Capítulo séptimo

¡Alzaos, parias de la tierra!


Replicóle el Señor: ¿Qué has hecho? La voz de la sangre de tu hermano está clamando a mí desde la tierra. Maldito, pues, serás tú desde ahora sobre la tierra, la cual ha abierto su boca, y recibido de tu mano la sangre de tu hermano.

–Génesis, 4, 10-11.

 

La Grande Peur

 

Suplicó. Dijo no saber nada. Lloró. Imploró. No le escucharon. Abrieron la ventana y le arrastraron hacia ella. Se quebró las uñas tratando de aferrase a la moqueta, desesperado por escapar de aquella pesadilla irreal. Le sujetaron entre cuatro personas, le colocaron frente a la ventana abierta y le dieron el empujón final. Cayó desde el piso número treinta y siete de la sede central de KOKE, y su cuerpo se encontró violentamente con el suelo, cuyos adoquines pronto fueron rociados por el estallido de sangre que surgió de su cadáver. No era el único cadáver en la calle, ni el único que demostró que el ser humano, por muy tecnológicamente evolucionado que estuviera, no había desarrollado la capacidad biológica para volar.

La violencia estaba en la calle, en cada calle. La caza del corporativo. Los primeros en caer habían sido los que se encontraban cerca de los trabajadores cuando la noticia se difundió, las víctimas de la furia popular, largo tiempo contenida, finalmente desatada. La furia popular, la ira del pueblo, se propagó alentada desde el receptor por Joseph Naked. Pequeños grupos de ciudadanos encolerizados golpearon sin cesar hasta que el gran edificio del anarcocapitalismo vio sus cimientos desplazados, oscilando con el viento. Listo para caer.

El corporativo era cazado en las calles, como un animal peligroso que debía ser eliminado, por el bien de la Humanidad. Sus escoltas le abandonaban, asustados, ante la inmensidad de la turba; ningún salario compensaba aquel sacrificio. Trataban de huir, la mayoría sin lograrlo. Apedreados en las calles; apaleados en los centros comerciales; lanzados desde las ventanas de las oficinas; ahorcados en los parques; sepultados bajo cemento; perseguidos hasta sus casas donde eran tiroteados. La multitud detenía los carros en los que iban y eran arrastrados fuera de ellos poco antes de ser asesinados. Algunos corporativos se deshacían de sus caras ropas y se vestían de mineros tratando de pasar inadvertidos, ocultando sus rostros, hasta ahora conocidos y temidos. Otros se refugiaban en casa de sus trabajadores, quienes les protegían por caridad o por conveniencia; algunos de ellos eran delatados por los vecinos o por los mismos que les habían ocultado: por venganza o por provecho. Los cuerpos de los corporativos llenaban las calles de las ciudades de Capital ¿Quién hubiera podido imaginar que fueran tantos?

Estaban aquellos que les daban caza. El pueblo, los oprimidos, siempre silenciado y ahora escuchado en las calles, clamando a gritos su venganza. Armados con palos, cuchillos, pistolas, picos, cortadoras láser, piedras, macetas o bombonas de gas. Todo lo que podía usarse para golpear, cortar, perforar, matar o mutilar. Los mineros del inframundo, que surgieron de las profundidades de la tierra clamando venganza; los operarios de las fábricas, cuyos martillos quebraron los huesos de los opresores; los albañiles de la construcción, cuyos ladrillos buscaron las cabezas de los amos; los estibadores del ascensor espacial, cuyos brazos empujaron a los corporativos al vacío; la escoria criminal, que vio en la violencia social una oportunidad de lucro nunca antes vista; los honestos trabajadores de las oficinas, cuyos ordenadores filtraron las residencias de los amos; los agricultores en los campos, cuyas palas cavaron las tumbas del amo; los trabajadores de la fundición, cuyos hornos derritieron al amo. Todos, por siempre oprimidos. ¿Quién hubiera podido imaginar que fueran tantos?

La violencia no se limitaba a las personas. Todos los edificios corporativos que no pudieron ser asegurados sufrieron daños y saqueos. Las bases de datos de importantes operaciones comerciales fueron destruidas, y los documentos confidenciales, subidos a la Red. Las propiedades de Retorno fueron asaltadas; los hospitales, tomados por los rebeldes, y los médicos, por las buenas o por las malas, mantenidos en ellos para atender a los buenos ciudadanos que resultaban heridos en las calles. Si un corporativo se acercaba a un hospital ingresaría de inmediato en la morgue.

La peor parte se la llevaron las propiedades eclesiásticas. Ni una sola de aquellas estructuras religiosas en las que los ciudadanos de Capital habían depositado su confianza y su Fe se salvó de la destrucción. ¡Ay de aquellos sacerdotes que aún se encontraran en el interior cuando los bidones de gasolina atravesaron las ventanas de los santos edificios!

Aquella estaba siendo la auténtica Epifanía de Sangre. Humanos contra humanos. Enzarzados en el antiguo comportamiento homicida que aprendieron mucho tiempo atrás. Un delito necesariamente humano. Mucho más cruel y sanguinario que un enfrentamiento de alienígenas contra humanos. La crueldad humana en toda su dimensión. Donde los muchos mataban a los pocos y aquellos pocos, por primera vez, conocieron el auténtico peso de los números. Los corporativos estaban asustados, aterrorizados. El mundo en el que vivían se había convertido en un mundo letal. Una mañana y una tarde de sangre y violencia desorganizada, veinte horas de muerte y destrucción individual y colectiva, antes de que los enajenados grupos de personas pudieran organizarse y centrar sus esfuerzos en lo realmente importante, lo que confería todo el poder a los señores de Capital, el gran objetivo: el ascensor espacial.

 

*****

 

Werner Böhr estaba pegado al comunicador. Su cara presentaba numerosos cortes allí donde los fragmentos de los cristales le habían alcanzado. Cristales que ahora estaban esparcidos por toda la planta del edificio. No era el único que había sido alcanzado. Los depósitos de combustible de la refinería habían estallado, y no era arriesgado decir que todos los cristales de todos los edificios de la ciudad se habían quebrado en miles de fragmentos que habían llovido del cielo, como afiladas esquirlas, provocando el pánico en unas calles ya invadidas por la violencia y la brutalidad.

Trataba de conseguir que alguien restableciera la normalidad. Estaba rodeado de corporativos inútiles; que hablaban entre ellos, nerviosos, intentando conseguir noticias sobre sus propiedades. ¡Al menos él estaba buscando una solución! Se habían convertido en un grupo asustado de hombres trajeados, cuya aura de dignidad se había desvanecido en el mismo momento en que aquellos trajes les habían convertido en una diana. Ahora se arremolinaban en torno a la mesa de reuniones de la oficina central de Taylor Extraction, el Parlamento de Capital. Un edificio construido para ser completamente inmune a los ataques de los tuneladores. Hoy sería inmune a los ataques de la chusma embrutecida.

En un mundo tradicional se encargaría al ejército que reprimiera a los rebeldes. Pero Capital padecía la ausencia de unas fuerzas armadas planetarias, por mandato inquisitorial, y solo podían contar con Quick Action, que durante las últimas dos décadas se había entrenado y equipado para luchar contra tuneladores, no seres humanos. El cónsul de KOKE se preguntó si los miembros del TSG no habían previsto, e incluso instigado, aquella revolución de la que no podrían defenderse si, como el general O’Donell le transmitía a través del comunicador, los soldados de Quick Action se negaban a obedecer órdenes. El General parecía tan asustado como Böhr, incluso más. Se enfrentaba a un motín general.

Quick Action no les ayudaría. Aunque quisiera. Los jefes de la corporación militar estaban más que dispuestos a reprimir la revuelta. No así los que componían el verdadero núcleo de la corporación: los soldados, suboficiales y oficiales de bajo rango. También ellos se sentían engañados, pues lo habían sido. A ellos también les arrebataban los órganos al morir y tenían dificultades para conseguir trasplantes. Muchos de ellos se estaban amotinando, negándose a obedecer la órdenes de reprimir la revuelta y unos pocos se unían a la rebelión. Böhr informó al general que Retorno había asegurado una batería de trasplantes y una importante cuantía económica a todo aquel que permaneciera leal a su corporación, era necesario que los soldados de Quick Action se hicieran cargo de aquella situación desesperada. El general O’Donell ya lo había intentado, no se dejarían convencer, lo máximo que se podía lograr de ellos era que no se unieran a los rebeldes, y eso ya era mucho pedir.

Böhr se desesperaba.

Miró a quienes estaban a su alrededor. Sus caras ausentes de iniciativa no presagiaban un futuro en el cual Böhr volvería a ver aquellos rostros. Idiotas inútiles. La espontaneidad y rapidez con la que la revuelta se había expandido había pillado por sorpresa a la élites de Capital, y aquello había provocado una sangría que había diezmado el organigrama de las corporaciones. De todos los allí presentes él parecía ser el único dispuesto a tomar las riendas de la situación.

–Necesitan tu liderazgo –le animó SYN–, este mundo está perdido sin ti.

El cónsul de KOKE miró las columnas de humo que brotaban de la ciudad. El ascensor espacial era lo único que parecía resistir bajo control corporativo; lo único que los soldados de Quick Action parecían dispuestos a defender. Pero, ¿cuánto tiempo tenían antes de que depusieran las armas o se unieran a la revuelta? Era necesario actuar con rapidez si no querían perder todo el planeta.

Aún tenían un arma, peligrosa pero infalible. La Fuerza de Paz estaba mayoritariamente compuesta por miembros de la Hermandad Roja, que tenía una ciega obediencia al cardenal Thomas Murphy. Habían sido superados en los primeros momentos y ahora estaban recluidos en algunas iglesias en las que eran voluntarios, defendiendo aquellos edificios religiosos. ¡Como si valieran un mísero crédito!

En ese instante pensó en quién sería el heredero del Cardenal; si la Iglesia tenía algo por encima de todo, ese algo era jerarquía. Le preguntó a SYN quién era el siguiente en rango tras el cardenal Murphy. Cuando tuvo una respuesta hizo una nueva llamada al general O’Donell.

–Los soldados no reprimirán la revuelta –repitió el general.

–Eso ya lo veremos, lo que ahora necesito son las claves de acceso de los arsenales.

Al otro lado del comunicador solo se oyó la respiración del general durante un segundo.

–¿Con qué propósito?

–Entregaremos armas a la Hermandad Roja, que sean ellos quienes repriman la revuelta.

–¡Ni hablar! ¡Son unos salvajes!

–¿Cree que no lo sé? Hasta el niño más idiota lo sabe.

–Ni seguirán las órdenes de alguien distinto a Murphy.

–Seguirán a quien le suceda. Usaremos la memoria del buen cardenal, si es necesario. Diremos lo noble que era ese grandísimo hijo de puta; su gran visión de una Galaxia unida por la Fe o alguna tontada por el estilo. No hará falta mucho. Tú dales las armas y diles: «Mata». Sabrán cómo hacer el resto.

–¿«Mata»? ¡Esto no se solucionará matando a los obreros!

–¿Sois todos idiotas o qué? ¡Haz lo que te digo!

 

*****

 

El doctor Gascón, la doctora Bernal, Gilberto y Crixo estaban en aquel edificio; que parecía ser el único punto seguro en todo el planeta. Estaban nerviosos, igual que los demás. Desde el punto de vista racional, ellos eran inocentes del crimen del que un planeta entero les acusaba; pero no convenía arriesgarse en las calles con aquel panorama, donde el razonamiento parecía la más absurda de las estrategias de supervivencia.

