Capítulo sexto
La gran estafa
Mas en orden a los cobardes, e incrédulos, y
execrables, y desalmados, y homicidas, y deshonestos, y hechiceros,
e idólatras, y a todos los embusteros, su suerte será el lago que
arde con fuego y azufre, que es la muerte segunda, y
eterna.
–Apocalipsis, 21, 8.
Cruzar la línea
La habitación olía a su propia orina, a su propio miedo. Vio el retrato de su mujer en la mesa de noche. Gracias a Dios, ella no estaba allí. Estaba trabajando en un turno especial del hospital que podía durar varios días. No estaba allí para contemplar aquel cruel espectáculo. Para sufrir lo que él sufría.
No creía que su cara fuera capaz de soportar más golpes; sin embargo, los golpes seguían llegando al rostro de Jerry Gillian. Atado a su silla de trabajo mientras recibía, uno tras otro, los golpes que aquel criminal le daba. A cada golpe, una pregunta. Siempre la misma. ¿Por qué la Iglesia controlaba la distribución de los órganos de Capital? Él no sabía nada, pero a ellos no les importaba. Seguían golpeándole sin piedad para hacerle hablar de lo que solamente sospechaba, pero no sabía con certeza.
Eran dos: el violento y el vigilante. Encapuchados. Mientras uno vigilaba la entrada, el violento se cebaba sobre la cara y el cuerpo de Jerry Gillian. Acosándole a preguntas para las que no tenía respuesta. Él solamente notificaba los casos de NM, les decía, y hacía una lista de los afectados. Él no operaba, él no trasplantaba. Él era un médico general. Recibía pacientes en su consulta y recetaba medicamentos. A veces estaba en los quirófanos, pero como observador. Él nunca operaba. No sabía qué pasaba con los órganos, de dónde venían, adónde iban. Jerry anotaba los nombres de los afectados y consultaba su avance a través de las diversas listas de los trasplantes autorizados.
–¿Dónde están esas listas? –Un nuevo golpe en el estómago.
–No lo sé.
–¡No mientas!
Un nuevo golpe.
–¡Si os lo digo me despedirán!
Golpe.
–¡Si no hablas te golpearemos hasta que mueras! –bramó el violento–. La elección es simple.
–¡Están en la computadora!
El violento se sentó frente a la computadora y pulsó botones con furia. Furia que aumentó cuando vio que no podía hacer nada más.
–¿Cuál es la clave?
–¡No puedo decírtelo! ¡Hay información confidencial de Retorno!
–¿Cuál es la clave? ¿Cuál es la clave? ¿Cuál es la puta clave?
A cada pregunta, un golpe. Jerry sentía que todos sus dientes tenían vida propia en el interior de su boca.
–No… puedo… no –balbuceó.
El hombre salió del dormitorio. Jerry oyó ruidos metálicos procedentes de la cocina. El hombre volvió con un grueso cuchillo. Se colocó detrás del médico y le agarró la mano derecha.
–Dame la clave o te cortaré cada uno de los dedos del cuerpo –amenazó–. Son veintiuno.
No fue tan inquietante la amenaza como el hecho de que por una vez no hubiera gritado, sino que susurrara a su oído.
–¡Alison23!
Ricardo se sentó frente a la computadora. La holopantalla mostró el proceso mediante el cual sus nombres habían sido borrados de la lista de trasplantes al añadir otro nombre: Kara Hurley. Ella había tenido dos órganos infectados: el corazón y el páncreas. Exactamente, los mismos órganos que no les habían entregado a ellos.
Conocían a Kara, era compañera suya en la mina. Era.
–Hace tiempo que no veo a Kara por la mina.
–Ya no trabaja allí –explicó el vigilante–. Ha entrado en una especie de programa especializado de robótica; cobran mucho más y reciben trasplantes.
–Sí que reciben trasplantes: los nuestros.
Aquella mujer, en la que una vez habían confiado, les había robado sus órganos. Se había convertido en uno de ellos. Su casa sería la próxima que visitaran.
–¿Por qué ella recibió nuestros órganos?
–No lo sé. No lo sabía. Ella tenía doble NM; yo mismo se lo dije.
–¿También tú diste las órdenes para que recibiera nuestros órganos?
–¡No, eso lo hizo la computadora!
–¿La computadora? ¿Cómo que la computadora? –El violento sujetó la cabeza con furia mientras escupía cada palabra con la rabia de un hombre enloquecido–. ¿Una máquina decide quién vive y quién muere?
–¡No! Solamente añade los nombres. Después lo procesan en la base de datos de Retorno.
El vigilante vio algo en la holopantalla que le llamó la atención. Jerry agradeció aquel pequeño respiro.
–Fíjate en esto.
–¿El qué? ¿Qué son esos números?
–Códigos de identificación de envíos al ascensor espacial. Fíjate bien. Todos tienen como destino Tierra. Están catalogados como «Desechos genéticos».
El violento volvió a prestar atención al médico.
–¿Qué son los desechos genéticos? ¿Por qué se envían a Tierra?
–¡No lo sé!
–¡Mientes!
–Dos de esos paquetes fueron desviados hasta un quirófano del hospital de Retorno. El número 2. Si te fijas en esta lista de operaciones programadas… La doctora Gillian, su mujer –el dedo acusador del vigilante señaló a Jerry– operó a Kara Hurley.
Se produjo un breve silencio en la habitación mientras los dos asaltantes leían la holopantalla.
No más gritos. La voz de los asaltantes perdió fuerza hasta reducirse a un susurro.
–Nos están robando…
–Nos están exterminando.
–No les basta con hacernos trabajar hasta la muerte. Nos arrancan los órganos para dárselos a los terrícolas. Nos traen aquí a morir.
–Naked debe saber esto.
–Debe. Todos deben saberlo. Voy a enviarle esta información ahora mismo.
El violento introdujo la información en su comunicador mientras el vigilante abrió el cajón de la cocina. El sonido del cuchillo al salir de su funda aceleró el corazón del médico. El destello de la luz sobre el metal. Los pasos tranquilos del asaltante. El vigilante se acercó a Jerry mientras el violento escribía en su comunicador, indiferente ante la situación.
Tratando desesperadamente de huir volcó la silla, su cara se golpeó contra el suelo y por el rabillo del ojo vio como el cuchillo se acercaba a él.
–Yo no sabía nada. ¡Lo juro!
No hubo más golpes.
Los trágicos amantes
Hubo besos bajo las luces de las farolas del jardín de aquella elegante construcción que había acogido la velada. Los besos que se dieron Scott y Lucy hubieran sido muy distintos si hubieran sabido que iban a ser los últimos. Pero en aquel momento solamente era un «hasta mañana». Él tenía que ir al campo; ella, al laboratorio. Un día más en sus vidas. Sin dejar de sonreír, Lucy subió al carro de Jay y el chófer la llevó a su casa, sana y salva.
Katherine vio cómo la muchacha se alejaba mientras, cogida del brazo de su marido, se acercaban a un vehículo con menos encanto, el blindado artillado de ocho ruedas que les llevaría de vuelta al convoy de Green World.
Los científicos de la Ejulve también se habían marchado, el doctor Gascón, muy ebrio, con ayuda de la doctora Lebreton y la doctora Bernal. La dos mujeres, la joven y la anciana, tuvieron que meter a Ismael en un carro para poder llevárselo. Alice aseguró que mantendría su promesa de sacar del planeta a cuantos quisieran irse; mañana mismo tendría los documentos y los llevaría al laboratorio.
