquellos ojos brillantes de sordo resentimiento no eran de universitarios.

—¡Ya se les pasará! —exclamó Rätte desdeñoso, cogiéndome del brazo y arrastrándome hacia un café nuevo que había descubierto el día anterior y quería enseñarme. Mientras nos alejábamos me volví un par de veces a fin de mirar a aquellos hombres que desaparecían por las calles como la cola de una gran serpiente, cuyas invisibles fauces agrandaba aún más mi imaginación.

El día siguiente y durante los seis posteriores, se reprodujo el mismo fenómeno, con la diferencia de que las concentraciones eran cada vez más numerosas y los gritos, cada vez más fuertes. Entre los obreros y los campesinos había algunas mujeres, seguramente sus esposas, y también unos individuos a quienes nunca habíamos visto y que parecían salidos de la nada, y que recordaban a pastores, pero, para conducir al rebaño, en lugar de bastones y picas utilizaban palabras y gritos. A partir de entonces, todos los días se producían enfrentamientos violentos, cuando los soldados que custodiaban el Parlamento golpeaban unas cuantas cabezas con el canto del sable. Ahora los movimientos de masas habían saltado a los titulares de prensa, mientras que, curiosamente, el poder permanecía mudo. La tarde del viernes, un adoquín alcanzó a un soldado, que resultó herido de gravedad. Horas después, las fachadas y los muros de la ciudad exhibían un aviso que prohibía toda reunión hasta nueva orden y advertía que cualquier manifestación sería reprimida con la mayor dureza.

Lo que prendió la mecha fue que al amanecer del día siguiente, cerca de la iglesia de los Ysertinguës, apareciera el cuerpo tumefacto de Wighert Ruppach, un tipógrafo en paro conocido por sus ideas revolucionarias que, según los rumores, había sido uno de los inspiradores de las primeras protestas. Y

era verdad que muchos habían podido ver su ancho rostro semioculto por la barba a la cabeza de las manifestaciones y oír su voz de barítono exigiendo pan y trabajo a gritos. La policía no tardó en determinar que había sido asesinado a golpes de porra y

visto por última vez saliendo de una de las numerosas tabernas del barrio de los mataderos que servían vino barato y licores de contrabando, medio borracho y caminando con dificultad. Al encontrarlo despojado de la documentación y el reloj y sin un céntimo en el bolsillo, se dedujo que había sido víctima de un compañero de borrachera, o que se había cruzado en el camino de un facineroso. Pero a la explicación policial, la ciudad, que empezaba a ser presa de la fiebre, respondió mascullando gruñidos y amenazas. En unas horas, Ruppach se convirtió en un mártir, víctima de un poder senil incapaz de alimentar a sus ciudadanos y protegerlos contra la amenaza extranjera, que se armaba al otro lado de la frontera con total impunidad. En la muerte de Ruppach se vio la mano del foráneo, la mano del traidor a su pueblo. A esas alturas, la verdad importaba poco. La mayoría no estaba dispuesta a oírla. Durante los días precedentes, se había llenado el cráneo de pólvora y trenzado una buena mecha; ahora se tenía con qué encenderla. La situación explotó el lunes, tras un domingo durante el que la ciudad se había vaciado. Parecía desierta, abandonada, asolada por una extraña y súbita epidemia. El día anterior Emélia y yo habíamos dado un paseo, fingiendo no ver cuanto a nuestro alrededor anunciaba la inminencia del desastre. Hacía cinco semanas que nos conocíamos. Yo estaba entrando en otro mundo. De pronto, me daba cuenta de que la tierra y mi vida podían girar a un ritmo distinto, de que el suave y acompasado golpeteo que escapa del pecho del ser amado es el sonido más hermoso que pueda oírse. Siempre paseábamos por los mismos sitios, por las mismas calles. En cierto modo, y sin hablarlo, habíamos fijado un itinerario, el de los primeros días de nuestro amor. Pasábamos por delante del teatro Stüpispiel y luego tomábamos la avenida Under-de-Bogel hasta el paseo Elsi, el quiosco de música y la pista de patinaje. Emélia me pedía que le hablara de mis estudios, de los libros que leía, de la tierra de la que venía.

—Me gustaría mucho conocerla —me había dicho. Ella había llegado a la ciudad un año antes, sin más capital que sus dos manos, capaces de hacer finos bordados, complejas labores, encajes frágiles como hilos de escarcha.

—Detrás de mí no había más que negrura, sólo negrura. Esas palabras, que pronunció el día en que le pregunté por su familia y el lugar del que procedía, me recordaron mi propio pasado, mi lejana infancia de muerte, casas destruidas, muros derrumbados y ruinas humeantes, como lo recordaba y sobre todo como Fédorine me lo había descrito. Entonces, empecé a querer a Emélia también igual que a una hermana, alguien surgido de las mismas profundidades que yo, alguien que, como yo, no tenía otra opción que mirar adelante.

El lunes por la mañana estábamos escuchando a Nösel en la Sala de las Medallas. Nunca he sabido por qué llamaban así a aquella sala de techo bajo sin la menor decoración, cuyas paredes, forradas de madera encerada, nos devolvían nuestra imagen desdibujándola ligeramente. La clase versaba sobre la estructura rítmica de la primera parte del Kant'z Theus, el gran poema nacional trasmitido de boca en boca desde hacía casi mil años. Nösel hablaba sin mirarnos. Creo que en realidad hablaba sobre todo para sí mismo, la mayoría de las veces, manteniendo esa extraña conversación a una sola voz sin preocuparse de nuestra presencia y menos aún de nuestra opinión. Mientras disertaba con apasionamiento sobre los pentasílabos y los hexámetros, se engominaba el pelo y el bigote, llenaba la pipa, rascaba concienzudamente las manchas de comida que salpicaban las solapas de su chaqueta o se limpiaba las uñas con un pequeño cortaplumas. Quienes le prestábamos atención apenas llegábamos a la decena; la mayoría dormitaban o contemplaban las grietas del techo. En determinado momento, Nösel se levantó para escribir en la pizarra un par de versos que aún conservo en la memoria, porque la vieja lengua del poema se parecía a nuestro dialecto en muchos aspectos:

Stu pekart in dei mümerie gesachetet

Komm de Nebe un de Osterne vohin

Llegarán como un murmullo

y luego desaparecerán en la niebla y la tierra.

De pronto, la puerta se abrió bruscamente y golpeó contra la pared, mientras un sordo rumor se extendía por la sala. Nos volvimos como si fuéramos un solo hombre y descubrimos caras con ojos desorbitados, brazos gesticulantes y bocas que nos gritaron:

—¡Todos fuera! ¡Todos fuera! ¡Venganza para Ruppach!

¡Los traidores lo pagarán!

En el umbral sólo se veían cuatro o cinco individuos, sin duda estudiantes, cuyos rasgos me resultaban vagamente familiares; pero tras ellos se oían los sordos rugidos de una muchedumbre considerable que los empujaba y los mantenía en la primera línea. De pronto se fueron por donde habían venido, dejando la puerta abierta; y por esa puerta, como por el desagüe de un fregadero de piedra, desaparecieron casi todos los que momentos antes estaban a mi alrededor, arrastrados por una fuerza irresistible, casi material. Se organizó un tremendo estrépito de sillas y bancos derribados, de gritos, insultos y amenazas. Y luego, nada. La ola se había alejado, llevándose la barbarie para propagarla y extenderla por la ciudad. En la Sala de las Medallas no quedaban más que cuatro estudiantes: Fritz Schoeffel, un chico obeso con los brazos muy cortos que no podía subir tres peldaños sin quedar sin resuello; Julius Kakenegg, que nunca hablaba con nadie y siempre respiraba a través de un pañuelo empapado en perfume; Bartheleo Mietza, que estaba sordo como una tapia, y yo. Y por supuesto Nösel, que había asistido a aquella escena sin soltar la tiza, se había encogido de hombros y había seguido con la clase como si nada.

26

Pasé ese extraño día entre los muros de la universidad. Allí me sentía protegido. No quería salir. Fuera, se oían ruidos atemorizadores seguidos de grandes silencios, que se alargaban, que no tenían fin, que me intranquilizaban tanto como el alboroto. No abandoné la biblioteca en toda la tarde. Sabía que Emélia estaba a salvo, en casa, en el piso amueblado que compartía con otra bordadora, una chica coloradota con el pelo como la lana que se llamaba Gudrun Osterik. La tarde anterior les había hecho prometer que no saldrían durante esa jornada. Recuerdo perfectamente el libro que intenté leer durante aquellas horas de incertidumbre en la biblioteca. Se trataba de una obra de un médico, el doctor Klaus Reinhold Maria Messner, sobre la propagación de la peste a través de los siglos. Incluía cuadros, gráficas y cifras, además de sobrecogedoras ilustraciones que contrastaban con la frialdad científica del estudio, sobre el que arrojaban una especie de estudiado y macabro romanticismo. En una, que me impresionó especialmente, aparecía una angosta y miserable calleja de una ciudad. El pavimento de la calzada era de adoquines desiguales y las puertas de todas las casas estaban abiertas de par en par. Por ellas se veían salir docenas de gruesas y negras ratas con el pelaje hirsuto y las fauces abiertas, mientras tres hombres vestidos con amplias capas que les llegaban a los pies y cubiertos con puntiagudas capuchas amontonaban rígidos cadáveres en la plataforma de un carretón de mano. A lo lejos, penachos de humo estriaban el horizonte, mientras que en el primer plano, como si quisiera salirse de la imagen, se veía a un niño hara

piento sentado en el suelo con el rostro entre las manos. Curiosamente, ninguno de los tres hombres le prestaba la menor atención, como si ya lo dieran por muerto, o al menos por condenado. Sólo lo miraba una rata. Erguida sobre las patas traseras, parecía buscar con maliciosa ironía el rostro del pequeño. Estuve observando el grabado largo rato, mientras me preguntaba cuál habría sido el auténtico objetivo del autor y el del médico que había decidido incluirlo en su libro. Hacia las cuatro, la luz se atenuó de golpe. El cielo se había llenado de nubes cargadas de nieve, que empezó a caer sobre la ciudad. Abrí una ventana de la biblioteca. Los gruesos copos que me resbalaban por la cara se fundían de inmediato. Veía siluetas que iban y venían por la calle a un paso normal. La ciudad parecía haber recuperado su rostro habitual. Cogí la chaqueta y salí de la universidad. En ese momento, aún no sabía que jamás volvería a pisarla.

Para llegar a casa tenía que pasar por la plaza Salzwach y la avenida Sibelius-Vo-Recht, atravesar el viejo barrio del Kolesh, el casco antiguo de la ciudad, un dédalo de estrechas callejuelas a las que daban los escaparates de innumerables tiendas, y por último pasar junto al parque Wilhem y los lúgubres edificios de las Termas. Caminaba deprisa, sin apenas levantar la cabeza. Me cruzaba con numerosas sombras que hacían otro tanto, pero también con grupos de individuos que alzaban la voz, parecían achispados y reían.

En la plaza Salzwach y la avenida Sibelius-Vo-Rech, la nieve ya había cuajado en el suelo, y los escasos viandantes dejaban en ella las negras marcas de su marcha insectil. Al ver aquella zona podía pensarse que no había pasado nada, que la ciudad había vivido un lunes como cualquier otro y que el temprano adormecimiento de las calles sólo se debía al mal tiempo y al frío, así como a aquella oscuridad un poco prematura. Pero bastaba entrar en el laberinto del barrio del Kolesh para comprender que no era así. Me lo advirtió un ruido. Un

ruido de cristales, los cristales rotos sobre los que caminaba. El pavimento de la calleja que había tomado estaba cubierto de esquirlas, que brillaban entre la nieve caída hasta donde alcanzaba la vista. Era como si hubieran sembrado puñados de piedras preciosas, que conferían a la calleja un aspecto rutilante, insólito, mágico, y la asemejaban a un escenario de cuento. Ahora sólo faltaban la trama y la princesa. Pero esa primera impresión se desvanecía en cuanto la mirada descubría los escaparates, semejantes a fauces de animales muertos; el interior de las tiendas saqueadas; los toneles destrozados, cuyos arenques y carne en salazón, encurtidos y vino se derramaba alrededor; los estantes manchados; las mercancías desparramadas... El sonido de los pasos sobre la alfombra de cristales se mezclaba con lamentos y llantos. No se sabía quién se quejaba de ese modo, porque no se veía un alma. Pero, delante de una sastrería, yacían tres cadáveres con las cabezas monstruosamente hinchadas y lívidas debido a los golpes recibidos. En la puerta, sujeta al quicial por un solo gozne, alguien había garrapateado con pintura roja las palabras Schmutzig Fremdër, sucio extranjero, aunque el término Fremdër es ambiguo y también puede significar traidor, e incluso, en lenguaje coloquial, basura, inmundicia. Las letras se habían escurrido, como si hubieran sangrado. Alguien había amontonado rollos de tela y había intentado hacer una fogata. Las astillas de cristal que seguían sujetas a los montantes del escaparate formaban una estrella de brazos increíblemente finos y frágiles.

