9
Soy una tonta. Esa noche me disgustó haber hablado mal de Mariella, mientras que ella había defendido, en el estudio de Loris, a aquella chica, a Vanna. Me quedó mal sabor de boca. Sabía perfectamente que eran solo palabras, que aquella gente —todos ellos, incluso Morelli— vivían como los gatos, siempre dispuestos a arrebatarse la presa, pero en resumidas cuentas me disgustó y me decía: «Soy como ellos». No duró mucho, de todos modos, y cuando Momina me preguntó qué hacía por la noche, acepté hacerle compañía. Volvimos al hotel a cenar y, naturalmente, apareció Morelli, que vino a charlar a nuestra mesa, sin asombrarse de vernos juntas. A media cena llegó la llamada que esperaba de Roma. Durante unos minutos en la cabina discutí sobre via Po, hice proyectos, respiré el aire de costumbre. Al regresar a la sala, Morelli y Momina me dijeron que lo olvidara, habían decidido disfrutar, iríamos juntos a algún sitio y después a casa de Morelli.
Aquella noche Morelli quiso conducir el coche y hasta pasamos por la Feria del Vino; trató de hacernos beber como se hace con las chicas inexpertas, pero acabó bebiendo él más que nosotras y, como en un juego, anduvimos por infinitos locales, bajamos y subimos, me quité y me puse el abrigo de pieles, un baile y fuera otra vez, muchas caras me parecían conocidas, en un momento dado perdimos a Momina y la encontramos de nuevo en la puerta de la sala siguiente, charlando y riendo con el portero. No creía que hubiera tanto movimiento en Turín, Momina abandonó su aire ausente conmigo, se le rió en la cara a Morelli, hasta propuso dar una vuelta por las tascas de Porta Palazzo, donde se bebe vino tinto y prostitutas corrientes hacen la calle.
—No es París —dijo Morelli—, contentémonos con estos cuatro pederastas.
En un local cerca de la via Roma, junto a la piazzeta delle Chiese, Morelli fingió contratar cocaína con el batería, eran grandes amigos, tomamos un cóctel que nos ofrecieron; el batería se había puesto a hablar de cuando tocaba en el Palacio Real. «Su Alteza… porque para mí es todavía Su Alteza…». Para librarme de él bailé con Momina. Es una cosa que me da grima bailar con una mujer, pero quería salir de dudas, y ese sigue siendo el camino más rápido. Nadie se fijó en nosotras; Momina bailó hablándome al oído, me abrazó ardiente, se restregó y rió y me soplaba en el pelo, pero no me pareció que buscara nada más; no hizo ningún gesto; estaba solo un poco loca, borracha. Menos mal. Habría sido una incomodidad que no deseaba en modo alguno.
Y llegamos, por último, al portal de Morelli. Nos introdujo un poco inseguro en el ascensor y hablaba y hablaba con las dos. Entramos en la casa mientras decía:
—Con estas charlas se alarga la vida… Estoy encantado de no ser aún viejo, si fuese viejo buscaría la compañía de niñas… Ustedes no son niñas, son auténticas mujeres… Viciosas, maliciosas, pero mujeres… Saben conversar… No, no, no soy viejo…
Entramos riendo y la casa me gustó de inmediato. Era evidente que estaba vacía y era muy grande. Nos dirigimos al salón, con grandes butacas, lleno de azaleas y de alfombras. La galería que daba al paseo debía de ser preciosa en verano.
Con un vaso panzudo en la mano, hicimos proyectos. Momina me preguntó si iba a la montaña. Había aún nieve. Morelli, testarudo, hablaba de Capri, del pinar de Fregene, intentaba recordar si ese año tenía negocios en Roma que sirvieran de excusa a unas vacaciones, un viaje cualquiera. Yo le dije que era extraño que precisamente los hombres se apegaran tanto a las apariencias.
—Si no fuese por los hombres —dije—, en Italia habría ya divorcio.
—No es necesario —observó Momina tranquila—, con un marido una se entiende siempre.
—Admiro a Clelia —dijo él—, que ni siquiera ha querido probar…
Después balbució:
—¿No es mejor que nos tuteemos? Tú, Momina, antes me tuteabas…
—No creo, pero da lo mismo —dijo Momina—. No es por meterme en tus cosas —dijo mirándome—, pero, si te casaras, ¿querrías tener hijos?
—¿Tú los has tenido? —dije riendo—. La gente se casa para eso.
Pero ella no se rió.
—Quien tiene hijos —dijo mirando el vaso—, acepta la vida. ¿Tú aceptas la vida?
—Si uno vive la acepta —dije—, ¿no? Los hijos no cambian la cuestión.
—Pero no los has tenido —dijo apartando la cara del vaso y escrutándome.
—Los hijos son un gran lío —dijo Morelli—, pero a todas las mujeres les apetecen.
—A nosotras no —dijo Momina, de pronto.
—Siempre he visto que a quien no ha querido hijos le tocan los de los demás…
—No es eso —lo interrumpió Momina—. La cuestión es que si una mujer tiene un hijo, ya no es ella. Debe aceptar muchas cosas, debe decir que sí. ¿Y vale la pena decir que sí?
—Clelia no quiere decir que sí —dijo Morelli.
Entonces dije que no tenía sentido discutir estas cosas, porque a cualquiera le gustaría un hijo, pero no siempre se puede hacer lo que se quiere. Quien quiera tener un hijo que lo tenga, pero hay que andarse con cuidado para proporcionarle primero una casa, medios, para que no tenga luego que maldecir a su madre.
Momina, que había encendido un cigarrillo, me miró fijamente con sus ojos entornados en medio del humo. Volvió a preguntarme si aceptaba la vida. Dijo que para tener un hijo había que llevarlo dentro, convertirse en una perra, sangrar y morir —decir que sí a muchas cosas—. Quería saber eso. Si aceptaba la vida.
—Dejadlo ya —dijo Morelli—, ninguna de vosotras está encinta.
Bebimos aún un poco de coñac. Morelli quería que escucháramos discos, dijo que, total, su sirvienta dormía a pierna suelta. Del piso de arriba llegaba un retumbar de pisadas y un gran estruendo.
—También ellos están de carnaval —dijo con un aire tan serio que se me escapó la risa.
Pero por dentro me había impresionado aquella historia del decir que sí; Momina fumaba acurrucada sin zapatos en el sofá, conversábamos sobre bobadas, ella me estudiaba con su aire descontento, como una gata, escuchando; yo hablaba pero por dentro estaba mal, muy mal. Nunca había pensado de ese modo en las cosas que Momina había dicho, eran meras palabras, lo sabía, «estamos aquí para divertirnos», pero de momento era cierto que no tener hijos significa tener miedo de vivir. Me vino a la mente la muchacha del hotel, con su tul celeste, y me decía: «Ya verás como esa esperaba un niño». También yo estaba un poco borracha, y en cambio Morelli cuanto más tiempo pasaba más joven se volvía, caminaba por la habitación, nos entretenía, hablaba de desayunar. Cuando salimos —se empeñó en venir a toda costa también él— me acompañaron en coche hasta el hotel; y así por aquella vez no volvimos a hablar de esas cosas.