Gilberto deambulaba por el Parlamento comprobando las entradas y salidas de aquel lugar, sus medidas de seguridad. El Inquisidor examinaba a Böhr con sumo detenimiento. Ismael desvió la vista desde su amigo hasta el corporativo y se percató que el tipo de KOKE miraba a veces hacia arriba, sin ver; en los momentos en los que estaba callado. Apenas era un instante, pero supo lo que significaba. Era un rasgo muy característico de quienes tenían implantado un sistema SYN, muy popular entre los corporativos; alzar los ojos para “hablar” con su cerebro.

El ojo de Gilberto tampoco había pasado por alto aquel detalle.

–A la Inquisición no le gusta SYN –comentó Gilberto, mirando a Böhr, quien se asustó ante tan inesperada declaración, como si un niño hubiera sido sorprendido jugando con algo que no debía–. No les gusta que una máquina susurre a los oídos de los que tienen poder.

–Ellos aborrecen la tecnología –se defendió Böhr–. Si por ellos fuera volveríamos a los tiempos de la máquina de vapor.

–Los obreros que tenéis aquí sí pertenecen a esos tiempos –les dijo Gilberto, con toda la intención de ofender.

Touché –susurró Ismael.

–Supongo que se refiere a su brutalidad –respondió el corporativo antes de seguir organizando cómo recuperar el control del encolerizado planeta.

Ismael observaba las llamas extenderse por la ciudad a medida que más y más gente se unía a aquella revolución. Su mujer estaba atrapada en el interior de los laboratorios de KOKE, no se atrevían a salir a la calle e Ismael no podía ir a buscarla. Todo era muy confuso y los privilegiados no contaban con aliados fiables. Podía mantener la comunicación con ella, pero no podían sacarla de donde estaba. Ella le explicaba, como involuntaria corresponsal de guerra, la violencia en las calles. Ismael había intentado en sucesivas ocasiones salir de aquel lugar. Era un suicido, le dijeron. ¿Acaso creían que no lo sabía? Pero tenía que intentar algo, ¡era su mujer! Todos sus intentos habían sido violentamente abortados por quienes defendían el edificio frente a la muchedumbre congregada en el exterior, y en cada uno de ellos había sufrido heridas.

Al final, Gilberto había propuesto una alternativa que tranquilizó a Ismael: envió a Crixo al rescate de Alice. Así se lo dijeron a la mujer; si alguien podía atravesar la ciudad sin sufrir daño alguno, ese alguien era Crixo. Alice aceptó esperar en el laboratorio con sus compañeras a que el siniestro héroe apareciera. El hombre sin ojos salió a las calles sin más ayuda que su espada. Incapaz de sentir temor o cualquier otro sentimiento humano.

Los tripulantes de la Ejulve volvieron a sus preocupaciones, observando las llamas que se elevaban, poco a poco, desde diversos puntos de la ciudad. Ismael también observaba a Laura tratando de confortarle. Alice también era un ser querido para ella, su buena amiga.

Gilberto no escuchaba los lamentos de Ismael. Pensaba en otra cosa, su mente había volado hacia aquellas columnas de humo.

–Parece incomprensible que no haya sucedido antes –Gilberto estaba encarado hacia la desaparecida ventana desde la que tenía la hipnótica panorámica de una ciudad sumida en la violencia–, que no se hayan revelado, como si la sociedad se hubiera acostumbrado al inevitable drama de ser pisoteada y las buenas ovejas que la componen hubieran aceptado vivir en el redil del pastor, pacíficas y domesticadas; siempre dispuestas para cuando el pastor les necesite. Todas juntas, como un rebaño, dándose calor y viviendo en comunidad, pero alejándose con presteza de la oveja negra: aquella que ha sido elegida aquel día para el sacrificio. Hoy, una; mañana, otra. Una diferente cada día. Sintiéndose enormemente afortunadas, ya no porque les hubiera sucedido algo bueno, sino porque algo malo no les había pasado; la buena fortuna de no ser escogida. De no ser arbitrariamente alejada del resto de su rebaño, que permanece alejada de la escogida, balando como única señal de solidaridad y protesta.

Gilberto indicó a Ismael con un gesto que se acercara. El Inquisidor puso la mano sobre el hombro del doctor Gascón y señaló la urbe.

–Por fin las ovejas han aprendido a morder. Se han desecho del perro guardián, la más leal de las mascotas, convirtiéndolo en uno de los suyos. El perro abandona al amo cuando se da cuenta que es una mascota más, que gozará del cariño del amo tanto tiempo como pueda vigilar al rebaño, ni un minuto más. Su función es más duradera que la de la oveja; su vida, más cómoda y son necesarios menos perros que ovejas, por lo que el perro puede recibir un mejor trato. Pero su tiempo es finito. Al igual que la oveja, cuando ya no resulte útil, será sacrificado. Por misericordia, le dirá el pastor; por inútil, clamará la verdad. ¿Sabes cuál es el problema del perro?

Ismael negó con la cabeza.

–Le ciega la lealtad, un sentimiento que solamente funciona en una dirección. Al final, el amo saca ventaja de ello. Eso es lo que importa en este momento: si el perro volverá al amo o abrirá los ojos a la verdad.

Ismael calló ante las palabras de Gilberto. Viendo lo que él veía.

Tenía sentimientos encontrados. Por un lado disfrutaba de ver algo de contrapeso en el mundo, satisfecho de ver que el ser humano aún no se había rendido a la miseria de la esclavitud social; horrorizado por las atrocidades que el ser humano era capaz de cometer en cuanto no parecía verse sujetado a las leyes humanas y morales; preocupado por el destino de Alice, su esposa, la madre de su hija e incapaz de apartar los ojos de aquella panorámica.

Ismael observó el mundo desde aquella vidriera sin cristales en lo alto del edificio en el que los grandes jefes de Capital se habían refugiado e hizo lo único que podía hacer: ver otro mundo arder.

 

La noche de las llamas

 

El cielo nocturno estaba iluminado por el resplandor de la ciudad en llamas. Más allá de las colinas, plagadas de bosques gracias a los esfuerzos de Green World, la ciudad había perdido su habitual luz eléctrica pero había sido rápidamente sustituida por la luz de los incendios. Las siluetas de los edificios podían adivinarse entre el anaranjado resplandor de las llamas. Grandes columnas de humo negro ascendían al cielo, desde numerosos puntos de la ciudad; una de ellas era particularmente gigantesca. Katherine creía que era la gran refinería de la ciudad, cuyos gigantescos tanques de combustible habían estallado hacía varias horas. La explosión fue tan potente que ellos, a casi cuarenta y cinco kilómetros de la ciudad, habían podido oírla perfectamente. Un destello en el cielo había precedido la llegada de un estruendo que aceleró los corazones. Las columnas de humo de los depósitos ardiendo, a las que se sumaban pequeñas columnas por toda la ciudad, generaban una nube tóxica que podía echar a perder meses de trabajo de purificación del aire en aquella zona.

Katherine observaba aquel inusual espectáculo junto a la mayoría de los que componían su caravana de nómadas. Rostros sucios de tierra, como siempre; pero hoy sin trabajar, se habían quedado absortos mirando la ciudad, o lo que quedaba de ella. Ajenos a la violencia, pero muy cercanos a los sentimientos que la habían generado. Muchos de ellos habían escuchado en riguroso directo la retransmisión de Joseph Naked, su ira, que había propagado, a través de su voz, por todo el planeta. Quizá no había previsto bien las consecuencias, pues fue necesaria la mediación de Katherine Barnes, para que dos de sus amigos no murieran en aquel lugar.

Jay Scott se había librado de la muerte. Igual que Colleen Murhy, esposa del infame Cardenal. Ante el primer conato, bastante tímido, de matarles y enterrar sus cadáveres entre los árboles Katherine y Naked intercedieron por ellos, hablando en su favor; aunque la situación nunca fue lo bastante tensa como para que sus vidas corrieran peligro real. Aquellas dos personas, pese a ser miembros de clase alta, eran considerados amigos del pueblo: ella era la amante del héroe popular, él había revelado la verdad sobre el ascensor y siempre ayudó a la gente de a pie. Scott y Collen se refugiaron en el pabellón médico, donde un convaleciente Joseph Naked trataba de sacar algo en claro de la confusa información que le llegaba. Gozaron de una inmunidad que otros como ellos no disfrutaron. Se aferraron a un tronco en medio de la sangrienta riada que se llevó a los que gobernaban Capital, hasta hoy.

Katherine había hablado con su marido. Hacía ya varias horas. Charles estaba en el ascensor, luchando al lado del pueblo. Luchando por un mundo mejor. Cuando habló con él su voz estaba distorsionada por el ruido de fondo: ruido de armas automáticas y gritos de una multitud. Katherine se había preocupado por él. Le dijo que todo estaba en orden, que la cosa no era tan grave, al menos en el ascensor. La mayor parte de la violencia espontánea había cesado; ahora todos estaban mejor organizados y los excesos habían concluido. Algunos intentaron formar milicias populares y tribunales del pueblo para juzgar a los corporativos que aún estaban vivos. Pero Charles les había convencido para que se conformaran con arrestar a los culpables. Más adelante serían juzgados, no había legalidad ni decencia en las ejecuciones en caliente. Ellos no eran bestias salvajes, eran mejores que eso.

Katherine se alegró muchísimo de que su marido tuviera tal sensatez en la cabeza, y de que hubiera sido capaz de inspirar a la gente a comportarse con decencia. Ella siempre había pensado que su marido era un indiferente, que se limitaba a cumplir órdenes que consideraba razonables, exterminar a cuantos tuneladores se pusieran al alcance de sus cañones y volver a casa con la mujer con la que había contraído matrimonio, sin considerar nunca que aquello era monótono y, por tanto, aburrido.

Ahora Katherine veía que Charles había tomado partido, que siempre había tomado partido: había elegido a la Humanidad, y ello implicaba preservar al ser humano como el ser racional que era. Capaz de cometer atrocidades pero aprender de los errores. Él no hubiera aprobado aquella oleada de violencia revolucionaria, hubiera optado por otras vías más diplomáticas. Pero cuando llegó la hora de la verdad, quiso saber la verdad. Había observado con sus propios ojos aquellas cajas de muerte, le envió a su mujer los retratos y esperó a que ocurriera lo que sabía que iba a suceder. Cuando los primeros grupos de ciudadanos enfurecidos salieron a las calles reclutó a cuantos pudo y cercó el ascensor espacial. El núcleo del planeta. El capitán Barnes decidió tomar el control del ascensor espacial, el punto clave con el que detener aquel expolio de órganos y restaurar la justicia a Capital.

Se lo comunicó a su mujer, y ella le escuchó emocionada. Su marido se había convertido en un héroe, a sus ojos, y a los ojos de cuantos estaban allí, con él, luchando contra el mal. Porque, si en algún momento de la vida humana hubo realmente momentos de un enfrentamiento entre el bien y el mal, a Katherine le quedó claro que aquel era uno de aquellos momentos; y su marido estaba del lado del bien.

Sin embargo, ahora todo estaba en silencio. La comunicación se había perdido hacía casi tres horas, y aquella situación sin excesos que Charles había descrito no se correspondía con la realidad de una ciudad cuyo número de incendios se multiplicaba cada hora. Las llamas se elevaban en el cielo, y las primeras lluvias de ceniza empezaban a caer sobre los vehículos del convoy y quienes estaban en el exterior, viendo el mundo arder. Las cenizas de los edificios en llamas, que habían sido arrastradas por un suave viento y decoraban el árido suelo de Capital como copos de nieve. Katherine había visto nieve en su niñez, en Tierra, pero la recordaba fría y divertida. Aquella ceniza era tibia, se quebraba entre los dedos y era, sin duda, un mal augurio.

