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Pero antes de dejarme, esa noche, Morelli me dijo algo. Me dijo que yo tenía prejuicios —uno solo, pero gordo—, creía que trabajar y abrirse camino, o incluso el simple hecho de trabajar para vivir, valía las cualidades —alguna idiota, de acuerdo— de la gente de buena cuna. Me dijo que al hablar con resentimiento de ciertas fortunas, tenía aspecto de irritarme con el mismo placer de vivir.

—En el fondo, Clelia —me dijo—, usted no vería con buenos ojos ni siquiera un premio en las apuestas de caballos.

—¿Por qué no? —le dije.

—Porque sería lo mismo que nacer en buena cuna. Sería una casualidad, un privilegio…

No respondí, estaba cansada, le tiré del brazo.

Morelli dijo:

—¿En serio hay esa gran diferencia entre no hacer nada porque uno es demasiado rico y no hacer nada porque es demasiado pobre?

—Pero alguien que llegue por sí solo…

—Eso es —dijo Morelli—, llegar. Un programa deportivo. —Torció apenas la boca—. El deporte significa renunciar y morir pronto. ¿Por qué, si alguien puede, no debería pararse en el camino y disfrutar del día? ¿Es necesario siempre haber padecido y salir de un agujero?

Yo no respondía y le tiraba del brazo.

—Usted odia el placer de los otros, Clelia, este es el hecho. Y hace mal. Se odia a sí misma. ¡Y pensar que ha nacido con clase! Difunda alegría a su alrededor, relaje el ceño. El placer de los otros es también suyo…

Al día siguiente fui a via Po, sin anunciarme, sin telefonear a los contratistas. No sabían que estaba ya en Turín; quería tener una impresión clara de lo que estaba hecho y cómo se había hecho. Cuando entré en la larga calle y vi al fondo la colina con retazos de nieve y la iglesia de la Gran Madre, recordé que era carnaval. También aquí, puestos de turrón, de trompetas, máscaras y serpentinas llenaban las arcadas de los soportales. Era muy de mañana, pero ya la gente hormigueaba hacia la plaza del fondo, donde están los barracones.

La calle era aún más ancha de lo que recordaba. La guerra había abierto un hoyo terrible, despanzurrando tres o cuatro edificios. Parecía una plaza, una hondonada de tierra y piedras, donde crecía algún matojo de hierbas, y hacía pensar en el camposanto. Nuestra tienda estaba aquí, al borde del vacío, blanca de cal y sin revestimiento, en construcción.

Encontré a dos decoradores, sentados en el suelo, con un gorrito blanco de papel. Uno disolvía albayalde en un bidón; otro se lavaba las manos en una pileta improvisada, sucia de cal. Me miraron entrar sin inmutarse. El segundo tenía un cigarrillo encajado en la oreja.

—El aparejador —dijeron— no viene a estas horas.

—¿Cuándo viene?

—No viene antes de la tarde. Tiene un trabajo en la Madonna di Campagna.

Pregunté si eran ellos toda la cuadrilla. Me miraron las caderas con cierto interés, sin levantar demasiado la vista.

Di una patadita.

—¿Quién de vosotros es el jefe?

—Estaba aquí —dijo el primero—. Estará en la plaza. —Volvió a mirar en el bidón—. Vete a llamar a Becuccio.

Becuccio llegó, un joven con un jersey y pantalones militares. Comprendió al punto la cosa, era despierto. Gritó a aquellos dos que acabaran con el pavimento. Me acompañó por las salas, me explicó el trabajo realizado. Me dijo que habían perdido tiempo porque estaban esperando hacía días a los electricistas, era inútil terminar con los anaqueles si no se sabía por dónde pasaban los cables. El aparejador los quería tapados; Industria aconsejaba que no. Mientras hablaba, yo lo miraba; era grueso, con el pelo rizado, enseñaba los dientes al sonreír. Llevaba en la muñeca un brazal de cuero.

—¿Desde dónde se puede telefonear al aparejador?

—Yo me ocupo —dijo enseguida.