Charles trepó por un lateral y se apoyó en la siniestra silueta de la ametralladora doble que había en el techo. Aquella arma no asustaba a Katherine, que estaba acostumbrada a las armas; pero pudo ver cómo Jay Scott no le quitaba el ojo de encima.
Katherine pensó que Scott iba a ser un problema. No estaba planeado que se les uniera en aquel viaje en el que iba a estar acompañada de Colleen Murphy, a quien ella conocía muy bien y sabía perfectamente con quién estaba casada, y su amante, Joseph Naked, cuyo nombre era conocido en todo el planeta. Scott no iba a estar en aquella loca escapada romántica, que Katherine había consentido por alguna clase de sentimiento soñador que le envolvió cuando Colleen se lo propuso. Ahora se veía claramente que era un error y necesitarían una buena excusa que justificara la presencia de aquel desconocido.
–No podemos irnos aún –le dijo al delegado de AAF–, Colleen Murphy ha ido a buscar un periodista que nos acompañará.
Katherine oyó el gruñido de su marido y Scott se interesó por el periodista. Un locutor, le contestó, sin mentir. El resto de explicaciones fueron vagas.
Se quedaron junto al vehículo, esperando. Conducía uno de los subordinados de Charles y había un segundo soldado en el interior, el artillero, en caso de que se encontraran con tuneladores por el camino, lo cual era poco probable: los xenomorfos habían emigrado lejos de la ciudad y de los cañones de los tanques. Esos dos soldados serían más fáciles de engañar, siempre estaban escoltando caras nuevas hacia el campo y no se sorprenderían por ver una más. Katherine esperó tranquila; ya no estaba impaciente.
La vida en el campo le había enseñado tranquilidad, aquellas esperas; aquellos momentos de no hacer nada… eran reparadores. Sin embargo, aquel fue el último minuto de tranquilidad del que disfrutó Katherine. Todo sucedió muy rápido a partir de ese momento. En una espiral de violencia que sacudió todo el planeta.
*****
Joseph Naked acudió a su cita, pero ensangrentado. Collen le había visto llegar cojeando. Tan pronto como supo que era él había corrido a ayudarle. Ahora los dos avanzaban a trompicones hacia el vehículo artillado del capitán Barnes. Se oían voces junto a él.
–¿No ha venido la señora Murphy?
–Le llamaré –dijo Katherine.
No fue necesario. La mujer del Cardenal surgió de la oscuridad, sosteniendo como podía a un hombre herido que apenas era capaz de mantenerse en pie. Era evidente que estaba gravemente herido y necesitaba cuidados urgentes. Katherine soltó un gritito al verle.
–¿Quién es ese? –preguntó Charles– ¿Qué le ha pasado?
–¡Es Naked! –exclamó Colleen.
–¿Naked? –La cara de sorpresa de Scott no podía describirse con palabras–. ¿Joseph Naked? ¿Qué hace aquí? ¿Quién le ha disparado?
Katherine y el conductor ayudaron al herido a entrar en el vehículo donde rasgaron su ropa para comprobar la gravedad de sus heridas: tres orificios de bala.
–Hermandad Roja –balbuceó el herido–… Murphy… ¡Murphy!
El herido entró en el vehículo y el capitán ordenó al conductor salir de ahí. Su idea de llevarle al hospital fue inmediatamente descartada por Colleen. «Ellos», los esbirros de su marido, sabían que estaba herido: un hospital sería el primer lugar donde le buscarían. Le llevarían al campo, donde había un médico de campaña de Quick Action. Los galones de Charles bastarían para convencerle de que atendiera a un civil desconocido.
El herido parecía que se resistía a ser tratado. Seguía hablando de forma entrecortada, queriendo contar la desesperada lucha en la que se había visto envuelto. A Charles eso le importaba poco, en aquel momento lo importante era sacar aquellas balas y salvar su vida.
–Cierra la boca, y deja de moverte. Estoy intentando salvarte la vida, haz el favor de colaborar antes de que te dé un puñetazo.
El vehículo dejó la ciudad y se adentró en el campo; los potentes focos del vehículo iluminaban el camino. Se zarandeaba arriba y abajo por la irregularidad del terreno. Quick Action había solicitado la construcción de carreteras en numerosas ocasiones, pero las demás corporaciones no estarían a favor de tales infraestructuras de comunicación terrestre hasta que la población hubiera aumentado y fuera necesario conectar más enclaves humanos.
–Busca en el botiquín unas pinzas, gasas y algo de morfina –ordenó al artillero–. ¡Conduce más despacio! –recriminó al conductor–. Vas a hacer que le corte una arteria.
Naked había tenido suerte, en cierto modo, había acabado en manos de un militar que parecía estar de su lado y que tenía experiencia en heridas de bala. Dolorosamente extrajo la bala del brazo antes de concentrarse para sacar las de la espalda.
Scott estaba completamente mudo, observando cómo Charles Barnes operaba de urgencia a aquel muchacho herido. Colleen vio cómo Katherine, quien nada podía hacer en aquella situación, escribía en su comunicador.
–¿A quién escribes? –preguntó Colleen.
–A Kara. La minera. Querrá saberlo.
–¡No puedes confiar en ella!
–Sí, se puede. Ella comparte las mismas ideas que Naked.
–¿Y de qué servirá?
–Ella hará correr la voz de que Naked ha sido atacado, pero sigue vivo.
–Debo… publicar. Deben… saber –balbuceaba el herido.
–No seas imbécil –la falta de colaboración del herido estaba exasperando al oficial–. Lo único que vas a publicar es una hemorragia interna como no te calles y dejes de moverte. ¡No me obligues a dejarte KO!
Charles trataba de inmovilizar al herido, pero éste no paraba de moverse; y en esas condiciones era imposible.
–No… están expectantes… yo publico… saben que soy uno… ellos, saben… me la juego por ellos. Necesitan…
–¡Se acabó! ¡Tú lo has querido! ¡Trae eso!
El improvisado médico cogió bruscamente el botiquín, extrajo una jeringuilla y se la inyectó sin vacilar al herido, quien cayó en un profundo sueño.
Los invitados
Han disparado a Naked.
Está aquí, conmigo.
Charles trata de sacarle las balas.
Han sido los de la Hermandad Roja.
Te llamaré cuando pueda.
Se pondrá bien.
Aquella revelación alteró los latidos de la minera. Kara trató de llamar a Katherine. No fue posible. Lo intentó otra vez. Y otra. A la quinta se dio por vencida.
Había tardado casi una hora en llegar a casa desde el Hotel Europa. Supo que algo iba mal en el mismo instante en el que percibió el olor a tabaco en el rellano de su piso. Su marido odiaba fumar, y que otros fumaran en su presencia, incluido el padre Robinson quien a veces se plegaba a la voluntad de Eric en aquel tema. Aquel olor le hizo ponerse alerta e introdujo la llave en la cerradura con sumo cuidado. El pestillo cedió y pudo entrar en su casa.
Su marido estaba sentado en un sillón, con el pequeño dormido sobre sus rodillas, mirando a los dos hombres que había sentados en el sofá del salón; su marido se había puesto pálido. Uno de ellos fumaba, el otro bebía agua directamente de la botella.
