Paula II
Me llamaste, aquí me tienes. No sé si me oyes. No sé qué clase de química interviene en una situación como esta. Tal vez te llegue mi voz por la piel, a través de la fotografía que has colocado delante de la ventana. No hablaste en voz alta, pero reconocí tu voz. Ese es el tipo de química al que me refiero. Aquí se aprende mucho. Para empezar, que nada de lo que hasta ahora pensaba de la muerte es cierto. Eso es lo primero que aprendemos aquí. Empleo la primera persona del plural, a pesar de estar sola. Es una vieja costumbre. Debe de haber un número infinito de muertos por aquí, pero están ausentes de su propia muerte, como yo de la mía. Ya no tengo cuerpo. Nunca imaginé que no habría nada a que agarrarse aquí. No hay sustancia. No hay luz ni sombra. No hay temperatura ni tiempo. A propósito, ¿dije «aquí»? No hay ningún «aquí». No creo que logre explicarlo. No existe nada, ni delante ni detrás de mí. Yo sigo estando presente, pero las circunstancias han dejado de existir. Me ha llevado mucho tiempo entenderlo. ¿Mucho tiempo? ¿Cuánto será eso si el tiempo no existe? El problema es que no dispongo de una nueva lengua para comunicarme, debo apañármelas con la que tengo. No me veo a mí misma, pero sé que estoy aquí. Sin cuerpo. No hay nada a mi alrededor. Ni espacio siquiera. Cuando digo que te oía, es verdad. Si digo que estoy viva aún, también es verdad. Tal vez no deba intentar explicarlo, sino describirlo con términos que tú puedas comprender, aunque no entiendas lo que está pasando. Estoy completamente sola, como todos los demás muertos que no veo ni oigo. Sigo siendo mi memoria, eso sí, pero no sé cuánto tiempo más voy a ser capaz de retener mis recuerdos. Una vez que estos hayan desaparecido, habré muerto de verdad, a eso me refiero cuando digo que aún estoy aquí. He muerto, sí, pero sigo presente. Siento como si me quedara algo por concluir. Tal vez sea verdad eso que dicen de que permanecemos un tiempo rondando por los lugares donde hemos vivido y que por esa razón aún somos capaces de comunicarnos. O nos imaginamos que somos capaces y que alguien aún nos escucha. No sé. De vez en cuando me doy cuenta de que sigo pensando en términos físicos y me embarga una suerte de tristeza; no, mejor dicho, de nostalgia. El dolor fantasma puede ser muy intenso cuando uno ha perdido su cuerpo. Debe de ser algo así, aunque hay otras historias y ninguna es verdadera. De niña me impresionó mucho la historia del descenso al infierno de Ulises, cuando este ve a su madre y a todas aquellas sombras exangües aferrándose a él. La realidad es que esto no sucede aquí. No recibimos ninguna visita, te lo puedo asegurar. Debemos reconsiderar un pasado que nos abandona poco a poco. El futuro ya no existe para mí, sólo hay pasado. Un pasado atemporal, otra categoría. A partir de ahora debes tener en cuenta que las palabras que empleo, a veces falseadas, no son más que un intento de seguir comunicándome en tu lengua. A lo mejor nos estamos metiendo en terreno peligroso. Existen culturas en las que está prohibido nombrar a los muertos, sus nombres son tabú. Él o ella se quedan sin nombre o este no puede volver a pronunciarse. En Japón, los muertos reciben otro nombre, un nombre de muerto. Tal vez yo tenga también un nombre así. No lo sé. No tengo un espacio, un dónde, un cuándo. Pero déjame empezar por el instante de mi muerte, que no fue como vosotros imaginasteis. No fue un resplandor sobrenatural, desde luego. Fue un incendio en un hotel, con todo el pánico que esto desata. Un mar de fuego, miedo, y luego humo. No sufrí, por si quieres saberlo. Perdí el conocimiento. Abandoné la vida de puntillas, por así decirlo. Una auténtica transición, pero sin drama. Recuerdo que me causó extrañeza, eso sí. Un segundo después había llegado donde estoy