Esa misma pintada — Schmutzig Fremdër— aparecía en muchos otros sitios, acompañada por otra, Rache für Ruppach, venganza para Ruppach. Los ojos se me desviaban sin cesar hacia los tres cadáveres. Me sentía presa del vértigo, porque la vista de aquellos cuerpos volvía a traerme a la memoria confusos recuerdos de otros muertos, de otros cadáveres tendidos en el suelo como peleles, en cuyas facciones tampoco quedaba ningún rastro de humanidad. Volvía a ser el niño de cuatro años que

vagaba entre las ruinas, abandonado en medio de los escombros y los fuegos que ardían por doquier; un niño que ya no sabía si era el juguete de una pesadilla de la que no conseguía despertar o de una época que había decidido divertirse con él como un gato con un ratón. Al tiempo que afloraban aquellos viejos jirones de mi vida, también volvía a ver con todo detalle el grabado que había contemplado en el libro del doctor Messner, el humo, el enjambre de ratas, el niño, los hombres de negro, el montón de cadáveres... Y era como si, de pronto, lo que tenía ante los ojos —el espantoso espectáculo de la calleja—, los recuerdos de mi lejana infancia y los detalles del grabado se hubieran superpuesto para sumar sus respectivos horrores. Tropecé, y estuve a punto de caer; entonces oí que me llamaban, que me llamaba una voz, una voz débil, cascada, una voz que era el trasunto de aquellos miles de cristales rotos. Había un anciano acurrucado en el quicio de una puerta, no muy lejos de mí. Estaba extraordinariamente delgado y la larga y blanca barba le alargaba el rostro y se lo adelgazaba aún más. Temblaba y extendía los brazos hacia mí. Me acerqué a toda prisa e intenté ayudarlo a levantarse, mientras él repetía en la antigua lengua de Fédorine:

—Locos, locos, se han vuelto locos.

—¿Dónde vive? ¿En esta calle?

Posó sus ojos en los míos durante unos instantes, pero no parecía entender mis preguntas, y siguió con su cantinela. Tenía la ropa desgarrada y la mano derecha cubierta de sangre y como muerta. Le rodeé la cintura para incorporarlo; pero, cuando apenas había conseguido apoyarlo contra el muro, unos gritos resonaron a nuestras espaldas:

—¡Y aún se mueven! ¡Se burlan de nosotros! ¡Siguen en pie, mientras que nuestro Ruppach está muerto!

Se acercaban tres individuos. Los tres llevaban un bastón y, alrededor del brazo izquierdo, una especie de brazalete negro en el que podían leerse dos iniciales entrelazadas: «W. R.»

Vociferaban y reían. Aunque apenas la distinguía, porque la visera arrojaba una sombra sobre sus facciones, la cara de uno de ellos me resultaba familiar; pero me sentía atenazado por el miedo y no podía pensar con claridad. Parecían borrachos, pero no olían a alcohol. Para ofuscar las mentes, bastan la ira y el odio. No hay aguardiente más fuerte. Por desgracia, más adelante pude constatarlo en el campo muchas veces. El anciano seguía salmodiando. Creo que ni siquiera había advertido la presencia de aquellos tres. Uno de ellos le plantó la punta del bastón en el pecho.

—Vas a repetir conmigo: «¡Soy un Fremdër de mierda!»

¡Vamos, repítelo!

Mas el anciano no lo oía ni veía.

—Creo que no te entiende, está herido...

Las palabras apenas habían escapado de mis labios, pero ya las lamentaba. El bastón saltó a mi pecho.

—¿Eres tú quien ha hablado? ¿Eres tú quien se ha atrevido a hablar? ¿Quién eres tú, con esa cara de tiñoso? ¡Tú también apestas a Fremdër!

Y me propinó un bastonazo en las costillas que me cortó la respiración.

—No; lo conozco —dijo de pronto uno de sus compinches, el que me recordaba a alguien—. Se llama Brodeck. Pegó su cara a la mía y en ese momento lo reconocí. Era un estudiante de tercero que frecuentaba la biblioteca, como yo. No sabía su nombre. Sólo recordaba haberlo visto a menudo consultando tratados de astronomía y estudiando mapas celestes.

—Brodeck, Brodeck... —murmuró el que parecía llevar la voz cantante—. ¡Un auténtico apellido de Fremdër! ¡Y mirad la nariz de esta basura! ¡La nariz, eso los delata! ¡Y los ojos enormes, esos ojos que se les salen de la cara, para verlo todo, para enterarse de todo!

Seguía clavándome el bastón entre las costillas, como a un animal rebelde.

—Déjalo, Félix. Ocupémonos del viejo. Él sí que es uno de esos ladrones, su tienda es aquélla, la conozco. ¡Una auténtica rata que engorda con la usura!

—¡Dejádmelo a mí! —terció el que todavía no había hablado—. ¡Me toca! ¡Vosotros ya habéis zurrado cada uno a dos!

Hasta ese momento había permanecido en la sombra, pero de pronto se acercó y reparé en que era un niño, un niño con la tez tersa y delicada que no pasaría de los trece años. En la oscuridad, los dientes le brillaban bajo una sonrisa de demente.

—¡Vaya, el pequeño Ullrich quiere participar en la fiesta!

Estás un poco verde, chiquitín... ¡Si aún te gotea la leche de los labios!

El anciano parecía haberse dormido. Tenía los ojos cerrados y había dejado de balbucear. El chaval empujó a su hermano con rabia, me apartó con la punta del bastón y se plantó ante la débil masa encogida en el suelo. Se hizo un largo silencio. La oscuridad se había vuelto densa como el barro. Una ráfaga de viento recorrió la calleja e hizo revolotear los copos de nieve. Nadie se movía. Yo me decía que estaba soñando, o en el escenario del pequeño teatro Stüpispiel, que a menudo ofrecía espectáculos grotescos, sin pies ni cabeza, a veces atroces, y que siempre terminaban en farsa; pero de pronto Ullrich volvió a animarse. Levantó el bastón muy por encima de su cabeza y, profiriendo un aullido, lo descargó sobre el anciano, que no se quejó, pero abrió los ojos, los desorbitó y empezó a temblar como si lo hubieran arrojado a un río helado. El crío le propinó

el segundo bastonazo en la frente, el tercero en un hombro y después el cuarto, el quinto... No podía parar, y se reía. Sus compinches lo jaleaban aplaudiendo y repitiendo, para marcarle el ritmo:

—¡Oi! ¡Oi! ¡Oi! ¡Oi!

El cráneo del anciano reventó con un crujido seco de avellana partida entre dos piedras. El crío lo golpeaba enloquecido, cada vez con más fuerza y sin dejar de gritar; pero, poco a poco,

incluso antes de que parara, mientras miraba lo que quedaba de su víctima riendo y sus camaradas seguían dando palmadas, su rostro salpicado de sangre cambió. El horror por lo que acababa de perpetrar pareció penetrar en sus venas, ascender por cada uno de sus miembros, de sus músculos, de sus nervios, invadir su cerebro y lavar todas las inmundicias que contenía. Sus golpes se espaciaron y, por fin, cesaron. Miró horrorizado el bastón cubierto de sangre y esquirlas de hueso y, a continuación, sus manos, como si no le pertenecieran. Luego, sus ojos volvieron a posarse en el anciano, cuyo rostro se había vuelto irreconocible por completo: ahora, sus párpados cerrados y que presentaban una hinchazón atroz eran del tamaño de manzanas. De pronto, Ullrich dejó caer el bastón a sus pies, como si le quemara las manos. Sacudido por un violento espasmo, vomitó

un líquido amarillento, dos veces; luego, salió corriendo y se perdió en la noche, mientras sus dos compañeros se retorcían de risa.

—¡Buen trabajo, Ullrich! —le soltó su jefe y hermano—.

¡El viejo ha tenido lo que se merecía! ¡Ahora ya eres un hombre!

Con la punta del pie, empujó el cuerpo del anciano, que se derrumbó en la nieve, y se alejó tranquilamente del brazo de su camarada, silbando una pequeña romanza de moda. Yo no me había movido. Era la primera vez que presenciaba el asesinato de una persona. Me sentía vacío. Vacío de cualquier pensamiento. Tenía la boca llena de amarga bilis. No podía apartar los ojos del cadáver del anciano. La sangre se mezclaba con la nieve. En cuanto se posaban en el suelo, los copos se teñían de rojo y dibujaban los dentados pétalos de una flor desconocida. Volví a oír ruidos de pasos, y me estremecí. Alguien se acercaba de nuevo a mí. Creí que volvían para matarme también.

—¡Lárgate, Brodeck! —Era la voz del estudiante, el que se pasaba las horas muertas con la mirada perdida en las constelaciones y las galaxias reproducidas en grandes atlas de páginas

inmensas. Alcé la cabeza hacia él. No había odio en su mirada sino una especie de desprecio. Hablaba con calma—. ¡Lárgate!

La próxima vez, no estaré para salvarte.

Y tras escupir al suelo, dio media vuelta y se fue.

27

Al día siguiente, los rumores aseguraban que se habían recogido sesenta y siete cadáveres en las calles. Se decía que la policía no había impedido los asesinatos, pudiendo hacerlo. Esa tarde, había convocada otra manifestación. La ciudad estaba al borde del estallido.

Me había levantado al amanecer, tras una noche en blanco obsesionado por la imagen del niño asesino y el anciano víctima de su ira, y por los gritos del uno y la cantinela del otro, por el golpe sordo de los bastonazos y los secos crujidos de los huesos al partirse. Había tomado una decisión. Hice un hatillo con mis pertenencias y devolví la llave de la habitación a la portera, fra Haiternitz, que las cogió sin decir palabra ni responder a mi escueta despedida más que con una especie de sonrisa avinagrada y despectiva. Estaba friendo tocino y cebolla en una sartén. En su tabuco flotaba un humo grasiento que irritaba los ojos. Fra Haiternitz colgó la llave en un clavo e hizo como si yo ya no existiera.

Caminaba a buen paso. En las calles, apenas había nadie. En algunos sitios, aún se veían los destrozos del día anterior. Hombres con el miedo pintado en el rostro hablaban entre sí, volviéndose sobresaltados al menor ruido. Las puertas de algunos edificios tenían pintarrajeada la expresión «Smutzg Fremdër», y volví a encontrar muchas calles cubiertas de cristales rotos, que crujían bajo mis pies y me hacían estremecer. Había escrito una carta de despedida para Ulli Rätte, pensando que no lo hallaría en su habitación. Me equivocaba. Estaba, pero tan borracho que se había quedado dormido sobre

la cama con la ropa puesta. Todavía tenía una botella medio vacía en la mano y apestaba a aguardiente barato, tabaco y sudor. La manga derecha de la chaqueta estaba desgarrada y cubierta por una gran mancha alargada. Sangre. Temí que mi amigo estuviera herido, pero al descubrirle el brazo vi que no tenía nada. De pronto, sentí mucho frío. No quería pensar. Me obligué a no pensar en nada. Ulli dormía con la boca abierta. Roncaba. Fuerte. Tras meterle la carta de despedida en el bolsillo de la camisa, abandoné la habitación. No he vuelto a verlo.

¿Por qué he escrito esto, si no es del todo cierto? Volví a ver a Ulli Rätte, o más bien creí verlo en una ocasión. Fue en el campo. En el otro lado. Me refiero a que estaba en el lado de quienes nos vigilaban, no en el nuestro, en el de quienes no éramos más que sufrimiento y sumisión.

Era una mañana gélida. Yo era el Perro Brodeck. Scheidegger, mi amo, me había sacado a pasear. Llevaba el collar y, sujeta a él, la correa. Tenía que andar a cuatro patas. Y husmear como un perro, comer como un perro, mear como un perro. Scheidegger caminaba a mi lado con aquel aire de inofensivo oficinista. Ese día, me había llevado hasta el barracón de la enfermería y, antes de entrar, había atado cuidadosamente mi correa a una anilla de hierro fijada a la pared. Me ovillé en el polvo con la cabeza sobre las manos, tratando de no pensar en el frío penetrante.