–Kara –dijo el fumador– te estábamos esperando.
Le conocía, era Alexander Heselton, trabajaba en la mina con ella. Observó que la mano que sostenía el cigarrillo estaba manchada de sangre seca y una venda cubría los nudillos. Él siguió su mirada y mostró el puño. Alexander se encogió de hombros.
No conocía al otro hombre.
–¿Qué está pasando? ¿Qué hacéis en mi casa?
–Hemos venido a hablar de tu buena suerte –dijo el desconocido. Tu marido ha tenido la amabilidad de dejarnos pasar sin quejarse demasiado.
–Así es –confirmó Alexander–. Kara la Afortunada; pequeñas leyendas urbanas, hasta que se convierten en realidad. Verás… mi amigo, Ricardo, y yo, tenemos NM. Él tiene NM de páncreas, y yo, de corazón. ¿No tenías tu NM de algo parecido?
–¿Dónde está mi hija?
–En el baño. Se ha encerrado allí en cuanto hemos llegado.
Alexander se puso en pie, acercándose a Kara, muy cerca. Tan cerca que ella podía sentir el calor corporal del minero. Se mostraba sereno, soberbio, decidido. Apenas pestañeaba, y caminaba muy despacio, cargando despacio el peso del cuerpo sobre un pie antes de dar el siguiente. El brazo de él rozó el hombro de ella, cuando sus pasos rodearon a la mujer por detrás. Antes de que susurrara en la oreja de Kara. Como si no quisiera despertar al pequeño.
–Tan solo somos un par de invitados que quieren hablar. Hay mucho de lo que hablar y mucho que explicar al respecto de ciertos trasplantes que tú recibiste y nosotros no. Verás, resulta que nuestros nombres fueron borrados de cierta lista…
Ella le cortó.
–Ahórrate la charla, Alex; conozco la historia, y te voy a decir cómo acaba.
La cara de sorpresa del minero fue mayúscula.
–Sé lo que vas a decir. E incluso cómo lo harás. Te conozco. Déjame adivinar. Con falsa amabilidad y mirada dura expondrás la situación. Hablarás de las vueltas que da la vida y cómo la gente afortunada repentinamente deja de serlo. Seguramente nos contarás alguna historia sobre la fragilidad de la vida y lo injusta que es, cómo a veces los niños inocentes que duermen sobre las rodillas de su asustado padre, una criatura inocente, está expuesta a los peligros del mundo moderno. A los errores de sus padres o de su madre.
Los invitados escuchaban a la minera mientras se miraban entre ellos. Sin decidirse a decir nada. Kara aprovechó la situación para seguir hablando, intentando convencer a aquellos hombres que se fueran de su casa.
–Será una charla donde el tono de voz irá aumentando o descendiendo en función de la situación, con tu voz susurrando en mi oreja o hablando con la pared, como si lo que dijeses fuese un pensamiento en voz alta; tal vez gesticulando un movimiento concreto, o acariciando los cuchillos de cocina. Insinuando. Siempre insinuando. Habrá amenazas veladas, todo ello tratando de intimidar a esta pobre madre, como ya habéis intimidado al padre; amenazando a los hijos, que ninguna culpa tienen. ¿Acaso son mis hijos culpables de algo? No lo son. Esto no es un audiovisual de la holopantalla, Alex. Allí, la víctima siempre interpreta un sentimiento de agonía, de terror, una interpretación que haga al espectador compadecerse de la víctima, casi siempre una mujer, y temer al criminal, casi siempre un hombre siniestro. Puede que ella conozca al malvado, que se sienta amenazada por descubrir cuán horrible puede llegar a ser aquel hombre que ella creía conocer. Siempre la debilidad de la víctima, sobrepasada por la gravedad de los acontecimientos que amenazan su vida y a su familia, a la que ella debe proteger, aceptando cualquier precio por ello. Pero esto no es la holopantalla, es el mundo real. En el mundo real, a veces, la víctima tiene mucho más coraje y resolución que el envalentonado y aterrador malo. Quizá la víctima se niega a ser una marioneta del miedo y de la opresión, quizá está harta de todo eso, después de vivir toda su vida en este lugar. A veces el malo escoge mal a la víctima.
–Entonces, ¿qué…?
Cortó aquello de raíz, sin dejar terminar al minero. Toda su charla de intimidación era innecesaria, y Kara no estaba dispuesta a tener aquellos dos invitados no deseados en su casa ni un minuto más.
–Su Eminencia, el cardenal Christian Murphy, os ha estafado a los dos, igual que ha estafado a todo el planeta. Cierra la boca, aléjate de mis hijos y lárgate de mi casa antes de que coja una cortadora láser y te abra un pozo de ventilación en la cabeza.
*****
Eric Nash no esperaba encontrarlos en su casa. Un escalofrío le recorrió la espalda cuando aquellos dos hombres surgieron entre las sombras del rellano de su casa con sangre en las manos. Con gestos bruscos, le obligaron a cerrar la puerta y sentarse en el salón con sus hijos.
Buscaban a la madre.
—No ha llegado.
—Esperaremos.
Eran los dos mineros a los que Kara había robado, o eso decían ellos, sus trasplantes. Le habían estado dando de puñetazos al doctor Gillian hasta que al final cantó. Así supieron de Kara y su legendaria suerte.
Habían registrado la casa antes de que Kara llegara y amenazado a Eric y a sus hijos. No les habían hecho daño, no había sido necesario. Eric quería proteger a sus hijos y haría cuanto necesitaran por protegerles.
En algún punto de la noche, Eric no supo cuándo, pues perdió la noción del tiempo, la puerta se abrió y su mujer entró en la casa. Eric había temido toda la noche que aquel momento llegara, y ahora que estaba allí empezó a temblar. No sabía de qué eran capaces aquellos hombres, qué le harían a Kara, a los niños o a él mismo.
Pero Kara se forjó a sí misma, en las profundidades de una mina, moviendo montañas y con la vista puesta en la cima del ascensor espacial, como un destino que algún día alcanzaría. Kara nunca temió a nada, ni a nadie; se tomó la vida con buen humor, mirando el lado bueno de las cosas, y esperando que algún día pudiera no ser una más entre millones, sino alguien que pudiera destacar. Alguien que dejara una huella profunda en aquellos que la hubieran conocido. Como hizo con él.
Su mujer hablaba con fluidez; era el segundo discurso que la minera daba aquella noche, aunque eso Eric no lo supiera. Les habló de leyes para evitar que los mineros prosperaran fuera de las corporaciones, de sistemas de selección del personal más apto para ser salvado, descartando las cartas repetidas, aquellos trabajadores de los que había recambios suficientes como para ser descartados sin problema. Le habló de medicamentos que alargaban la vida mientras ellos hablaban de órganos almacenados en cajas en el ascensor espacial. Dar con una mano y quitar con la otra.
–Algo no termina de encajar, ¿verdad? Os sentís traicionados, ¿quién no? Pero estáis culpando a quien no debéis. ¿Qué hacéis en mi casa? ¿Podéis culparme de haber salvado mi vida? Un corazón, y un páncreas. Yo también los necesitaba, y los tuve. Alguien os los quitó y me los dio a mí. Para que murierais. ¿Por qué?