Él estaba allí, en algún lugar entre las llamas y las cenizas, luchando con pasión contra un enemigo largo tiempo oculto; oculto con el más astuto camuflaje que hubiera existido, el de identificarse contigo, como ser humano, unidos los dos juntos en la lucha contra los tuneladores, una lucha por la supervivencia. Ahora el verdadero enemigo había sido desenmascarado, y en aquel significativo día, la Epifanía de Sangre, Charles Barnes se entregaba en cuerpo y alma en hacer lo que no pudo durante la primera Epifanía de Sangre: defender a los que sufrían, eliminando la fuente del sufrimiento.

Cuando la revuelta comenzó las corporaciones se habían visto abrumadas, pero ahora, con la noche cubriendo aquel hemisferio del planeta, a través del receptor militar se escuchaba que, aunque Quick Action no fuera a participar en la represión de la revuelta, debido a que los soldados, benditos fueran, se habían negado a salir, estaban entregando armas a la Fuerza de Paz, lo cual equivalía decir que estaban dando armas a la Hermandad Roja, esos fanáticos que darían sus vidas en reprimir aquella rebelión de marcado tinte anticorporativo y anticlerical. ¡Les estaban armando! Katherine no sabía qué armas tendrían los rebeldes, pero suponía que no serían armas militares, y muchos buenos ciudadanos morirían.

Sentía que debía hacer algo y la respuesta estaba frente a sus narices. Veinticinco toneladas de acero y un cañón del cincuenta y cinco. No hizo falta devanarse más los sesos para hallar un modo de ayudar a la revolución. Ya habían aceptado morir, ella y su marido, ¿por qué no morir haciendo algo bien? ¿Por qué no unirse a él?

Todo fue mucho más sencillo de lo que había esperado. No hizo falta mucho para convencer a los demás. Estaban listos, tan solo necesitaban que alguien tomara la iniciativa, y ese alguien fue Katherine Barnes. Una docena de soldados se unieron a ella, e iniciaron los preparativos para llevarse los tanques a la ciudad. El suceso no pasó inadvertido; hubo quien estaba a favor, quien se oponía y quien se unió a la revolución.

–¡No se pueden llevar el tanque!

–Claro que podemos –se envalentonó Katherine–, ¿quién está conmigo?

Dos soldados se presentaron voluntarios para aquella misión de rescate. Avanzaron entre los residentes del campamento; pero fueron los únicos. Se produjo un silencio. Por mucho que apreciaran al capitán Barnes o compartieran la frustración de haber conocido la verdad no había nada para ellos en la ciudad. Ellos eran gente del campo. Frustrados, sí, pero gente sencilla. Estaban acostumbrados a soportar el clima, el trabajo y los tuneladores; pero nada había para ellos en la ciudad. Eran jóvenes, impulsivos, tenían deseos de luchar. Pero la vista de aquella ciudad en llamas… no era un lugar al que nadie quisiera ir. Nadie tenía intención de ir a una zona de guerra.

No obstante, Katherine resultó persuasiva y hubo tímidos intentos de unirse a aquella improvisada partida de guerra.

–Esto es traición –dijo uno de los soldados de Quick Action.

–¿A quién? ¿A qué? ¿Creéis eso de verdad? Ellos os han traicionado, nos han traicionado. A todos nosotros. Nos han tenido engañados para lucrarse a nuestra costa, y no satisfechos con explotarnos, explotar a nuestros hijos y reducirnos a la esclavitud, ¡ahora descubrimos que nos roban los órganos para poder venderlos! ¿Creéis que si ellos vencen os recompensarán? Os utilizarán cuando os necesiten, os vaciarán cuando no os necesiten y seréis unos simples cascarones en el incinerador. No, no seremos sumisos ni un segundo más. Esto acaba hoy. De un modo u otro. ¡Voy a la ciudad! ¡Me llevo los tanques! ¡Y con ellos aplastaré a los que nos mantienen encadenados!

–Katherine –suplicó el soldado–, por favor, piensa en lo que estás haciendo.

–Nada de Katherine –respondió la aludida–, soy la señora Barnes. La esposa de vuestro capitán, que os ha mantenido vivos todos estos años y está ahí, en esa ciudad de allí, sacrificándose por vosotros. Soy la mujer del hombre que os ha revelado la verdad y ahora está derramando su sangre, tal vez muerto, por daros un futuro. Katherine Barnes, esposa de Charles Barnes, el único jefe que tendréis en este mundo que se sacrificará por vosotros: el capitán Charles Barnes.

La capitana Barnes.

–Voy con usted –dijo un agricultor.

–¡Y yo!

–¡Y yo!

–¡Y yo!

Dejaron dos tanques para proteger al convoy. Los demás vehículos, dos tanques y dos vehículos artillados, acompañaron a la señora Barnes y los voluntarios en aquella misión particular dispuestos a ser partícipes activos de una revolución que no podría ser más tiempo ignorada. Aquel acontecimiento desvió las miradas desde la ciudad en llamas al convoy que se preparaba para partir. El delegado de AAF se acercó a la mujer para tratar de cambiar su parecer; no fue posible.

–Buena suerte –le deseó Collen a la capitana Barnes.

La mujer se volvió y sonrió.

–No necesito suerte, tengo un tanque.

No hubo despedida. Collen vio cómo su amiga se subía con determinación a la torreta artillada de uno de los vehículos blindados, se colocaba los cascos de comunicación y el vehículo se ponía en movimiento recortándose contra el horizonte, mientras la señora Barnes, a lomos de su caballo de acero, se alejaba, al rescate de su marido, en dirección a la incandescente ciudad, iluminada por las llamas, como si se tratara de una heroína crepuscular.

 

La jungla de cristal

 

Reinaba el silencio de las personas, las armas hablaban. Les fue imposible quedarse en la fábrica. La violencia se había multiplicado con la caída de la noche y la caza de los corporativos había alcanzado cotas de sadismo. Alice Lebreton temía por su propia vida, en aquella difusa cesta en la que se habían englobado a los corporativos, opresores, ricos, poderosos, ladrones de órganos, amos del Universo y ladrones de cuerpos. Alice tenía todas la papeletas para ser acusada, aunque fuera inocente de todo el mal que se había hecho en Capital. Kara y Lucy lo sabían perfectamente, pero no estaban las circunstancias favorables para un diálogo en el que ella se pudiera explicar con ayuda de sus compañeras. Si alguien la veía, bastaba con señalarla con el dedo. Aquel índice apuntando hacia ella sería el cañón de la pistola que acabaría con su vida.

Habían acudido a trabajar al laboratorio, como cada mañana. El calendario marcaba aquel día como una festividad religiosa, pero aquello no daba el día completamente libre, tan solo reducía la jornada laboral a la mitad de lo habitual, por lo que estaban en el primer y único ciclo de trabajo cuando Christian Murphy fue asesinado y la verdad sobre el tráfico de órganos fue revelada. La reacción de las tres mujeres fue la de quedarse en estado de shock, pero por razones diferentes

Lucy era bastante ingenua y no se esperaba algo así. Sabía lo difícil que era conseguir un órgano, ella misma se había visto en la infructuosa y amarga tarea de encontrar un donante que pudiera salvarla de la NM. Pero nunca podría llegar a imaginar que la escasez de órganos había sido orquestada, que no había órganos disponibles para los trabajadores porque eran vendidos en otro lugar, enriqueciendo a aquellos criminales. Le hizo pensar en cuánto podía llegar a saber el dios de la miel y las flores sobre aquel asunto.

Kara no estaba realmente sorprendida. Ella ya sabía que los órganos no se cedían a los obreros, solamente los que se consideraban valiosos recibirían uno. Pero lo que no podía llegar a imaginar era la magnitud de aquella conspiración que Retorno, la Iglesia y otras corporaciones habían creado para enriquecerse aún más a costa de una gente que ya les enriquecía con su incansable trabajo y su ciega e inocente lealtad. Que la gente se alzara despertó un agradable sentimiento de camaradería con quienes luchaban y en las primeras horas había estado exaltada, pero ahora veía, a través de las ventanas sin cristales, cómo las calles se llenaban de grupos armados que se atacaban entre ellos, sin que quedara muy claro quién luchaba contra quién.

Para Alice, lo realmente impactante no fue el hecho de que se traficara con órganos: aquella era una triste realidad en el universo en el que ella, y todos los seres humanos, vivían. Sino la magnitud. Un tráfico a escala planetaria. Ella sabía que aquello no era posible. Tal tráfico hubiera llamado la atención de mucha gente, incluido el TSG. La Inquisición no habría tolerado la existencia de semejante tráfico de órganos; su División de Crímenes Humanitarios tendría que haber cortado el problema en el mismo momento en el que fue descubierto. Alice estaba segura de que aquello había ocurrido hacía mucho tiempo. ¿Por qué no habían hecho nada para impedirlo? En cuanto tuviera ocasión le preguntaría a Gilberto Penna para que soltara algo de toda la información que se reservaba.

Llevaban varias horas en el laboratorio, sin arriesgarse a salir a unas calles donde la balas atravesaban el aire sin importar si acababan dentro de una pared, en una vivienda, en una tienda o en un ser humano. Alice pudo hablar con su marido y explicarle dónde se encontraban. Tras una intensa conversación Ismael le dijo que enviaba a Crixo en su ayuda. Alice se sintió, por una vez en su vida, tranquila de que aquel hombre estuviera al servicio de Gilberto.

–¿Quién es Crixo? –preguntó Kara.

–Es… especial. Su cuerpo ha sido modificado en varias ocasiones. Tiene un cerebro único y se le han añadido diversos implantes. A veces no parece humano. Puede generar campos magnéticos y mover las cosas… es… es muy raro. Todo es muy extraño y un poco técnico. Pero él nos salvará.

 

*****

 

La noche cayó, y nadie fue a buscarles. Además, no podían esperar al hombre sin ojos. No allí. Quedarse en el laboratorio dejó de ser seguro cuando un grupo de exaltados entró en busca de jefes a los que cazar. Entraron con gran alboroto, empuñando todo tipo de armas, incluidas pistolas y escopetas. Abrieron cajones y taquillas en busca de identificaciones o todo aquello que les pudiera llevar hasta uno de los opresores.

Lucy y Kara convencieron a Alice de huir de allí antes de que algo le sucediera; no tenían demasiado tiempo, así que abandonaron sus cosas y salieron precipitadamente a la carrera.

Lograron salir del edificio y entraron a formar parte de la multitud, más dispersa en aquella zona de la ciudad que en otras, que ocupaba unas calles completamente cubiertas por todos los cristales que existían en aquel planeta. Los vidrios se quebraban cuando alguien cargaba suficiente peso sobre ellos y caminar en silencio era completamente imposible. Aunque silencio no era lo que reinaba en las calles, ni armonía. El sonido de los disparos era una constante y se oían continuos gritos, motores de vehículos y voces amplificadas en megáfonos.

Alice nunca lo había visto hasta ahora: era un planeta de niños. Era la revolución de los niños. Las calles estaban inundadas de ellos; ahora era obvio para ella: en un planeta donde la media de edad era de unos veinte años, era normal que una inmensa proporción de la población fuera niños, muchos de ellos huérfanos, quienes se habían escapado de los orfanatos para salir a las calles, donde Capital se había vuelto mucho más emocionante de lo que nunca fue. También mucho más peligroso.

Las calles olían a sangre, y al nauseabundo olor de la muerte. Algunos cadáveres habían estado todo el día al sol, y su olor era más aún fuerte que los cadáveres frescos, que tan solo parecían personas inmóviles, tumbadas en el suelo como si estuvieran descansando, algunos apoyados en la pared, como si estuvieran esperando. Pero no esperaban, la Muerte se los había llevado y solo eran cuerpos inertes inmóviles tal y como habían estado en su último instante. Desvanecidos de sentimientos, emociones y recuerdos. Muertos.