Fue entonces cuando creí ver a Ulli Rätte. Cuando lo vi. Cuando oí su risa, su inconfundible risa, que sonaba a cascabeles y alegres matracas. Me daba la espalda. Se hallaba con otros dos guardias, a unos metros de mí. Los tres intentaban entrar en calor dando palmadas, y Ulli, o el fantasma de Ulli, estaba diciendo:

—¡Sí, creedme, un verdadero rincón del paraíso! Y sin embargo está en la tierra, a una legua de ésta, de este sitio de mierda... Una buena estufa que ronronea y silba, cerveza fría con

blanca espuma y una moza frescotona que te la sirve y por unas perras deja de mostrarse arisca... ¡Te pasarías allí las horas, fumando en pipa, soñando y olvidándote de todos estos piojosos que te amargan la vida!

Culminó la frase con una gran risotada, a la que se unieron los otros, y luego hizo ademán de volverse. Yo escondí la cara entre las manos. Y no por miedo a que me reconociera, no. Era yo quien no quería verlo. No quería ver sus ojos. Sobre todo, deseaba conservar en lo más profundo de mi mente la ilusión de que aquel hombre alto y grueso, feliz de ser un verdugo, que estaba tan cerca de mí y al mismo tiempo en un mundo muy distinto del mío, en el mundo de los vivos, podía no ser Ulli Rätte, mi Ulli, con quien antaño había pasado tantos buenos momentos, con quien había compartido mendrugos de pan, platos de patatas, horas felices, sueños, interminables paseos cogido de su brazo... Prefería la duda a la verdad, por mínima, por frágil que fuera. Sí, lo prefería, porque creo que la verdad habría podido matarme.

Qué extraña es la vida... Quiero decir, las corrientes de la vida, que nos arrastran, más que nos llevan, y tras un curioso recorrido nos dejan en una orilla, la de la derecha o la de la izquierda. Ignoro cómo se convirtió el estudiante Ulli Rätte en uno de los guardias del campo, es decir, en una de las piezas obedientes y perfectamente engrasadas de la gran maquina de muerte en que nos horneaban. No sé qué tropiezos o qué resbalones lo llevaron allí. ¿Cómo se transmutó el Ulli que yo había conocido, incapaz de matar una mosca, en el servidor de un sistema que aniquilaba a los hombres, reduciéndolos a un estado que hacía envidiable el de las cucarachas?

La única ventaja del campo es que era inmenso. Nunca volví a ver a quien podría haber sido Ulli Rätte ni a oír su risa. Puede que la escena de aquella gélida mañana fuera otra de las muchas pesadillas que sufría por entonces. Sin embargo, aquélla parecía tan real... Tanto, que el día en que estuve vagando por el

campo, abierto de par en par, recorrí todas las calles, donde se amontonaban numerosos cadáveres, de prisioneros, pero también de algunos guardias. Les di la vuelta uno a uno, pensando tal vez que encontraría el de Ulli. Pero no fue así. Sólo había hallado los despojos de la Zeilenesseniss, que había contemplado largo rato, como se contempla el fondo de un abismo o el recuerdo de un sufrimiento infinito. Al día siguiente de lo que más tarde se conoció como la Pürische Nacht, después de haber metido la carta en el bolsillo de Ulli Rätte, corrí a casa de Emélia. La encontré bordando tranquilamente junto a la ventana de su habitación. Su compañera, Gudrun Osterik, hacía lo mismo. Me miraron sorprendidas. Llevaban dos días sin salir a la calle, como les había pedido, trabajando sin descanso para terminar a tiempo un encargo importante, un gran mantel para el ajuar de una novia. En el blanco lino, Emélia y su amiga habían alternado pequeños lirios y grandes estrellas, y, cuando vi esas estrellas, el corazón me dio un vuelco. Por supuesto, habían oído el alboroto, los gritos y los chillidos, pero su barrio estaba lejos del Kolesh, donde se había producido la mayoría de los saqueos y asesinatos. No sabían nada.

Abracé a Emélia y la apreté contra mi pecho. Le dije que me iba, que me iba para no volver, y sobre todo le dije que había ido a buscarla, que quería llevarla conmigo, a mi tierra, a mi pueblo, que allí había montañas, que era otro mundo, donde estaríamos a salvo de todo y que, en aquel escenario de cimas, prados y bosques, que formarían para nosotros la muralla más segura del mundo, quería que se convirtiera en mi mujer. Sentí que se estremecía entre mis brazos. Y fue como si sintiera el temblor de un pájaro y ese temblor penetrara en lo más profundo de mi cuerpo, para darle aún más vida. Emélia volvió hacia mí su hermoso rostro, sonrió y me dio un largo beso.

Una hora después, abandonábamos la ciudad. Caminábamos rápidamente, cogidos de la mano. No éramos los únicos. Hombres, mujeres, familias enteras, niños y ancianos huían como nosotros cargados con maletas que, llenas a reventar y mal cerradas, dejaban ver la ropa y los enseres amontonados, empujando carretones atestados de fardos o llevando hatos mal anudados. Sus semblantes traslucían preocupación, y el miedo volvía sus miradas indecisas. Nadie hablaba. Apretaban el paso como si lo urgente fuera dejar muy lejos lo que ahora estaba a nuestras espaldas.

¿Quién nos expulsaba, en realidad? ¿Otras personas, o el curso de los acontecimientos? Aunque aún estoy en la flor de la edad, aunque aún soy joven, cuando pienso en mi vida, me parece una botella en la que han querido meter más de lo que cabía. ¿Es el sino de todo hombre, o acaso he nacido en una época que niega todo límite y baraja las vidas como si fueran las cartas de un gran juego de azar?

Yo no pedía gran cosa. Me habría gustado no salir nunca de aquí. Las montañas, los bosques, los ríos me habrían bastado. Me habría gustado vivir lejos del ruido del mundo; pero a mi alrededor los pueblos empezaron a matarse unos a otros. Muchos países dejaron de existir y ya no son más que un nombre en los libros de Historia. Unos devoraron a los otros, los destrozaron, violaron, ensuciaron. Y lo justo no siempre triunfó sobre lo inicuo.

¿Por qué, como miles de otros seres humanos, tuve que cargar con una cruz que no había elegido, recorrer un calvario que no estaba hecho para mis pies y que no me concernía?

¿Quién decidió hurgar en mi oscura existencia, hacer añicos mi frágil tranquilidad, arrancarme de mi gris anonimato, para lanzarme como a una bola enloquecida en un inmenso juego de petanca? ¿Dios? Entonces, si existe, si existe de verdad, que se esconda. Que se eche las manos a la cabeza y que la agache. Puede que, como antaño nos enseñaba Peiper, muchos hombres

no sean dignos de Él; pero ahora también sé que Él no es digno de la mayoría de nosotros, y que si las criaturas han podido engendrar el horror es únicamente porque el Creador les ha soplado la receta.

28

Acabo de releer mi historia desde el principio. No me refiero al informe oficial, sino a esta confesión. Le falta orden. No ceso de divagar. Pero no tengo por qué justificarme. Las palabras acuden a mi cabeza como las limaduras de hierro a un imán, y las vierto en la hoja sin preocuparme de nada. Si esta historia se parece a un cuerpo monstruoso, se debe a que es la imagen de mi vida, que va a la deriva, que no he podido encauzar. El 10 de junio, día de la Schoppessenwass en honor del Anderer, el pueblo entero y los habitantes de sus pedanías se habían reunido cerca del mercado y esperaban ante el pequeño estrado construido por el Zungfrost. Como ya he dicho, hacía mucho tiempo que no había tanta gente en un sitio tan reducido. Aunque sólo se veían caras alegres, risueñas, pacíficas, no pude evitar acordarme de las muchedumbres de aquellos días en que la capital había sido presa de la locura, justo antes de la Pürische Nacht, y miraba esos rostros tranquilos como si fueran máscaras que ocultaban caras ensangrentadas con ojos de demente y bocas permanentemente abiertas.

El acordeón de Viktor Heidekirch interpretaba todas las melodías que conocíamos, y en el aire de esa cálida y suave tarde de junio flotaba el olor a fritura, salchichas asadas, buñuelos, gofres y Wärmspeck, mezclado con el aroma más delicado del heno que acababa de secarse en los prados que rodeaban el pueblo. Poupchette los olisqueaba con placer y acompañaba con palmadas cada una de las canciones que salían de los fuelles de Heidekirch. Emélia se había quedado en casa con Fédorine. El sol no tenía prisa en ocultarse tras las cimas de los Hörni.

Parecía tomarse su tiempo, querer alargar el día, deseoso de participar en la fiesta.

De pronto, se hizo evidente que la ceremonia iba a empezar. Una especie de onda recorrió a la multitud, que se movió con tanta suavidad como las hojas de los fresnos al soplo de la brisa. Viktor Heidekirch, al que quizá habían hecho una señal, dejó de tocar. Aún se oyeron algunas voces, algunas risas y algún grito, que no obstante fueron atenuándose, hasta morir en un silencio expectante. En ese momento, percibí un olor a gallinero. Me volví. Göbbler estaba a dos pasos de mí. Levantó su extraño gorro de paja trenzada y me saludó:

—¿Disfrutando del espectáculo, vecino?

—¿Qué espectáculo? —repuse.

Göbbler esbozó un ademán que abarcaba cuanto nos rodeaba y rió por lo bajo. No le respondí. Poupchette me tiró del pelo.

—¡Papá rizos negros! ¡Papá rizos negros!

De pronto, a unos diez metros a mi derecha, hubo movimientos, rumor de pies que se arrastraban y de cuerpos al apartarse. El corpachón de Orschwir se abría paso entre ellos y, tras él, lo seguía un sombrero, el mismo sombrero que nos habíamos acostumbrado a ver desde hacía dos semanas, una especie de lustroso hongo negro fuera del tiempo, el espacio y la gravedad, porque parecía flotar en el aire, como si debajo no hubiera nadie. El alcalde llegó al estrado, subió sin un instante de vacilación y, una vez arriba, con un gesto ceremonioso invitó a reunirse con él al portador del sombrero.

Con mucha precaución y haciendo crujir la madera verde, el Anderer empezó a trepar hacia Orschwir. El estrado sólo se elevaba unos metros, apenas tres, sobre el suelo de la plaza, y la escalera que había construido el Zungfrost no contaba más que seis peldaños; pero tal como la subía el Anderer, lenta y penosamente, cualquiera habría dicho que estaba escalando la cima más alta de los Hörni. Cuando al fin llegó junto al alcalde,

la gente dejó escapar un murmullo de sorpresa, porque hay que decir que era la primera vez que muchos de los presentes veían en carne y hueso, y vestido a su estilo, a aquel individuo del que tanto habían oído hablar. La plataforma del estrado no era ni muy ancha ni muy profunda. El Zungfrost había calculado las medidas a ojo de buen cubero, tomándose como referencia a sí

mismo, que está flaco como un listón. Pero Orschwir es una especie de gigante alto y ancho, y el Anderer estaba gordo como un tonel.

El alcalde lucía el traje de gala, que se pone tres veces al año, para las grandes ocasiones: las fiestas del pueblo, la feria de San Mateo y el día de Todos los Santos. Sólo se diferencia del que viste a diario en la chaqueta, verde, con pasamanería y cerrada con una hilera de diez alamares. Aquí, para sobrevivir, lo mejor es no hacerse notar, no destacar en nada, ser tan normal y tan tosco como un bloque de granito que se alza sobre un rastrojal. Eso Orschwir siempre lo ha sabido. Y nunca ha sucumbido a la pompa.

El Anderer, por supuesto, era harina de otro costal. Venía de la luna, o de más lejos. Ignoraba nuestras costumbres y cómo funcionaban nuestras mentes. Tal vez con un poco menos de perifollos, perfume y pomada nos hubiera resultado menos chocante. Tal vez vestido con paño grueso, terciopelo y un viejo gabán de lana hubiera acabado mimetizándose con las paredes del pueblo, y entonces, si no aceptarlo, porque para eso hacen falta al menos cinco generaciones, lo habrían tolerado, como toleran a los gatos o los perros salidos de la nada, sin duda de las entrañas del bosque, que animan nuestras calles con sus silenciosos vagabundeos y sus mesuradas quejas. Pero el Anderer, y especialmente ese día, era todo lo contrario: chorrera blanca espumando entre solapas de terciopelo negro; cadenillas para el reloj, las llaves y no sé qué más cubriéndole la barriga de dorada quincalla; puños inmaculados con vistosos gemelos; levita azul marino; cinturón trenzado con una

hebilla relumbrante; pantalón con trencillas; polainas granates y zapatos relucientes, sin olvidar el colorete en las gruesas mejillas, redondas como manzanas maduras, el lustroso bigote, las rizadas patillas y los labios rosa.