–No lo sé –respondió Alexander, estaba furioso, pero el discurso de la mujer había provocado que aquella ira se hubiera desvanecido temporalmente–, dímelo tú.
–Tal vez porque sois más valiosos muertos que vivos, y si yo vivo dos personas mueren, sin alterar las cifras anuales de trasplantes. Más órganos pueden abandonar cuerpos difuntos y acabar en cajas especiales esperando a que alguien las necesite. Alguien que pueda pagar un buen precio por los órganos.
Eric admiraba lo que estaba haciendo su mujer. Fue suficiente que ella hablara para aplacar a las bestias, para que fuera ella quien convenciera, nadie le replicara. Su voz, solamente su voz, contando una historia fácil de entender. Kara trató de canalizar aquella furia lejos de su familia y culpó a Murphy. Eric vio que aquello estaba dando resultado y decidió apoyar a su mujer en aquello: alejar el peligro.
–El Cardenal acudirá mañana por la mañana a un convento.
Kara caminó hasta colocarse junto a su marido.
–Hay preguntas y alguien puede responder. Hay culpables, alguien que puede pagar por ello. Adivinad quién.
No necesitaron saber más. Y no hizo falta que nadie muriera en aquella habitación.
Tan pronto como los dos hombres salieron por la puerta Eric buscó su comunicador.
–Ni se te ocurra avisar –le ordenó su mujer–. Si hay un atentado contra el Cardenal nos culparían a nosotros. Déjalo estar.
–¿Qué crees que nos pasaría si al final el Cardenal muere? Podrían rastrear hasta dar con nosotros.
Ella negó con la cabeza.
–Nosotros no sabemos nada. Nunca hemos sabido nada. Mañana iremos a trabajar como si nada hubiera pasado y si algo sucede fingiremos sorpresa.
–Eso no me parece muy inteligente –dijo Eric.
–Habló el lumbreras, ¿qué has hecho tú toda la noche con ellos? Este es el plan: seguir con nuestras vidas como si nada. Ir mañana al trabajo: tú, a la mina; yo, al laboratorio. Entrar, fichar y trabajar. Como cualquier día. Disimular. Fingir. Si algo sucede, cara de sorpresa. «No puedo creérmelo. Ni se me hubiera ocurrido. Ha sido toda una sorpresa».
Pero la sorpresa se la llevó Kara al entrar en su habitación. Las cortadoras láser que había preparado para llevar al laboratorio habían desaparecido.
El verdadero enemigo
Naked llevaba varias horas quejándose de dolor. Por sus gritos, todos los soldados en el campamento supieron que había un hombre herido de bala en el autodomicilio de los Barnes. El médico había salido de allí con un herido en camilla, que ahora estaban operando en el hospital de campaña.
Las heridas de bala eran algo poco habitual para un médico militar en Capital. Solo se producían en circunstancias de accidente o de fuego amigo. Quien fuera el herido, le habían disparado a propósito. La noticia corrió como la pólvora y los soldados y miembros del convoy se arremolinaban en torno al hospital.
–Esto no está siendo precisamente discreto —se quejó el capitán Barnes.
Charles temía que alguien diera un chivatazo sobre lo que estaba ocurriendo en el convoy del que era responsable. La conversación de la que había sido partícipe en la cena le había despertado un profundo malestar que se desarrollaba en su interior como un fuego ávido de violencia. Había escuchado las penalidades de otros como Kara Hurley y las confesiones de Jay Scott. Charles miraba a Scott como un hombre honrado atrapado en la cima del poder, con un dilema moral en un cínico laberinto irresoluble.
El delegado de AAF era consciente de la identidad del herido pero no había hecho el más mínimo intento por avisar a la Fuerza de Paz. Es más, había ordenado a sus empleados que guardaran un estricto silencio al respecto.
Charles hizo lo propio con sus muchachos, apelando a su lealtad. Nadie dijo nada.
El capitán Barnes vio cómo el médico salía del hospital con sangre sobre la ropa.
–Vivirá —les aseguró—, pero no debe moverse en absoluto. Tiene una bala que no he logrado extraer y no creo que pueda hacerlo. Está muy cerca de la vena cava y podría matarle en cuestión de minutos.
–¿No se le puede extraer la bala?
–Necesita un hospital de verdad.
–No puede ir a un hospital.
–Entonces que no vaya, pero la bala seguirá ahí.
–¿Está consciente? –preguntó Collen.
El médico les indicó con la mano que entraran.
–No lo alteréis demasiado.
La mujer del Cardenal entró corriendo en la tienda. Cuando Charles siguió sus pasos vio cómo Collen estaba arrodillada junto a la cama del herido, sujetando su mano con fuerza, él apenas podía cerrar los dedos. La morfina y otras drogas seguían en su sangre pero no estaba desorientado en absoluto.
–Puedo olerte, el perfume que enamora.
Collen se rio entre lágrimas.
–Voy a quedarme toda la vida contigo.
–Toda la vida… no tenemos toda la vida. Apenas tengo tiempo. Esto debe ser el amor, Collen. Pasión. Extremo y fugaz. Fugaz como la vida. Moriré feliz sabiendo que estuviste en mi vida, el poco tiempo que tuvimos.
–¡No vas a morir! ¡No te dejaré!
–Te equivocas. Puedo sentirlo aquí, en el pecho. Esa sensación en el pecho, de que algo no funciona bien. Esas balas me dieron bien.
–El médico dice que estás fuera de peligro, que te recuperarás como si nunca hubiera pasado.
–Quiero dirigirme a mi gente, decirles que fue un placer estar con ellos y que no olviden todo lo que les dije.
–¿Quieres volver a transmitir? ¿Estás loco? ¿No te da miedo que vuelvan a encontrarte?
–Al enemigo hay que temerlo, pero no debe ser tan temible como para creer que nunca se le podrá vencer.
Colleen se desesperó ante la tozudez del hombre del que estaba enamorada.
–¡Son las drogas las que hablan! ¡No eres consciente de lo que dices!
–Supongo que aquí tendrán un emisor –reflexionó.
Charles se percató de que estaba menos desorientado de lo que la señora Murphy creía. Naked seguía con la firme resolución de propagar la verdad.
–Eres un idiota –le dijo su amada–. Conseguirás que te maten.
–Un emisor –pidió el herido. Charles no dudó en dejarle el suyo, sin que le importaran las consecuencias–. Gracias. Collen, dame mi comunicador. Ahí tengo los códigos de transmisión.
Collen obedeció a regañadientes y activó el comunicador.
–Naked, un tal Alexander te ha escrito diciendo que hay un cargamento de órganos en el ascensor.
El herido se quedó mirando fijamente a su amada mientras le apremiaba para que le diera el comunicador.
–No es verdad –dijo el médico–. Es un rumor infundado. No puede haber un cargamento como ese. El comercio de órganos es ilegal y está estrechamente vigilado por el TSG.
–Sí que hay un cargamento de órganos en el ascensor –reconoció Scott–. Cada día hay uno nuevo.
Todos se volvieron con cara de sorpresa al delegado de AAF. El tiempo de callar había expirado para él. Jay Scott les habló de cargamentos de órganos en el ascensor espacial. Colleen fue la única que mostró una radiante sonrisa ante tal revelación.
–¿Veis? Creo que puedo conseguir uno de esos órganos que vienen; diré que es para una obra benéfica y así…
–No vienen –aclaró Scott–. Se van.