ahora. Aquí, ahora, segundo… tengo que seguir usando ese tipo de palabras, porque, si no, no puedo hablar contigo. Hay algo que debes saber. He oído todo lo que has estado pensando en el salón de tu casa. No me preguntes cómo es posible que tus pensamientos me lleguen en forma de palabras, es así y no le demos más vueltas. Nunca entendiste lo que hubo entre tú y yo. Te creíste mi mentira. Las mujeres tienen una gran habilidad para mentir y los hombres para creerse lo que se les dice. Continuar contigo hubiera significado entregarme a tu «esencial» ausencia. Hau, sí, esa fue siempre mi forma de expresar mi dolor. Por esa misma razón sigues estando solo en tu casa, ya entonces me di cuenta. Tú, «en esencia», no estás para la gente. Lo nuestro hubiera terminado fatal, yo habría sobrevivido al desastre, pero tú no. Tú vivías para no estar, o estabas cuando no estabas, hay personas así. Tu vida era literalmente «esencial». Ya sabes que siempre me han gustado las palabras. Esencia y ser son afines. El viaje que hicimos por los confines del Sáhara fue una de las experiencias más intensas de mi vida, eso puedo asegurarlo ahora sin exagerar. Te hice creer que aquella única vez que hicimos el amor no fue importante para mí. ¿Qué te dije exactamente? Algo relacionado con el geste rendue. Olvídalo, no, mejor no lo olvides, no fue más que una de esas estrategias con las que nos enfrentamos a lo imposible. El fuego que sentí en mi interior fue tan abrasador que la muerte luego no ha sido nada. Tú no te enteraste, los hombres sois expertos en eso. Pensarás que exagero, pero yo ya no tengo motivo alguno para exagerar en este lugar en el que me encuentro. «Lugar», otra vez, no logro desprenderme del idioma. El «no-lugar» en el que me encuentro. ¿Mejor así? Si no me equivoco, mi vida está llegando a su fin. Es extraño que suceda de este modo. Además tengo la sensación de que debo apresurarme. No distingo colores, pero, si los percibiera, los vería desvanecerse poco a poco. Yo sentía una gran admiración por ti. ¡Ahí queda eso! Quería a todo nuestro grupo de amigos, tal vez más que nadie a Dodo. En realidad os amaba a todos. Una pandilla de vida desordenada. No erais unos desperados, pero casi. Todos un poco desconectados del mundo, aguantabais como podíais, pero sin pasión. Yo siempre os observaba. Lo de tu monasterio zen lo vi venir de lejos. Perdóname por lo que voy a decirte, pero te pareces a un muerto en vida, como si te hubieras anticipado a tu condición futura. Vaciaste tu casa, pintaste las paredes de blanco. No tengo ojos, pero lo veo todo. Espero que seas capaz de soportar esa paradoja. También estoy viendo mi fotografía. No me duele, pero me suscita una profunda nostalgia. Hau, hau, cada vez que piensas en mi voz, me oigo a mí misma. Sabía que podía seducirte con ella. A ti y a Dodo. Estuve liada con Dodo. De eso nunca os enterasteis, ninguno de vosotros. Ella me permitía descansar de los hombres. Sí, también de ti, aunque tú eras distinto. A ti tuve que dejarte ir. Me parece que nadie supo nunca de mi relación con Dodo, aunque creo que el Escritor sospechaba algo. Ese tenía una vista de lince. Y a ti te tenía bajo lupa. Me preocupaba que escribiera algo sobre ti. El Escritor atesoraba, no, mejor dicho, coleccionaba imágenes. Durante todos aquellos años vivió a la espera de su libro y mientras tanto observaba. Cuando uno mismo es observador, eso lo percibe enseguida. Durante mi relación con Wintrop, me di cuenta de que el Escritor lo registraba todo. A punto estuvo de tomar notas en nuestra presencia. En cierta ocasión encontré uno de esos cuadernos de notas que siempre llevaba consigo. P. voraz; I. W. y Don Anselmo sus víctimas natas. Palabras neerlandesas escritas con caracteres griegos, un código infantil de los alumnos del bachillerato clásico que yo casualmente