Alice sentía que iban a ningún lugar, que se limitaban a vagar por las calles, huyendo de las balas, huyendo de las personas, huyendo de todo vestigio de civilización que repentinamente se había vuelto tan bárbara, cuando no quedó ninguna otra opción. Quizá el futuro fuera mejor, pero tal y como lo veían hoy no parecía que hubiera un mañana.

–¿Adónde vamos? –preguntó Alice–. No podemos quedarnos en las calles. Tarde o temprano nos encontrarán.

Señaló un grupo de vehículos cargados de gente armada que cruzaban una de las avenidas. Los cañones de los fusiles destacaban por encima de los laterales de los vehículos, mejor alejarse de ellos. Los camiones recibieron varios disparos, se detuvieron y los hombres bajaron de los vehículos, pronto empezó un tiroteo entre ellos y unos atacantes desconocidos.

–¡La farmacia! –exclamó Lucy–. Mi amiga Sophie tiene un sótano en la farmacia, siempre que había disturbios en las calles nos escondíamos allí hasta que todo pasaba. Estaba trabajando esta tarde y mis chicas estaban con ella. ¡Seguro que están allí! No está… no está tan lejos…

–¿Cuánto?

–No sé… ¿un kilómetro? ¿Dos? No. Uno. Cerca de la catedral.

Aquello no hubiera supuesto un problema en condiciones normales; pero en una ciudad donde las balas describían caprichosas trayectorias, una de ellas acababa de impactar en un carro a unos veinte metros sin que pudieran averiguar el origen, se convertía en un paseo muy peligroso. Se conformaron con agachar la cabeza detrás de los carros mientras pensaban cómo llegar hasta allí.

Kara observaba la calle. Con la electricidad desvanecida no tenían nada para iluminarse, salvo los destellos de las llamas de los edificios. Sus propias sombras se movían pese a que estaban quietas, tratando de planificar a dónde dirigirse. Crepitaban las llamas, crujían los cristales. Sonó un comunicador. Las tres mujeres buscaron el suyo en los bolsillos. Sonaba el de Kara; Lucy no encontraba su comunicador, lo mismo que Alice. No lo encontraban por ningún lado, y pronto dedujeron que se las habían dejado en el laboratorio. Con las prisas…

Kara hablaba con su marido. Él estaba en casa, con los niños, pero los había dejado al cuidado de los vecinos e iría a buscarla. Kara le dijo que no era necesario. Que ella y sus amigas estaban a salvo en el interior de una farmacia y esperarían a que todo pasara.

–Le has mentido –le acusó Lucy.

–Ese hombre es capaz de salir a la calle para rescatarme. A veces, de tan bueno que es, parece tonto. Es inútil que arriesgue su vida. Mejor mentirle y así tendré una cosa menos de la que preocuparme.

Alice hubiera querido llamar a su marido, o a Laura, o a Crixo. Quienquiera que hubiera podido ayudarles, pero no recordaba los números. En aquella era de telecomunicaciones no podía recordar los números de sus conocidos, aun cuando los necesitara con tal urgencia. Si quería llamar consultaba la agenda de contactos, no memorizaba los números. Alice se vio a sí misma reflejada en docenas de cristales fragmentados, docenas de Alice que le miraban asustada.

Kara observaba preocupada el otro extremo de la calle, donde el tiroteo proseguía. Ya había visto caer a dos personas, heridas o muertas. La violencia en las calles se recrudeció cuando aparecieron aquellos grupos armados. Eran la Fuerza de Paz y la Hermandad Roja, equipados con armamento militar para poner fin a la revuelta.

–¿No podemos ir por las alcantarillas? –preguntó Alice –señalando la tapa de alcantarilla que había en medio de la calle.

La mujer pensaba que con todas aquellas balas sobre sus cabezas y los diversos grupos luchando entre ellos estarían mucho más seguras cruzando la ciudad bajo tierra, por muy maloliente que fuera. También tendrían que conseguir algo de luz.

–No, no podemos. Hay monstruos –respondió Lucy.

–¿Qué? ¿Monstruos? –¡Qué ridículo!–. ¿Cocodrilos?

–No, tuneladores –aclaró Kara–. A veces hay grupos errantes en las alcantarillas, para dar caza a los técnicos que mantienen los desagües funcionando.

Los humanos no eran las únicas criaturas que trataban de cazarles.

–¡Ah! –gritaron las mujeres.

Un bulto cayó frente a ellas y hubo un sonoro golpe seguido de un escalofriante crujido. Alice se quedó paralizada; Lucy dio un grito y se agarró a Kara. Una mujer acababa de caer del cielo, su cuerpo se había aplastado contra la acera. Alice se refugió en un portal y Kara arrastró a Lucy hasta allí. El cuerpo de la mujer estaba frente a ellas, inmóvil y muerto, como tantos otros aquel día. Llevaba un pantalón y una chaqueta negra, aquello no bastaba para saber si había sido una corporativa o una mujer de la calle. Si había sido asesinada, se trataba de un suicido o un accidente. Casi era mejor no pensar en ello en aquel momento. Las mujeres desviaron la mirada tratando de evitar al cadáver.

Contemplaron el horizonte de oscuros edificios, con paredes rojizas y anaranjadas, parcialmente ocultos por el humo, y tomaron la resolución de ponerse en marcha. El cadáver de la mujer quedó atrás, junto a los demás. Abandonado, junto a los demás.

Los cristales crujieron bajo ellas. Aquello era la jungla, donde la inexistencia de leyes civilizadas reducía las posibilidades de supervivencia al instinto personal y la buena suerte. Una jungla de hormigón, metal y cristal donde las bestias salvajes no buscaban alimento, sino tan solo cazar a sus presas.

–No hacemos nada aquí esperando –dijo Kara–. ¡A la mierda con esto!

–A la mierda –secundó Alice–. ¡A correr!

Estaban muy cerca. Lucy señaló un punto calle arriba donde se encontraba la farmacia. Alice y Kara no sabían exactamente dónde, pero el hecho de que Lucy pudiera señalar indicaba que la farmacia estaba ahí mismo, con ese prometido sótano a prueba de violencia callejera.

Alcanzaron con la vista la verja de la farmacia, los cristales del escaparate estaban en el suelo, igual que los de casi toda la ciudad, entonces vieron cómo se desarrollaban los combates.

Un grupo de paisanos había preparado una emboscada a los miembros de la Fuerza de Paz. Desde las ventanas de varios edificios atacaban a los camiones de los paramilitares. No tenían mucha puntería, pero la posición y la sorpresa les habían dado una ventaja considerable y los de los camiones estaban sufriendo cuantiosas bajas.

Las mujeres se ocultaron en un portal mientras el tiroteo proseguía. Había muchas balas perdidas, y las posibilidades de que les tocara la lotería eran demasiado altas. Incluso estando a cubierto. No parecía que aquel tiroteo fuera a terminar pronto, y Kara había trazado mentalmente un recorrido hasta la puerta de la farmacia.

–Escuchad. Desde aquí vamos a ese carro, nos arrastramos hasta el maletero, cuidado con los cristales. Una vez allí, de una en una hasta ese contenedor.

–¡Es de plástico! –replicó Alice– ¡Cualquier bala lo atravesaría!

De hecho, ya tenía un agujero de entrada y otro de salida.

–¡Es mejor que nada! –defendió Kara– ¡De ahí cruzamos a la carrera la calle hasta esa furgoneta. Cuando estemos en la parte de atrás, solo estaremos a unos pocos pasos de la puerta.

Lucy alzó repentinamente el índice para señalar un nuevo grupo de camiones que apareció por la calle. En dirección hacia ellas. Kara miró a ambos lados de la calle. Estaban atrapadas y su única posibilidad era la puerta de aquella farmacia.

Bajo una intensa lluvia de balas, el grupo emboscado retrocedió hacia los camiones que se aproximaban y alcanzó la posición de las mujeres. Si no hacían algo pronto les iban a atrapar. Actuaron con rapidez. Salieron de su escondite, ignorando el trazado que Kara había planeado, tratando de alcanzar cuanto antes la puerta de la farmacia. Cruzaron la calle a la carrera y llegaron a la puerta del establecimiento. Zarandearon la verja, tratando de abrirla, o de llamar la atención de quien estuviera en el interior.

–¡Mis llaves! –exclamó Lucy.

–¿Te las has dejado en el laboratorio? –preguntó Kara.

–No lo sé.

Puede que estuvieran en el laboratorio junto a su móvil. Lucy se había olvidado las llaves de la farmacia, como casi siempre. Sophie había cerrado la puerta de la farmacia. Las tres mujeres se vieron rodeadas por aquellos hombres. Apuntaron con sus armas a las mujeres, aunque no dispararon. En su lugar agarraron a Alice, la más cercana a ellos, y la arrastraron hacia los camiones que llegaban desde el otro lado de la calle.

–¡No podéis hacer esto! –gritaba Alice, mientras se revolvía con violencia, tratando de zafarse de sus captores– ¡Soy ciudadana de Vesper! ¡Tengo derechos! ¡Os denunciaré!

También se llevaron a Kara, la mujer pudo derribar a uno de los hombres con dos puñetazos en el estómago antes de que un culatazo en la cara le silenciara por completo dejándola inconsciente. Mientras, Lucy se agarraba a la verja tratando de aferrase a ella para evitar que se la llevaran, vio una sombra en el interior de la oscura farmacia, había alguien allí, observando el exterior, sin atreverse a acercarse y abrir la puerta.

–¡Sophie! ¡Vuelve! ¡Sophie! ¡Mis llaves! ¡No!

Eran hermanas de orfanato, no podía abandonarla así.

–¡Soy de la Ejulve! ¡Mi marido es Ismael Gascón! ¡Laura! ¡Conocéis a Laura Bernal! ¡Ella inventó el Denar! ¡Soy de la Ejulve!

Las tres mujeres fueron empujadas y arrastradas hasta un camión de la Fuerza de Paz, cuyo interior estaba lleno de personas que también habían sido capturadas. Se apiñaban en la parte trasera del camión. No había asientos para todos, y algunos estaban tumbados sobre quienes estaban debajo, parcialmente asfixiados por la falta de aire. Lucy se echó a llorar, sin poder aguantar más.

–No tengo las llaves…

 

Las Puertas del Cielo

 

Llovía ceniza. Una densa lluvia de motas grises cuyo origen eran las grandes columnas de humo negro que ascendían desde diversos puntos de la ciudad. Ascendían al cielo y luego eran arrastradas por el viento hasta donde Charles se encontraba, junto a la columna más grande de todo Capital: el ascensor espacial. Aquella sombría visión de lluvia gris contaba con una banda sonora igualmente sombría: el sonido de la batalla.

Para Charles Barnes, aquello no era una revolución. La revolución no existía a los pies del ascensor espacial, aquello era algo distinto: era zona de guerra. El intercambio de disparos, los haces láser, las explosiones y los intentos de los rebeldes por avanzar posiciones habían convertido aquella parte de la ciudad en un peligroso espectáculo pirotécnico de luces, colores y explosiones en el que Charles se encontraba. La Batalla del Ascensor, que libraban en inferioridad de condiciones.