Apretujados sobre el angosto estrado, el alcalde y el Anderer formaban una curiosa pareja que habría sorprendido menos bajo la carpa de un circo que en la plaza de un pueblo. El Anderer sonreía. Se había quitado el sombrero y lo sujetaba con ambas manos. Sonreía a la nada, sin mirar a nadie. Alrededor, volvían a oírse cuchicheos.

—Teufläsgot! ¡Vaya un fulano!

—¿Es un hombre o una bola de sebo?

—¡No, un mono gigante!

—¡Puede que sea la moda de su tierra!

—¡Es un Dumkof. ¡Sí, un chalado!

—¡Chsss, que va a hablar el alcalde!

—¡Pues que hable! ¡A ver si no vamos a poder ni mirar!

Con mucha dificultad, Orschwir se había sacado de un bolsillo dos hojas plegadas varias veces y las había alisado con parsimonia para ganar tiempo, porque era evidente que estaba un poco nervioso y, por qué no decirlo, un tanto incómodo. El discurso que leyó tenía miga. Voy a reproducirlo íntegro. No es que lo recuerde de memoria; sencillamente, hace unos días se lo pedí, porque sé que el alcalde archiva todo lo relacionado con el ejercicio de su cargo.

—¿Para qué lo quieres?

—Para el informe.

—¿Por qué te remontas tan atrás? No te pedimos tanto. Me hizo ese comentario mirándome con desconfianza, como si sospechara que le tendía una trampa.

—He pensado que serviría para mostrar lo bien que lo recibió el pueblo. Orschwir apartó el libro de cuentas que tenía delante, cogió

la jarra y los dos vasos que le tendía la Keinauge, sirvió la

cerveza y empujó uno de los vasos hacia mí. Saltaba a la vista que mi petición lo incomodaba, que dudaba.

—Si crees que es bueno para nosotros, entonces adelante —

acabó diciendo. Cogió un trozo de papel, escribió unas palabras lentamente y me lo tendió—. Ve al ayuntamiento y dale esto a Hausorn. Él te entregará el discurso.

—El discurso, ¿lo escribiste tú?

Orschwir dejó el vaso de cerveza en la mesa y me miró con expresión a un tiempo irritada y comprensiva. Luego, se volvió

hacia la Keinauge y, con una suavidad que me sorprendió, le dijo:

—Déjanos solos, Lise, ¿quieres? —La joven ciega esbozó

una inclinación de la cabeza y salió. Su primo esperó a que cerrara la puerta, antes de decirme—: ¿Ves a esa chica, Brodeck? Bueno, pues tiene los ojos muertos. Nació con los ojos muertos. No ve nada de cuanto tú puedes contemplar alrededor: ese arcón, ese reloj de péndulo, ese mueble, que hizo mi bisabuelo con sus propias manos, y ese rincón del bosque de Tannäringen que se ve por la ventana. Seguramente, sabe que están ahí, porque los toca, los huele, los oye y los siente. Pero no puede verlos. Y, por mucho que pidiera verlos, no podría. Así

que no lo pide. No pierde el tiempo pidiéndolo, porque sabe que nadie puede satisfacer esa petición. —Orschwir se interrumpió

para tomar un largo trago de cerveza—. Deberías tratar de parecerte un poco a ella, Brodeck. Deberías conformarte con pedir lo que puedes obtener, y lo que puede serte útil, porque lo otro no sirve para nada. Salvo para desorientarte, para meterte en la cabeza no sé qué ideas y hacerlas cocer, hervir en tu cerebro, y ya está. Voy a decirte algo. La noche en que aceptaste escribir el informe, recalcaste que escribirías «yo», pero que ese «yo»

significaría todos nosotros. Lo recuerdas, ¿no? Bueno, pues hazte cuenta de que ese discurso lo pensamos y escribimos entre todos. Puede que lo leyera yo, pero se nos ocurrió a todos juntos. Confórmate con eso. ¿Otro vaso, Brodeck?

En el ayuntamiento, cuando le tendí el papel, Caspar Hausorn esbozó una mueca. Fue a decir algo, pero en el último momento se abstuvo. Me dio la espalda y abrió dos grandes cajones. Levantó varios libros de registro y acabó sacando una carpeta negra que contenía docenas de hojas de distintos tamaños. Tras examinarlas rápidamente, dio con las páginas del discurso, que me tendió sin soltar palabra. Las cogí; pero, cuando me disponía a guardármelas en el bolsillo, me espetó:

—La nota del alcalde dice que puedes leerlas y copiarlas, pero no que puedas llevártelas.

Con un gesto de la cabeza, Hausorn me señaló un extremo de la mesa y una silla. Luego se ajustó las gafas, se alejó y siguió

trabajando en su escritorio. Yo me puse cómodo y empecé a copiar el discurso procurando no dejarme una sola palabra. De vez en cuando, Hausorn alzaba la vista y me observaba. Sus gafas eran tan gruesas que los ojos adquirían un tamaño desmesurado, semejante al de un huevo de paloma, y él, cuyo rostro sin embargo es de facciones finas y delicadamente cinceladas, y siempre ha gustado a las mujeres, el aspecto de un enorme insecto, una especie de mosca gorda que hubiera robado el cuerpo de un decapitado y se hubiera colocado encima.

—«Estimados convecinos del pueblo y sus pedanías, y estimado señor: es para mí un gran placer recibirlo entre nosotros.»

Antes de seguir reproduciendo lo leído por Orschwir en el estrado aquel cálido atardecer de junio, que estaba a años luz del frío y la sensación de terror de la noche del Ereigniës, conviene dejar constancia de la confusión que se apoderó del alcalde cuando, apenas iniciado el discurso, tras decir «estimado señor», dejó en suspenso la frase, miró al Anderer y esperó a que éste la completara dando su nombre, aquel nombre que nadie sabía. Pero el Anderer permaneció mudo, sonriendo, aunque sin despegar los labios, de tal modo que Orschwir, tras repetir varias

veces «Señor... señor...» en un leve tono interrogativo, no tuvo más remedio que continuar sin haber conseguido su objetivo.

—«Es usted la primera persona, y por ahora la única, que nos ha visitado desde que la guerra trazara su atroz surco en estas tierras, durante muchos y dolorosos meses. Antaño, y durante siglos, nuestra región fue recorrida por viajeros que, procedentes de las grandes llanuras del sur, alcanzaban por la ruta de las montañas las lejanas costas del septentrión y sus ciudades portuarias. Aquí siempre encontraron el lugar propicio para hacer un alto agradable, y las antiguas crónicas hablan de nuestro pueblo designándolo con el viejo nombre de Wolhwollend Trast, "la parada grata". Ignoramos si su objetivo es ése. Sea como fuere, nos honra con su presencia en el seno de nuestra pequeña comunidad. Es usted algo así como la primavera de la humanidad, que ha regresado tras un largo invierno, y confiamos en que después de usted vengan a visitarnos otros viajeros y, de ese modo, volvamos a estar unidos a la comunidad de los hombres. Le ruego, señor... —una vez más, Orschwir se interrumpió, miró al Anderer, dándole tiempo para que pronunciara su nombre, que no sonó, y tras carraspear de nuevo volvió a posar los ojos en el papel— que no nos juzgue demasiado mal ni demasiado pronto. Hemos tenido que superar numerosas pruebas y sin duda nuestro aislamiento nos ha convertido en individuos al margen de la civilización. No obstante, para quien nos conoce a fondo, valemos más de lo que aparentamos. Hemos padecido el sufrimiento y la muerte, y tenemos que aprender otra vez a vivir. También hemos de aprender a no olvidar el pasado, sino a vencerlo, ahuyentándolo lejos de nosotros para siempre y haciendo lo posible a fin de evitar que siga rebosando sobre nuestro presente, y más aún sobre nuestro futuro. En nombre de todos y todas, en nombre de nuestro hermoso pueblo, que tengo el honor de regir, le doy la bienvenida, estimado señor —repitió el alcalde, pero esta vez no hizo pausa—, y le cedo la palabra.»

Orschwir miró al auditorio, volvió a plegar las hojas y tendió la mano al Anderer, mientras los aplausos ascendían hacia el cielo azul y rosa, donde las golondrinas, que parecían ebrias, rivalizaban en zigzagueantes carreras de velocidad. La ovación fue languideciendo poco a poco, y volvió a instalarse un pesado silencio. El Anderer sonreía, pero no se sabía a quién dirigía su sonrisa, si a los campesinos apretujados en primera fila, que no habían entendido la mayor parte del discurso y sólo esperaban el momento de beber vino y cerveza, a Orschwir, cuyo nerviosismo aumentaba visiblemente a medida que el silencio se prolongaba, al cielo o quizá a las golondrinas. Todavía no había abierto la boca, cuando, de pronto, una fuerte ráfaga de viento, un golpe de viento cálido, casi bochornoso, de esos que ponen nerviosos a los animales en el establo, irritándolos a tal punto que empiezan a cocear sin motivo contra puertas y paredes, agitó la pancarta, la rasgó por la mitad y siguió jugando con ella, haciendo ondear los jirones, enredándolos, hasta arrancar la mayoría, que salieron volando a gran velocidad hacia los pájaros, las nubes y el crepúsculo. Luego, se alejó como había venido, como un ladrón. Los restos de la pancarta quedaron colgando. Sólo se habían salvado dos palabras: «Wi sund», nos alegramos. El resto de la frase había desaparecido, se había evaporado, se había volatilizado en el aire, se había borrado. Volví a percibir un olor a gallinero. Era Göbbler; lo tenía pegado a la oreja.

—¡«Nos alegramos»! Pero ¿de qué, Brodeck? Eso es lo que me pregunto...

No respondí. Sobre mis hombros, Poupchette canturreaba. Durante la ovación, había palmoteado con todas sus fuerzas. El accidente de la pancarta había distraído a la gente unos segundos, pero ahora volvía a estar atenta y expectante. Orschwir también esperaba, y quien lo conocía un poco sabía que no le gustaba esperar. Por lo demás, puede que el Anderer se percatara, porque se movió un poco, se pasó las manos por las mejillas, como si se las estirara, y luego las adelantó, las juntó en

ademán de rezo, movió la cabeza de izquierda a derecha sin dejar de sonreír y dijo:

—Gracias.

Simplemente «gracias». Luego se inclinó ceremonioso tres veces, como si estuviera en un proscenio al final de una representación. La gente se miraba. Algunos abrieron una boca en la que cabía un pan. Otros se propinaban codazos y se interrogaban con los ojos. Y el resto se rascaba la cabeza o se encogía de hombros. De pronto, a alguien le dio por aplaudir. Era una forma como cualquier otra de salir del paso. La gente lo imitó. Poupchette volvía a estar encantada. —¡Fiesta, papá, fiesta!

En cuanto al Anderer, se puso de nuevo el sombrero, bajó

del estrado tan despacio como había subido y se perdió entre la multitud, bajo la mirada del alcalde, que estaba estupefacto e inmóvil, con los brazos inertes a lo largo del cuerpo, mientras el trozo de pancarta que había sobrevivido le rozaba el gorro y, a sus pies, la gente se dispersaba y corría hacia la mesa, las copas, los vasos, las jarras, las salchichas y los panecillos.

29

¡Han entrado en el cobertizo! ¡Han entrado en el cobertizo!