era capaz de interpretar. Además, él lo aclara todo en uno de sus libros: ladrón antes que amigo, ladrón antes que amante, algo así, todo un programa. El Escritor siempre venía con nosotros, empeñado como estaba en intentar acostarse conmigo. A Wintrop no le importaba, porque le hacía reír su habilidad para imitar a todo el mundo. Ni siquiera se tomó a mal lo que dijo de él en su libro. Por fortuna a mí me dejó fuera. De ti dijo que eras un místico. «Ten cuidado con él. Es el rey de la negación, el agujero negro en el que cae cualquiera que se relacione con él». He dicho anteriormente que tuve que dejarte ir. Pero ¿fue así en realidad? No me creerás viniendo de mí, pero es posible que yo actuara por miedo. ¿Me arrepiento ahora? ¿Vi el abismo y no tuve valor? ¿Fui cobarde? ¿O débil? Cuando aún vivía, me propuse no arrepentirme jamás de nada. Ahora ya no estoy tan segura de eso, será porque ya es demasiado tarde. Demasiado tarde, otra referencia temporal. Mientras pronuncio esas palabras, comprendo lo absurdas que son. Demasiado tarde, arrepentimiento… términos que ya no tienen valor ni siquiera para ti, que aún vives. Busco recuerdos y encuentro un inventario. Eso no puede ser bueno. Todavía cargo con demasiadas cosas, debo seguir deshaciéndome de ellas. Borrarlo todo.
Aire, necesito aire. Es extraño, no logro concentrarme. Te prometo que volveré, pero ahora mismo es como si estuviera desvaneciéndome lentamente. Casi he desaparecido por completo, pero todavía hay tantas cosas que quisiera decir. ¿Es posible eso? ¿Una muerta tan cansada que cree que va a morir? ¿Una muerta que se diluye, que se desvanece, que desaparece? Espíritu, siempre me encantó esa palabra. Eso es lo que soy, un espíritu. Espectro, otra palabra bellísima. Amor físico, éxtasis, términos impronunciables aquí. Un cristal que se rompe en cuanto lo miras. Todo lo que ya no recuerdo y lo que sí recuerdo. Aquel lied de Strauss, el último, creo, de sus Cuatro últimas canciones, con aquel verso que reza: Ist dies etwa der Tod? Esta es la pregunta esencial. Zona fronteriza, tierra de nadie. Strauss aún vivía cuando formuló esa pregunta: ¿Es esto acaso la muerte? ¿Acaso? Un adverbio de duda de increíble precisión. Descansar. Un muerto no puede descansar, y si ahora estoy sola, más lo estaré en el futuro. ¿Oyes mi voz todavía? ¿Me ves? ¿La fotografía? ¿El pólder? ¿Qué dijiste? ¿Algo así como «la lluvia delante y detrás»? ¡Lluvia! Recuerdo bien cuándo me hicieron esa fotografía. Había pasado la noche con Nigel. Sí, sí, él también, aunque tú creyeras que no. Nigel Álgebra, ese pedazo de hielo. Sí, pasé la noche con él. Gritos, susurros, sudor, amor, dolor, y luego salí huyendo hacia Dodo, mi bálsamo, mi curación. Y alcohol y coca y al día siguiente el fotógrafo, la ventana, la lluvia, todo eso que tú ves ahora. ¿Con amor? A mí me causa perplejidad. Vogue. Esa era yo. Era, qué forma verbal tan absurda. Volveré, pero ¿estás realmente dispuesto a escuchar mis insignificantes secretos? Todos esos hombres quieren entrar dentro de mí como si desearan nacer en dirección contraria. Yacen encima de mí y sus cuerpos no expresan más que una forma espasmódica de voluntad, necesitan el coño, el coño, quieren ir hacia algún lado, pero no saben dónde y siempre acaban expulsados. Es eso, ¿no crees? Son tan diferentes, y sin embargo tan idénticos, terribles; no, nada terribles. La vida parece muy compleja y sólo más adelante entiendes lo transparente que es. Telarañas. Aunque también entiendes lo sagrada que es, quiero decir… ay, no, Dios, si alguien me hubiera dicho algo así le habría mandado callar. Hau, hau. ¿Acaso no va todo encaminado hacia eso, a acabar con lo sagrado? Lo sagrado, hear me. Bueno, pruébalo tú mismo, prueba a estar muerto. Perdona, ¿cuánto tiempo me queda para esta despedida?