El ascensor espacial se había construido sobre una plataforma cuadrada elevada unos treinta metros sobre el suelo, a la que se podía acceder (exceptuando los montacargas que habían sido inutilizados por los soldados defensores) por cuatro rampas que conectaban las calles cercanas con cada uno de esos lados, como si de un zigurat se tratara. Aquella era una magnífica posición defensiva contra una tropa de infantería sin vehículos blindados o apoyo aéreo. Una de aquellas rampas estaba parcialmente bloqueada por un camión en llamas. Los rebeldes habían tratado de abrirse paso con él a través de la rampa, pero el intenso fuego de los defensores había acabado con el conductor, los ocupantes del camión e inutilizado el motor del vehículo, hasta que finalmente había quedado envuelto en llamas.

Tratar de asaltar el ascensor era un suicidio, los atacantes estarían expuestos al fuego de armas automáticas desde una posición elevada, en una zona que contaba con algunos puntos que podían proporcionar cobertura, pues había soldados en los platillos volantes que se usaban para reparar el ascensor y se habían convertido en una excelente plataforma de fuego desde la que disparar, con ángulos cercanos a los 90º, lo cual impedía por completo a los atacantes aproximarse al ascensor. El asalto era imposible bajo aquellas circunstancias.

Debido a la improbabilidad de tener éxito en un asalto frontal o desde cualquier punto sobre los defensores del ascensor, se habían limitado a rodear la estructura e iniciar una guerra de desgaste. La caza del enemigo se había convertido en el peligroso juego de azar que es un tiroteo. Tantas probabilidades de recibir un tiro, modificadas al alza por la mayor cadencia de disparo de las armas del rival, y luego reducidas estas posibilidades por la cantidad de disparos que el aliado haga, obligando al enemigo a agachar la cabeza, impidiéndole disparar. Agachar la cabeza era una estrategia defensiva, también era una estrategia ofensiva, si obligabas al enemigo a agachar la cabeza, sin que pudiera apuntar y, por tanto, disparar. Un confuso y peligroso juego de azar donde la única forma de estar seguro era alejarse de allí.

Los heridos y muertos se acumulaban en las calles. Había grupos de voluntarios no combatientes que se llevaban a los heridos a los improvisados hospitales de campaña en los que se estaban transformando los establecimientos cercanos. Una tienda de colchones se había convertido en el mejor candidato para tales tareas, y los relucientes colchones, recién salidos de fábrica, estaban teñidos del rojo de la sangre de los heridos. Las farmacias locales habían sido saqueadas para conseguir medicamentos y muchos profesionales de la medicina sacados de los hospitales que habían sucumbido a las llamas. Aquello había sido una estupidez, en opinión de Charles, quemar algunos de los hospitales que ahora podrían haber sido utilizados por los numerosos heridos que aquel día estaba dejando. Pero la ira popular contra Retorno no había dejado tiempo para pensar con calma, y aunque ahora lamentaban la destrucción de aquellas instalaciones médicas, les reconfortaba saber que estaban dando caza a quienes habían cometido aquellos crímenes contra ellos.

Contaba con los más apropiados combatientes para una revolución: el pueblo enfurecido. Los mineros de Taylor Extraction eran gente imaginativa y con recursos inesperados. Como no había electricidad en toda la ciudad los mineros habían traído generadores portátiles que funcionaban con combustible, iguales a los que usaban en las galerías que aún no habían sido añadidas a la red eléctrica de la mina; el ruido de aquellos motores al funcionar era el indicio del alimento que las cortadoras láser devoraban, cada vez que los rayos rojos eran disparados sobre la posiciones de los soldados. Tenían un número limitado de ellas y eran propensas al fuego amigo, pero tenían un gran poder destructivo. Los haces rojos, si se concentraban en un punto, podían derretir las defensas de quienes estaban en el ascensor espacial, fundiendo la roca, sin que importara la distancia. Uno de los platillos volantes había sido derribado con esa misma técnica, cuando su metal se fundió ante el aumento de temperatura propiciada por los láseres. El metal fundido había llovido sobre los defensores del perímetro del ascensor, obligándoles, momentáneamente, a retirarse al interior del ascensor.

Los obreros de KOKE habían fabricado una rudimentaria catapulta de aire comprimido que utilizaban para lanzar los explosivos usados en la mina como granada de mortero, conectados a un temporizador y atados a una bombona de oxígeno, para incrementar su poder destructivo. Su alcance efectivo no sería mayor de ciento cincuenta metros, pero la trayectoria parabólica de los disparos les permitían sortear las defensas de los soldados del ascensor. Más que un daño real, debido a su falta de precisión, estaban causando un daño moral; cada vez que uno de los explosivos alcanzaba la plataforma, los defensores se retiraban más y más hacia el interior de la estructura. La munición de aquella arma improvisada estaba a buen recaudo, fuera del alcance de las armas de los que estaban en el ascensor, tras los pesados camiones de transporte que estaban cruzados en la calle para proporcionar cobertura.

Todo lo que contenían aquellos camiones fue saqueado y todo lo que pudo ser aprovechado para la batalla se aprovechó, aunque solamente fuera para construir barricadas. Parecía que media ciudad estaba en aquella calle luchando. Había numerosos niños correteando por la zona, innecesariamente expuestos al peligro; algunos de ellos ya habían muerto, sin que fuera posible discernir quién era el responsable. Por supuesto, los rebeldes dirían que habían sido los soldados; y viceversa. Los intentos por alejar a los pequeños del lugar estaban resultando infructuosos, eran demasiado curiosos, e incluso algunos usaban armas de fuego contra los soldados. No se preocupaban demasiado por su propia integridad, ninguno de los presentes lo hacía; por fin se habían dado cuenta de que existía una alternativa a esperar la muerte por NM, que existía una buena forma de morir, si era necesario, en defensa de un mundo mejor.

Charles se dio cuenta de que los defensores ahorraban municiones, estaban recibiendo un fuego intenso desde todos lo puntos pero ellos no devolvían los disparos, al menos no con la agresividad que deberían. En un primer momento Charles pensó que estaban dudando, y tal vez se les pudiera convencer de que se rindieran si él garantizaba su seguridad. El capitán Barnes no dispararía, se había hecho con un arma diferente: un amplificador de voz. Usaría la vieja y efectiva arma de la propaganda. Consiguió un megáfono y trató de hablar con los defensores. Le fue imposible hacerse oír sobre el estruendo del combate.

–¡Alto el fuego! ¡Alto el fuego!

Los más próximos a él dejaron de disparar, y la catapulta no lanzó el proyectil que ya tenía preparado. Repitió aquella orden, que se fue propagando entre los que rodeaban el ascensor, poco a poco el fuego fue cesando, a medida que se corría la voz.

–¡Alto el fuego!

–¡Alto el fuego!

Pronto cesaron los disparos de los rebeldes, así también lo hicieron los de los defensores. Con algún caso aislado de disparos que no cesaban. El ascensor quedó en silencio, o casi; aún se oían los motores de los generadores, el crepitar de las llamas, el ruido de los escombros al desprenderse y el escalofriante lamento de los heridos, un sonido cien veces repetido por cien bocas heridas. Charles trató de hacerse oír por encima de todo aquello.

–Mi nombre es Charles Barnes, soy capitán de Quick Action, del 16º Batallón del Cuerpo de Tanques. Estoy aquí por decisión propia, luchando del lado de quienes hasta ahora han sufrido tanto por lo que nos han obligado a hacer y lo que nos han arrebatado con sus mentiras. Algunos de vosotros me habéis visto esta mañana en el ascensor, cuando descubrí los contenedores llenos de órganos. Lamento mucho cómo ha desembocado esa revelación. Pero aún no es tarde para la paz. No deseamos la muerte de quienes estáis en el ascensor, mucho menos de quienes están atrapados en él recién llegados en naves espaciales, con los contenedores paralizados por la falta de electricidad. ¡Mirad sobre vosotros! Los que están ahí son inocentes, aún no han pisado Capital y ya están sufriendo.

La completa ausencia de disparos envalentonó a Charles, y pese a estar temblando por dentro salió de la cobertura, con el megáfono que llevaba sobre el rostro como única defensa. Avanzó algunos pasos entre los escombros, los vehículos acribillados y los agujeros de bala.

–¡Decidme! ¿Por qué estáis luchando? ¿Cuál es vuestra misión en Capital? Se os contrató para luchar contra los tuneladores y proteger a la Humanidad, ahora decidme, ¿por qué estáis usando las armas que deben proteger al pueblo para acribillar al pueblo? ¿Es eso lo que os han pedido? Claro que os lo han pedido, os han pedido que obedezcáis, como siempre. Se acabó el tiempo de que los ricos pongan las armas y los pobres, los muertos. Capital puede ser un mundo distinto a los demás y mucho mejor de lo que es ahora. No más robos, mentiras y buenas gentes esclavizadas. Habéis visto esos órganos, ¿cuántos de vosotros han perdido un compañero en el último mes? Volved a mirar esos contenedores, vuestros amigos están ahí. Los han vaciado para poder vender sus órganos. Deponed las armas, os garantizo que nada os pasará, os lo juro. ¡Os lo juro!

Dio algunos pasos más.

–Si ahora deponéis las armas seréis retenidos hasta que podamos asegurar el ascensor, pero luego se os dejará marchar y no sufriréis daño alguno. Yo os puedo garantizar que si ahora mismo todo esto…

Un nuevo sonido inundó la escena. El rugir de los motores. Charles se dio cuenta de que los defensores habían estado ganando tiempo para contactar con su base, y por fin, los soldados de Quick Action habían salido a las calles para poner fin a la revolución. Los gritos de júbilo de los defensores al ver los tanques quebraron la moral de los atacantes y algunos se dieron a la fuga.

Se dispararon dos balas. La primera impactó contra el carro que había detrás del capitán, sumando un agujero más a la carrocería. La segunda alcanzó a Charles. Sintió cómo su pantorrilla explotaba, cayó al suelo con un gran dolor en la pierna derecha. El tiroteo se reanudó pocos segundos después. Se arrastró buscando cobertura mientras dos mujeres le ayudaban a incorporarse. Sentía que su pierna describía dolorosos movimientos antinaturales y era muy difícil mantenerse en pie, aun así se incorporó esperando tener una mejor panorámica de lo que estaba ocurriendo.

Pensó que todo estaba perdido cuando vio aparecer el primer tanque por el extremo opuesto de la calle, avanzando veloz sobre los abandonados vehículos civiles. Le seguían otros vehículos. Los rebeldes comenzaban a dispersarse para poner la mayor distancia posible entre aquellas moles de acero y ellos. Charles pensó que aquello era el fin, no contaban con medios para vencer a aquella fuerza acorazada. Se dio por vencido; un segundo antes de que viera, sobre la torre de observación del tanque, el pelo rubio oscuro, sucio y lleno de tierra de Katherine, su mujer.

 

El buen samaritano

 

«La única iglesia que ilumina es la que arde».

Bajo aquel grito popular el pueblo se lanzó a las calles clamando justicia. Sorprendía el hecho de que las personas habitualmente respetuosas con el orden se comportaran de un modo rebelde y de inestabilidad moral bajo la influencia de la multitud. Vista desde fuera la masa era un ente desorganizado, pero la masa poseía un alma. Un alma común, que dirigía las acciones colectivas impulsada por las emociones. Frustración. Ira. Odio. Venganza. Sufrimiento. Justicia popular. Las capacidades individuales se veían neutralizadas en favor de una emotividad exponencialmente aumentada. El alma de la masa se compone de las propiedades más íntimas de los individuos: sus instintos básicos. Su necesidad de asegurar su supervivencia. Nada más importaba. Todo quedaba justificado, en aquel momento, si lograba satisfacer esa necesidad.