¡Seguro que ha sido Göbbler! ¡Pondría la mano en el fuego! ¡No ha podido tratarse de ningún otro! Además, están las huellas, huellas de pisadas en la nieve, grandes huellas manchadas de barro, que se dirigen hacia su casa. ¡Ni siquiera disimula! Se sienten tan fuertes que ni se molestan en ocultar que todos me espían, que soy el centro de sus miradas a cualquier hora. Ha bastado que me ausentara apenas una hora, para ir a comprar lana a Fédorine, tres madejas en la mercería de Frida Pertzer, que tiene un poco de todo, cintas, agujas, hilo, botones, tela por metros y también chismes, para que decidiera entrar en el cobertizo y revolverlo todo. ¡Está patas arriba! ¡Lo ha movido, lo ha abierto, lo ha volcado todo! Ni siquiera se ha molestado en recoger lo que ha tirado. Y ha forzado el cajón del escritorio, el escritorio de Diodème, lo ha roto y dejado en el suelo. ¿Qué

buscaba? Lo que escribo, por supuesto. Me oye teclear muy a menudo. Sospecha que redacto algo aparte del informe. ¡Pero no lo ha encontrado! Es imposible. Mi escondite es muy seguro. Cuando lo descubrí, hace un rato, me enfurecí. No reflexioné. Vi las pisadas, salí disparado hacia casa de Göbbler y aporreé la puerta con la palma de la mano. Ya era de noche, y el pueblo dormía, pero en aquella casa se veía luz, y yo estaba seguro de que no dormía. Salió a abrir su mujer. Estaba en camisón y, cuando vio que era yo, sonrió. Al trasluz, se distinguía el contorno de sus anchas caderas y sus opulentos pechos. Llevaba el pelo suelto.

—Buenas noches, Brodeck —dijo pasándose la lengua por los labios.

—¡Quiero ver a tu marido!

—¿Te pasa algo? ¿Te encuentras mal?

Grité su apellido hasta quedar ronco. No paré de gritarlo. Luego oí pasos en el piso de arriba y, al cabo de unos instantes, Göbbler hizo su aparición con una vela en la mano y el gorro de dormir en la cabeza.

—Pero ¿se puede saber qué ocurre, Brodeck?

—¡Eso dímelo tú! ¿Por qué has registrado mi cobertizo?

¿Por qué has roto el cajón del escritorio?

—Te juro que yo...

—¡No me tomes por idiota! ¡Sé que has sido tú! ¡Siempre estás espiándome! ¿Te han dicho los otros que lo hicieras? ¡Las pisadas conducen a tu casa!

—¿Las pisadas? ¿Qué pisadas? Brodeck, ¿quieres entrar a tomarte una tila? Creo que...

—Si se te ocurre volver a hacerlo, Göbbler, te juro que..

—¿Qué?

Se acercó a mí. Tenía la cara pegada a la mía. Trataba de verme a través del velo blanquecino que cada día se extiende un poco más por sus ojos.

—Sé razonable, es de noche, te aconsejo que vayas a acostarte... Te lo aconsejo... De pronto, los ojos de Göbbler me dieron miedo. Ya no tenían nada humano. Parecían de hielo, ojos helados, como los que había visto una vez a los once años cuando un grupo de hombres del pueblo había ido a rescatar a dos guardas forestales de la aldea de Froxkeim, arrollados por un alud de nieve al pie de los Schnikelkopf. Bajaron los cuerpos en grandes sábanas atadas a varas, y yo, que había ido a buscar agua, los vi pasar no lejos de nuestra cabaña. El brazo de uno de los fallecidos colgaba fuera de la sábana y se balanceaba al ritmo de los pasos. También entreví la cabeza del otro, por un desgarrón en la tela.

Vi sus ojos, fijos y blancos, de una blancura mate e inmaculada, como si toda la nieve que le había caído encima se hubiera metido en ellos. Recuerdo que había gritado y dejado caer el cántaro, y había vuelto corriendo a la cabaña para abrazarme a Fédorine.

—No vuelvas a decirme lo que tengo que hacer, Göbbler. Jamás.

Y me fui sin darle tiempo a responder.

Me he pasado una hora volviendo a poner orden en el cobertizo. Por supuesto, no se han llevado nada, porque no hay nada que llevarse. Lo que escribo aquí está muy bien escondido; nadie podrá encontrarlo nunca. Tengo las hojas en las manos. Todavía están tibias y, cuando me las acerco a la cara, percibo el olor del papel, el de la tinta y también otro, el olor de una piel. No. Jamás descubrirán mi escondite.

Diodème también tenía el suyo, que acabo de sorprender por pura casualidad, mientras intentaba volver a colocar el cajón. He cogido el escritorio, lo he apoyado boca arriba en el suelo y, en ese momento, he visto una especie de sobre grande pegado bajo el tablero, en el sitio exacto del cajón, que debía ocultarlo. El cajón estaba vacío, pero sobre él, pegado, invisible, se hallaba el sobre.

Su contenido es bastante heterogéneo, la verdad. Acabo de revisarlo. Para empezar, hay una larga lista distribuida en dos columnas, la de la izquierda, con el epígrafe «Novelas escritas», y la de la derecha, con el de «Novelas por escribir». La primera consta de cinco títulos: La joven de la orilla del río, El capitán enamorado, El invierno florido, Los ramos de Mirna y Los corazones transidos. Conocía no sólo esos títulos, sino también todas esas novelas, porque Diodème me las leía en su modesto alojamiento atestado de libros, archivos y hojas siempre a punto de prender en las velas, mientras yo luchaba contra el sueño. Pero él sentía tal pasión por sus historias y sus palabras que ni siquiera se percataba de que yo estaba dando cabezadas.

Al leer la lista, he sonreído, porque esos títulos me han recordado todos los momentos que pasé en compañía de Diodème, y he vuelto a ver su hermoso rostro de efigie animado por la lectura. En cambio, revisando la otra lista, la de las novelas pendientes, no he podido evitar reír, pensando que me había librado de una buena. ¡Diodème había apuntado unos sesenta títulos! La mayoría se parecían: sonaban a novela sentimental. Pero un par rompía con esa norma, y Diodème los había subrayado con varios trazos de lápiz: La traición de los justos y El remordimiento. Además, este último estaba escrito cuatro veces, con letras cada vez más grandes, como si el lápiz de Diodème hubiera tartamudeado.

En otra hoja, había trazado una especie de árbol genealógico de su familia. Figuraban los nombres de sus padres, abuelos y bisabuelos, con las fechas y lugares de nacimiento. Aparecían igualmente sus tíos, tías, primos y algunos antepasados lejanos. Pero también había grandes vacíos, agujeros, líneas que acababan de forma abrupta en el blanco de la hoja o con un signo de interrogación. Así que el árbol tenía ramas frondosas, superpobladas, que casi se combaban bajo los nombres, y otras desnudas, reducidas a un simple trazo que moría sin adornos. De pronto, me ha dado por imaginar los extraños bosques de símbolos y vidas extintas que podrían formar todos nuestros árboles si los pusiéramos unos junto a otros. El mío desaparecería bajo los exuberantes ramajes de muchas familias que conservan su memoria desde hace siglos como su más preciada herencia. Además, en mi caso no sería un árbol, sino más bien un tronco esquelético. Sobre mi nombre sólo habría dos ramas, prematuramente cortadas, desnudas, peladas, obstinadamente mudas. No obstante, puede que consiguiera encontrar un sitio para Fédorine, del mismo modo que a veces se puede injertar una rama más fuerte a una planta endeble, para que le dé su vigor y su savia.

En el sobre también había dos cartas, leídas y releídas, porque el papel estaba desgastado y los pliegues amenazaban con romperse en varios sitios. Iban firmadas por una tal Magdalena, que se las había enviado a Diodème hacía mucho tiempo, mucho antes de que se instalara en el pueblo. Eran dos cartas de amor, pero la segunda comunicaba el final de ese amor. Lo comunicaba con palabras sencillas, sin frases ampulosas, sin adornos ni giros lacrimógenos. Lo comunicaba como una verdad de la vida, un hecho contra el que no puede lucharse y que nos obliga a agachar la cabeza y aceptar nuestra suerte. No quiero transcribir aquí esas cartas, ni siquiera de manera parcial. No me pertenecen. No forman parte de mi historia. Leyéndolas, me he dicho que quizá fueran la causa de que Diodème viniera a nuestro pueblo, de que pusiera tanta distancia entre su antigua vida y la cotidianidad que poco a poco se construyó aquí. Ignoro si consiguió cerrar esa herida. Tampoco sé si realmente lo deseaba. A veces, nos gustan nuestras cicatrices.

Tenía en las manos pedazos de la vida de Diodème, trozos pequeños pero esenciales que, juntos, explicaban una mente que ya no existía. Y de pronto, pensando en su vida, en la mía, en la de Emélia, en la de Fédorine, y también en la del Anderer, de la que a decir verdad apenas sé nada y que sólo puedo imaginar, el pueblo se me apareció bajo una nueva luz; de pronto lo vi como el último lugar, al que acuden quienes han dejado atrás la noche y el vacío; no como un sitio donde se puede empezar de nuevo, sino simplemente como el lugar donde quizá todo acaba, o donde todo debe acabar.

Pero en el gran sobre marrón aún había otra cosa. Una tercera carta.

Una carta dirigida a mí, que abrí con bastante curiosidad, pues resulta raro que un muerto te hable. La carta de Diodème empezaba con estas palabras: «Perdóname, Brodeck, perdóname, por favor...» Y con ellas mismas terminaba.

Acabo de leer esa larga

carta. Sí, acabo de leerla.

No sé si sabré dar una idea de lo que he sentido mientras la leía. Por otra parte, no estoy del todo seguro de haber sentido algo. En todo caso, no ha sido dolor, puedo jurarlo: no he sufrido con la lectura de la carta de Diodème, que en realidad es una larga confesión, porque carezco de los órganos necesarios para sentir dolor. Ya no los tengo. Me los extirparon en el campo, uno tras otro. Y por desgracia no volvieron a crecerme.

30

Estoy seguro de que Diodème pensaba que después de leer su carta lo odiaría profundamente. Diodème todavía me atribuía pasiones humanas, pero se equivocaba.

Anoche, después de ordenar el cobertizo, encontrar por casualidad el escondite del sobre marrón y examinar su contenido, me fui a la cama. Era tarde. Emélia dormía. Me pegué a ella. Envuelto en su calor y arrimado a su cuerpo, me dormí

enseguida. Ni siquiera pensé en lo que acababa de leer. Sentía el alma curiosamente ligera y el cuerpo pesado, rebosante de cansancio y lazos rotos. Me sumergí en el sueño con la felicidad de las noches de mi infancia. Y soñé, pero no con lo que habitualmente me tortura, con el pozo negro del Kazerskwir, a cuyo alrededor giro y giro sin cesar. No; fueron sueños tranquilos. Volví a ver al estudiante Kelmar. Seguía vivo y vestía su elegante camisa de lino con adornos bordados. De un blanco inmaculado, hacía resaltar el moreno de su tez y la esbeltez de su cuello. No íbamos camino del campo. Tampoco estábamos en el vagón donde pasamos días y noches, hacinados con los demás. Nos encontrábamos en un sitio que no pude reconocer; ni siquiera sabría decir si se trataba del interior de una casa o fuera. Kelmar estaba distinto. No tenía marcas de golpes. Iba afeitado y tenía buen color. Su ropa olía bien. Sonreía. Me hablaba. Estuvo hablando un buen rato, y yo lo escuché sin interrumpirlo. Luego se levantó y, sin necesidad de que dijera nada, comprendí que debía marcharse. Me miró y sonrió. Conservo un recuerdo muy nítido de las últimas palabras que intercambiamos:

—Después de lo que habíamos hecho en el vagón, Kelmar, debí detenerme como tú, no seguir corriendo, detenerme en el camino.

—Hiciste lo que considerabas tu deber, Brodeck.

—No; tenías razón. Era lo que nos merecíamos. Fui un cobarde.

—No sé si tenía razón. La muerte de un hombre nunca compensa el sacrificio de otro, Brodeck. Sería demasiado fácil. Además, tú no eres quién para juzgarte. Ni yo tampoco. A los hombres no les corresponde juzgarse unos a otros. No están hechos para eso.

—¿Crees que ha llegado el momento de reunirme contigo, Kelmar?

—Quédate en el otro lado, Brodeck. Tu sitio sigue estando ahí.

Son las últimas palabras de Kelmar que tengo presentes. Luego, quise acercarme, rodearlo con los brazos y estrecharlo contra mí, pero sólo abracé el aire.

No creo que los sueños anuncien nada, como aseguran algunos. Pero pienso que llegan en el momento justo y, en el secreto de la noche, nos dicen lo que quizá no nos atrevemos a confesarnos a la luz del día.

No voy a reproducir la carta de Diodème entera. Además, ya no la tengo. Imagino cuánto le costaría escribirla. No fui al campo voluntariamente. Me detuvieron y me llevaron. Los Fratergekeime habían llegado al pueblo hacía apenas una semana. La guerra había empezado tres meses antes. Estábamos aislados del mundo y apenas nos llegaban noticias. A veces, las montañas nos protegen del barullo, pero al mismo tiempo nos alejan de la vida.