Dormir. Tú has dormido. Yo ya no soy capaz de ello pero no sé cómo llamarlo de otra manera.
Ya sólo logro expresarme mediante comparaciones odiosas. Es como esas luces que se apagan muy lentamente en algunos hoteles. Una sensación parecida. Sin esperar nada aguardé a que volvieran a encenderse, con igual lentitud. Te vi dormido. Qué le voy a hacer, tú empezaste, fuiste tú quien me evocó. Dormías intranquilo, ansioso. No estabas en un monasterio zen, no te engañes. Reconocí tu ansiedad, era la de antes, la de las noches en el desierto. Recuerdo una cosa que me dijiste en cierta ocasión. Solías despertarte hacia las cinco de la madrugada. Una noche saliste de la tienda. Como tardabas en regresar, fui a echar un vistazo. Hacía mucho frío, echabas vaho por la boca. Había una miríada de estrellas, como no se ve nunca en nuestro país, un mar de otros mundos infinitamente lejanos, signos, figuras, una escritura en medio de un silencio extraordinario. Al cabo de un rato me atreví a preguntarte si te sucedía algo y me contestaste que cada noche había un instante en que deseabas no seguir viviendo. Quisiste darle un tono de ironía a tus palabras, pero no lo conseguiste. Temías ese instante porque sabías que volvía, una y otra vez. Percibí la angustia en tu voz. A mí no me engañas. Ni entonces ni ahora. Miedo a la oscuridad. Y entonces dijiste algo que jamás he olvidado: «Los zorros vienen de noche». Te lo dijo tu abuela cuando eras niño y te quedó para siempre grabado en la memoria. A mí también. Estuvimos ahí fuera un buen rato, yo quise romper el silencio pero no sabía cómo. Zorros. Cuando volviste a dormirte, los vi. Los oí husmear alrededor de la tienda, mordisqueando la lona, oí crujidos y susurros, un ligero jadeo, vi sus uñas arañando el toldo, los hocicos entreabiertos, los dientes afilados, las caras estilizadas y astutas, sus finas siluetas proyectadas sobre la lona de la tienda como una sombra. Los escuché hablar. ¿Me crees? No sé cuántos habría. Nunca volví a verlos, pero sabía que tú siempre los llevabas contigo. Cuando oyes a alguien decir que no quiere seguir viviendo, dejas de saber para siempre quién es, si el hombre que hace reír a todo el mundo, el hombre que imita a todo tipo de animales, el hombre que baraja los naipes como un prestidigitador, o el hombre de los zorros que una vez al día desea dejar de vivir.
Te contemplo. De mí nunca supisteis mucho en realidad. Yo cantaba en un coro, ni siquiera tú conocías esa afición mía. Sí, contralto naturalmente. Voces graves entretejiéndose con la violencia aguda de los sopranos. Sí, los tonos agudos son violencia. Entretejiéndose: urdimbre y trama. Contigo, que eres amante de la lengua, puedo hablar de esas cosas, ¿verdad? El neerlandés era mi pasión. Eso tal vez sea lo peor, la lengua que se desvanece cuando dejas de existir. Schering, urdimbre, ¿sabes lo que significa eso? Es el conjunto de hilos que se colocan en el telar paralelamente unos a otros para formar una tela. Estudié neerlandés durante una temporada, de eso tampoco os enterasteis. Schering en neerlandés significa, además de urdimbre, separación, una valla entre dos parcelas. Así sentía yo mi voz, como un sonido grave que interviene cuando hay que contener a los sopranos. Nunca a la inversa. Hay que poner un límite a la exaltación. El límite era yo. Los tonos más graves impiden que el éxtasis emprenda el vuelo, que se pierda en el espacio.
La composición como método para exorcizar la histeria. Orden. Dios, cómo os habríais reído de mí si hubiera dicho algo así entonces. Ahora sí puedo decirlo, es la ventaja de la clarividencia, en su sentido más literal. Ahora lo veo todo con extrema nitidez, mis sentidos se han agudizado: un obsequio de la muerte. No sé si soportas mi tono solemne, no soy capaz de expresarme de otro modo. Nunca os parasteis a mirar mi mundo, teníais suficiente con vosotros mismos, con vuestro propio territorio. O tal vez no.