Llevaba mi abrigo de entretiempo, no las pieles. Cruzamos via Po. Me llevó a un café donde la cajera lo acogió con una sonrisa evidente. Cuando contestaron al teléfono, me dio el receptor. La voz gruesa y gruñona del aparejador se suavizó enseguida cuando dije quién era. Se quejó que de Roma no le habían contestado a una carta, sacó a colación incluso las licencias municipales; lo corté en seco y le dije que viniera dentro de media hora. Becuccio sonrió y me sostuvo la puerta.

Pasé todo el día entre olor a cal. Revisé los proyectos y las cartas que el aparejador sacó de un carterón de piel. Con dos cajas, Becuccio nos había hecho una salita en el primer piso. Tomé nota de los trabajos inminentes, calculé los plazos, hablé con el hombre de las instalaciones. Se había perdido más de un mes.

—Mientras dure el carnaval… —decía el aparejador.

Lo interrumpí. A finales de mes queríamos la tienda.

Repasamos los plazos. Primero había interrogado a Becuccio y me había hecho mi idea. También me había puesto de acuerdo con el de las instalaciones. El aparejador tuvo que comprometerse.

Entre una discusión y otra deambulaba por las habitaciones vacías, donde ahora los pintores trabajaban de pie. Había aparecido otro par por el patio. Bajaba y subía una fría escalera sin pasamanos, atestada de escobas y botes, y el olor de la cal —un olor vivo, de montaña— se me subía a la cabeza, casi como si este fuera un edificio propio. Por una ventana vacía del entresuelo vislumbré via Po, festiva y rebosante a esa hora. Era casi el crepúsculo. Recordé el ventanuco de mi primer taller, desde el cual espiábamos el atardecer dando las últimas puntadas, con ansia de que llegase la hora y salir fuera, felices. «El mundo es grande», me dije en voz alta, sin saber bien por qué. Becuccio esperaba discreto en la sombra.

Tenía hambre. Estaba cansada del baile del día anterior y Morelli probablemente me estaba esperando en el hotel.

Sin decir nada para el día siguiente, me marché. Pasé media hora entre la multitud. No me dirigí hacia la piazza Vittorio, fragorosa de orquestas y tiovivos. El carnaval me ha gustado siempre olfatearlo en las callejuelas y en la penumbra. Me acordé de muchas fiestas romanas, de muchas cosas enterradas, de muchas tonterías. De todo eso no quedaba sino Maurizio, aquel loco de Maurizio, un equilibrio y aquella paz. Quedaba que estaba callejeando así, dueña de mí, dueña de vagar por Turín y de pararme y de disponer para el mañana.

Advertí, caminando, que evocaba aquella tarde de hacía diecisiete años cuando había dejado Turín, cuando había decidido que una persona puede amar a otra más que a sí misma, y sin embargo yo sabía que lo único que quería era salir de allí, poner los pies en el mundo, y me era menester aquella excusa, aquel pretexto, para dar el paso. La tontería, la alegre inconsciencia de Guido cuando había creído que me llevaría consigo y me mantendría. Yo lo sabía todo ya desde el principio. Lo dejé hacer, intentarlo, debatirse. Hasta lo ayudaba, salía antes del trabajo para hacerle compañía. Esos eran mi enfado y mi mal talante, que decía Morelli. Me había reído y había hecho reír tres meses a mi Guido. ¿Había servido de algo? Ni siquiera había sido capaz de dejarme plantada. No se puede amar a otro más que a sí mismo. A quien no se salva por sí solo, no lo salva nadie.

Pero —y en eso a Morelli no le faltaba razón—, a pesar de todo, me sentía obligada a agradecer aquellos días. Estuviera donde estuviese, vivo o muerto, le debía a Guido mi suerte y él ni siquiera lo sabía. Me había reído con sus frases disparatadas, con aquel modo que tenía de arrodillarse en la alfombra y darme las gracias por ser toda para él y por quererlo, y yo le decía:

—No lo hago adrede.

Él dijo una vez:

—Los favores más grandes se hacen sin saberlo.

—Tú no los mereces.

—Nadie merece nada —me había respondido.

Diecisiete años. Me quedaban por lo menos otros tantos. Ya no era joven y sabía lo que un hombre —incluso el mejor— puede valer. Volví a andar entre los soportales y miré los escaparates.