Collen pestañeó con rapidez, sin comprender.
–¿Qué? ¿Qué quieres decir? ¿Cómo que se van? ¿Se van adónde? ¿Dónde?
No hizo falta decir más. Sabían lo que significaba. Todos lo sabían, siempre lo habían presentido. Esa sensación. Siempre lo sospecharon. Charles, el hombre de hierro, quiso saber. Quiso saber si era cierto.
Estaba amaneciendo. Era la primera luz del día. Amanecía sobre la gran ciudad a los pies del ascensor espacial de Capital. En el que iba a ser el día más largo de su historia. La Epifanía de Sangre daba su comienzo con aquella luz, con un nuevo significado para todos.
Sin que nadie le viera, Charles Barnes cogió una motocicleta y, en solitario, partió hacia las puertas del cielo.
El nudo gordiano
Tenían una buena panorámica de la puerta del convento. Sus ojos estaban fijos en la puerta. Esperando a que él apareciera. Alexander Heselton y Ricardo Lezcano se ocultaban en un portal cercano, esperando su momento. Un par de veces habían tenido que dejar paso a quienes habían salido del interior del edificio, preguntándose a quién estaban esperando o qué estaban haciendo aquellos dos hombres en el portal.
No se veía una solución diplomática a aquello, y la no-diplomática estaba a punto de pasar. El daño hecho era tan irreparable que no había ningún medio por el que los dos bandos pudieran sentarse a negociar hasta llegar a un acuerdo que todos pudieran aceptar. Aquello había sobrepasado el punto de no retorno. Las acciones drásticas, como aquella, era lo único que les quedaba a los que no tenían nada para hacer frente a quienes lo tenían todo.
Esperaban a Su Eminencia para enviarle al infierno.
–Seguro que se está follando a las monjas.
–O algo peor.
De las obras del Cardenal podía esperarse cualquier cosa, incluso aquello que ellos no podían siquiera imaginar. No satisfecho con haber tenido engañados y esclavizados a millones de personas había intentado matar a Joseph Naked y quería arrebatar los valiosos órganos de los honrados trabajadores de Capital para hacer negocio con ellos. Hacía tiempo que la línea roja había quedado atrás.
El Cardenal era un hombre cruel y miserable, y se merecía la más horrible muerte. Le habían visto entrar en el convento, pero un instante de duda les había impedido actuar, perdiendo su oportunidad. No importaba, ellos esperarían. En algún momento tendría que salir, y ellos estarían esperándole.
El hombre santo llevaba siempre un par de guardaespaldas con él, esperando en el interior de un carro aparcado cerca de la puerta. Para evitar problemas cruzarían directamente la calle de un solo carril, se cargarían a Su Eminencia y después huirían por la derecha, calle abajo. En algún momento se separarían y tratarían de escapar cada uno por su cuenta. No tenían un plan de huida, ni de ataque. Lo importante era ser más rápido que los malos.
Alexander comprobó la cortadora láser que ocultaba bajo su chaqueta. Ricardo tenía una igual. Las habían robado en casa de Eric y Kara. Cuando las vieron no habían dudado en cogerlas. Eran un arma muy poderosa a la que el cuerpo del Cardenal no tenía ni la más remota posibilidad de hacer frente. Le partiría en dos con la facilidad con la que un cuchillo corta la margarina. Aquellas cortadoras láser no funcionaban mucho tiempo sin estar conectadas a la corriente eléctrica, y no sabían cuánta batería quedaba; es posible que solamente funcionaran unos segundos antes de agotarse. Esta vez no dudarían como hicieron en casa de Kara, no habría instante de vacilación. Se abriría la puerta, cruzarían la calle, matarían al Cardenal. Era fácil.
*****
La puerta se abrió mostrando el conocido rostro de Murphy; no fueron necesarias palabras, ni miradas. Los dos hombres tenían la resolución de actuar en nombre de todos los que habían sido oprimidos. Cruzaron entre dos carros aparcados y atravesaron la calle con las cortadoras láser preparadas.
Estaban tan centrados en el Cardenal que, al poner un pie en la calle, no vieron la motocicleta que avanzaba hacia ellos. Se oyó un bocinazo y se produjo un choque. El conductor frenó y giró el manillar, pero la rueda trasera de la motocicleta arrolló a Ricardo Lezcano derribándolo. El golpe hizo que el motorista perdiera el equilibrio y se precipitara al asfalto. Alexander saltó para esquivar la motocicleta y se golpeó el rostro contra un carro aparcado, desgarrándose la mano izquierda contra el asfalto al tratar de frenar su caída. La pesada moto cayó sobre las piernas del colombiano, quien quedó atrapado.
El conductor estaba insultando a los dos peatones cuando vio la cortadora láser en la mano de Alexander y se quedó mudo. Alexander se puso nervioso y trató de reaccionar con rapidez antes de que perdieran su oportunidad. Dolorido como si se hubiera roto la mano, Alexander se puso en pie y siguió avanzando hacia la puerta del convento. El accidente había llamado la atención de cuantos estaban allí, incluyendo a Su Eminencia; el Cardenal vio cómo aquel hombre se levantaba del suelo y alzaba un extraño objeto hacia él.
El obispo tuvo un segundo para agarrar la pesada hoja de la puerta del convento e intentar cubrirse.
Fue inútil.
Lo que una cortadora láser era capaz de hacer con el cuerpo de un hombre era algo tan hipnótico como aterrador. Al propio Alexander se le revolvieron las tripas cuando vio cómo su rayo rojo atravesó sin problemas el cuerpo del cardenal Murphy seccionando carne, costillas y pulmones; atravesando al hombre y a la monja que había tras él, una víctima inocente de aquel atentado. Alexander mantuvo el dedo en el gatillo e hizo un movimiento descendiente con el brazo, antes de que la batería de aquella herramienta minera se agotara; el rayo aún duró lo suficiente para seguir seccionando el torso del cardenal y salir por la cadera, dejando una fisura por la que materia orgánica empezó a brotar. Las arcadas que Alexander sintió al ver aquello fueron terribles.
La intensidad del calor del rayo hizo que la túnica estallara en llamas. La abultada vestimenta cardenalicia se incendió, propagando unas llamas que pronto envolvieron a Murphy. El cuerpo del religioso cayó al suelo en medio de una hoguera y permaneció inmóvil mientras la calle se llenaba de gritos y gente que huía del lugar del magnicidio.
Dejando a un suplicante Ricardo en el asfalto Alexander echó a correr, pero no logró recorrer más de diez metros antes de que dos balas le alcanzaran en la espalda. El minero cayó al suelo de rodillas y recibió otro disparo. Alexander se desplomó cuan largo era, con la cabeza apoyada en el áspero suelo, contemplando en su último segundo de vida cómo tras los dos hombres armados que se acercaban a él estaba el bulto en llamas en el que se había convertido el cardenal Christian Murphy.
Los mercaderes de muerte
El problema no acabaría con la muerte del Cardenal. Nunca era suficiente la muerte de un culpable. Si una cabeza se cortaba otra brotaría en su lugar. Era necesario que hubiera Justicia. Pruebas que demostraran la culpabilidad del criminal. Esa era la cruzada personal de Charles.
Además, el hombre que se abría paso con una motocicleta a través de las calles de la ciudad no sabía que Christian Murphy había sufrido un atentado.