¿Por qué os reuníais cada noche para jugar? Vuestra trascendencia residía en la risa que reprime el llanto, ¿no es así? Yo lo veía todo; puede que suene arrogante, pero es así. A la mitad de vosotros os conocí en la cama, engreídos y presumidos, funcionarios y locos. Una cosa teníais en común: vuestra afición a tentar a la suerte. Si uno no es capaz de hacerlo en la vida real, lo hace con el sabot o en la mesa de juego. Vivíamos con la absoluta certeza de que la realidad consiste en perder, y ganando de vez en cuando, aunque fuera poca cosa, tratábamos de encubrir esa certeza.
Pero yo también veía quién hacía trampas. El nueve bajo el puño. Un rápido movimiento de la mano. ¿Te interesa saber quién era, ahora que todo ha pasado? Pero si tú ya lo sabías hacía mucho tiempo. El niño prodigio judío, con su extrema agilidad en los dedos. Una moneda de oro, un lápiz de plata, siempre los devolvía su novia, ¿recuerdas? Aquella vez que jugó con nosotros aquel cónsul neerlandés o quienquiera que fuera, un amigo de Wintrop. «No, no me importa haber perdido, sólo que el lápiz de oro de mi padre, no entiendo dónde lo he dejado». Al día siguiente lo había recuperado. La novia del niño prodigio. De niño, durante la guerra, estuvo escondido en casa de campesinos calvinistas. Pasó de una casa a otra unas cuarenta veces, porque nadie podía quedarse con él, pero el chico sobrevivió. Por esa razón sentía el impulso de robar y de hacer trampas, una venganza tardía que todo el mundo le disculpaba con amor. Cuando él tenía la banca y se hacían fuertes apuestas contra ella, mientras esperaba el chocolate, siempre hacía aquella pregunta tonta: «¿Te atreves o tendré que esperar eternamente?». Sí, la verdad es que me teníais todos muy entretenida, pero ninguno de vosotros se interesó jamás por saber a qué me dedicaba yo durante el día. Lo que yo hacía era recuperarme de vosotros. Médico, enfermera, prostituta, sacerdotisa, psiquiatra. Y de vez en cuando hacía de modelo, para ganar pasta. Y mi pequeño coro. Por lo demás, mi vida erais vosotros, vosotros, vosotros. Lo extraordinario era que todo el mundo se lo guardara para sí. Si alguien me preguntaba algo sobre los demás, desaparecía en mi Hades, se volvía contagioso, ya no lo podía tocar. Eso tú no lo sabes, porque nunca me preguntaste nada. Gilles, que no sabía que me acostaba con Dodo. André, a quien le quedaba ya poco tiempo de vida, y que hubiera lanzado a Ollie a cualquier canal para poder morir cerca de mí. Nigel, el eterno calculador hoy tocado por el alzhéimer. Tico, amuseur général du peuple, el único con quien podías reírte en la cama. ¿Cuántos hombres conoces que vistan su erección de novia musulmana? Una venda de gasa y un toque de pintalabios y Fátima bailaba por las colinas y valles de las sábanas. ¿No resulta todo eso increíblemente banal ahora que pertenece al pasado? ¿Debí de haber elegido una vida más digna? NO. ¿Algo más al estilo de las cantatas de Bach que entonaba en la iglesia luterana del Spui? NO. ¿Debí de haberme atrevido a lanzarme al abismo contigo para ver cómo ibas a destruirme? NO. Yo te adelanté. Tú deseabas dejar de vivir una vez al día, ahora yo estoy muerta a lo largo de todo tu día, y tú vives. Eso conmigo no lo hubieras conseguido. ¿O acaso me equivoco? ¿Fuiste un desafío para mí?