Una mañana, habíamos visto llegar una larga y polvorienta columna que avanzaba con rapidez por la carretera de la frontera. Nadie intentó obstaculizar su marcha, y, de todas formas, habría sido inútil; además, creo que todos tenían en

mente la muerte de los dos hijos de Orschwir, y eso era lo que querían evitar, que hubiera más muertes.

Por otra parte, lo más importante, y lo que permite entender muchas cosas, era que quienes llegaban a nuestro pueblo, armados, protegidos con cascos y enardecidos por sus aplastantes victorias sobre todos los ejércitos que se habían cruzado en su camino, eran mucho más parecidos a los habitantes de nuestra región que la mayoría de la población de nuestro propio país. Para la gente de aquí, el país apenas contaba. Era algo así

como una mujer que de vez en cuando les recordaba que existía, con una palabra tierna o una petición, pero a la que en realidad nunca le habían visto la cara. Aquellos soldados que llegaban como vencedores compartían las costumbres de aquí, hablaban una lengua tan parecida a la nuestra que bastaba un pequeño esfuerzo para entenderla y emplearla. La historia secular de nuestra tierra se confundía con la de su país. Teníamos en común leyendas, canciones, poetas, refranes, formas de aderezar la carne y preparar las sopas, una misma tendencia a la melancolía y una similar propensión a la ebriedad. En el fondo, las fronteras no son más que trazos de lápiz sobre el mapa. Dividen mundos, pero no los separan. A veces, se olvidan con la misma rapidez con que se trazaron.

El escuadrón que entró en el pueblo estaba formado por un centenar de hombres al mando de un capitán llamado Adolf Buller. Apenas lo conocí. Lo recuerdo como un hombre de poca estatura y muy delgado, con un tic que le llevaba a volver la barbilla a la izquierda bruscamente cada veinte segundos, más o menos. Montaba un caballo con el pelaje grasiento y cubierto de barro, y nunca se separaba de la fusta, una fusta corta con la punta trenzada. Orschwir y el padre Peiper se apostaron a la entrada del pueblo para dar la bienvenida a los vencedores y suplicarles que respetaran a los habitantes y las casas, mientras en todo el pueblo las puertas y los postigos se cerraban a cal y canto y la gente contenía la respiración.

El capitán Buller escuchó los tartamudeos de Orschwir sin bajar del caballo. A su lado estaba el portaestandarte, que sujetaba una lanza de la que pendía una bandera roja y negra. Al día siguiente sustituyó a la que ondeaba en la fachada del ayuntamiento. En la bandera, podía leerse el nombre del regimiento al que pertenecía el escuadrón, Der unverwundbar Anlauf, «el impulso invulnerable», y su divisa, Hinter uns, nie- mand: «tras nosotros, nadie».

Buller no respondió a Orschwir; movió la barbilla varias veces, apartó al alcalde con la fusta suavemente y siguió avanzando a la cabeza de sus hombres. Cabía esperar que nos exigiera alojar a sus tropas tras los gruesos muros de nuestras casas, para que durmieran en camas calientes. Pues no. Los soldados se instalaron en la plaza del mercado, descargaron las grandes tiendas y las montaron en un santiamén. Luego, fueron de puerta en puerta para confiscar todas las armas, en su mayoría, escopetas de caza. Lo hicieron sin usar la violencia, con una educación exquisita. Sin embargo, cuando Aloïs Cathor, un cacharrero que se las daba de listo, les aseguró que no tenía ningún arma en casa, lo encañonaron, registraron de cabo a rabo la conejera donde vivía y acabaron descubriendo una escopeta vieja. Se la pusieron delante y acto seguido se los llevaron, a él y la escopeta, ante el capitán Buller, que estaba tomando una copita de aguardiente delante de su tienda, escoltado por su ordenanza, que esperaba de pie con la botella, listo para volver a llenársela. Los soldados le explicaron lo ocurrido. Cathor mantenía una actitud desafiante. Buller lo miró de pies a cabeza, apuró la copita de un trago, agitó la barbilla, ordenó que volvieran a servirle, llamó a un teniente de tez grosella y pelo pajizo apuntándolo con la fusta y le susurró

unas palabras al oído. El oficial asintió, dio un taconazo, saludó

y se alejó, seguido por los dos soldados y el detenido. Unas horas después, un tambor recorrió las calles repitiendo un pregón: a las siete en punto, todos los habitantes sin

excepción debían presentarse delante de la iglesia para asistir a un acontecimiento de suma importancia. Era obligatoria la presencia, so pena de sanción.

Poco antes de dicha hora, la gente salió de casa. En silencio. Nuestras calles presenciaron el paso de aquella extraña procesión, en la que nadie abría la boca ni se atrevía a levantar la cabeza, mirar alrededor o cruzar la mirada con los demás. Emélia y yo caminábamos agarrándonos con fuerza las manos. Teníamos miedo. Todo el pueblo lo tenía. El capitán Buller nos esperaba fusta en mano en el atrio de la iglesia, flanqueado por sus dos tenientes, el que ya he mencionado y otro, rechoncho y moreno. Cuando la placita de la iglesia estuvo llena, la gente inmóvil y no se oía el menor ruido, Buller nos dijo:

—Vecinos de este pueblo: no hemos venido aquí ni a destruir ni a pisotear. Nadie destruye ni pisotea lo que le pertenece, lo que es suyo, salvo si está loco. Y nosotros no lo estamos. Ahora, vuestro pueblo tiene la enorme suerte de formar parte del Gran Territorio. Estáis en vuestra casa, y esa casa es la nuestra. Nos une ya un futuro milenario. Nuestra raza es la raza primigenia, inmemorial e inmaculada, y también será la vuestra si aceptáis deshaceros de los elementos impuros que aún viven entre vosotros. Así pues, tenemos que convivir en perfecta armonía y con total sinceridad. No es bueno tratar de mentirnos. No es bueno tratar de burlarse de nosotros. Hoy, un hombre lo ha intentado. Confiamos en que nadie seguirá su ejemplo. Buller tenía una voz suave, casi femenina, y lo más curioso es que al hablar no hacía ese gesto involuntario del mentón, que lo asemejaba a un autómata estropeado. Apenas había acabado su discurso, siguiendo un ceremonial irreprochable, como si aquello se hubiera repetido muchas veces, los dos soldados que custodiaban a Aloïs Cathor lo trajeron a la plaza, ante el capitán Buller. Detrás de ellos, a un metro, otro soldado portaba un objeto pesado que no logré distinguir. Cuando lo dejó en el suelo, vimos que se trataba de un bloque de madera, una sección

de tronco de abeto de aproximadamente un metro de altura. A partir de ese momento, todo ocurrió muy deprisa: los soldados agarraron a Cathor, lo obligaron a arrodillarse y apoyar la cabeza en el tronco y retrocedieron. Llegó un cuarto soldado, al que todavía no habíamos visto. Un gran delantal de cuero negro le ceñía el pecho y las piernas. Sujetaba una enorme hacha. Se detuvo muy cerca de Cathor, alzó el hacha en el aire y, antes de que nadie tuviera tiempo de soltar un «¡oh!», la descargó sobre el cuello del cacharrero. La cabeza, seccionada limpiamente, rodó a los pies del tajo. Un gran chorro de sangre brotó del cuerpo, que tras agitarse espasmódicamente unos segundos, como el de una oca degollada, se inmovilizó, inerte. Desde el suelo, la cabeza de Cathor nos miraba. Tenía la boca y los ojos muy abiertos, como si acabara de hacernos una pregunta a la que no habíamos respondido.

Todo había sido muy rápido. La espantosa escena nos había dejado petrificados. La voz del capitán nos sacó de ese estupor para sumirnos en otro todavía mayor:

—Esto es lo que les ocurre a quienes tienen ganas de jugar. Pensad en ello, vecinos de este pueblo, ¡pensad en ello! Y para que podáis pensarlo con calma, el cuerpo y la cabeza de este Fremdër se quedarán aquí. ¡Prohibido enterrarlos, so pena de correr su misma suerte! Una última recomendación: purificad vuestro pueblo. No esperéis a que lo hagamos nosotros. Purificadlo mientras estáis a tiempo. Y ahora, ¡dispersaos y volved a vuestras casas! Os deseo muy buenas noches.

Buller volvió la barbilla hacia la izquierda, como para espantar una mosca, hizo restallar la fusta contra la costura de su pantalón, dio media vuelta y se marchó, seguido por los dos tenientes. Emélia temblaba y sollozaba agarrada a mí, que la abrazaba tan fuerte como podía.

—Es una pesadilla, Brodeck, es una pesadilla, ¿verdad? —

repetía sin cesar.

No apartaba los ojos del cuerpo de Cathor, derrumbado sobre el tajo.

—Vamos —le dije tapándoselos con la mano.

Más tarde, cuando ya estábamos acostados, llamaron a la puerta. A mi lado, Emélia se estremeció. Sabía que estaba despierta. La besé en la nuca y bajé. Fédorine ya había hecho pasar a la visita. Era Diodème. La anciana le tenía mucho aprecio. En su vieja lengua, lo llamaba el Klübeigge, el sabio. Me senté a la mesa con él. Fédorine trajo dos tazas y nos sirvió

una infusión que acababa de preparar con serpol, menta, melisa y brotes de abeto.

—¿Qué piensas hacer? —me preguntó Diodème.

—¿Cómo que qué pienso hacer?

—En fin, tú estabas allí igual que yo... Ya has visto lo que le han hecho a Cathor.

—Claro que lo he visto.

—Y ya has oído lo que ha dicho el capitán...

—¿Que está prohibido tocar el cuerpo? Me ha recordado una historia griega que nos contaba Nösel en la universidad, sobre una princesa que...

—¡Déjate de princesas griegas! No he venido a hablar de eso —me atajó Diodème, sin dejar de retorcerse las manos—. Cuando ha dicho que había que «purificar el pueblo», ¿qué has entendido?

—Esa gente está loca. Cuando vivía en la capital, pude verlos en acción. ¿Por qué crees que me volví al pueblo?

—Puede que estén locos, pero el caso es que ahora quienes mandan son ellos, después de haber echado a su emperador y violado nuestras fronteras.

—Se irán, Diodème. Acabarán yéndose. Ya me dirás para qué iban a quedarse... Aquí no hay nada. Estamos apartados del mundo. Querían demostrarnos que ahora son los amos, y ya lo han hecho. Querían aterrorizarnos, y ya lo han conseguido. Se

quedarán unos días y después se marcharán a otra parte, lejos de aquí.

—Pero el capitán nos ha amenazado... Ha dicho que teníamos que «purificar el pueblo».

—Bueno, ¿y qué propones que hagamos? ¿Que limpiemos las calles con un cubo de agua y una fregona?

—¡No bromees, Brodeck! ¿Crees que ellos bromean? Esa frase no era inocente; ha elegido cada palabra, no las ha pronunciado al tuntún. Es como usar Fremdër para referirse a Cathor...

—Es la palabra que utilizan para hablar de todos los que no les gustan, los Fremdër, los «piojosos»... Durante la Pürische Nacht, la vi escrita en muchas puertas.

—¡Sabes perfectamente que también significa extranjero!

—Cathor no era extranjero; su familia es más antigua que el pueblo.

Diodème se aflojó el cuello de la camisa, que al parecer le apretaba. Luego se pasó el dorso de la mano por la frente, cubierta de sudor, me lanzó una mirada asustada, posó los ojos en la taza, tomó un sorbo, volvió a mirarme furtivamente, bajó de nuevo los ojos y, al fin, con un hilo de voz, replicó:

—Pero ¿y tú, Brodeck? ¿Y tú?