Había indicios, sí. El receptor informaba de un incidente en el convento de las Hermanas del Auxilio Social que se había saldado con al menos dos muertos. Se comentaba como información de última hora pero no se daban demasiados detalles al respecto. Los datos disponibles a esa hora eran muy confusos y para Charles aquella era solamente una noticia más en el receptor. Algo más de violencia en un mundo que siempre había sido inseguro y violento.
El ajetreo en las calles de la ciudad era el típico de cada día en la zona que rodeaba el ascensor espacial, con numerosos vehículos cargando o descargando mercancías entre Capital y las naves espaciales atracadas en Ops. El tráfico era igualmente caótico, pese a que la planificación de la red de carreteras de todo el planeta estaba estructurada para que el ascensor espacial fuera el centro logístico y comercial del planeta. Por suerte, Charles conducía una motocicleta, y pudo serpentear entre los vehículos hasta llegar a la base del ascensor espacial, cuyo ininterrumpido ritmo de trabajo era mantenido por un ejército de operarios.
A Charles no se le escapó que un gran número de soldados custodiaban el ascensor, más de lo normal. Las últimas informaciones e incidentes habían provocado un estado de alerta y las tropas en los puntos clave de la ciudad habían sido reforzadas; aquello incluía el ascensor espacial. No había vehículos blindados, tan solo infantería y un par de vehículos artillados; pero su presencia se hacía sentir en el ajetreado muelle.
Tan pronto como se acercó le pidieron que se identificara. Mostró sus credenciales y se inventó una excusa sobre un ataque perpetrado por criminales contra una caravana de suministros. Habían robado bienes de Retorno y necesitaba comprobar los cargamentos de aquella corporación que fueran a salir aquel día del planeta. Tan solo quería revisar las cajas que Retorno había ordenado cargar en el ascensor espacial para asegurarse de que no había mercancía de contrabando en ellas.
Era una de las excusas menos sólidas que Charles hubiera dicho u oído, pero funcionó: a los soldados les habían comunicado que un médico de Retorno había sido torturado y asesinado en su propia casa, e importante información vital había sido revelada a los criminales. El capitán Barnes no sabía nada de aquello, pero dio a entender que sí y le permitieron pasar. Aceptaron que revisara las cajas bajo la supervisión de los soldados. Fue el instante de la revelación.
Allí estaban. Dentro de cajas etiquetadas como «Desechos genéticos». ¿Eso eran? ¿Desechos? ¿Aquel era el pretexto para comerciar con ellos? ¿Órganos exportados desde Capital porque no había nadie que los necesitara y se consideraba un excedente que podía ser comercializado? ¿Acaso alguien se atrevería a decir que aquellos órganos no eran necesarios en Capital? ¿Que los millones que morían cada año en Capital a causa de la NM no podían salvar sus vidas si se les proporcionaran aquellos desechos biológicos?
Les habían dado el Denar, que alargaba su vida, que alargaba su capacidad de producción. El Denar, que les devolvió la alegría de vivir y les convirtió, por un instante, en los obreros felices que los corporativos siempre habían querido que fueran. Lo habían presentado como el remedio milagroso contra sus males; el medicamento que detenía el tic-tac del reloj y convertía la muerte en algo lejano, lo que siempre había sido.
Aquello les habían dado, mientras la verdadera cura era empaquetada, cargada en el ascensor espacial y enviada a otros planetas a través de los saltadores y el espacio profundo; generando unos enormes beneficios. La gran estafa. Convirtiendo Retorno en la mayor corporación médica de la Galaxia. ¡Qué cinismo! ¡Qué hipocresía!
Retorno era culpable, aquello estaba fuera de toda duda. Pero había otros que por complicidad u omisión eran partícipes de aquel embuste. Jay Scott lo sabía. Todas las grandes corporaciones lo sabrían; incluso habrían obtenido un porcentaje de los beneficios. Las pequeñas corporaciones también lo sabrían, y aunque hubieran tenido la intención de revelar la verdad habrían sido coaccionadas, con dinero o amenazas, para mantener la boca cerrada. Amenazadas, sí; sintiendo miedo, también; pero su cobardía les costaba la vida a millones de personas mientras la verdad había permanecido oculta.
Ahora, Charles lo sabía. Y pronto todos lo sabrían. Retrató todo lo que veía, enviando las imágenes a su mujer: ella sabría qué hacer. Tenían poco tiempo antes de que las corporaciones descubrieran que su pequeña conspiración había sido desenmascarada y que el producto estrella de Capital era de conocimiento público. Responderían. Dirían que no sabían nada y que nombrarían una comisión de investigación que esclareciera lo sucedido, mientras ganaban tiempo para cambiar el sistema de tráfico de órganos y borrar lo que les implicara en semejante escándalo, en semejante crimen. ¡Qué cinismo! ¡Qué hipocresía!
Charles había vivido la angustiosa espera de la NM. Tanto él como su mujer habían recibido trasplantes; Charles en dos ocasiones, su mujer había sido afortunada y solamente necesitó uno en toda su vida. La lotería genética estuvo de su lado, pero el órgano que ella necesitó fue involuntariamente cedido por alguien muy querido: su hijo común. James, su muchacho, quien sufrió un desgraciado accidente en el campo que acabó con su vida. De su cadáver extrajeron su corazón y se lo entregaron a Katherine para que pudiera vivir con él. Mil veces habría cambiado su vida por la de su hijo, las mismas mil veces que Charles hubiera hecho lo mismo si hubiera tenido la posibilidad.
Ninguna corporación era responsable de la muerte de su hijo, pero sí lo era del destino que deparó a sus órganos. Habían conocido a Lucy el mismo día que su hijo murió, y cuanto recibieron la fatal noticia su mujer, Katherine, sugirió entregar un órgano a la muchacha; Charles refunfuñó, ya que en ese momento no conocían de nada a la chica y el médico zanjó el asunto declarando que aquello era ilegal. Para evitar la corrupción, les dijo. No se permitía la donación privada de órganos para evitar una red de tráfico. ¿Por qué no se permitía la donación privada, e incluso el comercio privado de órganos en un planeta donde todo era privado? ¿Por qué aquello en particular era entregado al único «organismo público» de Capital: la Iglesia?
La justificación era que así la Iglesia podría repartir los escasos órganos entre los más necesitados, actuando como noble y justa mediadora entre los escasos recursos disponibles y los muchos necesitados de ellos. Pero lo cierto es que aquellos órganos pasaban de los quirófanos de Retorno a la Iglesia, y de la Iglesia volvían a Retorno, que los empaquetaba y los vendía fuera del planeta a ricos clientes de Tierra o lugares aún más lejanos, privando a los más necesitados, quienes malvivían y sufrían en Capital sin los órganos que tanto ansiaban y pocas veces conseguían. Escaseaban los órganos, sí; pero no porque la NM se hubiera extendido entre ellos, haciéndolos inservibles. No, era una escasez artificial provocada por la avaricia que despertaba un lucrativo mercado que nunca cesaría de demandar ese producto. Una Humanidad infectada por la NM. Aquello sí era corrupción al más alto e inhumano nivel. ¡Qué cinismo! ¡Qué hipocresía!