¿Dispongo hoy de todo el día? No me gusta decir esas cosas. No hay día. Sólo hoy. Es absurdo. Uno se figura que una vez muerto será más poderoso. Que ya no tendrá que recurrir al pan seco, a los instrumentos rotos, a los conceptos superados. Mis luces se extinguen. Sigo hablando sólo por mantenerme cerca de ti. Debo acabar esto pero no sé cómo. Hoy me he pasado todo el inexistente día mirándote, ¿puede decirse así? Mirando la extrema lentitud de tu vida. Mirando cómo contemplabas el pólder. Leías El purgatorio, pero no logré captar lo que pensabas. Después te mantuviste inmóvil durante una hora. Pusiste mi fotografía derecha. Al ver mi imagen volví a echar de menos mi cuerpo. Todos vosotros lo poseísteis en algún momento, yo nunca me sentí del todo dueña de él. No hace falta que me lo devolváis, el recuerdo es quizás más doloroso para vosotros que para mí. Te miré y tu vida me pareció más insufrible que mi ausencia de vida. Ven para aquí, quise decirte, pero no sé dónde está el «aquí». Dondequiera que esté, no hay nadie. Ni un alma. Ya lo comprobarás tú mismo.
Una cosa me queda por contarte. Me intoxiqué por la inhalación de humo, no morí carbonizada. En aquel breve segundo, por calificarlo de alguna manera, aún fui capaz de verme. Arturo, así se llamaba él. Cuando empezó a sentir que no podía respirar, cogió la antena de televisión. Una de esas antenas dobles de níquel que solían verse antiguamente en los hoteles, una especie de cornamenta eléctrica. Al sentir que se asfixiaba agarró la antena con tal fuerza que arrancó la televisión de la mesa. Lo vi tirado en el suelo con el aparato encima. ¿Sabes que incluso en una situación como esta uno es capaz de percatarse de lo absurdo de la escena? Un hombre grande y fuerte yaciendo a tu lado en el suelo con un aparato de televisión entre los brazos. Esa fue la última imagen que vi. A partir de ese momento empezó otra forma de mirar. Como desde el sueño.
Una sensación de paz profunda. Créeme, puede que te ayude más adelante. Pero, mi cabello.
Nunca había yo pensado en mi cabello en esos términos. Era lo más efímero en mí, me imagino. Vi mi cabello como nunca lo había visto y de repente sentí un gran amor por mí misma, como si nunca hubiera tenido tiempo de ocuparme de la persona que fui. Durante todos aquellos años había estado perdida, me descubrí en aquel último instante. Recuerdo bien aquella intensa sensación de amor. ¿Lo entiendes? De pronto comprendí quién había muerto. Era yo quien yacía en el suelo, la absurda luz de la televisión aún encendida iluminaba mi cabello. Llevaba el pelo corto, como en la fotografía, pero resplandecía, con el brillo de la seda. Sentí deseos de acariciarlo.
Una cosa más quisiera contarte, la última. Es como si se me llevara el viento y tuviera que regresar de un lugar cada vez más lejano. Tú eres la única persona que me ha evocado en serio. Los otros han pensado en mí, de vez en cuando, pero nadie ha sabido encontrarme. Su dolor, si es que lo sintieron, carecía de energía, había demasiada distancia. Una cosa más. Arturo, él se salía de vuestros esquemas. Pero no de los míos. A mí me conmovía. Cuando abandoné aquel casino, a vuestros ojos yo ya era otra persona. Nada en él os gustaba, excepto su fuerza. Me percaté de ello cuando nos marchamos: la consternación de Dodo, la incredulidad de Gilles, del Barón. El Escritor, ávido de historias. Historias, historias, la novela de un camaleón. Pues bien, la historia está aquí, pero él no llegará a escribirla nunca. Para vosotros yo era de pronto otra persona, pero seguí siendo la misma. Tal vez fuiste tú el único que lo entendió.
Una vez te clavé las uñas en la mano mientras veíamos una película de Antonioni. Más adelante te arañé el cuello. Ese fue el verdadero adiós, el último. Has abierto tu ventana. Una ráfaga de viento. Esa era yo. Un susurro, un murmullo. El sonido de los zorros, una noche en el desierto. Zorros imaginarios. Irreales. Todo es tan fugaz. Fugaz como nosotros mismos. Se acabó.