Las personas que formaban parte de una multitud no se comportaban como se comportarían estando solas, como individuos, en un ambiente de tensión o estrés individual. La violencia, el egoísmo, la locura y la extravagancia aparecían en la multitud cuando se producía una emotividad colectiva de fuertes tendencias violentas. La unanimidad de la masa convertía al individuo en insignificante para discrepar del comportamiento general; cómo tratar de frenar una ola con los brazos abiertos. El hombre de la turba exhibía la violencia y la ferocidad de los hombres primitivos. Empuñando la piedra para matar a su hermano.

Eric conducía despacio y con cautela por calles ennegrecidas por el humo, las llamas, la emotividad y la necesidad de destrucción mutua entre habitantes de una misma ciudad. Se sentía responsable del magnicidio del Cardenal y todo lo que aquello había supuesto. Ahora pretendía compensar parte de lo que había hecho salvando una vida. Era la única razón por la que había dejado a sus hijos en casa y se había aventurado, con nulo entusiasmo, a salir a la calle.

Antes de salir había cubierto con trapos las ruedas de su carro, pensando que tal vez así evitaría que los cristales rotos, que crujían bajo las ruedas, no lograrían reventar un neumático. Se abría paso entre los carros detenidos con extremo cuidado, procurando no molestar a nadie, para que nadie le perturbara. Iba a necesitar pasar desapercibido si quería hacer lo que estaba decidido a hacer. Hoy podría salvar una vida.

Su mujer estaba a salvo. Había hablado con ella. Pero había otros cercanos a ella que no lo estaban, otros cuyas vidas corrían peligro sin que fueran responsables de lo que se les acusaba para justificar su muerte. Pese a que no había podido ir a la escuela desde que cumplió ocho años sabía, por un sentimiento de intuición interna, tal vez debido al sentido común tan escaso entre los seres humanos, que no sería necesario, en una atmósfera de violencia generalizada, ser culpable de algo específico para ser acusado de un crimen cuya responsabilidad recaía en un grupo social. Eric entendía que, desde el punto de vista público, todos y cada uno de los miembros de un colectivo eran culpables del crimen de ese colectivo; con independencia de que uno o varios de los individuos de ese colectivo fueran inocentes: el «ellos» era amplio y ambiguo. Por eso estaba cometiendo aquella estupidez; porque trataba de salvar a un inocente.

No se debía a que todos fueran malos, sino a que eran curas. Así de simple. Eric tal vez, en su fuero interno, podría haber llegado a conceder cierto grado de violencia; era necesaria una salida brusca de aquella situación, una vez la verdad fue revelada. Pero… Pero. Haber sufrido un asalto en su casa, que gracias a Dios su mujer supo manejar con brillantez y estar dentro de su carro observando todos aquellos cuerpos inertes y edificios destrozados… Podía ver todos y cada uno de los cadáveres. Conducía despacio para no dañar un vehículo que tal vez necesitara en un futuro demasiado próximo. Podía ver las cara sorprendidas, o destrozadas, de aquellos que habían muerto; sus brazos o piernas dispuestos en posiciones inverosímiles, incómodos por fuerza, pero que a los muertos no les importaba mantener, habiendo sufrido un daño que superaba el umbral de la comodidad o de la resistencia física. Muertos. Difuntos. Incapaces de sentir más incomodidad, o más dolor. Gracias a Dios.

Pese al número de muertos, pese a la sangre en las calles, la violencia extrema no fue la norma, no fue lo que caracterizó el comportamiento, pero, por desgracia, ocurrió. Eric sí que no podía comprender aquello. Hubiera bastado con unos disparos, puñaladas o golpes. Hubiera sido suficiente y aún hubiera sido demasiado. El objetivo era matar; impulsados por la cólera, era lo que hacían. La eliminación física del adversario. Antes vivo, ahora no. No obstante, había quienes consideraban que aquello no era suficiente. A menudo no se provocó más daño que el necesario para causar la muerte, que ya era más de lo que el sentimiento de culpabilidad de Eric podía soportar. A menudo, no siempre. Hubo quienes mataron, y hubo quienes aún no habían matado, posponiendo el final. Hubo quienes torturaron; y hubo quien, como Eric, decidieron jugársela para salvar a una persona.

Cuando llegó a la iglesia del padre Robinson, a diferencia de la mayoría de las iglesias de la ciudad, no estaba en llamas. No había fuego en su interior ni estaba reducida a escombros. Aquello le alentó a pensar que tal vez aquella iglesia gozara de cierta protección divina y su administrador estuviera en perfecto estado de salud.

Nunca había pensado demasiado en la Pasión de Jesucristo. Fue un tormento que el hijo del Señor tuvo que padecer para poder salvar a todos. Conocía el relato, desde luego, él era un habitual en los oficios religiosos y a menudo leía pasajes de la Biblia. Pero nunca pudo asimilar por completo cuál había sido el tormento del Señor, no hasta aquel momento.

El padre Robinson estaba en la cruz. Le habían crucificado. El sacerdote estaba colgado en la cruz, con los brazos y los pies clavados en la madera, cada una de las heridas sangrando en una lenta y dolorosa hemorragia. Solo llevaba puestos los calzoncillos, a modo de taparrabos simbólico. Habían tratado de reproducir la Pasión lo mejor que recordaban; con la excepción de hacerle arrastrar la cruz. Parecía que habían hecho lo demás, incluidos los latigazos, tanto en el pecho como en la espalda, y la corona de espinas. Pero no debían haber encontrado espinas entre la vegetación cercana y en su lugar llevaba una corona de alambre de espino, igual o más dolorosa que la simbólica corona del rey de los judíos.

No era la única semejanza con la pasión. Había un hombre frente a la cruz, pero no estaba arrodillado, ni rezaba. Estaba sentado en una silla frente al altar. Estaba ahí, sin nada que hacer. Vigilando. Un centinela. Un centinela junto a una cruz. Incluso llevaba una lanza y un casco de minero en la cabeza con el foco encendido, que cada vez que miraba directamente a Eric le deslumbraba, forzándole a apartar la vista. Eric se preguntó si aquello era una visión. Era demasiado real para ser una visión. La imagen de un centinela con casco y una lanza junto a un hombre crucificado tenía demasiadas similitudes con el episodio de Cristo en la cruz y Longinus clavando la Lanza del Destino en el Señor, para comprobar si estaba muerto. El padre Robinson no estaba muerto. Aún no.

Tan pronto como Eric entró, Longinus se levantó de la silla y se quedó mirando al recién llegado, dio unos pasos hasta colocarse en el centro del pasillo, frente al altar y la cruz. Tendría unos diecinueve años, ya era mayor. Pelo castaño, ojos somnolientos.

–¿Quién eres? –inquirió, alzando la cabeza al preguntar.

–Eric. Solía venir aquí, ¿estás solo? –La pregunta no era inocente.

–Sí. No. Me explico. Hay otros por aquí, pero han ido a revisar el cementerio. Dicen que algunos corporativos se han escondido entre las tumbas fingiendo estar muertos. Han ido a comprobar que los muertos están realmente muertos. Ya me entiendes. –Reforzó sus palabras clavando su lanza al aire, como si estuviera atacando a un enemigo invisible.

La lanza de Longinus no era más que una barra de hierro con un cuchillo de cocina atado a uno de sus extremos, con una generosa cantidad de cinta adhesiva. Rudimentario, pero igualmente letal. De un solo golpe, como el que acaba de dramatizar, podría matar a una persona.

Se quedaron un buen rato callados sin decir nada. Eric pensaba en cómo sacar a Robinson de aquella situación y el hombre, renunciando a volver a sentarse en la silla, paseaba entre los bancos de plástico de la primera fila de la iglesia. Zarandeando, despreocupado, la lanza.

Robinson estaba gravemente herido: las manos, brazos y pies del sacerdote sangraban. Su pecho y su rostro sangraban, los latigazos habían sido abundantes y, sin lugar a dudas, dolorosos. Se habían ensañado con él con furia salvaje. Se preguntó cuántas bocanadas de aire tuvo que dar su torturador para recuperarse de aquel esfuerzo que el sacerdote habría padecido, entre gritos y lágrimas. El resultado era espeluznante. El sacerdote había dejado caer la cabeza y tenía los ojos cerrados y la boca entreabierta, con una saliva rojiza brotándole entre los inflamados labios. Se mantenía clavado en la cruz sujeto por clavos en brazos y piernas y como no pareció suficiente para que se mantuviera así habían dejado una escalera, la misma que habían usado para subirle, apoyada en la cruz para que los pies del sacerdote se apoyaran en el escalón superior. No fue así, pensó Eric, no le clavaron de las manos, fue en los brazos. La imagen en la cruz era simbólica, no real.

Sin embargo, su cuerpo hacía pequeños movimientos, lo cual indicaba que aún estaba vivo. En apariencia. Eric no quería que aquel Longinus le clavara la lanza para comprobar si vivía o no. Haría cuanto estuviera en su mano por salvar a su sacerdote y amigo y, por desgracia, no veía el modo de hacerlo sin recurrir a la violencia.

No había nadie más en la iglesia. Ni Dios, ni la Fe, ni la Piedad. Eric, Longinus y Robinson: dos hombres y un fantasma.

Tenía que hacer algo.

–¿Por qué el casco? –preguntó Eric señalando la cabeza del otro, absurda manera de iniciar una conversación, pero no sabía cómo hacerlo– ¿Es algún tipo de símbolo?

–¿Esto? –respondió Longinus golpeando el casco con el pulgar– No. Ni siquiera soy minero. Soy secretario. Ni eso, hago copias y llevo cafés, en KOKE; bueno, lo era. Mi jefe se ha caído de un piso treinta y siete. Podría decirse que ha suspendido su examen de vuelo, ¿eh?

Se rio, como si le hiciera gracia recordarlo.

–Estaba por ahí tirado, el casco, digo; no mi jefe, que también –volvió a sonreír–; y no me pareció mal llevarlo.

Eric le devolvió una mueca triste que no llegaba ni a sonrisa.

–Nunca pensé que el asunto llegaría a tanto, ni que todo sería tan…

–¿Extraordinario?

–…violento.

–Extraordinario y violento –dijo el hombre, abarcando cuanto pudo con un movimiento de brazo.

–¿Esto te parece extraordinario? –Eric señaló al hombre en la cruz.

–A ver… En mi defensa diré que yo no lo he hecho. Había unos tipos aquí cuando llegamos, ¿sabes? Veníamos a quemar la iglesia, era el plan. Nada más. Se están quemando por toda la ciudad y es algo que a mí me parece genial. Como si el fuego purificara, ¿sabes? Lo de la cruz me parece exagerado, un poco; procuro apartar la mirada porque es desagradable. Pero hay cierta… justicia en todo esto, ¿no?

–La justicia no funciona así.

–¿Y cómo funciona? No me irás a decir que lo que había antes era justo.

–No lo sé. Pero así, no. No. No parece justo. ¿Qué mal ha hecho este hombre?

–Ellos sabrán, los que estaban antes. Estaba así cuando llegué.

Estaba así cuando llegué. Yo no hice nada. No soy responsable. La culpa es de otro. No sabe, no contesta. Ellos, siempre ellos.

«¡Ay de vosotros los que llamáis mal al bien y bien al mal; y tomáis las tinieblas por la luz, y la luz por las tinieblas; y tenéis lo amargo por dulce, y lo dulce por amargo! ¡Ay de vosotros los que os tenéis por sabios en vuestros ojos, y por prudentes allá en vuestro interior!»

–¿Qué? –el otro no parecía entender a Eric, aquel extraño que había entrado en la iglesia, sin motivo aparente, y se había quedado quieto, como si estuviera hablando consigo mismo, en voz alta. Longinus apoyó la lanza en el suelo y en el hombro escuchando.