¿Qué pasaba con quienes recibían los órganos? ¿Se preguntarían de dónde procedían? ¿Quiénes debían morir para que ellos pudieran vivir? ¿Acaso les importaría si podían tener el órgano que tanto necesitaban para sobrevivir? Nadie se preguntaba por el origen de su ropa, sus electrodomésticos o su carro; a nadie le importaba que su calzado hubiera sido construido en una avanzada estación espacial que utilizaba robots de tecnología punta para producir zapatos a 42 créditos el par, o en una oscura fábrica llena de vapores tóxicos por un niño australiano a 7 créditos el par; para venderlo a 50 créditos esgrimiendo el reclamo «hecho a mano». No se preocupaban del origen de lo que compraban. ¿Por qué iban a molestarse por el origen de aquel producto particular, el órgano que recibían, aunque fuera mucho más necesario? Tal vez agradecerían mentalmente a su antiguo propietario en sus oraciones nocturnas, antes de echarse a dormir, con la conciencia tranquila.
¿Qué ocurría si no rezaban, si no tenían el mismo Dios o no tenían conciencia? Entonces nada, ni el agradecimiento; ni siquiera eso.
¿Cómo lo hacían las corporaciones para vender un producto tan lucrativo, siempre demandado y cuya producción se basaba en la tasa de mortalidad de Capital? ¿Cómo se compraba un órgano en un universo donde su comercio era ilegal? ¿Había un mercado negro? ¿Existía un mercado negro que la Inquisición no conocía? ¿Trabajaba realmente la Inquisición por hacer de aquel un universo mejor? ¿Tan poderosas eran las corporaciones que podían amordazar al poderoso Tribunal de Seguridad Galáctica que surgió de las cenizas de la Guerra de la Redención?
¿Qué ocurría cuando los órganos no llegaban a su destino? ¿Qué pasaba si la nave se perdía en el espacio profundo durante décadas, o tal vez siglos? Los órganos eran conservados en sus contenedores especiales, pero ¿por cuánto tiempo? ¿Podrían los órganos ser aprovechados siglos después, en el supuesto de que la nave extraviada fuera encontrada?
¿Qué pasaba si las naves eran atacadas por piratas espaciales? Si los tripulantes no lograban huir de la emboscada no sería extraño que rindieran la nave. Llegado el caso, ¿qué pasaría con los órganos? ¿Serían vendidos en el mismo mercado negro que usaban las corporaciones o serían los piratas, aquellos seres rodeados de romanticismo, seres libres del espacio exterior que atacaban a los ricos para ayudar a sus pequeñas colonias espaciales, perdidas y olvidadas con el paso de los siglos, lejos de la civilización, quienes se quedaran los órganos?
¿Qué ocurría si la nave se veía atrapada por el campo gravitatorio de un gigante gaseoso o de una estrella? ¿Qué, si aquella nave se veía irremediablemente arrastrada a la ardiente superficie de un sol, mientras una angustiada tripulación trataba lo imposible y fracasaba en librar a la nave de los fuegos cósmicos? Todos aquellos órganos, que podían haber salvado las vidas de miles de obreros en Capital, consumidos por el fuego indiferente del cielo nocturno.
Una de aquellas cajas había contenido los órganos de su hijo; tal vez incluso de su esposa fallecida y su hija. Hoy se conmemoraban diecisiete años de aquellas muertes. Su pequeña tendría ahora veinticuatro años, y sería toda una mujer. Tal vez Charles fuera abuelo. Seguro que sería abuelo. Pero todo aquello le fue arrebatado por los tuneladores, a quienes odiaba con un odio ciego que solo podía entenderse desde el sufrimiento y el deseo de venganza. Pero ahora había un nuevo enemigo, uno que había estado siempre con él.
Toda su vida había estado observando y despreciando al alienígena devorador de hombres; debería haber vigilado más de cerca al humano devorador de hombres. El ser humano había sido el enemigo toda la Historia, ¿qué le hizo pensar que aquello había cambiado al viajar a las estrellas? No hacía falta ninguna raza alienígena cruel para amenazar la existencia de la Humanidad. No eran necesarios cangrejos gigantes para provocar matanzas indiscriminadas. El ser humano no necesitaba que nadie le dijera cómo destruirse a sí mismo. Hacía mucho que se doctoró en tal especialidad.
Miles de preguntas. Millones de respuestas posibles. Todas las preguntas se resumían en una sola cuestión: ¿cómo iba a impedir que esto pasara?
Hizo retratos de todo, bajo las miradas cada vez más suspicaces de los soldados que veían cómo el hombre tomaba numerosas fotos de aquel cargamento. Cuando los soldados vieron los órganos, la magia del engaño se rompió. Supieron de inmediato que les habían mentido. Se sentían engañados, utilizados, violados y traicionados.
El capitán trató de convencerles de que se unieran a él. Les dijo que era necesario tomar el ascensor espacial y detener su imparable movimiento. Registrar todos los contenedores y requisar todos los órganos para que ninguno más fuera enviado lejos del lugar al que pertenecía; para que ninguno más fuera destinado a quien podía adquirirlo por el simple hecho de poder pagarlo. De contar con medios económicos para vivir y seguir viviendo, mientras el obrero moría por un órgano infectado, con el objeto de que el resto de sus órganos pudieran ser vendidos.
Los soldados estaban predispuestos a ponerse de su parte. Pero eran soldados, eran disciplinados, obedecían a una cadena de mando porque aquellos eran los valores que les habían inculcado; aunque desearan unirse a Charles no podían hacerlo.
–Cadena de mando —les dijo mostrando sus galones–. Yo soy capitán.
–La cadena de mando no termina en un capitán —replicaron.
Siempre había un jefe de jefes.
Negociar fue inútil. Habían tomado su decisión, por mucho que les pesase y por mucho sacrificio que más adelante les costase.
Charles tenía los retratos en su placa de datos y abandonó el ascensor. Se las envió a su mujer para que se las mostrara a Naked. Que la verdad fuera sabida. Que el cinismo y la hipocresía fueran expuestos.
Su cruzada no había terminado.
Aquel descubrimiento le hizo perder por completo la fe en la especie humana. El ser humano era cruel, y no había cura para aquella enfermedad, que infectaba el alma. La crueldad tenía fecha de caducidad: cuando el último humano muriera. Pero Charles juró, sobre aquellas cajas que contenían la vida y la muerte, que algunos iban a morir antes que otros. Solamente así se implantaría Justicia por todo lo que los habitantes de Capital habían tenido que sufrir.
–War does not determinate who is right, but who is left.
Os traigo una mala nueva
Mis sufridos oyentes. Mis amados amigos. Mis hermanos. Hoy os traigo una noticia terrible. Algo que podíamos sospechar. Algo que quizá alguien llegó a imaginar, pero tan terrible y despreciable que nadie quiso creer. Ahora se ha hecho realidad.
Soy el mensajero de una funesta verdad, que siempre temimos que fuera real. Nuestros órganos son robados por las corporaciones que nos gobiernan. Son arrancados de un modo inmisericorde de los cuerpos de quienes nos han dejado, profanando su última voluntad. «Mi corazón para mi hermana, mi hija o mi padre». Después, nos dejan; y pueden disfrutar del fin de sus preocupaciones.