31

Sé que el miedo puede transformar a un hombre. Antes no lo sabía, pero lo aprendí. En el campo. Vi a hombres aullar, darse cabezazos contra una pared, arrojarse contra alambres tan cortantes como navajas... Los vi hacérselo encima, vaciarse por completo, vomitar, echar fuera todos los líquidos, los humores, los gases que tenían dentro. Vi rezar a unos y renegar de Dios, cubrirlo de injurias y bilis a otros. Incluso vi morir de miedo a uno. Lo vi la mañana en que los guardias acababan de elegirlo con su jueguecito para ser el siguiente en subir a la horca. Cuando el guardia se detuvo frente a él y le dijo riendo «Du!», el hombre se quedó inmóvil. Su rostro no dejó traslucir ninguna emoción, ninguna angustia, ningún pensamiento. Pero cuando el guardia empezaba a perder la paciencia y levantar el bastón, el hombre cayó fulminado al suelo, muerto antes de que el otro lo tocara. El campo me enseñó esta paradoja: por muy grande que sea un hombre, nunca está a la altura de sí mismo. Es una imposibilidad inherente a nuestra naturaleza. Sin embargo, al emprender ese viaje vertiginoso, al bajar uno tras otro los peldaños de la sórdida escalera que me llevaba a las profundidades del Kazerskwir, no sólo iba hacia la negación de mi propia persona, sino también hacia la plena conciencia de las motivaciones de mis verdugos y de quienes me habían entregado a ellos. Y en consecuencia, en cierto modo, hacia el comienzo de un perdón.

Mucho más que el odio, o cualquier otro sentimiento, lo que me había transformado en víctima era el miedo que sentían

otros. Precisamente porque el miedo los tenía agarrados del cuello, me habían entregado a los verdugos, y a esos mismos verdugos, a esos hombres que en otros tiempos fueran como yo, también los había convertido en monstruos el miedo, haciendo fructificar las semillas del mal que llevaban dentro, como las llevamos todos.

Sin duda calculé mal las consecuencias de la ejecución de Aloïs Cathor. Sentí el horror, la odiosa crueldad, pero no podía imaginar hasta qué punto iba a calar en las mentes de todos, ni que las palabras del capitán Buller, pasadas por el cedazo por docenas y docenas de cerebros, los conmocionarían y conducirían a tomar una decisión cuya víctima sería yo. Y, por supuesto, estaban los restos de Cathor, su cabeza, en el suelo, a unos metros del cuerpo, y sobre ellos el sol y los efímeros insectos que ese comienzo de otoño nacían por la mañana y morían por la noche, pero durante su breve existencia se pasaban horas zumbando alrededor del cadáver, invitándose al festín, revoloteando, zigzagueando, bordoneando, enloquecidos por aquella masa de carne que el calor pudría.

El pueblo entero exhalaba aquel repugnante hedor. Era como si el viento se hubiera compinchado con Buller. Llegaba a la plaza de la iglesia, impregnaba sus ráfagas con los miasmas del cadáver y luego recorría las calles en remolinos, que bailaban su zarabanda, se colaban por debajo de las puertas, por las ventanas mal cerradas y entre las tejas movidas, para traernos el fétido recordatorio de la muerte de Cathor.

Entretanto, los soldados se comportaban con una corrección irreprochable, como si no hubiera pasado nada. Nada de robos ni actos de pillaje ni abusos ni exigencias. En las tiendas, pagaban lo que compraban. Cuando se cruzaban con una mujer o una chica, se descubrían. Cortaban leña para las viudas ancianas. Gastaban bromas a los niños, pero sólo conseguían que salieran corriendo, asustados. Saludaban al alcalde, al cura y a Diodème.

Todas las mañanas y todas las tardes, el capitán Buller, acompañado invariablemente por los dos tenientes y su tic, se paseaba por las calles sobre sus cortas y esmirriadas piernas. Caminaba deprisa, como si lo esperaran en algún sitio, sin prestar atención a quien se encontraba por el camino. De vez en cuando, azotaba el aire con la fusta o espantaba las abejas. La gente estaba como atontada. Apenas hablaba. Iba al grano. Agachaba la cabeza. No salía de su estupor. No había visto a Diodème desde la noche de la ejecución. Así que cuanto voy a escribir a continuación lo he sabido por la larga carta que me dejó.

Una noche, cuando los Fratergekeime llevaban tres días en el pueblo, Buller llamó a Orschwir y Diodème. Lo de Orschwir se comprende, pues era el alcalde; lo del maestro sorprende más. Buller se adelantó a una pregunta que, de todas formas, Diodème jamás se habría atrevido a formular, al explicarle que lo había llamado porque debía de ser menos idiota que el resto, dado que era el maestro, y por lo tanto sería capaz de entenderlo. Recibió a ambos en su tienda. En ella había una cama de campaña, una mesa, una silla, un baúl y un ropero de tela en forma de funda en cuyo interior se veían algunas prendas. Sobre la mesa, papel con el membrete del regimiento, tinta, plumas, papel secante y una fotografía enmarcada de una mujer metida en carnes rodeada por seis niños, el más pequeño de los cuales podía tener dos años y el mayor, unos quince. Buller estaba sentado, escribiendo una carta. Les daba la espalda. Se tomó su tiempo para terminarla, releerla, meterla en un sobre, cerrarlo, dejarlo sobre la mesa y, por fin, volverse hacia ellos, que por supuesto estaban de pie y no se habían movido ni un centímetro. Buller los miró en silencio largo rato, sin duda tratando de adivinar de qué pie cojeaban. Diodème sentía que el corazón quería escapársele del pecho y las palmas de las manos sudorosas. Se preguntaba qué pintaba allí y cuánto iba a durar aquel suplicio. El tic agitaba la barbilla de Buller a intervalos

regulares. El capitán cogió la fusta, que tenía al alcance de la mano, sobre la cama, y la acarició muy lenta y suavemente, como si fuera un animal de compañía.

—¿Entonces? —dijo al fin. Orschwir abrió la boca de par en par y, sin saber qué decir, miró a Diodème, que ya ni siquiera podía tragar saliva—. ¿Entonces? —repitió Buller sin mostrar impaciencia.

Armándose de valor, Orschwir consiguió preguntarle con voz ahogada:

—Entonces... ¿qué, capitán?

Buller esbozó una sonrisa.

—¡La purificación, señor alcalde! ¿De qué otra cosa iba a hablarle? ¿Cómo va esa purificación?

Una vez más, Orschwir miró a Diodème, que trató de evitar sus ojos bajando la cabeza. Luego, nuestro alcalde, siempre tan seguro, nuestro alcalde, que suele hacer restallar las palabras como latigazos, que no se deja impresionar fácilmente, que tiene el carácter del hombre rico y poderoso, empezó a balbucear, a perder el aplomo delante de aquel individuo de uniforme que no era ni la mitad de alto que él, de aquel pigmeo adornado con un tic grotesco, que acariciaba la fusta con ademanes de mujer.

—Es que... Verá, capitán... No... no lo entendimos... muy bien. No. No entendimos... lo que usted... lo que usted quería decir.

Orschwir se interrumpió y relajó los hombros como después de un enorme esfuerzo. Buller soltó una risita, se levantó, empezó a recorrer de un lado a otro la tienda, como si reflexionara, y por fin se plantó ante ellos.

—¿Ha observado usted a las mariposas alguna vez, señor alcalde? ¿Y usted, señor maestro? Sí, mariposas, cualquier tipo de mariposas... ¿No? ¿Nunca? Lástima... Una verdadera lástima. Yo, en cambio, he consagrado mi vida a las mariposas. Hay quien se interesa por la química, la medicina, la mineralogía, la filosofía, la historia... Yo me he dedicado a las mariposas. Lo

merecen de sobra, pero poca gente es capaz de darse cuenta. Es muy triste, porque si nos interesáramos más por esas frágiles y hermosas

criaturas,

aprenderíamos

lecciones

extraordinariamente útiles para la especie humana. Figúrense, por ejemplo, que, en una variedad de esos lepidópteros conocida con el nombre de Rex flammae ha podido observarse un comportamiento que, a primera vista, parecía carecer de lógica, pero tras muchas comprobaciones ha demostrado estar pleno de sentido y, si la palabra pudiera aplicarse a las mariposas, de notable inteligencia. Las Rex flammae viven en grupos de una veintena de individuos. Se cree que entre ellas existe una especie de solidaridad que las impulsa a reunirse cuando una encuentra alimento en cantidad suficiente para que todas puedan beneficiarse. Con bastante frecuencia, admiten a mariposas de otras especies dentro de su grupo, pero, en cuanto aparece un depredador, por lo visto las Rex flammae se avisan unas a otras, mediante algún lenguaje que desconocemos, y se ponen a salvo. Las mariposas que momentos antes podían considerarse integradas en el grupo no parecen tener la información, y son devoradas por el pájaro. Entregando una presa al depredador, las Rex flammae garantizan su supervivencia. Cuando todo les va bien, la presencia de uno o varios individuos que no pertenecen a su grupo no les molesta; probablemente, incluso de alguna forma las beneficia. Pero en cuanto surge un peligro y la integridad y la supervivencia del grupo está en juego, no dudan en sacrificar a quienes no son de los suyos. —Buller se interrumpió y volvió a pasearse sin dejar de mirar a Orschwir y Diodème, que sudaban la gota gorda—. Posiblemente, ciertas mentes estrechas considerarían que el comportamiento de esas mariposas carece de moral. Pero ¿qué es la moral? ¿Para qué sirve? La única moral que prevalece es la vida. Sólo los muertos se equivocan. El capitán se sentó de nuevo a la mesa y no volvió a prestar atención ni al alcalde ni al maestro, que abandonaron la tienda en silencio.

Unas horas después, mi suerte estaba echada.

La Erweckens'Bruderschaf, la Hermandad del Despertar de la que ya he hablado, se reunió en su pequeña sala reservada de la parte posterior de la fonda. Diodème también estaba. En su carta, me jura que no formaba parte del grupo, que era la primera vez que lo invitaban. ¿Y eso qué importa? ¿Qué más da si era la primera vez o la última? Diodème no cita los nombres de los miembros. Sólo el número. Eran seis, además de él. Aunque no lo dice, deduzco que, lógicamente, Orschwir era uno de ellos y fue quien refirió a los demás el monólogo de Adolf Buller sobre las mariposas. Los presentes sopesaron las palabras del capitán. Comprendieron lo que había que comprender, o más bien, lo que les convenía comprender. Se convencieron de que eran esas Rex flammae, esos dichosos lepidópteros que había mencionado el capitán, y de que para sobrevivir debían apartar de su comunidad a quienes no pertenecían a su especie. Cada uno cogió un trocito de papel y escribió en él los nombres de las mariposas ajenas al grupo. Supongo que fue el alcalde quien recogió los papeles y los leyó.

En todos los papelitos aparecían dos nombres, el de Simon Frippman y el mío. Diodème me jura que él no escribió mi nombre, pero no me lo creo. E incluso si fuera cierto, a continuación los demás debieron de convencerlo sin mucha dificultad de la necesidad de incluirlo.

Frippman y yo teníamos en común no haber nacido en el pueblo, no parecemos a la gente de aquí, ni en los ojos ni en el pelo ni en la piel, demasiado oscuros, haber venido de lejos, de un pasado borroso y una historia trágica, errante y secular. Ya he contado cómo llegué al pueblo, en la carreta de Fédorine, después de haber vagado entre ruinas y cadáveres, huérfano de padres y de memoria. En cuanto a Frippman, había llegado hacía diez años, chapurreando algunas palabras del dialecto mezcladas con la vieja lengua que me ensañara Fédorine. Como muchos no lo entendían, me pidieron que hiciera de intérprete. Era como si

Frippman se hubiera dado un porrazo en la cabeza, porque repetía sin cesar su nombre y apellido, pero aparte de eso apenas sabía nada sobre sí mismo. Como parecía buena persona, la gente no lo rechazó. Le prepararon una cama en un granero de la granja de Vurtenhau. Era muy dispuesto. Durante el día iba a ayudar a éste o aquél a segar heno, arar, ordeñar o talar árboles, y nunca parecía cansado. Le pagaban con comida. Jamás se quejaba. Siempre estaba silbando canciones que no conocíamos. Lo adoptamos. El se dejó domesticar sin oponer resistencia. Así pues, Simon Frippman y yo éramos Fremdër, extranjeros, basura, mariposas a las que se tolera durante un tiempo, cuando todo va bien, y se ofrece como chivos expiatorios cuando las cosas se tuercen. Lo extraño es que quienes decidieron entregarnos a Buller —es decir, enviarnos a la muerte: eso no podían ignorarlo— se pusieron de acuerdo para salvar a Fédorine y Emélia, que sin embargo también eran mariposas de las otras. No sé si ese olvido, ese deseo de que se salvaran, hay que interpretarlo como un acto de valentía. Creo que más bien tiene algo que ver con la redención. Quienes nos denunciaron necesitaban preservar una zona pura, incontaminada, en su conciencia, una parcela virgen de todo mal que les permitiera olvidar lo hecho, o al menos vivir con ello, pese a todo. Los soldados echaron abajo la puerta de casa al filo de la medianoche. Poco antes, los miembros de la hermandad habían visitado al capitán Buller y le habían dado los dos nombres. Diodème también estaba. Llorando, explicaba en su carta. Llorando, pero estaba.