–A menudo me siento aquí –el dedo índice señaló un martillo con la cabeza ensangrentada y algunos clavos sin usar sobre uno de los bancos de la iglesia. Cogió el martillo, era un martillo de carpintero, con uno de los extremos del cabezal en forma de «W»– ¿Con esto habéis… clavado… ya sabes… los clavos… ahí?

Con la herramienta del carpintero podría salvar a un buen hombre. Sacar los clavos y bajarle de la cruz, antes de que fuera tarde. Antes de que ellos, los otros, volvieran de su paseo por el cementerio. Miró el martillo, al hombre, su lanza, la cruz, la escalera y la silla en la que el centinela estaba sentado cuando Eric entró. Era una silla de madera, de auténtica madera, pesada y contundente. Tocó el respaldo con la mano mientras sostenía el martillo. Supo lo que tenía que hacer.

–Sí, no hace falta ser un genio para ver que ese es el martillo que habrán usado… no lo sé, puedes preguntarle a ellos cuando vuelvan. –Se giró hacia el cementerio–. Ellos podrán decirte…

Ahora o nunca. Vaciló medio segundo, el otro estaba distraído, y seguía dando la espalda a Eric. Sujetó el respaldo con ambas manos, aún sosteniendo el martillo, y describió un arco con la silla para partírsela en la espalda. Esa fue su intención.

La silla crujió con el golpe, pero no se partió. No ocurrió como él pensaba. La silla no se rompió, ni el hombre cayó completamente derribado e inconsciente al primer golpe. Se quedó boca abajo, arrodillado, apoyándose sobre las manos, con la lanza en el suelo. No le dejaría coger la lanza. Eric le golpeó varias veces más, hasta que al final partió la silla y no le sirvió para seguir golpeando. Longinus rodó sobre sí mismo tratando de huir de Eric, empuñando la lanza. Eric saltó sobre él golpeándole la cabeza con el martillo mientras el otro trataba de clavarle la lanza; pero la lanza era un arma muy larga y no lograba acercar la punta a Eric, tan solo podía golpear su costado con el mango. En cambio, el martillo, mucho más pequeño y manejable, golpeaba sin cesar la cabeza de Longinus, emitiendo un chasquido metálico a cada golpe.

¡Era incapaz de atravesar aquel maldito casco de minero! Tampoco podía quitárselo, ya que estaba atado bajo la barbilla del otro. Longinus soltó la lanza y trató de dar puñetazos y arañar la cara de Eric, provocando heridas con aquellas uñas, y metiéndole un dedo por la nariz a tal profundidad que hizo que la sangre manara en abundancia, cayendo sobre la cara y los ojos de Longinus. El hombre quedó parcialmente cegado por la sangre; los golpes del martillo pasaron de la cabeza metálica a la cara. Longinus recibió varios martillazos, hasta que uno de ellos se hundió entre los ojos.

Eric arrastró al padre Robinson fuera de la iglesia hasta el carro; el sacerdote pese a estar consciente era incapaz de sostenerse por sí mismo. Pese a que le había puesto las ropas de Longinus para cubrir su desnudez y hacerle pasar por un ciudadano más, éstas ya estaban empapadas e iba dejando un reguero de sangre tras él, mucha más de la que Eric creía que un hombre podía tener. Tenía que llevarlo a un hospital, cuanto antes.

En algún lugar cercano se oían disparos. Tiros aislados. Cuando se acercó a inspeccionar el origen vio que, en efecto, algunas personas se habían escondido entre el laberinto de tumbas, pero habían sido descubiertos y les estaban ejecutando. Uno a uno. Primero les habían hecho cavar sus propias tumbas y ahora las estaban llenando con sus cuerpos. Se preguntó cuál era el crimen del que se acusaba a aquellas personas. Ser reyes de Capital, o reyezuelos. Era el crimen habitual. Eric hubiera querido hacer más, pero no podía seguir tentando a la suerte aquella noche.

Gracias a Dios que no decidió acercarse, ya que en aquel momento un dron de combate sobrevoló el cementerio sobre la posición en la que aquel pelotón de ejecución estaba. De una rápida pasada, volando muy bajo, descargó una lluvia de plomo sobre todos los congregados, sin hacer distinciones. Matando por igual al jefe que al obrero. Los muertos cayeron sobre aquellas tumbas abiertas o quedaron tendidos en el suelo. Al final del juego, peón y rey acabaron en el mismo hoyo.

Eric salió corriendo de allí antes de que el dron fuera a por él. Colocó a Robinson en el asiento del copiloto y le abrochó el cinturón de seguridad; no esperaba tener ningún accidente, lo hizo para que el hombre no se desplomara sobre el salpicadero. Murmuraba algo, indicando que estaba vivo, pero no podía decir nada con sentido, o nada que Eric entendiera. Después se puso al volante, viendo sus manos ensangrentadas, sangre del sacerdote, pero también del hombre al que había matado. El cadáver que había quedado a los pies del altar.

Arrancó el motor y trató de llegar a un hospital; no sabía cuál estaría habilitado, por lo que siguió las grandes avenidas, donde la anchura entre aceras había provocado que los cristales que cayeron de los edificios no cubrieran toda la calzada. Cuando llegó a una de ellas vio camiones con soldados, ya no eran milicianos, sino hombres bien armados que desembarcaban de los camiones para atacar a los grupos de rebeldes que había en las calles.

Ahora no eran disparos aislados, sino un intenso repiqueteo de balas. Notó un chasquido en el carro y supo que les habían alcanzado, aunque no pareció que le hubieran dado a nada importante, o a ellos.

Los soldados abrían fuego sin contemplaciones, disparando sobre todo aquel que no llevara el brazalete de la Hermandad Roja, o un uniforme de la Fuerza de Paz.

 

Piedra, papel, tijera

 

Una banda de música tocaba en la calle, aquello era surrealista. Solo Dios sabía qué hacían allí, en medio de los escombros y los pequeños incendios, tocando sus trompetas y tambores en aquel paisaje ennegrecido; pero animaban con su melodía el ambiente festivo, en una atmósfera de destrucción, de los que rodeaban el recién conquistado ascensor espacial.

La gente coreaba entusiasmada aquella banda de música como si fuera un grupo de fans escoltando a sus componentes hasta el gran escenario donde interpretarían sus mejores temas ante un público histérico. Saltaban, cantaban y se abrazaban entre ellos. Eran incapaces de estarse quietos. Estaban eufóricos, inundados por una alegría como nunca antes habían sentido. Como si haber capturado aquel importante lugar les hubiera convertido en dueños absolutos de sus vidas y sus destinos.

Bebían. Celebraban. Los contenedores del ascensor fueron el botín de los vencedores; aquellas cajas contenían todo lo que Capital necesitaba diariamente, importado por las corporaciones para satisfacer la escasez local de algunos productos básicos, así como alimentos, cajas de vinos, cervezas, licores, zumos, refrescos y agua mineral. Agua, refresco y zumo no eran las bebidas apropiadas para una celebración: el pueblo se bebió la bodega del Zar. Complementada con varias toneladas de alimentos que AAF importaba a Capital. Todo ello repartido sin discreción ni control entre los presentes para que con ello festejaran aquel triunfo sobre la opresión.

Los carros hacían sonar el claxon por la calle como muestra de apoyo. Pequeñas milicias populares recorrían las calles, animando a los vecinos a sumarse a la celebración. Los besos, abrazos y otras muestras de afecto eran la norma, y no fueron pocos los que, inundados de aquel espíritu de celebración, encontraron, si no el amor, al menos sí la pasión. Quizá algún pequeño rebelde fuera concebido en aquel momento de euforia. Al calor de la victoria y la celebración.

Los entusiastas se habían subido a los tanques, y sus tripulantes eran enterrados bajo una marea humana que quería acercarse a ellos, como si desprendieran un aura de libertad que todos querían sentir. Los valientes soldados del campo, que habían acudido a rescatar a los habitantes de la ciudad, la extraña urbe a la que no pertenecían y ahora les recibía con los brazos abiertos, como una madre al regreso de un hijo largo tiempo ausente. Lloraron; por supuesto que lloraron, de alegría. Lágrimas de felicidad, pues aquel era el primer y más importante paso, hacia un mundo mejor.

Ahora tenían el ascensor.

Todo era un amasijo de hierros, lenguas de fuego y carne humana. Olía a humo, sangre, gasolina, excrementos, pólvora; olía a batalla. No era un olor muy diferente al que se percibía después de un encuentro con los tuneladores. Después de haber acabado con el enemigo.

No eran tuneladores. Eran seres humanos. Habían luchado contra seres bípedos, inteligentes, que habían tenido padres, familiares, con sentimientos, un pasado vivido y un futuro truncado a balazos. Habían luchado entre ellos. En aquella guerra el enemigo era igual que tú, un ser humano, pero aún era «el otro». Finalmente, con años de retraso, la guerra también había sido importada a Capital. Tal vez la paz había sido demasiado duradera y el precio a pagar por ella, excesivo: los órganos de los muertos y el futuro de los vivos.

Charles caminaba sobre los cadáveres de los defensores.

La infantería no había podido resistir el asalto de los tanques. Las balas rebotaban contra el blindaje de los vehículos y permitieron a los sitiadores lanzarse al asalto con la seguridad de que tomarían la posición. Usando los tanques como escudos móviles una gran cantidad de rebeldes avanzó por las rampas del ascensor espacial, ganando un terreno que unos minutos antes había sido tierra de nadie.

Los cañones de cincuenta y cinco milímetros habían hecho que los platillos que estaban dentro del alcance de tiro cayeran como moscas, precipitando a sus ocupantes hacia el abismo. Haciendo llover fragmentos de metal sobre los defensores. Aquella situación fue insostenible para ellos. No fueron necesarios más de diez minutos desde que su mujer apareció liderando la columna de tanques para que los defensores se rindieran. En cuanto el primer tanque llegó hasta los contenedores del ascensor, los defensores pusieron el seguro a sus armas, retiraron los cargadores y alzaron los brazos en señal de rendición. Implorando misericordia.

Había un gran número de prisioneros. Pocos defensores quisieron entregar su vida una vez que los vehículos blindados asomaron por las rampas del ascensor. Charles Barnes fue el primero en llegar hasta ellos, avanzando con su cojera hasta alcanzar a sus tanques, que tomaron la iniciativa desde el primer momento. Quería evitar que hubiera una oleada de ejecuciones en caliente y consiguió salvar la vida de los defensores que quedaban. Estos se lo agradecieron, de mirada y de palabra, aunque aún temían lo que podía llegar a pasar. Estaban de rodillas con las manos cruzadas detrás de la cabeza. Esperando su destino, confiando en que hubiera vida en él.

Charles cojeaba frente a los prisioneros arrodillados. Eran muchachos, igual que todos. Algunos estaban heridos, los más graves esperaban su turno en un abarrotado hospital improvisado. Los que podían esperar, lo hacían. Los prisioneros estaban ilesos en su mayoría, su moral había decaído rápidamente y su salario no compensaba aquel sacrificio, aunque no hubieran querido rendirse ante aquella masa de rebeldes encolerizados que ahora celebraba y festejaba haberles derrotado. Sin embargo, no era el hecho de vencer a los soldados, sino el simbolismo que tomar el ascensor espacial representaba.

–Ese es el que te ha disparado –dijo de repente uno de los soldados, señalando a un compañero suyo, dos posiciones a la izquierda. El dedo acusador temblaba en el aire y retirado poco a poco.

Se produjo un silencio automático y las respiraciones fueron contenidas. La mirada de Charles se posó sobre el tirador que trataba inútilmente de esconderse bajando la cabeza. Muy atento a las líneas de las baldosas.