Poco importa lo que los muertos realmente piensen al respecto de que sus órganos les sean arrancados para entregárselos a otros. Poco importa que se sientan humillados o molestos porque eso ocurra; poco importa que sientan ese vacío en el interior de su pecho. Que perciban la ausencia de lo que antes era parte de ellos y que les ha sido arrebatado al morir. Nunca sabremos si a ellos les importa, pues ningún invento ha logrado jamás permitirnos escuchar a los muertos. Sin embargo, nosotros sí podemos hablar con ellos, hacerles saber que les agradecemos el sacrificio que no quisieron realizar. Les agradecemos los órganos que antes fueron parte de ellos y ahora habitan en varios de nosotros, dándonos más tiempo para vivir. Se lo agradecemos. Nuestros sufridos salvadores.
Ellos nunca nos responden, no pueden. Ellos están muertos, con gran tristeza nos han dejado; muchos de ellos sin que fuera lo que desearon. ¿Quién desea la muerte? Nadie. La Muerte les eligió y ellos no pudieron reclamar su decisión, porque, simples mortales como somos, no podemos esquivar eternamente el jaque de la Muerte; llega un punto en el que nuestro peón, pues ni reyes de ajedrez podemos aspirar a ser, se ve acorralado en una esquina del tablero de nuestra vida.
Así es como la vida humana ha sido siempre. Todos morimos. No se puede vivir eternamente. Pero hay entre nosotros quienes han descubierto cómo engañar a la muerte, ofreciéndoles un peón tras otro en sustitución del rey; ¡y todas las fichas del tablero serán consumidas antes de que el rey pueda ser reclamado! Pues suyo es el poder del sacrificio ajeno. Suyo es el poder de enviar a otros a la Muerte en su lugar. Tanto tiempo como sea posible. Al final del juego, peón y rey acaban en la misma caja. Pero los reyes siempre tendrán ventaja, permanecerán más tiempo sobre el tablero; mientras haya peones que sacrificar.
El sacrificio, que siempre nos pareció tan noble. Por el bien de otros. Unos deben morir, para que otros puedan vivir. ¡Abrid los ojos a la verdad! Muchos deben morir para que unos pocos puedan vivir eternamente. He aquí la farsa suprema de nuestro tiempo. Con esta emisión os adjunto los documentos y retratos que prueban el robo de órganos. Ved lo que se os es revelado y cerrad los oídos a las voces mentirosas del Señor.
Ahora vemos cómo los hombres devoran a otros hombres, para perpetuarse en la eternidad. ¿Cómo pudimos ser tan ingenuos? ¿Cómo nos pudieron engañar todos estos años, los años de nuestras vidas? No fue tan difícil, estábamos desesperados, estábamos engañados. Anulada nuestra capacidad de pensar por sus medios de comunicación, engañados por los santos hombres en quienes depositamos nuestra confianza y nuestros más íntimos secretos y pecados. No les costó utilizar todo aquello en nuestra contra. Apenas se necesita esfuerzo para engañar a los que se mueren de hambre.
Hambre. Avaricia. El canibalismo de Capital, que va más allá de lo simbólico. Esto es una matanza. Es una limpieza étnica. Una limpieza genética. Nos envían aquí a morir. Todos los clase C de Tierra, embarcados en naves de ganado, para ser enviados a Capital. Nuestros hijos nacen huérfanos y acaban bajo la tutela de una corporación. Son educados por los amos con un programa de fe en el amo. Nacen, viven y mueren sin conocer otro mundo que no sea el laboral.
¡Contemplad todos, Capital, la gran obra de Faraón, vuestro magnánimo señor! Sus grandes construcciones que perdurarán por los siglos de los siglos. Los faraones del antiguo Egipto, enterrados en grandes tumbas construidas por los esclavos que murieron; el regio cuerpo dispuesto en el sarcófago, rodeado de riquezas, y la gran losa de piedra sellando la entrada; atrapando en el interior el cuerpo del Faraón y los siervos escogidos, aún vivos, que acompañarán a Faraón a la otra vida.
Somos los esclavos construyendo las pirámides de níquel de Faraón. Nos sacrificamos en esa titánica tarea porque creemos que así honramos la obra del Señor. Ayudar en la tarea de reconstruir nuestro mundo natal que tanto sufrió. Bajo el restallar de los látigos y el tic-tac del reloj nos esclavizaron en este lugar de miseria del que no es posible escapar. Obedecemos porque no creemos tener otra alternativa.
Yo os digo: «El esclavo que obedece, escoge obedecer».
Las órdenes del poderoso Faraón, que hace crecer los bosques y los campos de trigo para hacer de Capital un mundo mejor. ¿Es eso cierto? ¿Su poder hace crecer las hierbas que algún día nos darán oxígeno que respirar? ¿Es eso lo que están sembrando en la yerma tierra de Capital? Eso es lo que nos dicen. La verdad es que siembran muerte. Somos semillas que crecen en los terrenos del amo, esperando la hoz del amo.
Vivir en casa del amo, trabajar en la mina del amo, sufrir la ira del amo, anhelar la bondad del amo y cuando tu espíritu se evapore entre las llamas del incinerador del amo, tu cuerpo seguirá produciendo, dentro del amo.
Oídnos, simples mortales: Somos los amos del Universo. Gobernamos planetas enteros y quienes habitan en ellos nos deben obediencia y producción. Pastoreamos hombres insignificantes hasta el matadero que es Capital. Para tomar su lana, fruto de su vida, y su carne, fruto de su muerte. ¡Qué idílica nos parece la figura del pastor! El buen hombre cuidando de su rebaño. El pastor cuida de sus ovejas, mientras tenga lana que ofrecer, una vez no sirve, la devora. ¿Cómo puede la oveja defenderse de un amo que elige sacrificarla?
La respuesta está en el libro que tiene todas las respuestas, pero ha de ser debidamente interpretado. El pueblo de Israel fue liberado por Moisés, un pastor. Un pastor elegido por Dios y con los poderes de Dios. Usó ese poder para liberar a su pueblo. Hizo llover el fuego del cielo y vertió la sangre en el río. Las plagas. Plagas que asolaron Egipto con tal violencia que la voluntad de Faraón se doblegó.
Yo os digo que sois más fuertes que Moisés, más fuertes que Dios, os digo que sois vosotros, las ovejas, quienes pueden liberarse a sí mismas. Vosotros sois las plagas de Egipto que harán insufrible la existencia a Faraón y se verá obligado a dejaros marchar.
Que su sangre corra por las calles.
Que ardan sus posesiones.
Que su dinero no valga nada.
Que llueva fuego del cielo.
Que sientan el yugo del esclavo.
Acabad con esas langostas que no cesarán de devorar, a vosotros y vuestros hijos, hasta que no quedéis ninguno.
Hoy no habrá oración, no esperaremos a que la Justicia nos alcance. No más rezos. Hemos terminado, no vamos a seguir esperando.
Hoy, no.
Hoy nos toca a nosotros, pueblo oprimido. Ahora es nuestro momento, pueblo elegido. Ha llegado la hora de la revolución; de alzar el brazo y aferrar con fuerza la muñeca que esgrime el látigo de los amos. Se acabó el poner la otra mejilla. Hoy el pueblo esclavizado se revelará contra Faraón, y lo hará sin que Dios tenga que ayudarnos. Nosotros, y solamente nosotros, escribiremos nuestra historia. Nada tendremos que agradecer a nadie, y por siempre seremos recordados.
Id pues, yo os envío a Faraón para que liberéis a mi pueblo de Egipto, hijos de Israel.