Antes de que pudiera darme cuenta de lo que pasaba, los soldados entraron en nuestra habitación. Agarrándome de los brazos, me arrastraron fuera, mientras Emélia chillaba, se aferraba a mí, trataba de golpearles con sus débiles puños. No le prestaron atención. Las lágrimas resbalaban por las arrugadas mejillas de Fédorine. Me sentí como si volviera a ser el niño abandonado de antaño, y sé que Fédorine pensó lo mismo. Ya

estábamos en la calle. Vi a Simon Frippman con las manos atadas a la espalda, esperando entre dos soldados. Me sonrió, me dio las buenas noches como si tal cosa y comentó que no hacía demasiado calor. Emélia intentó abrazarme. Le dieron un empujón y la tiraron al suelo.

—¡Volverás, Brodeck! ¡Volverás! —gritó.

Y los soldados rieron a carcajadas.

32

No siento odio hacia Diodème. No le guardo rencor. Leyendo su carta, más que acordarme de mi sufrimiento, me he imaginado el suyo. Y también he comprendido. He comprendido por qué

durante mi ausencia se ocupó de Fédorine y Emélia con tanto celo, visitándolas a diario, ayudándolas constantemente, sobre todo a partir del día que Emélia se sumió en su inmenso silencio. Y también he comprendido por qué cuando al regresar del campo volvió a verme, pasado el primer momento de estupor, dio rienda suelta a su alegría, se abrazó a mí y, riendo, me hizo bailar y girar, girar una y otra vez, hasta que me desmayé. Yo había vuelto al pueblo, pero él volvía a vivir.

Toda mi vida he intentado ser un hombre, Brodeck, pero no siempre lo he conseguido. El perdón que necesito no es el de Dios, sino el tuyo. Encontrarás esta carta. Sé que si dejo este mundo, te quedarás mi escritorio, en el que pienso esconderla. Lo sé por lo mucho que me hablas de él, de ese escritorio, dices, donde debe de dar gusto escribir, puesto que yo no paro de hacerlo. Así que tarde o temprano hallarás la carta. Y lo sabrás todo. Todo. También lo de Emélia, Brodeck. Lo he descubierto todo. Te lo debía. Ahora sé quién lo hizo. No sólo había soldados, también había Dörfermesch, hombres del pueblo. Sus nombres están al dorso. No hay error posible. Haz lo que consideres oportuno, Brodeck. Y perdóname, Brodeck, perdóname, por favor...

Leí el final de la carta varias veces, tropezando en las últimas palabras, incapaz de seguir la indicación de Diodème, darle la vuelta a la hoja y leer los nombres. Nombres de individuos a los que forzosamente conozco, porque nuestro pueblo es muy pequeño. A unas decenas de metros de mí, Emélia y Poupchette dormían. Mi Emélia y mi adorada Poupchette.

Ahora pienso en el Anderer. A él le conté la historia. Fue a las dos semanas de habérmelo encontrado sentado en la roca de la Lingen, contemplando el paisaje y dibujando un mapa. Ese día, regresaba de una larga caminata durante la que había comprobado el estado de los caminos que unen los prados de la montaña. Había salido al alba y andado mucho. Me alegraba de haber llegado al pueblo, porque tenía hambre y sed. Me lo crucé cuando acababa de salir del establo de Solzner. Había ido a ver a su yegua y su asno. Nos saludamos. Yo seguía mi camino, cuando lo oí decir:

—¿Aceptaría ahora mi invitación de hace unos días?

Iba a responderle que estaba agotado y quería volver a casa, con mi mujer y mi hija; pero bastó que lo viera esperando con una amplia sonrisa en la redonda cara para que respondiera lo contrario. Él se mostró encantado y me invitó a acompañarlo. Cuando entramos en la fonda, Schloss estaba fregando el suelo. No había ningún cliente. El fondista iba a preguntarme qué quería, pero se dio cuenta de que seguía al Anderer en dirección a la escalera. Apoyó las manos en la fregona, me miró

con expresión extraña y, cogiendo el asa del cubo como si estuviera furioso, arrojó con rabia el agua que quedaba al suelo de madera.

En la habitación del Anderer flotaba un asfixiante olor a incienso y agua de rosas. Los baúles estaban abiertos en un rincón, dejando ver gran cantidad de libros con dorados en las tapas, mezclados con los tisúes, sedas, terciopelos, brocados y gasas que no había extendido sobre las paredes, ocultando la sucia y agrietada cal y confiriendo a la estancia un aspecto orien

tal de campamento nómada. Justo al lado, dos grandes carpetas de dibujo debían de contener un número impresionante de hojas, porque abultaban mucho, aunque sus cintas, cuidadosamente anudadas con varios lazos, impedían ver nada. La pequeña mesa que le servía de escritorio se hallaba cubierta de coloridos mapas antiguos, mapas que nada tenían que ver con nuestra región y presentaban relieves y trazados de ríos desconocidos para mí. Junto a ellos, también se veía una gran brújula de cobre, un catalejo, un compás y otro instrumento de medición parecido a un teodolito, pero de un tamaño minúsculo, además de su pequeño cuaderno negro, cerrado.

Me invitó a sentarme en el único sillón de la habitación, después de retirar tres tomos de lo que parecía una enciclopedia. Abrió un estuche de ébano, cogió dos tazas sumamente finas, decoradas con motivos de guerreros armados con arcos y flechas y princesas arrodilladas, que debían de ser chinas o indias, y las puso sobre dos platillos a juego. Junto a la cabecera de la cama había un gran samovar plateado cuyo cuello recordaba el de un cisne. El Anderer lo cogió, vertió agua hirviendo en las tazas y a continuación añadió unas hojas secas, apergaminadas, de un marrón casi negro, que se desplegaron en forma de estrella, flotaron unos instantes en la superficie del agua y descendieron poco a poco al fondo de las tazas. Me di cuenta de que había observado el fenómeno como si fuera un truco de magia, y también de que mi anfitrión me contemplaba con expresión divertida.

—Mucha apariencia y poca sustancia... Con mucho menos, se puede embaucar a pueblos enteros —dijo tendiéndome una taza.

Luego se sentó frente a mí en la silla del escritorio, tan pequeña que sus gruesas nalgas sobresalían por ambos lados, se llevó la taza a los labios, sopló para enfriar el té y bebió a pequeños sorbos, con evidente satisfacción. A continuación, dejó la taza, se levantó, buscó en el baúl mayor, el que contenía los li

bros más voluminosos, y volvió con un infolio cuyas gastadas tapas daban fe de su frecuente uso. Por lo demás, de cuantos despedían brillos dorados desde aquel baúl, era el menos vistoso. El Anderer me lo tendió.

—Échele un vistazo. Estoy seguro de que le interesará. Lo abrí, y no pude dar crédito a mis ojos. Era el Liber florae montanarum del hermano Abigaël Sturens, impreso en 1702 en Müns e ilustrado con centenares de grabados coloreados reunidos al final del volumen. Yo había buscado en vano aquel libro en todas las bibliotecas de la capital. Se decía que sólo existían cuatro ejemplares. Su precio alcanzaba cifras astronómicas; muchos ricos aficionados habrían pagado una fortuna por poseerlo. En cuanto a su valor científico, era incalculable, porque catalogaba exhaustivamente la flora de montaña, hasta las especies más raras y curiosas, ya extinguidas. Sin duda, el Anderer advirtió mi emoción, que de todas formas no intenté disimular.

—Consúltelo, se lo ruego. Vamos, vamos...

Así que, como un niño al que acaban de ponerle delante un juguete maravilloso, me apoderé del libro y empecé a pasar las hojas.

Tenía la sensación de haber hallado un tesoro. El inventario elaborado por el hermano Sturens era en extremo preciso, y las notas que acompañaban cada flor, cada planta, además de recapitular todo el saber anterior, añadían numerosos detalles que no había leído en ningún otro sitio.

Pero lo más extraordinario de aquella obra, y lo que justificaba su fama, eran el primor y la belleza de las láminas que ilustraban los comentarios. Los herbarios de la tía Pitz constituían para mí una inestimable fuente de información, que a menudo me ayudaba a completar mis notas, a corregir algún error cometido o, a veces, incluso a orientar mis informes. Sin embargo, lo que encontraba en ellos había perdido toda su vida, todo su color, toda su gracia. Había que recurrir a la memoria y

la imaginación para que ese mundo dormido y seco volviera a ser lo que había sido, recuperara la savia, la flexibilidad, los colores. En cambio, ante el Liber florae tenía la sensación de que una inteligencia excepcional, unida a un talento diabólico, había conseguido capturar la verdad de las flores. La turbadora precisión de los trazos y los tonos lograba que parecieran recién colocadas en el papel por una mano que acabara de cogerlas frescas. Nevadilla, zapatito de Venus, genciana cruciata, matalobos, uña de caballo, lirio ambarino, campánula iridiscente, euforbia del pastor, artemisa de montaña, pie de león, corona imperial, sieteenrama, dríada, vermicularia, eléboro negro, gregoria, soldanela plateada... La lista, interminable, hacía que la cabeza me diera vueltas.

Me había olvidado del Anderer y de dónde estaba. Pero el mareo se me pasó de golpe. Acababa de pasar una página, y en ese momento apareció ante mis ojos, frágil como los hilos de la Virgen y tan minúscula que casi no parecía real, con los pétalos azules ribeteados de rosa pálido y rodeando la corona de estambres de oro a modo de solícitas manitas, para atenderlos y protegerlos: la violeta de los barrancos.

Seguramente solté un grito. Tenía ante mí, en el antiguo y lujoso libro que descansaba sobre mis rodillas, la imagen de aquella flor, para dar fe de su existencia; y también estaba allí, asomándose por encima de mi hombro, el rostro del estudiante Kelmar, que tanto me había hablado de ella y que me había hecho prometer que la encontraría.

—Interesante, ¿verdad?

La voz del Anderer me sacó de mi ensoñación.

—Hace tanto tiempo que busco esta flor... —me oí responder en un tono que no reconocí como propio. El Anderer me miraba con su tenue sonrisa, una sonrisa que asomaba a sus labios a menudo y que no parecía de este mundo. Apuró la taza de té, la dejó en el platillo y, luego, con un tono casi ligero, me respondió:

—Lo que aparece en los libros no siempre existe. A veces mienten, ¿no cree?

—Ya casi no leo libros.

Se hizo un silencio que ninguno de los dos trató de romper. Yo había cerrado el Liber florae, pero seguía abrazado a él. Pensé en Kelmar. Nos vi saliendo del vagón. Oía los gritos, los de nuestros compañeros en la desgracia, los de los guardias y los ladridos de sus perros. Y luego apareció el rostro de Emélia, su hermoso y mudo rostro, sus labios canturreando la eterna canción. Sentía la benévola mirada del Anderer posada en mí. De pronto, ocurrió. Empecé a hablarle de Emélia. ¿Por qué lo hice? ¿Por qué le conté a un hombre al que no conocía en absoluto cosas que no había confiado a nadie? Seguramente, necesitaba aligerar el corazón del peso que llevaba en él, más de lo que me confesaba a mí mismo. Si el padre Peiper hubiera sido el mismo de antaño, si después de la guerra no se hubiera convertido en un espantajo empapado en alcohol, puede que me hubiera confiado a él. Aunque no estoy tan seguro. He dicho que la sonrisa del Anderer no parecía de este mundo. Pero es que, en el fondo, él tampoco pertenecía a nuestro mundo. Ni a nuestra historia. No estaba en la Historia. Había surgido de la nada y, ahora que no queda rastro de él, es como si nunca hubiera existido. Así que, ¿a quién mejor que a él podía contárselo? No estaba de ningún lado.

Le hablé de cuando me habían llevado aquellos dos soldados, mientras a mis espaldas Emélia lloraba y gritaba en el suelo. También del buen humor de Frippman, de su inconsciencia, de su incapacidad para comprender lo que nos estaba sucediendo y lo que irremisiblemente iba a pasarnos. Nos habían sacado del pueblo esa misma noche, atados uno a otro por las manos mediante un ronzal, bajo la vigilancia de dos soldados a caballo. El viaje duró cuatro días, durante los cuales nuestros guardias no nos dieron más que agua y las sobras de su comida. Frippman no estaba desesperado en absoluto.