Después, la mirada se volvió hacia el soldado que había hablado. Hizo ademán de inclinarse hacia él, pero la pierna le dolió horrores y tuvo que quedarse como estaba, mirando a los arrodillados.

–No es el único que me ha disparado.

Temieron que aquello supusiera que todos serían castigados, pero en realidad Charles no le daba importancia; como si hubiera sido una bala perdida. Más violencia no le curaría.

Charles dejó los prisioneros al cuidado de un grupo de voluntarios en los que creía que podía confiar y se giró hacia la mujer que subía la rampa del ascensor a la carrera. Katherine.

El beso que se dio con su esposa fue quizá el más apasionado que se habían dado en toda su vida. Besos y abrazos apasionados, algo no muy común entre la forma de comportarse de Charles. Ni aun en su noche de bodas había sentido con tanta intensidad los labios de ella sobre él como en aquel día en que aquella mujer que había dedicado su vida a plantar semillas, la heroína crepuscular, capturó el ascensor espacial.

–Mi héroe –bromeó él, refiriéndose a ella.

Pero ella no estaba para bromas, pese a que se regocijara de verlo entero y en razonable estado de salud. Poco faltó para que le diera un bofetón por haber cometido tal locura.

–Alguien tenía que hacer algo, no podía permitir que os machacaran a todos. –Katherine puso la mano sobre la herida de Charles, pero ante la mueca de dolor de él la retiró con rapidez–. ¿Estás bien?

Él asintió. Mintió.

–¿Cuánto hace que te han herido? —inquirió enfadada al ver cuán estúpido era su marido por no haber acudido de inmediato a que le curaran aquella herida.

–Un minuto antes de que llegaras –respondió él, forzando una sonrisa.

–No voy a decir que me alegre; no lo hago. –Ella no sonreía–. Pero en cierto modo te lo mereces. Toda tu vida has sido paciente, toda tu vida has pensado qué hacer antes de hacerlo; y hoy has salido hacia la ciudad como si te persiguieran los demonios y has sido incapaz de esperar a que llegara con tus tanques.

–No sabía que vendrías –se defendió–, ¿cómo iba a saberlo?

–No sabía si estabas vivo –le recriminó–, ¿cómo iba a saberlo? Me dijiste que todo estaba en orden; me mentiste. Si no llego a venir, ¿qué habríais hecho?

Charles miró las calles donde algunos voluntarios, ajenos a las muestras de celebración, retiraban a los caídos. Habían sido muchos, aumentarían a medida que los heridos más graves sucumbieran a la muerte.

–¿Quieres que te diga la verdad? –Ella asintió–. No lo sé, pero algo se me hubiera ocurrido.

–¿Cuándo?

–Eventualmente. –No sabía qué más responder.

Ahora ella le ayudaba a moverse, haciendo de muleta para Charles, cuya pierna empezaba a resentirse de la herida de bala, bala que aún llevaba incrustada. Caminaban los dos juntos en busca de un médico que pudiera atenderle mientras recorrían, a paso lento, la distancia que separaba el ascensor espacial del hospital de campaña. Durante aquel recorrido, que se hizo eterno, Katherine le comentó el estado de salud de Joseph Naked, al parecer se recuperaría, cómo habían recibido las noticias de la ciudad y quiénes habían acudido a ayudarle.

–Además, los chicos se mostraron de acuerdo en ayudar. Desde el principio. Se unieron a esta pequeña misión de rescate para salvarte. Luego deberías hablar con ellos, darles ánimos y agradecer lo que han hecho. Han estado todo el viaje proponiendo ideas para ayudarte. Planificando estrategias y calculando cómo responder a las emboscadas. No han estado ociosos ni un momento. Al final ha bastado con ir de frente hacia el enemigo.

–El enemigo…

¿Qué enemigo? ¿Quién era el enemigo? ¿Aquellos muchachos que esperaban la piedad de los que se habían alzado? Maldito mundo, maldita vida que volvía a los hombres los unos contra los otros en un universo donde era necesario hacer piña a las muchas amenazas.

La mujer interrumpió su melancolía, ella quería transmitir un brillante futuro, que sustituyera al sombrío pasado que mentalmente rememoraba Charles.

–Charles, mira a toda esa gente, celebrando. –Su mujer señalaba la marea de puntitos que eran las alegres personas que unían sus emociones en aquel momento histórico–. Este es un gran comienzo. Este es su momento. Nuestro. De todos. Ahora podremos hacernos oír; tendrán que escucharnos. No apruebo todo lo que ha pasado, pero…

–Ha pasado –concluyó Charles–. Tendrán que responder por esos órganos. Tendrán que decir verdades, dolorosas verdades. Algo tendrá que cambiar. Hay mucho trabajo por hacer.

–Mucho.

 

*****

 

Había un peaje en la calle. O algo semejante. Una especie de barricada ciudadana que controlaba quién entraba o, en este caso, quién salía de la zona circundante al ascensor espacial. Había cruzado una al entrar, le habían dejado pasar para que el hombre herido que era su copiloto pudiera recibir atención médica; pero los pocos médicos que había en la zona estaban muy ocupados. Eric tuvo que rendirse y volver a cargar al padre Robinson en el carro. Probaría suerte en un auténtico hospital, después de informarse, a través de rumores más o menos verosímiles, de cuáles estaban aún en funcionamiento.

Ahora, para salir, le pedían explicaciones. La toma del ascensor había supuesto la apertura de los contenedores de los almacenes y los saqueos eran algo habitual. Algunos grupos improvisados cogían cuanto podían acarrear y se lo llevaban a sus casas; después, volvían al ascensor y repetían el proceso. Barra libre.

Por ello se habían formado esos pequeños «puestos fronterizos» donde se vigilaba, en la medida de lo posible, lo que cada uno se llevaba. Aunque el descontrol era absoluto. No obstante, un carro era fácil de detener, bastaba con bloquear la calle.

Eric pisó el freno con suavidad hasta que el vehículo se detuvo, el peajero se asomó por la ventana del copiloto, golpeando el cristal con el cañón de una pistola. Lo hizo con suavidad, pero aquel sonido estremeció a Eric.

La ventanilla descendió, dejando hablar al hombre.

–¿Dónde vais?

–Al hospital –respondió Eric.

–¿Por qué?

Eric puso cara de sorpresa, señalando con la cabeza al moribundo copiloto.

–¿Me lo preguntas en serio?

Eric cogió del brazo a Robinson. El casco se le ladeó ligeramente, pero estaba bien sujeto. Le enseñó los agujeros de sus manos, el hombre se estremeció al verlo y miró a Eric con los ojos muy abiertos. Hizo un gesto con la mano para que un compañero se acercara. También el otro puso cara de sorpresa.

–Joder, ¿qué le ha pasado? –preguntó el otro.

–Los de la Hermandad Roja le han crucificado.

Mintió, porque aquello era más sencillo de explicar y más fácil de creer. Muchas cosas horribles hacía la Hermandad Roja. Aquella bien podía ser una más. Siempre se puede escuchar una historia más espeluznante que la anterior. El ser humano es muy imaginativo para la crueldad.

–¡Dios! –maldijo el peajero–. Son unos hijos de puta.

–Ha sido una salvajada –les dijo Eric, sin mentir–. ¿Podemos irnos? Mi amigo está sufriendo.

–Sí, claro. Por supuesto –dijo el peajero al tiempo que él y su compañero retiraban la barricada para dejar pasar al carro.

–Deberíais iros –les aconsejó Eric–, vienen hacia aquí y tienen armas pesadas. Los de la Hermandad Roja y la Fuerza de Paz.

–Son lo mismo –opinó, sin equivocarse, el peajero.

–Nosotros hemos tomado el ascensor espacial –respondió el otro, muy orgulloso–, y tenemos tanques. ¿Pueden luchar contra eso?

Eric recordó los camiones cargados de soldados. No había visto tanques ni nada que se le pudiera equiparar.

–No, no lo creo.

–¿Ves? –Sonrió el peajero–. No hay nada de qué preocuparse amigo, tú ocúpate de este pobre hombre. Llévalo a un hospital. Cuidarán de él.

Eric arrancó el carro pero el peajero le dio el alto, una vez más. Eric temió que fueran a seguir interrogándole hasta aclarar algo que no les terminaba de encajar. Sintió como si aquellos hombres fueran a crucificarlo por estar protegiendo a un buen hombre, por proteger a un sacerdote.

Pero no era aquello por lo que paraba a Eric de nuevo. Había tenido un pequeño capricho que le parecía lógico y no dudó en satisfacer su curiosidad y apetito material.

–¿Para qué lleva ese casco? –preguntó, con mucho ímpetu.

–¿El casco? Para que no le dejen seco de un golpe –respondió Eric, sin pensarlo demasiado–, o no le vuelen la cabeza.

–Eso pensaba. –El peajero dudó un segundo, como si no terminara de convencerse a sí mismo de preguntar–. ¿Puedo quedármelo? Por aquello de las balas.

Por supuesto. Eric le quitó el casco al moribundo padre Robinson y se lo dio al peajero.

–Todo tuyo, pero ten cuidado: no te protege la cara.

–Es mejor que nada.

El peajero se quedó con el casco y dejó pasar a Eric y Robinson. Pisó el pedal del acelerador y salió de allí; no mucho antes de que empezaran a llegar las primeras balas.

 

*****

 

La música fue silenciada con el primer misil. La onda expansiva alcanzó a una gran cantidad de personas y pronto los que estaban celebrando la victoria se convirtieron en heridos y cadáveres. Un denso humo apareció en el punto de impacto, mientras una pequeña aeronave sobrevolaba la zona. No era la única.

Toda la calle estalló en llamas.

Charles Barnes cojeaba hacia el hospital de campaña, con su mujer ayudándole en cada paso, cuando los misiles hicieron blanco sobre uno de sus tanques, la explosión sacudió el tanque y los que estaban sobre él cayeron muertos. La onda expansiva lanzó a la pareja por el aire; él se golpeó en la cabeza haciendo que todo se nublara. Ella se revolvía en el suelo tratando de ponerse en pie.

El tanque estaba dañado pero aún se mantenía firme. El conductor trató de mover el vehículo y ponerse a cubierto, pero el misil había destrozado una de sus orugas y no logró avanzar más de cuatro metros. La torreta comenzó a girar para buscar un blanco cuando un segundo misil logró penetrar el blindaje. El tanque se convirtió en un retorcido montón de chatarra de veinticinco toneladas.

Un tanque no era rival para una aeronave; la aviación aplastaba a los vehículos blindados igual que los vehículos blindados aplastaban a la infantería. Su tamaño y lentitud los hacía vulnerables.

Los ataques aéreos prosiguieron hasta que solamente quedó un tanque en funcionamiento. No era rival para una aeronave, aun así tenía que intentarlo. Trató de huir de aquella explanada que convertía al tanque en un blanco expuesto en un campo de tiro. Ganó algo de tiempo expulsando el negro humo del motor que envolvió al vehículo, haciendo que todos cuantos seguían cerca del vehículo tosieran y les faltara el aire.

No logró llegar muy lejos, al final fue alcanzado y destrozado como los demás. Ya no quedaron vehículos blindados al servicio de los rebeldes. La infantería, bajo el fuego protector de la aviación, pudo converger al asalto sobre el ascensor espacial, el principal, y casi el único, reducto de la rebelión.

Los gritos de los heridos fueron silenciados por el estruendo de las explosiones. El humo envolvió las calles y las personas se convirtieron en sombras oscuras que vagaban en busca de un refugio.

La revolución murió cuando el fuego cayó del cielo.